E-PACK Bianca Julio 2017 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

Una isla para amar Susan Stephens ¿Podía confiar en su nuevo y encantador marido? ¿Y en sus devastadores besos? Al enterarse de que su difunta tía le había dejado la mitad de su herencia a Rosie Clifton, una huérfana inglesa que trabajaba como ama de llaves en su casa, el aristócrata español Xavier del Río decidió a reclamar lo que le correspondía. Así que, cuando Rosie lo sorprendió con una propuesta de matrimonio, Xavier vio la manera de conseguir todo lo que deseaba... ¡Incluso a Rosie en su cama! Rosie estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger su hogar de Isla del Rey... ¡Incluso a casarse con Xavier! Ella podía darle un heredero a cambio de que él dejara intacta la belleza de la isla. El secreto de la noche rusa Rachael Thomas ¡Decidió que solo podía legitimar a su vástago con una alianza de oro para ella! Nikolai Cunningham había mantenido su secreto familiar durante diecisiete años. Cuando la fotógrafa Emma Sanders apareció con el propósito de hacer un reportaje sobre su hogar de la infancia, él regresó a Rusia para asegurarse de que no destapara sus intimidades. Aunque Emma pretendía hacer bien su trabajo, la atracción que sentía hacia Nikolai era demasiado poderosa. Pero, convencido de que ella solo había querido utilizarlo, el magnate ruso la abandonó, sin saber que estaba embarazada. Al sol del amor Anne Mather ¿Se rendiría al desconocido de Cayo Orquídea? Lo único que conocía Lily Fielding era aquella pequeña y segura isla caribeña. Pero la aparición de un intrigante recién llegado estaba a punto de cambiarlo todo, porque el despertar sensual que aquel hombre prometía resultaba a la vez embriagador y prohibido… Raphael Oliveira debería resistirse a la tentación que la hermosa Lily representaba.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 125 - julio 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-137-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Una isla para amar

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

El secreto de la noche rusa

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Al sol del amor

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Noche de bodas reclamada

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

ESTO es una playa privada…

Rosie tuvo que alzar la voz para que el hombre que estaba en una motora negra y se disponía a echar el ancla junto a la orilla la oyera. El hombre se detuvo un instante y ella interpretó que la había oído, pero que por algún motivo había decidido ignorarla. Agitar los brazos tampoco tuvo ningún efecto.

–«Malditos intrusos» –habría dicho doña Ana, la difunta anciana para la que Rosie había trabajado, si algún marinero se hubiera atrevido a fondear cerca de su isla privada–. «¡No podéis nadar aquí! ¡Esta es mi isla!» –habría exclamado poniendo las manos sobre sus caderas, hasta que los visitantes se percatasen de que no eran bienvenidos y se marchasen en busca de aguas más tranquilas.

Rosie siempre había pensado que los visitantes no podían causar mucho daño, si lo único que pretendían era disfrutar del agua cristalina y de la playa de arena blanca durante una hora o así.

Al ver que el hombre la miraba fijamente, Rosie se puso tensa. Su cuerpo reaccionó de una manera extraña, como si sintiera nostalgia y la fuerte personalidad de aquel hombre la hubiese cautivado. El efecto era tan poderoso que parecía que estuvieran mucho más cerca.

Al instante, Rosie supo que debía enfrentarse o huir. Gracias a lo que en el orfanato consideraban su maldita cabezonería, consiguió permanecer en el sitio. Quizá no había tenido los mejores comienzos en la vida, pero no era una víctima y nunca lo sería.

Y una promesa era una promesa… Le había prometido a doña Ana que mantendría a salvo la isla, y eso era sagrado. No obstante, por muy intimidante que pareciera aquel hombre, ella no permitiría que se acercara hasta que no supiera cuáles eran sus intenciones.

El hombre tenía otra idea.

Rosie sintió que se le aceleraba el corazón al ver que el hombre se asomaba por la barandilla dispuesto a echarse a nadar. Sospechaba que para mantener a salvo la isla necesitaría algo más que sus buenas intenciones.

El hombre se lanzó al agua y nadó hasta la orilla. Su aspecto de hombre duro y despiadado provocó que ella se pusiera nerviosa. Normalmente la tripulación de un barco nodriza vestía un uniforme con el nombre de la embarcación escrito en él. Y ese hombre no llevaba nada que lo identificara, solo un bañador corto. Además debía de tener unos treinta años, o era mayor que ella en cualquier caso.

Rosie tenía veintipocos años. Ni siquiera estaba segura de cuál era su fecha de nacimiento. No estaba registrada. Los datos de su vida habían desaparecido en un incendio que se produjo en el orfanato donde había crecido, al poco de su llegada. Su experiencia vital estaba limitada al mundo extraño y aislado de las instituciones y a la pequeña isla del sur de España.

Rosie había sido afortunada porque una asociación benéfica, que trabajaba con jóvenes en situación de exclusión social, le había ofrecido un trabajo en Isla del Rey. El trabajo consistía en ser la acompañante y ama de llaves de una anciana que previamente había echado a otras seis empleadas. No era una oportunidad prometedora, pero Rosie habría aprovechado cualquier cosa para escapar del ambiente opresivo de la institución, y la isla le ofrecía refugio frente a la dura realidad del mundo exterior.

Un mundo que la amenazaba de nuevo. Rosie se preparó para echar al hombre de allí. Doña Ana le había dado mucho más que un techo y ella debía mantener su isla a salvo.

Contra todo pronóstico, Rosie había tomado cariño a su jefa, pero nadie se habría imaginado jamás que, en un último acto de generosidad, doña Ana iba a dejarle en herencia la mitad de la Isla del Rey a la huérfana Rosie Clifton.

La herencia de Rosie se había convertido en un escándalo internacional. Ella no había sido bien recibida entre los terratenientes, sino más bien había sido rechazada por ellos. Incluso el abogado de doña Ana había puesto excusas para no recibirla y hasta su carta formal reflejaba resentimiento. ¿Cómo era posible que una simple ama de llaves huérfana pasara a formar parte de la aristocracia española? Al parecer, nadie comprendía que lo que Rosie había heredado era la confianza y el cariño de una anciana.

El generoso legado de doña Ana se había convertido en un arma de doble filo. Rosie había llegado a amar la isla, pero no tenía ni un céntimo a su nombre y no recibía ingresos, así que, si apenas podía mantenerse a sí misma, tampoco podría ayudar a los isleños a comercializar sus productos ecológicos en la península, tal y como había prometido que haría.

El hombre había llegado a la orilla. Llevaba el torso desnudo y el agua del mar resaltaba su piel bronceada. Era una imagen espectacular, y Rosie suponía que no estaba allí para ofrecerle un préstamo.

Rosie había fracasado en ese aspecto. La única respuesta que había recibido a todas las cartas que había enviado a posibles inversores para la isla, había sido el silencio o la burla: «¿Quién era ella aparte de una simple ama de llaves cuya experiencia se reducía a la vida en un orfanato?». Ni siquiera podía argumentar en contra de eso, porque era verdad.

Él la miró fijamente y ella se percató de que era un hombre capaz de abrir cualquier puerta. Aunque no aquella. Rosie cumpliría la promesa que le había hecho a doña Ana y continuaría luchando por conservar la isla. En el lenguaje de doña Ana, eso significaba que no entraran visitantes, y menos un hombre que miraba a Rosie como si fuera un pedazo de basura arrastrado por el mar. Lo echaría tal y como habría hecho doña Ana. Bueno, quizá no de la misma manera, Rosie era más persuasiva que gritona.

