Lecciones aprendidas - Marie Ferrarella - E-Book
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Lecciones aprendidas E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

¿Qué había sido de los antiguos alumnos? Jane Jackson había tenido que luchar contra la soledad desde que un terrible accidente la había dejado huérfana y un matrimonio infeliz la había dejado sola con su hijo. Ahora, con el niño y el trabajo en la universidad, no tenía tiempo para el amor… ni siquiera tratándose del hombre al que nunca había podido olvidar. Smith Parker parecía tenerlo todo: era atractivo, tenía buenas notas y un sinfín de oportunidades, pero después de una injusta acusación por robo, la beca que tanto necesitaba había desaparecido, llevándose su motivación y dejándolo con un empleo que detestaba. Sin embargo, había una mujer que podría hacerle ver que nunca era demasiado tarde…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lecciones aprendidas, n.º 124 - septiembre 2018

Título original: The Measure of a Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-902-1

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El profesor Gilbert Harrison suspiró, sintiendo un dolor largo y cortante en lo más profundo del pecho, y dijo:

—Te echo de menos, Mary. Añoro tu preciosa sonrisa.

Se encontraba en su abarrotado despacho del segundo piso de la facultad, en la Universidad de Saunders. Con las manos tras la espalda y gesto de impotencia, contemplaba la fotografía enmarcada de su difunta esposa, semioculta entre montones de libros que ya había olvidado.

La había sacado él mismo al año siguiente de su boda. En la imagen, Mary aparecía joven, vibrante, con la alegría de la vida brillando en sus ojos. Era un retrato perfecto de la mujer que llevaba en el corazón, de la mujer que recordaba cada vez que intentaba evocar su rostro. Y lo hacía todos los días, a todas horas.

Incluso ahora, ocho meses después de que falleciera de una repentina dolencia cardiaca cuya existencia desconocían ambos, no conseguía dejar de pensar en ella.

Hasta el fallecimiento de Mary, Gilbert no había sido realmente consciente de lo mucho que dependía de ella; de hasta qué punto su solidez, su dulzura y su aplomo se habían convertido en el único refugio de su vida, y el único asidero, cuando las cosas iban mal. El simple hecho de verla volver a casa lo animaba.

Ahora estaba solo y no encontraba ningún consuelo. Además, cabía la posibilidad de que muy pronto ni siquiera tuviera un hogar donde echarla de menos. Al fin y al cabo, su casa, una bella edificación de dos pisos, era propiedad de la universidad.

«La universidad me quita lo que la universidad me ha dado», pensó sin humor alguno. Por culpa de Alexander Broadstreet, la junta directiva parecía dispuesta a despedirlo tan rápidamente como les fuera posible.

—Pretenden librarse de mí, Mary —dijo con tristeza a la fotografía—. Quieren librarse de mí.

Gilbert lo intuía desde hacía tiempo, pero había intentado no pensar en ello. Por desgracia, los esfuerzos de la dirección se habían redoblado al comprobar que él no se daba por aludido. Utilizaban excusas como la posibilidad de una prejubilación o de un largo año sabático, aunque lo que realmente querían decir era otra cosa: que dimitiera.

El profesor suspiró y negó con la cabeza.

—Un largo año sabático… ¿Y qué haría con mi vida? —preguntó en voz alta a su difunta esposa—. Lo único que siempre he querido hacer es permanecer aquí, enseñar a los alumnos, ser útil. Y estar contigo.

Pasó una mano por la fotografía, acariciando la imagen de su largo y oscuro cabello, surcado por canas.

—Estoy cansado, Mary. Si estuvieras aquí, conmigo, me marcharía a cambio de un par de céntimos. Pero te has marchado y esto es lo único que me queda y lo único que sé hacer… Además, no soy un octogenario senil. Sólo tengo cincuenta y ocho años. Cincuenta y ocho años —repitió, con vehemencia—. Todavía me queda mucho que dar a la universidad y a los alumnos.

