E-Pack Bianca junio 2019 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Bianca junio 2019 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Corazón en deuda Kim Lawrence "Ven conmigo a Italia… y hazte pasar por mi prometida". El beso del jeque Sharon Kendrick Estaba dispuesto a convertirla en su reina del desierto. La fortaleza del amor Melanie Milburne Una tentación ilícita… un deseo demasiado poderoso como para poder negarlo. Seducción vengativa Trish Morey Su vengativa seducción… ¡los uniría para siempre!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca, n.º 165 - junio 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-110-0

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Corazón en deuda

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

El beso del jeque

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La fortaleza del amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Seducción vengativa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN DIRECCIÓN a las enormes puertas vidrieras, Ivo Greco recorrió el pasillo del que colgaban tapices de incalculable valor. Las puertas debían permanecer cerradas con el fin de mantener unos niveles de luz y humedad adecuados para la conservación de las antigüedades.

Al otro lado de las puertas estaban los aposentos de su abuelo, y era ahí hacia donde se dirigía. Su abuelo había requerido su presencia dos días atrás y nadie hacía esperar a Salvatore Greco.

Aunque Salvatore, un hombre con una gran fortuna y mucho poder, declaraba que respetaba a la gente que le hacía frente, la realidad demostraba todo lo contrario. Desde que tenía ocho años, cuando Salvatore se había hecho cargo de su hermano y de él, Ivo era plenamente consciente de lo fácil que era hacer enfadar a su abuelo. Había ocurrido un día antes de su cumpleaños, cuando su padre decidió que la vida sin su difunta esposa había dejado de tener sentido.

Ivo había encontrado el cuerpo sin vida de su padre y su abuelo le había encontrado a él.

En medio de aquel horror, Ivo recordaba claramente la fuerza de los brazos de su abuelo, la seguridad que le había ofrecido al levantarle en sus brazos y alejarle de aquella escena que le había causado pesadillas durante toda su niñez.

Incluso de adolescente, Ivo sabía lo mucho que le debía a su abuelo, a pesar de saber que Salvatore no era un ángel, sino un hombre duro y cruel, no siempre justo y casi imposible de complacer.

No obstante, al margen de cómo fuera y de lo que hiciera, Salvatore era la persona que le había sacado de aquel infierno.

Ivo cruzó las puertas y se adentró en un pasillo con mucha más luz gracias a unos enormes ventanales con una espectacular vista al mar Tirreno que lanzaba destellos color turquesa bajo el sol matutino de la Toscana.

Los aposentos de su abuelo ocupaban la zona más antigua del edificio, que incluían las torres cuadradas del siglo xii construidas por uno de sus antepasados. La enorme puerta que daba al estudio estaba abierta e Ivo la traspasó directamente. Casi se echó las manos al bolsillo interior de la chaqueta del traje para ponerse las gafas de sol, el antiséptico blanco y cromo era deslumbrante.

Cinco años atrás, su abuelo había hecho arrancar los antiguos paneles de madera que cubrían las paredes, al igual que los libros, y ahora la decoración era pulcra y moderna. «Eficiente», había sido la palabra utilizada por su abuelo cuando le pusieron monitores en las paredes. Lo único que se había salvado del mobiliario anterior era el antiguo escritorio de madera que dominaba la estancia.

La amplia y sensual boca de Ivo esbozó una sonrisa al recordar la ocasión en la que había admitido que echaba de menos el viejo estudio, provocando aún más burla al añadir que le gustaba el olor de los libros viejos. Al parecer, eso había confirmado la sospecha de su abuelo de que él era un estúpido sentimental.

Ivo había aceptado el insulto con un encogimiento de sus anchos hombros, consciente de que si Salvatore hubiera pensado eso de él realmente no le habría puesto al frente de la división de Informática y Comunicaciones de Greco Industries; aunque, en realidad, su abuelo había tenido ese generoso gesto porque no había creído que él pudiera durar en el puesto.

En aquel momento, su gratitud había sido sincera, a pesar de que Ivo había sido consciente de que la intención de su abuelo había sido cortarle las alas. Se había esperado que el joven Ivo fracasara; más aún, ese había sido el objetivo, que fracasara, públicamente.

Pero Ivo había desafiado esas expectativas, negándole a su abuelo la oportunidad de sacarle del apuro. Lo que había causado una gran frustración a Salvatore, un hombre al que le gustaba controlarlo todo.

Y, hasta la fecha, Ivo tenía carta blanca.

¿Era eso lo que iba a cambiar?

No tenía tendencias paranoicas, pero tampoco creía en las coincidencias y, que su abuelo eligiera ese momento para hablar con él, momento que coincidía con la reciente fusión a nivel global que él había negociado, había despertado sus sospechas. ¿Era significativo que dicha fusión transformara la división Informática de Greco Industries, a la que no se le daba tanta importancia como a otros departamentos, y desafiara en importancia a otras ramas de la empresa que tenían que ver con el ocio, la propiedad o la construcción… o que la hiciera la más importante?

Hasta el momento, Salvatore se había contentado con la gloria que, indirectamente, el éxito de su nieto le había procurado; pero, quizá, eso ya no fuera suficiente. ¿Iba a anunciarle que quería intervenir personalmente en la división de Informática y Comunicaciones?

Ivo consideró esa posibilidad con más curiosidad que preocupación. Teniendo en cuenta lo dominante que Salvatore era, esta situación hipotética siempre había sido una posibilidad real, pero él ya había decidido dejar la empresa antes de ceder el control que tenía.

«¿Buscando una excusa, Ivo?»

Ivo frunció sus oscuras cejas al tiempo que se aclaraba la garganta.

En realidad, sabía que jamás dejaría de cumplir con sus obligaciones; lo mismo le ocurría a su abuelo, que nunca le había abandonado. Ivo no era como su padre, ni como su hermano.

–Buenos días, abuelo.

Rondando los ochenta años de edad, Salvatore Greco presentaba un aspecto imponente. Su persona no mostraba ninguna señal de fragilidad; sin embargo, al volverse para mirar de cara a su nieto, este pensó, por primera vez en la vida, que su abuelo era un anciano.

Quizá se debiera a que la luz matutina le daba directamente en el rostro, mostrando con claridad las profundas líneas que surcaban su frente, las que aparecían a ambos lados de la nariz bajando y flanqueándole la boca.

Esos pensamientos le abandonaron en el momento en que su abuelo habló. En la voz de Salvatore, no había señales de fragilidad ni vejez al declarar:

–Tu hermano está muerto –Salvatore tomó asiento en la silla de respaldo alto detrás de su enorme escritorio.

Ivo, con la mirada perdida, dio vueltas en la cabeza a las palabras que su abuelo había pronunciado, pero sin conseguir encontrarles sentido.

–Yo me encargaré de todo personalmente. Lo comprendes, ¿verdad?

Ivo hizo un esfuerzo por controlar las distintas emociones que le embargaron, el peso que sentía en el pecho apenas le permitía respirar.

–¿El funeral? –preguntó Ivo. No obstante, no le parecía posible, la situación no le parecía real. Bruno, nueve años mayor que él, treinta y nueve años… ¿Cómo podía uno morir a los treinta y nueve años?

No, no podía ser. Se trataba de una equivocación, estaba seguro. Sí, era una terrible equivocación. Si su hermano hubiera muerto, él se habría enterado.

–Les hicieron el funeral el mes pasado, creo –respondió su abuelo con frialdad.

