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En este libro, Hans Joas desarrolla los fundamentos de una nueva teoría sociológica de la religión, analizando las teorías existentes desde el siglo XVIII hasta nuestros días. A través de una lectura crítica de textos clave de disciplinas empíricas como la historia, la psicología y la sociología de la religión, incluidas las obras de Hume, Herder, Schleiermacher, James, Durkheim y Troeltsch, Joas presenta una comprensión de la religión que sienta las bases para un estudio exhaustivo de las opiniones de Max Weber sobre el desencantamiento. Después de deconstruir el uso altamente ambiguo que Weber hace de ese concepto, Joas propone una alternativa a las narrativas de «desencantamiento» y «secularización» que han dominado los debates sobre el tema. Construye una interpretación novedosa que tiene en cuenta las dinámicas de sacralización, su evaluación normativa a la luz de una moral universalista y los peligros de su apropiación en procesos de formación de poder. Construido sobre la experiencia humana de la autotrascendencia, más que sobre la cognición humana o los discursos culturales, «El poder de lo sagrado» desafía tanto a creyentes como a no creyentes a repensar las características definitorias de la modernidad occidental.
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Seitenzahl: 914
HANS JOAS
El poder de lo sagradO
Una alternativa al relato del desencantamiento
Traducción de RAMÓN ALFONSO DÍEZ ARAGÓN
Título original: Die Macht des Heiligen. Eine Alternative zur Geschichte von der Entzauberung
Traducción: Ramón Alfonso Díez Aragón
Diseño de cubierta: Stefano Vuga
Edición digital: Martín Molinero
© 2017, 2019, Suhrkamp Verlag AG, Berlín
© 2023, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-4786-0
1.ª edición digital, 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. ¿Historia de las religiones como crítica de la religión? David Hume y sus consecuencias
Un avance metodológico
Cuatro tesis sobre la historia de las religiones
Las consecuencias
2. La experiencia religiosa y la teoría de los signos
El giro hacia la experiencia en el estudio de la religión
Excurso: ¿Schleiermacher como fuente?
La interpretación de la experiencia religiosa: Josiah Royce
3. El rito y lo sagrado. Sobre la antropología de la formación de ideales
El giro hacia el rito
¿Del totemismo a la religión secular?
Los antecedentes de la teoría del rito de Émile Durkheim
La persistencia de lo ritual
4. ¿Diversidad de la formación de ideales o proceso de desencantamiento? Los intentos de síntesis de Ernst Troeltsch y Max Weber
Una sociología histórica del cristianismo: las Soziallehren de Ernst Troeltsch y la pregunta por los efectos de las innovaciones religiosas
Max Weber y el relato del desencantamiento
Un intento de sistematización
5. La trascendencia como sacralidad reflexiva. La «era axial» como cesura en la historia de las religiones
Karl Jaspers: comunicación sobre la trascendencia
La era axial: el sintagma, la idea, la relevancia
Excurso: la reactivación de la historiografía universal cristiana por Lasaulx
La era axial y el Estado arcaico
Reflexividad y sacralidad
6. Relaciones de tensión. Una nueva interpretación de la «Consideración intermedia» de Max Weber
La «Consideración intermedia» de Weber: una nueva interpretación
Consecuencias
7. Lo sagrado y el poder. La autosacralización colectiva y las formas de superarla
La sacralización como fenómeno antropológico
Un esbozo histórico
Una conclusión normativa
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE DE NOMBRES
ÍNDICE ANALÍTICO
NOTAS
INFORMACIÓN ADICIONAL
Es una buena tradición ofrecer en el prólogo de un libro una breve información sobre las instituciones y las personas que han contribuido a hacerlo realidad, y saldar de este modo un poco la deuda de gratitud acumulada. También se pueden proporcionar fácilmente algunos datos sobre la génesis del libro, con la esperanza de que sean útiles para comprenderlo mejor.
Desde la perspectiva institucional, el punto de partida de esta obra puede identificarse claramente: se encuentra en las conferencias que impartí en el semestre de verano de 2012 en la Universidad de Ratisbona bajo el título «Sacralización y secularización». El marco para estas conferencias lo proporcionó la condición de profesor visitante —siendo el primer académico que desempeñó este cargo— de la Fundación Joseph Ratzinger - Benedicto XVI. Expreso mi agradecimiento a la fundación y a la Facultad de Teología Católica de la Universidad de Ratisbona por la invitación, y a mis colegas Bernhard Laux y Erwin Dirscherl, así como a Florian Schuller, director de la Academia Católica de Baviera, por su hospitalidad y apoyo durante mi estancia. Inmediatamente antes de las conferencias de Ratisbona di en Múnich una de las charlas, invitado por Heinrich Meier, director de la Fundación Carl Friedrich von Siemens. También les expreso cordialmente mi gratitud a él y al coorganizador del ciclo de charlas sobre «Religión y política», Friedrich Wilhelm Graf.
Cuando aún me encontraba colaborando en el FRIAS, el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Friburgo de Brisgovia, pude presentar en otoño de 2013 una versión más desarrollada del ciclo de conferencias, en el marco del currículo de la Facultad de Teología de la Universidad de Basilea. Aquí expreso mi agradecimiento no solo a los estudiantes, sino sobre todo a mi anfitrión, el teólogo protestante Georg Pfleiderer. He expuesto en público algunas partes de las conferencias en otras ocasiones, que, sin embargo, son demasiadas para enumerarlas aquí en detalle. Por ello mencionaré solo otros dos contextos institucionales en los cuales pude presentar y debatir varios capítulos de forma preliminar. En el invierno de 2012 tuve la oportunidad de hacerlo en calidad de William James Scholar en la Universidad de Potsdam, gracias a una invitación de Logi Gunnarsson y Hans Peter Krüger, del Instituto de Filosofía de dicha universidad. Finalmente, en marzo de 2016 y en marzo de 2017 acepté una invitación de la Universidad Radboud de Nimega, en los Países Bajos, para exponer el conjunto de mi pensamiento en el marco de seminarios organizados por la Fundación Tomás Moro. Doy las gracias al director de la fundación, Joost van der Net, y a Jean-Pierre Wils (Nimega) en representación de todos los demás participantes.
Al mencionar mi condición de profesor invitado en Ratisbona, he sentido una ligera vacilación. Por supuesto, soy consciente de que en la vida intelectual en Alemania, pero no solo en este país, hay un gran escepticismo en muchas personas hacia el cristianismo o hacia toda religión, hacia la teología como ciencia, el marco institucional de las Iglesias —especialmente la Iglesia católica— y el pensamiento y la obra del papa Benedicto XVI. Mi vacilación se debe a la preocupación de que algunos puedan dejar de leer este libro en este punto, es decir, en el prólogo, o al menos no se sitúen sin prejuicios frente a todas las explicaciones siguientes. La información que he ofrecido permite atribuir fácilmente este libro, que aborda de forma muy crítica la concepción del desencantamiento en Max Weber e intenta presentar el esbozo de una alternativa, a motivos religiosos desde el primer momento y, por tanto, clasificarlo de este modo. También por esta razón he decidido agarrar el toro por los cuernos y analizar la relación entre el estudio científico de la religión y la fe religiosa desde el principio y de forma detallada en los primeros capítulos.
