Mao. Sobre la práctica y la contradicción - Slavoj Zizek - E-Book

Mao. Sobre la práctica y la contradicción E-Book

Slavoj Zizek

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Beschreibung

"El comunismo no es amor. El comunismo es un martillo, que se usa para aplastar al enemigo." Mao Los primeros escritos filosóficos de Mao apuntalaron las revoluciones chinas y, con sus llamadas a la insurrección, siguen constituyendo algunos de los textos más agitadores de todos los tiempos. El explosivo comentario que el inconformista filósofo Slavoj Žižek realiza sobre éstos alcanza conclusiones inquietantes sobre el lugar que el pensamiento de Mao ocupa en la doctrina revolucionaria.

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Akal / Revoluciones / 3

Mao Tse-tung

Sobre la práctica y la contradicción

Traducción: introducción y capítulos 2, 12, Alfredo Brotons Muñoz; del resto, equipo editorial

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Slajov Žižek presents Mao On Practice and Contradiction

© Verso, 2007

© de la introducción, Slajov Žižek, 2007

© Ediciones Akal, S. A., 2010

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3807-8

Introducción

Mao Tse-tung, el señor marxista del desgobierno

Slavoj Žižek

Una de las más arteras trampas que acechan a los marxistas es la búsqueda del momento de la Caída, cuando las cosas se torcieron en la historia del marxismo: ¿fue ya el último Engels con su comprensión más positivista-evolucionista del materialismo histórico? ¿Fueron el revisionismo y la ortodoxia de la Segunda Internacional? ¿Fue Lenin?[1] ¿O fue Marx mismo en su obra tardía, tras abandonar su humanismo de juventud (como algunos «marxistas humanistas» sostenían hace décadas)? Todo este tema debe rechazarse: aquí no hay oposición, la Caída ha de inscribirse en los mismos orígenes. (Para decirlo de manera más mordaz, tal búsqueda del intruso que infectó el modelo original y desencadenó la degeneración de éste no puede sino reproducir la lógica del antisemitismo.) Lo que esto quiere decir es que, aun si –o, mejor, especialmente si– uno somete el pasado marxista a una crítica implacable, primero tiene que reconocerlo como «propio de uno», asumiendo la plena responsabilidad por él, no desentenderse cómodamente del «mal» giro de las cosas atribuyéndolo a un intruso externo (el «malo» de Engels, que era demasiado estúpido para comprender la dialéctica de Marx; el «malo» de Lenin, que no alcanzó el núcleo de la teoría marxista; el «malo» de Stalin, que arruina los nobles planes del «bueno» de Lenin, etc.).

Lo primero que se ha de hacer, pues, es aceptar plenamente el desplazamiento en la historia del marxismo que se concentra en dos grandes pasos (o, mejor, violentos cortes): el paso de Marx a Lenin, así como el paso de Lenin a Mao. En cada caso, hay un desplazamiento de la constelación original: del país más avanzado (como Marx esperaba) a un país relativamente atrasado –la revolución «se produjo en un país equivocado»–; de los obreros a los (pobres) campesinos como principal agente revolucionario, etc. De la misma manera que Cristo necesitó la «traición» de Pablo para que el cristianismo surgiera como una Iglesia universal (¡recuérdese que, entre los doce apóstoles, Pablo viene a ocupar el lugar dejado vacante por el traidor Judas!), Marx necesitó de la «traición» de Lenin para poner en marcha la primera revolución marxista: es una necesidad interna de la doctrina «original» admitir y sobrevivir a esta «traición», sobrevivir a este violento acto por el que uno se ve arrancado de su contexto original y arrojado a un paisaje extraño donde tiene que reinventarse a sí mismo: sólo así nace la universalidad.

De manera que, por lo que a la segunda transposición violenta, la de Mao, se refiere, es demasiado fácil condenar su reinvención del marxismo como teóricamente «inadecuada», como una regresión con respecto a los principios de Marx (es fácil demostrar que los campesinos carecen de la desustanciada subjetividad proletaria), pero no es menos inadecuado desdibujar la violencia del corte y aceptar la reinvención de Mao como una continuación lógica de la «aplicación» del marxismo (confiando, como suele suceder, en la simple expansión metafórica de la lucha de clases: «hoy en día, la lucha de clases predominante ya no se da entre los capitalistas y el proletariado de cada país, se ha convertido en el enfrentamiento entre el Tercer Mundo y el Primero, entre las naciones burguesas y las proletarias»). Los logros de Mao en este terreno son tremendos: su nombre representa la movilización política de los cientos de millones de trabajadores anónimos del Tercer Mundo cuyo trabajo suministra la «sustancia», la base, invisible del desarrollo histórico; la movilización de todos aquellos a los que incluso un poeta de la «otridad» como Lévinas despreció como el «peligro amarillo» –del que posiblemente es su texto más raro, «El debate ruso-chino y la dialéctica» (1960), véase un comentario sobre el conflicto chino-soviético:

¡El peligro amarillo! No es racional, es espiritual. No implica valores inferiores; implica una extrañeza radical, algo extraño al peso de su pasado, desde donde no se filtra ninguna voz o inflexión familiar, un pasado lunar o marciano[2].

¿No recuerda esto a la insistencia de Heidegger, en los años 1930, en que la principal misión del pensamiento occidental hoy en día consiste en defender el avance griego, el gesto fundacional de «Occidente», la superación del universo prefilosófico, mítico, «asiático», luchar contra la renovada amenaza «asiática»: el gran antagonista de Occidente es «lo místico en general y lo asiático en particular»[3]? Es esta «radical extrañeza» asiática lo que el movimiento comunista de Mao Tse-tung moviliza, politiza.

En su Fenomenología del espíritu, Hegel introduce su famosa idea de que la feminidad constituye «la eterna ironía de la comunidad»: la feminidad

cambia por medio de la intriga el fin universal del gobierno en un fin privado, transforma su actividad universal en una obra de un individuo particular y pervierte la propiedad universal del Estado al convertirla en posesión y ornamento de la familia[4].

