En la cama con su rival - Kathie Denosky - E-Book
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En la cama con su rival E-Book

Kathie Denosky

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Beschreibung

La regla más importante era saber ganar La inesperada adopción de su sobrina debía de haber vuelto loco a Brad Price. ¿Cómo si no podía sentirse atraído por su rival de toda la vida, Abby Langley? A pesar de enfrentarse en las elecciones a la presidencia del Club de Ganaderos de Texas, Abby no podía evitar ayudar al recién estrenado papá. Y él tampoco podía dejar de pensar en ella… y desearla. A Abby los esfuerzos de Brad por convertirse en un buen padre le resultaban entrañables e irresistiblemente sexys. Además, sus apasionados besos la volvían loca. Aunque no quería ceder, la única estrategia ganadora era la rendición absoluta.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EN LA CAMA CON SU RIVAL, N.º 88 - diciembre 2012

Título original: In Bed with the Opposition

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1227-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Brad Price miró fijamente el objeto que tenía en la mano y después a la niña pequeña que le sonreía mientras, al mismo tiempo, intentaba meterse los dedos de los pies en la boca. ¿Cuándo había perdido Sunnie su calcetinito rosa?

Brad se rascó la cabeza y recorrió el suelo con la mirada. La niña había tenido el calcetín puesto cuando habían llegado al Club de Ganaderos de Texas dos minutos antes. ¿Cómo podía ser tan rápida con tan solo seis meses?

Volvió a mirar el pañal que tenía en la mano y se preguntó quién le había mandado meterse en aquel lío y aceptar la responsabilidad de criar a la hija de su difunto hermano. Él no sabía nada de niños.

Cuando había tomado la decisión de adoptar a Sunnie, había pensado incluso en la posibilidad de retirarse de la pugna por la presidencia del club, pero solo lo había pensado. Se había comprometido a intentar ganar y él nunca se rendía. Además, creía en el club y en todo lo que este representaba, y pretendía criar a Sunnie en esos valores también.

La organización necesitaba a alguien con cabeza y con un plan sólido, y él era el hombre adecuado. Tenía varias ideas para estrechar la distancia que separaba a la vieja guardia de los miembros más jóvenes, para que el club estuviese más unido y se renovase la solidaridad que siempre había formado parte integrante de él. Era necesario hacerlo para asegurar el futuro del club y para continuar con los importantes servicios que este brindaba a los vecinos de Royal, Texas.

Tenía que averiguar cómo cambiarle el pañal a Sunnie lo antes posible si no quería que se crease una nueva polémica.

Si no se daba prisa no podría dar su visión general del club en la junta directiva anual y, por primera vez en la historia del club, una mujer, la única mujer a la que le habían permitido ser miembro del club, sería elegida como presidenta por defecto. Y no iba a permitir que eso ocurriese.

Brad cerró los ojos y contó hasta diez. Podía hacerlo. Tenía un máster en planificación financiera, se había graduado en la Universidad de Texas con matrícula de honor y después se había labrado una exitosa carrera como planificador financiero y había hecho toda una fortuna. Así que tenía que ser capaz de cambiar un pañal.

Pero, ¿por dónde empezar? Consiguió quitarle a la niña el pañal que llevaba puesto y poner el nuevo en la posición adecuada, pero no supo cómo se sujetaba a la cintura.

Estudió el pañal e intentó recordar lo que su ama de llaves, Juanita, le había dicho que tenía que hacer antes de marcharse corriendo a Dallas a conocer a su tercer nieto, que acababa de nacer. Por desgracia, no la había escuchado con la debida atención.

Justo cuando decidió salir y preguntarle a alguna de las empleadas del club, oyó que se abría la puerta del guardarropa.

–Menos mal –murmuró, con la esperanza de que fuese alguien que supiese cambiar un pañal–. ¿Le importaría echarme una mano?

–¿Tiene algún problema, señor Price? –le preguntó una voz femenina que reconoció al momento.