La conexión entre este libro y algunas de mis publicaciones anteriores es estrecha y evidente. En el libro Glaube als Option. Zukunftsmöglichkeiten des Christentums [La fe como opción. Posibilidades de futuro para el cristianismo], que vio la luz en 2012, expuse, entre otras cosas, una crítica de la llamada teoría de la secularización y las consecuencias de dicha crítica para nuestra comprensión de la modernidad y la modernización. Mi crítica no niega en modo alguno el fenómeno de la secularización, pero cuestiona radicalmente su necesidad o inevitabilidad histórica. En contraste con ello, mi libro Die Sakralität der Person. Eine neue Genealogie der Menschenrechte [La sacralidad de la persona. Una nueva genealogía de los derechos humanos], publicado en 2011, apuntaba a una sacralización que ha ido cobrando fuerza desde finales del siglo XVIII: la de la «persona», tal y como es reconocible en la historia de los derechos humanos. En otros trabajos, especialmente los dedicados a la llamada «era axial», que han sido incorporados al capítulo quinto de este libro, he estudiado una transformación histórica fundamental en el carácter de lo sagrado. Sobre esta base, me sentí desafiado pero también equipado para afrontar las relevantes y extraordinariamente influyentes ideas de Max Weber sobre la preparación de la secularización y la racionalización moderna en la historia de las religiones. Al proceder de este modo, me sitúo en los hombros de los grandes pensadores del pragmatismo americano, del fundador de la sociología francesa Émile Durkheim y de Ernst Troeltsch, el viejo amigo y rival de Weber. Más recientemente han influido en mí tres importantes sociólogos que siguieron muy de cerca a Max Weber, pero que a menudo divergen ampliamente de él en sus presentaciones y conclusiones concretas: Robert Bellah, Shmuel Eisenstadt y David Martin. Me siento estrechamente vinculado y agradecido a ellos. Mi estudio de los escritos de Charles Taylor, realizado desde hace varias décadas, también se puede percibir de nuevo en este libro, aunque difiero claramente de él en cuanto a la concepción del desencantamiento.
Tengo contraída una deuda de gratitud muy especial con los amigos y colegas que me dieron valiosos consejos sobre el manuscrito completo o sobre partes de él. Me refiero al teólogo (y antiguo obispo protestante) Wolfgang Huber (Berlín), el filósofo Matthias Jung (Coblenza) y el sociólogo Wolfgang Knöbl (Hamburgo). Johannes Weiß (Kassel), experto en Weber, ha leído y hecho comentarios valiosos a las partes de los capítulos cuarto y sexto relacionadas con Weber. El filósofo Dieter Thomä (San Galo) aportó hace algunos años un impulso que ha resultado importante para el capítulo sexto, pues sostenía que la teoría que expuse en el libro Die Entstehung der Werte [El origen de los valores] de 1997 pedía a gritos que se la convirtiera en referencia para una nueva interpretación de la «Consideración intermedia»* [«Zwischenbetrachtung»] de Max Weber. Le agradezco mucho esta sugerencia y la lectura crítica de mi correspondiente ensayo interpretativo. En la fase final del trabajo, el Instituto Sudafricano de Estudios Avanzados (STIAS) de Stellenbosch volvió a ofrecerme unas condiciones de trabajo excelentes, como ya hiciera en 2011; aprovecho esta circunstancia para expresar mi agradecimiento. Desde 2014, mi trabajo ha sido generosamente apoyado por la Fundación Porticus, y desde el 1 de enero de 2016 también por los fondos del Premio de Investigación Max Planck; a ambas instituciones quiero darles las gracias especialmente en este momento. Me gustaría agradecer a mi colaboradora Mechthild Bock su siempre fiable y esmerada realización de todos los trabajos que le encomiendo, a Eva Gilmer, de la editorial Suhrkamp, y a Christian Scherer.
Por último, dirijo mi agradecimiento a mi esposa Heidrun; compartir con ella las alegrías y las penas de la vida es el mayor de los regalos.
Este libro es un intento de «desencantar» uno de los conceptos clave de la autocomprensión de la modernidad: el de desencantamiento [Entzauberung]. Este término, como se demostrará, es profundamente ambiguo, al igual que los conceptos contrarios, como encantamiento y reencantamiento, que entraron en circulación después de que aquel fuera acuñado. Esta ambigüedad puede desconcertar y, de hecho, ha suscitado confusión muchas veces. Y dado que se transmite inadvertidamente junto con el propio término, también puede ser un medio para crear una falsa univocidad. Es lo que sucede cuando se narra la historia de un proceso paulatino de desencantamiento que se extiende a lo largo de milenios; si mi argumentación es correcta, hoy no podemos seguir narrando sin más esa historia. Por lo tanto, necesitamos una alternativa a ella, o tal vez varias: nuevas narrativas de la historia de las religiones en su vinculación con la historia del poder, que puedan ocupar el lugar del relato del desencantamiento.
El concepto de desencantamiento está asociado al nombre de Max Weber más estrechamente que al de cualquier otro pensador y estudioso. En una parte estratégicamente central de este libro trataré el uso weberiano de este concepto, y la problemática que suscita, en detalle y leyendo atentamente los textos que el sociólogo de Érfurt le dedica. Sin embargo, un examen crítico de Weber no es en modo alguno suficiente para esbozar una alternativa. Para ello, además de los numerosos hallazgos empíricos, debemos tener en cuenta también las tentativas de otros pensadores del pasado. A pesar del predominio de las narrativas de la secularización y el desencantamiento —que, naturalmente, no deben equipararse entre sí, pero que tampoco son completamente independientes una de otra—, estas nunca han estado exentas de oposición y de rechazo. Por lo tanto, quien quiera desarrollar de forma coherente una alternativa de este tipo debe enlazar con los motivos justificados en las observaciones de esos otros pensadores.
Esto también es necesario porque la crítica a Weber en este punto, al menos según mi experiencia personal, se atribuye con demasiada facilidad a sus supuestos motivos religiosos. Weber aparece entonces como prototipo del pensador sobrio y contrario a entelequias que solo es contradicho por quienes no son capaces del mismo grado de sobriedad y heroica renuncia a todo embellecimiento de la realidad. Sus intentos impotentes o arrebatados, vistos desde esta perspectiva, solo pueden recaer sobre sí mismos. Pero ¿están realmente enfrentados la ciencia y la fe, el realismo y la ensoñación, la racionalidad y la disposición a sacrificar el intelecto? ¿No desempeñan también un papel importante en Weber y en otros representantes del relato del desencantamiento los motivos específicamente religiosos o antirreligiosos? ¿Pueden extraerse sin más de los hechos narrativas de tal magnitud y confirmarse o refutarse claramente con ellos? ¿Se habría defendido así alguna vez el propio Max Weber? ¿En qué medida son posibles las ciencias de la religión si es indiscutible que los motivos religiosos o antirreligiosos desempeñan necesariamente un papel constitutivo en ellas?
Con el fin de abordar estas cuestiones y, a la vez, de hacer justicia al potencial de las sugerencias de la historia de las ideas para suscitar una posible alternativa al relato del desencantamiento, el presente libro empieza tratando cuestiones muy fundamentales. Los tres primeros capítulos se centran en los problemas que plantea el estudio científico de la religión en general en los ámbitos de tres disciplinas. El capítulo primero está dedicado a la historiografía, el segundo a la psicología y el tercero a la sociología. Para evitar pretensiones enciclopédicas, cada uno de los tres capítulos se limita en esencia a una constelación intelectual, lo cual me parece especialmente instructivo en una mirada retrospectiva a la historia de las ciencias. En concreto, considero en primer lugar el más temprano de estos casos, a saber, el intento que realizó el gran filósofo e historiador escocés David Hume a mediados del siglo XVIII de concebir una historia universal de las religiones con base empírica prescindiendo de todo supuesto teológico. A renglón seguido, me centro en el que indiscutiblemente es el documento clásico fundacional de la psicología empírica de la religión: la rica fenomenología de las experiencias religiosas individuales presentada por el filósofo y psicólogo pragmático estadounidense William James en los primeros años del siglo XX, que sigue siendo inspiradora en muchos aspectos. Para la génesis de un estudio específicamente sociológico (y también etnológico-antropológico) de la religión, la situación no es tan clara como en los otros dos casos por lo que respecta a la constelación que debe debatirse. He optado por centrarme en el discurso sobre el significado de los ritos colectivos, que se desarrolló principalmente en Francia y que lleva desde el historiador Numa Denis Fustel de Coulanges hasta su alumno, el clásico de la sociología francesa, Émile Durkheim, y su obra maestra de 1912 sobre la religión de los aborígenes australianos y los indígenas norteamericanos, un texto fundamental para la sociología de la religión.