En contraste con la ambición masculina, una mujer quiere el poder a fin de promover sus propios estrechos intereses familiares o, aún peor, su capricho personal, incapaz como es de percibir la dimensión universal de la política del Estado. ¿Cómo no recordar la tesis de F. W. J. Schelling según la cual «el mismo principio que en su inoperatividad nos porta y sostiene es el que en su operatividad nos consumaría y destruiría»[5]? Un poder que, cuando se mantiene en su lugar adecuado, puede resultar benigno y pacificador, se convierte en lo radicalmente opuesto a él, en la furia más destructiva, en el momento en que interviene en un nivel superior, el nivel que no es el suyo propio: la misma feminidad que, dentro del círculo cerrado de la vida familiar, es el poder mismo del amor protectivo se convierte en frenesí obsceno cuando se manifiesta en el nivel de los asuntos públicos y de Estado... En resumen, está bien que una mujer proteste contra el poder estatal público en defensa de los derechos de la familia y el parentesco; pero pobre de una sociedad en la que las mujeres se empeñen en influir directamente en las decisiones concernientes a los asuntos de Estado, manipulando a sus débiles parejas masculinas, emasculándolos efectivamente... ¿No sucede algo parecido con el terror provocado por la perspectiva de despertar a las anónimas masas asiáticas? Éstas son aceptables si protestan contra su destino y nos permiten ayudarles (mediante acciones humanitarias a gran escala), pero no cuando se «hacen directamente con el poder» ellas mismas, para horror de los comprensivos liberales siempre dispuestos a apoyar la revuelta de los pobres y desposeídos a condición de que se haga con buenos modales.

El admirador secreto de Bourdieu en el Cáucaso de Georgi M. Derlugian[6] cuenta la extraordinaria historia de Musa Shanib de Abjazia, el líder intelectual de esta turbulenta región que de manera increíble se convirtió de intelectual disidente soviético en respetado profesor de filosofía pasando por reformista político democrático y caudillo fundamentalista musulmán, con toda su carrera marcada por la extraña admiración por el pensamiento de Pierre Bourdieu. Hay dos modos de abordar tal figura. La primera reacción consiste en despreciarla en cuanto una excentricidad local, tratarla con ironía benevolente: «Qué elección tan extraña, Bourdieu: a saber lo que este folclórico tipo ve en Bourdieu...». La segunda reacción consiste en afirmar directamente el alcance universal de la teoría: «Mirad si es universal la teoría, que cualquier intelectual, desde París hasta Abjazia, puede debatir las teorías de Bourdieu...». La verdadera tarea, por supuesto, es evitar ambas opciones y afirmar la universalidad de una teoría como resultado de un trabajo y una lucha teóricos muy intensos, una lucha no externa a la teoría: la cuestión no es (sólo) que a Shanib le costó mucho trabajo saltarse las limitaciones del contexto local y comprender a Bourdieu: la apropiación de Bourdieu por un intelectual abjazio también afecta a la sustancia misma de la teoría y la transpone a un universo diferente. ¿No hizo –mutatis mutandis– Lenin algo parecido con Marx? La desviación de Mao con respecto a Lenin y Stalin incumbe a la relación entre la clase obrera y el campesinado: Lenin y Stalin desconfiaban muy profundamente del campesinado, veían como una de las principales tareas del poder soviético acabar con la inercia de los campesinos, su apego sustancial a la tierra, «proletarizarlos» y con ello exponerlos plenamente a la dinámica de la modernización... en claro contraste con Mao, el cual, en sus notas críticas sobre Losproblemas económicos del socialismo en la URSS de Stalin (1958), señalaba que «los puntos de vista de Stalin son casi completamente erróneos. Su error fundamental proviene de su falta de confianza en el campesinado»[7]. Las consecuencias teóricas y políticas de esta desviación son verdaderamente tremendas: implican nada menos que una reelaboración a fondo de la noción hegeliana en Marx de la posición proletaria como la posición de la «subjetividad desustanciada», de los reducidos al abismo de su subjetividad.

Este es el movimiento de la «universalidad concreta», esta «transubstanciación» radical por la cual la teoría original tiene que reinventarse en un nuevo contexto: sólo sobreviviendo a este transplante puede emerger como efectivamente universal. Y, por supuesto, de lo que aquí se trata no es del proceso pseudohegeliano de «alienación» y «desalienación», de cómo la teoría original es «alienada» y luego tiene que incorporar el contexto ajeno, reapropiárselo, subordinarlo a sí misma: lo que a tal noción pseudohegeliana se le escapa es la manera en que este violento transplante a un contexto ajeno afecta radicalmente a la teoría original misma, de modo que, cuando esta teoría «regresa a sí misma en su otridad» (se reinventa en el contexto ajeno), su misma sustancia cambia... y, sin embargo, esta desviación no es solamente la reacción a una sacudida externa, sigue siendo una transformación inherente de la misma teoría de la superación del capitalismo. Así es cómo el capitalismo es una «universalidad concreta»: de lo que se trata no es de aislar lo que todas las formas particulares de capitalismo tienen en común, los rasgos universales que comparten, sino de comprender esta matriz como una fuerza positiva en sí misma, como algo que todas las formas particulares en vigor tratan de contrarrestar a fin de contener sus efectos destructivos.

El signo más fiable del triunfo ideológico del capitalismo es la virtual desaparición del término mismo en las últimas dos o tres décadas: desde los años 1990,

virtualmente nadie, con la excepción de unos cuantos marxistas supuestamente arcaicos (una «especie en peligro de extinción»), se refería ya al capitalismo. El término simplemente se había suprimido del vocabulario de los políticos, sindicalistas, escritores y periodistas... por no mencionar a los sociólogos, que lo habían relegado al olvido histórico[8].

¿Y qué pasa con el auge del movimiento antiglobalización en los últimos años? ¿No contradice claramente este diagnóstico? En absoluto: un examen minucioso muestra rápidamente cómo también este movimiento sucumbe a «la tentación de transformar una crítica del capitalismo mismo (centrada en los mecanismos económicos, las formas de organización del trabajo y el logro de beneficios) en una crítica del “imperialismo”»[9]. De manera que cuando uno habla de «la globalización y sus agentes», el enemigo se externaliza (normalmente en forma de vulgar antiamericanismo). Desde esta perspectiva, en la que la principal tarea hoy en día es combatir al «imperio americano», cualquier aliado es bueno si es antiamericano, y así el desenfrenado capitalismo «comunista» chino, los violentos antimodernidad islámicos, así como el obsceno régimen de Lukashenko en Bielorrusia (véase la visita de Chávez a Bielorrusia en julio de 2006), pueden aparecer como progresistas compañeros de armas antiglobalización... Lo que aquí tenemos es, por consiguiente, otra versión de la infame noción de «modernidad alternativa»: en lugar de la crítica del capitalismo como tal, de enfrentarse a su mecanismo básico, con lo que nos encontramos es con la crítica del «exceso» imperialista, con la noción (tácita) de la movilización de los mecanismos capitalistas en un marco distinto, más «progresista».

