Los secretos del conde - Rebecca Winters - E-Book

Los secretos del conde E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Ahora parecía más inalcanzable que nunca. Las horas que Sami Argyle pasó en los brazos del italiano Ric Degenoli resultaron ser las más increíbles de su vida… hasta que la tragedia lo arrancó de su lado, dejándola con el corazón roto y embarazada. Ric no podía recibir mejor noticia que la de que era padre. Pero tenía algunas cosas que contarle a Sami: era conde y estaba a punto de embarcarse en un matrimonio de conveniencia y sin amor. ¿Podrían Sami y Ric llegar a ser una familia a pesar de todos los contratiempos?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.

LOS SECRETOS DEL CONDE, N.º 2535 - diciembre 2013

Título original: The Count’s Christmas Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3900-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

–Pat, soy yo.

–¿Dónde estás?

–En el Grand Savoia, comiendo en mi habitación. Tenías razón: es un sitio encantador con todos los servicios. Gracias por organizármelo.

–De nada. ¿Qué tal va mi precioso sobrinito?

–Se está echando otra siesta, gracias a Dios. Así he podido seguir donde lo dejé anoche.

–Ya podías haberme llamado antes de acostarte para contarme qué tal iban las cosas. Era poca cosa saber que habías llegado a Génova. Me pasé el día esperando saber de ti.

–Lo siento. Nada más llegar al hotel comencé la búsqueda, pero la guía telefónica no tenía la información que yo buscaba, y hablé con recepción. Me pusieron con un directivo de una de las principales compañías de telefonía que hablaba inglés y me ayudó de mil amores.

–¿Por qué?

A pesar de la seriedad del asunto, la desconfianza de su hermana la hizo reír.

–Era una mujer, así que no es que haya ligado. Cuando le conté mi problema fue la mar de amable e intentó ayudarme, pero cuando colgamos estaba demasiado cansada para llamarte.

–No pasa nada. ¿Y qué vas a hacer ahora?

–Ella me sugirió que llamase a la comisaría de policía, y me dio el número del departamento de asistencia en viaje. Me dijo que encontraría a alguien de guardia que hablase inglés. Están acostumbrados a recibir llamadas de extranjeros que se pierden o que tienen cualquier clase de problema, y que me ayudarían. En cuanto cuelgue contigo, llamo.

–¿Y si tampoco consigues nada?

–Tomaré el primer vuelo que salga por la mañana como habíamos pensado y no volveré a darle más vueltas.

–Más te vale que sea así porque, si quieres que te diga la verdad, yo creo que has llegado a un callejón sin salida. A veces es mejor no saber, porque lo que desconocemos no puede hacernos daño.

–¿Qué quieres decir?

–Pues lo que he dicho. Podría ser que te estuvieras metiendo en algo que hubieras preferido evitar. No todo el mundo es tan bueno e inocente como tú, Sami, y no quiero que te hagan daño.

–No estarás teniendo una de tus premoniciones, ¿verdad?

–No, pero no puedo evitar sentirme inquieta.

Pat parecía convencida de que había ido a Italia para no llegar a ninguna parte, y quizás tuviera razón.

–Si no lo encuentro en Génova, tomaré el primer avión que me lleve de vuelta a casa.

–Que así sea. Perdóname si no te deseo buena suerte. Esta noche llámame antes de acostarte, sea la hora que sea, ¿vale?

–De acuerdo. Un beso.

–Otro para ti.

Sami colgó. ¿Tendría razón su hermana? Quizás no debería estar buscando al abuelo de su hijo. Si lo encontraba, se llevaría tal sorpresa al saberse abuelo que podía poner patas arriba su mundo, puede que incluso le afectase a la salud. Hasta cabía la posibilidad de que su encuentro fuera tan desagradable que le hiciera desear no haber salido de casa.

Y eso era lo que le preocupaba a su hermana.

Bueno, a ella también, la verdad. Pero ya que había llegado tan lejos, tenía que recorrer todo el camino. El hombre que contestó el teléfono cambió inmediatamente al inglés en cuanto la oyó hablar.

–¿Hablo con el departamento de asistencia en viaje?

–Sí.

–Necesito de su ayuda.

–¿De qué se trata?

Sami respiró hondo.

–Estoy intentando encontrar a un hombre llamado Alberto Degenoli que se supone vive en Génova, pero su número no aparece en la guía. He venido desde Estados Unidos para buscarlo, y he pensado que quizás usted...