Esas palabras resonaron en la cabeza de Ivo. Necesitaba sentarse. Se sentó. Llevaba semanas de aquí para allá, con toda normalidad, sin saber que su hermano estaba muerto. Sacudió la cabeza.

–¿El mes pasado?

Su abuelo le miró y, sin mediar palabra, agarró una botella y un vaso sobre una bandeja encima de su escritorio, echó un líquido ámbar en el vaso y se lo pasó a su nieto.

Ivo negó con la cabeza, sin cometer el error de interpretar la invitación como un gesto de consuelo. Su abuelo era incapaz de dar consuelo; en opinión de Salvatore, mostrar cualquier tipo de emoción era una debilidad. Y esa era la educación que Ivo había recibido.

–¿Has dicho «les hicieron el funeral»? –preguntó Ivo, ahora que su cerebro empezaba a funcionar.

El sentimiento de pérdida era casi físico, algo que se había jurado a sí mismo no volver a padecer. Había tenido que arreglárselas solo tras el abandono de Bruno y, por eso, se había prometido no contar nunca más con nadie con el fin de no sufrir como había sufrido. Y ahora, esos sentimientos latentes volvían a cobrar vida.

–La mujer estaba con él.

–Su esposa –declaró Ivo con énfasis.

Solo había visto a la mujer de su hermano en una ocasión y de eso hacía catorce años. Samantha Henderson había sido la responsable de que su hermano mayor le hubiera abandonado, el hermano al que había adorado. A pesar de que él le había rogado que no se marchara, que no le dejara solo. ¿Y cuánto tiempo le había llevado aceptar que Bruno no iba a volver para llevarle con él, tal y como le había prometido?

«Estúpido», se dijo a sí mismo pensando en el joven inocente de años atrás. Bruno le había dicho lo que él había querido oír. La verdad era que su hermano no había tenido intención de volver a por él, le había abandonado.

Era la tónica en su vida, así le había ocurrido siempre: la primera persona que le había abandonado había sido su padre; después, Bruno. Una persona que atraía esa clase de sufrimiento debía ser estúpida, pero Ivo no lo era.

Con los años, había llegado a la conclusión de que estar solo le daba fuerza. No tenía intención de permitir que nadie jamás volviera a hacerle sufrir. No buscaba el amor, el amor hacía débiles a los hombres, los hacía vulnerables.

Hasta la fecha, no le había resultado difícil evitar el amor, lo mismo le ocurría con las relaciones sexuales. El amor no le afectaba, pero la lealtad era otra cosa.

Su abuelo jamás había exigido cariño, pero sí lealtad, e Ivo creía que merecedor de esa lealtad. La única persona con la que siempre había podido contar era Salvatore, un hombre que no fingía ser lo que no era. Ese viejo era un demonio, pero no se le podía acusar de ser un hipócrita.

Bruno había sido su nieto preferido.

Su heredero.

A Ivo, que había adorado a su hermano, no le había importado.

Siempre se había esperado de él que acabara siendo un rebelde, que fracasara. Se rumoreaba que era igual que su padre, que había heredado sus defectos, su debilidad.

Ivo había decidido demostrar lo equivocados que estaban quienes pensaban eso. Él sabía muy bien que su padre había sido una persona débil, solo un hombre débil se habría suicidado dejando solos a dos niños sin madre por no poder vivir sin la mujer a la que había amado.

Su madre debía haber sido una mujer especial; al menos, eso era lo que siempre le había dicho Bruno. Pero Ivo no se acordaba de ella y tampoco se permitía recordar a su padre, le despreciaba.

La vida de su hermano había sido muy diferente a la suya. Bruno había sido un chico brillante, el heredero del imperio de su abuelo. Quizá por eso las consecuencias de que se hubiera rebelado contra su abuelo habían sido tan extremas.

Salvatore había elegido esposa para Bruno, un matrimonio de conveniencia, la hija única y heredera de un hombre casi tan rico como Salvatore Greco y de gran linaje, algo tan importante para su abuelo como el dinero.

Su hermano lo había dejado todo para irse a vivir con la mujer a la que amaba cuando Ivo tenía solo quince años. Al parecer, había estado viviendo en un lugar frío y solitario, una isla escocesa. Bruno había sido el débil, no él.

–¿Nadie te informó de su muerte? –preguntó Ivo a su abuelo haciendo un esfuerzo por comprender lo que estaba oyendo.

Su abuelo arqueó las cejas.

–Sí, el abogado de tu hermano me informó de su muerte. Ah, y la hermana de su mujer ha enviado una carta, escrita a mano –añadió Salvatore con sorna–. Con una letra casi ilegible.

Ivo, con una furia apenas contenida, sacudió la cabeza. Pero también se vio presa de un irracional sentimiento de culpa que se negaba a reconocer y que le hizo estremecer.

–¿Así que lo sabías? –dijo Ivo apretando la mandíbula.

Su abuelo lo confirmó con un encogimiento de hombros.

–¿Y no creíste oportuno informarme en su momento? –añadió Ivo sin mostrar la cólera que se había apoderado de él.

–¿De qué habría servido, Bruno? –dijo su abuelo con una cierta nota de desafío en la voz sosteniéndole la mirada a su nieto.

Ivo apretó los dientes. Su abuelo, sin ser consciente de ello al parecer, lo había llamado Bruno.

–¿No se te ocurrió pensar que podría haber querido asistir al funeral?

¿Lo habría hecho? Nunca lo sabría, pensó con ironía.

–No, no se me ocurrió. Cortaste toda relación con él hace años, cuando dejó de ser tu hermano. Y… tú no eres un hipócrita –Salvatore arqueó las cejas con gesto de burlón desdén–, ¿verdad?

Ivo alzó la cabeza y sus ojos oscuros y rasgados se clavaron en el rostro de su abuelo. El rubor que había enrojecido sus pronunciados pómulos de piel aceitunada se disipó. Sacudió la cabeza como si estuviera despertando de un sueño.

–Bruno se puso en contacto conmigo hace dieciocho meses. Quería que nos viéramos –declaró Ivo con la mirada perdida, por lo que no vio la sombra de furia que cruzó la expresión de su abuelo.

–¿Os visteis?

Ivo volvió la cabeza. Si realmente hubiera dejado de querer a su hermano, ¿sentiría tanto dolor como el que sentía en ese momento?

Ivo respiró hondo y enderezó los hombros. Todo el mundo debía asumir responsabilidad sobre sus propios actos.

–No, no nos vimos.

Una decisión de la que, a partir de ese momento, quizá se arrepintiera toda la vida. Su hermano había querido una reconciliación, pero él se había negado. ¿Por qué? ¿Porque no le había perdonado, porque había querido castigar a Bruno?

Sintió desprecio por sí mismo, culpabilidad y arrepentimiento.

–Creía que habría dejado de intentarlo –comentó Salvatore como si hablara consigo mismo.

–¿Dejado de intentarlo?

–Bruno se mantuvo lejos después de que yo consiguiera la orden judicial, pero continuó enviando cartas hasta… En fin, al final tuvo que darse por vencido –Salvatore frunció el ceño–. ¿Cuándo fue eso…? Bueno, da igual, tuvo que cesar en su empeño cuando los abogados se pusieron en contacto con él y le comunicaron que os desheredaría a los dos y sería culpa suya.

Llevándose una mano a la cabeza, Ivo trató de asimilar lo que acababa de oír.