Aliviado por tener ayuda, Brad no se sintió molesto a pesar del tono divertido de Abigail Langley.

Se giró para mirar a la que había sido su némesis toda la vida y, al verla sonriendo, suspiró con frustración.

Habían sido rivales desde que tenía memoria y, durante los últimos meses se disputaban la presidencia del club.

–¿Qué tal se te da ponerle estas cosas a un bebé? –le preguntó él, levantando el pañal.

Abby se echó a reír y colgó su abrigo.

–No me digas que el poderoso Bradford Price tiene un problema que no puede resolver con su gran lógica.

A él no le sorprendió que aprovechase la oportunidad para hacerle burla.

–Langley, guapa ¿por qué no vienes a ayudarme?

Ella se acercó al sofá en el que la sobrina de Brad se estaba mordisqueando los pies y los miraba con cara de felicidad.

–No tienes ni la menor idea de lo que estás haciendo, ¿verdad, Bradford?

Cuando lo llamaba así siempre hacía que le ardiese el vientre. Sabía que lo hacía para provocarlo, igual que en el colegio, pero no podía permitirse el lujo de responder. Si lo hacía, tal vez no lo ayudase, y ambos sabían que necesitaba su ayuda.

–¿Se nota mucho?

La familiar irritación que sentía siempre que la tenía cerca reemplazó al alivio que había sentido un poco antes al verla.

–¿Vas a ayudarme o voy a tener que buscar a otra persona para que lo haga? –le preguntó con impaciencia.

–Por supuesto que voy a ayudarte a cambiar a Sunnie –respondió Abby, sentándose en el sofá al lado del bebé–, pero no pienses que lo hago por ayudarte. Lo hago por este angelito.

Brad suspiró.

–De acuerdo. Me da igual.

No le importaba por quién lo hiciese, siempre y cuando cambiase a su sobrina y a él le diese tiempo a encontrar a alguien para que se quedase con la niña mientras decía su último discurso de campaña.

Cuando todos los candidatos hubiesen hablado, se marcharía a llevar a Sunnie a casa y ambos dormirían la siesta.

El día no había hecho más que empezar y ya estaba agotado. Cuidar de un bebé requería mucho más trabajo del que había imaginado. Además de tener que darle de comer a las horas más insospechadas del día y de la noche, había que hacer casi una maleta cada vez que se salía de casa.

–¿Por qué no has dejado a la niña con tu ama de llaves? –le preguntó Abby, metiéndose un mechón pelirrojo detrás de la oreja.

–Porque la han llamado esta mañana para decirle que a su hija pequeña le van a hacer una cesárea mañana. Va de camino a Dallas para estar allí cuando dé a luz –respondió Brad, ausente–. Estará un par de semanas fuera.

Fascinado con la eficiencia de Abby, observó cómo limpiaba a la niña con una toallita, le ponía polvos de talco, la levantaba y colocaba una toalla blanca con conejitos rosas debajo de ella.

¿Por qué las mujeres sabían automáticamente lo que tenían que hacer? ¿Es que nacían con un gen más que los hombres?

Esa tenía que ser la razón. Abby y él tenían la misma edad, y hasta que Sunnie había llegado a su vida, ninguno de los dos había tenido niños. No obstante, Abby parecía estar acostumbrada a cambiar a un bebé, mientras que él se sentía perdido.

En lo que a él le pareció un tiempo récord, Abby había cambiado el pañal a Sunnie.

–Esto es lo que se utiliza para sujetar el pañal a la cintura –le dijo, señalando una especie de velcro que había en los laterales del pañal.

Fascinado por la melódica voz de Abby, Brad tardó un momento en darse cuenta de que esta había dejado de hablar.

–¿Qué?

–Presta atención, Price. No siempre que necesites cambiar a Sunnie tendrás a alguien cerca para ayudarte.

–Estoy prestando atención.

Había estado escuchando, pero no el curso acerca de cómo cambiar el pañal que Abby le acababa de impartir. Aunque no se lo dijo.