Pero no siguió hablando porque el hombre que creía que la estaba escuchando pasó a hablar con otra persona en un italiano endiabladamente rápido. Pronto hubo una tercera voz. Su conversación se desarrolló durante otro minuto antes de que el primer hombre volviese a dirigirse a ella.

–¿Puede deletrearme el nombre?

Sami lo hizo y de nuevo otra ráfaga de italiano ininteligible sirvió de telón de fondo.

–Vaya usted a la comisaría de policía y pregunte por el comisario Coretti.

«¿Comisario?».

–¿Ahora?

–Ahora, claro –dijo el hombre, y colgó.

Aquellos modales al teléfono le hicieron parpadear varias veces, pero al menos la había atendido.

A continuación llamó a recepción y pidió que le enviasen a la niñera del hotel. Sami se había entrevistado con ella el día anterior. Era enfermera titulada y su impresión había sido buena, y mientras esperaba a que llegase, se retocó un poco el maquillaje y se puso la chaqueta del traje.

Solo cuatro personas tenían el número de móvil del conde Alberto Enrico Degenoli, de modo que cuando el teléfono sonó, Ric dio por sentado que sería su prometida, Eliana, quien llamaba para intentar disuadirle una vez más de que no emprendiera el viaje de negocios que tenía previsto para dentro de unos minutos. Al fin y al cabo, era la niña mimada de su padre.

Ahora que Ric estaba a punto de convertirse en el yerno de uno de los industriales más acaudalados de toda Italia, el padre de su prometida esperaba controlar toda su vida. Pero él aún tenía un asunto de negocios de capital importancia que tratar en Chipre del que nadie sabía nada, y debía cerrarlo antes de la boda.

El amor no intervenía en aquel matrimonio y Eliana lo sabía. Era una pura cuestión de intereses económicos. No obstante, una vez el sacerdote impartiera sus bendiciones, Ric tenía pensado interpretar su papel para que el matrimonio funcionase. Pero hasta Nochebuena, su tiempo y sus negocios eran su única preocupación y su futuro suegro no podía hacer nada para cambiar eso.

Cuando apartó la mirada de la pantalla del ordenador para ver quién le llamaba, descubrió que se trataba de su secretario personal, que lo llamaba desde el palazzo.

Pulsó la tecla.

–¿Mario?

–Disculpe la interrupción, Excelencia –Mario llevaba al servicio de la familia Degenoli como secretario personal treinta y cinco años, pero era un hombre chapado a la antigua que insistía en ser todo lo formal posible con Ric ahora que había heredado el título–. El comisario de policía Coretti acaba de llamar al palacio para hablar con usted. Dice que se trata de un asunto extremadamente urgente, pero se ha negado a darme los detalles. Me ha pedido que le diga que lo llame a su número personal.

Aquello debía de haber irritado bastante a Mario, que tenía acceso a todos los detalles de la vida de Ric. Sinceramente, aquel secretismo también lo alarmó a él, ya que semejante llamada solo podía acarrear más tragedias y sufrimientos para su familia, y de eso habían tenido lo bastante como para llenar varias vidas.

–Dame el número.

Lo anotó, dio las gracias a Mario y marcó.

–¿Signor Coretti? Soy Enrico Degenoli. ¿En qué puedo ayudarle?

No había vuelto a hablar con el comisario desde el funeral de su padre, muerto en una avalancha en el mes de enero. El comisario figuraba entre los dignatarios de Génova que habían recibido al avión en cuya bodega viajaba el cadáver de su padre. El recuerdo de lo que había ocurrido aquel fin de semana en Austria siempre perseguiría a Ric, además de haber cambiado el curso de su vida.

–Discúlpeme por interrumpirle, pero hay una mujer norteamericana muy atractiva que acaba de llegar de Estados Unidos y que busca a Alberto Degenoli de Génova.

En un principio le dio un vuelco el corazón, pero tan pronto se le aceleró como se le paralizó. Si esa mujer lo buscase a él, le habría dicho al comisario que quería encontrar a un hombre llamado Ric Degenoli.

Él y su padre tenían el mismo nombre, pero a su padre lo conocían por Alberto y a él por Enrico. Solo su familia lo llamaba Ric... ellos, y la mujer que había quedado atrapada con él en la avalancha.

–¿Sabe que mi padre ha fallecido?

–Si lo sabe, no lo ha dicho. Para serle sincero, tengo la impresión de que ha venido de pesca, ya me entiende –Coretti carraspeó–. Me ha pedido que le encuentre porque dice que es un asunto de vida o muerte –añadió en voz baja.

