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¿Encontraría el valor para quedarse esa vez? Para un hombre como Kullen Manetti las mujeres nunca habían sido nada más que un objeto. Sin embargo, eso iba a cambiar muy pronto. Un antiguo amor estaba a punto de irrumpir en su vida para ponerlo todo de cabeza. Lilli McCall se había marchado por una razón, un secreto que nunca le había revelado... No obstante, ¿cómo hubiera podido imaginar entonces que necesitaría su ayuda para no perder lo que más quería en la vida, su pequeño hijo? La batalla por la custodia del niño llegaría a su punto álgido al mismo tiempo que su pasión por Kullen, pero… ¿volvería a enamorarse locamente de él?
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Seitenzahl: 212
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los derechos reservados.
EL DESTINO EN SUS MANOS, N.º 1915 - noviembre 2011
Título original: Unwrapping the Playboy
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-082-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Kullen, necesitas una mujer en tu vida.
Kullen Manetti le sonrió a su madre. Estaban en el Vesuvius, almorzando.
En realidad podría haber sido mucho peor. Por primera vez, Theresa Manetti había logrado terminarse el primer plato antes de sacar el tema. Su soltería empedernida siempre era el tema principal de conversación cada vez que pasaban un rato juntos.
Unos seis meses antes su hermana Kate había sucumbido a los encantos de un banquero llamado Jackson Wright, y ya sólo quedaba él; el último soltero en el grupo de amigos de toda la vida.
Pero su madre había pasado por alto un punto muy importante.
—Mamá, mi vida está llena de mujeres —le recordó Kullen.
Theresa entrecerró los ojos. No estaba dispuesta a ceder ni un poquito. Durante el año anterior, ella y sus amigas, Maizie y Cecilia, les habían conseguido novio a sus respectivas hijas.
Y el éxito en su labor de casamentera le había subido mucho la moral.
Theresa Manetti era una mujer decidida y emprendedora que llevaba su propio negocio desde hacía muchos años. Sin embargo, en el ámbito privado, era la más tranquila y tímida de las tres amigas de toda la vida. Maizie, que era agente inmobiliario, había encabezado la llamada Operación Casamentera, y Cecilia la había apoyado desde el principio, aunque su entusiasmo tuviera.
Hasta que se fraguó aquella conspiración, la forma de hacer presión de Theresa consistía en cruzar los dedos y rezar. Algunas veces incluso hacía algún comentario casual, pero nada más.
«A ver cuándo sentáis la cabeza…», solía decirles.
Kate y Kullen llevaban el bufete de abogados de su difunto padre. Kate llevaba muchos años entregada al trabajo, pero él sí sabía disfrutar de la vida. No había mujer que se resistiera a sus encantos y su lista de novias se hacía más larga cada día. A él le gustaban todas y nunca tenía bastante. Ninguna de sus relaciones duraba más de unas pocas semanas.
Seis semanas era el máximo y eso era lo que él entendía como una relación estable y duradera. Theresa sufría al ver que su hijo, apuesto y triunfador, no tenía ningunas ganas de buscar a la chica adecuada, la media naranja que necesitaba para formar una familia feliz.
—Una mujer decente en tu vida —le dijo con contundencia.
Kullen esbozó una sonrisa de oreja a oreja y se inclinó hacia su madre.
—Bueno, para eso ya te tengo a ti —le dijo, dándole un beso en la frente—. Y a Kate, claro. Y a esas amigas tuyas, Maizie y Cecilia.
Su madre se reunía con sus amigas de toda la vida una vez por semana para jugar al póquer, supuestamente… Pero, en realidad, lo que hacían era urdir planes y estrategias casamenteras. Ya le habían conseguido marido a Kate, a Nikki y a Jewel, así que ya debían de traerse un nuevo plan entre manos. Sin embargo, por mucho cariño que les tuviera a las que consideraba como sus tías, no estaba dispuesto a ser ese proyecto.
Theresa se puso erguida y miró fijamente a su primogénito. Kullen era alto, moreno y apuesto, igual que su padre. Pero los rasgos de Kullen eran más estilizados, modelados… casi aristocráticos. Eso lo había heredado de ella.
—Kullen…
Él conocía muy bien ese tono de voz y también sabía que tenía que cortar el tema de raíz. No quería terminar el almuerzo de mala manera.