Al ver que él se acercaba, a Rosie se le aceleró el corazón. Estaba sola y se sentía vulnerable. Él había elegido el mejor momento del día para darle la sorpresa. Rosie solía ir a bañarse a primera hora del día, antes de que los demás se levantaran. Doña Ana la había animado a adquirir esa costumbre y solía decir que Rosie debía tomar un poco de aire fresco antes de pasarse todo el día en la casa.

Agarró la toalla de la roca donde la había extendido para que se secara y se cubrió. A pesar de ello, no iba vestida para recibir visitas. La casa estaba a media milla de distancia por una colina empinada y nadie la oiría si pedía ayuda…

No necesitaría pedir ayuda. Era la propietaria del cincuenta por ciento de la isla, y el otro cincuenta por ciento pertenecía a un Grande de España que siempre había estado ausente.

Don Xavier del Río era el sobrino de doña Ana, pero puesto que no se había molestado en visitar a su tía durante el tiempo que Rosie había estado en la isla, y ni siquiera había asistido al entierro, Rosie dudaba de que se molestara en hacerlo después. Según le había dicho doña Ana, él era un playboy que vivía la vida a tope. Y para Rosie, él era un hombre sin corazón que no se merecía una tía tan encantadora.

Al parecer, en lo que se refería a los negocios, era un hombre de éxito, pero, aunque fuera millonario, Rosie consideraba que debía haber hecho el esfuerzo de visitar a doña Ana… O quizá era demasiado importante como para preocuparse de los demás.

 

 

Él no se podía creer lo que sucedía. La chica que estaba en la playa lo estaba tratando como a un intruso.

–Tienes razón –contestó él–. Esta playa es privada. Entonces, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

–Yo soy… Quiero decir, vivo en la isla –dijo ella, alzando la barbilla para intentar mirarlo a los ojos.

Él se inclinó sobre ella. Era una mujer menuda, joven y ágil, con el cabello pelirrojo y expresión aparentemente cándida, pero sin duda desafiante y decidida. Estaba pálida, pero mantenía la compostura. Él sabía quién era ella. El abogado le había advertido que no se dejara engañar por su aspecto de mujer inocente.

–¿Lo ha enviado el abogado? –lo retó ella.

–No me envía nadie –contestó él, sin dejar de mirarla.

–Entonces, ¿a qué ha venido?

Sus puños cerrados eran la única señal de que estaba nerviosa. Ella tenía valor para enfrentarse a él, pero él no era un acosador y ella era una chica joven y estaba sola en la playa, así que trató de mantener la calma.

–He venido a verte.

–¿A mí? –colocó la mano sobre su pecho, justo encima del borde de la toalla.

En ese momento una suave brisa le revolvió el cabello y él sintió un fuerte deseo de sujetarle el cabello, echarle la cabeza hacia atrás y besarla en el cuello.

Era una mujer atractiva, pero cualquiera que fuera capaz de convencer a su tía para dejarle en herencia un lugar como aquel, debía de ser más confabuladora de lo que ella parecía.

–Tenemos que hablar de negocios –miró hacia la casa que estaba en la colina.

–Solo puede ser una persona –dijo ella–. Los abogados no mostraron ningún interés en mí, ni en la isla. Están dispuestos a permitir que Isla del Rey se vaya al infierno, y yo con ella. Me han cerrado en la cara cada puerta de la ciudad, pero supongo que eso ya lo sabe… don Xavier.

Él permaneció impasible. El día en que se comunicó el testamento que había dejado su tía, sus abogados contactaron con él para prometerle completa fidelidad. El gabinete había trabajado para la familia Del Río durante años, y los abogados le habían asegurado que había motivos para reclamar la herencia, sin duda, frotándose las manos al pensar que recibirían mayores honorarios al hacerlo. Xavier había rechazado la propuesta, decidiendo que él se encargaría de aquella situación, y de aquella chica.

–¿Usted es el responsable de que me hayan cerrado todas las puertas de la ciudad? –preguntó la chica.

–No –dijo él, con sinceridad. Su tía siempre había sido una mujer maquiavélica y se notaba en la manera que había redactado su herencia. Después de conocer a la chica con la que compartía la isla, sospechaba que doña Ana debió de disfrutar mucho poniéndole obstáculos en el camino a la ahora de reclamar una isla que debía pertenecerle por derecho–. Está claro que los hombres con dinero piensan como yo, que la responsabilidad de Isla del Rey no puede recaer en manos de una jovencita.

–Supongo que no le interesa mi opinión –contestó ella.

Él pensó que se la daría de todas formas. Y acertó.

–Cualquier persona que tenga la suerte de tener parientes debería cuidarlos, y no abandonarlos, por muy difíciles que sean.

–¿Te estás metiendo conmigo? –preguntó él, divertido–. ¿Sugieres que tengo tan poco derecho a reclamar la isla como tú?

–Tienes el nombre y la fama. ¿Por qué tu tía iba a dejarle la isla que adoraba más que nada en el mundo a un hombre tan famoso como tú?

La franqueza de su comentario hizo que él permaneciera en silencio un momento. Tanta franqueza era asombrosa, pero también agradable. Suponía que su carácter cortante se había forjado debido a una infancia difícil. Ella había tenido que buscar la manera de sobrevivir y había elegido la lógica y la cabezonería frente a la conformidad y la autocompasión. Era valiente. No había mucha gente dispuesta a enfrentarse a él.

–¿No va a contestar, don Xavier?

Él arqueó una ceja, pero lo que ella había dicho era verdad. Su reputación pendía de un hilo. Vivía deprisa y con el estilo de vida que le permitía un negocio exitoso. No estaba interesado en el amor y los cuidados. Solo le habían producido decepción en el pasado y ya no tenía tiempo para esas cosas. Ese era el motivo por el que había evitado a su tía y a la isla. No se sentía orgulloso de admitir que la idea de reavivar los sentimientos que había experimentado de niño hacia aquella mujer mayor lo había mantenido alejado. Sus padres habían conseguido que odiara todo lo relacionado con el amor. Y él había hecho lo que doña Ana le había pedido, ganar dinero para fundar las empresas de las que ella se habría sentido orgullosa, y con eso debía bastar.

Sin embargo, su maquiavélica tía había añadido una cláusula en su testamento que dificultaba que pudiera reclamar su herencia.

–Me imagino que has venido hasta aquí a causa de las condiciones que puso tu tía en el testamento –comentó la chica.

–Supongo que ambos estamos aquí por el mismo motivo –contestó él–. Para solucionar las condiciones del legado.

–Yo vivo aquí, tú no –dijo ella con una sonrisa retadora.

¿Estaba reclamando su propiedad? Si se había leído el testamento, sabría que él podría perder la herencia si no tenía un heredero en el plazo de dos años.

–Supongo que te sientes bajo presión –dijo la chica.

Al ver el brillo de su mirada, Xavier supuso que ella estaba disfrutando de aquella situación tanto como habría disfrutado su tía. Podía imaginárselas juntas. Y, por supuesto, la chica podía reírse puesto que era la propietaria del cincuenta por ciento de la isla. Lo único que tenía que hacer era esperar y confiar en que él no tuviera un heredero. Entonces, toda la isla pasaría a ser de su propiedad. El hecho de que ella no tuviera dinero ni para mantenerse, hacía que todo resultara incierto.