–¿Qué acabo de decirte? –le preguntó ella.

Abby debía de tener los ojos más azules de todo Texas, pensó él, y no pudo evitar preguntarse por qué hasta entonces no se había dado cuenta de lo expresivos y vivos que eran.

–¿Señor Price? –lo llamó ella, levantando a Sunnie y poniéndose en pie frente a él–. Tu sobrina y yo estamos esperando.

Él se aclaró la garganta e intentó recordar lo que Abby había dicho, pero la vio con Sunnie en brazos, dándole un tierno beso en la mejilla, y pensó que era una imagen que jamás olvidaría, aunque no tenía ni idea de por qué.

–Esto… bueno… veamos.

¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué, de repente, no se podía concentrar? ¿Y por qué le estaba ocurriendo justo delante de ella?

Siempre había sabido cómo reconducir una conversación. ¿Por qué en esos momentos solo podía pensar en lo perfectos que eran los labios de Abby y en lo suaves que debían de ser?

–Sujetarlo bien. Asegurarlo con velcro. Evitar pellizcar la piel del bebé –consiguió decir por fin, no sin hacer un gran esfuerzo–. Entendido.

–¿Tanto tiempo has necesitado para recordar algo tan simple? –inquirió Abby–. Ha sido un golpe de suerte.

–Sí –contestó Brad, encogiéndose de hombros–, pero no importa. Lo que importa es que lo he entendido.

Ella sacudió la cabeza.

–Pues vas a tener que hacerlo mejor, Bradford. No puedes limitarte a adivinar. Tienes que aprender a hacer las cosas –lo reprendió, balanceándose de un lado a otro con la niña en brazos–. Ahora eres su papá. Tienes que hacerlo bien. Sunnie depende de ti.

Abby tenía razón. En ocasiones, la responsabilidad de haber adoptado y de tener que educar a su sobrina como si fuese propia le resultaba abrumadora.

–Te aseguro que haré lo que sea necesario para que Sunnie tenga lo mejor de lo mejor –le replicó molesto–. Creo que me conoces lo suficientemente bien como para saber que nunca hago las cosas a medias. Cuando me comprometo a algo, lo cumplo o, al menos, muero en el intento.

Abby lo miró fijamente durante unos segundos y luego asintió:

–Pues hazlo.

Ambos se quedaron en silencio al ver que Sunnie apoyaba la cabecita en el hombro de Abby. Era evidente que se iba a quedar dormida.

Brad vio a Abby cerrar los ojos también y abrazar a la niña.

–Que no se te olvide jamás la suerte que tienes de tenerla en tu vida, Brad.

–No se me olvidará –le contestó él.

Y algo en el comentario de Abby, o en la manera en que había utilizado la versión más corta de su nombre, lo impulsó a acariciarle la mejilla con los nudillos.

–Algún día serás una mamá estupenda, Abigail Langley –añadió.

Cuando esta abrió los ojos, su mirada parecía atormentada, cristalina.

–Lo siento, Abby.

¿Cómo podía haber sido tan insensible? No había pasado ni un año desde la muerte de su marido, Richard, y Brad sabía muy bien que habían intentado tener hijos antes de que falleciese.

–Estoy seguro de que algún día tendrás una familia –continuó.

Ella negó con la cabeza.

–Ojalá fuese cierto, pero…

Abby hizo una pausa para respirar hondo.

–Me temo que nunca tendré hijos.

El tono de resignación de su voz hizo que Brad asintiese.

–Por supuesto que sí. Tienes tiempo de sobra para tener hijos. Solo tienes treinta y dos años, igual que yo, y aunque no conozcas a otro hombre con el que quieras pasar el resto de tu vida, muchas mujeres tienen hijos solteras hoy en día.

Ella guardó silencio un momento antes de volver a hablar.

–Es más complicado que conocer a alguien o tomar la decisión de ser madre soltera.

–Tal vez te lo parezca ahora, pero ya verás como dentro de un tiempo ves las cosas de otra manera –insistió Brad.