Huelga decir que los orígenes de los tres casos tratados se encuentran en las fases fundacionales de las disciplinas científicas modernas, es decir, en un momento en que no había aún una delimitación firmemente establecida de las disciplinas entre sí. El programa historiográfico de David Hume, por ejemplo, está fuertemente basado en una (determinada) teoría psicológica. En lo que sigue no me interesa expresamente lo relativo a la historia de las disciplinas en cuestión ni tampoco la formación de una disciplina independiente llamada Ciencias de la Religión o Religión Comparada. Me centro más bien en tres casos ejemplares que nos permiten debatir, en contextos muy diferentes, la cuestión fundamental de la posibilidad de hacer afirmaciones científicas sobre la religión y, al mismo tiempo, reunir elementos de una teoría más completa. Para alcanzar estos dos objetivos es necesario ir más allá del autor central en cada caso y de su obra y tener en cuenta, al menos hasta cierto punto, a sus oponentes —implícitos o explícitos—, predecesores y sucesores; este es el motivo por el que hablo de «constelaciones». Por ello, en el caso de la historiografía examino a fondo también la recepción de Hume por parte de Johann Gottfried Herder, ya que este, en su condición de cristiano, retomó productivamente y de forma muy instructiva el proyecto de Hume —que había estado motivado por el escepticismo hacia la religión— y lo prolongó. En el caso de la psicología es necesario mirar tanto hacia atrás como hacia delante desde William James. Hay que mirar hacia atrás porque en los círculos teológicos se data de buen grado la innovación metodológica de James cien años antes y se atribuye a los discursos de Friedrich Schleiermacher de 1799 sobre la religión dirigidos «a sus menospreciadores cultivados». Y hay que mirar hacia delante porque la psicología de James era percibida ya por sus contemporáneos como unilateral e insuficiente para la interpretación, por parte de los propios sujetos, de sus experiencias humanas más intensas. Un colega y amigo de James en la Universidad de Harvard, el filósofo Josiah Royce, que todavía hoy es casi desconocido en Europa, emprendió en sus últimas obras un intento —que en una mirada retrospectiva parece verdaderamente sensacional— de superar estas insuficiencias mediante una teoría de los signos, es decir, por medio de la semiótica. En el tercer caso, el de la sociología, se trata de todos modos del desarrollo gradual de un enfoque metodológico en una disciplina en vías de formación. Presento este enfoque de una manera que se aleja mucho de la interpretación convencional de Durkheim; la comparación con intentos posteriores de elaborar una teoría del rito permite mostrar más claramente el perfil de la aportación de Durkheim y poner de relieve su permanente significado para una antropología de la formación de ideales.
De estos tres capítulos surgirá una primera imagen que sitúa el origen de la religión en experiencias humanas históricamente ubicadas de algo que es percibido como sagrado, experiencias que solo podemos entender de forma adecuada si las anclamos en una psicología del yo transformada semióticamente, las pensamos encarnadas en prácticas y no las limitamos en sentido individualista. Es cierto que esta fórmula condensada no puede entenderse aún del todo en este momento. Pero su mención anticipada señala ya que las alternativas a las formas de pensamiento de una crítica naturalista de la religión surgieron pronto y que la historia de esta crítica se encuentra en interacción con otras formas de pensamiento que tratan de hacer justicia a la ciencia y a la religión al mismo tiempo.
En el capítulo cuarto me ocupo por primera vez de Max Weber y del relato del desencantamiento, pero tampoco en este capítulo se trata solo de eso. Durante todo el siglo XIX, las ciencias de la religión experimentaron un amplio desarrollo gracias a la investigación histórica, psicológica y sociológico-etnológica y proporcionaron una gran cantidad de conocimientos. Esto hizo que aumentara la necesidad de reorganizar este conocimiento acumulado, pero también fragmentado, en clave tanto histórica como de diagnóstico de la época. Sostengo que los dos intentos de síntesis más vigorosos fueron acometidos por dos eruditos que mantuvieron un estrechísimo intercambio intelectual entre ellos, viviendo incluso en la misma casa de Heidelberg durante algunos años decisivos: Max Weber y Ernst Troeltsch. De ambos se puede afirmar que sus geniales intentos de síntesis inscribieron las dinámicas de la historia de las religiones en una historia más amplia —y matizada— de los desarrollos políticos, económicos, sociales y militares. Para referirme a esta historia más amplia utilizo en este libro la expresión «historia del poder», basada en la historia universal sociológica en varios volúmenes de Michael Mann, que tiene como hilo conductor cuatro fuentes del poder social.1 Mientras que hoy muchos consideran que estos dos eruditos (Weber y Troeltsch) están muy cerca el uno del otro en todos los aspectos, yo veo importantes diferencias entre ellos desde la perspectiva de la historia de las religiones y, más aún, desde el punto de vista de un diagnóstico de la época centrado en la religión y por lo que respecta a las expectativas de futuro. Se puede hablar de dos síntesis alternativas. Por ello, antes de abordar a Weber, utilizaremos la sociología histórica del cristianismo de Troeltsch para desarrollar una visión de la historia que, partiendo del hecho empírico de la aparición de nuevos ideales, presenta la historia del cristianismo como una alternancia de procesos de sacralización y desacralización, y explica el carácter y el objeto de estos procesos esencialmente a partir de la historia del Estado. Con ello —y con los elementos reunidos en los tres primeros capítulos— se ofrece también un modelo que permite destacar las peculiaridades de las ideas de Weber y a través del cual se pueden valorar tales ideas críticamente.
Tanto en la sociología de Max Weber, enmarcada en la historia universal y teológicamente bien informada, como en la teología histórica de Ernst Troeltsch, que buscaba cada vez más fundamentos psicológicos y sociológicos, pudo parecer a principios del siglo XX que los enfoques religioso-teológico y secular-científico entraban en el intercambio más fructífero. Pero esto volvió a cambiar pronto, por cuanto que los impulsos de Weber y Troeltsch no encontraron el eco que merecían. Si bien es cierto que Max Weber se ha convertido en el mayor e indiscutido clásico de la sociología, a medida que esta disciplina se alejaba cada vez más de la historia se abrió un abismo entre el profundo respeto hacia Weber y el número de obras que de hecho perseguían un programa similar. En el capítulo sexto propongo una explicación para este estado de cosas. Por lo demás, este abismo no se ve seriamente franqueado por los numerosos estudios que se basan en buena medida en las investigaciones de Weber sin tener suficientemente en cuenta el estado de la investigación —que ha cambiado desde entonces— o que incluso simplemente canonizan sus afirmaciones. La situación es aún más desconcertante por lo que respecta a Ernst Troeltsch. Como reacción a la Primera Guerra Mundial, en la teología protestante alemana se produjo una reorientación de gran alcance, más tarde incluso intensificada, para la que se acuñó el término «revolución antihistórica».2 Esto hizo más difícil la continuación del trabajo sobre el programa de Troeltsch en su disciplina madre; y los estudiosos de otras disciplinas se abstuvieron de proseguirlo porque se estableció la impresión —plausible solo superficialmente— de que se trataba de una mera variante incoherente del programa fuertemente perfilado de Max Weber.