–Entonces, ¿conoces las condiciones del testamento de mi tía? –preguntó él, mirándola de arriba abajo.

–Sí –dijo ella–, aunque el abogado de tu tía me lo puso difícil y, en un principio, no quiso enseñarme nada, pero yo insistí.

«Estoy seguro de ello», pensó él.

–No pudo negarse. Si te soy sincera, yo solo quería ver el testamento con mis propios ojos para asegurarme de que había heredado la mitad de Isla del Rey, pero entonces… –se mordió el labio inferior y miró a otro lado.

–¿Sí? –preguntó él, percibiendo que a pesar de su aspecto calmado sentía preocupación. El peor error que podía cometer era tomarse a esa mujer a la ligera.

–Entonces leí la parte que se refería a ti –dijo ella, mirándolo directamente–. Así que comprendo que te sientas bajo presión –no pudo evitar sonreír antes de añadir–: Siempre supe que doña Ana tenía un extraño sentido del humor, pero he de admitir que esta vez se ha pasado. Quizá si no la hubieras ignorado durante tanto tiempo…

–He sido castigado –declaró él en tono cortante. No quería hablar de su tía con nadie, y menos con aquella joven.

–Lo que me resulta confuso –dijo ella–, es esto. Siempre pensé que doña Ana creía en la familia. Al menos, era la impresión que me daba, pero ahora veo que era un castigo –entornó los ojos al pensar en ello.

«Tiene unos ojos preciosos», pensó Xavier.

–Un castigo para mí, no para ti –apuntó él.

–Aun así… –lo miró con interés durante unos minutos–, debiste de hacerla enfadar mucho. Bueno, claro, manteniéndote alejado tanto tiempo.

Ella no tenía miedo de expresar sus pensamientos. Cuanto más la conocía, más lo intrigaba. Su primera intención había sido echarla de la isla navegando en una balsa hecha de dinero, sin embargo, después de conocerla dudaba de que aceptara algo así. Era inteligente, desafiante y extremadamente atractiva. Algo que podría entrometerse en su camino. Y Xavier no podía permitir que algo así lo distrajera. Tenía razón acerca de que aquel testamento podía provocar el caos. Estaba seguro de que doña Ana conocía sus limitaciones. Él era capaz de ganar mucho dinero, pero sería un padre terrible. ¿Qué necesidad había de que un niño tuviera un padre incapaz de sentir?

–Será mejor que vayamos a la casa –dijo él, volviéndose hacia allí.

–¿Qué? No –contestó ella.

–¿Disculpa? –se giró para mirarla y vio que hundía los dedos del pie en la arena.

–Deberías haber contactado conmigo de la manera habitual y concertar una reunión que no implicara un encuentro en la playa al amanecer –le explicó frunciendo el ceño.

Él inclinó la cabeza para ocultar su sonrisa. La gente solía tratar de sobornar a su secretaria personal para conseguir unos minutos de su tiempo y, sin embargo, a Rosie Clifton solo le faltaba mover el bastón de su tía frente a su cara para intentar echarlo de la isla.

–¡He dicho que no! –exclamó ella, tratando de bloquearle el paso–. No es conveniente –le explicó.

¿No era conveniente que él visitara su casa en su propia isla?

Quizá a Rosie Clifton se le habían abierto montones de puertas en un pasado reciente, pero a él nunca le habían cerrado una puerta en la cara. Visitaría su casa, y su isla. Y después decidiría qué hacer con aquella chica.

–¿Quizá en otro momento? –preguntó ella al ver la expresión de Xavier–. ¿Pronto? –sugirió con una media sonrisa.

–Ahora es el momento –insistió él, y pasó junto a ella.

Capítulo 2

 

EL DEBERÍA haberse imaginado que ella saldría corriendo tras él. Cuando lo agarró del brazo, sintió el poder de sus pequeños dedos con tanta claridad como si le estuviera acariciando el miembro. La idea de que esas manos pudieran llevarlo hasta la puerta de la pasión fue suficiente para hacer que se detuviera en seco. El contacto con ella era electrificante. Y también su carácter. Era posible que Rosie Clifton no tuviera ni una pizca de su riqueza o su poder, pero no tenía miedo a nada. Así que era imposible que él no la admirara al menos un poco.

–Puedes venir a la casa en otro momento –dijo ella sin soltarle el brazo y mirándolo a los ojos–. Haremos una cita formal. Lo prometo.

–¿La haremos? –preguntó él con ironía.

La miró y vio que sus ojos de color amatista se oscurecían, confirmando que la atracción entre ellos era mutua. E inconveniente, se recordó él. No había ido allí para seducirla. Tenía un asunto de negocios que resolver con Rosie Clifton.

–Ninguno de los dos vamos vestidos de manera adecuada para una reunión formal –señaló ella–. No nos sentiremos cómodos. Y puesto que hay tantas cosas importantes de las que hablar…

Él reconoció que ella tenía buenos argumentos.

–¿Y…? –preguntó ella, dejando los labios entreabiertos.

–Volveré –convino él.

–Gracias –exclamó aliviada.

Era un error por su parte. Le estaba dando la oportunidad de prepararse para la próxima vez. Su tía debía de estar riéndose en la tumba. Doña Ana no podía haberlo planificado mejor al reunir a dos personas con el mismo objetivo, una idealista y otra un magnate de los negocios, y con un enfrentamiento directo. Por dentro, Xavier sonreía de admiración.

–Antes de que te vayas… –ella se mordisqueó el labio inferior.

–¿Sí?

–Quiero que sepas que yo quería a tu tía de verdad.

Él se encogió de hombros. ¿Debía importarle? ¿Estaba esperando que hiciera algún comentario al respecto? Trató de analizar lo que sentía y no consiguió nada. Suponía que sus sentimientos estaban dormidos desde la niñez. No sabía qué era lo que sentía hacia su tía.

–Tu tía te crio, ¿verdad? –preguntó Rosie.

–Solo porque mis padres preferían los antros de perdición de Montecarlo –dijo él, mostrándose impaciente por dejar el tema.

–Eso debió de ser doloroso –comentó ella, como si lo dijera de verdad.

–Fue hace mucho tiempo –Xavier frunció el ceño, confiando en que abandonara el tema.

Ella no dijo nada más, pero lo miró con expresión de lástima, algo que lo molestó todavía más.

–Tu tía me dijo que te echó de casa cuando eras adolescente –ella se rio, como si fuera divertido–. Dijo que fue lo mejor que había hecho por ti, pero ella siempre estaba dando lecciones a la gente, incluida a mí.

–Aunque no te enseñó a morderte la lengua –murmuró él.

Ella lo ignoró y continuó.

–Doña Ana dijo que el dinero no dura para siempre, y que cada generación ha de ocuparse de buscar la suerte en la vida. Algo que tú has hecho, sin duda –lo miró con admiración.

«Solo tu inocencia y falta de sofisticación podía llevar a esto», pensó él mientras ella comenzaba a nombrar sus logros.

–Primero hiciste fortuna en el mundo de la tecnología y después a base de construir hoteles de seis estrellas y campos de golf por todo el mundo –frunció el ceño–. Me imagino que ese es el motivo por el que tu tía me dejó la mitad de la isla, para evitar que arrasaras con ella. Los rumores cuentan que eres multimillonario –añadió ella.

–No me importa demasiado.

–Eso también me lo contó –le dijo, mientras él comenzaba a caminar hacia la playa.

–¿Hay algo que no te haya contado? –inquirió él, parándose en seco.