Abby lo miró y una única lágrima corrió por su suave mejilla.

–Da igual cuánto tiempo pase.

Brad no entendía por qué Abby parecía tan triste y resignada.

–¿Qué pasa, Abby?

Ella lo miró fijamente unos segundos antes de responder.

–Que… no puedo tener… hijos.

Era lo último que Brad había esperado oír y le hizo sentirse como un idiota por haber insistido en el tema.

–Lo siento mucho, Abby. No sabía…

Se interrumpió. ¿Qué podía decir que no empeorase todavía más las cosas?

Ella encogió los delgados hombros.

–Hace tiempo que lo sé. Los resultados de las pruebas me llegaron justo después del funeral de Richard.

De eso hacía algo más de un año, y Brad se dio cuenta de que Abby todavía no lo había superado. Era normal.

No quiso hacerla sufrir más, así que decidió no decirle nada más para no volver a meter la pata, y la abrazó para expresarle su apoyo.

Pero el gesto pronto le recordó a otra época en la que lo habría dado todo por poder abrazar aquel cuerpo esbelto.

Nada más entrar en el instituto, había habido un verano en que se había dejado llevar más por sus hormonas que por el sentido común. Con quince años, había estado más que dispuesto a abandonar la rivalidad que tenía con Abby para salir con ella.

Por desgracia, Richard Langley se le había adelantado y, ya desde entonces, había sido evidente que estaban destinados a estar juntos. Tanto mejor. Abby era capaz de sacarlo de quicio en dos segundos.

–Creo que deberíamos ir a la sala de reuniones –le dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos–. Es casi la hora de la reunión.

Su tono era suave, pero su voz más firme que unos minutos antes, y Brad supo que había recuperado la compostura.

Él asintió, la soltó y retrocedió.

No supo qué decir para no hacer que la situación fuese todavía más incómoda de lo que ya lo era.

–Espero que me dé tiempo a encontrar a alguien para que se quede con Sunnie –le dijo, mirándose el reloj.

–¿Cuánta siesta duerme? –le preguntó Abby, acercándose a la sillita de coche en la que Brad había llevado a la niña–. Si crees que puede dormir mientras duran los discursos, yo la cuidaré mientras tú das el tuyo.

Abby y él estaban en tregua desde la llegada de Sunnie a su vida, pero Brad no podía creer que Abby quisiese ayudarlo a conseguir la presidencia del club, dado que ella también la quería. Aunque tampoco la creía capaz de hacer algo mezquino a mitad de su discurso.

–¿No te importa?

–En absoluto –respondió ella, guardando las toallitas y los polvos de talco del bebé en la bolsa–, pero no creas que lo hago para ayudarte a ganar las elecciones, ni que no me alegraré cuando las gane yo y den la noticia durante el baile de Navidad.

Él sonrió, se sentía más cómodo cuando volvía a surgir la rivalidad entre ambos.

–Por supuesto que no. Lo haces por…

–Sunnie –terminó Abby, recogiendo su bolso y la bolsa de los pañales.

Sonriendo, Brad agarró el portabebés de la niña con una mano y puso la otra en el hueco de la espalda de Abby, para escoltarla hasta la puerta del guardarropa.

–¿Estás lista para entrar ahí y escuchar el mejor discurso de tu vida?

–En tus sueños, Price –le dijo ella, saliendo por la puerta–. Siempre has sido un charlatán, pero vas a necesitar un tornado texano para impresionarme.

Él rio mientras se dirigían a la sala de reuniones.

–Pues será mejor que se vaya preparando, señorita Langley, porque va a salir volando por los aires.

Sentada a la mesa en la que estaban los candidatos a las distintas sedes del club, Abby comprobó que Sunnie dormía tranquilamente entre Brad y ella antes de mirar a su alrededor.

Hasta hacía siete meses, el Club de Ganaderos de Texas había sido una organización exclusivamente masculina que no pretendía abrirse a las mujeres. Hasta que ella se había convertido en el primer miembro femenino en la historia del mismo.