–¿Quieres decir que Bruno intentó venir a por mí?

Salvatore lanzó un bufido.

–Quería tu custodia. ¿Puedes creerlo?

Bruno no había mentido, Bruno no le había abandonado.

–Bruno volvió.

Salvatore chascó los dedos con impaciencia.

–Ningún tribunal le habría dado tu custodia teniendo en cuenta que tenía un antecedente penal.

–¿Un antecedente penal?

–Supongo que no lo sabes, pero tu hermano, cuando estaba en el colegio, se juntó con malas compañías y le pillaron con una pequeña cantidad de… Fue fácil de solucionar, pero el antecedente penal constaba.

–¿Drogas? ¿Bruno? –Ivo no sabía nada de aquello. ¿Qué más le habían ocultado todos esos años para protegerle?

¡Él había renegado de su hermano a pesar de que Bruno no se había olvidado de él! El descubrimiento le dejó un mal sabor de boca.

Apenas había comenzado a asimilar las implicaciones de lo que su abuelo le había dicho cuando este volvió a sorprenderle.

–El niño…

–¿Qué niño?

–Tu hermano tenía un hijo, un bebé, se llama… bueno, el nombre que le pusieron no tiene importancia. Pero este es el motivo por el que quiero que vayas a Escocia, a la isla de Skye, aunque supongo que sabes dónde vivía tu hermano; probablemente, en una cabaña perdida sin electricidad ni agua corriente. La cuestión es que quiero que vayas a por el niño. Su sitio está aquí, con nosotros. Aunque su padre fuera un idiota y su madre… En fin, el niño es un Greco.

–¿Cómo…? –Ivo bajó los párpados y tragó para aliviar el nudo que sentía en la garganta–. ¿Cómo murieron?

–Estaban escalando y tuvieron un accidente; al parecer, los dos colgaban de una cuerda y esta se rompió. Un testigo dice que oyó a tu hermano gritar a su mujer que cortara la cuerda, pero ella no lo hizo… –por primera vez, Ivo imaginó oír emoción en la voz de su abuelo.

–A Bruno le encantaban las montañas –dijo Ivo con voz suave.

–¡Sí, y mira cómo ha acabado! –exclamó su abuelo con amargura–. Si no le hubiera dado por escalar no habría conocido a esa chica… Una ceramista que vivía en una cueva.

Algo exagerado. No obstante, Samantha había estado muy lejos de ser una de esas mujeres modelo de la gran sociedad con las que su hermano había salido previamente.

«Amor a primera vista», había dicho Bruno.

¡Como si hubiera sido inevitable! Ivo no lo había creído posible y seguía sin creerlo. Era la excusa de un hombre débil, un hombre que él estaba decidido a no ser.

Era una cuestión de elección.

De repente, la convicción de ese mantra que llevaba años repitiéndose a sí mismo disminuyó.

–He hablado con los abogados, pero me han informado que no hay forma de anular el testamento.

–¿Ha dejado un testamento? ¿Qué dice?

–Eso es irrelevante.

Ivo opinaba lo contrario, pero no dijo nada. Estaba pensando en el hijo de Bruno, el niño al que él no iba a abandonar. Le había dado la espalda a su hermano, pero no haría lo mismo con su sobrino.

–Eran muy jóvenes, demasiado para morir. Y esa mujer, la hermana, que se apellida Henderson…

Ivo no sabía que Samantha hubiera tenido una hermana.

–¿Cómo se llama de nombre?

–No sé, tiene un nombre escocés… Fiona… Ah, no, Flora, creo.

–¿Y tiene la custodia del niño?

Ivo se aferró a la idea de que Bruno tenía un hijo. De ese modo, quizá se le pasara el sentimiento de culpa que le corroía. Eso era, debía concentrarse en el niño, no en la culpa. Pero… «No se trata de ti, Ivo, sino de tu sobrino», se recordó a sí mismo esbozando una media sonrisa sin humor.

Su abuelo, de repente, dio un puñetazo en el escritorio.

–¡Es ridículo. Esa mujer no tiene nada! –exclamó Salvatore con desdén.

–Si quieres formar parte de la vida del niño, quizá debas aprender a pronunciar el nombre de ella –sugirió Ivo.

–Lo que no quiero es que ella forme parte de la vida del niño. Esa familia tiene la culpa de que yo haya perdido a mi nieto.

Ese era el punto de vista de su abuelo y la forma que le habían inculcado a él de ver las cosas. Y, de momento, no veía motivo para considerar la situación de otra manera.

–Dime, ¿no va eso a repercutir en mi trabajo, abuelo? Quizá debieras ser más realista y aceptar la situación.

Salvatore empequeñeció los ojos.

–¿Es eso lo que has aprendido de mí? ¿Aceptar las situaciones? –espetó Salvatore–. ¡Le hice una oferta más que generosa! Pero la rechazó.

–¿Le ofreciste dinero a cambio de la custodia del niño? –su abuelo parecía haber perdido la sutileza y la sagacidad que siempre le habían caracterizado–. ¿Y te sorprende que lo rechazara?

–Sé perfectamente por qué lo ha hecho. Es estéril, no puede tener hijos, por eso se aferra al niño –declaró Salvatore sombríamente–. La carta que me envió, sumamente sentimental, invitándome a ir a ver al niño… ¡No quiero que esa familia tenga nada que ver con el niño! Han conseguido privarme…

La voz del anciano tembló y sus ojos se empañaron. ¿Por sufrimiento o por ira?

¿O solo por el hecho de que alguien había tenido la temeridad de contrariarle?

En cualquier caso, el anciano tragó saliva y volvió el rostro. Su repentina vulnerabilidad evidente, en contraste con la fuerza de unos años atrás, muy diferente al momento en que le hubo sacado de la habitación en la que un pequeño Ivo había tratado de hacer revivir a su padre e intentado meterle pastillas en la boca, las pastillas que había tomado para suicidarse, en la creencia de que eran medicina y le curarían, sin comprender que su padre había muerto de una sobredosis utilizando esas pastillas.

Salvatore quería ahora rescatar al niño, igual que había hecho con él. Para Salvatore, era una cuestión de linaje.

«¿Tienes derecho a reprocharle algo?», se preguntó Ivo a sí mismo. «Para ti, es una cuestión de aplacar el sentimiento de culpa».

Ivo enderezó sus anchos hombros. De repente, se dio cuenta de lo que su abuelo quería realmente: criar a ese niño por ser parte de Bruno.

–¿Esta información la has obtenido por tu cuenta o es del dominio público?

Su abuelo, a modo de respuesta, encogió los hombros y le miró con resentimiento.

Ivo no insistió. No le preocupaban los límites que Salvatore cruzaba alegremente. El hecho era que, al margen de la culpa que sintiera y decidido a compensar su rechazo hacia su hermano, se identificaba con las motivaciones de su abuelo.

Y no sentía necesidad de disculparse por ello. Se enorgullecía de ser italiano, de la cultura y la lengua de su país, lo mismo que Bruno. Pensar que el hijo de Bruno pudiera verse privado era incentivo suficiente para traspasar ciertos límites. La lealtad que le debía a su apellido era incuestionable, algo profundo, por eso le había dolido tanto la deserción de su hermano en su momento. Bruno había rechazado lo que les habían enseñado a respetar.

Pero no le había rechazado a él, Bruno había vuelto a por él.

Y ahora debía saldar una deuda con su hermano, estaba decidido a hacerlo. Criar a su sobrino debidamente sería, en cierto modo, redimirse.