Últimamente tenía poco tiempo libre, sobre todo después de la jubilación de Ronald Simmons, uno de los socios fundadores del bufete, y ya no podía visitar tanto a su madre.
No obstante, en general, sí disfrutaba de su compañía. Theresa Manetti era una mujer agradable, simpática, cariñosa… Él la quería con locura y sabía que ella también a él.
Su padre había sido un tipo muy afortunado, pero, por desgracia, Anthony Manetti había vivido entregado al trabajo y nunca había sabido la suerte que tenía. Desde su creación, el bufete familiar lo había sido todo para él, tanto fue así que nunca les hizo ningún caso a sus propios hijos hasta que se unieron a la empresa familiar.
Kate había sido la que peor lo había pasado porque, aparte de ser un perfeccionista, Anthony Manetti era un machista incorregible. De hecho, hasta el día de su muerte siguió creyendo que todos los miembros del género femenino, a excepción de algunas mujeres prominentes en el mundo de la política, estaban menos dotados que los hombres para las actividades intelectuales, sobre todo tratándose de leyes y de Derecho. Siempre le había exigido el doble a su hija sólo para hacerla estar a la altura de cualquier otro abogado principiante del bufete.
«Muy mal, muy mal, papá. Había dos mujeres que te adoraban, pero nunca supiste verlo», pensó Kullen.
—En serio, mamá. Creo que tus amigas y tú os entretendríais mucho más si os ocuparais de vuestras propias vidas, o de la de mi pobre prima Kennon.
Al igual que su hermana y sus dos amigas, su prima Kennon era una de esas mujeres adictas al trabajo. Tenía su propio negocio de diseño de interiores y, al igual que las otras tres, siempre decía que estaba demasiado ocupada como para enfrascarse en una relación. En la opinión de Kullen, Kennon era perfecta para el próximo proyecto casamentero de su madre.
Él, en cambio, no lo era.
Al contrario… Kullen Manetti sí que sabía cómo pasárselo bien y ninguno de sus «escarceos», en palabras de su madre, tenía la menor importancia.
Así era cómo tenía que ser.
De esa manera, nadie salía herido, ni tampoco su propio corazón, ni su orgullo… Ambos habían salido más que escaldados en una ocasión y con eso había sido más que suficiente para él. Ya hacía mucho tiempo de aquello y no lo recordaba más que como algo que hubiera leído en un libro o visto en una película, una lejana anécdota que formaba parte de un pasado casi ficticio.
Pero había sido real.
Entonces era otra persona; un chico ingenuo, tonto… que había quedado atrás. El nuevo Kullen Manetti nada tenía que ver con aquel muchacho; el nuevo Kullen Manetti era un hombre inteligente, triunfador, con una larguísima lista de teléfonos en la que predominaban los números de mujeres hermosas.
Theresa ladeó la cabeza ligeramente, una costumbre que Kate había tomado de ella.
—¿Nuestras propias vidas?
—Sí. Hasta donde yo sé, ni Maizie, ni Cecilia ni tú tenéis pensado pasar por el altar. Ni siquiera os he visto entrar en un motel alguna vez —añadió con una mirada pícara—. ¿O es que me estás ocultando algo?
Cuando la miraba de esa manera, con esa sonrisa, le recordaba mucho a su padre, el día que le había conocido. Por aquel entonces, Anthony no estaba tan obsesionado con el trabajo. Anthony Manetti había sido romántico, divertido… ¿Qué le había pasado con el paso del tiempo?
Pero ella, sin embargo, los echaba de menos a los dos; al jovencito encantador y al hombre brillante en el que se había convertido después. Si él no la hubiera dejado fuera de su vida… Mirando atrás, Theresa se daba cuenta de que el tiempo que habían pasado juntos había sido demasiado corto. Anthony siempre había sido y siempre sería el único y verdadero amor de su vida.
—No, no te estoy ocultando nada. Ya tuve bastante con tu padre —le dijo a su hijo—. Me considero muy afortunada porque fui feliz.
Ella sabía que Maizie y Cecilia sentían lo mismo.
—Y es esa clase de felicidad la que quiero para tu hermana y para ti.
—Oh, pero yo soy feliz, mamá —contestó Kullen en tono divertido.
Su hijo salía con mujeres cuyo coeficiente intelectual era equivalente al de un animal de compañía, y ambos lo sabían. No eran más que muñequitas de plástico con la cabeza vacía.