–Oh, estoy segura de que hay muchas cosas que no me contó…

–¿Hablaba de mí a menudo? –preguntó. De pronto, necesitaba saberlo. Y enseguida se arrepintió de haber hecho la pregunta

–Hablaba bastante de ti –comentó Rosie–. Lo siento si te he disgustado –añadió.

–No me has disgustado –se detuvo junto a una de las rocas de la playa y se apoyó en ella. Le gustara o no, aquella chica había provocado que recordara su pasado.

–Debería regresar –dijo ella.

–¿Nadas aquí cada día? –preguntó él. De pronto, no quería que se marchara.

–Cada mañana… Lo he hecho desde que llegué a la isla. Es un lujo –dijo ella, y cerró los ojos como si recordara cada momento que había pasado en el mar.

La isla debía de haber sido una revelación para ella después de haber estado en un orfanato. Xavier no podía imaginarse cómo sería criarse en una institución en la que realmente no había ningún interés por las personas. Al menos él había tenido a doña Ana. Y se alegraba de que el destino hubiera intervenido en la vida de Rosie Clifton. Si no se hubiera alegrado habría sido un monstruo despiadado.

Rosie había dejado de vivir allí después de que un miembro de la realeza que patrocinaba una de las organizaciones benéficas que él apoyaba fuera a visitar el centro. El príncipe le había dicho a Xavier que aquella chica había llamado su atención gracias al comportamiento calmado y adaptativo que mostraba. Xavier se preguntaba si el aspecto luminoso de Rosie también habría llamado la atención del príncipe. Eso y su evidente inocencia. Cuando el príncipe mencionó a Rosie por primera vez, él pensó en su tía y en la posibilidad de que una chica joven pudiera tener éxito donde otras cuidadoras profesionales habían fracasado. Ni siquiera en sus sueños se había imaginado que Rosie Clifton pudiera tener tanto éxito. Cierto era que su mirada sincera no mostraba ni rastro de astucia.

–¿Nadas en el mar sola?

–¿Por qué no? –contestó ella–. Tú lo hiciste.

Al inclinar la cabeza hacia un lado resultaba más atractiva que nunca. Había llegado el momento de que Xavier controlara sus emociones antes de que empezaran a nublarle el juicio.

–¿Te parece sensato? –preguntó él–. ¿Y si tienes algún problema dentro del agua?

–Puedo tener un problema en tierra también –dijo ella.

Era difícil no sentirse atraído por ella cuando intentaba disimular su sonrisa. Y eso era algo que Xavier había prometido no hacer. Cuando ella se encogió de hombros y él se fijó en aquel cuerpo femenino cubierto por una toalla, y en sus hombros delgados salpicados de pecas como si tuviera polvo dorado sobre la piel, supo que estaba en un lío.

–Una cosa que aprendí de niña fue a mantener la cabeza fuera del agua.

–No me cabe duda de eso –convino él–, pero estás arriesgando tu seguridad.

Ella se echó el cabello hacia atrás provocando que su melena se ondulara hasta la cintura.

–No es tan peligroso si conoces el mar que rodea la isla, ¿no cree, don Xavier?

–Tienes razón –admitió él–. Yo nadaba aquí cuando era niño, pero eso no significa que sea un lugar seguro para ti.

–¿Estás diciendo que nadas mejor que yo? –preguntó ella con un brillo de humor y reto en la mirada.

–¡Basta! –exclamó él, consciente de que debía zanjar el tema antes de que ella lo ganara–. Permíteme que me presente de manera formal. Soy don Xavier del Río, a tu servicio…

–Lo dudo –ella se rio–. Y no quiero que estés a mi servicio. No obstante, me complace conocerte de manera formal –bromeó ella–. ¿Quizá podríamos comenzar de nuevo? –sugirió, y le tendió la mano para saludarlo–. Rosie Clifton, al servicio de nadie.

Él se rio.

–Nunca ha habido dudas acerca de eso.

Cuando le besó el dorso de la mano, notó que temblaba. Al retirarla, Rosie colocó las manos detrás de la espalda, como si tratara de apartarse de lo inapropiado. Después de todo, no era tan buena ocultando sus sentimientos. Él no la intimidaba y ella no estaba completamente en su contra. Estaba cautelosa e inquisitiva, pero, cuando él la tocó, se excitó. Él se preguntaba qué novedades descubriría acerca de Rosie Clifton. En el orfanato había sobrevivido gracias a seguir las normas, y se había adaptado a las condiciones que conllevaba trabajar para su tía. A esas alturas ya debía de haberse dado cuenta de que poseer media isla no era útil para ninguno de los dos, y él sentía curiosidad por saber a dónde pensaba que llegarían a partir de entonces.

–¿Qué sabes de mí, Rosie?

–Probablemente tanto como tú sabes de mí –dijo ella–. Conozco tu reputación. ¿Y quién no? Pero puesto que solo son rumores y a mí me gusta sacar mis propias conclusiones acerca de la gente, mantengo la mente abierta.

–¿Debería darte las gracias por ello?

–Haz lo que quieras –dijo ella–. Sé que todo lo que has conseguido en la vida lo has hecho sin ayuda. Doña Ana me lo contó –comentó, hurgando en la herida que había abierto sin querer–. No obstante, eso no me explica quién eres, ni si puedo confiar en ti…

Era demasiado. Ella estaba provocando que él experimentara demasiados sentimientos y eso no le gustaba.

La rodeó por un lado y se dirigió hacia la casa.

–¡Eh! –ella lo siguió y se colocó delante de él.

–Apártate de mi camino, por favor.

–No –contestó ella, cruzándose de brazos–. No vas a dar ni un paso más. Ya te lo he dicho, no es conveniente que visites la casa.

Él podría cargarla a hombros y llevarla hasta allí, pero eso no sería bueno para Rosie Clifton y quizá la vida ya la había maltratado bastante. Era demasiado joven e inocente para él, que tenía un gusto demasiado sofisticado en el dormitorio. Ella no encajaba nada en sus planes, excepto para sobornarla.

–He dicho que no –repitió ella al ver que él se movía.

Él se detuvo. Ella le parecía divertida. Tenía unos labios muy tentadores, a pesar de que estaba muy seria. De pronto, se le ocurrió una pregunta: ¿Rosie Clifton era tan inocente como aparentaba? ¿Realmente se había dejado llevar por las circunstancias o era una gran actriz que había conseguido engañar a su tía? En cualquier caso, trataría con la señorita Clifton y con un buen acuerdo económico conseguiría librarse de ella.

–Si no te quitas de mi camino, tendré que moverte.

Solo la idea de tomar en brazos a aquella mujer bastó para que su cuerpo ardiera de deseo.

Ella se rio.

–Me gustaría verte intentándolo.

Él levantó las manos. Podía esperar. Excepto por el tema del heredero, él tenía todas las cartas de la baraja y ella ninguna. Ella no podía enfrentarse en un juicio con él. No tenía dinero para hacerlo. Estaba a su merced. Incluso si él no conseguía tener un heredero y su mitad de la isla pasaba a manos de ella, Rosie nunca conseguiría dinero para gestionarla. Ambos sabían que el resultado era inevitable. Él poseería el cien por cien de Isla del Rey. Era cuestión de tiempo, y no serviría de nada hacer que se sintiera desdichada.

–Trata de ser razonable –sugirió él–. Es importante que vea la casa lo antes posible para valorar los cambios que hay que hacer.