Su abuelo, aparentemente recuperado, declaró:

–Tenemos que encontrar la forma de presionarla, pero no ha hecho nada.

–¿Te refieres a nada que se pueda utilizar en su contra?

–Se rumorea que tuvo relaciones con un futbolista, pero el futbolista no estaba casado en aquel momento.

–En ese caso, ¿qué quieres que haga? ¿Que rapte al niño?

Si su abuelo le hubiera contestado afirmativamente a la pregunta no se habría quedado tan perplejo como con la respuesta que Salvatore le dio.

–Quiero que te cases con esa mujer y que traigas al niño aquí. Los abogados dicen que eso te dará derechos. Conseguir la custodia del niño será sencillo tras el divorcio.

Ivo lanzó una carcajada nacida de pura incredulidad. ¿Cuándo había sido la última vez que había reído delante de su abuelo? Sin saber por qué, evocó mentalmente la risa de su hermano. Al marcharse, Bruno se había llevado también las risas en aquella casa.

–¿Has terminado ya? –preguntó Salvatore cuando se rehizo el silencio en la estancia.

–Parece que has reflexionado bastante respecto a este asunto.

–¿Vas a decirme que no podrías hacer que se enamorara de ti si te lo propusieras?

–Gracias por la confianza que tienes en mí –dijo Ivo con ironía al tiempo que se ponía en pie. Entonces, plantó las manos en el escritorio y añadió pronunciando lentamente cada palabra–: No quiero hacer eso.

Había alcanzado la puerta cuando su abuelo declaró a sus espaldas:

–Me estoy muriendo y quiero que traigas al niño aquí. ¿Quieres que el hijo de tu hermano se críe con una desconocida y que no aprenda su idioma, que no disfrute de las ventajas que le acarreará su apellido? ¿Tan egoísta eres?

Ivo se volvió muy despacio y clavó los ojos en el arrugado rostro de su abuelo. Sí, se le veía viejo.

–¿Es eso verdad?

–¿Crees que diría algo así si no fuera verdad?

–Sí –respondió Ivo sin vacilar.

Salvatore lanzó una carcajada y pareció complacido. Evidentemente, la respuesta le había halagado.

–Quiero mantener algo de dignidad en lo que es un proceso lamentable. No voy a aburrirte con los desagradables detalles, pero me estoy muriendo y quiero ver al niño. ¿Me harás ese favor?

Ivo soltó despacio el aire que había estado conteniendo en los pulmones.

–No puedo prometerte nada –contestó Ivo haciéndose una promesa a sí mismo: no iba a dejar al niño en manos de Salvatore, pero llevaría allí a su sobrino y le protegería de la, con frecuencia, influencia tóxica de su abuelo, igual que Bruno le había protegido a él.

Su abuelo sonrió.

–Sabía que no me decepcionarías, Bruno.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

FLORA se quedó inmóvil cuando, al bajar las escaleras de puntillas, crujió uno de los escalones. Durante unos segundos, contuvo la respiración, al no oír el llanto del bebé, suspiró aliviada.

Su madre le había dicho que al niño le estaban saliendo los dientes, también le había dicho que Jaime era un bebé muy fácil de criar.

Pero después de las últimas semanas que había pasado, Flora opinaba que los bebés fáciles de criar eran personajes de ficción, como las hadas o los unicornios.

Flora apenas recordaba lo que era dormir de un tirón. Ahora echaba de menos aquellos días del pasado en los que pasar una mala noche significaba dar vueltas en la cama durante media hora antes de dormirse.

Sus ojos azules se llenaron de lágrimas al pensar en Sami, su querida hermana. Su mente conjuró la imagen sonriente de Sami y, debido al dolor y el sentimiento de pérdida, tardó unos instantes en sentir el frío.

Tembló y se envolvió bien con la chaqueta que se había puesto encima del jersey. Al margen de la situación familiar, estaba orgullosa de su primer proyecto tras conseguir el título de arquitecta. Había hecho una reforma en la derruida casa de piedra de su hermana y su cuñado, convirtiéndola en un hotel restaurante tal y como ellos habían querido, había presentado el proyecto a un prestigioso concurso y, aunque no le habían dado ningún premio, sí habían mencionado su trabajo.

El sistema de calefacción y el aislamiento habían sido aspectos fundamentales en la reforma y, normalmente, la casa estaba caliente. El sistema de calefacción era sumamente eficiente, los ventanales eran de triple cristal y el tejado estaba cubierto con placas solares; sin embargo, aquella noche hacía frío dentro de la casa.

Al pasar por uno de los radiadores, se dio cuenta de que, en vez de estar caliente, el metal estaba completamente frío.

Contuvo un gruñido al pensar en que había rechazado una revisión de la caldera con el fin de ahorrar dinero.

Se permitió el lujo de derramar unas lágrimas antes de enderezar los delgados hombros y aconsejarse en silencio: «Bueno, Flora, deja de lamentarte y llama al tipo del gas mañana mismo. Y deja de quejarte».

Pensó en ir al pequeño cuarto de estar privado, un adosado a la casa original de madera de roble y cristal con vistas increíbles al brazo de mar y al continente, pero rechazó la idea porque no había encendido la salamandra de leña con antelación y, dado que la calefacción de suelo radiante estaba apagada y que la estancia estaba acristalada, allí haría aún más frío que en el resto de la casa.

Quizá lo mejor sería agarrar una bolsa de agua caliente, después de dejar encendidos unos radiadores eléctricos en el cuarto del niño, y meterse en la cama. Solo eran las ocho y media, pero, dado lo poco que conseguía dormir últimamente, era el mejor plan.

En primer lugar, pondría el radiador en el cuarto de Jaime; después, llenaría la bolsa con agua caliente. Calzada con unos calcetines gruesos de lana, caminó silenciosamente por el suelo de piedra de la zona que servía de recepción y salón y en la que había un bar informal mientras la tormenta rugía en el exterior.

A su paso, fue apagando luces; al menos, seguían teniendo electricidad. Se sacó el móvil del bolsillo de los ceñidos vaqueros y lanzó un suspiro al ver que seguían sin recibir señal desde el mediodía. La tormenta también había cortado la línea de teléfono por cable, y le preocupaba no poder contactar con su madre.

En circunstancias normales, no le habría preocupado no poder llamar a su madre; en circunstancias normales, su madre estaría allí ayudando en el negocio y cuidando a Jaime mientras continuaba llevando su negocio de cerámica. Grace Henderson conseguía hacer muchas cosas simultáneamente, algo que ella envidiaba.

Pero su situación actual distaba mucho de ser normal. Su madre, una mujer sumamente independiente, tenía una pierna escayolada, andaba con muletas y lloraba la pérdida de su hija mayor. A Flora le consolaba saber que, aunque su madre vivía en un lugar remoto, tenía buenos amigos que vivían lo suficientemente cerca como para ser considerados vecinos y, sin duda, irían a ver si se encontraba bien.

Flora se mordió el labio inferior mientras se debatía entre echar más briquetas de turba a la chimenea antes de irse a la cama. Estaba tratando de recordar dónde había puesto los radiadores eléctricos que tenía que llevar al cuarto de Jaime cuando oyó unos golpes en la puerta principal, en la que había echado el cerrojo después de que Fergus se marchara, ya que no tenía sentido que el cocinero siguiera allí cuando las reservas de las mesas para la cena habían sido canceladas.