—Verdaderamente feliz —dijo Theresa, enfatizando.
Trató de explicarse con el mayor tacto posible.
—Ésa es la diferencia entre darse un atracón de bombones de chocolate y tomar una buena comida, nutritiva y sana. Lo primero no sirve más que para subirte el colesterol, mientras que lo segundo te hace más sano y fuerte, capaz de vivir tu vida al máximo.
Kullen se rió a carcajadas, sacudiendo la cabeza.
—Me encantan tus analogías alimenticias.
Maizie tenía su propio negocio inmobiliario, Cecilia llevaba un servicio de limpieza profesional y ella, por su parte, había creado una empresa haciendo lo que mejor se le daba: cocinar.
Theresa Manetti, una cocinera experimentada, tenía su propia empresa de catering y podía preparar un festín con cuatro cosas y en un tiempo récord.
—No te ofendas, mamá, pero yo no soy de los que se conforman con un plato de carne con patatas. A mí me gustan los dulces y el chocolate satisface muy bien mis necesidades —la miró con cariño, sabiendo que hacía lo que hacía por amor.
No quería hacerle daño, pero tenía que ser sincero con ella.
—Y no tengo pensado cambiar de momento.
Theresa no se dio por vencida.
—Kate pensaba lo mismo.
—Kate no era feliz, mamá —le recordó él—. Yo sí.
Ya había terminado con el postre y el café, así que se acercó un poco más a su madre.
—Ahora mismo tienes un récord de éxitos del cien por cien, pero si me metes en el potaje, entonces verás que bajará al cincuenta por ciento.
Theresa suspiró.
—No tengo pensado ir a las Olimpiadas ni nada parecido.
Kullen se rió y miró con ternura a su madre. Si las cosas hubieran resultado de otra manera, se hubiera casado con alguien muy parecido a ella ocho años antes. Pero se había equivocado, había cometido un error.
Historia… Aquello no era más que historia, parte del pasado.
Su madre era única. Había roto el molde. No había nadie como ella.
Además, una relación siempre implicaba discusiones, desconfianza… Y él no estaba de humor para todo eso. Estaba mucho mejor solo, libre, feliz de ser así…
—No sería el cincuenta por ciento —dijo su madre con sentimiento.
Él la miró con un gesto de confusión.
—Te olvidas de Nikki y de Jewel.
Nikki y Jewel eran las hijas de Maizie y de Cecilia, respectivamente. Ambas habían conseguido a hombres fantásticos gracias a sus madres.
—No. No me he olvidado de Nikki y de Jewel, y si me hubiera olvidado, ya estás tú para recordármelo.
Kullen no tenía intención de seguirle dando vueltas al tema.
—Si lo dejas ahora saldrás ganando, mamá —le aconsejó—. Así es mejor. Es mejor dejarlo en lo más alto.
Theresa no se dejó convencer con ese argumento. Apretó los labios y deseó con todas sus fuerzas que su hijo entrara en razón.
—Esto no es una serie de televisión, Kullen. Es tu vida.
—Sí —dijo él—. Lo es.
En efecto, era su propia vida y era ése el motivo por el que no estaba dispuesto a dejar que nadie quisiera cambiarla.
—Ya no tengo doce años, mamá —le recordó.
Llevaba muchos años siendo un hombre y seguiría siendo así.
—Si tuvieras doce años… —Theresa entrelazó las manos sobre la mesa—. Entonces no estaríamos teniendo esta conversación. Sé suficiente de leyes como para saber que no te puedes casar a los doce años, ni en este estado ni en ningún otro.
—No estamos teniendo esta conversación —dijo Kullen en un tono bromista, levantándose de la mesa.
Habían pagado la cuenta antes de tomar el café.
Kullen se inclinó y le dio un suave beso en la mejilla. Como siempre, su madre olía a su fragancia favorita de jazmín.
—Tengo mucho trabajo esta tarde.
Theresa reprimió una sonrisa. Ella sabía muy bien qué trabajo tenía esa tarde, sabía algo que él desconocía...
—Mi hijo, el mejor abogado de la ciudad —dijo con un toque burlón.
Kullen se detuvo un momento y la miró fijamente. Hubiera jurado que se traía algo entre manos…
—¿Sabes, mamá? Para muchas madres eso es más que suficiente.