Esto hay que mencionarlo aquí porque la posición argumentativa del capítulo siguiente (el quinto) depende de la comprensión de esta complicada situación. Este desarrollo pudo reforzar una duda que muchos pensadores religiosos habían tenido antes, a saber, que la investigación empírica de carácter histórico, psicológico y sociológico-etnológico es apropiada cuando se trata de religiones «primitivas» o «arcaicas», pero no tiene nada que aportar a la comprensión de la verdadera religión basada en la auténtica revelación divina, es decir, la religión judía o cristiana. Para muchos pensadores laicos, tal objeción es, por supuesto, absurda; a menudo ni siquiera trazan un límite preciso entre las religiones reveladas y las demás, porque para ellos la idea de una revelación divina no difiere cualitativamente de las «entelequias» de otras religiones. Esto no se aplica a Troeltsch y Weber (y a algunos otros), que con un concepto como el de «religiones de redención» intentaron hacer justicia a la profunda diferencia empírica entre estas religiones y las demás. Mi tesis afirma ahora que, por motivos religiosos o antirreligiosos muy diferentes, se desarrolló en el siglo XX un discurso precisamente sobre esta cuestión y bajo el sintagma clave «era axial». Este discurso aborda la cuestión de cuándo y dónde en la historia de la humanidad, en qué condiciones y con qué consecuencias, tuvo lugar una transformación fundamental en la comprensión de lo sagrado, como resultado de la cual, en conexión con un aumento fundamental de la reflexividad, surgió un concepto de trascendencia en el sentido de un profundo abismo con respecto a todo lo terrenal. Las consecuencias político-sociales de la desacralización de las estructuras del poder político y de la desigualdad social son decisivas para esta transformación fundamental. El capítulo quinto presenta la amplia variedad de tales enfoques intelectuales, resume el estado del conocimiento empírico en este ámbito y desarrolla a partir de él un concepto de trascendencia como sacralidad que se ha vuelto reflexiva. Estas consideraciones proporcionan también otro componente importante para una alternativa al relato del desencantamiento.
Ya esta breve referencia a los efectos desacralizadores de una religión que ha devenido moralmente exigente implica una ruptura con todas las nociones de un curso lineal de la historia. Basados en parte en Max Weber, en parte en Émile Durkheim, pero a veces bastante despreocupados de su verdadera línea de pensamiento, muchos diagnósticos de la época presuponen, sin embargo, precisamente tal trayectoria lineal. El capítulo sexto trata de los tres «peligrosos conceptos procesuales» más influyentes: el concepto de racionalización, tomado de Max Weber; el concepto de diferenciación funcional progresiva, tomado de Herbert Spencer, Georg Simmel y Émile Durkheim; y el concepto de modernización, que lo domina todo actualmente y que surgió en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. La reflexión sobre las consecuencias —que en su mayoría pasan desapercibidas— del uso de estos conceptos hace posible una nueva interpretación de la famosa «Consideración intermedia» [«Zwischenbetrachtung»] de Weber, que la libera de la interpretación tradicional, arraigada en las teorías de la diferenciación. De este modo se muestra que Weber habla de una amplia variedad de relaciones de tensión fundamentalmente distintas que no pueden reducirse a las nociones de «racionalización» y «diferenciación». Con ello se despeja finalmente el campo para esbozar una alternativa al relato del desencantamiento.
El capítulo séptimo, que ofrece ese esbozo, empieza de nuevo por lo fundamental e introduce brevemente las ideas centrales de una teoría de lo sagrado o, respectivamente, de los procesos de sacralización que he presentado en otros libros, pero les añade otra idea: la de la autosacralización como un peligro asociado a toda sacralización. A partir de la tensión entre las exigencias de la trascendencia como sacralidad que se ha vuelto reflexiva y las tendencias a la autosacralización se puede elaborar una imagen de la historia de las religiones que haga justicia al potencial que tienen las religiones tanto de ser críticas con el poder como de apoyarlo. El poder de lo sagrado se muestra tanto en la legitimación como en el cuestionamiento del poder político y social, porque la vinculación de los seres humanos con lo sagrado, tal como lo experimentan, representa una de sus fuentes de motivación más vigorosas. Expresada de un modo tan general y abstracto, esta afirmación puede parecer trivial. Por supuesto, debe demostrar su validez en la aplicación a cada uno de los objetos en cuestión. El capítulo séptimo no proporciona nada más, pero tampoco nada menos, que el esbozo de dicha historia.
Hasta aquí un breve avance del curso de mi argumentación. En esta introducción presentaré brevemente otros dos aspectos de esta temática. Por un lado, están las razones por las que me parece importante precisamente hoy en día una imagen de la historia de las religiones que no esté orientada hacia el hilo conductor del «desencantamiento» y, por otro, está la relación entre el estudio científico de la religión y un lenguaje de fe apropiado para la situación contemporánea.
Los debates sobre la religión en la actualidad —como argumenté en mi libro Glaube als Option3 [La fe como opción]— se caracterizan por el hecho de que las dos pseudocertezas que más influyeron en los siglos XIX y XX han perdido su credibilidad. Los creyentes no pueden ya hacer valer por más tiempo que los procesos de secularización han llevado a la pérdida de toda moral, porque la realidad de las sociedades altamente secularizadas no ha confirmado esos temores. Los no creyentes no pueden interpretar ya su alejamiento de toda religión como un paso de vanguardia hacia un futuro hacia el que la historia humana tiende por sí misma. Si mi análisis es correcto, se abren nuevas posibilidades de diálogo entre creyentes y no creyentes, pero también se plantean cuestiones totalmente nuevas. Entre ellas se encuentra, en primer lugar, la pregunta por las causas de los procesos de secularización, pues estos no pueden ser interpretados ya como una consecuencia evidente de los procesos de modernización y, por tanto, no pueden ser vistos siempre como algo ya explicado. Ahora bien, el intento de encontrar una explicación adecuada hace que los individuos y las organizaciones aparezcan necesariamente como actores con objetivos e ideas; dicho de otro modo: nos sitúa frente a la secularización como proyecto.4 En este proyecto, las ciencias han desempeñado siempre un papel central, ya sea en el sentido de la refutación científica de enseñanzas religiosas específicas, ya sea en el sentido de una explicación científica de la existencia del fenómeno de la religión en general, percibido como misterioso. Hoy hemos llegado a un punto en el que las dos ideas que han dominado durante mucho tiempo deben ser objeto de estudio histórico ellas mismas: tanto la tesis de que la religión es indispensable antropológicamente, lo cual afecta a la conexión entre la religión y la moral, como las ideas pretenciosas según las cuales resulta posible explicar la religión científicamente y, por tanto, también hacerla ineficaz y superflua. Más allá de esta nueva historización que ha devenido necesaria se encuentra la cuestión, abordada en este libro, de unas ciencias de la religión que no se caractericen por la infructuosa dicotomía entre un estudio científico supuestamente libre de presupuestos y un estudio teológico de la religión supuestamente basado en presupuestos no probados e indemostrables. Esta dicotomía es reemplazada aquí por la conciencia de que todos los compromisos humanos con valores y todas las convicciones constitutivas de identidad se basan en experiencias situadas históricamente. Pero esto no es suficiente, por supuesto; esta conciencia no ahorra a nadie la tarea de presentar argumentos que justifiquen cada toma de posición evaluativa. Pero sí cambia nuestra actitud en tales discursos argumentativos, nuestras expectativas sobre ellos y también nuestra disposición a reconocer los límites de la justificabilidad argumentativa y a reflexionar sobre las posibilidades de una comunicación razonable que no satisfaga las estrictas exigencias de la argumentación racional.