Por desgracia, no la habían invitado a formar parte del club por lo que pudiese aportar al mismo, sino por su apellido.

El Club de Ganaderos de Texas había sido fundado por Tex Langley, un antepasado de su marido, y siempre había tenido entre sus miembros a algún Langley. Pero cuando Richard había fallecido un año antes, el club se había quedado sin la participación de ningún Langley, y la habían tenido que admitir a ella porque los estatutos exigían que hubiese alguno.

Abby suspiró, enderezó los hombros y se irguió un poco más.

No le importaba el motivo por el que había llegado al club. Pretendía que otras mujeres también pudiesen formar parte de él.

Cuando dijeron su nombre, miró a Sunnie por última vez antes de subir al podio a explicar cuál era su programa.

Supo que los miembros más antiguos del club no la miraban con buenos ojos, pero le daba igual. Iba siendo hora de que viviesen en el siglo XXI y de que se diesen cuenta de que las mujeres podían conseguir las mismas cosas que los hombres.

Repasó cada uno de los puntos de su plan de futuro y terminó su discurso diciendo:

–La comisión ha contratado a un arquitecto que ha presentado su proyecto para la construcción de un nuevo club. Tengo la esperanza de que voten a favor de este proyecto para que entremos en una nueva y emocionante era en el club. Para terminar, les pido que consideren lo que he dicho hoy y basen su voto en lo que puedo aportar al Club de Ganaderos de Texas como presidenta, y no en mi apellido ni en el hecho de que sea mujer. Muchas gracias, estoy deseando servirles como nueva presidenta del Club de Ganaderos de Texas.

Mientras volvía a su silla, recibió una gran ovación de algunos de los miembros más nuevos del club, y respetuosos asentimientos por parte de un par de los miembros más antiguos.

Estaba segura de haber hecho todo lo que estaba en su mano para ganar. El resto dependía de los miembros del club y de lo que quisieran votar al día siguiente.

–Mejora eso, Price –le dijo a Brad.

Los ojos castaños de este brillaron mientras se ponía en pie.

–Será pan comido, cariño.

Abby se preguntó por qué se había estremecido con aquel apelativo cariñoso, pero decidió ignorar su reacción y concentrarse en el discurso de Brad.

Tenía que admitir que era un buen orador y tenía ideas muy buenas, algunas paralelas a las suyas, pero eso no significaba que estuviese dispuesta a darse por vencida.

Brad y ella habían sido rivales desde que tenía memoria. Unas veces había ganado él y otras ella, pero la competencia había existido siempre.

Abby no pudo evitar sonreír al recordar algunos de los concursos en los que habían competido.

Su lucha por ver quién era mejor había comenzado en primero, cuando ambos habían intentado sacar las mejores notas de la clase. Después, habían competido por ser delegados de clase. En el instituto, más de lo mismo, y ambos habían terminado compartiendo la matrícula de honor.

Durante todo ese tiempo, se habían provocado, habían bromeado y se habían retado, y aunque su rivalidad nunca se había convertido en una guerra salvaje, tampoco habían sido amigos.

Por eso le había sorprendido ver a Brad preocupado por ella un rato antes en el guardarropa. Tal vez había sido ese el motivo por el que se había sentido obligada a contarle lo de su infertilidad.

Respiró hondo.

Todavía no era capaz de hablar del tema y no sabía cómo había podido hacerlo con él.

Estaba dándole vueltas a aquello cuando Sunnie empezó a moverse en su sillita y supo que se iba a despertar.

Antes de que interrumpiese el discurso de Brad, Abby tomó la bolsa de los pañales y su bolso, sacó a la niña de la sillita y salió de la sala por la puerta que había al final.

Solo llevaba unos minutos en el pasillo cuando Brad, portabebés en mano, y varios hombres más, salieron también.

–Mañana será la votación y después solo habrá que esperar al baile de Navidad para ver quién ha ganado –comentó Brad, dejando la sillita en el suelo.

