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Fiel a su estilo irónico y mordaz, Žižek recorre, en esta serie de textos políticos, los cimientos de las civilizaciones occidentales modernas. Spoiler alert: la conclusión es cínica. ¿Qué es lo que hace que la realidad sea soportable y podamos enfrentarla? "Lo siento, pero la hipocresía es la base de la civilización. Los rituales y las apariencias sí importan. Si abandonamos las apariencias y enfrentamos la realidad, esta suele ser bastante horrible".
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Slavoj Žižek nació en Ljubljana, Eslovenia, el 21 de marzo de 1949. Estudió filosofía en la Universidad de Ljubljana y psicoanálisis en la Universidad de París VIII Vincennes-Saint-Denis, donde se doctoró. Es Director Internacional del Instituto Birbeck para las Humanidades, en la Universidad de Londres.
Otros títulos publicados en Ediciones Godot son El resto indivisible (2013), La permanencia en lo negativo (2016), Contra tentación populista (2019) y ¡Goza tu síntoma! (2021).
Zizek, Slavoj / Hipocresía : la base de la civilización / Slavoj Zizek. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Maria Paula Vasile.ISBN 978-987-8928-56-2
1. Filosofía Política. I. Vasile, Maria Paula, trad. II. Título.
CDD 320.01
Traducción María Paula VasileCorrección Andrés Vélez Cardona y Candela JerezDiseño de tapa: Francisco BoFoto de tapa de Slavoj Žižek: Anna HuixDiseño de colección e interiores Víctor MalumiánIlustración de Slavoj Žižek Maxi Amicci
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina, 2022
Slavoj Žižek
TraducciónMaría Paula Vasile
[Purple, 2018]
EEL MEJOR PUNTO DE partida para esbozar lo que trato de lograr en mi obra es Alain Badiou, quien comienza La verdadera vida con la provocativa afirmación de que, de Sócrates en adelante, la función de la filosofía es corromper a la juventud, alienarla (o, mejor dicho, “extrañarla” en el sentido del verfremden de Brecht) del orden ideológico-político predominante, con el fin de sembrar dudas radicales y permitirle pensar de manera autónoma. No es de extrañar que Sócrates, el “primer filósofo”, fuera también su primera víctima y recibiera la orden de beber veneno por parte del tribunal democrático de Atenas. ¿Y acaso no es esta persuasión otra manera de nombrar al mal, siendo este la perturbación del modo de vida establecido? Todos los filósofos incitan a pensar: Platón sometió las ideas y los mitos antiguos a un despiadado examen racional, Descartes socavó el armonioso universo medieval, Spinoza fue excomulgado, Hegel desató el poder destructivo de la negatividad, Nietzsche desmitificó la base misma de nuestra moralidad. Aunque a veces parezcan filósofos casi estatales, el poder establecido nunca estuvo a gusto con ellos. Por ende, en esta serie debemos considerar, de forma previsible, a sus contrapartes, los filósofos “normalizadores” que intentan restaurar el equilibrio perdido y reconciliar la filosofía con el orden establecido: Aristóteles en relación con Platón, Tomás de Aquino con respecto al efervescente cristianismo primitivo, la teología racional posleibniziana con relación al cartesianismo, el neokantismo con respecto al caos poshegeliano…
¿Significa esto que simplemente debemos elegir un bando en esta disyuntiva de “corromper a la juventud” o garantizar una estabilidad significativa? El problema es que hoy en día la simple oposición se complica: nuestra realidad capitalista global, impregnada por la ciencia, nos “incita a pensar”, ya que desafía las suposiciones más íntimas de una manera mucho más impactante que las especulaciones filosóficas más disparatadas, de modo que la tarea del filósofo ya no es socavar el edificio simbólico jerárquico que sostiene la estabilidad social, sino (retomando a Badiou) lograr que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como dominio de las nuevas libertades.
Vivimos en una era extraordinaria en la que no hay ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida más allá de la reproducción hedonista. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge de a poco, sin duda afecta a los jóvenes que oscilan entre la intensidad de vivir de forma plena (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el anhelo de triunfar (estudiar, hacer carrera en su profesión, ganar dinero… dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma. Recordemos la encrucijada actual de la sexualidad o del arte: ¿existe algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar incesantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista que se masturba en el escenario o se corta de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo de participar en formas de sexualidad cada vez más “audaces”?