Así es cómo debería abordarse lo que posiblemente constituye la principal contribución de Mao a la filosofía marxista, sus elucubraciones sobre el concepto de contradicción: no debería descartárselas como una regresión filosófica sin valor (lo cual, como puede fácilmente demostrarse, estriba en una vaga noción de «contradicción» que simplemente significa «lucha de tendencias opuestas»). La tesis más importante de su gran texto «Sobre la contradicción» en relación con las dos facetas de las contradicciones, «las contradicciones principales y las no principales en un proceso, y los aspectos principales y los no principales de una contradicción», merece ser leída con atención. Lo que Mao reprocha a los «marxistas dogmáticos» es que «no comprenden que es precisamente en la particularidad de la contradicción donde reside la universalidad de la contradicción»:

Por ejemplo: en la sociedad capitalista, las dos fuerzas contradictorias, el proletariado y la burguesía, constituyen la contradicción principal. Las otras contradicciones, como las que existen entre los remanentes de la clase feudal y la burguesía, entre la pequeña burguesía campesina y la burguesía, entre el proletariado y la pequeña burguesía campesina, entre la burguesía no monopolista y la monopolista, entre la democracia y el fascismo en el seno de la burguesía, entre los diversos países capitalistas, entre el imperialismo y las colonias, etc., son todas determinadas por esta contradicción principal o sujetas a su influencia [...]

Cuando el imperialismo desata una guerra de agresión contra un país así, las diferentes clases de éste, excepto un pequeño número de traidores, pueden unirse temporalmente en una guerra nacional contra el imperialismo. Entonces, la contradicción entre el imperialismo y el país en cuestión pasa a ser la contradicción principal, mientras todas las contradicciones entre las diferentes clases dentro del país (incluida la contradicción, que era la principal, entre el sistema feudal y las grandes masas populares) quedan relegadas temporalmente a una posición secundaria y subordinada[10].

Este es el punto clave en Mao: la contradicción principal (universal) no se solapa con la contradicción que debería tratarse como dominante en una situación particular: la dimensión universal reside literalmente en esta contradicción particular. En cada situación concreta, la predominante es una contradicción «particular» y diferente en el preciso sentido de que, a fin de ganar la batalla por la resolución de la contradicción principal, una contradicción particular debería ser como la predominante, a la cual deberían subordinarse todas las demás luchas. En la China bajo la ocupación japonesa, la unidad patriótica contra los japoneses era lo principal si el comunismo quería ganar la lucha de clases: toda concentración directa en la lucha de clases en estas condiciones iba contra la lucha de clases misma. (Éste es, tal vez, el principal rasgo del «oportunismo dogmático»: insistir en la importancia de la contradicción principal en el momento equivocado.) El otro punto clave afecta al aspecto principal de una contradicción; por ejemplo, con respecto a la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción,

las fuerzas productivas, la práctica y la base económica desempeñan por regla general el papel principal y decisivo; quien niegue esto no es materialista. Pero hay que admitir también que, bajo ciertas condiciones, las relaciones de producción, la teoría y la superestructura desempeñan, a su vez, el papel principal y decisivo. Cuando el desarrollo de las fuerzas productivas se hace imposible sin un cambio de las relaciones de producción, este cambio desempeña el papel principal y decisivo[11].

Lo que desde el punto de vista político está en juego en este debate es decisivo: lo que Mao intenta es afirmar el papel clave, en la lucha política, de aquello a lo que la tradición marxista suele referirse como el «factor subjetivo»: la teoría, la superestructura. Esto es lo que, según Mao, Stalin pasó por alto:

Desde el principio hasta el final de su libro, [Los problemas económicos del socialismo en la URSS] Stalin no habla de la superestructura en ningún sitio. No tiene en cuenta al hombre. Ve las cosas, pero no al hombre […] Los soviéticos no se interesan más que en las relaciones de producción. Ignoran la superestructura, la política y el papel del pueblo. Es imposiblre pasar al comunismo si no hay movimiento comunista[12].

Alain Badiou, un verdadero maoísta aquí, aplica esto a la constelación actual y evita centrarse en la lucha anticapitalista, ridiculiza incluso la forma principal que adopta hoy en día (el movimiento antiglobalización) y define la lucha por la emancipación en términos estrictamente políticos como la lucha contra la democracia (liberal), la forma ideológico-política hoy predominante. «Hoy en día el enemigo no se llama ni Imperio ni Capital. Se llama Democracia»[13]. Lo que, hoy en día, impide el cuestionamiento radical del capitalismo mismo es precisamente la creencia en la forma democrática de la lucha contra el capitalismo. La postura de Lenin contra el «economicismo» así como contra la política «pura» es crucial hoy en día por lo que se refiere a la actitud dividida hacia la economía en (lo que queda de) la Izquierda: por un lado, los «políticos puros» que abandonan la economía como el escenario de la lucha y la intervención; por otro lado, los «economistas», fascinados por el funcionamiento de la economía global hoy en día, que descartan toda posibilidad de una intervención política propiamente dicha. Con respecto a esta división, hoy más que nunca deberíamos volver a Lenin: sí, la economía es el dominio clave, ahí es donde se decidirá la batalla, uno tiene que romper el hechizo del capitalismo global... pero la intervención debería ser propiamente política, no económica. Hoy, cuando todo el mundo es «anticapitalista», hasta e incluso las películas «sociocríticas» de Hollywood sobre la conspiración (desde Enemigo público hasta El dilema) en las que el enemigo lo constituyen las grandes empresas con su implacable persecución del beneficio, el significante «anticapitalismo» ha perdido su aguijón subversivo. Lo que debería problematizarse es lo manifiestamente opuesto a este «anticapitalismo»: la fe en la sustancia democrática de los americanos honestos que desmontarán la conspiración. Éste es el núcleo duro del universo capitalista global actual, su verdadero significante-maestro: la democracia[14]. La otra elucubración de Mao sobre el concepto de contradicción en su «Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo» (1957) tampoco puede reducirse a su rasgo más famoso, la cuestión más bien de sentido común de distinguir entre las contradicciones antagónicas y no antagónicas:

Las contradicciones entre nosotros y el enemigo son antagónicas. En cuanto a las contradicciones en el seno del pueblo, las que existen dentro de las masas trabajadoras no son antagónicas, mientras que las existentes entre la clase explotada y la explotadora tienen, además del aspecto antagónico, otro no antagónico [...] bajo la dictadura democrática popular, deben usarse dos métodos diferentes –la dictadura y la democracia– para resolver dos tipos de contradicciones de distinto carácter: las contradicciones entre nosotros y el enemigo, y las existentes en el seno del pueblo[15].