En medio de este cambio de la situación discursiva, en el que son pocos los que esperan que la secularización siga avanzando, el relato del desencantamiento puede ser pensado todavía como antecedente de la historia en extremo contingente de la secularización de algunos países europeos, pero ya no como un preludio de algo que alcanzará validez universal. Por consiguiente, las reacciones al desencantamiento y a la secularización serán, necesariamente, muy diversas en las constelaciones de poder globales y no pueden ser simple y exclusivamente imitativas o de recuperación. Espero que el intento realizado en el presente libro de examinar tanto la historia del estudio científico de la religión como la historia de la misma religión de una manera que no esté ya condicionada por la narrativa del desencantamiento suscite el interés incluso de aquellos que en última instancia se adhieren a Weber y su narrativa.5
Por último —y muy brevemente en este punto—, una reflexión sobre la cuestión de un lenguaje apropiado para la fe, apropiado a la luz del estudio académico de la religión. Una ciencia naciente como la sociología podría ser percibida como una gran amenaza para la fe, al igual que la psicología o la ciencia histórica que destruye mitos. El mismo año en que William James publicó su gran obra de psicología no reduccionista de la religión, Lev Tolstói escribió un cuento titulado «La restauración del infierno por la Iglesia». En él, un demonio se gloría de que se le ha ocurrido la idea de impedir que las personas orienten su vida según las enseñanzas de Jesús susurrándoles que «toda doctrina religiosa, incluida la cristiana, es un error y una superstición, y que solo pueden orientarse sobre la forma correcta de vivir mediante una ciencia que he ideado para ellos, que se llama sociología, cuyo estudio se reduce a saber lo malamente que se vivía en otros tiempos».6 Una ciencia que se considera superadora de la fe y una fe que solo se siente amenazada por la ciencia: estas eran las dos caras de la misma moneda. Algo parecido sucede cuando, en la teoría política, los pensadores laicos se permiten decidir sobre la «admisibilidad» de las tomas de posición motivadas o incluso justificadas desde la religión en los debates públicos y, a la inversa, cuando los creyentes eluden justificar sus ideas políticas de una forma que podría convencer a los no creyentes y, en cambio, recurren a los meros medios de poder para alcanzar sus objetivos. A pesar de todos los peligros que siguen surgiendo de las distorsionadas percepciones mutuas de los creyentes de diferentes religiones, o de los creyentes y los no creyentes, veo en el cambio de la situación intelectual una oportunidad importante para que se abra una esfera en la que todos puedan articular sus experiencias y supuestos, y relacionarlos entre sí.7 No sostengo esto en el sentido de una subestimación ingenua de los conflictos y riesgos de tales intentos. Es precisamente de los creyentes religiosos, por ejemplo en las tradiciones cristianas, de quienes se espera mucho; se trata de creyentes que hasta ahora han interpretado su fe en términos concordes con un sistema doctrinal. La comprensión de la religión que se desarrolla aquí los motiva a articular su fe de una manera nueva sin perder la continuidad con las formas tradicionales. El razonamiento que aquí se va a desarrollar requiere que las mentes laicas se despidan de una imagen de la historia que ha penetrado en capas profundas de la autocomprensión de muchos, no de todos: la concepción de la historia como un proceso imparable y progresivo de desencantamiento.
¿Historia de las religiones como crítica de la religión? David Hume y sus consecuencias1
Actualmente, nos parece normal hacer de la religión un objeto de investigación científica y de teorización. Al igual que cualquier otro ámbito de la vida humana puede convertirse en tema de análisis histórico, sociológico y psicológico, lo mismo sucede con la religión. Si durante mucho tiempo, por ejemplo, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se prestó relativamente poca atención a escala internacional al estudio científico de la religión, ello no se debió ciertamente a una reticencia a profanar lo sagrado, sino, todo lo contrario, a la valoración generalizada de que la religión había perdido en gran medida su importancia, al menos en el presente. ¿Por qué tomarse la molestia de analizar en detalle algo que estaba en trance de desaparecer en un proceso total de secularización?
Cuando el estudio científico de la religión surgió en Europa, la situación era muy diferente. Hasta el siglo XVIII, nadie hablaba de la «religión» como área de estudio. Un término así, máxime si pretendía englobar la fe cristiana, se consideraba ampliamente escandaloso porque nivelaba las diferencias entre la verdadera fe (es decir, la fe cristiana) y el judaísmo o el islam y, peor aún, lo que tradicionalmente se denominaba con el nombre colectivo de paganismo e idolatría. Hablar de «religión» en un sentido tan amplio presupone en cierto modo un distanciamiento de la propia fe y una conciencia de las afinidades que la vinculan con otras formas. En Inglaterra, en particular, ya en el siglo XVII y principios del XVIII, a causa de las constantes controversias confesionales parece haberse desarrollado cada vez más una abstracción de toda confesión cristiana y, por último, una alternativa a todas ellas.2 Esto había estado precedido por un largo proceso en el que el «descubrimiento» de un «nuevo mundo» había ampliado la conciencia de la diversidad religiosa y la intensificación del estudio filológico de las lenguas clásicas y orientales desde el Renacimiento había profundizado en la comprensión de la historia de las religiones.3 La alternativa adoptó crecientemente los rasgos de una cosmovisión de la inmanencia, es decir, una renuncia a la trascendencia o su rechazo. Sin embargo, tal cosmovisión es el requisito intelectual para un alejamiento consciente de toda religión, para una «opción secular»,4 en relación con la cual todo lo demás pudo convertirse en variantes de algo singular, precisamente de la «religión». Un concepto genérico como ese solo pudo surgir de manera gradual y se percibió como problemático durante mucho tiempo.
Todavía a finales del siglo XIX, el gran indólogo y estudioso del sánscrito Max Müller, catedrático de Oxford de origen alemán, pudo observar que «el propio nombre de “ciencia de la religión” [...] tiene algo de hiriente para algunos oídos».5 Este potencial hiriente residía para los creyentes en que, de este modo, su fe es tratada como un mero fenómeno humano. Ello se incrementa considerablemente cuando las investigaciones científicas pretenden no solo constatar los hechos de la vida religiosa, sino incluso desvelar el misterio que subyace en principio a toda religión. Esto es lo que sucede siempre que los fenómenos religiosos son entendidos como resultado de algo diferente: como «suspiro de la criatura oprimida» u «opio del pueblo» (Marx), como «ilusión» o «proyección» (Freud), como comprensión errónea de los efectos de experiencias extáticas de colectivos humanos (Durkheim) o incluso como mera manifestación de procesos cerebrales (Dawkins). El psicólogo y filósofo estadounidense William James acuñó ya en 1902 para este tipo de explicaciones en la ciencia de la religión el acertado nombre de explicaciones nothing-but;6 según ellas, los fenómenos religiosos, lejos de ser algo en sí, no son «nada más que» consecuencias de fenómenos no religiosos que se manifiestan con rasgos deformados.