«¿Qué?».

–Dado el secretismo con el que me lo ha contado, me ha parecido lo más conveniente hablar antes con usted.

Que lo que aquella mujer tuviera que decir fuese de naturaleza delicada lo alarmó de un modo distinto, haciéndole levantarse de golpe de su sillón de cuero. Hasta el momento había hecho cuanto había estado a su alcance para proteger a su familia del escándalo.

Desgraciadamente, no había podido controlar el pasado de su padre. Aunque Ric fuese un Degenoli, su padre y él habían tenido diferencias en asuntos fundamentales; incluso en el hecho de que no se pareciese a él, sino a su madre, por lo que nadie que no los conociera bien podría decir que eran padre e hijo.

Una de las mayores preocupaciones de Ric había sido que la debilidad de su padre por las mujeres lo afectase a él de un modo imprevisible. Estando su boda a la vuelta de la esquina, el día de Año Nuevo, era imperativo que nada pudiera salir mal a aquellas alturas. Se jugaba demasiado.

Su padre llevaba muerto menos de un año, y no era un secreto que había estado con varias mujeres después de la inesperada y repentina muerte de su madre por culpa de una neumonía dieciséis meses antes. Recordaba perfectamente oírle decir que aunque su padre no tuviera un céntimo seguiría ejerciendo una poderosa atracción sobre las mujeres, y ella siempre había disculpado sus escarceos.

Él no podía ser tan generoso. Si la mujer que esperaba en el despacho de Coretti creía que podía chantajear a la familia o reclamar algún derecho sobre la herencia de su padre, era que todavía no lo conocía bien.

–¿Cómo se llama?

–Christine Argyle.

El nombre no le decía nada.

–¿Está casada o soltera?

–No lo sé. En su pasaporte no lo indica, pero no lleva alianza. Llamó al departamento de asistencia en viaje y ellos me la pasaron a mí. En un principio pensé que lo que se traía entre manos era un tejemaneje inventado para acercarse a la familia, pero no ha dado marcha atrás, y dado que tiene que ver con su padre, me ha parecido que lo mejor era llamarle y conocer su opinión antes de decirle que no puedo ayudarla y pedirle que se marche.

–Gracias por manejar la situación con tanta diplomacia –le contestó Ric sin darle ninguna inflexión a su voz, pero la rabia le ardía bajo la superficie. Ir directamente a la comisaría y llamar desde allí su atención era una buena jugada, y no habría corrido ese riesgo a menos que tuviese algo de su padre que la familia no querría que se hiciera público. Qué conveniente. Qué predecible.

Seguramente, habría conocido a Alberto en alguna fiesta de negocios del otoño pasado, cuando su padre tomó la determinación de dejar de estar de luto por su esposa. En la mayoría de los casos en esas fiestas se organizaban partidas privadas que se celebraban a bordo de los yates de lujo anclados en el puerto sobre los que la policía no tenía jurisdicción.

Habría un jugoso abanico de mujeres disponibles, incluidas norteamericanas con ínfulas de actriz, dispuestas a complacer cualquier apetito. Pero sería catastrófico que la última aventura de su padre no se pudiera acallar y que resultase vergonzante para la familia, moral y económicamente.

¡No, si él podía evitarlo!

Si se filtraba algún detalle a la prensa podría afectar a sus futuros planes de modo insospechado. Antes de la boda las negociaciones en Chipre tenían que ir como estaba previsto para salvaguardar la herencia de su madre con el fin de que su suegro no pudiese echarle el guante de ningún modo, y no estaba dispuesto a permitir que algo se interpusiera en su camino.

–Per favore... reténgala en su despacho hasta que yo llegue. Y, por favor, no utilice mi título delante de ella. Presénteme solo como el signor Alberto Degenoli y yo seguiré a partir de ahí.

Aquella mujer no se habría liado con su padre de no haber estado su título de por medio, pero estaba dispuesto a seguirle el juego hasta lograr destapar sus propósitos.

–Entendido. Ha salido un momento, pero volverá a mi despacho en un instante. Le diré que no tardará usted en venir.

Los pensamientos le iban a toda velocidad.

–No le diga nada de esto a nadie.

–No estará usted cuestionando mi lealtad a la casa de los Degenoli...

–De ningún modo –murmuró Ric, pasándose una mano por el pelo, y se volvió a mirar por la ventana de la Degenoli Shipping Lines. Desde hacía más de ciento cincuenta años, su familia había disfrutado de la magnífica vista del puerto de Génova que se tenía desde allí; Génova, la ciudad portuaria más importante de Italia–. Perdóneme, pero en cuanto alguien pretende tocarme a la familia...