Esta distinción debería leerse siempre junto con su más «ominoso» complemento, una advertencia de que los dos aspectos pueden solaparse: «En circunstancias normales, las contradicciones en el seno del pueblo no son antagónicas. Sin embargo, pueden llegar a serlo si no las tratamos como es debido o si aflojamos nuestra vigilancia y nos adormecemos políticamente». El diálogo democrático, la coexistencia pacífica de diferentes orientaciones en el seno de la clase obrera, no es algo simplemente dado, un estado de cosas natural, sino algo conseguido y conservado por la vigilancia y la lucha. También aquí la lucha tiene prioridad sobre la unidad: el mismo espacio de la unidad tiene que ganarse mediante la lucha.

¿Y qué hacemos con estas elucubraciones? Habría que ser muy preciso al diagnosticar, en el muy abstracto nivel de la teoría, en qué Mao tenía razón y en qué se equivocaba. Mao tenía razón al rechazar la noción clásica de «síntesis dialéctica» como la «reconciliación» de los opuestos, como una unidad superior que comprende la lucha de éstos; se equivocaba al formular este rechazo, esta insistencia en la prioridad de la lucha, de la división, por encima de toda síntesis o unidad, en términos de una cosmología-ontología general de la «eterna lucha de opuestos»: por eso es por lo que se vio atrapado en la simplista, propiamente hablando no dialéctica, noción de la «mala infinitud» de la lucha. Mao regresa claramente aquí al primitivo proverbio pagano sobre cómo toda criatura, toda forma determinada de vida, más tarde o más temprano llega a su fin: «Una cosa destruye a otra, las cosas nacen, se desarrollan y son destruidas, en todas partes sucede así. Si las cosas no son destruidas por otras, entonces se destruyen a sí mismas». A Mao habría que reconocerle la razón que tiene en este nivel: él va todo el tiempo en esta dirección y aplica el principio no solamente al comunismo mismo; véase el siguiente pasaje, en el que Mao da un gigantesco «salto adelante» ontológico desde la división de los núcleos atómicos en protones, antiprotones, etc., hasta la inevitable división del comunismo en etapas:

Yo no creo que el comunismo no se divida en etapas y que no haya cambios cualitativos. Lenin decía que todas las cosas pueden dividirse. Como ejemplo puso el átomo, del que dijo que no sólo podía dividirse, sino que también el electrón podía dividirse. Antiguamente, sin embargo, se sostenía que el átomo no se podía dividir; la rama de la ciencia dedicada a la división del núcleo atómico es todavía muy joven, sólo tiene veinte o treinta años de edad. En las últimas décadas, los científicos han descompuesto el núcleo del átomo en sus constituyentes, como los protones, antiprotones, neutrones, antineutrones, mesones y antimesones[16].

Él da incluso un paso más allá hasta llegar a la humanidad misma, y prevé, de una manera protonietzscheana, la «superación» del hombre:

La vida de la dialéctica es el movimiento continuo hacia los opuestos. La humanidad también acabará por desaparecer. Cuando los teólogos hablan del día del Juicio Final, son pesimistas y aterran a la gente. Nosotros decimos que el fin de la humanidad es algo que producirá algo más avanzado que la humanidad. La humanidad se halla todavía en su infancia[17].

Y, más aún, el ascenso de (algunos) animales mismos a lo que hoy en día consideramos un nivel de consciencia exclusivamente humano:

En el futuro los animales continuarán desarrollándose. No creo que sólo los hombres sean capaces de tener dos manos. ¿No pueden evolucionar los caballos, las vacas, las ovejas? ¿Sólo los monos pueden evolucionar? Y, más aún, ¿puede ser que de todos los monos sólo una especie pueda evolucionar y todas las demás sean incapaces de evolucionar? Dentro de un millón de años, diez millones de años, ¿serán los caballos, las vacas y las ovejas lo mismo que ahora? Yo creo que no dejarán de cambiar. Los caballos, las vacas, las ovejas y los insectos, todos cambiarán[18].

Para Mao esta «perspectiva cósmica» no es solamente un irrelevante caveat filosófico; tiene precisas consecuencias ético-políticas. Cuando Mao desprecia prepotentemente la amenaza de la bomba atómica, no está minimizando el peligro: él es plenamente consciente de que la guerra nuclear puede llevar a la extinción de la humanidad como tal, de manera que, para justificar su desafío, tiene que adoptar la «perspectiva cósmica» desde la que el final de la vida sobre la Tierra «no significaría mucho para el universo en su conjunto»:

Ese montoncillo de bombas atómicas que poseen los EEUU no es suficiente para acabar con los chinos. Aun en el caso de que los EEUU, contando con bombas atómicas de un poderío mucho mayor que el actual, las arrojaran sobre China hasta horadar el globo terrestre y volarlo, eso, aunque podría ser un acontecimiento de gran magnitud para el sistema solar, no significaría mucho para el universo en su conjunto[19].

Esta «perspectiva cósmica» se halla asimismo en la base de la desdeñosa actitud de Mao hacia los costes humanos de los esfuerzos económicos y políticos. Si se ha de creer la última biografía de Mao[20], él causó la mayor hambruna de la historia al exportar comida a Rusia para comprar industrias nucleares y armamentísticas: entre 1958 y 1061, el hambre y los trabajos forzados causaron la muerte de 38 millones de personas. Mao sabía exactamente lo que estaba sucediendo y dijo: «Bien pudiera ser que tuviera que morir la mitad de la China». Esta es la actitud instrumental en su formulación más radical: matar como parte de un intento implacable de lograr un objetivo, reducir a las personas a un medio disponible; y lo que no debería perderse de vista es que el holocausto nazi no fue lo mismo: el exterminio de los judíos no formaba parte de una estrategia racional, sino de un objetivo autotélico, un exceso «irracional» meticulosamente planeado (recuérdese la deportación de los últimos judíos de las islas griegas en 1944, justo antes de la retirada alemana, o el empleo masivo de trenes para transportar judíos en lugar de material de guerra en 1944). Por eso Heidegger se equivoca cuando reduce el holocausto a la producción industrial de cadáveres: eso lo fue el comunismo estalinista, pero no el nazismo[21].