Es innegable que la historia del estudio científico de la religión ha estado estrechamente ligada a estos motivos de la crítica a la religión y del secularismo o a su rechazo desde sus inicios. Todavía resuena en nuestro tiempo, por ejemplo, cuando se afirma en los debates de política educativa sobre el lugar de la teología en las universidades (alemanas) que los creyentes son fundamentalmente inadecuados para un análisis científico imparcial de la religión. Toda su forma de pensar, se dice, está tan impregnada de su fe y de los supuestos de esta, para los que no hay pruebas científicas, que no pueden ser candidatos serios para cultivar las ciencias de la religión. Desde luego, los creyentes replican que los secularistas no son en absoluto neutrales ni carecen de presupuestos cuando abordan la religión. Su argumento cobra aún más fuerza cuando se añade que no existe un único laicismo, sino muchas variantes, cada una de las cuales se caracteriza por una oposición específica a formas concretas de religión. Además, como dice otro argumento en contra de la pretensión de unas ciencias de la religión secularistas, podría ocurrir que un acceso al menos imaginario a los fenómenos religiosos fuera un requisito previo útil, si no necesario, para su estudio. ¿Se puede realmente estar «carente de sensibilidad religiosa» cuando se trabaja sobre la religión? En el sentido literal de la palabra, ¿se podría prescindir de la sensibilidad musical al elegir la musicología como campo de trabajo?
Estas observaciones no pretenden alimentar una polémica entre creyentes y no creyentes. Por el contrario, se preguntan por la posibilidad por principio de las ciencias de las religiones, especialmente si consideramos estas ciencias como un lugar en el que los creyentes (por muy diversos que sean) y los no creyentes (por muy diversos que sean) puedan entablar un diálogo fructífero. Ese lugar podría ser la historiografía de las religiones. ¿O esta, en cambio, forma necesariamente parte de la crítica de la religión? Esta es la cuestión que me gustaría abordar en este capítulo.
El avance trascendental hacia una historia universal de las religiones consecuentemente exenta de todo presupuesto teológico y, en este sentido, puramente profana, se debe al filósofo e historiador escocés David Hume. Calificó su libro, que se publicó por primera vez en 1757 y que enseguida obtuvo una amplia difusión internacional, como «la historia natural de la religión» —The Natural History of Religion—, y así presumiblemente señaló ya en el título que la historia de la religión le preocupaba como fenómeno puramente humano («natural», no «sobrenatural») y nada más.7 Sin embargo, no es seguro que esta suposición sea cierta, pues Hume no define en ningún lugar de su obra el concepto de historia natural y no lo usa a lo largo del libro, salvo en el título. Con anterioridad a Hume, el concepto se refería principalmente a trabajos que trataban en su dimensión histórica fenómenos naturales, tales como minerales o fósiles.8 Posteriormente, se usó cada vez más para designar también trabajos que intentaban explicar los fenómenos morales, es decir, culturales, con la ayuda de las condiciones naturales, como el clima. Otros autores entendían la historia natural como una colección de hechos en un campo fenoménico específico y, por ende, como una búsqueda inductiva de leyes naturales; a la inversa, también podía utilizarse para oponer la incalculable diversidad de fenómenos a un modelo teórico idealizado de lo que sería stricto sensu un desarrollo «natural». Algunos de estos usos del concepto «historia natural» encajaban bien con el proceder real de Hume, otros no tanto. Es posible, como sospechaban algunos de sus coetáneos, que Hume no buscara sino provocar, y ciertamente lo consiguió. Uno de sus más firmes opositores, el obispo anglicano Warburton, dijo que el proyecto de una historia natural de la religión tenía tanto sentido como el de una «historia moral de los meteoros» [«moral history of meteors»].9 Sea cual sea el significado exacto del título, es obvio que una historiografía que se emancipe de los presupuestos teológicos se dirigirá históricamente a los orígenes del marco dominante durante mucho tiempo.
Este libro ha sido llamado, con razón, «el inicio del tratamiento científico-social moderno del problema religioso».10 Aunque Hume declara al principio de su libro que «toda la estructura del mundo [...] delata a un autor inteligente» y que «ningún investigador racional puede, después de una seria reflexión, dudar un momento de los principios primarios del teísmo y la religión auténticos» (p. 43), ahora sabemos, basándonos en sus otros escritos y en sus cartas,11 que Hume era, de hecho, profundamente crítico con cualquier prueba de Dios a partir de la naturaleza del mundo; pero por una justificada preocupación por las consecuencias que podría tener para él una postura abiertamente crítica con la religión, como la excomunión de la Iglesia de Escocia, presumiblemente creyó que debía fingir y defender de boquilla el teísmo. Hasta qué punto Hume perseguía indirectamente con su escrito una subversión de los vínculos de fe tradicionales se discute incluso en las obras más recientes sobre él, y más aún, por supuesto, si el efecto tal vez pretendido de su exposición sobre las creencias personales de los lectores puede o debe producirse de forma argumentativamente encubierta. Sin embargo, mucho más importante para nosotros que la cuestión de las convicciones religiosas personales de Hume, sus tácticas editoriales y sus intenciones precisas al escribir la obra, es su nuevo enfoque metodológico, que resulta decisivo para esta obra y —en mi opinión— marca un cambio de época. De acuerdo con él, ya no se puede recurrir más a la «revelación» divina en las ciencias en el sentido de una explicación causal o de una fuente de conocimiento independiente, sino solo como objeto de investigación científica.
Hume fue más allá de la visión habitual de todas las religiones desde el punto de vista del cristianismo y destacó la enorme variedad y diversidad de religiones en el mundo, utilizando este hecho como argumento contra todos los intentos de derivar las religiones «de un instinto original o de una impresión primera de la naturaleza» (p. 43). Por supuesto, esta afirmación sigue siendo ambigua en sí misma. Podría significar que la religión como tal es un fenómeno universal, en cierto modo antropológico, pero que las variantes individuales no pueden derivarse simplemente de la naturaleza compartida por todos los seres humanos. Sin embargo, también puede significar que la religión no es un fenómeno que se encuentre en todos los pueblos sin excepción. Dado que Hume afirma que «se han descubierto algunos pueblos que no tenían sentimiento religioso alguno, si se ha de creer a viajeros e historiadores» (p. 43), rápidamente queda claro que de hecho quería refutar la universalidad de la religión. Con respecto a los pueblos sin religión, probablemente pensaba ante todo en los pueblos aborígenes brasileños como los tupinambás, a los que menciona en otra parte de su obra,12 pero también quizá en China, pues tal idea estaba muy extendida en el siglo XVIII, y contribuyó notablemente a la popularidad del país asiático entre los representantes de la Ilustración. Se dice que Voltaire tenía un cuadro de Confucio sobre su escritorio en Ferney, porque en este pensador veía no a un ateo completo, pero sí a un maestro de la justicia en el Estado y de la sabiduría en el comportamiento humano al margen prácticamente de toda religión. Las referencias de Hume a los pueblos sin religión miran, por supuesto, sobre todo al futuro. Si tales pueblos podían haber existido ya en el pasado, entonces la idea de una vida sin religión en el futuro devenía más plausible.
