Su única oportunidad - Historias de amor - Linda Howard - E-Book
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Su única oportunidad - Historias de amor E-Book

Linda Howard

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Beschreibung

Ya sea como escritora, ya como lectora, Linda Howard ha hecho de los libros parte esencial de su vida. Tras veintiún años escribiendo para su disfrute personal, cuando por fin se decidió a publicar conoció un éxito inmediato. Desde entonces sus novelas, escritas con inconfundible pasión e imaginación desbordante, figuran constantemente en las listas de los libros más vendidos y demuestran que Linda Howard nunca decepciona. Linda Howard nos introduce una vez más en la vida de los Mackenzie. Esta vez nos cuenta dos apasionantes historias de amor, las de Maris y Chance. Maris es la única hija de Mary y Wolf Mackenzie, y se verá implicada como sospechosa en un fraude. Para resolver el caso aparecerá el atractivo agente Alex McNeil. Chance Mackenzie es un agente secreto cuya misión es atrapar a un terrorista y decide hacerlo seduciendo a la hija de éste. Pero, ¿quién atrapará a quién? Linda Howard pone tanta emoción y tensión en sus personajes, que no importa lo satisfecho que quede el lector cuando termine el libro, porque querrá todavía más. Rendezvous

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Mackenzie’s Magic © 1996 Linda Howard.

A Game of Chance © 2000 Linda Howington.

Todos los derechos reservados.

PASIONES CULPABLES, Nº 17 - agosto 2012

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1997.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0766-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Navidades mágicas

Uno

Le dolía la cabeza.

El dolor golpeaba el interior de su cráneo, centrado sobre sus ojos, y su estómago se revolvía como si la conmoción lo hubiera despertado.

–Me duele la cabeza –dijo con cierto asombro, en voz baja.

Maris Mackenzie nunca sufría de jaquecas. A pesar de su apariencia frágil, disfrutaba de la dura constitución de todos los miembros de su familia. La extrañeza por su estado la había empujado a hablar en alto.

No abrió los ojos, ni se molestó en mirar el reloj. La alarma no había sonado, así que no debía de ser hora de levantarse. Pensó que el dolor de cabeza podía desaparecer si volvía a conciliar el sueño.

–Te traeré una aspirina.

Maris abrió los ojos, y el leve movimiento hizo que sintiera una fuerte punzada.

Era una voz masculina. Y por sorprendente que fuera, había sonado justo a su lado. Tan cerca que apenas se había tratado de un murmullo, y aún podía notar el cálido aliento en su oreja. La cama se hundió un poco cuando el hombre se sentó.

Pudo oír el sonido del interruptor de la lámpara de noche, y la súbita luz la cegó. Rápidamente volvió a cerrar los ojos, pero no antes de que pudiera ver la ancha espalda de un hombre desnudo, de pelo corto, oscuro y fuerte.

Una mezcla de pánico y confusión la dominó. No sabía dónde se encontraba. Y aún peor, no sabía quién era. No estaba en su dormitorio; una simple mirada a su alrededor bastó para que lo comprendiera. La cama en la que yacía era bastante cómoda, pero no era su cama.

Cuando el hombre encendió la luz del cuarto de baño, se puso en marcha lo que parecía un ventilador. Maris no quiso arriesgarse a volver a abrir los ojos, pero intentó orientarse de todos modos. Supuso que debían de estar en un motel. Y el extraño sonido que acababa de oír seguramente lo había provocado el motor del aire acondicionado.

Había dormido en muchos moteles, pero nunca hasta entonces con un hombre. Sin embargo, seguía sin saber qué estaba haciendo en aquel sitio, en lugar de encontrarse en su agradable y pequeña casa, junto a los establos. Sólo dormía en moteles cuando viajaba, después de terminar un trabajo o cuando se disponía a empezar otro, y desde que se había establecido en Kentucky, dos años atrás, sólo había salido para volver a casa y visitar a su familia.

Le costaba pensar. No encontraba una sola razón que explicara su presencia en un motel, con un hombre desconocido.

Empezó a dominarla una intensa frustración. No había hecho nunca nada parecido, y se sentía muy disgustada por haberlo hecho ahora, en circunstancias que no recordaba y con un hombre que no conocía.

Sabía que debía marcharse, pero no tenía energías para levantarse y escapar. Aunque «escapar» no era el término más adecuado. Podía marcharse cuando quisiera, si conseguía moverse. Su cuerpo no quería obedecer, pero a pesar de todo tenía que hacer algo, aunque no supiera qué. Además del dolor de cabeza se encontraba bastante mareada y no conseguía pensar con claridad.

El colchón volvió a hundirse cuando el hombre regresó y se sentó a su lado, esta vez por el extremo más cercano a la pared. Maris se arriesgó a abrir los ojos, pero sólo un poco; en esta ocasión, el gesto no resultó tan doloroso. Pudo ver a un hombre alto y grande, que estaba sentado tan cerca de ella que su calor traspasaba la sábana que la cubría.

Estaba mirándola. Ahora podía ver algo más que su espalda, y fue suficiente para que empezara a comprender.

Era él.

Tomó la aspirina que le ofrecía y se la llevó a la boca. Hizo una mueca de desagrado, tanto por el sabor amargo de la aspirina como por su propia estupidez. Ya no le extrañaba que su voz le hubiera resultado familiar. Si se había acostado con él resultaba evidente que habrían estado hablando antes, aunque no pudiera recordarlo, ni recordar el lugar donde se encontraban.

El hombre le dio un vaso de agua. Maris intentó incorporarse lo suficiente para beber, pero sintió una punzada tan fuerte que volvió a tumbarse y se llevó una mano a la frente. No sabía qué le ocurría. Nunca enfermaba. El repentino y extraño estado de su cuerpo la alarmaba.

–Deja que te ayude.

El desconocido pasó un brazo por debajo de sus hombros y la ayudó a sentarse, sosteniendo su cabeza en el hombro. Olía bien, era fuerte y cálido. Maris deseó acercarse más a él, y el deseo la sorprendió. Nunca había sentido nada parecido por un hombre. Llevó el vaso de agua a sus labios y bebió con ansiedad. Cuando terminó, dejó que se tumbara. Maris lamentó no seguir sintiendo su contacto.

Lo observó mientras daba la vuelta a la cama, para volver al cuarto de baño. Era alto y sus músculos denotaban con claridad que no se pasaba el día sentado en un despacho. Llevaba unos calzoncillos grises, hecho que causó en ella cierto alivio y un grado no despreciable de decepción; tenía vello en el pecho y la sombra de la barba oscurecía su mandíbula. No podía decirse que fuera guapo, pero resultaba muy atractivo. Tanto como para haber llamado su atención, dos semanas atrás, cuando estaba trabajando en el granero.

La reacción ante su visión había sido tan intensa que Maris había hecho lo posible por olvidarlo. Siempre era muy simpática con todos sus compañeros de trabajo, pero en este caso se empeñó en no hablar con él cuando sus caminos se cruzaban. Era un hombre peligroso, que conseguía que se sintiera amenazada.

De todas formas, sabía que también él la había estado observando. De vez en cuando lo descubría y notaba el masculino calor de su atención, por mucho que disimulara. Había llegado al rancho en busca de un trabajo temporal, de un sueldo de dos semanas que poder llevarse al bolsillo; en cambio, ella era la experta en doma de la granja Solomon Green House. Un trabajo prestigioso, especialmente tratándose de una mujer. Su reputación con los caballos la seguía a todas partes, hasta el punto de haberla convertido en una especie de celebridad, por mucho que le disgustara. Prefería trabajar con los caballos antes que ponerse algún vestido caro para asistir a fiestas y demás eventos sociales, pero los Stonicher, los dueños de la granja, requerían a menudo su asistencia. Maris no era ninguna esnob. Sin embargo, no tenía más remedio que aceptar.

Había notado que aquel hombre sabía mucho de caballos. Se encontraba cómodo con ellos y parecía gustar a los animales, lo que llamó aún más su atención. No quería fijarse en lo bien que le quedaban los vaqueros, pero lo hacía. No quería admirar sus fuertes brazos cuando estaba trabajando, pero lo hacía. Y lo mismo ocurría con la inteligente expresión de sus ojos azules. Tuviera las razones que tuviera para buscar trabajos temporales en el campo, resultaba evidente que podía llevar una vida mucho más estable cuando quisiera.

Nunca había tenido tiempo para un hombre, ni le había interesado particularmente. Había centrado su vida en los caballos, en su carrera. Pero en la intimidad de su cama, cuando caía la noche, no había tenido más remedio que admitir que aquel hombre había despertado algo en su interior; un hombre que sólo pretendía quedarse unos días en la granja. Y había decidido que, en tales circunstancias, era mejor ignorarlo.

Pero estaba bien claro que no lo había conseguido.

Se tapó los ojos con una mano para protegerse de la luz mientras su misterioso acompañante llevaba el vaso al cuarto de baño. Sólo entonces notó que no estaba desnuda. Llevaba las braguitas y una camiseta que le quedaba muy grande. La camiseta de aquel hombre.

Se preguntó si la habría desnudado él, o si lo habría hecho ella misma. La primera hipótesis bastó para que se quedara sin respiración. Quería recordar lo sucedido; necesitaba recordarlo, pero no podía. Pensó que podía levantarse y vestirse, pero no podía. No tenía más remedio que seguir allí, tumbada, soportando a duras penas su terrible dolor de cabeza.

Cuando el hombre regresó, la miró con intensidad y preguntó:

–¿Te encuentras bien?

–Sí –mintió.

Por alguna razón, no quería que fuera consciente de su lamentable estado. Una vez más admiró su cuerpo y se preguntó si habría hecho el amor con él. No podía encontrar otra razón que explicara su presencia en un motel. Pero en tal caso resultaba inexplicable que los dos llevaran ropa interior.

Entonces se fijó en sus calzoncillos. Eran unos típicos calzoncillos de boxeador. Le resultó bastante extraño, porque la mayor parte de los hombres que trabajaban en el campo, en aquella zona, tenían gustos mucho más tradicionales.

Antes de tumbarse en la cama, apagó la luz. Se puso de lado, mirándola, y luego posó una mano sobre su estómago. Una posición íntima, que parecía calculada: era cálida pero no excesiva.

Por enésima vez intentó recordar su nombre. Sin éxito.

Se aclaró la garganta. Supuso que le sorprendería que se lo preguntara, pero no podía soportar aquella situación. Preguntar era lo más inteligente que podía hacer.

–Perdóname, pero no recuerdo tu nombre... Ni siquiera recuerdo cómo he llegado aquí.

El hombre se quedó helado. Hasta pudo notar la tensión de su brazo. Durante unos segundos permaneció inmóvil. Después se sentó, volvió a encender la luz, se inclinó sobre ella y empezó a tocar su cabeza con suavidad.

–Maldita sea –dijo, en un murmullo–. ¿Por qué no me has dicho que te habías hecho daño?

Maris no sabía a qué se estaba refiriendo, pero contestó, de todas formas:

–Porque no lo sabía.

–Debí imaginarlo. Estabas pálida y no comiste casi nada, pero pensé que era simple estrés.

Sus dedos se detuvieron sobre un punto en su cabeza, que le dolía particularmente, y lo examinó.

–Vaya, tienes un buen chichón.

–Me alegro –bromeó–. Ya puestos, que sea grande.

–Es evidente que tienes una conmoción cerebral. ¿Sientes náuseas? ¿Ves con claridad?

–La luz me molesta, pero veo bien.

–¿Y en cuanto a las náuseas?

–Sí, creo que sí.

–Y pensar que he dejado que durmieras... deberías estar en un hospital.

–No –espetó, alarmada–, estoy más segura aquí.

No quería ir a ningún hospital. Su instinto le decía que debía evitar los lugares públicos.

–Yo me encargaré de la seguridad. Pero tiene que verte un médico.

Una vez más la asaltó una extraña sensación de familiaridad que no podía explicar. No obstante, tenía otras cosas de las que preocuparse. Una conmoción cerebral podía ser un asunto muy serio y podía necesitar asistencia médica. Le dolía la cabeza y sentía náuseas. En cuanto a su memoria, podía recordarlo todo; hasta cierto punto. Recordó que había estado comiendo y que luego se había dirigido a los establos, pero no recordaba nada de lo sucedido después.

–Me pondré bien, no te preocupes –dijo Maris–. Pero me gustaría que contestaras un par de preguntas... ¿Cómo te llamas? ¿Y qué hacemos juntos en esta cama?

–Me llamo MacNeil –contestó, observándola con atención.

MacNeil. Maris recordó el apellido casi de inmediato. Y con él, también el nombre.

–Es cierto, lo recuerdo. Alex MacNeil.

Recordó que su nombre le había llamado la atención porque era el nombre de uno de sus sobrinos, Alex Mackenzie, uno de los hijos de su hermano Joe. Y no sólo tenían el mismo nombre, sino que el «Mac» del apellido indicaba claramente que compartían ascendencia irlandesa.

–En cuanto a tu segunda pregunta –continuó–, supongo que quieres saber si hemos hecho el amor. Pues bien, la respuesta es no.

Maris suspiró aliviada antes de fruncir el ceño y preguntar:

–Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí?

El misterioso hombre se encogió de hombros.

–Al parecer hemos robado un caballo.

Dos

Maris no podía creerlo. Parpadeó asombrada, como si hubiera dicho algo en un idioma que desconociera. Le había preguntado por el motivo de su presencia en aquella cama y él había contestado que habían robado un caballo. No sólo era ridículo que ella hubiera hecho tal cosa, sino que no veía ninguna relación entre robar caballos y acostarse con Alex MacNeil.

Pero entonces recordó algo. Recordó haber corrido hacia el establo que se encontraba en mitad de las caballerizas, empujada por una extraña sensación de urgencia. Sole Pleasure era un caballo bastante gregario, al que le gustaba mucho la compañía. Lo habían puesto allí para que tuviera caballos a ambos lados. También recordaba que estaba muy enfadada. Más enfadada que en toda su vida.

Alex notó su preocupación y preguntó:

–¿Qué ocurre?

–El caballo que se supone que hemos robado... ¿no será Sole Pleasure?

–Exacto. Y si toda la policía del estado no está buscándonos en este momento, lo estará pronto. Por cierto, ¿qué pensabas hacer con él?

Era una buena pregunta. Sole Pleasure era el caballo más famoso del país en aquel momento, y perfectamente reconocible por cualquiera: era un animal negro, con una estrella blanca en la cabeza y una mancha de idéntico color en la pata derecha. Había salido en las portadas de las mejores revistas de deportes, ganado un premio al mejor caballo del año y obtenido más de dos millones de dólares en su corta carrera, antes de que lo retiraran a los cuatro años. Los Stonicher aún estaban considerando la posibilidad de venderlo. Aún era joven y podía dar mucho dinero.

Maris miró al techo, intentando recordar. No sabía por qué había robado aquel caballo. No podía venderlo, ni montarlo. Además, robar algo, cualquier cosa, era algo que no estaba en su naturaleza. Sólo podía imaginar un motivo: que el animal estuviera en peligro. Siempre la había sacado de quicio que se intentara hacer daño a un ser vivo.

O que intentaran matarlo.

La idea de que alguien deseara matar al animal la asustó tanto que lo recordó todo.

Se incorporó, como empujada por un resorte, y de inmediato sintió una fuerte punzada en la cabeza. Perdió la visión durante unos segundos y cayó hacia delante, pero Alex la sostuvo.

MacNeil volvió a tumbarla. Casi se había colocado encima de ella, con una pierna sobre sus muslos, un brazo bajo su cuello y sus anchos hombros bloqueando la luz. Rozó sus senos y Maris se estremeció; pero después subió hacia su cuello. Sintió que sus dedos se detenían, intentando tomar su pulso, y acto seguido comprobó su temperatura. Apenas podía respirar, y su corazón latía desbocado.

Pero no podía dejar de pensar en Sole Pleasure. Abrió los ojos y lo miró.

–Iban a matarlo. Ahora lo recuerdo. ¡Iban a matarlo!

–Y lo robaste para salvarle la vida.

Maris asintió, consciente de que la frase de Alex había sido una afirmación, no una pregunta. Alex MacNeil parecía estar muy tranquilo. No demostraba inquietud alguna, ni indignación, ni ninguna de las respuestas emocionales que cabía esperar en semejante situación. Puede que ya lo hubiera adivinado, y que sus palabras sólo hubieran confirmado lo que sospechaba.

Era un hombre que estaba de paso en aquel lugar, que no quería sentar la cabeza, y sin embargo se había involucrado para ayudarla. Su situación era bastante problemática; si no podía demostrar que habían intentado matar al caballo la encerrarían en la cárcel. Pero no recordaba quién era el responsable.

Entonces pensó en Chance y Zane, sus hermanos, y se animó. Sólo tenía que llamar a Zane y él se encargaría de todo. Supuso que ése habría sido su plan original, aunque lo sucedido durante las últimas doce horas aún fuera un misterio para ella. Imaginó que habría salvado la vida del caballo con la intención de ponerse en contacto con Zane y esconderse hasta que pasara el peligro.

Miró al techo, intentando recordar algo más, cualquier detalle que fuera de ayuda.

–¿Sabes si llamé a alguien anoche? ¿Comenté si había llamado a uno de mis hermanos?

–No. No tuvimos oportunidad de llamar a nadie hasta que llegamos aquí, y te quedaste dormida en cuanto te tumbaste en la cama.

La respuesta de Alex no contestaba a una de las preguntas que más la inquietaban. Seguía sin saber si se había desnudado sola o si la había desnudado él.

Aún la observaba con atención. Notaba que la estaba analizando, y eso la incomodaba. Estaba acostumbrada a que la gente le prestara atención; a fin de cuentas era la jefa. Pero aquello era muy distinto. Tenía la impresión de que nada escapaba a aquella mirada.

–¿Pensabas llamar a algún familiar para que te ayudara? –preguntó.

–Supongo que tenía intención de hacerlo. Es lo más lógico. Creo que llamaré ahora mismo, de hecho.

Zane sería el más fácil de localizar; a fin de cuentas, Barrie y sus hijos lo mantenían cerca de casa. Y siempre podría ponerse en contacto con Chance, aunque seguramente no se encontraba en el país. De todas formas, no importaba. Si los necesitaba, sabía que toda su familia se movilizaría y descendería sobre Kentucky como una horda de vikingos asaltando una aldea medieval.

Intentó incorporarse para alcanzar el teléfono, pero Alex se lo impidió, para su sorpresa.

–Me encuentro bien –alegó–. Si me muevo despacio podré arreglármelas. Tengo que llamar inmediatamente a mi hermano, para que pueda...

–No puedo permitirlo.

–¿Cómo? –preguntó, asombrada.

El tono de Alex era educado, pero firme.

–He dicho que no puedo permitir que lo hagas –sonrió–. ¿Qué piensas hacer? ¿Despedirme?

Maris hizo caso omiso de la pregunta. Si no podía demostrar que Sole Pleasure estaba en peligro, ni él ni ella tendrían que preocuparse por su puesto de trabajo durante mucho tiempo. En todo caso consideró las implicaciones de aquella situación. Por alguna razón, Alex parecía muy seguro de sí mismo. No quería que pidiera ayuda, lo que significaba que estaba involucrado en el robo, de alguna manera. Hasta cabía la posibilidad de que él fuera la persona que había intentado matar al caballo. Volvió a sentirse en peligro, pero esta vez de un modo muy distinto. Ya no era algo sensual. Un simple vistazo a su acompañante la convenció de que aquel hombre sabía lo que era la violencia. Hasta podía llegar a matar.

Sole Pleasure podía estar muerto. La idea la emocionó tanto que sus ojos se llenaron de lágrimas. Obviamente no sabía si se equivocaba con MacNeil o si estaba en lo cierto, pero no podía arriesgarse.

–No llores –murmuró él, con voz suave–. Yo me encargaré de todo.

Maris decidió actuar, aunque sabía que cualquier gesto brusco le dolería. Su padre la había enseñado a defenderse, a hacer daño cuando fuera necesario. Wolf Mackenzie había enseñado a sus hijos cómo ganar una pelea.

MacNeil estaba demasiado cerca, pero debía hacer algo. Y el primer golpe era esencial.

Sin pensárselo dos veces, intentó darle un buen golpe en la nariz. Pero Alex se movió con la velocidad de un rayo y bloqueó el golpe con el brazo. El impacto fue tan fuerte que Maris se estremeció. Quiso intentarlo de nuevo, esta vez con un golpe en el pecho. Pero una vez más bloqueó su puño, y esta vez la inmovilizó. Se colocó sobre ella y agarró con fuerza sus brazos.

La escena apenas había durado dos o tres segundos. Si hubiera habido otra persona en la habitación, probablemente ni siquiera se habría dado cuenta. Pero Maris era consciente de lo que había pasado, por extraño que fuera. Su padre era un gran luchador, y todo lo que sabía lo había aprendido de él. Por si fuera poco, había observado tantas veces a Zane y a Chance que sabía lo que debía hacer en determinadas circunstancias. Había hecho lo que habría hecho un profesional. Y había perdido.

Alex la miraba con expresión fría y distante. No le hacía daño. Pero, cuando intentó moverse, comprobó que no podía.

–¿A qué diablos ha venido eso? –preguntó.

Entonces lo comprendió. Reconoció su autocontrol, su confianza, su tranquilidad. Había observado la misma actitud en sus propios hermanos y no era de extrañar que hubiera algo tan familiar en él. Zane hablaba como él, como si pudiera arreglar cualquier problema y salir ileso de cualquier situación. MacNeil no le había hecho daño, aunque ella lo había intentado. La mayor parte de los delincuentes no se habrían andado con remilgos. Todas las pruebas estaban allí, delante de sus ojos. Hasta sus calzoncillos de boxeador. Alex no era ningún vagabundo.

–Dios mío –dijo–. Eres policía.

Tres

Alex MacNeil la miró con más frialdad y preguntó:

–¿Por eso me has atacado?

–No –respondió, con voz ausente–. Acabo de darme cuenta. He intentado golpearte porque no dejabas que llamara a mi familia, y temí que fueras una de las personas que había intentado matar al caballo.

Maris lo miraba como si no hubiera visto un hombre en toda su vida. De hecho, estaba tan sorprendida como si así fuera. Acababa de ocurrir algo y no estaba segura de qué se trataba. Una sensación parecida a la que había sentido la primera vez que lo vio; pero más intensa, más primaria y excitante.

–¿Intentabas librarte de mí? –preguntó, furioso–. Tienes una conmoción cerebral. ¿Realmente has creído que podrías hacerlo? ¿Y quién te ha enseñado a luchar de ese modo?

–Mi padre. Nos enseñó a todos en realidad. Y habría ganado, por cierto, si hubieras sido un hombre normal y corriente. Pero tú... reconozco a un profesional cuando lo veo.

–¿Piensas que soy policía porque sé pelear?

Maris estuvo a punto de hablar sobre sus hermanos, pero no lo hizo. No eran policías, aunque le recordaran a él. Zane trabajaba para el servicio de espionaje; y Chance, para el ministerio de justicia.

–No. Lo supe por tus calzoncillos.

–¿Por mis calzoncillos? –preguntó, anonadado.

–No son blancos, como los que lleva casi todo el mundo por aquí.

–¿Y eso te ha hecho pensar que soy policía? –preguntó, sin salir de su asombro.

–No sólo eso. Digamos que ha sido un detalle añadido.

Maris no mencionó que pensaba que le quedaban muy bien. En otras circunstancias, ni siquiera habría sacado a colación semejante tema. Había notado perfectamente su reacción física, su erección; la relativa lejanía que mantenían minutos antes se había transformado ahora en algo mucho más íntimo. Y no se trataba sólo de su aparente excitación. Tenía la impresión de que su tentativa de ataque había provocado en él una reacción intensamente masculina. Respiró a fondo, excitada. La agarraba de tal modo que se estremeció.

–Un detalle dudoso –comentó él–. No todos los policías llevan calzoncillos como los que yo llevo, ni mucho menos.

Al parecer, el comentario sobre los calzoncillos lo había incomodado. Maris sonrió, encantada ante la novedosa experiencia de haber excitado a un hombre. A fin de cuentas era virgen.

–Si tú lo dices... no había visto a un policía medio desnudo hasta ahora. ¿En qué departamento trabajas, por cierto?

Alex la observó durante unos segundos. Acto seguido, contestó:

–No trabajo para la policía, sino para el FBI. Soy un agente especial.

–¿Eres un federal? No sabía que el robo de caballos fuera un delito federal.

–No lo es –declaró, casi sonriendo–. Si te suelto, ¿prometes no intentar volver a matarme?

–Lo prometo. Además, no intentaba matarte. Y aunque lo hubiera intentado eres mucho mejor que yo. Así que no debes preocuparte.

–Me siento mucho más seguro –dijo con ironía.

MacNeil la soltó, pero no se quitó de encima. Se limitó a apoyarse en los codos. El cambio de posición hizo que sus caderas entraran directamente en contacto, y Maris se vio obligada a abrir las piernas. Notaba, sin lugar a dudas, que el interés de Alex había aumentado de forma considerable. Pero resultaba evidente que se estaba controlando y que no le incomodaba, de ningún modo, su erección.

Maris respiró profundamente, encantada por el simple gesto de frotar sus senos contra su duro pecho. Era algo maravilloso. Le habría gustado seguir en sus brazos sin hacer nada. Pero habían robado un caballo y presumiblemente los seguía alguien que también pretendía matarlos a ellos.

En cualquier caso, su primer problema era el animal que habían escondido. Así que intentó concentrarse en ello.

–¿Y qué hacía un agente federal en mis caballerizas?

–Intentando descubrir quién se dedica a matar caballos para cobrar los seguros, jefa.

Alex añadió la última palabra con una ironía evidente, como burlándose por haberse referido a la granja Solomon Green como si fuera suya.

Maris hizo caso omiso del sarcasmo; su propia familia se burlaba de ella por asuntos semejantes. Lo miró con escepticismo y preguntó:

–¿Desde cuándo se dedican a investigar esos casos los agentes federales?

–Desde que incluyen rapto y asesinato en varios estados.

Maris se estremeció. Había acertado; alguien intentaba matarlos.

–¿Y qué hacías en Solomon Green?

El agente sonrió. Maris estaba tan cerca de él que pudo ver las líneas que se formaron en las comisuras de sus labios.

–Era una simple tapadera. Algo bastante habitual en nuestro trabajo.

–Así que creías que Sole Pleasure estaba en peligro... ¿Por qué no me lo dijiste? Habría vigilado un poco sin llamar la atención. No tenías derecho a arriesgar su vida.

–Todos los caballos están asegurados. Cualquiera podía ser el objetivo. Es más, me extraña que quisieran matar precisamente a ese animal, siendo tan conocido. Su muerte levantaría sospechas –declaró, mirándola con intensidad–. Y por si fuera poco, estabas en mi lista de sospechosos hasta ayer por la noche.

–¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión? –preguntó–. ¿Qué ocurrió?

Maris se sentía terriblemente frustrada por haber perdido parcialmente la memoria.

–Que me ayudaste. Estabas asustada, y tan enfadada que apenas podías hablar. Dijiste que había que sacar a Sole Pleasure de allí, y estabas dispuesta a hacerlo sola si no te echaba una mano.

–¿No dije quién intentaba matarlo?

–No. Como acabo de decir, apenas podías hablar. No contestaste a mis preguntas. Pensé que estabas demasiado asustada y decidí darte un poco de tiempo antes de interrogarte. Luego noté que estabas muy pálida. Insististe en continuar, pero decidí que nos quedáramos aquí. Y en cuanto entraste en la habitación te quedaste dormida.

Una vez más se preguntó quién la había desnudado. Además, la irritaba la arrogancia de aquel hombre, que daba por sentado que podía obligarla a hacer lo que quisiera. Y su intento de agresión lo demostraba. Se había deshecho de ella sin grandes problemas.

Frunció el ceño, molesta consigo misma. Se sentía demasiado atraída por Alex MacNeil; tanto que apenas conseguía concentrarse en lo verdaderamente importante. La vida de Sole Pleasure, y tal vez las suyas, dependían de lo que pudiera hacer para ayudar al agente federal.

–Los Stonicher –dijo Maris, lentamente–. Son los únicos que podrían beneficiarse de su muerte. Pero tenían intención de venderlo como semental, así que no sería lógico que quisieran matarlo.

–Una razón más para que pensara que ese caballo no estaba en peligro. En realidad me concentré en los otros. La prima del seguro no es tan elevada, pero no levantarían tantas sospechas.

–¿Cómo te encontré? ¿Fui a tu habitación? ¿Te llamé? ¿Nos vio alguien? ¿Viste a alguien?

Alex había estado durmiendo en una de las habitaciones de la estrecha edificación donde vivían los trabajadores temporales de los Stonicher. Maris vivía en una cabaña propia, de tres habitaciones. El capataz también tenía sus propias habitaciones, en la parte superior de las caballerizas, desde donde observaba todo lo que sucedía con un sistema de cámaras. Siempre había gente en aquel lugar. Alguien tenía que haberlos visto.

–No estaba en mi habitación. Estaba en el segundo granero, echando un vistazo, cuando entraste con Sole Pleasure. Estaba oscuro, así que pensé que no me habías visto, pero te detuviste y me pediste que te ayudara. Lo subimos a un remolque que estaba vacío y nos marchamos. Si alguien nos vio, dudo mucho que notara que el caballo iba en el remolque. Y mucho menos que reconociera a Sole Pleasure.

Maris pensó que era bastante posible. El segundo granero sólo lo utilizaban para las yeguas. En diciembre se hacía de noche muy pronto, y los trabajadores estarían cenando en aquel momento. Ni el remolque ni la camioneta pertenecían a la granja; además, todo el mundo sabía que habían llevado una yegua aquella misma tarde, y no se habrían extrañado al ver que se marchaban. Excepto el conductor de la camioneta, que se había quedado a pasar la noche. Sole Pleasure era un caballo muy obediente, y no habrían tardado más de un par de minutos en subirlo al remolque y ponerse en camino.

–No tuve oportunidad de llamar a mi familia... ¿Has llamado a alguien mientras estaba dormida?

–Sí, llamé al departamento para que supieran lo que había sucedido. Intentarán facilitarnos las cosas, pero no pueden actuar abiertamente porque pondrían en peligro la operación. Aún no sabemos quiénes son los responsables... a menos que hayas recordado algo más en los últimos minutos.

–No. No recuerdo nada de lo sucedido desde ayer por la tarde. Sé que me dirigía a los establos después de comer, pero tampoco recuerdo la hora exacta. Sólo recuerdo mi enfado y mi miedo, y que corrí a buscar a Sole Pleasure.

–Si recuerdas algo más, por insignificante que te parezca, dímelo de inmediato. Al llevarnos el caballo nos hemos puesto en peligro. Es una excusa perfecta para matarlo y para culparnos del robo, porque no saben que soy un agente del FBI. Seguramente habrán salido a buscarnos, y necesito saber a quién, o a quiénes, nos enfrentamos.

–¿Dónde está el caballo? –preguntó, alarmada.

Maris puso las manos en sus hombros y empujó, intentando librarse de él. Quería levantarse, vestirse e ir a buscarlo. Siempre había sido una mujer muy responsable en las cuestiones laborales; sabía que MacNeil sabía cuidar a un animal, pero en última instancia la responsabilidad era suya.

–Tranquilízate, está bien –declaró, obligándola a permanecer en la cama–. Lo escondí en el bosque. Nadie lo encontrará. No podía dejarlo en el aparcamiento, donde podría haberlo visto cualquiera. Si quieren dar con él, tendrán que localizarnos.

–De acuerdo –dijo, más tranquila–. ¿Qué vamos a hacer ahora?

–Pensaba averiguar lo que sabías y dejarte en algún lugar donde estuvieras a salvo hasta que todo pasara.

–¿Y dónde pensabas dejarme? ¿En el remolque, con Sole Pleasure? –preguntó con ironía–. Pues lamento que tu plan haya fallado. No recuerdo nada, y necesitas tenerme a tu lado por si recobro la memoria. Me temo que estamos juntos en esto, MacNeil, así que no me dejarás en ninguna parte.

–Sólo hay un sitio donde me gustaría que estuvieras –declaró, lentamente–. Y ya estás en él.

Cuatro

Teniendo en cuenta las circunstancias, no resultó una sorpresa para Maris.

Alex MacNeil era muy posesivo. Se notaba en su actitud, en su cuerpo, y en aquellos ojos azules que la observaban con intensidad.

Sabía muy bien que no había malinterpretado aquella mirada. Su padre siempre miraba a su madre de aquel modo; había notado a lo largo de los años cómo se acercaba a ella, cómo la tocaba, con una sutil tensión en cada uno de sus músculos. Por si fuera poco también lo había contemplado en sus cinco hermanos. Primero con sus novias y más tarde con las esposas de cuatro de ellos. Era una mirada de deseo, cálida y potente.

Resultaba una sensación excitante y aterradora al tiempo. Pero de algún modo había sabido, desde el principio, que existía algo entre los dos y que más tarde o más temprano tendría que vérselas con ello.

Lo sabía, así que había intentado evitarlo en el trabajo; no quería mantener una relación con él, ni tener que enfrentarse a las habladurías de los empleados. Había salido con algunos hombres con anterioridad, pero siempre se alejaba de ellos cuando demostraban un interés excesivo. Su carrera siempre había sido lo primero.

De hecho, nunca había permitido que la tocaran, salvo los miembros de su propia familia. Tenía la habilidad de vivir sola sin problema alguno, algo bastante común en los Mackenzie; sus propios hermanos habían demostrado un grado de independencia nada desdeñable hasta que se casaron, con excepción de Chance. Y desde luego lo habían hecho por amor. A Maris le gustaba vivir sin demasiadas complicaciones, y había decidido seguir sola hasta que apareciera el amor de su vida.

No podía negar que entre MacNeil y ella había algo muy intenso. Podía notar la prueba de su excitación entre sus piernas; la perspectiva de hacer el amor con él resultaba muy tentadora, lo que demostraba que ella también lo deseaba. Sabía que debía apartarse, pero no lo había hecho. Su cuerpo no quería obedecerla.

Contempló su rostro y observó el deseo que había en aquellos ojos azules, antes de preguntar:

–¿Qué piensas hacer?

–No mucho –contestó–. Tienes una conmoción cerebral y un terrible dolor de cabeza. Y nos están persiguiendo. Así que debería concentrarme en el problema que tenemos en lugar de pensar en tus braguitas. Aunque quisieras hacer el amor conmigo, me negaría. El golpe puede haberte causado una incapacidad mental transitoria.

–La cabeza me duele menos que antes –dijo–. Y desde luego soy perfectamente consciente de mis actos.

–Oh, Dios mío –gimió él.

Maris puso las manos sobre sus hombros y Alex se tensó. Esperaba que se apartara de él; era lo más razonable. Pero no lo hizo. Acarició su cuello y luego bajó hasta su pecho. Podía notar los fuertes latidos de su corazón.

Estaba algo sorprendida, y asustada, por el deseo que sentía. Más que deseo era pura necesidad. Maris no había hecho el amor en toda su vida, pero había contemplado muchas veces la atracción sexual, incluso a un nivel tan primario como el de los animales; además, sus familiares siempre habían sido bastante apasionados. Así que no subestimaba en absoluto el poder del sexo. Lamentablemente no lo había sentido nunca en carne propia; no había sentido ni el calor ni aquella urgencia, ni el vacío que sólo podía llenarse con la satisfacción final. Siempre había creído que sólo podía sentirse algo semejante estando enamorada. Pero ahora comprendía que tal creencia era un error. Conocía a Alex MacNeil, pero no sabía qué tipo de persona era y no podía estar enamorada de él, en modo alguno. Se sentía atraída, nada más.

Sin embargo, una de sus cuñadas, Barrie, le había contado que se había enamorado de Zane a primera vista. Eran perfectos desconocidos, pero un cúmulo de circunstancias extraordinarias los habían colocado en una situación bastante íntima y obligado a conocerse en mucho menos tiempo de lo habitual.

Maris analizó su propia situación, tumbada en una cama con un hombre que apenas conocía, y se preguntó por lo que había averiguado de él en apenas unos minutos, desde que había recobrado la consciencia.

No la estaba presionando. La deseaba, pero no la presionaba. Las circunstancias no eran las más adecuadas, así que se limitaba a esperar. Era un hombre paciente, o al menos un hombre que sabía ser paciente cuando era preciso. No podía dudar en modo alguno de su inteligencia, porque lo había observado durante los últimos días. Por otra parte, había oído que los agentes del FBI debían estudiar Derecho. Además tenía ciertos conocimientos de medicina, los suficientes para saber que padecía una conmoción cerebral. Obviamente era capaz de obligarla a hacer cualquier cosa, sobre todo en su estado, y sin embargo la estaba cuidando. Y por si todo ello no fuera suficiente, no se había aprovechado sexualmente de ella aunque estaba medio desnuda y entre sus brazos.

Era una lista bastante grande. Un hombre paciente, inteligente, educado, con carácter, cariñoso, honorable y muy carismático. Un hombre con un tono de voz autoritario y tranquilo, lleno de confianza. Se parecía mucho a sus hermanos, sobre todo a Zane y a Chance, y eso que eran dos de los hombres más peligrosos que conocía.

Siempre había sabido que una de las razones por las que no se enamoraba de nadie era que cedía a la tentación de comparar a todo el mundo con los hombres de la familia; y la comparación no resultaba nunca demasiado ventajosa para sus pretendientes. Se había concentrado en su carrera, pero Alex MacNeil era diferente. Por primera vez en toda su vida, corría el riesgo de enamorarse.

Miró sus ojos, profundos como un océano, y lo supo de repente.

–Tengo que hacerte una pregunta muy importante –dijo con suavidad.

–Adelante.

–¿Estás casado? ¿O sales con alguien?

Alex sabía muy bien por qué lo preguntaba. Habría estado ciego si no hubiera notado la tensión que había entre ellos, y su propio deseo no admitía dudas.

–No, no mantengo ninguna relación con nadie.

Sin embargo, no le preguntó lo mismo a ella. Durante el tiempo que había permanecido en la granja había averiguado mucho sobre su vida; sabía que estaba soltera, sin compromiso, y que no salía con nadie. Sus preguntas habían levantado las sospechas de sus compañeros, algunos de los cuales habían empezado a tomarle el pelo diciendo que Maris le gustaba. Era verdad. Y para complicar las cosas, había considerado la posibilidad de aprovecharse de la situación para afianzar su coartada.

Maris respiró profundamente y sonrió.

–Si aún no has pensado en casarte conmigo, será mejor que te acostumbres a la idea.

MacNeil la miró con frialdad. No quería que notara lo sorprendido que estaba. Ni siquiera la había besado y aquella mujer ya estaba pensando en el matrimonio.

Cualquier persona en su sano juicio habría huido de ella y se habría concentrado en el terrible problema que tenían. De ningún modo habría continuado allí, abrazándola.

No podía negar que la deseaba. Estaba familiarizado con el deseo desde los catorce años, y sabía cómo controlarse cuando las circunstancias lo requerían. Sobre todo si podía interferir en su trabajo, al que se dedicaba en cuerpo y alma. Siempre había controlado sus relaciones; siempre las rompía cuando iban demasiado lejos o cuando le pedían más de lo que podía dar. Permitir que alguien se hiciera falsas esperanzas era injusto, de modo que siempre rompía las relaciones antes de que llegaran al punto de las recriminaciones y las lágrimas.

Pero Maris Mackenzie era diferente.

Alex no se levantó de la cama. Su súbita proposición de matrimonio ni siquiera provocó que estallara en una carcajada, ni que comentara que definitivamente no estaba en sus cabales. Además, no quería herir sus sentimientos. Era pequeña, incluso frágil, y deseaba abrazarla, protegerla, mantenerla a salvo de cualquier peligro, excepto de sí mismo. Deseaba que se ofreciera a él, que estuviera a su merced. Quería hundirse en sus misteriosos ojos negros y olvidarlo todo salvo la fiebre que lo consumía.

Intentó convencerse de que sólo estaba algo descentrado por el súbito giro de los acontecimientos. Hasta la noche anterior, Maris sólo había sido una sospechosa más. Había hecho lo posible por controlar la atracción que sentía en cualquier momento, no sólo cuando la veía; su memoria lo asaltaba muchas veces a lo largo del día y rompía su sueño por la noche.

Maris era una mujer con mucho carácter, tan concentrada en su trabajo como él mismo, hasta el punto de que en más de una ocasión había pensado que para ella no existía como persona, y mucho menos como hombre. La idea lo había molestado tanto que en lugar de apartarse deseaba ponerse en su camino para que no tuviera más remedio que fijarse en él. Noche tras noche había pensado en ella, irritado por su falta de disciplina mental y por el aparente desdén con el que Maris lo trataba. Quería que su deseo fuera recíproco.

La atracción que lo dominaba era tan intensa que lo sacaba de quicio. Prácticamente no había nada que no lo atrajera en aquella mujer; y resultaba bastante sorprendente, porque su actitud no era demasiado sensual. Sólo parecía interesarse por el trabajo. No coqueteaba jamás; no hacía comentarios sugerentes, ni hacía nada en absoluto para resultar atractiva. Aunque, por otra parte, no era necesario que lo hiciese. No la habría deseado más si hubiera aparecido desnuda ante sus ojos.

Mil veces se había fijado en lo bien que le quedaban los vaqueros; y mil veces había deseado acariciar sus caderas. Había estudiado una y otra vez la forma de sus senos, bajo las camisas que llevaba, y desde luego no había dejado de imaginar lo que se sentiría haciendo el amor con ella. Pensamientos muy normales en una atracción sexual, pero mezclados con una extraña admiración. Su piel era tan clara que podía ver las venas de sus sienes y tan cuidada como si no pasara horas a la intemperie. Miraba su larga melena de pelo castaño, que a veces parecía rubio cuando estaba al sol, e imaginaba que sentía su tacto sedoso. Y sus ojos, negros como la noche, evocaban profundidades misteriosas.

Casi era un milagro que pudiera abrazarla de aquel modo sin hacer nada, aunque apenas llevara encima unas braguitas y su propia camiseta, tan grande que se deslizaba hacia los lados dejando ver uno de sus hombros.

Aquello sobrepasaba el simple deseo. No había experimentado nada tan intenso en toda su vida, ninguna necesidad tan perentoria. Y sin embargo, no había intentado satisfacerla. Hasta la noche anterior ni siquiera se había permitido el lujo de hablar con ella, aunque sabía que debía hacerlo para averiguar algunas cosas, puesto que al fin y al cabo era una sospechosa más. Por extraño que pareciera había tenido la impresión de que ella también lo evitaba, aunque mostraba una naturalidad absoluta en el trato con los demás trabajadores. Poseía un talento especial para los caballos y sabía cómo hacerse obedecer, pero todas las personas de las caballerizas, e incluso los propios jinetes, la adoraban.

Su obsesión por evitarlo había hecho que sospechara desde el principio. A fin de cuentas su trabajo consistía en sospechar de todo el mundo y en notar cualquier cosa que se saliera de lo normal. Y el comportamiento de Maris lo había puesto en guardia. Estaba familiarizado con los caballos, razón por la cual había elegido trabajar en los establos como tapadera. Pero su entrenamiento lo había cambiado, y una persona perceptiva podía notar cosas que los demás no habrían notado. Podía descubrir sus rápidos reflejos, su estado de permanente alerta, su inclinación a colocarse en posiciones que pudiera defender.

Maris se había dado cuenta de todo ello, y sabía lo que significaba. A MacNeil no le había gustado nada que adivinara su profesión, y no le habría gustado aunque los acontecimientos de la noche anterior no lo hubieran convencido de que no estaba relacionada con la investigación. Sus ojos negros veían demasiado, y en aquel instante lo observaba como si pudiera llegar a su alma.

De todas formas, la honestidad le pudo. La deseaba y no quería romper la magia de aquel instante, tumbado sobre ella, pero apretó los dientes y dijo lo que tenía que decir.

–¿Casarme? Debes de haber recibido un golpe más fuerte de lo que imaginaba. Estás delirando.

Maris no se ofendió. En lugar de eso pasó los brazos alrededor de su cuello y sonrió de manera muy femenina.

–Lo comprendo. Necesitas tiempo para acostumbrarte a la idea, y tienes un trabajo que hacer. Lo nuestro puede esperar. De momento, tienes que detener a esos malditos asesinos de caballos.

Cinco

Necesitaba aclararse las ideas; necesitaba tiempo, lejos de él, para tranquilizarse. Maris empujó ligeramente sus hombros. Alex dudó, pero se apartó de ella, librándola de su peso. La ausencia de su contacto resultó tan dolorosa para ella que a punto estuvo de pedirle que volviera a la posición anterior. Una simple mirada a sus calzoncillos bastó para que comprendiera que no podía tentarlo otra vez sin llegar más lejos. Pero tenía una conmoción cerebral y por si fuera poco alguien quería matar a Sole Pleasure y de paso eliminarlos a ellos.

Se sentó en la cama, intentando no hacer movimientos bruscos. La aspirina la había ayudado bastante; aún le dolía la cabeza, pero ya no era insoportable.

Al verla, Alex se levantó de la cama y se puso de pie.

–¿Qué estás haciendo? Tienes que descansar todo lo que puedas.

–Voy a ducharme y a vestirme. Si alguien quiere matarme, prefiero estar despierta y vestida cuando ocurra.

La visión del cuerpo de Alex resultó tan atrayente para Maris que deseó abrazarse a él. Era un hombre muy atractivo, de hombros anchos y poderosos, y fuertes brazos y piernas. Pensó que se había comportado como una tonta al evitarlo durante semanas y sintió haber perdido el tiempo. No comprendía que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de la verdadera dimensión de su deseo.

Quería pasar el resto de su vida con aquel hombre. Con su trabajo había visitado muchos lugares distintos, pero su hogar siempre había estado en una montaña de Wyoming. Sin embargo, Alex MacNeil podía cambiarlo todo. Su hogar estaría donde estuviera él, aunque sabía que a un agente del FBI podían enviarlo a cualquier parte del país. Incluida una ciudad, donde no podría trabajar con caballos. Y por primera vez, su carrera había pasado a un segundo plano.

Los dos se poseían mutuamente. Eran el uno del otro. Pero el peligro los rodeaba y debía estar preparada.

Entonces Alex la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí.

–Olvida lo que estés pensando. No tienes que hacer nada, salvo mantenerte apartada del camino.

Su cercanía resultaba demasiado tentadora. Maris apoyó la cabeza en su pecho.

–No te dejaré solo en esto.

Su pezón estaba a escasos milímetros de la boca de Maris, y la tentación resultó demasiado poderosa. Se movió lo suficiente y lo lamió.

Alex se estremeció y la apretó con fuerza. Pero estaba decidido a resistirse.

–Es mi trabajo –dijo, con voz implacable–. Eres una civil y podrías resultar herida. Lo mejor que puedes hacer para ayudarme es mantenerte lejos.

–Si me conocieras mejor, no dirías eso –sonrió con ironía.

Maris siempre había sido ferozmente protectora con todo lo que amaba, y la idea de dejarlo solo ante el peligro la aterrorizaba. Por desgracia, el destino la había unido a un hombre que se encontraba muy a menudo en situaciones problemáticas. No podía pedirle que dejara su trabajo, del mismo modo que su familia no podía exigirle a ella que dejara de domar caballos salvajes. Alex era lo que era, y amarlo significaba que no debía intentar cambiarlo.

–De todas formas voy a ducharme y a vestirme. No quiero enfrentarme a nadie con una camiseta y unas bragas. Excepto a ti.

Alex respiró profundamente, y Maris notó que estaba a punto de tocarla de nuevo. Pero la mujer se apartó de la tentación y recogió su ropa. Cuando había llegado a la puerta del cuarto de baño, se hizo una pregunta que no se había hecho antes. No se le había ocurrido que MacNeil podía estar trabajando con alguien. Zane y Chance nunca hablaban de sus misiones, pero discutían en ocasiones sobre las técnicas de sus oficios y Maris tenía buena memoria. Que un agente del FBI trabajara sin apoyo resultaba muy poco usual.

–Supongo que tu compañero estará bastante cerca. ¿Me equivoco?

Alex arqueó las cejas, sorprendido. Pero enseguida sonrió.

–Sí, está en el aparcamiento. Llegó una hora después que nosotros. Nadie nos pillará por sorpresa.

Maris comprendió entonces que Alex no se habría arriesgado a relajarse tanto si su compañero no estuviera allí, cubriéndole las espaldas. Sin embargo, casi estaba segura de que no había dormido en toda la noche.