La consecuencia conceptual de esta «mala infinitud» que pertenece al evolucionismo vulgar es el coherente rechazo por parte de Mao de la «negación de la negación» como una ley dialéctica universal. En polémica explícita contra Engels (y, dicho sea de paso, siguiendo a Stalin, que, en su Sobre el materialismo dialéctico e histórico, tampoco menciona la «negación de la negación» entre los «cuatro rasgos principales de la dialéctica marxista»):

Engels hablaba de las tres categorías, pero personalmente no creo en dos de esas categorías. (La unidad de los opuestos es la ley más básica, la transformación de la cualidad en cantidad y viceversa es la unidad de los opuestos cualidad y cantidad, y la negación de la negación no existe en absoluto.) [...] La negación de la negación no existe. Afirmación, negación, afirmación, negación... en el desarrollo de las cosas, cada eslabón de la cadena de acontecimientos es a la vez afirmación y negación. La sociedad esclavista negaba la sociedad primitiva, pero en relación con la sociedad feudal constituía, a su vez, la afirmación. La sociedad feudal constituía la negación en relación con la sociedad capitalista. La sociedad capitalista era la negación en relación con la sociedad feudal, pero es, a su vez, la afirmación en relación con la sociedad socialista[22].

Según esto, Mao rechaza mordazmente la categoría de la «síntesis dialéctica» de los opuestos y promueve su propia versión de la «dialéctica negativa»: para él, en último término, toda síntesis es lo que Adorno en su crítica de Lukács llamó la «erpresste Versöhnung» (reconciliación impuesta), en el mejor de los casos una pausa momentánea en la lucha en curso, que ocurre no cuando los opuestos son unidos, sino cuando un bando simplemente derrota al otro:

¿Qué es la síntesis? Todos habéis sido testigos de cómo los dos opuestos, el Kuomintang y el Partido Comunista, se sintetizaron en el continente. La síntesis se produjo así: sus ejércitos vinieron, y nosotros los devoramos, nos los comimos a mordiscos [...]. Una cosa comiéndose a otra, el pez grande comiéndose al pez pequeño, eso es la síntesis. En los libros nunca se ha explicado así. Tampoco yo lo he explicado nunca de este modo en mis libros. Por su parte, Yang Hsien-chen cree que dos se combinan en uno, y que la síntesis es el vínculo indisoluble entre dos opuestos. ¿Qué vínculos indisolubles hay en este mundo? Las cosas pueden unirse, pero al final tienen que separarse. No hay nada que no se pueda separar[23].

(Nótese el tono de estar compartiendo un secreto no destinado a hacerse público, como si Mao estuviera divulgando su «doctrina secreta», la cruel pero realista lección que socava el dichoso optimismo público...) Esto es lo que se hallaba en el centro del famoso debate, a finales de los años 1950, sobre el Uno y el Dos (¿se une el Dos en Uno, o bien se divide el Uno en Dos?): «En todas las cosas, la unidad de los opuestos es condicional, temporal y transitoria y, por tanto, relativa, mientras que la lucha de los opuestos es absoluta». Esto nos lleva a lo que se está tentado de llamar el mandamiento ético-político de Mao: parafraseando las últimas palabras de L’innommable de Beckett, «en el silencio uno no sabe, uno debe seguir cortando, yo no puedo seguir, seguiré cortando»[24]. A este mandamiento debería encontrársele su adecuado linaje filosófico. Hablando en líneas generales, de una constelación antagonista de o bien/o bien caben dos enfoques filosóficos: o bien uno opta por un polo contra el otro (el bien contra el mal, la libertad contra la opresión, la moralidad contra el hedonismo, etc.), o bien uno adopta una actitud «más profunda» haciendo hincapié en la complicidad de los opuestos y abogando por una medida adecuada o por su unidad. Aunque la dialéctica de Hegel parece una versión del segundo enfoque (la «síntesis» de los opuestos), él opta por una inaudita tercera versión: la manera de resolver el punto muerto no consiste ni en comprometerse en el combate en favor del bando «bueno» contra el «malo», ni en tratar de unirlos en una «síntesis» equilibrada, sino en optar por el bando malo del o bien/o bien inicial. Por supuesto, esta «elección de lo peor» fracasa, pero en su fracaso socava todo el campo de alternativas y, por tanto, nos posibilita la superación de sus términos.

El primero en proponer tal matriz de divisiones fue Gorgias. Su Sobre la naturaleza, o lo no existente (el texto únicamente sobrevivió en forma resumida en Sexto Empírico, y en el Sobre Meliso, Jenófanes y Gorgias de Aristóteles) puede compendiarse en tres proposiciones. (a) Nada existe; (b) Si algo existiese, no podría ser conocido; (c) Si algo existiese y pudiese ser conocido, no podría ser comunicado a los demás. Si alguna vez hubo un caso claro de la lógica freudiana de la tetera prestada (que suministra razones mutuamente excluyentes), es este[25]: (1) Nada existe. (2) Lo que existe no puede ser conocido. (3) Lo que conocemos no podemos comunicarlo a otros... Pero más interesante es el repetido modo «diagonal» de división del género en especies. Las cosas existen o no. Si existen, pueden ser conocidas o no. Si pueden ser conocidas, pueden ser comunicadas a otros o no. Sorprendentemente, encontramos la misma diferenciación progresiva en el final opuesto de la historia de la filosofía occidental, en la sofistería del siglo xx llamada el «materialismo dialéctico» (Diamat). En Sobre el materialismo dialéctico e histórico de Stalin, cuando se enumeran los cuatros rasgos de la dialéctica:

Los principales rasgos del método dialéctico marxista son los siguientes:

Por oposición a la metafísica, la dialéctica no considera a la naturaleza como un conglomerado casual de objetos, de fenómenos, desligados, aislados e independientes unos de otros, sino como un todo articulado e integral [...].

Por oposición a la metafísica, la dialéctica no considera a la naturaleza como algo quieto e inmóvil, estancado e inmutable, sino como algo sujeto a movimiento y cambio continuos, de renovación y desarrollo continuos [...].