En este sentido, el proyecto de Hume de una historia natural de la religión formó parte de la génesis de una «opción secular». Prefiero este término al de «secularización» cuando se trata de la fuerza o la debilidad de la fe religiosa, porque ilustra mejor que el secularismo es una opción que se percibe en grados muy diferentes en los distintos países, regiones o medios y junto a la cual permanece la «fe como opción»; la opción secular es, pues, una nueva opción que se añade a la fe, pero que también transforma la fe en una opción más entre varias. Ahora bien, ¿cómo pueden afrontar los creyentes el proyecto de una «historia natural de la religión»? ¿Se da siempre en el ámbito de las ciencias de la religión el conflicto entre creyentes y no creyentes? ¿O existe la posibilidad de una ciencia de la religión que no lo origine? Esta pregunta solo puede responderse de forma concreta prestando atención a lo que dicen los investigadores al respecto, por un lado, y a las reacciones que se han dado de hecho al trabajo pionero de Hume, por otro. Abordaré a continuación estas dos cuestiones.
Las afirmaciones empíricas de Hume pueden resumirse en cuatro tesis. En primer lugar, afirma que una investigación de la historia de las religiones exenta de prejuicios muestra claramente que, aun cuando el monoteísmo sea lo más sensato desde el punto de vista racional, no por eso tiene la prioridad en la historia. «Sería tan razonable imaginar que los hombres habitaron palacios antes que chozas y cabañas o estudiaron geometría antes que agricultura, como afirmar que la divinidad se les presentaba como un puro espíritu, omnisciente y omnipotente, antes de concebirla como un ser poderoso pero limitado, con pasiones, apetitos, miembros y órganos humanos» (p. 46). Hasta entonces, el politeísmo se había interpretado frecuentemente como una forma corrompida de un monoteísmo original, pues se atribuía al ser humano una especie de inclinación natural hacia los contenidos de la fe cristiana certificados por la razón. Hume rechaza por completo esta concepción desde un punto de vista histórico. Para él, el politeísmo es, en casi todos los casos, la forma religiosa original y durante mucho tiempo prácticamente la única aceptada. Con esta tesis histórica, Hume quiere conscientemente asestar un golpe mortal no solo a la imagen bíblica de la autorrevelación de Dios al primer hombre, sino también a la idea, típica de la Ilustración, de una «religión natural» de la humanidad. En este sentido, la Historia natural de la religión no constituye un apoyo a las concepciones de una «religión natural», sino cabalmente su impugnación.
La segunda tesis responde a la pregunta por el fundamento de este politeísmo original si se excluye el conocimiento racional al respecto. Hume tiene claro que esta fe politeísta debe de haber surgido de las pasiones y emociones de los seres humanos, en particular, del «interés por los hechos de la vida y de las incesantes esperanzas y temores que mueven a la mente humana» (p. 52). En las «personas no cultivadas», el lugar decisivo en la vida anímica no lo habrían ocupado la «curiosidad especulativa» ni el «puro amor a la verdad», sino «los sentimientos ordinarios de la vida humana»: «el ansioso deseo de felicidad, el temor a la miseria futura, el terror a la muerte, la sed de venganza, el hambre y otras necesidades». Hume ve la situación de la siguiente manera: los hombres, impulsados por la esperanza, pero aún más por el miedo, «escrutan con temblorosa curiosidad el curso futuro de los hechos e investigan los diversos y contradictorios acontecimientos de la vida humana. Y en este confuso escenario, con ojos aún más confusos y asombrados, comienzan a distinguir las primeras huellas imprecisas de la divinidad» (p. 53). En términos actuales, diríamos que Hume reconoce en las experiencias contingentes de la existencia humana las raíces psicológicas de la religión. Por tanto, atribuye a la religión un papel en el afrontamiento de estas experiencias de contingencia: a través de oraciones, sacrificios y otras formas, el ser humano intenta ganarse el favor de sus dioses o ídolos. Esta conducta se da con especial nitidez allí donde reina el albur: en alta mar, en la guerra o en los juegos de azar.
La tercera tesis atañe a la dinámica de la historia de las religiones. Para Hume, no puede defenderse empíricamente la idea de que la historia de las religiones está regida teleológicamente por un proceso que conduce del politeísmo original al monoteísmo. Ni menos aún, desde luego, lo opuesto. Más bien, cabe verificar un ir y venir entre ambos extremos, una oscilación entre politeísmo y monoteísmo comparable al movimiento de las mareas («lex Hume»).13 Bien es verdad que el monoteísmo surge, en general, de un pensamiento racional; pero la razón suele ser débil y en gran medida impotente frente a las pasiones, y esto es especialmente cierto en el caso de las clases bajas incultas. Por eso es probable que, aun cuando el monoteísmo está oficialmente en vigor, estas clases incultas vuelvan una y otra vez al politeísmo; ya que, para ellas, el monoteísmo no se basa en la razón, sino que resulta de la simple aspiración al dios más fuerte. Esto explica que el politeísmo pueda al menos sobrevivir o incluso ganar vigor de nuevo. Esta idea fue retomada por Edward Gibbon, el gran historiador de la decadencia y caída del Imperio romano, y amigo de Hume, para explicar el origen del culto cristiano a los santos en la Antigüedad tardía.14 Pero ya Hume hablaba en este sentido del culto a María en el cristianismo romano y de la veneración a san Nicolás de Mira (o de Bari) en la ortodoxia rusa. El islam y el protestantismo pueden interpretarse, por tanto, como una reacción contra las deformaciones politeístas.
Por último, la cuarta tesis es especialmente explosiva. Según esta tesis, el politeísmo es, por su propia naturaleza, más tolerante que el monoteísmo, ya que es fácil integrar nuevos dioses en un panteón heterogéneo, mientras que los monoteísmos insisten, por definición, en no permitir el culto a ningún otro dios. En vista de su tendencia a suprimir o destruir las religiones competidoras y de las tendencias divisorias, misioneras y expansivas inherentes a los monoteísmos, la tolerancia es difícil de conciliar con sus premisas. Para Gibbon era, por consiguiente, totalmente comprensible que el Estado romano utilizara todos los medios posibles para defenderse de la intolerancia de sus ciudadanos cristianos.15 Una vez más, debemos poner de relieve hasta qué punto Hume y Gibbon se desmarcan de la idea que comúnmente nos hacemos del pensamiento ilustrado sobre la religión. En una época en la que incluso la mayoría de los críticos ilustrados del cristianismo no dudaban de su superioridad moral con respecto a las demás religiones, Hume eleva la sensacional pretensión no solo de atribuir a todas las religiones un potencial peligroso en lo relativo a la paz, sino que afirma que la religión más racional tiene mayor peligro al respecto, incluso un potencial de violencia superior. En general, serían las religiones más exigentes las que reprimirían los movimientos de la moral natural. Pero basta con insistir en el cumplimiento estricto de las normas rituales para poner en peligro la obediencia a los impulsos morales naturales.
Los lectores actuales están posiblemente familiarizados al menos con alguna de las cuatro tesis de Hume, en las que aquí he condensado su argumentación, aun cuando nunca hayan estudiado la obra del autor escocés. En efecto, no exageramos al afirmar que las tesis de Hume representan hasta el día de hoy partes esenciales e incluso lugares ya comunes de la crítica de la religión. Podemos verlo, por ejemplo, en las tesis de que no existe en el ser humano una disposición natural al monoteísmo y de que la religión surgió del afrontamiento de las experiencias de contingencia. A veces, las tesis propuestas originariamente por Hume se debaten en referencia más bien a otros críticos de la religión, desde Feuerbach hasta Freud, pero resulta innegable que las ideas de antropomorfismo y proyección se encuentran ya en el escocés. Por otra parte, el motivo nietzscheano de la anticristiana revaloración del heroísmo frente a la santidad resuena ya en Hume, cuando este compara diversas formas de religión en lo tocante a la valentía y la humillación, poniendo de relieve la diferencia «entre las máximas de un héroe griego y las de un santo católico»16 en la actitud con los insectos y otros animales inferiores. Por último, la tesis sobre el potencial de la violencia en el monoteísmo se conoce hoy en día en Alemania como la «tesis de Assmann», lo que induce a error, ya que esta tesis se encuentra en una forma muy similar dos siglos y medio antes en Hume. Es fascinante poder encontrar las primeras formulaciones de todas estas ideas reunidas en una especie de compendio. Desde la época de Hume, las cuatro tesis han dado lugar a abundantes estudios empíricos y teóricos. Una visión general como la que voy a ofrecer en las siguientes páginas no puede ciertamente hacer plena justicia a la complejidad de estas cuestiones. Sin embargo, no pretende emitir un juicio empírico definitivo, sino destacar la posibilidad de ciencias empíricas de las religiones más allá del conflicto entre la fe y la incredulidad.