La única alternativa radical a esta locura parece ser la locura aún peor del fundamentalismo religioso, un repliegue violento a alguna tradición resucitada de forma artificial. La ironía suprema es que un retorno brutal a algún tipo de tradición ortodoxa (una inventada, por supuesto) se presenta como la “incitación a pensar” definitiva: ¿acaso los jóvenes terroristas suicidas no son la forma más radical de una juventud corrupta? La tarea principal de mi obra es, por lo tanto, la de discernir esta encrucijada y encontrar una salida.
[The point, 2009]
EXISTEN DOS MODOS DIFERENTES de mistificación ideológica que de ninguna manera deben confundirse: el liberal democrático y el fascista. El primero se refiere a la falsa universalidad: el sujeto aboga por la libertad/igualdad y desconoce las cualificaciones implícitas que, en su misma forma, limitan su alcance (privilegiando a ciertos estratos sociales: ricos, masculinos, pertenecientes a una determinada raza o cultura). El segundo se refiere a la falsa identificación del antagonismo y el enemigo: la lucha de clases se desplaza hacia la lucha contra los judíos, de modo que la rabia popular ante la explotación se redirige de las relaciones capitalistas como tales a la “conspiración judía”. Para decirlo en términos simples, en el primer caso, cuando el sujeto dice “libertad e igualdad”, en realidad quiere decir “libertad de comercio, igualdad ante la ley, etc.”, y en el segundo caso, cuando el sujeto dice “los judíos son la causa de nuestra miseria”, en realidad quiere decir “el gran capital es la causa de nuestra miseria”. La asimetría es clara: en el caso liberal-democrático, el contenido explícito “bueno” (libertad/igualdad) oculta el contenido implícito “malo” (clase y otros privilegios y exclusiones); en el caso fascista, el contenido explícito “malo” (antisemitismo) tapa el contenido implícito “bueno” (lucha de clases, odio a la explotación).
Para cualquier persona versada en teoría psicoanalítica, la estructura interna de las dos mistificaciones ideológicas es la de la pareja síntoma/fetiche: las limitaciones implícitas son los síntomas del igualitarismo liberal (retornos singulares de la verdad reprimida), mientras que “judío” es el fetiche de fascistas antisemitas (lo “último que ve el sujeto” antes de enfrentarse a la lucha de clases). Esta asimetría tiene consecuencias cruciales para el proceso crítico-ideológico de “desmitificación”. En cuanto al igualitarismo liberal, no basta señalar el viejo punto marxista sobre la brecha entre la apariencia ideológica de la forma jurídica universal y los intereses particulares que de hecho la sostienen (como es tan común entre los críticos políticamente correctos de la izquierda). Más bien, el contraargumento (elaborado por teóricos como Claude Lefort y Jacques Rancière) que sostiene que la forma nunca es una “mera” forma, que implica una dinámica propia que deja huellas en la materialidad de la vida social, es completamente válido. Después de todo, la “libertad formal” de la burguesía pone en marcha el proceso de demandas y prácticas políticas totalmente “materiales”, desde los sindicatos hasta el feminismo. Rancière enfatiza de forma acertada la ambigüedad radical de la noción marxista con respecto a la brecha entre la democracia formal (con su discurso de los derechos del hombre y la libertad política) y la realidad económica de explotación y dominación.
Esta brecha entre la “apariencia” de la igualdad/libertad y la realidad social de las diferencias económicas y culturales puede interpretarse de la manera sintomática estándar (es decir, la forma de los derechos universales, la igualdad, la libertad y la democracia es apenas una expresión necesaria pero ilusoria de su contenido social concreto, el universo de la explotación y dominación de clases) o puede interpretarse en el sentido mucho más subversivo de una tensión en la que la “apariencia” de egaliberté no es precisamente una “mera apariencia”, sino que tiene poder propio. Este poder le permite accionar el proceso de rearticulación de las relaciones socioeconómicas existentes por medio de su “politización” progresiva: ¿por qué las mujeres no deberían votar también? ¿Por qué las condiciones laborales no deberían ser también cuestiones relevantes para la política pública? Y así sucesivamente. Aquí uno se siente tentado de usar ese antiguo término lévi-straussiano de “eficacia simbólica”: la apariencia de egaliberté es una ficción simbólica que, como tal, posee una eficacia propia. Deberíamos resistir la tentación cínica de reducirla a una mera ilusión que oculta una realidad diferente. Implicaría caer en la trampa de la vieja hipocresía estalinista que se burlaba de la libertad burguesa “meramente formal”. Si era tan “meramente formal”, y no perturbaba las verdaderas relaciones de poder, ¿por qué, entonces, el régimen estalinista no la permitió? ¿Por qué le temía tanto?