Por oposición a la metafísica, la dialéctica no examina el proceso de desarrollo de los fenómenos como un simple proceso de crecimiento, en el que los cambios cuantitativos no se traducen en cambios cualitativos, sino como un desarrollo en que se pasa de cambios cuantitativos insignificantes e imperceptibles a cambios «fundamentales» manifiestos, a cambios cualitativos, un desarrollo en el que los cambios cualitativos se producen, no de modo gradual, sino rápida y abruptamente, en forma de saltos de un estado a otro [...].

Por oposición a la metafísica, la dialéctica considera que las contradicciones son inherentes a todas las cosas y fenómenos de la naturaleza, pues todos ellos tienen su lado positivo y su lado negativo, un pasado y un futuro, algo en trance de desaparición y algo en desarrollo; y que la lucha entre estos [...] constituye el contenido interno del proceso de desarrollo, el contenido interno del proceso de desarrollo[26].

En primer lugar, la naturaleza no es un conglomerado de fenómenos dispersos, sino un todo articulado. En segundo lugar, este Todo no es inmóvil, sino que está en movimiento y cambio constantes. Además, este cambio no es sólo un gradual amontonamiento cuantitativo, sino que implica saltos y rupturas cualitativos. Finalmente, este desarrollo cualitativo no es en absoluto un desarrollo armonioso, sino que lo propulsa la lucha de opuestos... La trampa aquí es que nosotros en efecto no nos hallamos ante la diéresis platónica, la subdivisión gradual de un género en especies y luego de las especies en subespecies: la premisa subyacente es la de que este proceso «diagonal» de división es en realidad vertical, es decir, que ante lo que nos hallamos son los diferentes aspectos de la misma división. Para decirlo en la jerga estalinista: un Todo inmóvil no es en realidad un Todo, sino sólo un conglomerado de elementos; un desarrollo que no implica saltos cualitativos no es en realidad un desarrollo, sino sólo una estasis; un cambio cualitativo que no implica lucha de los opuestos no es en realidad un cambio, sino sólo un monótono movimiento cuantitativo... O, dicho en términos más ominosos: quienes abogan por el cambio cualitativo sin lucha de los opuestos en realidad se oponen al cambio y abogan por la continuación de lo mismo; quienes abogan por el cambio sin saltos cualitativos en realidad se oponen al cambio y abogan por la inmovilidad... El aspecto político de esta lógica es claramente discernible: «quienes abogan por la transformación del capitalismo en el socialismo sin lucha de clases en realidad rechazan el socialismo y abogan por la continuación del capitalismo», etcétera.

Hay dos famosas ocurrencias de Stalin basadas en esta lógica. Cuando Stalin respondió a la pregunta: «¿Qué desviación es peor, la derechista o la izquierdista?», diciendo: «¡Las dos son peores!», la premisa subyacente es que la izquierdista en realidad («objetivamente», como a Stalin le gustaba decirlo) no es izquierdista en absoluto, sino ¡una desviación derechista disimulada! Cuando Stalin escribió, en un informe presentado en un congreso del Partido, que los delegados, con una mayoría de votos, habían aprobado unánimemente la resolución del Comité Central, la premisa subyacente es, una vez más, que de hecho en el Partido no había ninguna minoría: quienes votaron en contra se excluyeron con ello a sí mismos del Partido... En todos estos casos, el género se solapa (coincide por entero) repetidamente con una de sus especies. Esto es también lo que permite a Stalin leer la historia retroactivamente, de modo que las cosas «se aclaran» retroactivamente: no es que Trotsky primero luchara por la revolución con Lenin y Stalin y luego, en una determina fase, optara por una estrategia diferente de aquella por la que Stalin abogaba; esta última oposición (Trotsky / Stalin) «aclara» cómo, «objetivamente», Trotsky estuvo todo el tiempo en contra de la revolución.

El mismo procedimiento encontramos en el impasse clasificatorio al que los ideólogos y activistas políticos estalinistas se enfrentaron en su lucha por la colectivización en los años 1928-1933. Al intentar explicar su lucha por aplastar la resistencia de los campesinos en términos marxistas «científicos», dividieron a los campesinos en tres categorías (clases): los campesinos pobres (que, sin tierra o con una cantidad mínima de tierra, trabajaban para otros), los aliados naturales de los obreros; los campesinos autónomos medios, que oscilaban entre los explotados y los explotadores; los campesinos ricos, los «kulaks» (que empleaban a otros trabajadores, les prestaban dinero o semillas, etc.), la «clase enemiga» explotadora que, en cuanto tal, había que «liquidar». No obstante, en la práctica esta clasificación fue haciéndose cada vez más difusa e inoperativa: en el estado de pobreza generalizada los criterios claros iban quedando sin aplicación, y las otras dos categorías solían unirse a los kulaks en su resistencia a la colectivización forzosa. Se introdujo por consiguiente una categoría adicional, la de un «subkulak», un campesino que, aunque por su situación económica era demasiado pobre para considerarlo un kulak propiamente dicho, sin embargo compartía la actitud «contrarrevolucionaria» de los kulaks. El «subkulak» fue por tanto

un término carente de cualquier contenido social real incluso para los parámetros estalinistas, sino meramente enmascarador de una manera bastante poco convincente en cuanto tal. Como oficialmente se estipulaba, «por “kulak” entendemos al exponente de ciertas tendencias políticas con suma frecuencia discernibles en el subkulak, masculino y femenino». En consecuencia, todo campesino era susceptible de deskulakización; y el profuso empleo del concepto de «subkulak» ampliaba la categoría de las víctimas mucho más allá de las mayores estimaciones oficiales de kulaks propiamente dichos[27].

No tiene nada de extraño que los ideólogos y economistas oficiales acabaran por renunciar cualquier esfuerzo por dar una definición «objetiva» de kulak: «Las razones aducidas en un comentario soviético son que “las antiguas actitudes de un kulak han casi desaparecido, y las nuevas no permiten su reconocimiento”»[28]. El arte de identificación de un kulak ya no era una cuestión de análisis social objetivo; se convirtió en asunto de una compleja «hermenéutica de la sospecha», de identificación de las «verdaderas actitudes políticas» de uno ocultas bajo engañosas proclamas públicas, de modo que Pravda tuvo que admitir que «incluso los mejores activistas no pueden en muchas ocasiones identificar al kulak»[29].