–¿Ya hemos terminado por hoy? –preguntó ella, dándole un mordedor a la niña.

Brad asintió.

–Y me alegro. Creo que necesito llevarme a esta señorita a casa y darle un biberón antes de que ambos durmamos la siesta.

–¿No has pensado en buscar una niñera? –le preguntó Abby, dando suaves golpes en la espalda de la pequeña mientras la balanceaba de un lado a otro.

–No quiero que nadie se ocupe de ella –le contestó Brad–. Yo he asumido la responsabilidad de criarla y es lo que pretendo hacer. No quiero dejarla al cuidado de ninguna otra persona, salvo si tengo que salir alguna noche o asistir a alguna reunión.

–¿Y cómo te las vas a arreglar durante las próximas semanas sin tu ama de llaves? –le preguntó Abby.

Lo vio pasarse la mano por el pelo grueso y moreno y supo que no estaba cómodo con la situación.

–Lo haré lo mejor que pueda y si hay algo de lo que no sea capaz, llamaré a Sheila, la mujer de mi mejor amigo, Zeke Travers, o a mi hermana Sadie –le contestó–. Sheila es enfermera y cuidó de Sunnie hasta que me dieron la custodia a mí. Seguro que si lo necesito, cualquiera de las dos vendría a echarme una mano.

Brad pensó que debía agradecer a Abby su ayuda también.

–Por cierto, gracias por cuidarla mientras yo terminaba mi discurso. Te lo agradezco de verdad.

Abby sacudió una mano, como si lo que hubiera hecho no hubiera tenido la menos importancia.

–No me ha importado hacerlo –le respondió ella.

Dejó la bolsa de los pañales en el suelo y se arrodilló para sentar a la niña.

–Mi rancho está cerca de tu casa. Si no localizas a Sheila ni a Sadie, siempre puedes llamarme a mí e intentaré responder a tus preguntas.

–Lo tendré en mente –le dijo él con toda sinceridad.

Cuando Abby se incorporó, se miraron fijamente durante varios segundos y se dieron cuenta de que los demás candidatos se habían marchado y estaban solos.

De repente, Brad sonrió de medio lado.

–¿Te has dado cuenta?

–¿De qué? –preguntó ella.

Él señaló algo que colgaba de una de las vigas del techo.

–De que estás debajo del muérdago.

–No me había… –dijo ella, dejando de hablar al ver que Brad se había acercado y la había agarrado por la cintura– dado cuenta.

¿No iría a besarla?

–Tengo que hacerlo –comentó él, como si le hubiese leído el pensamiento–. Es una tradición.

Y antes de que a Abby le diese tiempo a recordarle que eran rivales y que aquella tradición no le interesaba lo más mínimo, Brad la estaba besando. Sus labios la acariciaron de manera firme y cariñosa, con una destreza que confirmó a Abby los rumores que había oído acerca de que era todo un donjuán.

Ningún hombre besaba así a no ser que tuviese un don natural para saber lo que le gustaba a una mujer, o mucha experiencia.

Y Abby sospechó que Bradford Price tenía ambas cosas.

Pensó que se le iban a doblar las piernas y se aferró a sus anchos hombros. La fuerza de los músculos que había debajo de la chaqueta de Armani no la ayudó lo más mínimo a recuperar las fuerzas. Pero él la abrazó todavía más y la apretó contra su cuerpo.

Por suerte, Sunnie escogió ese preciso momento para tirar el mordedor y ponerse a llorar con todas sus fuerzas, sacando a Abby del hechizo de Brad. Esta se apartó y miró a su alrededor para comprobar que seguían solos.

–Tengo… que ir… a por mi abrigo –balbució–. Sheila y yo… vamos a ir de compras para la fiesta… en la casa de acogida.

–Sí, y yo tengo que ir a darle un biberón a Sunnie y a dormir la siesta.

Para disgusto de Abby, a Brad no parecía haberle afectado lo más mínimo el beso.