–¿Qué cambios? –preguntó ella–. La hacienda está bien tal y como está.

Rosie dudaba de que hubieran reformado o arreglado algo desde los tiempos en que aquel hombre había vivido allí de niño. Siempre había pensado que la casa estaba perfecta. El paso de los años ayudaba a que fuera un lugar acogedor y especial, tal y como doña Ana lo había creado. ¿Qué derecho tenía él a hablar de posibles cambios?

–Cuanto antes, mejor –repitió él.

–Me temo que no será posible –dijo ella.

Xavier la adelantó de nuevo, pero ella lo siguió.

–No puedes mantenerme alejado para siempre –declaró él, mirándola fijamente–. ¿O es que te has olvidado de que poseo el cincuenta por ciento de esta isla?

–No me he olvidado de nada –dijo ella, recordando las extrañas condiciones que doña Ana había puesto en la herencia. No le extrañaba que él estuviera tan enfadado.

Ella necesitaba conseguir dinero para permanecer viviendo en la isla y él necesitaba un heredero.

–Lo único que pido es quedar otro día. Cuando ambos nos hayamos tranquilizado y estemos vestidos para la ocasión, estaré encantada de mostrarte el lugar.

Rosie siempre había utilizado la lógica para solucionar situaciones difíciles durante el orfanato. Si algo había aprendido al vivir en una institución eran las reglas básicas de supervivencia. La más importante de todas era no provocar reacciones en cadena, y si eso ocurría tratar de calmar la situación cuanto antes.

Al ver que don Xavier la miraba de arriba abajo con sus ojos negros, se estremeció. Su cuerpo desnudo deseaba que él le prestara más atención. Por fortuna, ella era más sensata que eso.

–Mi secretaria se pondrá en contacto contigo –dijo él con frialdad–. Cuando yo haya tenido la oportunidad de ver la casa y la isla, te convocaré a una reunión en la península donde discutiremos las condiciones.

¿Qué condiciones? ¿Cuándo había aceptado ella tal cosa? No pensaba asistir a ninguna reunión en la península. ¿Sus condiciones? ¿Su territorio? Era joven, pero no estúpida.

–No estoy segura de que eso sea conveniente para mí –dijo ella–. Por lo que sé, no tenemos nada que discutir. Las condiciones de la herencia son muy claras.

Él se puso muy serio. Era evidente que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.

–¿Estás atrapada en la isla?

–No, pero tengo mucho por hacer.

–¿Ah, sí? No tienes dinero… ni ingresos.

–Puedo hacer muchas cosas a base de trabajar duro y sin dinero –contestó ella–. Y solo porque hasta el momento no haya conseguido un préstamo no significa que vaya a abandonar. No creo que tu tía abandonase. Y no creo que doña Ana me dejara la mitad de la isla a menos que confiara en que yo podría solucionar las cosas.

–Tengo entendido que tienes la intención de ayudar a los isleños a producir productos ecológicos.

–¿Por qué no?

¿Quizá era mejor que intentara suavizar su postura y tratar de ganarse su apoyo? Su objetivo era ayudar a los isleños, no a sí misma, y si no controlaba sus sentimientos, algo que normalmente no tenía problema en lograr, la próxima comisión que llegara a la isla sería la de los asesores legales de don Xavier.

No podía correr ese riesgo. No tenía dinero para enfrentarse a ellos. Había llegado la hora de tragarse su orgullo y hacer que se sintiera bienvenido. Quizá juntos podrían encontrar una solución. Como no se le daba bien adornar las cosas, dijo lo primero que se le ocurrió:

–Si vuelves mañana te prepararé helado.

Él la miró como si lo hubiera invitado a participar en una sesión de bondage.

–Mañana a las tres –replicó–. Y sin helado.

Capítulo 3

 

AL DÍA siguiente a Rosie le latía con fuerza el corazón mientras esperaba la llegada de don Xavier. Era un hombre frío y arrogante, pero ella estaba nerviosa por la idea de volverlo a ver. No tenía una vida muy emocionante, pero siempre había sido una soñadora. Y ese día, don Xavier era la estrella. Quizá el hecho de que él necesitara un heredero había provocado que se le disparara la imaginación. ¿Cómo iba a conseguir uno? ¿Con quién? Era probable que tuviera montones de novias, pero ella no se imaginaba que fuera capaz de sentar la cabeza.

En honor a su visita, se había puesto el único vestido que tenía. Lo había comprado en una tienda de segunda mano con el poco dinero que recibía de la asociación benéfica del príncipe. El dinero se suponía que era para prepararla para su trabajo y lo había gastado en libros para aprender a comprender mejor a los ancianos.

El vestido era de color amarillo, con falda de vuelo y cuerpo ceñido. El color no favorecía mucho su tez pecosa y contrastaba demasiado con su cabello pelirrojo, pero no había tenido mucho donde elegir. Además estaba anticuado, pero Rosie pensó que sería el tipo de prenda que no escandalizaría a una mujer mayor. No obstante, a doña Ana le horrorizó, pero Rosie seguía pensando que era bonito.

Miró por la ventana de la cocina y se preguntó si don Xavier habría cambiado de opinión. A lo mejor llegaban sus representantes y trataban de echarla de allí. Al pensar en ello se le aceleró el pulso. Sería mejor que regresara él y se enfrentara a ella.

Por el momento, el mar estaba azul y vacío. No se acercaba ninguna lancha negra ni ningún atractivo español. Ella estaba preparada para lo que esperaba. Había limpiado la casa de arriba abajo y estaba satisfecha porque nunca había tenido un aspecto mejor. Él iba a quedarse impresionado. Ella siempre había deseado tener una casa que cuidar, y el trabajo le parecía un privilegio en lugar de una pesadez. Y estaba dispuesta a dejar de lado su orgullo si conseguía convencerlo para que le hiciera un préstamo para ayudar a los isleños a lanzar su plan para comercializar sus productos por todo el mundo.

Cuanto más pensaba en ello, más se preguntaba acerca de las intenciones de doña Ana al redactar su testamento. ¿Era su último intento para salvar a don Xavier de una vida vacía y sin sentido? ¿O era que Rosie estaba siendo romántica otra vez? En su opinión, ni siquiera todo el dinero del mundo podría comprar el amor y el apoyo que brindaba una familia, y aunque don Xavier no lo supiera, doña Ana había estado esperándolo para recibirlo nuevamente en la familia con los brazos abiertos.

Retirándose un mechón de pelo de la cara, Rosie se separó de la ventana. Parecía que él no iba a acudir. Miró las flores que había cortado del jardín por la mañana y sonrió. Eran rosas blancas que crecían en grupos como familias. Había muchas cosas en la isla que merecía la pena conservar.

Rosie se había quedado cautivada con la belleza de Isla del Rey desde el primer momento. Era un lugar cálido y soleado comparado con el orfanato donde ella había crecido en el centro de la ciudad. Había playas de arena fina y colores brillantes por todos los sitios, mucho espacio y aire fresco para respirar. Rosie había dejado atrás una ciudad gris y las restricciones del orfanato. En la isla se había sentido libre por primera vez en la vida. La gente de allí le encantaba por su manera de sonreír y saludarla, como si quisieran recibirla en su bonita isla. Desde el primer momento, la causa de aquellas personas se había convertido en su propia causa.

Quizá el mejor regalo que había recibido a su llegada había sido descubrir que tendría una habitación para ella sola. Y era una habitación preciosa. Amplia y luminosa y con vistas al océano.