Avergonzada de que lo primero que se le había ocurrido pensar era que los golpes iban a despertar al niño, cruzó apresuradamente la estancia, pensando que la persona que llamaba debía estar desesperada, y descorrió el cerrojo rápidamente.

Cuando la puerta se abrió, el viento procedente del fiordo que bañaba la playa al otro lado de la estrecha carretera le sacudió el rostro con una gélida fuerza.

El desconocido entró en la casa en medio de aquella tormenta.

Era un desconocido, no era Callum, como había creído durante una décima de segundo. ¿Dónde estaba Callum esos días? ¿En España? ¿En Japón? No, ese hombre, aparte de en la altura y la complexión, no se parecía a Callum, el hombre que le había roto el corazón.

Rápidamente, Flora cerró la puerta, compitiendo con la fuerza de la tormenta de viento y lluvia torrencial.

El hombre, que ahora parecía aún más alto, estaba quieto, lo que le permitió mirarle con más detenimiento y memorizar todos y cada uno de sus rasgos. Sus cabellos negros estaban empapados y unas gotas de agua temblaban en los extremos de unas increíblemente largas pestañas mientras el tono aceitunado de su piel adquiría tonos dorados bajo la tenue luz. Sin tener en cuenta la extraordinaria boca y los profundos y oscuros ojos, los duros rasgos de ese rostro eran sumamente sensuales y sobrecogedoramente viriles.

Negándose a reconocer un repentino deseo sexual, decidió liberarse del efecto que esos hipnóticos ojos, fijos en los suyos, estaban teniendo en ella.

–¿Quién es usted? –preguntó Flora cuando recuperó el habla. Su voz carente de la hospitalidad de la que eran famosas las gentes de aquellas tierras. Sin embargo, en su defensa, estaba… conmocionada o algo por el estilo.

Flora tragó saliva y bajó los párpados. A pesar del gesto defensivo, sentía esos ojos oscuros con extraños destellos dorados en su cuerpo.

Flora acabó reconociendo que estaba delante del hombre más guapo que había visto en su vida… y en sus sueños. ¿Era ese un buen momento para descubrir que aún sentía debilidad por una cara bonita? No, Callum tenía una cara bonita; sin embargo, ese hombre era más, era bello.

Sí, era un hombre realmente hermoso. Tenía un rostro con una estructura ósea perfecta, con pómulos prominentes y mandíbula cuadrada, nariz aguileña y una boca que le provocó un hormigueo en el vientre.

Pero lo que realmente la había impresionado era la extrema sexualidad de su presencia. Hasta el punto de hacer que le temblaran las piernas.

«¡Estupendo, justo lo que necesitaba!»

¡Como si no fuera suficiente haber perdido a su querida hermana y a su cuñado, haber heredado el negocio y también al hijo de ambos! ¡Ahora, para colmo, ese desconocido había vuelto a despertar su libido!

Por supuesto, ese hombre no tenía culpa de nada.

–He reservado una habitación –contestó el hombre con voz profunda y grave y un ligero acento extranjero.

Una oleada de tristeza sacudió a Flora y le cerró la garganta, esa voz, aunque más profunda y áspera, le habría recordado a su difunto cuñado, Bruno. Pero la voz de Bruno había sido cálida y siempre había contenido una nota de humor; sin embargo, la del desconocido era tan fría como los ojos que la miraban en espera de una respuesta.

Flora hizo un esfuerzo por adoptar una actitud profesional. Normalmente, no le costaba ningún esfuerzo, estaba acostumbrada a tratar con la gente, había trabajado en un bar, a tiempo parcial, durante sus estudios en la universidad. Recientemente, unos clientes habían dado su opinión sobre ella en Internet, calificándola de mostrar «una amable eficiencia y simpatía».

En ese caso, ¿por qué estaba ahí, quieta y sin abrir la boca, como una idiota?

 

 

–¿Hay algún problema?

Ivo reconoció que había cometido un error al albergar ideas preconcebidas y eso le estaba produciendo una cierta dosis de confusión, algo a lo que no estaba acostumbrado.

Y a lo que no tenía intención de acostumbrarse.

Hasta que la puerta se abrió, no se había dado cuenta de que había esperado encontrarse delante de una alta y delgada rubia. No se le había pasado por la cabeza que la cuñada de su hermano fuera una bajita pelirroja con la cintura más estrecha que había visto en la vida.

Ivo se metió las manos en los bolsillos y las apretó en puños, como queriendo disipar la imagen que su mente había invocado, una imagen en la que ceñía esa cintura con los dedos de sus manos. Las suaves, pero femeninas curvas por encima de la cintura de esa mujer le hicieron sentir un repentino calor que le forzó a volver la atención de nuevo al rostro de ella.

Mirar a la mujer con la que su abuelo había sugerido que se casara no iba a costarle ningún esfuerzo.

Sin saber cómo ni por qué, su mente conjuró la imagen de esa mujer caminando hacia un altar con un vestido de novia. Rápidamente, rechazó esa idea, igual que la idea del matrimonio. Hasta hacía poco, había sido una inevitable perspectiva, una deuda a la continuación de su apellido; sin embargo, la existencia del hijo de Bruno, que representaba la nueva generación, le había liberado de esa obligación.

Estaba en la isla de Skye, sí, pero no para casarse con nadie.

¿Era su plan, como alternativa, más racional? De hecho, no podía considerarse un plan, todo dependería de las circunstancias a partir de ese momento, iría sobre la marcha.

Quizá fuera una locura, pero algo más razonable de lo que le había parecido cuando había estado a punto de abandonar el coche en una parte de la carretera inundada a poco menos de un kilómetro de donde se encontraba.

Ivo no creía en el destino ni en la intervención divina, pero cuando uno conducía por una carretera que se había convertido casi en un río, era lógico preguntarse si alguien, en alguna parte, no le estaba lanzando una advertencia.

¡Y ese no había sido el primer obstáculo!

Ivo se tenía por un hombre que sabía adaptarse a las circunstancias, pero ese día su paciencia se había visto puesta a prueba. Desde que saliera esa mañana de viaje, todo había ido de mal en peor. El piloto del avión privado había tenido que realizar un aterrizaje de emergencia en Roma a causa de problemas técnicos. Por fin, después de aterrizar en Escocia en el avión privado de reemplazo, ningún conductor había querido llevarle a Skye debido al temporal.

Teniendo en cuenta que aquel viaje era de suma importancia, había ignorado las advertencias contra el mal tiempo, suponiendo que exageraban.

Y le había costado caro. Se miró los zapatos de cuero hechos a medida, completamente destrozados; la pareja de ancianos, a los que había ayudado después de que se salieran de la carretera, le habían tratado como a un héroe.

Y ahora que estaba allí las cosas no iban según lo previsto. Trató de hacer gala de la objetividad que le caracterizaba; pero justo en ese momento, aquel rostro en forma de corazón se alzó hacia él.

No reconocer lo hermosa que era, a pesar de no ser de su gusto las mujeres bajitas y de aspecto frágil, no sería objetivo. Por supuesto, había conocido mujeres mucho más hermosas que aquella, aunque ninguna con ese rostro en forma de corazón y unos rizos prerrafaelistas dignos de Tiziano.

Tan inesperada como la vista de esa bonita cara en forma de corazón había sido el súbito deseo sexual que había sentido nada más verla.