Gilbert lo dijo alzando la barbilla con orgullo, intentando mantener el coraje. Sabía que su esposa lo habría querido así.

Por otra parte, no iba a permitir que Alex Broadstreet se llevara la satisfacción de librarse de él con tanta facilidad. Llevaba más años en Saunders que él, y tenía intención de seguir mucho después de que la junta directiva despidiera a semejante individuo.

Al pensar en ello, sonrió.

—De modo que quiere librarse de mí. Pues le vamos a dar una lección, Mary. Una buena lección, sí señor.

El eco de sus palabras resonó un momento en la habitación, antes de ser absorbido por el revoltijo de polvo y libros acumulados que se había mantenido, prácticamente inalterado, durante los treinta años que llevaba en la universidad.

Pero a pesar de sus propias palabras, Gilbert se sintió repentinamente viejo. Era una especie de Quijote que luchaba contra molinos de viento aunque en el fondo era consciente de la inutilidad del acto.

—Ojalá estuvieras aquí, Mary. Siempre sabías lo que hacer, siempre sabías lo que decir, siempre te las arreglabas para que me sintiera mejor. Incluso cuando todo iba mal —declaró con una sonrisa de ironía triste.

Volvió a tocar el cristal de la fotografía enmarcada y deseó tener la ocasión de acariciar una vez más a su esposa. De verla un día más.

—Siempre pude contar contigo.

Entonces, y como en tantas ocasiones, se sintió culpable. Sólo había cometido un error durante su matrimonio y le pesaba terriblemente. Mary no había llegado a saberlo, pero eso no aliviaba el sentimiento de culpa. No se trataba de algo de lo que se sintiera orgulloso.

Suspiró y pensó que, por fortuna, Mary no lo había descubierto. Habría preferido morir antes que hacerle daño.

—Pero ahora ya lo sabes, ¿verdad? Ahora estás en posición de saberlo todo.

Para Gilbert, era una vergüenza. Un fallo inexcusable, una carga de la que no se había podido librar ni con los muchos años que había dedicado a resarcir a su esposa.

Empezó a pasear de un lado a otro, con cuidado para no tropezar con los montones de documentos que se apilaban en el suelo, y que en algunos lugares le llegaban por encima de la rodilla. Hasta pensó que sus actuales problemas podían ser una especie de venganza del destino en pago por aquel error. Pero conocía a Mary y sabía que si no había sido vengativa en vida, difícilmente lo sería tras la muerte.

Al llegar a la ventana, contempló el campus. Faltaba poco para que empezara el año académico, un año del que tenía intención de formar parte, y pronto se llenaría de alumnos.

Sus pensamientos se volvieron entonces hacia Broadstreet, el hombre que dirigía la campaña contra él. ¿Qué lo había llamado en una de sus múltiples discusiones? Anticuado. Sí. Había dicho que estaba anticuado.

Gilbert volvió a mirar el retrato de su esposa y dijo:

—¿Puedes creerlo, Mary? Dicen que estoy anticuado. Como si la compasión y el afecto, como si interesarse por los estudiantes y no sólo por las notas estuviera pasado de moda. ¿Cuándo ha dejado la universidad de interesarse por la enseñanza?

Justo en ese momento, Gilbert oyó un educado carraspeo a su espalda.

En circunstancias normales, habría imaginado que se trataba de un alumno. Durante sus treinta años de docencia, la cantidad de alumnos que habían pasado por su despacho era tan elevada que hacían legión y había perdido la cuenta. Pero durante los seis últimos meses las visitas se habían reducido cada vez más, como si los alumnos hubieran notado que la dirección de la universidad lo consideraba un paria e intentaran alejarse de un perdedor al que podían despedir cualquier día.

La puerta del despacho crujió cuando Jane Jackson la cerró. Se quedó mirando al profesor con incertidumbre. Sus claros ojos verdes habían tardado unos segundos en localizar a Gilbert Harrison entre el desorden y la oscuridad de la claustrofóbica habitación, llena de libros y papeles.