Theresa no pudo quedarse callada. Algún día conseguiría juntar todas las piezas del puzle, pero aún no.
—Yo no soy una madre cualquiera, Kullen. Soy tu madre —le dijo.
Él la miró con una mirada de sospecha.
—Y como soy tu madre… —añadió ella.
—Lo he pasado muy bien contigo esta mañana —dijo él rápidamente, terminando la frase—. Adiós. De verdad tengo que irme —añadió y echó a andar.
—Kullen…
Su voz lo hizo detenerse. Se dio la vuelta y esperó.
—¿Qué?
Como siempre había sido una persona sincera, Theresa sintió que tenía que serle franca a su hijo. Y en ese caso la franqueza pasaba por decirle que el fin de semana anterior había preparado el catering para una comida benéfica organizada por Anne McCall, la madre de Lilli McCall.
Anne le había dicho que su hija Lilli estaba de vuelta en Bedford y que estaba buscando un abogado desesperadamente.
Nada más oír la noticia, el corazón de Theresa se había disparado…
Más que nada, quería decirle a su hijo que le había dado su número a Anne. Quería decirle que esa misma tarde vería a Lilli, aquella chica con la que había salido en la universidad.
Sin embargo, como sabía que Kullen le pasaría el caso a Kate nada más enterarse de la pequeña trampa que le había tendido, esbozó una sonrisa y se despidió de su hijo como si nada.
—Que pases una buena tarde, hijo —le dijo.
Él le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Eso espero.
Kullen dio media vuelta y se dispuso a empezar la tarde.
«Con un poco de suerte, hoy también empezará el resto de su vida», pensó Theresa, viéndole marchar.
Lilli McCall no sabía si sería una buena idea. Antes de salir de casa había agarrado el teléfono en tres ocasiones para llamar al bufete y cancelar la cita. Sin embargo, cada vez que empezaba a marcar los números algo la hacía detenerse. Si cancelaba la cita entonces tendría que buscar otro abogado. Y tendría que buscarlo rápidamente.
El tiempo se estaba agotando. No podía cerrar los ojos y fingir que todo estaba bien, porque no era cierto. Nada había estado bien desde aquel día en que había abierto la carta de Elizabeth Dalton. Aquella carta la había hecho volver a Bedford, huyendo de aquella mujer.
En vano… Sus tentáculos podían llegar a cualquier parte.
Poco después de llegar había recibido una segunda carta, llena de palabras condescendientes, sarcasmos y algo peor, amenazas…
No podía dejar que aquella amenaza se hiciera realidad. Estaba dispuesta a plantarle batalla a Elizabeth Dalton, aunque le fuera la vida en ello. Pero eso significaba pasar por los tribunales, buscar un abogado que ganara… a toda costa.
Ella quería una batalla limpia, pero también sabía que Elizabeth Dalton era capaz de utilizar cualquier argucia para salirse con la suya. Viuda de un hombre que había heredado un imperio farmacéutico, detestaba a la gente que le llevaba la contraria y estaba acostumbrada a hacer siempre su voluntad.
Estaba acostumbrada a ganar siempre.
Lilli no tenía la menor duda de que la rica viuda y su abogado usarían los trucos más sucios para conseguir lo que querían.
Y era su hijo a quien querían.
El nieto de Elizabeth.
El problema era que no conocía a ningún abogado, ni bueno ni malo. Había dejado la carrera en el primer año y hasta ese momento nunca había precisado de la ayuda de un abogado, ni tampoco conocía a nadie que hubiera necesitado uno en el pasado.
Pero sí conocía a Kullen. Sabía que era bueno, cariñoso… Y eso era un comienzo. Él sí se había graduado. Seguía viviendo en Bedford y quizá fuera la persona que podía ayudarla.
Quizá la suerte estuviera de su lado, por una vez…
Diez minutos antes de la hora de la cita, Lilli detuvo el coche en el aparcamiento de Rothchild, McDowell & Simmons. Asió con fuerza el volante e inclinó la cabeza adelante. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era buena idea?
Sacó el teléfono por enésima vez, marcó el número y, justo antes de apretar el botón de llamada, cambió de idea. Cerró el teléfono, lo guardó en el bolso y bajó del vehículo. Respiró hondo y echó a andar hacia el alto edificio de oficinas. Atravesó el vestíbulo y entró en el ascensor. Se sentía como un alma condenada, recorriendo los últimos metros hasta el patíbulo.