A lo que todo esto apunta es a la mediación dialéctica de la dimensión «subjetiva» y «objetiva»: el «subkulak» ya no designa una categoría social «objetiva»; designa el punto en el que el análisis social objetivo fracasa y la actitud política subjetiva se inscribe directamente en el orden «objetivo»; en lacanés, el «subkulak» constituye el punto de subjetivización de la cadena «objetiva»: campesino pobre-campesino medio-kulak. No es una subcategoría (o subdivisión) «objetiva» de la clase de los «kulaks», sino simplemente el nombre de la actitud política subjetiva «kulak»; lo cual explica la paradoja de que, aunque aparece como una subdivisión de la clase de los «kulaks», la clase de los «subkulaks» es una especie que desborda a su propio género (el de los kulaks), pues «subkulaks» pueden también encontrarse entre los campesinos medios e incluso pobres. En resumen, el «subkulak» denomina la división política como tal, el Enemigo cuya presencia atraviesa el entero cuerpo social de los campesinos, razón por la cual puede encontrarse en todas partes, en las tres clases campesinas sin excepción. Esto nos devuelve al procedimiento de la diéresis estalinista: el «subkulak» denomina el elemento excesivo que atraviesa todas las clases, la excrecencia que ha de eliminarse.

Y, para volver a Gorgias, su argumentación debería leerse del mismo modo. Tal vez parezca que Gorgias procede en tres divisiones coherentes: en primer lugar, las cosas existen o no; luego, si existen, pueden ser conocidas o no; finalmente, si pueden ser conocidas, este conocimiento lo podemos comunicar a otros o no. Sin embargo, la verdad de esta subdivisión gradual vuelve a ser la repetición de una y la misma línea de división: si no podemos comunicar algo a los otros, significa que «en realidad» nosotros mismos no lo conocemos; si no podemos conocer algo, significa que «en realidad» no existe en sí mismo. En esta lógica hay una verdad: como ya Parménides, maestro y referencia de Gorgias, dijo, pensar (conocer) es lo mismo que ser, y el pensamiento (conocimiento) mismo está enraizado en el lenguaje (la comunicación). «Los límites de mi lenguaje constituyen el límite de mi mundo.»

La lección de Hegel (y de Lacan) aquí es que a esta diéresis habría que darle la vuelta: sólo podemos hablar de cosas que no existen (esto Jeremy Bentham lo intuye en su teoría de las ficciones); o, más modesta y precisamente, el habla (presu)pone una carencia / agujero en el orden positivo del ser. Así que no sólo podemos pensar en cosas no-existentes (razón por la cual la religión es consustancial a la «naturaleza humana», su eterna tentación); también podemos hablar sin pensar: no sólo en el sentido vulgar de simplemente farfullar incoherentemente, sino en el sentido freudiano de «decir más de lo que queríamos», de producir un sintomático lapsus linguae. De manera que no es que aunque conozcamos algo no podemos comunicárselo a otros: podemos comunicar a otros cosas que no conocemos (o, más precisamente, para parafrasear a Donald Rumsfeld, cosas que no sabemos que sabemos, pues, para Lacan, el inconsciente en cuanto une bévue es un savoir qui ne se sait pas). Por eso la posición hegeliano-lacaniana no es ni la de Platón ni la de sus oponentes sofistas; contra Platón, habría que afirmar que no sólo podemos hablar de cosas que no entendemos-pensamos, sino que en último término solamente hablamos de ellas, de ficciones. Y, contra los sofistas, habría que afirmar que esto no devalúa en absoluto la verdad, pues, como dice Lacan, la verdad tiene la estructura de una ficción.

Así que ¿en qué se queda corto Mao aquí? En la manera en que opone este mandamiento de separar, de dividir, la síntesis dialéctica. Cuando Mao se refiere burlonamente a la «sintetización» como la destrucción del enemigo o su subordinación, su error estriba en esta misma actitud burlona: no ve que esta es la verdadera síntesis hegeliana ... ¿Qué es, pues, la «negación de la negación» hegeliana? En primer lugar, el viejo orden es negado en su propia forma ideológico-política; luego, esta forma misma ha de ser negada. Quienes vacilan, quienes temen dar el segundo paso en la superación de esta forma misma, son quienes (para repetir a Robespierre) quieren una «revolución sin revolución»; y Lenin despliega toda la fuerza de su «hermenéutica de la sospecha» en el discernimiento de las diferentes formas de esta retirada. La verdadera victoria (la verdadera «negación de la negación») se produce cuando el enemigo habla tu idioma. En este sentido, una verdadera victoria es una victoria en la derrota: ocurre cuando el mensaje específico de uno es aceptado como fundamento universal, incluso por el enemigo. (Por ejemplo, en el caso de la ciencia racional frente a la creencia, la verdadera victoria de la ciencia tiene lugar cuando la Iglesia comienza a defenderse en el idioma de la ciencia.) O, en la política contemporánea del Reino Unido, como no pocos comentaristas perspicaces han observado, la revolución thatcheriana fue en sí misma caótica, impulsiva, marcada por contingencias impredecibles, y solamente el gobierno blairita de la «Tercera Vía» fue capaz de institucionalizarla, de estabilizarla en nuevas formas institucionales o, para decirlo en hegeliano, de ascender a necesidad (lo que al principio pareció) una contingencia, un accidente histórico. En este sentido, Blair repitió el thatcherismo, elevándolo a concepto, del mismo modo que, para Hegel, Augusto repitió a César, transformando-sublimando un (contingente) nombre personal en concepto, en título. Thatcher no fue thatcheriana, simplemente fue ella misma: sólo Blair (más que John Major) hizo verdaderamente del thatcherismo una noción. La ironía dialéctica de la historia es que sólo un (nominal) enemigo ideológico-político puede hacerle esto a uno, puede elevarle a uno a concepto: el instigador empírico tiene que ser depuesto (Julio César tuvo que ser asesinado, Thatcher tuvo que ser ignominiosamente depuesta).