Era como un sueño convertido en realidad. Otro de sus lugares preferidos de la hacienda era la biblioteca, donde doña Ana la había animado a leer todos los libros que quisiera. Fue entonces cuando Rosie sugirió que podría leer para la señora. Desde ese día compartieron muchas aventuras y Rosie estaba segura de que eso había ayudado a que se sintieran más unidas. Las diferentes historias habían animado a doña Ana a compartir varios episodios de su vida con Rosie. La joven tenía muy poca experiencia en el amor, pero gracias a leer para doña Ana había desarrollado el amor por la familia y el deseo de encontrar un romance como el que aparecía en los libros. También anhelaba tener hijos para poder contarles todo acerca de doña Ana, y mantener viva la memoria de aquella mujer tan especial. Su sueño era que sus hijos transmitieran a sus hijos el recuerdo de aquella mujer, para que pudieran comprender cómo la vida podía cambiar cuando una persona se preocupaba por alguien tanto como para marcar la diferencia.

El día en que doña Ana le pidió a Rosie que se quedara con ella y le ofreció un trabajo permanente, fue el más feliz de su vida. Y aquella fue la decisión más fácil de todas las que había tomado. Doña Ana era la figura materna que ella nunca había conocido. Rosie quería a aquella mujer por su tremenda amabilidad y su gran corazón.

«Siempre la querré», pensó Rosie mientras se miraba el reloj de pulsera y fruncía el ceño por enésima vez.

 

 

Xavier miró el reloj y apretó los dientes. Nunca se había sentido tan impaciente por salir de una reunión, y deseaba regresar a la isla.

¿Y de quién era la culpa?

La imagen de una mujer de tez pálida, expresión decidida y melena pelirroja apareció en su cabeza. Xavier la bloqueó inmediatamente. Lo último que necesitaba era que su instinto primitivo condicionara su fama de hombre despegado.

Además, los recuerdos conflictivos que tenía acerca de Isla del Rey, contribuían a su malestar. De joven había odiado la isla por sus restricciones. De niño había asociado aquel lugar con un sentimiento de decepción y soledad, que únicamente era soportable gracias a la intervención de su tía.

Sus padres nunca le habían dicho que lo querían y no paraban de decirle que era el resultado de un accidente y que tenerlo suponía un inconveniente. La esperanza de que algún día llegaran a quererlo tardó mucho en desaparecer. Cuando regresaba del colegio emocionado con verlos otra vez, se encontraba con que estaban preparados para marcharse en cuanto llegara. O le prometían que irían y no aparecían.

Un día su madre le dijo que todo lo que él tocaba se convertía en polvo, y que antes de tenerlo a él, ella había sido una mujer guapa a la que su padre quería, pero que gracias a Xavier, ya no era nadie. Que él la había destrozado. Y, cuando su hijo de siete años le suplicó que no le dijera esas cosas, agarrándola de la mano mientras ella se marchaba de la habitación, ella se lo quitó de encima y se rio al ver que se ponía a llorar. No era de extrañar que se hubiera mantenido alejado de las relaciones románticas. Había comprobado dónde llevaban.

Doña Ana había ocupado el vacío de sus padres, lo había criado y lo había animado a descubrir lo mejor de la isla, a nadar en ella, a navegar… Él había disfrutado de su primera relación amorosa en la playa. Y aunque su tía le había dicho en numerosas ocasiones que las palabras de su madre eran producto de la inestabilidad emocional de una mujer con problemas, todavía rondaban en su cabeza. Xavier era incapaz de amar. Era un cenizo, un desgraciado que destruía el amor…

Al oír que Margaret, su segunda al mando, tosía para llamar su atención, se volvió.

–¿Quieres que estos planes se pongan en marcha inmediatamente, Xavier?

–Eso es –confirmó él.

Ella sabía que él estaba recordando. Margaret tenía mucha sensibilidad para saber cuándo él se estaba enfrentando a los demonios del pasado.

–¿Y quieres hacerlo antes de intentar llegar a un acuerdo satisfactorio con Rosie Clifton?

–¿Dudas de que consiga llegar a un acuerdo con ella?

Todos menos Margaret se rieron de su comentario. Margaret había leído el testamento, así que sabía que él tenía que conseguir un heredero. Dos años no era mucho tiempo. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Tener un hijo con la primera mujer que se cruzara en su camino?

–Creo que nunca nos habíamos encontrado en una situación tan delicada como esta –comentó Margaret pensativa.

–Si te refieres a que la señorita Clifton se guía por las emociones mientras que yo solo trabajo con hechos, probablemente tengas razón –admitió–. Aunque seguramente eso garantice un buen resultado para nosotros.

Al margen de que Margaret estuviera de acuerdo o no, él continuaría adelante con sus planes. ¿Quién iba a interponerse en su camino? Rosie Clifton desde luego que no…

«Rosie Clifton…».

No podía quitársela de la cabeza. Su nombre bastaba para que su cuerpo reaccionara. Sospechaba que bajo su aspecto serio, la señorita Clifton era capaz de formar una tormenta…

–Nunca te he visto tan distraído en una reunión –comentó Margaret discretamente.

Él se fijó en que los asistentes estaban saliendo de la sala mientras él se dedicaba a pensar en Rosie Clifton. Se alegraba de que el ambiente fuera de entusiasmo. Su equipo era como una jauría de galgos dispuesta a conseguir cada detalle de su plan.

–Tienes razón –admitió él mientras se levantaba para sujetar la silla de Margaret–. Tengo muchas cosas en la cabeza.

Siempre había considerado a las mujeres como un adorno del que disfrutar y al que admirar brevemente. Nunca había pensado en ellas como madres potenciales de sus hijos. De hecho, nunca había pensado en tener hijos ni en sentar la cabeza. La vida le había arrebatado esa idea. Su mejor plan era hacerle una oferta de compra a Rosie Clifton que ella no pudiera rechazar.

«Aunque quizá la rechace».

Existía esa posibilidad. La cifra que tenía en mente era sustanciosa, pero ¿la aceptaría? Era una idealista que tenía sus propios planes para la isla. Rosie sabía que él era famoso por su capacidad para transformar un páramo en un lugar de lujo, pero para Rosie aquella isla era mágica y tenía mucho potencial… Aunque no para un hotel de seis estrellas.

–Xavier…

–¿Sí, Margaret? –Xavier confiaría su vida a aquella mujer. Ella era la única a la que podría confiar su fortuna. Margaret tenía cincuenta y cuatro años. Era su directora financiera y la persona gracias a la que él podía tomarse tiempo libre del trabajo. A la hora de juzgar a la gente, no tenía igual. ¿Qué pensaría acerca de la señorita Clifton?

–Sabía que la reunión podía alargarse –dijo ella, mientras él le sujetaba la puerta–, así que me he tomado la libertad de pedir que preparen el helicóptero para ti. Puedes marcharte ya.

Otro de los talentos de Margaret era su capacidad para leerle el pensamiento. Él sonrió. Era la única mujer que nunca lo había decepcionado en su vida. Se despidieron, y continuaron por caminos separados.

 

 

Por la tarde, Rosie estaba sentada en la playa mirando al mar con los pies en el agua y no paraba de repetirse que don Xavier no iba a aparecer.

