Milagro en la isla - Rebecca Winters - E-Book
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Milagro en la isla E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Su única oportunidad de ser padre... Nikos Vassalos se había convertido en una sombra de sí mismo. Atormentado por un trastorno de estrés postraumático, se había aislado en su yate de lujo. Pero su amarga soledad se vio interrumpida por una mujer en avanzado estado de gestación que le dijo que iba a ser padre. Stephanie Marsh estaba decidida a que su bebé supiera quién era su padre. Pero se encontró con un Nikos frío y desconfiado muy diferente del hombre del que se había enamorado. ¿Podría el pequeño milagro que llevaba en su vientre ayudarlos a encontrar el final feliz que ambos se merecían... juntos?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Rebecca Winters

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Milagro en la isla, n.º 2544 - abril 2014

Título original: The Greek’s Tiny Miracle

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4318-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

27 de abril

Stephanie observó a los clientes del hotel que entraban en el restaurante, esperando ver a su adonis de pelo negro, como ella llamaba a Dev Harris. Había quedado con el alto y atlético neoyorquino, su dios griego, en el comedor a las ocho para cenar juntos.

Estaban de vacaciones en el complejo de Grace Bay en Providenciales, una de las islas Turcas y Caicos del Caribe.

Habían estando buceando esa tarde en la idílica zona de Elephant Ear Canyon, viendo las esponjas gigantes, y luego habían estado viendo la puesta de sol muy acaramelados.

Cuando la había ayudado a bajar de la lancha, había visto la pasión dibujada en sus ojos negros azabache. Sin duda, le esperaba otra noche de amor como la anterior.

Había ido al bungaló a prepararse para la cena. Quería estar lo más bella posible para él. Llevaba un vestido azul sin mangas que resaltaba su bronceado natural y su maravilloso pelo rubio platino.

La noche anterior, se había puesto un vaporoso vestido de color mandarina a juego con su brillo de labios. Él le había dicho que parecía una fruta dorada a la que deseaba saborear lentamente.

Su cuerpo aún temblaba recordando esas palabras y la forma en que le había hecho el amor. Había sido su primera experiencia íntima con un hombre y se sentía como si estuviera viviendo un sueño del que nunca quisiera despertar.

En solo diez días, se había enamorado locamente de él. Había sido un verdadero flechazo. Era el hombre que había estado esperando toda su vida. Le dijo que estaba soltero, que tenía treinta y dos años y que se dedicaba a negocios de exportación.

Sus amigas aún no sabían nada de su relación con Dev. Melinda pensaba que debía de ser un miembro del grupo de submarinismo del ejército, por la pericia que demostraba en el agua.

Stephanie opinaba igual. Dev parecía estar hecho para eso. Y no solo por su cuerpo atlético y su habilidad para bucear, sino por su carisma y personalidad arrolladoras.

¿Dónde podía estar ahora? Ya eran las nueve menos cuarto. Lo único que podía hacer era volver a la habitación y llamarlo por el teléfono del hotel.

Cuando iba de camino, un camarero se acercó a ella con una caja de flores en la mano.

–¿Señorita Walsh? Esto es para usted. Con los saludos del señor Harris.

Volvió a la mesa y abrió la caja. Probablemente, él llegaría en cualquier momento. Dentro de la caja, había un ramo de gardenias con una tarjeta.

Gracias por los diez días y las diez noches más inolvidables de mi vida, Stephanie. Tu dulzura es como la de estas gardenias. Nunca podré olvidarte. Por desgracia, he tenido que ausentarme de la isla por un asunto urgente de trabajo que solo yo puedo solucionar. Disfruta del resto de las vacaciones hasta tu vuelta a Crystal River. Ya te estoy echando de menos.

Dev

Stephanie se quedó pálida en el asiento. Su idilio de primavera había terminado.

Él estaría ya camino del aeropuerto para tomar su vuelo a Nueva York. No le había dejado ni el número de teléfono ni la dirección. Ni siquiera le había dicho nada que le permitiera albergar la esperanza de volver a verlo de nuevo.

Se sintió la mujer más estúpida del mundo.

Aunque, tal vez, había otra persona que compartía ese triste honor con ella: su madre, que había muerto de cáncer pocos meses después de que ella se graduara en la universidad.

Veinticuatro años atrás, Ruth Walsh había cometido el mismo error con un hombre que la abandonó. Stephanie nunca supo su nombre ni llegó a conocerlo, pero su madre le dijo que era muy atractivo y simpático, y un gran esquiador.

Dev y él debían de estar hechos de la misma pasta y en el mismo molde.

Cerró los ojos, desolada. ¿Cuántas mujeres, de vacaciones, encontraban supuestamente al hombre de sus sueños y luego eran abandonadas una vez que la fascinación inicial se había desvanecido? Tal vez miles, si no millones. Ella, igual que su madre, era una de las que formaban parte de esa patética estadística.

Furiosa consigo misma por no haber aprendido ya aquella lección a sus veinticinco años, se levantó como un resorte de la silla, le dio un par de dólares al camarero y le dijo que se deshiciera de todo lo que había dejado en la mesa.

Pensó que no podía quedarse por más tiempo en la isla, aunque le quedaban aún cuatro días de vacaciones. Al día siguiente por la mañana, tomaría el primer avión de regreso a Florida. Después de todo, no iba a ser la primera mujer ni la última a la que un hombre engañase.

Se limpió las lágrimas y volvió al bungaló. Se alegró de que sus amigas no estuvieran allí. Así tendría tiempo de cambiar la fecha del vuelo y hacer el equipaje sin verse obligada a contestar a un montón de preguntas incómodas.

Al día siguiente por la tarde, estaría de vuelta en la agencia. A ella le gustaba su trabajo y ahora le serviría además como válvula de escape para olvidarse de todo.

Si seguía pensando en aquellos paseos románticos del brazo de Dev, entre palmeras y casuarinas, acabaría volviéndose loca.

13 de julio

–¿Capitán Vassalos?

Nikos giró la cabeza y vio al vicealmirante Eugenio Prokopios de la Comandancia Naval del mar Egeo entrando en su habitación del hospital. Era un veterano héroe de la marina griega, además de un viejo amigo de su padre y de su abuelo.

Nikos terminó de abrocharse la chaqueta del uniforme y se apoyó en las muletas.

–Es un honor, señor.

–Tus padres están afuera esperándote. Les dije que quería entrar a verte primero. Ha sido una suerte que no te hayas quedado parapléjico después de las heridas que recibiste en tu última misión.

¿Suerte? Su última operación con las Fuerzas Especiales había sido todo un éxito, pero Kon, su mejor amigo, había resultado muerto. En cuanto a él, el médico le había dicho que su herida se acabaría curando, pero que nunca volvería a ser el mismo de antes. No podría seguir en el SEAL, las fuerzas de élite del ejército griego, ya que sufriría probablemente TEPT, trastornos de estrés postraumático, durante largo tiempo.

Había estado recibiendo ayuda psicológica y estaba tomando un inhibidor de reabsorción de la serotonina para la depresión. Pero, aún así, había tenido algunas pesadillas.

–Ánimo, te van a dar el alta esta mañana y dentro de poco podrás andar ya sin muletas.

–Estoy deseando deshacerme de ellas.

–Ten paciencia. Tendrás que tomarte un largo descanso. Lo necesitas después de la experiencia tan dura que has vivido.

–No creo que necesite tanto tiempo, señor.

Después de un período de hospitalización de dos meses y medio, Nikos sabía exactamente por qué el vicealmirante estaba allí. Sin duda, había sido cosa de su padre. Esperaría que volviera a la empresa de la familia, ahora que estaba incapacitado.

–Nuestra Armada te está muy agradecida por el heroico servicio que has prestado a las Fuerzas Especiales –dijo el vicealmirante–. Eres un orgullo para tu familia y para el país. Tu padre está deseando verte al frente de Vassalos Shipping para poder jubilarse.

El vicealmirante había venido a decirle, en suma, que su carrera militar había terminado. Pero él no deseaba trabajar en el negocio familiar. Su padre y él mantenían una relación muy tensa desde siempre.

No había querido reconocerlo como hijo suyo hasta varias semanas después su nacimiento. Y eso, tras haber pasado una prueba de ADN. Y todo por un simple rumor malintencionado y sin fundamento. Aquella desconfianza en la fidelidad de su esposa había causado un daño irreparable en su matrimonio y había arruinado la vida de Nikos.

La Armada había resultado una válvula de escape para aquella situación insostenible con su familia, que ahora, diez años después, iba a verse obligado a revivir.

Tenía treinta y dos años y, sin embargo, la vida parecía haber acabado para él.

La pérdida de Kon Gregerov pesaba como una losa sobre él. Había sido su mejor amigo desde la infancia. Provenía de una familia de la vecina isla de Oinousses y se habían reclutado juntos en la marina.

Habían planeado montar un negocio juntos cuando se licenciasen del ejército, pero su amigo había saltado por los aires en aquella explosión que casi había acabado también con su vida.

–Siento que te vieras obligado a dejar Providenciales para llevar a cabo tu última misión. Te enviaremos allí de nuevo para que puedas descansar y recuperarte.

Nikos sintió un vacío en el estómago al volver a oír aquel nombre. Había vivido una experiencia maravillosa en aquella isla. Pero ahora, después de lo que había sucedido, Stephanie Walsh ya no podría formar parte de su vida.

–¿Nikos? –exclamó el vicealmirante, viéndolo tan abstraído.

–Sí... Gracias por su oferta tan generosa, pero prefiero recuperarme en casa.

–Si ese es tu deseo...

–Lo es.

–Entonces te dejo descansar. Solo quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti. Buena suerte.

Se saludaron de forma militar antes de que el vicealmirante abandonara la habitación.

Nikos se sentó en la silla de ruedas que le había llevado un enfermero y, al poco, entraron sus padres en la habitación.

–¡Cariño! –exclamó su madre, dándole un abrazo–. Te veo muy bien, a pesar de lo delgado que te has quedado. Te recuperarás en seguida, en cuanto estés en casa unas semanas. Tus abuelos están deseando verte, y Timon y tu hermana han llegado ya con los niños para darte la bienvenida.

–Este es un gran día, hijo –dijo su padre exultante, recogiendo su equipaje–. Leon está deseando hablar de negocios contigo.

Nikos no tenía intención de trabajar en el negocio familiar, como su hermano mayor. Su padre lo sabía, pero nunca se daba por vencido.

Había una limusina esperándolos en la salida del hospital. El cielo estaba limpio y azul.

–No sabes cuánto hemos deseado que llegara este día –dijo su padre–. Igual que Natasa. Daremos una pequeña fiesta mañana por la noche en tu honor a la que acudirá con sus padres.

–Pues ya puedes ir cancelando la fiesta –replicó Nikos rojo de ira–. Mañana mismo, me iré a vivir al Diomedes. Me quedaré allí mientras dure mi recuperación.

Estaba harto de visitas y hospitales. Necesitaba estar solo. Su yate sería su refugio a partir de ahora.

–¡No puedes hacernos eso! ¡Y menos a ella! –exclamó el padre–. Natasa lleva demasiados años esperando a que te decidas a casarte con ella. Y tu madre y yo queremos que nos des nietos.

Entre las familias de Natasa y de Nikos, había una estrecha y antigua amistad. Gia, la hermana de Nikos, y Natasa Lander habían estado siempre muy unidas. Él se había sentido atrapado en aquella tela de araña y había encontrado su tabla de salvación alistándose en el ejército.

–Nunca he hecho el amor con ella ni le he pedido que se casara conmigo. Supongo que se habrá olvidado de mí hace tiempo. Ahora que he salido del hospital, yo también necesito rehacer mi vida. No alberguéis la menor esperanza de que me case con ella. Lo digo muy en serio.

–¡No sabes lo que estás diciendo! –dijo su padre fuera de sí.

–Yo diría que sí. Natasa es encantadora, pero no es mi tipo. Me temo que ese matrimonio entre ella y yo es solo producto de la imaginación de sus padres y de la vuestra.

–¿Cómo te atreves a decir eso?

–Le harías un favor si le dijeses a su familia y a ella que no estoy aún lo bastante bien como para ver a nadie. Lo comprenderán. ¡No conviertas esto en una pesadilla o te arrepentirás!

Nikos había sufrido demasiadas pesadillas desde que el enemigo había volado el buque pesquero en el que iba con el equipo de vigilancia.

Lo habían encontrado inconsciente en el agua. Los médicos del hospital no le habían dado ninguna esperanza de volver a caminar, dados los daños que había sufrido en las vértebras lumbares. Pero se habían equivocado. Tenía múltiples traumatismos pero podía andar, aunque con ciertas dificultades.

–Podemos hablar de eso más tarde –dijo su madre, deseando poner paz entre ellos.

–No hay nada que discutir –replicó Nikos.

Su carrera militar había terminado. Igual que su vida, tal como la había conocido hasta entonces. Lo único que deseaba era estar lejos de todo el mundo, pero sabía que tenía que aguantar hasta el día siguiente.

Nikos había hablado ya con Yannis para que fuera a casa y lo llevara al puerto en su coche. Subiría a bordo del Diomedes y se quedaría a vivir allí y a emborracharse todos los días.

El viaje al pequeño aeropuerto de Atenas se realizó en silencio. Ni sus padres ni él dijeron nada. Nikos respiró hondo cuando salió del vehículo, agarró las muletas y subió a bordo del jet privado de su padre.

El auxiliar de vuelo lo conocía desde hacía años.

–Bienvenido a casa, Nikos.

–Gracias, Jeno.

–¿Te apetece tomar algo? ¿Un poco de té?

–¿Qué tal una cerveza?

–Te la traigo enseguida –respondió el hombre con una sonrisa.

Nikos tomó asiento con sus padres. Dejó las muletas en el suelo y se abrochó el cinturón de seguridad. El vuelo a Chios duraba solo cuarenta minutos. Desde allí, tomarían un helicóptero hasta la empresa de transportes de su padre, Vassalos Shipping, en la isla de Egnoussa, donde un coche los estaría esperando para llevarlos a casa.

Se puso a mirar por la ventanilla hasta que el cansancio lo venció.

Le vino al recuerdo la imagen de cierta mujer en otra parte del mundo a la que había tenido que dejar dos meses y medio atrás. Stephanie Walsh habría recibido las gardenias con su nota. Habría sido para ella como recibir un puñal en el corazón. Se imaginaba cómo se habría sentido. Pero no había podido hacer nada por evitarlo. Como miembro de los SEAL, todos los actos de su vida eran materia reservada.

Se había sentido cautivado por ella desde el primer día que la vio en la playa. Pero no había querido involucrarse sentimentalmente demasiado, consciente de que su permiso militar era solo por dos semanas, al cabo de las cuales tendría que reincorporarse a su unidad. Sin embargo, embriagado por su belleza y personalidad, se había rendido al deseo y ella le había respondido generosamente.

Había confiado a su amigo Kon lo que pensaba hacer cuando terminaran esa última misión. Se licenciaría del ejército y se casaría con ella. Sin embargo, tres días después, un ataque imprevisto del enemigo lo cambió todo. Su amigo resultó muerto y él nunca volvería a ser el mismo hombre de antes. Stephanie ya solo podría ser un recuerdo para él.

Había conocido a la mujer de sus sueños, pero ahora todo quedaría solo en eso: en un sueño.

Un gemido escapó de su garganta. Estaba estéril a consecuencia de los daños colaterales. Nunca sería capaz de tener un hijo biológico. A partir de ahora, viviría en un mundo de oscuridad, en un auténtico infierno. Ninguna mujer querría compartir su vida con él y con los recuerdos que le atormentaban.

–¿Nikos?

–¿Jeno? –exclamó él, abriendo los ojos sorprendido.

–¿Te sientes mal? –preguntó el auxiliar de vuelo–. ¿Puedo traerte algo?

Él negó con la cabeza.

–Prepárate. Vamos a tomar tierra en breves momentos.

–Gracias.

Se abrochó el cinturón de seguridad. Sí, Jeno tenía razón: estaba enfermo. La reunión con el vicealmirante había sido como el primer puñado de tierra que cayese sobre su ataúd.

La vida se desvanecía a sus pies, transportándolo por un túnel oscuro y sin fin...

26 de julio

Iba a ser madre.

Stephanie se pasó la mano por el vientre. Apenas podía abrocharse el botón de arriba de los pantalones vaqueros. Aún no podía creer que estuviese embarazada, que llevase un hijo de Dev en su seno.

No se había alarmado demasiado cuando no le había venido la regla el último mes. Siempre había sido bastante irregular. Pero, en las últimas tres semanas, había sentido náuseas y había empezado a notar ciertos cambios en su cuerpo.

El test de embarazo del día anterior había resultado positivo, despejando todas las dudas.

Acababa de volver de la consulta del ginecólogo. El doctor Sanders le había confirmado que estaba de tres meses. No podía creerlo. Llevaba un hijo de Dev. Le había recetado unas pastillas para las náuseas y un complejo vitamínico de hierro como revitalizante.

Se preguntó si tendría sentido tratar de localizar a Dev. ¿Querría él saber que iba a ser padre?

En el fondo, había estado esperando que se pusiese en contacto con ella. Él sabía que trabajaba en Crystal River Water Tours. Le habría resultado muy fácil llamarla o dejarle un mensaje. Pero no lo había hecho. Estaba claro que no quería volver a verla.

Pasó las doce horas siguientes pensando la decisión que debía tomar. Pero, por la mañana, lo tuvo claro: su hijo querría saber quién era su padre.

Ella siempre había deseado conocer al suyo. Un hijo era cosa de dos. Su obligación era tratar de informar a Dev. Lo que él hiciese luego sería cosa suya.

Tomó el teléfono con mano temblorosa para llamar al complejo turístico y preguntar si sabían algo sobre su paradero. La tomarían probablemente por alguna histérica persiguiendo a su novio. Pensó que sería mejor decir que solo trataba de interesarse por él para saber si estaba bien, dado que se había ido de la isla con mucha urgencia sin despedirse.

Marcó el número de teléfono y aguardó la respuesta.

–Escuela de buceo. Soy Angelo.

–Hola, Angelo. Me alegra oírte de nuevo. Soy Stephanie Walsh. Quizá ya no te acuerdes de mí. Estuve allí hace tres meses.

–¿Stephanie? Claro que sí. Siempre recuerdo a las chicas guapas. ¿Te lo pasaste bien en la isla?

–Fabuloso. Gracias a ti.

–Me alegro. ¿En qué puedo ayudarte?

–Estoy tratando de localizar a Dev Harris, el chico de Nueva York con el que estuve la primera semana. ¿Tienes su número de teléfono o su correo electrónico? Se fue tan de prisa que he estado preocupada estos últimos meses pensando si podría haberle ocurrido algo. Tengo además unas fotos que me gustaría enviarle.

–Déjame ver. No cuelgues.

–No te preocupes. Espero.

Angelo examinó detenidamente su registro. Había muchos Devlin, Devlon y Devlan Harris de la ciudad de Nueva York, pero ninguno era el que Stephanie estaba buscando.

Ella había tratado de llamarlo a Nueva York, pero no había conseguido encontrar su nombre en la guía telefónica. Había estado varios días llamando a las empresas exportadoras en las que él podría estar trabajando, pero sin ningún resultado.

Después de agotar esa vía, se había puesto en contacto con las líneas aéreas que habían volado a la isla el dieciocho de abril, pero tampoco había conseguido nada. De hecho, ya había renunciado a localizarlo. Pero el embarazo lo había cambiado todo.

–¿Stephanie? Ya estoy aquí. Lo siento, pero no tengo ni su dirección ni su número de teléfono. Tal vez puedan saber algo de él en alguna de las tiendas donde fuisteis.

–No estuvimos en ninguna tienda –replicó ella decepcionada–, pero me regaló unas flores que tuvo que comprar en alguna parte. ¿Pudo haberlas conseguido en el resort?

–No. Solo pudo comprarlas en la floristería de la ciudad. Te daré el número... Sí, aquí está.

Stephanie tomó nota.

–Haces honor a tu nombre, Angelo. Muchas gracias.

–No hay de qué. Que tengas suerte.

Después de colgar, Stephanie se quedó mirando el número de teléfono que había apuntado. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Si no conseguía nada en la floristería, probablemente, su bebé nunca conocería a su padre.

–Floristería Plant Shop, ¿qué desea?

–Hola. Me llamo Stephanie Walsh. Estoy llamando desde Florida. Recibí el veintisiete de abril un ramo de gardenias de su tienda que fue entregado en el Palm Resort. No tuve ocasión de darle las gracias al señor que me las envió. Se marchó antes de que pudiera hacerlo. Su nombre era Dev Harris. ¿Podría darme su dirección o su número de teléfono, por favor?

–Lo siento, pero no puedo darle esa información.

–¿Puede decirme al menos a qué hora recibió el pedido?

–Espere un momento... Sí, nos telefoneó a las cinco de la tarde.

–Gracias por su ayuda.

Nada más colgar, una idea comenzó a dar vueltas por su mente. Llamó al resort de nuevo y preguntó si podía hablar con Delia, la camarera del hotel. Tuvo que dejarle un mensaje para que Delia la llamara cuando estuviese libre.

A la media hora, recibió la llamada de la camarera.

–Hola, Stephanie.

–Hola, Delia. Muchas gracias por devolverme la llamada.

–No hay de qué. ¿Qué tal te va con Dev?

–En realidad, ese es el objeto de mi llamada. Estoy muy preocupada por él. Se marchó de la isla sin decirme nada. Me gustaría saber cómo está y necesito tu ayuda para localizarlo.

–Mi novio trabaja en el aeropuerto. Le pediré que averigüe los vuelos que salieron el veintisiete de abril después de las cinco de la tarde. Tal vez él encuentre algo que pueda ayudarte.

–No sé cómo pagarte el favor, Delia.

–Lo hago con gusto. Nunca vi a una pareja más enamorada.