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Convertirse en madre de alquiler era lo más valiente que había hecho nunca. El príncipe Vincenzo se quedó viudo a causa de un trágico accidente, poco después de que Abby se quedara embarazada. Desde ese momento, la joven y bella americana se convirtió en su único centro de atención. Sin embargo, ella hacía todo lo posible por ignorar la creciente atracción entre ambos pues, al fin y al cabo, era una plebeya y nadie apoyaba su relación. Pero Vincenzo estaba decidido a enfrentarse al protocolo real. Abby era la madre de su hijo… y la mujer de su vida.
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Seitenzahl: 178
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Rebecca Winters
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
La mujer del príncipe, n.º 2551 - septiembre 2014
Título original: Expecting the Prince’s Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4598-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
VINCENZO di Laurentis, príncipe heredero del reino de Arancia, estaba de pie ante uno de los balcones del palacio real con vistas a los jardines para inaugurar el decimoquinto Festival de Abril del Limón y la Naranja. Saludó a la multitud, que había acudido en masa para la ocasión. Aquella era su primera aparición en público desde el funeral de su esposa, la princesa Michelina, hacía seis semanas.
Su país estaba situado entre las fronteras de Francia e Italia, al borde del Mediterráneo. En la ciudad del mismo nombre, vivían ocho mil personas. El resto de sus treinta mil habitantes se repartían en pueblos y pequeñas aldeas. Además del turismo, había dependido de su producción de limones y naranjas durante siglos.
Durante las siguientes dos semanas, Arancia se volcaría en celebrar su principal fuente de ingresos con bandas en las calles, ferias, barcos y estatuas decorados con frutas.
Vincenzo acababa de regresar de un viaje oficial al extranjero y se alegraba de volver a ver a su padre, el rey Guilio. Casi había olvidado lo hermosa que podía ser su tierra natal en primavera con todos sus árboles frutales en flor. Como él, su pueblo esperaba con entusiasmo el final del invierno. Además, la oscuridad que se había apoderado de su pecho con la muerte de Michelina, también parecía comenzar a disiparse.
Su matrimonio no había sido por amor. Aunque se habían prometido a los dieciséis años, apenas habían pasado tiempo juntos hasta que se habían casado, catorce años después. Lo cierto era que Vincenzo se sentía culpable por no haber sido capaz de amarla como ella lo había amado a él.
Nunca había logrado enamorarse de ella. Solo la había admirado y la había respetado, decidido a estar a la altura de lo que se esperaba de él. Por otra parte, después de haber pasado por tres abortos, no habían conseguido tener hijos.
Aunque no había podido amarla con pasión en la cama, el príncipe había hecho todo lo posible por mostrar ternura a su esposa. Había experimentado deseo hacia otras mujeres antes de casarse, pero nunca había entregado su corazón a nadie, sabiendo que había estado prometido.
Vincenzo sospechaba que los padres de Michelina tampoco habían tenido un matrimonio muy feliz. Sus propios padres también habían sufrido bastante, pues era muy difícil que una pareja real pudiera disfrutar de amor verdadero. Michelina se había empeñado en que su caso fuera distinto. Pero no era posible forzar el amor.
Sin embargo, había algo que sí les había dado felicidad. Pocos días antes de que Michelina hubiera muerto, se habían enterado de que había quedado en estado de nuevo. Pero, en esa ocasión, habían tomado las medidas necesarias para impedir que lo perdiera.
Aliviado porque sus obligaciones públicas hubieran terminado por ese día, Vincenzo se dirigió a ver a la mujer que había accedido a ofrecerles su vientre para la implantación del embrión. La norteamericana Abby Loretto llevaba doce años viviendo en los jardines de palacio con su padre italiano, que era jefe de seguridad.
Vincenzo tenía dieciocho años cuando conoció a Abby y se hicieron amigos. Había sido casi como una hermana pequeña para él. Se sentía más unido a ella que a su propia hermana, Gianna, que era seis años mayor.
Los dos habían jugado juntos en el mar y en la piscina. Era una mujer divertida e inteligente. Vincenzo sentía que podía ser él mismo cuando estaba a su lado, olvidar sus preocupaciones y relajarse como no había logrado hacer con nadie más. Ella vivía en la zona de servicio y sabía cómo funcionaba el palacio, por lo que comprendía lo que significaba ser príncipe. No era necesario que él se lo contara.