Debería sentirse aliviada por el hecho de que no apareciera, pero no lo estaba. Por un lado, quería terminar con aquel asunto cuanto antes y, por otro, deseaba volver a ver a Xavier. Estaba convencida de que él no podía admitir que la isla todavía significaba algo para él, y que había decidido mantenerse alejado. Ella también tenía dificultad con las emociones, y había ocultado las suyas durante años. Si en el orfanato hubiera contado sus sueños románticos se habrían reído de ella, pero nunca había dejado de soñar. De hecho, a veces pensaba que soñaba demasiado, pero al menos no se había convertido en un bloque de hielo como don Xavier.

¡Eran casi las seis! El día había pasado volando. Era hora de regresar a la casa. La luz del atardecer se estaba volviendo dorada y la puesta de sol prometía ser espectacular, por eso permanecía en la playa. El mar estaba tan calmado que parecía una pista de patinaje, pero ni siquiera contemplándolo conseguía calmarse. Su enfado por que don Xavier no hubiera aparecido era más fuerte. Al parecer, a él le resultaba fácil distanciarse de las cosas y ella estaba esperando tener otra conversación con él. Tenían que solucionar el futuro de la isla, y debían hacerlo lo antes posible. Era su deber hacia los isleños.

Ella quería tener la oportunidad de hacerle entender lo mucho que le importaba la isla, y lo afortunada que se sentía por haber tenido la oportunidad de vivir allí. Ayudar a los isleños era la manera de agradecerles la amabilidad que habían mostrado hacia ella. Su sueño era compartir la isla con otra gente joven que no tenía oportunidades en la vida. Suponía que eso tendría que esperar, puesto que sus ahorros iban a terminarse pronto…

Un sonido que no conseguía identificar la distrajo. De pronto, se percató de que era el sonido de un helicóptero acercándose. Se puso en pie y vio que aparecía sobre la colina del fondo de la bahía, volando en un ángulo demasiado pronunciado. El aparato se dirigió hacia el mar y giró hacia ella en el último momento para adentrarse en la isla.

Solo podía ser una persona. Y ella no debería estar allí en la playa, sino en la casa y dispuesta a recibirlo.

¡Al diablo con la idea de recibirlo! Debería estar en la casa para establecer su derecho a llamar «hogar» a ese lugar. El único hogar que había conocido nunca. Además, la hacienda lo había sido todo para doña Ana y ningún hombre condescendiente iba a destrozarla construyendo un hotel de lujo. Rosie se quitó las sandalias y comenzó a correr.

Subió por la colina como si la estuvieran persiguiendo y no se detuvo hasta llegar a la valla que supuestamente separaba el jardín de la naturaleza salvaje. De pronto se fijó en que la valla estaba bastante rota y que el jardín también se había vuelto salvaje.

Al pensar que Xavier también podría fijarse en esas cosas hizo una mueca. Sabía que había cosas en mal estado, pero no en tan mal estado. No tenía dinero para pagar a un jardinero y tenía demasiado trabajo dentro de la casa como para arreglar el jardín. Todo el tiempo libre que tenía lo dedicaba a buscar becas y ayudas para los isleños, tratando de ayudarlos a comercializar sus productos ecológicos.

Levantó la vista y vio que el helicóptero sobrevolaba la casa. Era como si un gigante hubiera llegado para reclamar su propiedad. Su sombra era como un presagio.

El helicóptero descendió despacio y se apoyó sobre los patines. Rosie lo interpretó como una señal de que ella no tenía dinero, ni poder, ni influencia, mientras que don Xavier del Río tenía una caja registradora en lugar de un corazón. ¿Qué sucedería con la isla si ella no se mantenía firme? ¿Por qué doña Ana los había enfrentado de esa manera? No podía esperar que pudieran trabajar juntos. Era algo que don Xavier nunca se plantearía. Doña Ana no se caracterizaba por su voluntad de compromiso y, sin embargo, esperaba que ellos lo hicieran.

¿Podía decepcionar a la mujer que le había dado una oportunidad en la vida?

Rosie respiró hondo, se atusó el cabello y se alisó el vestido, preparándose para su segundo encuentro con don Xavier.

Capítulo 4

 

LA PUERTA de la cocina estaba abierta, así que Xavier entró. Olía a limpio, pero parecía un lugar viejo. Se apoyó en el fregadero para ver si la ventana corría peligro de caerse, tal y como le había parecido. Oyó un ruido suave detrás de él, una pequeña respiración. Se volvió, y vio que Rosie estaba allí.

Sus buenas intenciones no sirvieron de nada. Su cuerpo reaccionó nada más ver a Rosie Clifton, y su miembro se puso erecto. Ella era joven e inocente, y no era su tipo, pero al parecer no había nada que pudiera contrarrestar su atractivo. El sol del atardecer se reflejaba en su cara y la hacía parecer un ángel. Cuando entró del todo en la cocina, se fijó en su vestido. Era una prenda horrible que debía de haber pasado años colgada en una tienda de segunda mano, pero que sobre la señorita Clifton cumplía un firme propósito: resaltar todos los detalles de su silueta.

–Don Xavier –dijo ella con voz calmada, mientras se acercaba para saludarlo.

–Señorita Clifton –contestó él con frialdad.

–Rosie, por favor –insistió ella.

–Rosie –dijo él, fijándose en aquellos tentadores labios que no había conseguido borrar de su cabeza.

Ella extendió la mano para saludarlo y alzó la barbilla para mirarlo a los ojos. Él sintió la fuerza de su mirada en la entrepierna y notó que el deseo lo invadía por dentro.

–Bienvenido a la Hacienda Del Río –dijo ella con una sonrisa, como si él fuera un intruso. Después, al darse cuenta de su error, se cubrió la boca con la mano y soltó una risita–. Vaya metedura de pata, ¿no?

Él la miró fríamente a los ojos, tratando de descifrar su expresión. Había podido interpretar la mirada de todas las mujeres que había conocido en su vida, pero la de Rosie Clifton era un enigma. Ella lo intrigaba. Era demasiado segura de sí misma para ser una chica que había salido de la nada, y que hasta unas semanas antes no tenía nada más que su ropa.

Al ver una fría sospecha en su mirada, ella había dado un paso atrás. Al tocar la mesa, apoyó las manos sobre la superficie, provocando que sus senos se mostraran más prominentes que antes. Si cualquier otra mujer hubiese hecho lo mismo, él se habría preguntado si era una invitación, pero Rosie Clifton solo había conseguido parecer más joven y vulnerable que nunca. Quizá eso también era una artimaña.

–¿Así que por fin has llegado? –lo retó ella.

–He venido lo antes posible.

Ella apretó los labios y sonrió.

–Tu tía mencionó que eras adicto al trabajo.

Rosie se mostraba calmada, pero se había sonrojado ligeramente y se le había oscurecido la mirada. Observó que se le aceleraba la respiración y que sus senos se marcaban a través de la tela.

–Por supuesto, esta casa es tan tuya como mía –dijo ella.

–Qué amable por decir eso –él se resistió a comentar lo evidente, que su derecho se remontaba a miles de años.

–No te has olvidado del helado que te prometí, ¿verdad? He preparado de dos sabores.

Rosie no estaba segura de cuándo había decidido tratar a don Xavier como a un ser humano normal en lugar de como a un aristócrata con siglos de linaje a sus espaldas. Eran completamente distintos en todos los sentidos, pero, puesto que nada podía cambiar tal cosa, ella había decidido ser natural.