Y también había notado que no estaba hablando con nadie. Estaba hablando solo.

—Lamento mucho interrumpir tu conversación, profesor —dijo Jane—. Aunque aquí no hay nadie más…

A no ser que el profesor tuviera un pequeño animal doméstico oculto en alguna parte, no había duda alguna de que estaba hablando solo.

El profesor sonrió al oírla y se giró hacia ella.

—Te equivocas. Ya no estoy solo. Ahora estás tú.

—Pero he oído tus palabras y…

Jane no terminó la frase porque no quería darle la impresión de que lo estaba acusando de algo. Era evidente que estaba hablando solo. Había oído la voz del profesor al salir de su propio despacho, situado enfrente. Desde el fallecimiento de su esposa, se había vuelto más excéntrico y estaba preocupada por él. Mary y Gilbert habían mantenido una relación muy intensa y un sólido matrimonio de muchos años. A diferencia de la experiencia conyugal de Jane.

Para Jane, el profesor se había convertido con el paso del tiempo en una especie de padre adoptivo. Había perdido a sus padres durante su primer año en la Universidad de Saunders, lo cual la arrojó a un pozo emocional y también económico. Pero el último problema se resolvió milagrosamente cuando recibió una carta del departamento de administración; en ella se le notificaba que alguien había pagado por adelantado el resto de los cursos de su carrera y establecido un pequeño fondo para su manutención.

Nunca llegó a descubrir la identidad de su benefactor. De hecho, pasó el resto del curso con miedo a que se tratara de un error que descubrirían más tarde o más temprano.

En cuanto al aspecto emocional, el dilema fue aún mayor. Era hija única y no tenía familiares a los que dirigirse en busca de ayuda. Además, su timidez la había condenado a tener muy pocos amigos. En resumidas cuentas, estaba sola, aislada y dominada por peligrosos sentimientos acerca de la inutilidad de la vida.

Por suerte para ella, el profesor Gilbert era por entonces su profesor de lengua. Y se convirtió en mucho más que eso.

Un día, poco después del entierro de sus padres, el profesor la encontró llorando en la escalinata de la biblioteca, completamente desesperada y sola. Tranquila y cariñosamente, le expresó sus condolencias y la invitó a su despacho, para hablar con él, cuando lo necesitara. Al principio, Jane dudó. Pero poco a poco se decantó por aceptar la oferta y al final se alegró de haberlo hecho.

A pesar del apoyo de Gilbert, Jane sabía que su vida podría haber terminado de forma abrupta durante las siguientes Navidades, las primeras que pasaba sin sus padres, cuando todo el mundo se marchó de vacaciones y se volvió a quedar sola. Sin embargo, el profesor salió de nuevo en su ayuda e insistió en que pasara esas fechas en su casa, en compañía de su esposa y de él mismo.

Le había salvado la vida. Gilbert Harrison la había salvado de las garras de la desesperación, y en consecuencia, ella haría todo lo posible por devolverle el favor. Pero a veces resultaba muy difícil.

Al verla allí, en el despacho, Gilbert sonrió. Jane tenía veintinueve años, pero para él seguía siendo una jovencita. El tiempo había pasado muy deprisa, demasiado. Mary la había querido tanto como él, y se había disgustado en extremo cuando anunció de repente que iba a casarse con Drew Walters.

—No es bueno para ella, Gilbert, pero está cegada por el amor y no se da cuenta —le dijo.

—Quién sabe, tal vez funcione —comentó él.

El profesor recordaba bien la escena y se acordó de la sonrisa que le había dedicado Mary al oír su comentario. Una sonrisa irónica que equivalía a un «yo sé lo que me digo».

Sin embargo, Mary se limitó a acariciarle la cara, darle un beso en la mejilla y afirmar:

—Gil, siempre ves lo mejor en los demás; pero hay gente que no tiene nada bueno. Y si lo tiene, no hace nada por vivir en consonancia.