Cuando la reina madre había muerto, Abby lo había consolado y le había acompañado a dar largos paseos. Vincenzo solo había aceptado su compañía en esas ocasiones. Ella también había perdido a su madre y lo había comprendido mejor que nadie. Además, no le hacía preguntas, ni le pedía nada. Solo quería ser su amiga y compartir pequeñas confidencias. Ambos habían llegado a confiar el uno en el otro.
Abby había formado parte de su vida de tal manera que, años después, cuando se había ofrecido para albergar en su vientre a su hijo, a Vincenzo le había parecido la mejor candidata. A su esposa también le había gustado Abby. Los tres habían trabajado como un equipo, asistiendo a las consultas médicas y a las del psicólogo, hasta la inesperada muerte de Michelina.
Vincenzo se había acostumbrado a asistir a las consultas y, cuando había estado de viaje por trabajo, los días que había pasado sin ver a Abby se le habían hecho eternos. Ella se había convertido en su salvavidas. Necesitaba verla y estar con ella.
Solo podía pensar en regresar a su lado para asegurarse de que el bebé y ella estuvieran bien. Sin embargo, no podía evitar una sensación de culpabilidad. Apenas habían pasado dos meses desde la muerte de su esposa, pero él estaba concentrado en otra mujer, embarazada del bebé que Michelina y él habían concebido.
Era natural que se preocupara por Abby, se dijo. Después de todo, pronto sería padre gracias a ella. Aun así, con Michelina ausente, se sentía como si estuviera haciendo algo malo. Frunciendo el ceño, salió del balcón, pensando que no sabía cómo enfocar aquel dilema emocional.
Abigail Loretto, conocida por sus amigos como Abby, estaba sentada en el sofá de su apartamento en el palacio, secándose el pelo mientras veía la televisión. Había estado viendo en directo al príncipe Vincenzo en la inauguración del festival de la fruta.
Al parecer, su padre, Carlo Loretto, había estado tan ocupado que no había tenido tiempo para informarla del regreso del príncipe.
Ella había conocido a Vincenzo hacía dieciséis años, cuando su padre había sido nombrado jefe de seguridad. El rey los había llevado a sus padres y a ella desde la embajada de Arancia en Washington, para vivir en el palacio. Entonces, ella tenía doce años y él, dieciocho.
Abby se había pasado casi toda la adolescencia observándolo y admirando su cuerpo alto y musculoso. Había sido su ídolo. Incluso había ido guardando todos los recortes que se habían publicado sobre él y algunas fotos en un álbum que siempre había mantenido en secreto. Pero de eso hacía mucho tiempo.
El príncipe era el hombre más imponente que ella había conocido en su vida, aunque tenía muchas caras, dependiendo de su estado de ánimo. Por lo que parecía, en ese momento, estaba más descansado que antes de salir de viaje.
A veces, cuando él estaba disgustado, ella temía acercarse. Otras veces, podía ser encantador y divertido. Nadie era inmune a su carisma masculino. Michelina había sido la mujer más afortunada de la tierra.
La foto de Vincenzo siempre ocupaba las portadas de las revistas europeas. El guapo heredero era un atractivo perfecto para las cámaras.
Al saber que estaba de vuelta, Abby se relajó. Las seis semanas que había estado sin hablar con él sobre el bebé le habían parecido eternas. Sabía que Vincenzo la buscaría en algún momento. Pero, después de haber estado tanto tiempo fuera, debía de tener mucho trabajo atrasado. Quizá tendría que esperar otra semana antes de verlo en persona.
Después de la retransmisión en directo, la televisión había empezado a mostrar imágenes del funeral, que habían recorrido todas las cadenas del mundo hacía semanas.
Abby nunca olvidaría la llamada de su padre aquel fatídico día.
–Tengo malas noticias. Michelina salió a montar a caballo esta mañana temprano, acompañada de Vincenzo. Mientras ella galopaba delante de él, su caballo se tropezó y la tiró. Cuando cayó el suelo, murió al instante.
Abby se había quedado paralizada, retrocediendo en el tiempo al día en que su propia madre había muerto. Y no había podido dejar de pensar que su bebé nunca conocería a su madre.
Al poco tiempo, la habían llevado al hospital, donde la habían atendido en estado de shock.
–Querida Abby, qué susto tan horrible. Me alegro de que tu padre te haya traído. Te quedarás en el hospital a pasar la noche, pues quiero asegurarme de que estás bien. Para el príncipe será un alivio saber que estás bien cuidada. Discúlpame, voy a prepararte una habitación privada –le había dicho el doctor DeLuca.
–Vincenzo debe de estar loco de dolor –había comentado Abby a su padre.