Desechando esa respuesta visceral, continuó observando ese rostro que tanto había llamado su atención. Era una cara con una nariz respingona, una bonita boca, unos ojos azules rodeados de espesas pestañas y una barbilla con hoyuelo.

 

 

En respuesta a la pregunta de él, Flora alzó la mirada, a la altura del pecho de ese hombre. Los duros ojos de él eran desconcertantes.

–Lleva corbata.

Flora cerró los ojos y pensó: «esperemos que pronto recupere el sentido y pueda dar la impresión de que tengo más cerebro que un mosquito».

«¡Y pronto, por favor!»

Cuando volvió a abrir los ojos, él se había desabrochado el cinturón del abrigo y un botón de la chaqueta. Esos largos dedos color oliva estaban alisando la corbata gris sobre una camisa blanca.

Flora adivinó una sombra de oscuro vello en el pecho antes de apartar rápidamente los ojos, ignorando la desazón que sentía en la piel.

–¿Exige a la gente que vaya vestida de algún modo especial?

Ignorando el tono sarcástico de la pregunta, Flora se recordó a sí misma que debía ser amable con sus clientes, al margen de lo que pudiera opinar sobre ellos. Aunque, para ser justos, suponía que una persona que acababa de recorrer esa carretera de un solo coche y con aquel temporal debía encontrarse tensa.

Aunque ese hombre no parecía tenso, sino todo lo contrario. Daba la impresión de ser una persona con dominio de sí misma, que no necesitaba el consuelo de nadie.

–No, claro que no. Lo que sí tenemos son cabañas en las montañas, aunque no recomiendo a nadie salir al campo con este tiempo –respondió Flora.

Era increíble la cantidad de gente procedente de la ciudad que carecía totalmente de respeto a las inclemencias del tiempo de la isla y a su terreno.

–Ah, y también tenemos mapas de la zona en todas las habitaciones, aunque algunos clientes contratan los servicios de los guías de la isla. Y si le interesa la geología, hay unos fascinantes…

–No me interesa y tengo buen sentido de la orientación.

Se hizo un silencio que, por fin, Flora interrumpió.

–Ah, ¿ha venido a pescar? –a pesar de que necesitaba dinero desesperadamente, habría preferido que ese hombre no hubiera aparecido.

–No, no he venido a pescar –respondió él tensando la mandíbula.

Conteniendo un infantil deseo de decirle que, en realidad, le daba igual a qué había ido, Flora sonrió.

–Bueno, espero que disfrute su estancia aquí –Flora titubeó unos segundos antes de admitir–: La verdad es que no sabía que usted hubiera reservado una habitación. ¿Ha venido de muy lejos?

–Sí.

«He tenido conversaciones más interesantes con una pared de ladrillos», pensó Flora sin dejar de sonreír, hasta que se dio cuenta de que él tenía los ojos fijos en sus cabellos. Contuvo el impulso de alzar una mano para alisarse los enredados rizos que se le habían escapado de la cola de caballo.

–Bueno, creo que ha sido muy valiente viniendo en medio de esta tormenta… ¿o quizá atrevido?

Era lógico preguntarse quién, sino un loco, viajaría en esas condiciones climatológicas, ignorando las advertencias de todas las agencias de seguridad, incluyendo al cuerpo policial, que habían rogado a todo el mundo que evitaran viajar a toda costa hasta que la tormenta amainara.

–En fin, ¿le parece que formalicemos la reserva? Tarjeta o… –Flora miró en dirección a la mesa de recepción en la que estaba el libro de registro junto a otro en el que los clientes escribían comentarios sobre su estancia allí.

El libro con los comentarios y un jarrón con flores estaban ahí, en su sitio, pero no así el libro de registro.

Ivo la vio llevarse un dedo al entrecejo al tiempo que mostraba una expresión de concentración, pero fueron las orejas de esa mujer lo que llamó su atención. Inmediatamente, rechazó el súbito sentimiento de simpatía que le había embargado, era perturbador.

Como había sido perturbadora su reacción al verla al abrirle la puerta. Estaba claro que, subconscientemente, había supuesto que iba a encontrarse con una mujer parecida a su hermana, la alta y rubia mujer que había hechizado a Bruno, y aún no se había recuperado de la sorpresa que se había llevado. A lo que había que añadir que la encontraba atractiva.

Bien, ya lo había admitido, pero solo sería un problema si él permitía que lo fuera.

Y no iba a permitirlo.

–¿Es usted la encargada de este establecimiento?

Flora alzó la barbilla. Evidentemente, la personalidad de ese hombre carecía de la perfección de su físico.

–Sí, soy la persona al frente de este establecimiento –confirmó Flora con más calma de la que sentía, preguntándose cómo reaccionaría ese hombre si le daba un puñetazo en la nariz.

De hecho, durante las dos últimas semanas, dos semanas que habían sido una auténtica pesadilla, no se había sentido al frente de nada, aunque lo había disimulado bien. Como lo estaba haciendo en ese momento, caminando con paso decidido a lo largo del bar, como si no temiera no encontrar el libro de reservas.

Pero la suerte estuvo de su lado.

–Bien, aquí está –dijo Flora dejando el libro de registro encima de la superficie de madera reciclada.

Aún tenía que esperar una semana para que le llevaran la antena parabólica que la conectaría a Internet y al siglo xxi y que haría innecesario el viejo libro de registro. Ese era otro de los gastos que le quitaban el sueño.

Después de abrir el libro, entre la serie de cancelaciones, vio una reserva para esa noche que no había sido cancelada.

Flora alzó la cabeza e hizo un esfuerzo por sentir la profesionalidad que había infundido a su sonrisa.

–Siento haber obviado su reserva, señor… –Flora sacudió la cabeza, incapaz de descifrar la letra de Fergus.

–Rocco –respondió Ivo, ofreciendo el apellido de su madre, igual que había hecho por teléfono al hacer la reserva. No había querido confesar quién era antes de hacerse una idea de la situación.

–Bien, señor Rocco, le pido disculpas por el malentendido y por lo que quizá no haya sido un buen recibimiento. Había supuesto que, debido a la tormenta, todas las reservas habían sido canceladas.

Él desvió los oscuros ojos hacia la ventana azotada por la lluvia.

–¿Quiere decir que no recibe siempre así a sus clientes?

El comentario había carecido de humor, lo que le habría hecho aceptable. Flora resistió el impulso de salir en defensa de su establecimiento, de su querida casa.

Su sonrisa estuvo a punto de desvanecerse al pensar en su hermana. En cuestión de segundos, Sami habría conseguido que ese hombre comiera de la palma de su mano. De nuevo, un profundo sentimiento de pérdida la embargó. Casi deseó que Jaime se despertara con el fin de encontrar distracción a su pena.

–¿Le apetece una copa? Quizá le venga bien, después del viaje –Flora se agachó para agarrar la botella de whisky añejo que reservaba para ocasiones como aquella.

La botella del «último recurso», la había llamado Bruno, para ser utilizada cuando todo lo demás había fallado con un cliente. Habían tenido pocos clientes difíciles y, hasta la fecha, solo habían bebido ese whisky para celebrar algo.

Ivo se fijó, con lo que quiso pensar ser únicamente un despegado interés, en la forma como los vaqueros se ceñían a las redondas nalgas de la pelirroja al agacharse para agarrar la botella. Pero la punzada que sintió en la entrepierna no tenía nada de académica.

Flora se enderezó y plantó la botella encima de la barra del bar para que él pudiera leer la marca y el año, pero la expresión de ese hombre permaneció imperturbable.