«Jonathan… Piensa en Jonathan… Jonathan es todo lo que importa. Tienes que protegerlo de esa mujer si no quieres que se convierta en un calco de su padre…», se dijo, nerviosa.
No podía dejar que ocurriera.
Las puertas del ascensor se abrieron rápidamente. Ella salió y caminó hasta las flamantes puertas del bufete. Sólo podía esperar estar haciendo lo correcto…
Estaba a punto de dejar el futuro de su hijo en manos del hombre al que había abandonado ocho años antes.
PARA Kullen había días en los que la vida parecía una carrera de Fórmula Uno. Los minutos y las horas pasaban a toda velocidad y no podía hacer nada bien. A decir verdad, no hubiera sido capaz de mantener la cordura de no haber sido por la eficaz secretaria que su padre había contratado tantos años antes.
Pero Selma Walker ya no era una secretaria. Ahora era una asistente administrativa, un cargo que a veces le molestaba tener. A ella siempre le había gustado llamarle a las cosas por su nombre, y siempre había sido secretaria; una muy buena…
Selma parecía tener muchos años y probablemente los tuviera en realidad. Era una mujer pequeña, delgada y ágil, con el pelo negro, avispada e inteligente. Era Selma quien mantenía al día la agenda de Kullen, y la de todos los demás. Encajaba las reuniones en el calendario con una destreza infalible y ponía al día el ordenador. No obstante, nunca le habían gustado los aparatos electrónicos y eso incluía el ascensor. Todos los días, tanto para entrar como para salir, optaba por las escaleras.
En muchas ocasiones le había dicho a Kullen que le gustaba sentir el tacto del papel y del bolígrafo en las manos. Además, decía, todos esos aparatos no servirían para nada si se producía un corte de luz o una mancha solar. En un momento como ése, el ser humano sólo podía confiar en los métodos convencionales y anticuados, los métodos que hacían uso del poder de la mente.
El único defecto de Selma Walker, aparte de su endemoniado carácter, era su letra. Aunque resultara extraño tratándose de alguien de esa edad, su letra era peor que la de un médico. Cada vez que se lo decían, se lo tomaba muy a pecho y replicaba contestando que ella sí que podía entenderla perfectamente.
Y seguramente fue ése el motivo por el que aquellos inesperados golpecitos en la puerta lo tomaron por sorpresa. Kullen había revisado su agenda esa mañana, pero no había sido capaz de entender mucho. Levantando la vista, invitó a entrar a la persona que estaba al otro lado de la puerta, el nuevo cliente, probablemente…
Hasta ese momento, todo lo que sabía del nuevo cliente era que era una mujer y que estaba soltera. Había aprendido a reconocer los garabatos que significaban «señor» y «señora» en la letra de Selma. El signo que indicaba «señora» era un poco más grande porque contenía un signo más.
El nombre del cliente, en cambio, seguía siendo un misterio, pero tampoco había motivos para preocuparse. Ya tendría tiempo de averiguar el nombre de aquella mujer soltera durante las presentaciones. Además, ya hacía mucho tiempo que había dejado de protestar por la letra de Selma.
Sin embargo, lo que Kullen no sabía en ese momento era que conocer el sexo y el estado civil de la nueva cliente no era ni remotamente suficiente en ese caso.
Habían pasado ocho años, pero él la hubiera reconocido en cualquier parte.
Lilli.
Durante mucho tiempo, la imagen de Lilli había estado grabada en su mente, y en su corazón. Y aunque finalmente hubiera quedado confinada a un oscuro rincón de su alma, allí seguiría, por siempre jamás.
Sorpresa, alegría, rabia… Todos esos sentimientos desencadenaron un torbellino de emociones que lo sacudía por dentro, creando confusión, desconcierto. ¿Por qué estaba allí?
Kullen sintió un violento mareo y tuvo que respirar hondo. Sentía que estaba a punto de desplomarse sobre el escritorio, pero el aire no entraba en sus pulmones.
Se puso en pie como pudo. Era como si estuviera viendo una película, como si su cuerpo perteneciera a otra persona, en otro lugar y tiempo… Se sentía como si aquello fuera un fragmento de un sueño recurrente que todavía tenía de vez en cuando, atormentándolo; un sueño que se rompía en mil pedazos cada vez que abría los ojos.