–Lo sé, pero ahora eres tú quien me preocupa –había contestado su padre, dándole un beso en la frente–. Te ha subido la tensión. Me voy a quedar aquí contigo.
–No puedes quedarte, papá. Debes estar en el palacio. El rey Guilio te echará de menos.
–Esta noche, no. Mi ayudante se ocupará de todo. Mi hija me necesita, así que fin de la discusión.
En el fondo, Abby se había alegrado de que su padre la hubiera acompañado.
Las imágenes del funeral en la televisión la sacaron de sus pensamientos. Era increíble cómo un hombre tan guapo podía parecer tan hundido, mientras lideraba el cortejo fúnebre a la catedral, junto al caballo preferido de Michelina, engalanado con preciosas flores. A Abby se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo, como el día en que había asistido en directo a aquella dramática escena.
Detrás de Vincenzo, iba el rey, vestido de luto, junto a la madre de Michelina. Pronto, las campanas dejaron de repicar y las cámaras mostraron el interior de la catedral.
–Para aquellos que acaban de sintonizarnos, estamos viendo la procesión fúnebre de Su Alteza Real la princesa Michelina Cavelli, esposa del príncipe Vincenzo Di Laurentis, del reino de Arancia. A principios de semana, murió en un trágico accidente cuando estaba montando a caballo en los jardines del palacio real en el reinado de Gemelli –informó el locutor en la televisión–. En el carruaje real pueden ver a su suegro, Guilio de Laurentis, rey de Arancia. Su mujer, la reina Annamaria, murió hace dos años. Sentada a su lado está su hija, la princesa Gianna Di Laurentis Roselli y su marido, el conde Roselli de las Cinco Tierras de Italia. Frente a ellos, está Su Majestad la reina Bianca Cavelli, madre de la princesa Michelina. Su marido, el rey Gregorio Cavelli de Gemelli, falleció recientemente. También van en el carruaje real los príncipes Valentino y Vitoli Cavelli, hermanos de la princesa Michelina. Es un día triste para Arancia y todo el mundo especula con el futuro del principado. Se esperaba que la princesa Michelina tuviera un hijo, un sucesor para la línea real. Si la princesa Gianna y su marido tienen descendientes, estos estarían en la tercera línea de sucesión…
Abby apagó la televisión, incapaz de seguir viendo el funeral. Era mejor dejar el pasado trágico atrás y concentrarse en el futuro.
Con decisión, se fue a su escritorio para trabajar un poco en el ordenador. Pronto llegaría su cena. Excepto cuando comía con su mejor amiga, Carolena, siempre cenaba sola, mientras trabajaba en uno de los casos que defendía como abogada. Sin embargo, esa noche tenía poca hambre.
Debía de ser duro para Vincenzo regresar a su hogar sin que su mujer lo estuviera esperando. Solo de pensar en lo solo que debía de sentirse, a Abby se le encogía el corazón.
Después de haber recibido un mensaje urgente de su padre, Vincenzo tuvo otra razón más para visitar a Abby. Mientras se aproximaba a su suite, vio que Angelina salía con la bandeja de la cena.
Angelina era la guardaespaldas personal de Abby y, al mismo tiempo, actuaba como su criada. Su trabajo, además, era darle información diaria a Vincenzo sobre cómo se encontraba.
Vincenzo la detuvo y levantó la tapa de la bandeja. Abby solo había comido un poco. Eso no era bueno, pensó él, se despidió de Angelina y llamó a la puerta.
–¿Sí, Angelina?
Cuando Vincenzo entró, vio a Abby sentada delante del ordenador, vestida con un chándal. El pelo le caía sobre los hombros como una cascada dorada. Así, le recordaba a la adorable adolescente que había sido.
–¿Abby?
Ella se giró hacia él. Su expresión estaba impregnada de tristeza.
–Alteza –susurró ella, sorprendida por su presencia–. Me alegro de verte –añadió tras unos momentos.
Su situación era en extremo delicada, por lo que Vincenzo no podía poner reparos a que ella lo tratara de manera tan formal, aunque no le gustaba.
–Llámame Vincenzo cuando estemos solos. Así solías llamarme a gritos cuando corrías por los jardines de palacio hacía años.
–Los niños pueden permitirse ese tipo de lujos.
–Y las madres suplentes –repuso él–. No sabes cuántas ganas tenía de hablar contigo en persona.
–Tienes mejor aspecto.
Vincenzo deseó poder decir lo mismo de ella.