Como de costumbre, Mary tuvo razón. Drew Walters resultó ser tan canalla como atractivo, y se extendió el rumor de que se había dedicado a traicionar a Jane prácticamente desde el día de la boda.

Ahora, muchos años después, Gilbert volvió a mirar el retrato de su esposa.

—De todas formas no estaba hablando solo, Jane —comentó—. Estaba hablando con Mary.

Jane asintió.

—¿Y qué te decía?

—Que luche.

Jane sonrió de modo forzado y asintió. No quería que el profesor notara lo preocupada que estaba por el asunto de la junta directiva. Y aunque le disgustara ser tan egoísta, no sólo estaba preocupada por él, sino también por ella misma.

Si obligaban a Gilbert a jubilarse, o peor aún, si lo enfadaban tanto como para empujarlo a dimitir, ella también se quedaría fuera. Era su secretaria y ayudante personal. Una declaración de persona non grata en lo relativo a Gilbert se convertiría automáticamente en la misma declaración hacia ella. Y la persona que lo sustituyera en el cargo también la sustituiría a ella.

Ciertamente, Jane no estaba dispuesta a trabajar para nadie que sustituyera a Gilbert Harrison. Pero necesitaba el trabajo. Desesperadamente. Drew la había dejado sin nada cuando desapareció de su vida.

—Mary siempre fue una luchadora —comentó ella, mirando la fotografía.

Él suspiró sin darse cuenta.

—Sí, es cierto.

Al notar su tristeza, Jane intentó animarlo.

—Y le habría dicho a Alex Broadstreet exactamente lo que pensaba de él.

Gilbert rió.

—Oh, no. Mi Mary fue siempre una verdadera dama. Ella jamás habría utilizado ciertas palabras malsonantes.

—Puede que no —comentó ella, conteniendo una sonrisa—, pero Broadstreet habría recibido el mensaje. Lo que no hubiera dicho su boca lo habrían dicho claramente sus ojos.

Esta vez, Gilbert estalló en carcajadas. A Mary nunca le había caído bien Broadstreet, y desde luego siempre había sido una mujer de gran carácter.

—En eso tienes toda la razón —observó el profesor—. Pero dime, ¿has venido para algo en concreto?

—Sólo para decirte que me bajo a comer. Por si quieres que te traiga algo a la vuelta…

Él sonrió.

—Sí, claro que sí: devuélveme los últimos treinta años. Me gustaría volver a vivirlos otra vez.

Jane le dio un golpecito cariñoso e intentó sonar convincente:

—Los próximos treinta serán mejores.

—Si Broadstreet se sale con la suya, lo dudo.

—En ese caso tendremos que asegurarnos de que no se salga con la suya, ¿no te parece?

Gilbert la miró con preocupación.

—Jane, no quiero que te metas en líos por mi culpa.

—Créeme, no se me ocurre causa más noble para meterme en líos. Haría lo que fuera por asegurarme de que seguirás en la universidad tanto tiempo como te apetezca o incluso más aún. Quedan muchos estudiantes en el mundo que pueden beneficiarse de tus consejos, tu sabiduría y tu amabilidad.

Jane lo dijo completamente en serio. Sin él, su vida no habría merecido la pena. Y ella no era un caso excepcional.

Pero Gilbert no pudo evitar reír al observar su gesto de preocupación. Aunque indiscutiblemente se las había arreglado para animarlo.

—Por Dios, Jane, creo que exageras un poco con los cumplidos… Me moriré de vergüenza.

—Tú no te vas a morir de nada —afirmó Jane, a quien no le gustaban que se bromeara con la muerte—. Pero bueno, ¿quieres que te traiga un bocadillo del bar Sándwich?

El bar Sándwich era un diminuto establecimiento que se encontraba fuera del campus, lejos de la cafetería principal y de los dos comedores, situados en puntos opuestos del recinto universitario. Pero servía los mejores bocadillos y emparedados de la zona; además, los precios eran tan razonables que Jane se había convertido en clienta habitual.