El paso decisivo con respecto a la primera tesis en la investigación sobre la historia de las religiones consistió en superar la simple disyuntiva entre politeísmo y monoteísmo. Hume se movía dentro de tal disyuntiva como si esta agotara todas las posibilidades y ofreciera el esquema obvio para la clasificación de las religiones. Esto se debe a que, también para él, a pesar de todo el énfasis en las pasiones y los sentimientos, las religiones eran principalmente sistemas de creencias, como se echa de ver en su polémica contra el papel de los relatos, «las fantasías más vanas y caprichosas» (p. 105) en las «religiones paganas». Pero esto cambió en el siglo XIX en muchos frentes. Sobre la cuestión del politeísmo tuvieron la máxima importancia los trabajos del historiador francés Fustel de Coulanges sobre la religión en la Antigüedad grecorromana.17 Fustel de Coulanges demostró que no entendemos correctamente esta religión cuando la interpretamos en el sentido de una fe en un panteón inabarcable. Debemos desplazar nuestra atención de las creencias y sus representaciones y centrarnos en las antiguas prácticas rituales. Para él eran centrales, por ejemplo, el culto en torno al hogar, como un culto doméstico y familiar, así como los ritos en los que se celebraban la polis, el Estado o el imperio. Independientemente de que sean más o menos acertados, hemos de constatar que de estos análisis surgió un impulso enormemente importante para estudiar también otras religiones desde una nueva perspectiva centrada en la función constitutiva de las prácticas rituales. Este impulso se asumió también en la investigación de las entonces llamadas religiones «semíticas»18 y posteriormente, fuera del campo de la historia de las religiones, en la etnología o la antropología. A finales del siglo XIX, Robert Ranulph Maret, en referencia a las prácticas rituales y a las experiencias a ellas asociadas, habla de un «teoplasma»,19 una especie de sustancia de la que surgen las más diversas ideas sobre la divinidad como intento humano por interpretar las experiencias tenidas al respecto, primero mediante relatos míticos y posteriormente, quizá, mediante sistemas de creencias más abstractos. Estos trabajos confluyeron, en torno a 1900, en un discurso amplio sobre lo «sagrado» en las ciencias que estudiaban las religiones, en especial en la escuela del fundador francés de la sociología, Émile Durkheim, quien, por cierto, había sido alumno de Fustel de Coulanges. Al convertirse lo sagrado en la característica definitoria de la religión, la cuestión de la existencia de un dios, o de varios, dejó de ocupar el lugar central. Se hacía posible ahora pensar en fuerzas sacrales impersonales, así como en diversas formas de imaginar lo sagrado encarnado de forma personal.20
Con su segunda tesis, la de que la religión tiene raíces psicológicas, Hume pudo enlazar con predecesores de la Antigüedad (como Lucrecio) y pensadores como Hobbes, Mandeville y Spinoza. Sin embargo, difícilmente se le puede calificar de inspirador para el desarrollo de la psicología empírica de la religión, ya que la idea simple de un deseo equivocado de comprender los acontecimientos vitales inesperados o temidos resultó ser demasiado estrecha. Ya el acento en las contingencias negativas (miedo y sufrimiento) resulta ser unilateral; en los estudios posteriores se demostraría que las experiencias contingentes positivas, como el entusiasmo extático o el agradecimiento desbordante, por ejemplo, ante la belleza de la creación o por la certeza de ser amado, son igualmente importantes o incluso mucho más que lo Hume afirma en su obra. Podemos apreciar este avance en la brillante síntesis de las primeras investigaciones de psicología de la religión realizadas por William James (1902) en su libro Las variedades de la experiencia religiosa,21 como también en Émile Durkheim, que pone de relieve cómo «lo que está en la raíz del totemismo son sentimientos de alegre confianza, más que de terror y de opresión».22 El panorama se enriqueció más en cuanto se tomó en serio algo que no aparece en Hume, a saber, la interacción entre experiencia e interpretación: los intentos de dar una expresión creativa a la experiencia y la importancia que tienen las religiones para hacer posibles las experiencias o impedirlas.
En lo que respecta a la tercera tesis, y la supuesta oscilación entre monoteísmo y politeísmo, las investigaciones de Peter Brown, gran historiador de la Iglesia y biógrafo de san Agustín, han cambiado el panorama sobre el origen del culto cristiano a los santos.23 En clara confrontación con Hume y Gibbon, Brown ha tratado de mostrar que no debemos concebir este proceso como una recaída en el paganismo. Por un lado, en el judaísmo helenístico ya se veneraba a los mártires y, como pone de relieve Christoph Markschies, existía una personalización de potencias buenas (y malas), por ejemplo, en la doctrina sobre los ángeles, los arcángeles y toda la corte celestial.24 Por otro lado, no es empíricamente cierto que fuera sobre todo el pueblo inculto el que mostraba esas tendencias. También participaban de ellas las élites cultas y los teólogos influyentes. La tesis de la recaída implicaría que las personas que se habían hecho cristianas recientemente tenían una mayor disposición a volver al paganismo; pero no hay pruebas empíricas de ello. Por tanto, ahora se acepta que debemos ver el culto a los santos como parte de un orden social recién constituido en el que las expectativas de patronazgo y clientela, habituales en el orden social de la Antigüedad tardía, se han trasladado del mundo y el Estado a los mártires y otros santos.
La cuarta tesis —la tolerancia del politeísmo y la intolerancia del monoteísmo— ha sido retomada en las últimas décadas por la filosofía alemana, inicialmente de forma más bien lúdica.25 Cobró relevancia, como ya hemos comentado, con los trabajos del egiptólogo Jan Assmann, que escribió una obra sobre la «distinción mosaica» entre la verdad y la falsedad en el ámbito de la religión.26 Assmann concede gran importancia al hecho de que su aportación no es una simple repetición de la tesis de Hume. Habla de la tesis del filósofo escocés como «una argumentación viejísima, por cuyos caminos desgastados preferí no transitar en mi libro sobre Moisés».27 Lo determinante en la cuestión sobre la intolerancia y la violencia no sería el monoteísmo, sino la orientación hacia la verdad. Con este cambio se alcanza una mayor verosimilitud. En efecto, sería absurdo atribuir a las culturas mitológicas un ethos de tolerancia. De lo que se trata es más bien de que en ellas pueden coexistir historias mitológicas sin excluirse.28 Partiendo de Hume, cabe preguntarse, sin embargo, si los filósofos (y no solo los profetas) no han contribuido también a la historia de la intolerancia y la violencia.29 De todas formas, Assmann lo tiene claro: afirma constantemente de forma explícita que el monoteísmo tiene una importancia central para el nacimiento de una «novedosa motivación, puramente religiosa, para la violencia y la intolerancia».30