–¿Qué te pasa? Apenas has comido. ¿Te encuentras mal?
–No, nada de eso –aseguró ella y se puso en pie, acariciándose el vientre–. Por favor, no pienses que mi estado de ánimo tiene nada que ver con el bebé.
–Es un alivio, pero sigo preocupado por ti. ¿Qué te sucede?
–Después de ver en directo tu aparición en público hace un rato, vi un fragmento del funeral en la televisión –explicó ella con un suspiro–. Debería haberla apagado. No puedo ni imaginar lo mucho que habrás sufrido.
Cuando Abby se abrazó a sí misma, Vincenzo no pudo evitar fijarse en su esbelta figura. Por el momento, la única prueba de su embarazo era un análisis de sangre.
–Michelina te quería tanto que estaba dispuesta a todo con tal de darte un hijo. Me atrevería a decir que no todos los esposos reciben esa clase de amor. Es algo que siempre podrás recordar.
Sin embargo, Vincenzo se sentía demasiado culpable por no haber hecho feliz a su esposa ni haberle podido corresponder su amor.
–¿Por qué no te sientas mientras hablamos? –propuso él, ansiando cambiar de tema.
–Gracias.
–¿Cómo te encuentras?
–Bien.
–Cuando estaba fuera, recibía un informe diario de tu estado. Siempre me decían que estabas bien.
–No me sorprende que te preocuparas por mí. Tu instinto paternal es muy fuerte –comentó ella.
–Sí, no voy a negarlo. Quiero estar al tanto de todo lo que pasa en estos meses. El doctor DeLuca me dijo que te había subido la tensión el día del funeral, pero que luego bajó a la normalidad. Me ha asegurado que tienes una salud excelente.
Abby sonrió.
–¿Y qué dice tu médico personal del estado del futuro padre?
–Estaba en plena forma la última vez que me examinó –contestó él, sonriendo.
–Es una buena noticia para tu bebé, que espera poder disfrutar de una vida larga y feliz junto a su papá.
–Estás cambiando de tema –señaló él–. Te he dicho que quiero saber con todo detalle cómo te encuentras –insistió.
–¿Con todo detalle? –repitió ella–. Bueno. Déjame pensar. Últimamente tengo mucho sueño, me siento hinchada y, por fin, empiezo a tener mareos. El doctor DeLuca me ha dado una medicina para eso y dice que pasará pronto. En el séptimo mes, volveré a sentirme muy cansada de nuevo. En definitiva, me ha dicho que todo va según lo previsto. ¿Puedes creer que tu bebé solo mide tres centímetros?
–¿Tanto? –bromeó Vincenzo. Seguía pareciéndole increíble que Abby llevara dentro una parte de él.
Por otra parte, sospechaba que a Abby también le resultaba difícil enfrentarse a ese embarazo tras la muerte de Michelina, cuando solo estaban ellos dos. Sin duda, debía de sentirse un poco culpable. Ambos estaban adentrándose en un terreno desconocido con el que no habían contado cuando ella se había ofrecido a dar cobijo a su embrión.
–Está en fase de desarrollo –explicó ella, sonriendo–. El médico me ha dado dos folletos iguales. Este es para ti. Diez fases del embarazo para padres principiantes.
–¿Por qué diez y no nueve? –preguntó él.
–Está escrito por una mujer, y las mujeres saben de estas cosas.
Vincenzo apreciaba su sentido del humor más de lo que ella podía imaginar. Su buena disposición siempre le servía como un bálsamo para el alma.
–Gracias –dijo él y se lo guardó en el bolsillo, pensando que lo leería esa noche antes de irse a dormir–. Ahora háblame de tus casos. ¿Hay alguno que te quite el sueño?
–El caso Giordano. Tengo el presentimiento de que alguien está intentando hundirle por razones políticas.
–Cuéntamelo.
–Te aburriría –repuso ella, arqueando las cejas.
–Ponme a prueba –le retó él. Nada de Abby lo aburría.
Ella sacó uno de los informes que tenía sobre la mesa y se lo entregó.
Vincenzo lo leyó en silencio.
Como se ha mencionado, el mayor obstáculo a la importación en Arancia es la burocracia. Los certificados de importación pueden tardar hasta ocho meses en ser emitidos, incluso, en algunos casos, nunca llegan a emitirse. Sin embargo, si se simplifica el procedimiento, aumentarían las importaciones, lo que beneficiaría a Arancia, poniendo en el mercado productos de alta calidad y de temporada.
Aquello tenía sentido, pensó Vincenzo, que se había reunido con varios exportadores importantes en sus viajes.