—Te vendría bien comer —añadió ella.

Desde el fallecimiento de Mary, el apetito de Gilbert había disminuido radicalmente. A veces no probaba bocado en todo el día; era como si también hubiera perdido la sensación de hambre. Y ahora, casi dependía de que Jane lo presionara.

Él negó con la cabeza.

—Estás intentando cuidar de mí…

Jane no vio motivo para negarlo. Quería demostrarle lo mucho que le importaba, y no sólo a ella sino a otras personas. Con la muerte de su esposa, a la que se sumaba ahora la campaña de la junta directiva, tenía miedo de que su viejo espíritu indomable se deshiciera como un terrón de azúcar.

—Maldita sea, profesor, no pienso marcharme de aquí hasta que me pidas que te traiga algo —declaró, plantada en el sitio.

—Está bien, Janie, tú ganas.

Gilbert se llevó una mano a un bolsillo y luego a otro, hasta que localizó la cartera. Después, sacó unos billetes e intentó dárselos.

—Oh, no, invito yo…

Él la miró con intensidad.

—Jovencita, me consta que apenas tienes dinero para pagarte tu propia comida. Como para invitarme a mí, entonces —dijo, mientras le ponía veinte dólares en la mano—. Con esto tendrás de sobra para los dos… Y no protestes, por favor. Permíteme este pequeño placer.

A regañadientes, Jane cerró la mano sobre el billete. Acto seguido, le dio un rápido beso en la mejilla.

No podía entender que intentaran librarse de Gilbert Harrison. En opinión de Jane, no era Gilbert quien debía ser despedido, sino Broadstreet. Y tan rápidamente como fuera posible.

—Eres un hombre maravilloso —dijo ella, con verdadero afecto.

Gilbert se sentó en la butaca que se había convertido para entonces en un viejo amigo, y la observó mientras salía del despacho. Hacía tiempo que la dirección de la universidad lo había sacado del departamento de filología, lo cual implicaba que ni siquiera podía entrenar al equipo de béisbol de la facultad. Sin embargo, le habían permitido que siguiera en calidad de asesor y consejero, y se tomaba muy en serio a todos los alumnos que se dirigían a él.

Gracias a eso, podía seguir ayudando a los que lo necesitaban. Es decir, hacer lo que había estado haciendo, de uno u otro modo, durante treinta años.

Jane se detuvo un momento para mirar a Gilbert de nuevo y siguió su camino.

En silencio, maldijo a los que se atrevían a atacarlo de aquel modo. Le parecía inconcebible que intentaran echar a un hombre tan útil para la universidad. Además, el trabajo era lo único que le quedaba al profesor tras la muerte de su esposa. En el fondo de su corazón sabía que, si se salían con la suya, él se dejaría llevar y moriría en poco tiempo.

Pero no iba a permitirlo. No lo permitiría aunque se pusiera en peligro su propia estabilidad económica. No lo permitiría mientras le quedara una sola gota de sangre en las venas.

Enojada, abrió la puerta que daba al corredor con tanta fuerza como le habría dedicado a un puñetazo dirigido a Broadstreet.

Justo entonces, oyó un fuerte golpe. La puerta había golpeado una escalerilla de mano que no estaba allí cuando había entrado a ver al profesor.

Sorprendida, Jane reaccionó por instinto. Ser madre de una criatura hiperactiva de cinco años la había acostumbrado a estar preparada para cualquier cosa y a ser capaz de reaccionar ante cualquier situación por inesperada que fuera.

Gracias a esa habilidad, había impedido que la vendedora de la tienda de la facultad se llevara un buen golpe el mes anterior, cuando un maniquí estuvo a punto de darle en la cabeza. Y esa misma habilidad impidió ahora que el individuo de la escalerilla, un trabajador de mantenimiento que al parecer estaba cambiando una bombilla, terminara en el suelo.