–Lo comprendo. Ya sabe que puede confiar en mi discreción.

–Grazie –se despidió, y colgó.

Pasara lo que pasase, no iba a permitir que una palabra de lo sucedido llegase a oídos de sus hermanos. Claudia y Vito ya llevaban bastante a sus espaldas y no tenían por qué cargar con nada más, menos aún a una semana de Navidad. Era absolutamente necesario que aquello se mantuviera en el más estricto secreto.

Pidió a su chófer que lo esperara en el callejón lateral, indicó a los de seguridad que los siguieran y salió de la oficina con sus guardaespaldas. Tenía que ocuparse de aquel asunto de inmediato, antes de salir para el aeropuerto.

Por segunda vez en un día, Sami pagó al conductor del taxi delante de la comisaría central de Génova sin poder evitar los temblores. El comisario le había dicho que su personal había encontrado el teléfono de la persona que buscaba y que había contactado con él.

¡Era un milagro! Después de haber estado buscando a Alberto Degenoli sin éxito, casi había perdido la esperanza.

No podía saber qué iba a resultar de su encuentro, pero tenía que pasar por ello por el bien de su hijo. Su existencia iba a ser una sorpresa mayúscula para el señor Degenoli, pero su hijo se merecía tener la posibilidad de saber algo de su familia paterna.

Por supuesto, era demasiado pequeño para saber nada de nada, y dependía de ella que se sentaran las bases para su futuro, si es que el señor Degenoli quería que hubiese relación entre ellos. Si no, volvería a Reno y lo criaría sin sentirse culpable por no haber hecho cuanto estuviera en su mano para unirlos.

Al dejar atrás las puertas, su primer pensamiento fue que la comisaría estaba tan ajetreada a las cuatro de la tarde como lo había estado más temprano. Además de los agentes y la gente variopinta que estaba allí, el humo del tabaco lo llenaba todo, y sintió picor en los ojos y en la nariz. Había un pequeño nacimiento colocado en una mesa a la entrada, lo que le recordó el poco tiempo que quedaba para Navidad y lo poco que había hecho aún para prepararla. Pero la razón por la que había abandonado Reno era mucho más importante para ella.

Dado que ya había estado antes en la comisaría sabía adónde dirigirse, y cuando echó a andar, un hombre la rebasó con paso rápido y giró en una esquina al fondo del vestíbulo. Era alto y vestía con elegancia, con traje y corbata. Debía de rondar los treinta años, y desprendía un aire de poder y autoridad del que no parecía consciente, pero que resultaba tan natural en él como respirar.

Sami pasó junto a varios agentes que la miraron desde su perspectiva de hombres y no de policías antes de girar en la esquina y entrar en la zona de recepción del comisario. A excepción del secretario con el que ya había hablado antes, la zona estaba vacía. ¿Dónde estaría el otro hombre?

Se sentó y vio que el secretario descolgaba el teléfono, seguramente para avisar a su jefe de que había llegado. Colgó y la invitó a pasar y ella, tras quitarse unos cuantos pelos rubios del traje de chaqueta, le dio las gracias y abrió la puerta del despacho.

El extraño que había pasado junto a ella en el vestíbulo se hallaba de pie hablando con el comisario. Si estaba ocupado, ¿por qué le había hecho pasar su secretario?

De un vistazo reconoció el físico poderoso y atlético del hombre del traje. Unas finas arrugas de expresión partían de sus ojos y de su boca. Quizás estuviera equivocada, pero bajo unas cejas densas y oscuras, sus ojos también oscuros la miraron con hostilidad, una reacción que no estaba acostumbrada a suscitar en el otro sexo.

Sami era de mediana estatura, de modo que tenía que levantar la cara para mirarlo. Tenía una belleza muy masculina que la hipnotizaba, en particular el cabello negro como la noche que llevaba peinado hacia atrás, lo cual realzaba sus facciones mediterráneas y su perfecta piel aceitunada...

El comisario hablaba un inglés con un fuerte acento, y fue su voz lo que le hizo apartar la atención del desconocido.

–Signorina, permítame presentarle al signor Alberto Degenoli.

Sami se desinfló. «Este no es el hombre que yo busco». Quizás fuera un pariente.

–¿Cómo está usted? –musitó, estrechándole la mano que él le ofrecía. Su apretón era firme y fuerte, como su persona.

–¿Cómo está usted, signorina?