En el presente, las cadenas de los supermercados no operan directamente en el mercado de importación, sino que usan intermediarios de venta al por mayor de naranjas y limones. El señor Giordano, que representa a los minoristas, ha entrado en el mercado de importación y, con ello, ha cambiado algunos de los patrones establecidos. Sigue una estrategia diferente, basada en aumentar la competitividad, con tarifas iniciales de entrada y compras in situ, lo que trae más ingresos a Arancia.
De forma intuitiva, Vincenzo adivinó que el señor Giordano sabía lo que estaba haciendo.
El señor Masala, que representa a los importadores, está intentando bloquear su iniciativa. Ha favorecido a las cooperativas de productores, al firmar contratos a largo plazo en los que no requiere ninguna tarifa de entrada. Las cifras mostradas en este informe demuestran una clara diferencia en los beneficios, a favor del plan del señor Giordano.
Presento este informe ante el juzgado para demostrar que estos productos de alta calidad comercializados a través de la vía rápida beneficiarían la economía y, por desgracia, no están disponibles en el país en el presente.
Vincenzo le devolvió los papeles. El conocimiento que Abby tenía de su país y sus problemas económicos lo impresionaba sobremanera.
–Giuseppe Masala tiene muchos defensores. Es famoso por ser un duro negociador.
–Es obvio que pertenece a la vieja escuela –comentó ella, frunciendo el ceño–. Las ideas del señor Giordano son nuevas e innovadoras. Ha analizado las estadísticas y ha demostrado que Arancia podría aumentar en gran medida sus importaciones de combustible, vehículos de motor, materias primas, químicos, aparatos electrónicos y comida. Su informe recoge datos históricos que dejan claro que sus ideas funcionarían.
–Me gustaría que aprobaran su propuesta, pero tiene mucha oposición –señaló él–. ¿Cuál es tu estrategia para ayudarlo?
–Voy a llevar el caso ante los tribunales.
–¿Quién es el juez?
–Mascotti.
El juez era un viejo amigo de su padre, el rey, pensó Vincenzo.
–Ve a por ellos, Abby. Sé que conseguirás lo que te propongas –dijo él.
–Tu optimismo significa mucho para mí.
Abby actuaba como una amiga, aunque mantenía una distancia profesional en su relación, como siempre había hecho. Tal vez, si estuvieran en un escenario diferente y no en la suite de ella, Abby podría relajarse y podrían disfrutar pasar más tiempo juntos, pensó él.
La guardaespaldas de Abby, sin embargo, sabía que el príncipe estaba allí y sabría, también, cuánto tiempo se quedaría. Él no tenía razón para no confiar en Angelina, pero nunca podía estar seguro de quiénes eran sus enemigos.
–Me han enviado la lista de citas que tienes con el médico. Según tengo entendido, el próximo viernes te toca la revisión de las ocho semanas.
Ella asintió.
–Quiero acompañarte a la clínica y lo he preparado para que después nos reciba el psicólogo en su consulta.
–¿Tendrás tiempo? –preguntó ella, sorprendida.
–Desde la última vez que nos vimos, he hecho muchos negocios e informado de ello al rey. Me merezco un poco de tiempo libre, y pienso tomarme en serio mis obligaciones como futuro padre –señaló él, fingiendo profesionalidad.
–A veces, eres muy divertido, Vincenzo –dijo ella, riendo.
Nadie le había acusado nunca de eso, excepto Abby. Vincenzo odiaba dejar de lado la diversión, pero tenían que hablar temas más serios que no podían esperar.
–Cuando has mencionado el funeral, me has hecho pensar en lo compasiva que eres y en lo mucho que te importaba Michelina. Quería explicarte por qué decidimos que no asistieras.
Ella se humedeció los labios con nerviosismo.
–Mi padre ya me lo explicó. Por supuesto, se trataba de evitar cualquier clase de habladuría. Pero, entre nosotros, quiero confesarte que yo estimaba y admiraba a Michelina. Echo mucho de menos mis charlas con ella y lamento su pérdida –le confió Abby.
Vincenzo percibió la sinceridad de sus palabras.
–Ella también te estimaba.
–Yo… me gustaría que hubiera habido una manera de mitigar tu dolor… –balbuceó ella–. Pero no la había. Solo el tiempo puede curar esas heridas.
–Eso es algo que sabes bien, después de haber perdido a tu madre.
–Admito que fueron malos tiempos para mi padre y para mí, pero lo hemos superado.