Quizá era el efecto de doña Ana. En su testamento, doña Ana se había ocupado de que fueran iguales. El Grande de España y la chica huérfana compartían una gran responsabilidad gracias a la manera en que doña Ana había redactado su testamento, pero cuanto más pensaba en ello Rosie, más le parecía que el hecho de que don Xavier necesitara un heredero le daba cierta ventaja sobre él. Rosie no podía ejercer otro poder, pero él tenía que cumplir con un plazo o tendría que entregarle su cincuenta por ciento de la isla. Por supuesto, ella podría esperar y confiar en que él no tuviera un heredero en ese tiempo, pero no tenía intención de perder dos años de su vida esperando a que eso sucediera. Quería empezar a mover cosas en la isla cuanto antes, por el bien de los isleños.

«Lo ideal sería que trabajáramos juntos», pensó, desilusionándose un poco al ver que don Xavier no sonreía.

Se agachó para sacar el helado del congelador. De pronto, el ambiente de la cocina parecía haberse congelado.

Pasara lo que pasara, no tomaría ninguna decisión con la que no se sintiera bien. Doña Ana le había enseñado a no callar y aceptar sin más, sino a cuestionarlo todo.

–Vainilla –anunció–, y el favorito de doña Ana, fresas frescas. He recogido las frutas del huerto esta misma mañana.

–No he venido aquí para comer helado –dijo él, mostrando todo su poderío.

No esperaba que Rosie estuviera tan relajada en su segundo encuentro. Había tenido tiempo para pensar y seguramente se había percatado de lo desesperada que era su situación. Él estaba en un lado de la mesa de la cocina, y ella estaba en el otro, pero no parecía nada preocupada. Mientras abría el cajón para sacar las cucharas de servir, él dejó con fuerza sobre la mesa los documentos que había llevado.

Ella no los miró, o al menos no pareció que los mirara, pero lo provocó con una mirada.

–Parecen oficiales –dijo, y los apartó a un lado para poder poner los platos–. Parecen los típicos documentos que no llevan la felicidad a nadie. Doña Ana solía decirme: «Ten cuidado con los abogados, Rosie». Bueno, ¿qué sabor quieres?

Él se quedó sorprendido un instante. Se había encontrado numerosas situaciones complicadas en el trabajo, pero ninguna como aquella.

–¿De qué más te advirtió doña Ana?

–¿En serio? –dijo ella, poniendo una expresión atractiva mientras pensaba–. De nada. De ti no. Creo que confiaba en que yo pudiera salir adelante. Y al final, cuando se estaba muriendo, yo supe que estaba a punto de perder a la mejor amiga que había tenido nunca, y lo último en lo que pensaba era en abogados o testamentos.

Xavier la creyó.

–Si te parece bien, miraré esos documentos más tarde –dijo ella.

«Y, si a mí no me parece bien, también los mirará más tarde», pensó Xavier. No podía discutírselo, a él tampoco le gustaba hacer las cosas de forma precipitada.

–Hay una cosa que quiero hacer –dijo ella–, y espero que me acompañes…

–Depende de lo que sea –repuso él.

Rosie decidió que aunque nunca llegaran a hacer algo juntos, al menos harían aquello. La ceremonia que tenía en mente significaba tanto para ella como el brindis por la vida que había tenido un ser querido que se hacía en los funerales. Tomarse el momento de brindar por la vida de una mujer especial que había hecho tantas cosas por ambos, no era pedir demasiado.

–Yo no quiero helado, gracias –don Xavier levantó la mano para rechazar el cuenco que ella le había preparado.

–Me temo que debo insistir.

–¿Debes insistir? –dijo él, mirándola como si se hubiera vuelto loca.

–No tengo champán para brindar por tu tía –explicó Rosie–, y puesto que a doña Ana le encantaba el helado, pensé que ambos podíamos dedicar un momento a recordarla.

Sentía tanta tensión en la garganta que cuando terminó su discurso no era capaz de decir nada más. Al ver que él agarraba el cuenco, se sintió aliviada y consiguió decir:

–Por doña Ana…

Don Xavier tragó saliva y una pizca de brillo alcanzó su mirada. Después de todo, era un ser humano.

–Estoy segura de que, si hacemos esto juntos, podremos hacer otras cosas –comentó ella, esperando a que él empezara a comer. Al ver que chupaba la cuchara llena de helado, tuvo que contenerse para no suspirar aliviada.

–Por doña Ana –murmuró él, mirándola a los ojos hasta que consiguió prender una llama en su interior.

–Por doña Ana –repitió ella, tratando de no mirarlo a los ojos y preguntándose qué más podría hacer con aquella boca tan sexy. Era tremendamente atractivo, y ella nunca había estado a solas con un hombre así. Su hombre ideal se basaba en los héroes que aparecían en los libros que solía leerle a doña Ana, y todos eran hombres fuertes, de cabello oscuro y con aspecto peligroso.

Si don Xavier hubiera hecho el más leve movimiento, ella habría echado a correr.

–¿Hemos terminado? –preguntó él, mirándola a los ojos.

–Sí, eso creo. Gracias –su cuerpo también estaba agradecido y sentía un fuerte cosquilleo de excitación.

 

 

Xavier deseaba untarla de helado y lamerla despacio. Tumbarla en la mesa de la cocina y complacer cualquier deseo de la señorita Clifton. Quería explorar despacio cada parte de su cuerpo y darle una buena utilidad al helado. El contraste del calor y el frío sería una tortura para ella… Y para él, pero una tortura que terminaría de manera tan placentera que ninguno de los dos olvidaría jamás.

–¿Me enseñas la casa? –preguntó él, tratando de distraerse.

–Por supuesto –ella sonrió, preguntándose qué había detrás de aquella mirada.

¿Por qué la mujer que él necesitaba apartar de su vida lo más rápido posible era tan atractiva y estaba tan preparada para que la sedujeran?

Necesitaba mantenerse centrado en su objetivo, es decir, en conseguir el cien por cien de la isla. Debía dejar al margen cualquier pensamiento que tuviera que ver con seducir a Rosie Clifton.

–Cuando hayamos terminado la visita, podrás firmar los documentos… –miró los papeles.

–Primero tendré que leerlos –repuso ella–. Es otra de las cosas que me enseñó doña Ana. «Nunca escribas nada que no quieras que lea todo el mundo, y nunca firmes nada hasta que no sepas qué es».

Xavier se dirigió hacia la puerta de la cocina para disimular su impaciencia.

–¿No confías en mí?

–¿Debería?

Para entonces él debería haberse acostumbrado a sus comentarios directos. Aquella mujer no había tenido oportunidad de desarrollar sus habilidades sociales. Rosie Clifton era tal y como se mostraba. Era la mujer más directa que había conocido nunca.

–Los documentos que tienen que ver con el futuro de la isla –le informó–, algo que creía que te preocupaba de verdad.

–Así es –le aseguró–, pero también me preocupa el último deseo de doña Ana.

–En ese caso, los leerás y los firmarás.

–Cuando los haya leído, decidiré qué hacer –dijo ella, con un tono tranquilo.

–Hablaremos de eso más tarde –replicó él–. Se está haciendo de noche.

«¿Más tarde?», pensó ella. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse? Y le daba la sensación de que daba igual que ella leyera los documentos más tarde, parecía que él ya tenía tomada la decisión respecto a la isla.

–¿Me estás prestando atención, Rosie Clifton?

–Totalmente –contestó ella–. ¿Quieres que vaya primero?

–¿Lo harías? –murmuró él en tono burlón.

–Me encantaría –contestó ella, suponiendo que quizá fuera la única vez que iría un paso por delante de don Xavier.

Capítulo 5

 

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