La desmitificación interpretativa es, por lo tanto, relativamente simple, ya que moviliza la tensión entre forma y contenido: para ser coherente, un demócrata liberal “honesto” tendrá que admitir que el contenido de sus premisas ideológicas contradice su forma y, por ende, radicalizará la forma (el axioma de igualdad) a modo de imprimirla con mayor profundidad en el contenido. (La principal alternativa es escudarse en el cinismo: “Sabemos que el igualitarismo es un sueño imposible, así que pretendamos que somos igualitarios, mientras aceptamos en silencio las limitaciones necesarias…”).
En el caso del “judío” como fetiche fascista, la desmitificación interpretativa es mucho más difícil, confirmando así la percepción clínica de que un fetichista no puede ser socavado mediante la interpretación del “significado” de su fetiche. Los fetichistas se sienten satisfechos con su fetiche, no sienten ninguna necesidad de deshacerse de él. En términos político-prácticos, esto significa que es casi imposible “ilustrar” a un trabajador explotado que culpa a los “judíos” de su propia miseria y explicarle que el “judío” es el enemigo equivocado (promovido por su verdadero enemigo, la clase gobernante, para ocultar la verdadera lucha), y conseguir así que pase de concentrarse en los “judíos” para centrar su atención en los “capitalistas”. (Incluso de manera empírica, si bien en Alemania muchos comunistas se unieron a los nazis en la década del veinte y del treinta, y si bien en las últimas décadas en Francia muchos comunistas decepcionados se convirtieron en partidarios del Frente Nacional de Le Pen, el proceso contrario ha sido extremadamente raro).
La paradoja es que como el sujeto de la primera mistificación es principalmente el enemigo (el “burgués” liberal que piensa que lucha por la igualdad y la libertad universal), y el sujeto de la segunda mistificación son primordialmente “los nuestros” (los propios desfavorecidos, que son seducidos para dirigir su rabia hacia un blanco equivocado), la “desmitificación” efectiva y práctica es mucho más fácil en el primer caso.
Con respecto a la lucha ideológica actual, esto significa que habría que observar con profundo recelo a aquellos izquierdistas que sostienen que los movimientos populistas-fundamentalistas islámicos (como emancipadores y antimperialistas) están básicamente de “nuestro lado”, y que el hecho de que formulen sus programas directamente en términos anti-Ilustración y antiuniversalistas —acercándose a veces al antisemitismo explícito— es solo una confusión que resulta del hecho de que están atrapados en la inmediatez de la lucha (“cuando dicen que están en contra de los judíos, lo que realmente significa es que están en contra del colonialismo sionista”). Habría que resistir incondicionalmente la tentación de “entender” el antisemitismo árabe (donde realmente lo encontramos) como una reacción “natural” a la triste situación de los palestinos. No debería haber ningún “entendimiento” por el hecho de que en muchos (o en la mayoría) de los países árabes Hitler aún es considerado un héroe; o por el hecho de que en los libros de texto de las escuelas primarias se propugnen todos los mitos antisemitas tradicionales, desde la conocida falsificación de Los protocolos de los sabios de Sion, hasta las afirmaciones de que los judíos usan la sangre de niños cristianos (o árabes) para realizar sacrificios.
Afirmar que este antisemitismo articula en modo desplazado una resistencia contra el capitalismo no lo justifica de ninguna manera: aquí el desplazamiento no es una operación secundaria, sino el gesto fundamental de mistificación ideológica. Esta afirmación sí supone la idea de que, a largo plazo, la única manera de luchar contra el antisemitismo no es predicar la tolerancia liberal, sino articular la motivación anticapitalista subyacente de forma directa y no desplazada. Al aceptar esta lógica, damos el primer paso en un camino que lleva a la conclusión bastante “lógica” de que, dado que Hitler también “realmente quería decir” capitalismo cuando hablaba de los “judíos”, debería ser nuestro aliado estratégico en la lucha antimperialista global, en la que el imperio angloestadounidense es el enemigo principal. (Esta línea de razonamiento no es un mero ejercicio retórico: los nazis sí promovieron la lucha anticolonialista en los países árabes y en la India, y muchos neonazis simpatizan con la lucha árabe contra el Estado de Israel. Lo que convierte a la singular figura de Jacques Verges, el “abogado del terror”, en un fenómeno universal es que encarna esta opción de “solidaridad” entre el fascismo y el anticolonialismo).