Sujetó la escalerilla con fuerza y sólo entonces, cuando ya la había estabilizado, se fijó en su fuerte y alterado ocupante.

—Maldita sea, ¿es que no miras por dónde vas? —preguntó el hombre.

Jane había sido una adolescente tímida y callada, pero la vida y el profesor Gilbert la habían convertido en una mujer de carácter, perfectamente capaz de defenderse y de impedir que se sobrepasaran con ella.

Miró al hombre con intensidad y dijo:

—Eres tú quien debería tener cuidado de no ponerse en mitad del paso. ¿A quién se le ocurre poner una escalerilla junto a la puerta?

 

Capítulo 2

 

Nada molestaba más a Smith Parker que estar en el lugar equivocado. Justo lo que ocurría ahora.

Frunció el ceño, pero no a la mujer que se encontraba ante él, sino por la situación. No se podía decir que su vida transcurriera por los cauces previstos. Siempre había pensado que al llegar a los veintinueve años ya habría hecho algo importante; por lo menos, algo más importante que cambiar bombillas en los despachos y pasillos de una de las viejas facultades de la universidad en la que él mismo había estudiado, cuando todavía albergaba grandes esperanzas sobre el futuro. Un futuro que desde luego no incluía llevar el uniforme de los trabajadores del servicio de mantenimiento.

Pero aquélla era la misma universidad que había destrozado su vida por el procedimiento de retirarle la beca y por tanto la posibilidad de pagarse los estudios y de acceder a empleos mejores.

Sin embargo, Smith suponía que en cierta forma debía sentirse agradecido por tener un trabajo. Unos años antes había sufrido una fuerte depresión que provocó un bajón en sus notas y su salida de la facultad; lo había pasado tan mal que había llegado a considerar la posibilidad de abandonarlo todo.

Por suerte, el amor hacia sus padres, quienes se mantuvieron siempre a su lado, evitó que cometiera un error trágico. Comprendió que el suicidio no lo afectaría sólo a él, sino también a las personas que lo querían.

La salida del túnel no fue tan complicada. Consistió en ir poco a poco, de un día a otro. Pero él, aquel joven lleno de proyectos en otra época, se había quedado sin planes.

Para poder sobrevivir sin ser una carga para nadie, Smith empezó a aceptar trabajos de bajo nivel; trabajaba bien y ponía los cinco sentidos en sus ocupaciones, pero no el corazón. Para otros, el trabajo bien hecho era un fin en sí mismo. Él, sin embargo, era consciente de que lo importante era el salario.

Cuando la salud de su padre empeoró, desapareció cualquier esperanza de terminar sus estudios. Ahora ya no se trataba únicamente de él; también tenía que apoyar económicamente a su familia.

Un buen día recibió una inesperada y sorprendente oferta para trabajar en la universidad, en un puesto algo mejor pagado que su trabajo anterior, aunque sólo ligeramente superior al salario mínimo. Él aceptó, pero una vez más lo hizo sin alegría alguna, a sabiendas de que aquello estaba muy lejos de sus antiguos objetivos.

En realidad, ya no sentía alegría por nada. Haber sido acusado de algo que no había hecho, y condenado después sin tener derecho a defenderse, había asesinado su espíritu.

Pero aquel día se había permitido el lujo de dejarse llevar por sus sueños. Antes de empezar con su ronda de tediosas tareas sin importancia, había visto un camión de una empresa de diseño de exteriores. En el logotipo se afirmaba que la empresa pertenecía a una familia local que llevaba quince años en el negocio. Y ese detalle, en apariencia intrascendente, lo catapultó de repente al pasado.

Ése había sido siempre su objetivo. Tener su propio negocio. Algo donde fuera su propio jefe, donde trabajara sólo para él y fuera responsable de su propio éxito. Quería vivir según sus normas, no en función de las expectativas y deseos de los demás.

Lamentablemente, el camión giró en una esquina y desapareció. Como sus sueños.