Tenía un inglés impecable, sin rastro de acento, pero fue su voz profunda lo que le produjo un estremecimiento, una especie de eco del pasado. Podía estar equivocada, pero tuvo la impresión de haber oído ya ese timbre de voz.

Qué tontería, si no se conocían.

–Se ha quedado pálida, signorina. ¿Se encuentra bien?

–Sí, sí... –se sujetó al respaldo de la silla que encontró más cerca–. Yo... es que usted no es la persona que venía buscando y me he desilusionado –balbució, antes de volver a mirarlo–. Tiene su mismo nombre, pero... pero es usted demasiado joven. Obviamente, debe de haber más de un Alberto Degenoli en Génova.

–No. No hay nadie más –Ric negó con la cabeza.

–¿Solo usted?

–Exacto.

–Quizás entendió usted mal la ciudad y se trata de Ginebra, en Suiza, signorina –comentó el comisario–. Muchos norteamericanos se equivocan, dado el parecido.

Ella frunció el ceño.

–Es posible. El señor Degenoli se dedica a los fletes marítimos.

–Como tantos otros en Ginebra.

–Pero es que es italiano.

–Son miles los italianos que viven en Suiza.

–Sí, lo sé –quizás las diferencias de pronunciación habían provocado la confusión. Qué raro. Tanto tiempo...–. Gracias por la sugerencia –miró al señor Degenoli–. Siento mucho haberle hecho venir hasta aquí para nada. Los he incomodado a ambos. Discúlpenme, por favor.

–Si nos diera una descripción más clara de la persona que busca quizás...

–Bueno, debe de rondar los sesenta años, aunque no lo sé con exactitud. Me siento fatal por haberlos molestado. Gracias por venir tan rápido –miró al comisario Coretti–. Perdóneme por haberle robado su tiempo. Ha sido usted muy amable. Me marcho. No quiero importunarles más.

Coretti la miró fijamente.

–Parecía estar desesperada cuando acudió a mí, signorina. Mejor la dejo con este caballero al que ha hecho venir para que se conozcan mejor y puedan tratar de sus... asuntos.

«¿Asuntos?».

–¿Qué quiere decir?

–No creo que sea usted tan inocente como quiere hacernos creer, ¿verdad?

Aquella grosera sugerencia la molestó, y sintió que se le teñían las mejillas de rojo.

–Obviamente, ha malinterpretado usted mis motivos, pero se equivoca si está pensando que yo...

En ese momento no le hizo ni pizca de gracia pensar en quedarse sola con aquel desconocido que tanto la intimidaba con su forma de mirarla.

–No he encontrado a la persona que estoy buscando, de modo que seguir con esto no tiene sentido. Siento mucho las molestias que les he causado.

El comisario Coretti sonrió de un modo desagradable.

–¿Qué ocurre, signorina? Me dijo usted que era un asunto de vida o muerte.

–Y lo es –respondió ella. Le temblaba la voz.

–¡Pues explíquenoslo!

–Sé que he sido muy reservada al respecto, pero estoy intentando hacer mis pesquisas del modo más discreto posible por el bien de las partes implicadas. Cuando ayer me quedé sin resultados en mis otras pesquisas, acudí a usted en busca de respuestas con la esperanza de no perjudicar a nadie con ello. Pero el hecho es que el hombre al que busco es de cierta edad. Podría incluso tener setenta años.

El tiempo pareció quedar suspendido mientras el señor Degenoli la atravesaba con sus ojos negros como la noche.

–Signor Coretti, ¿sería tan amable de dejarnos solos un momento?

–Por supuesto.

Cuando el comisario salió, el despacho se quedó más silencioso que una tumba, si exceptuaba el latido de su corazón. No le sorprendería que aquel desconocido lo estuviese oyendo también.

–Creo que ya ha sido incluso demasiado reservada. Me gustaría ver su pasaporte.

Aquel hombre parecía sentir curiosidad por ella, y en aquel momento quedó completamente convencida de haber oído antes esa voz, pero ¿dónde? Había estado en Europa un año antes, pero no había visitado Italia.

Mientras rebuscaba en el bolso trataba de recordar, y él seguía allí plantado, más grande que la vida misma y con un aire de autoridad que intimidaba más que el de cualquier comisario. Le entregó su pasaporte, él lo leyó y se lo devolvió.

–No la conozco –le dijo, y en sus ojos brillaba la ira–. El Alberto Degenoli que creo que busca ya no vive, pero supongo que eso ya lo sabe usted. ¿Se conocían bien?