–Invita la casa, por supuesto –dijo ella inmediatamente.

–No –respondió su huésped, rechazando su generoso ofrecimiento con una mirada que le quitó la sonrisa–. Y ahora, si me enseña el menú…

Flora se quedó perpleja.

–¿El menú?

Él arqueó una ceja y contempló el rubor que a ella le subió por las pecosas mejillas.

–Fergus, el cocinero, se ha marchado ya. Lo siento.

–¿La cocina está cerrada? –preguntó Ivo con incredulidad.

–¿Quiere que le prepare un sándwich? –aunque sabía cocinar, a Flora le intimidaba esa cocina profesional de superficies de acero y aparatos modernos.

La mueca de él le dio la respuesta. No le costó aceptar la negativa.

–Bien, en ese caso, ¿le parece que le enseñe su habitación? –dijo Flora–. Debido a la tormenta, tenemos problemas con la calefacción –mintió Flora con maestría, aunque le resultó evidente que él no la creía–. Pero le llevaré un radiador eléctrico y la habitación se calentará enseguida. Y ahora, por favor, sígame.

Justo en el momento en el que puso un pie en el primer peldaño de la escalera, se oyeron unos murmullos infantiles a través del monitor que había en el cuarto de Jaime.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

TIENE un niño?

Ivo vio perplejidad en los ojos de ella. Con fascinación, observó la variedad de emociones que cruzaron la expresión de esa mujer. Al mismo tiempo, le inquietó que ella revelara sus sentimientos con tanta facilidad; para él, era anatema mostrar vulnerabilidad.

Al cabo de unos momentos, cuando ella respondió, lo hizo en un tono desafiante.

–Sí, es mi niño.

Con resignación, Flora había acabado aceptando el veredicto del médico. No le había resultado fácil; sobre todo, al principio. Su endometriosis era aguda, estaba casi descartado que pudiera tener hijos. Y ahora, por un capricho del destino, podía decir: «mi niño».

Ahora, cuando decía «mi niño», no se debía a un milagro o a un sueño convertido en realidad, sino a una realidad que, en cierto modo, era una pesadilla. Flora habría dado cualquier cosa por no tener que pronunciar esas dos palabras en ese momento, porque le golpeaban con la dura realidad de la situación.

Le ocurría varias veces al día y, cada vez que le pasaba, una profunda pena se apoderaba de ella, y también miedo a no estar a la altura de las circunstancias.

Flora no se había sentido tan insegura en la vida. Por supuesto, en su profesión, tenía miedo al fracaso, pero eso era diferente. La maternidad era diferente. Ser responsable de la vida de otra persona era mucho más intimidante de lo que había podido imaginar.

¿Se podía aprender a ser buena madre? ¿Se nacía o no para ello?

Sami había nacido para ser madre, y los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en su hermana. A Sami, ser madre le había resultado algo fácil, natural.

Rechazó esas ideas y respiró hondo.

Dudar de sí misma era una distracción que no se podía permitir. Necesitaba plantar los pies firmemente en la tierra y concentrarse en las cosas prácticas, como hacer los pagos mensuales y mantenerse despierta, sin caer dormida en cualquier rincón de la casa a la menor oportunidad.

–Ah, perdone, ¿quiere que le lleve el equipaje? –preguntó ella lanzando una mirada a la bolsa de viaje que él había dejado al lado de la puerta de la entrada.

Incluso ya en el segundo peldaño de la escalera, esa mujer tuvo que alzar el rostro para mirarlo a la cara.

Por el informe que su abuelo había elaborado sobre ella, Ivo sabía que Flora Henderson, debido a los trágicos acontecimientos, había tenido que dejar lo que probablemente era para ella un trabajo de ensueño. En consecuencia, eso debía hacerla más vulnerable, cosa que él podía utilizar para alcanzar su objetivo.

Sí, Flora Henderson era vulnerable, lo veía en sus demacradas mejillas, en la tristeza que empañaba sus hermosos ojos azules y en sus ojeras.

Sin embargo, en vez de sentir satisfacción, Ivo se vio sobrecogido por una oleada de compasión. Rápidamente, analizó su reacción. La compasión requería un cierto grado de cariño, y a él esa mujer no le importaba en absoluto, no tenían nada que ver el uno con el otro.

En lo personal, a él solo le importaba su familia y, en esos momentos, aparte de su abuelo, su sobrino era su única familia. Y esa mujer se interponía entre el niño y él.

–Creo que puedo arreglármelas solos, señora…

–Henderson. Me apellido Henderson –entonces, debido a que en todas las páginas Web de Internet se anunciaban como un establecimiento de ambiente informal y relajado, decidió, con reluctancia, decirle su nombre de pila a ese hombre–: Flora.

Volviéndose, Flora echó a andar escaleras arriba, consciente de que él la seguía.

Cuando llegaron arriba, Flora casi no podía respirar; en parte, porque había subido a toda prisa, pero sobre todo por la forma como él la había mirado, como si pudiera leerle el pensamiento.

Flora abrió la puerta de un armario en el descansillo y sacó un calentador eléctrico de ventilación, contenta de dar una impresión de más eficiencia… o de menos ineficiencia. No tenía por qué dar explicaciones respecto al hecho de que acababa de acordarse de dónde había puesto los radiadores y calentadores que tenía de repuesto.

–Su habitación está al otro lado de la casa –Flora agarró el calentador, que pesaba poco, y se apartó un rizo que le había caído sobre la nariz–. Así que, con un poco de suerte, no le molestará ningún ruido. Bueno, crucemos los dedos.

–Es una actitud muy profesional respecto a los servicios a un cliente.

Flora sonrió apretando los dientes, solo había imaginado simpatía en el rostro de él.

–Nos preciamos de ofrecer un ambiente informal y hogareño. Por favor, sígame, señor Rocco.

Había elegido para él la habitación más lejana al cuarto de Jaime. Era el cuarto más grande y el que tenía mejores vistas; pero, debido al tamaño, esa noche también era el cuarto más frío.

–Espero que esté cómodo –Flora vio el vaho de su aliento al agacharse para encender el calentador, al máximo–. La habitación se calentará en un momento, ya verá.

Flora se enderezó y añadió:

–Como ve, dispone de lo necesario para prepararse café o té –Flora indicó la bandeja con todo lo necesario para hacer té y café que había encima de una mesa auxiliar–. Las pastas son caseras.

A la mayoría de los clientes, les impresionaba que las pastas fueran caseras, pero a ese hombre no. No obstante, Flora perseveró.

–Bebidas y leche en el frigorífico –añadió ella antes de abrir el armario–. Albornoz, más toallas y mantas. Los precios de las bebidas son los mismos que en el bar. Espero que pase buena noche, señor Rocco.

Flora se dirigió a la puerta y, al llegar, añadió:

–Ah, se me olvidaba, ¿quiere una bolsa de agua caliente para meterla en la cama?

Si Ivo hubiera podido elegir qué meter en la cama…

Ivo sintió un intenso calor en todo el cuerpo. Cuando finalmente fue capaz de hablar, la voz le salió ronca.

–¿Le parece que necesito una bolsa de agua caliente, Flora?

Lo que necesitaba era resistir la tentación de esos llenos y rosados labios.

El plan de su abuelo era que la sedujera, pero no el suyo. Las emociones complicaban las cosas, y era poco realista esperar continencia emocional por parte de alguien que mostraba todas y cada una de sus emociones en el semblante.

Su plan era hacer un trato, un negocio, así de sencillo; al menos, en teoría. No obstante, comenzaba a preguntarse si esa mujer era capaz de simplificar las cosas. ¿Sería Flora Henderson capaz de enfrentarse a una situación y con objetividad, sin involucrarse emocionalmente?

Su objetivo era conseguir que así fuera. No dudaba de su capacidad para conseguirlo y, dado que las opciones que ella tenía eran muy limitadas, no le resultaría excesivamente difícil.

Ese hombre había pronunciado esas palabras con frialdad, pero el brillo depredador de sus ojos…

Haciendo caso a la alarma que sonó en su cabeza y no al hormigueo que sentía en el bajo vientre, Flora alzó la barbilla y apartó los ojos de esa mirada ardiente. ¿Ardiente? ¿No sería que veía lo que quería ver?

La idea de querer que él la mirara con ardor enfrió el calor que sentía en el vientre. La antipatía que había sentido por ese hombre nada más verle no había sido irracional, sino acertada.

Flora enderezó los hombros. Podía ocurrir que él fuera un depredador, pero ella estaba dispuesta a no dejarse intimidar.

«¡Vete al infierno!»

Por un momento, creyó haberlo dicho en voz alta, eso y todo lo que le pasó por la cabeza a vertiginosa velocidad. Casi se avergonzó de sí misma.

–Buenas noches, señor Rocco.

 

 

Flora esperó a haber acabado de ordenar la zona de huéspedes de la casa para apoyar la espalda contra la pared y aliviar la tensión de sus hombros y espalda con una serie de suspiros.

Pesándole las piernas, volvió al armario donde tenía los radiadores y sacó uno para el cuarto de Jaime con un gran esfuerzo, las fuerzas la habían abandonado. Se encaminó hacia el cuarto del niño. Ya no quedaban radiadores para ella, pero quizá el frío no le viniera mal.

De puntillas, apenas atreviéndose a respirar, Flora enchufó el calentador en la habitación de Jaime. Al mirar al bebé, el amor que sintió se le agarró dolorosamente al corazón.

Aunque fuera una pobre sustituta de la madre que Jaime había perdido, estaba decidida a darle al niño el cariño y el cuidado que sus padres le habrían dado de estar vivos. ¡Ojalá hubiera un libro de texto con instrucciones para la educación de los hijos!

Por suerte, contaba con su madre para ayudarla y aconsejarla en lo que a Jaime se refería, pero no quería depender de ella demasiado. A veces, era fácil olvidar que a pesar de sus ganas de vivir, energía y ánimos, Grace Henderson tenía sus problemas. Perder a Sami había sido un golpe terrible para ella; además, también había sufrido un accidente. No, su madre necesitaba descansar y recuperarse, no ir corriendo de aquí para allá con el fin de ayudar a su hija. Por eso, Flora no le contaba todas las dificultades que estaba teniendo ni le confesaba sus dudas. Solo le contaría a su madre las dificultades económicas que estaba teniendo cuando consiguiera encontrarles solución… o el banco ejecutara la hipoteca.

Decidió no pensar más en ello, lanzó una última mirada al bebé y se preguntó si Jaime sería capaz de darse cuenta de que una principiante estaba a su cargo y de si, instintivamente, sabía que las dos personas que más le habían querido ya no estaban en este mundo.

Flora estaba decidida a que Jaime conociera a sus padres. Ya había comenzado a poner fotos y otros objetos en un libro de recuerdos para enseñárselo cuando fuera un poco más mayor. Las fotos eran de su hermana, la pena era que no tenía fotos de Bruno para poner en el libro.

–Duerme bien, cielo –susurró antes de lanzar una última mirada a la luz roja del monitor.

Flora salió de puntillas y bajó las escaleras para comprobar que todo estaba bien. Después, apagó la luz de fuera y miró por la ventana justo en el momento en que la luna salía de entre unas nubes.

El corazón le dio un vuelco al ver con horror bajo la plateada luz el nivel del agua: las olas cubrían ya la mitad de la carretera, a pocos centímetros de los cimientos de la casa.

¿Se inundaría la casa?

Alejó de sí esos pensamientos. No acostumbraba a pensar lo peor, a pesar de la tragedia familiar; sin embargo, no fue el optimismo lo que le hizo ignorar la posibilidad de un desastre, sino el cansancio.

 

 

Con el calentador al máximo, la temperatura de la habitación subió lo suficiente como para permitirle desnudarse, dejándose solo los calzoncillos, antes de meterse en una sorprendentemente cómoda cama de inmaculadas sábanas blancas.

Nada más reposar la cabeza en la almohada oyó el ruido. El llanto del bebé se oyó sobre el rugir de la tormenta.

El niño seguía llorando diez minutos después.

¿Lloraría tanto un bebé si no le pasara nada?

Ivo tenía la suerte de que no le afectaran el ruido ni las distracciones. Era capaz de dormir en cualquier parte; al menos, eso había creído hasta ese momento. Pero el llanto del bebé le puso los nervios de punta. Durante la siguiente media hora, el llanto cesó unos minutos para empezar de nuevo, así una y otra vez.

Al final, harto, apartó la ropa de la cama, se levantó y se dirigió a la puerta.

El pasillo estaba muy frío. Le había parecido buena idea levantarse y salir ahí, cualquier cosa mejor que aguantar aquel llanto que le estaba volviendo loco.

«¡Ahora tú pareces loco!»

De repente, el llanto cesó.

Consciente de que podía tratarse de una falsa alarma, no se relajó ni se dio media vuelta para volver a la cama y dormirse. Decidido a llevar a cabo su plan de acción, continuó avanzando hacia la parpadeante luz al final del pasillo.

Se dejó llevar más por impulso que por lógica. El hijo de su hermano, su sobrino, estaba en esa habitación. Era lo único que le quedaba de Bruno.

La puerta estaba entreabierta. Al abrirla, se encontró con una pequeña habitación de paredes pintadas de amarillo. El aire de dos calentadores de ventilación en rincones opuestos movían los payasos, las focas y los gatos del móvil que colgaba del techo. El efecto, teniendo en cuenta también las estrellas y las lunas que un proyector pintaba en el techo, era surrealista.

Pero Ivo apenas se fijó en ello.

Toda su atención se centraba en Flora Henderson, de espaldas a él, sin ser consciente de su presencia. Tenía al niño en sus brazos, que parecía haberse quedado dormido por fin. Lo único que podía ver de su sobrino eran unos rizos oscuros y unas piernecitas cubiertas con algo azul.

La vio caminar descalza hasta la cuna, situada delante de una ventana con cortinas. Llevaba un camisón de fino algodón azul que le llegaba justo debajo de la rodilla sujeto por unos tirantes que dejaban al descubierto sus delicados omoplatos. Y, al moverse, se había transparentado y le había permitido ver la estrechez de su cintura y la firmeza de sus nalgas.

En ese momento de locura, abandonado por la lógica, las hormonas le dejaron sin aliento. El deseo le consumió durante unos instantes.

Apenas comenzando a recuperar el control de sí mismo, Flora alzó la cabeza y se volvió ligeramente hacia él; al hacerlo, por el escote del vestido, pudo ver las suaves curvas de sus senos y la oscura sombra de sus pezones a través del fino tejido. Se miraron a los ojos, azul contra negro, y el control sobre sí mismo que había recuperado comenzó a desvanecerse de nuevo.