Pero en ese instante estaba despierto.
¿O no?
—¿Lilli? —susurró, casi sin creérselo.
Una parte de él esperaba que aquella joven lo mirara con ojos escépticos, como si no reconociera el nombre, porque en realidad no había ninguna razón en el mundo para que fuera la mujer que había huido aquella noche, abandonándolo después de haberle pedido que se casara con él. Había desaparecido sin dejar rastro alguno. Nadie sabía adónde se había ido o por qué había dejado la facultad de Derecho de la noche a la mañana.
Pero, sin duda alguna, la mujer que tenía delante era Lilli. No podía ser ninguna otra.
—Hola, Kullen.
La preciosa rubia con la que una vez había planeado pasar el resto de su vida estaba detrás de la silla de cuero, frente a su escritorio.
—¿Puedo sentarme? —le preguntó con una voz suave y melódica que parecía llegarle a través de una nube invisible.
Era como si acabaran de asestarle un golpe fulminante.
Kullen tardó unos instantes en recuperarse, en poner en orden sus pensamientos… Una legión de emociones se había apoderado de su mente.
—Sí. Siéntate, por favor.
Teniendo en cuenta las circunstancias, era un milagro que pudiera articular palabra.
Señaló la silla de cuero y se sentó lentamente. Era increíble que, a pesar de su diminuta estatura, Lilli llenara toda la habitación con su sola presencia.
No podía quitarle los ojos de encima y una parte de él todavía esperaba verla esfumarse en el aire en cualquier momento, como si fuera un sueño.
Pero no era un sueño. Respirando hondo, Kullen consiguió serenarse un poco y puso el piloto automático, tratándola como a cualquier otro cliente, haciéndole las preguntas rutinarias. Tenía que hacer todo lo posible por deshacerse de aquel sentimiento que lo mantenía prisionero dentro de sí mismo.
—¿Te apetece algo de beber? —le preguntó, mirando hacia la mesita que estaba en un lateral—. ¿Café? ¿Un té? ¿Agua?
Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias. No tengo sed.
Él asintió con la cabeza y volvió a sentarse.
—Muy bien. ¿Por qué no me dices qué quieres? —le preguntó.
Kullen se detuvo antes de decir nada más. Haciendo un gran esfuerzo, se tragó la amargura que le atenazaba el pecho. Se puso erguido e hizo la única pregunta que tenía lógica en ese momento.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lilli?
Lilli bajó la vista. Sabía que tenía todo el derecho de rechazarla, pero, si lo hacía, entonces no sabría qué hacer.
«Empezar de nuevo, igual que la otra vez…», se dijo.
A lo largo de esos años había descubierto una fuerza dentro de sí misma que jamás había creído tener. Era increíble que una persona tan pequeña e indefensa la hubiera hecho cambiar tanto. Era una superviviente.
—He venido a pedirte ayuda —le dijo.
Aquellas palabras atravesaron el corazón de Kullen.
Sin embargo, también quería saber qué la había hecho volver después de tanto tiempo. ¿Cómo se atrevía a pedirle ayuda después de ocho años, como si nada hubiera pasado?
Entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.
Hubiera dado su vida por ella. Ella tenía que saberlo. Y, sin embargo, se había marchado sin más. Se había burlado de él y lo había abandonado como a un perro.
Los segundos se hicieron interminables. Él guardaba silencio, mirándola.
—¿Entonces todos los demás hombres del mundo han muerto?
Ella le miró fijamente, confusa. Aquella pregunta no tenía sentido alguno.
—¿Disculpa?
—Así me hiciste sentir cuando te marchaste. Me hiciste sentir que no querías volver a verme aunque fuera el último hombre sobre la faz de la Tierra. Dado que estás aquí, imagino que todos los hombres del planeta deben de haber sido exterminados repentinamente, aunque también tengo que decir que eso es bastante improbable. Hace sólo unos minutos me crucé con unos cuantos por el pasillo —se encogió de hombros con indiferencia—. Supongo que debo de haberme perdido el apocalipsis que ha tenido lugar en los últimos diez minutos —se inclinó sobre el escritorio y bajó la voz—. ¿O es que ha pasado hace unos segundos?
Lilli se encogió por dentro. Sabía que no podía esperar otra cosa y, de hecho, esperaba más. Se había visto engullida por los acontecimientos y eso la había hecho portarse muy mal con él.