Ah, ahora entendía lo que había dicho el comisario antes de sus «asuntos». Ambos habían dado por sentado que había mantenido una relación con el hombre que buscaba.

–Yo no lo conocía –respondió, irguiéndose–. De hecho, no nos habíamos visto nunca, pero esperaba poder hacerlo.

Qué triste resultaba haber viajado hasta Italia para nada.

–¿Y qué significaba ese hombre para usted?

Ella respiró hondo.

–Dado que está muerto, nada.

–¿Cómo se enteró de su existencia?

Sami había oído hablar de él por boca de su hijo, pero él también estaba muerto. Si aquel hombre era el único Degenoli vivo en Génova, lo que había dicho el comisario sería cierto casi con toda probabilidad. Tendría que tomar un avión a Ginebra para seguir con su búsqueda allí antes de volver a casa.

–Ya no importa –intentó tragar, pero su garganta se negaba–. Perdóneme por haberle molestado.

Dio media vuelta y salió.

Cuando llegaba ya a la puerta de la comisaría, cayó de pronto en la cuenta de qué era lo que había estado inquietándola: aquel hombre tenía la misma voz que el fallecido padre de su hijo. Por eso le había resultado tan turbador.

Pero su voz carecía del matiz tierno y cariñoso que impregnaba la del padre de su hijo. Su tono y sus modales parecían acusarla de algo, y después de sentir un estremecimiento se subió al primer taxi que aguardaba en la parada que había frente a la comisaría.

Ric solo había podido ver durante un segundo aquellos ojos verdes llenos de lágrimas antes de que su dueña saliera a toda prisa del despacho de Coretti. ¿Sería posible que existieran dos norteamericanas que hablaran de un modo tan parecido? Seguramente la coincidencia sería posible, ya que no había visto a aquella mujer en su vida.

Durante meses había estado buscando a la mujer que había quedado atrapada con él en la nieve; había albergado la esperanza de que ella fuese a buscarlo, pero cuando llegó el verano concluyó que debía de haber muerto en esa avalancha.

Cerró los ojos un instante para recordar cómo había temblado la voz de aquella mujer y por mucho que le pesara admitirlo parte de su ser estaba convencido de que la emoción era auténtica. Su belleza clásica de rubia de piel pálida contrastaba enormemente con las mujeres morenas de su país y le había afectado más de lo que le gustaría reconocer.

Pero por buena que hubiera sido su actuación, Ric estaba convencido de que la signorina Argyle le había mentido, o, al menos, no le había dicho toda la verdad, y estaba decidido a desvelar su secreto, fuera el que fuese.

Dejándose llevar por la adrenalina, llamó a Carlo, su jefe de seguridad, y le pidió que siguiera a la norteamericana rubia que salía de la comisaría. Quería saber exactamente adónde se dirigía para poder concertar un encuentro privado con ella.

Aquel no había sido el momento de abordarla. La conversación que pretendía que tuvieran debía desarrollarse en un lugar en el que estuviera garantizada la confidencialidad, en el que nadie pudiese aparecer de pronto y descubrirlos.

Subió a su limusina. En cuestión de minutos supo que se hospedaba en el Grand Savoia, uno de los mejores, si no el mejor, hoteles de Génova. Era caro durante todo el año, pero en particular en época de vacaciones. Le pidió al chófer que lo llevase allí. Carlo le había indicado que la encontraría en el tercer piso, a la derecha según se salía del ascensor, en la cuarta puerta a mano izquierda.

No tardaron en detener la limusina ante la puerta y Ric entró en el hotel. Había tomado la decisión de pillarla por sorpresa, de modo que descartó la posibilidad de llamarla desde recepción y tomó la escalera para llegar a su piso, subiendo los escalones de dos en dos. Cuando llegó ante su puerta llamó con fuerza para estar seguro de que le oía.

–¿Signorina Argyle? Soy el signor Degenoli. Tenemos que hablar –no obtuvo respuesta. Mejor probar con otra táctica–. ¿Por qué quería localizar a Alberto? Me gustaría ayudarla si es posible.

Carlo le había dicho que había entrado en la habitación y que no había vuelto a salir, pero podía estarse duchando. Dejó pasar otro minuto y volvió a llamar.

–¿Signorina?

Unos segundos después, la puerta se entreabrió solo lo que permitía la cadena. Vio esos ojos verdes mirarle consternados, pero los tenía bordeados de rojo. Debía de haber estado llorando. Eso sí parecía auténtico.