Las últimas décadas han dado una lección sorprendente, la lección de la socialdemocracia de la Tercera Vía en la Europa Occidental, pero también la lección de los comunistas chinos presidiendo lo que posiblemente constituye el desarrollo más explosivo del capitalismo en toda la historia: nosotros podemos hacerlo mejor. Recuérdese la clásica explicación marxista de la superación del capitalismo: el capitalismo desencadenó la imponente dinámica de la productividad que se autoalimenta; en el capitalismo «todo lo que es sólido se evapora en el aire», el capitalismo es el mayor revolucionario en toda la historia de la humanidad. Por otro lado, esta dinámica capitalista es propulsada por su propio obstáculo o antagonismo interno: el límite último del capitalismo (de la autopropulsada productividad capitalista) es el capital mismo, esto es, los incesantes desarrollo y revolución capitalistas de sus propias condiciones materiales, la demencial danza de su incondicional espiral de productividad, no son en último término más que una desesperada huida hacia delante para escapar a su propia debilitadora contradicción inherente ... El error fundamental de Marx aquí fue concluir, a partir de estas intuiciones, que es posible un orden social nuevo, superior (el comunismo), un orden que no sólo mantendría sino que elevaría a un grado superior y efectivamente liberaría el potencial de la espiral autopropulsada de la productividad que, en el capitalismo, debido a su inherente obstáculo / contradicción, se ve una y otra vez frustrada por crisis económicas socialmente destructivas. En resumen, lo que a Marx se le pasó por alto es que, para decirlo en términos derrideanos clásicos, este inherente obstáculo / antagonismo en cuanto la «condición de imposibilidad» de todo el despliegue de las fuerzas productivas es simultáneamente su «condición de posibilidad»: si abolimos el obstáculo, la contradicción inherente al capitalismo, no obtenemos el impulso plenamente desencadenado a la productividad finalmente librada de su impedimento, sino que perdemos precisamente la productividad que parecía generada y simultáneamente frustrada por el capitalismo: si quitamos el obstáculo, el mismo potencial frustrado por este obstáculo se disipa... Y es como si esta lógica del «obstáculo en cuanto condición positiva» que subyacía al fracaso de los intentos socialistas de superar el capitalismo estuviera ahora regresando con una venganza sobre el capitalismo mismo: el capitalismo puede prosperar plenamente no en el reino sin gravedad del mercado, sino sólo cuando un obstáculo (las mínimas intervenciones del Estado del bienestar, hasta el gobierno político directo del Partido Comunista, como en el caso de la China) restringe su reino sin trabas.

De manera que, irónicamente, ésta es la «síntesis» del capitalismo y el comunismo en el sentido de Mao: en un ejemplo único de la justicia poética de la historia, fue el capitalismo el que se «sintetizó» con el comunismo maoísta. La noticia clave procedente de la China en los últimos años es la aparición de movimientos obreros a gran escala que protestan contra las condiciones laborales que constituyen el precio de la rápida conversión de la China en la primera potencia industrial del mundo, y la brutalidad con que las autoridades los han aplastado... una nueva prueba, si es que era menester otra, de que la China constituye hoy en día el Estado capitalista ideal: libertad para el capital, con el Estado llevando a cabo el «trabajo sucio» de controlar a los trabajadores. La China es la superpotencia emergente del siglo xxi y, por tanto, parece encarnar una nueva clase de capitalismo: indiferencia hacia las consecuencias ecológicas, represión de los derechos laborales, todo subordinado al implacable impulso al desarrollo y a la conversión en la nueva superpotencia. La gran pregunta es: ¿qué hará la China con respecto a la revolución biogenética? ¿No es una apuesta segura que se lanzarán a las manipulaciones genéticas sin restricciones de plantas, animales y humanos, soslayando todos nuestros prejuicios y limitaciones morales «occidentales»?

Este es el precio final por el error teórico de Mao consistente en el rechazo de la «negación de la negación», en su incapacidad para comprender cómo la «negación de la negación» no es un compromiso entre una posición y su negación demasiado radical, sino por el contrario, la única verdadera negación[30]. Y como Mao es incapaz de formular teóricamente esta negación autorrelacionada de la forma misma, se ve atrapado en la «mala infinitud» de la negación infinita, las escisiones en dos, la subdivisión ... En hegeliano, la dialéctica de Mao permanece en el nivel del Entendimiento, de las oposiciones conceptuales fijas; es incapaz de formular la autorrelación propiamente hablando dialéctica de las determinaciones conceptuales. Es este «grave error» (para emplear el término estalinista) lo que llevó a Mao, cuando fue lo bastante valiente para extraer todas las consecuencias de sus posturas, a llegar a una conclusión propiamente hablando sin sentido según la cual, a fin de vigorizar la lucha de clases, uno debería abrir directamente el campo al enemigo:

Dejémosles participar en el capitalismo. La sociedad es muy compleja. Sólo participar en el socialismo y no en el capitalismo, ¿no es eso demasiado simple? ¿No nos faltaría entonces la unidad de los opuestos y sería meramente unilateral? Dejémosles hacerlo. Dejémosles que nos ataquen como locos, que se manifiesten en las calles, que tomen las armas para rebelarse: yo apruebo todas estas cosas. La sociedad es muy compleja: no hay una sola comuna, un solo hsien, un solo departamento del Comité Central, que uno no pueda dividir en dos[31].

Una vez más, lo que Mao no consigue hacer aquí es proceder a la «identidad de los opuestos» propiamente hablando hegeliana, y reconocer efectivamente que la Revolución está luchando y tratando de aniquilar su propia esencia, como en El hombre que era jueves de G. K. Chesterton, donde el jefe de la policía secreta que está organizando la búsqueda del líder anarquista y este misterioso líder acaban por parecer una y la misma persona (Dios mismo, dicho sea de paso). ¿Y no desempeñó en último término el mismo Mao un papel similar, un papel de Dios secular que es al mismo tiempo el mayor rebelde contra sí mismo? Lo que esta identidad chestertoniana del buen señor con el rebelde anarquista activa es la lógica del carnaval social llevada al extremo de la autorreflexión: los estallidos anarquistas no son una transgresión de la ley y el orden –en nuestras sociedades, el anarquismo ya está en el poder con la máscara de la ley y el orden: la justicia es la parodia de la justicia, el espectáculo de la ley y el orden es un carnaval obsceno–, cosa que dejan claros el que posiblemente es el más grande poema político escrito en inglés, «La máscara de la anarquía» de Shelley, que describe el obsceno desfile de las figuras del poder:

Y muchas más Destrucciones se produjeron

en esta espantosa mascarada,

todos disfrazados, hasta los ojos,

de Obispos, abogados, pares o espías.

Finalmente llegó la Anarquía: montaba

un caballo blanco, salpicado de sangre;

él estaba pálido hasta los labios,

como la Muerte en el Apocalipsis.

Y llevaba una corona real;

y en su garra brillaba un cetro;

sobre su ceja vi esta marca: