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¿Quién le iba a decir que acabaría casándose con su jefe... y teniendo un hijo con él? Andrea estaba a punto de perder su última oportunidad para ser madre... por eso se quedó tan sorprendida cuando su guapísimo jefe, el empresario Gabe Corbin, le propuso que se casara con él, y así la ayudaría a tener un hijo. Tenían seis meses por delante para concebir un bebé... y en ese plan Gabe tenía previsto demostrarle a Andrea que sus votos matrimoniales iban muy, muy en serio.
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Seitenzahl: 165
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.
ÚLTIMA OPORTUNIDAD, Nº 1922 - octubre 2012
Título original: The Baby Proposal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1116-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Has perdido la razón! –murmuró Saul Karsh, antes de encender su exquisito cigarro.
–Nunca he estado más cuerdo en mi vida –replicó Gabe Corbin, sentado frente a Saul en el Club Macanudo, en Manhattan–. Aparte de Sam Poon, que ya está actuando como director ejecutivo de la compañía, eres la primera persona a quien ofrezco la empresa. Tienes cinco días para pensarlo antes de que la ofrezca a la competencia.
–¿A qué viene tanta prisa? Sólo tienes treinta y seis años.
–Demasiado mayor para mis circunstancias.
–Si vendes una empresa en pleno auge y valorada en un billón de dólares es que debes de tener razones personales –comentó Saul y luego lo miró alarmado–. ¿No te estás muriendo, verdad?
–¿A causa de una enfermedad? No –respondió Gabe al tiempo que apuraba el resto de su copa–. Si quieres ver los libros envía a tu gente mañana. Phil Rosen es mi jefe de contabilidad. Te lo enseñará todo. Intenta tomar una decisión antes del lunes. Para entonces me habré marchado y tendrás que tratar con Sam.
Saul, director ejecutivo de la empresa Karsh Technologies Inc., se dedicaba al comercio de sofisticados ordenadores diseñados para investigación médica y programas espaciales. La adquisición de la empresa informática Corbin PC le abriría nuevos campos que hacía tiempo deseaba incursionar.
Saul era un ejecutivo duro y agresivo, pero Gabe conocía su reputación de honradez en los negocios. Confiaba en que Saul sería un buen director y trataría bien a los empleados.
Se miraron recíprocamente.
–Stan Abrams y su equipo irán a echar un vistazo mañana a las nueve –murmuró, finalmente.
Eran las palabras que Gabe esperaba oír.
–Excelente –dijo al tiempo que dejaba un billete de veinte dólares en la mesa y se levantaba–. Ha sido un placer volver a verte, Saul. Espero que hagamos un buen negocio juntos –dijo al tiempo que le estrechaba la mano.
–Gabe, ¿estás absolutamente seguro de saber lo que haces?
La preocupación de Saul terminó de convencerlo de haber elegido al hombre adecuado.
–Sé lo que hago –dijo antes de marcharse.
–Benny, volvemos a la oficina –anunció cuando hubo entrado en la limusina que lo esperaba delante del Club.
–Sí, señor –respondió el chófer.
Quedaba mucho trabajo por hacer. Llamó a Phil y a Sam a través del teléfono móvil y les pidió que fueran a la oficina tan pronto como acabaran de cenar.
No era tan sencillo desprenderse de los negocios internacionales, actividad en la que Gabe se había empeñado durante largos años. Pero, gracias a Dios, al día siguiente podría ver la luz al final del túnel.
Mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo del edificio, Bret Weyland, su jefe de ventas para Estados Unidos, salió de otro ascensor. Excepcionalmente, Andrea Bauer no iba con él. Hecho sorprendente, considerando que Bret le había contado que desde hacía tres o cuatro meses vivía con la atractiva ingeniero jefe de programación. Gabe raramente veía a Andrea a solas porque Bret siempre estaba junto a ella en actitud posesiva.
Gabe lo saludó con un movimiento de cabeza.
–¿Dónde está tu otra mitad?
–Preparando la cena en nuestro apartamento.
La visión de los dos juntos, haciendo de todo además de comer, lo perturbó más de lo conveniente.
–Tienes suerte.
–Tienes razón –dijo Bret con una rápida sonrisa antes de que se cerraran las puertas del ascensor.
Gabe hubiera deseado borrar esa expresión presumida del rostro de aquel hombre más joven que él.
A las nueve y media, Andrea entró apresuradamente en la oficina de su jefe.
–Hola, Andrea. ¿En qué puedo ayudarte? –preguntó la secretaria al verla llegar.
–¿Está el señor Corbin?
–Sí. Cuando llegué ya se encontraba aquí.
–Muy bien. Necesito hablar con él inmediatamente.
–Un minuto, veré si está libre.
–Te lo agradezco.
Tras la consulta con su ginecólogo la tarde anterior, Andrea sabía lo que tenía que hacer. No tenía sentido postergar lo inevitable por más tiempo.
–Dice que pases.
–Gracias, Karen.
Andrea entró rápidamente en el despacho.
–Por favor, perdóname por irrumpir de esta manera.
La mirada penetrante de Gabe la abarcó por completo.
–¿Desde cuándo tienes que disculparte por hablar conmigo? Pareces contrariada. Siéntate y cuéntame qué sucede.
Le habló con tal amable confianza que ella accedió.
–Ayer estuve con mi médico y parece que la endometriosis se vuelve a presentar, así que...
–¿Qué es eso?
–Endometriosis –repitió Andrea. Le disgustaba revelar algo tan personal, pero no había modo de evitarlo–. Es una enfermedad que se ha convertido en la plaga de la mujer moderna. Tiene que ver con el estrés.
El jefe se inclinó hacia adelante en su silla giratoria al tiempo que la miraba con seriedad.
–¿Ésa es la razón que te ha llevado a pedir tres permisos desde que trabajas para mí?
¿Así que se había informado sobre sus ausencias? ¡Qué vergüenza! Sin embargo, la trataba con tanta amabilidad que de buenas a primeras se encontró contándole los detalles de la enfermedad.
–De eso se trata. Para hablar con precisión, me han hecho seis laparoscopias. La primera cuando estaba en el instituto, y la segunda en la universidad. La tercera fue cuando trabajaba para Stover Electronics. Eso sucedió antes de solicitar el puesto en tu compañía.
No le habría deseado ni a su peor enemiga el sufrimiento físico y emocional que le ocasionaba su dolencia.
La mirada inteligente de Gabe brillaba de compasión.
–Lo siento, Andrea. No tenía idea. ¿Y cómo se cura?
–Con una histerectomía. He decido hacerlo lo antes posible. Por eso estoy aquí. Para hablar de mi baja.
–¡Sólo tienes veintiocho años! –exclamó soslayando el tema principal–. Eres muy joven.
Parecía sinceramente preocupado y Andrea tuvo que esforzarse para no romper en llanto.
–No en mi situación. Le sucede a las mujeres en edad de fecundación. He estado luchando contra esta dolencia desde los diecisiete, pero ya es suficiente. El médico dice que debería tomar un descanso de seis semanas antes de volver al trabajo. Me doy cuenta de que es demasiado tiempo, pero sé que Darrell no te defraudará. Es un genio.
El jefe hizo una mueca.
–¿No se puede hacer otra cosa para evitar que pierdas la posibilidad de concebir alguna vez?
–Sí, quedar embarazada antes de que esto vaya a peor, pero para mí no es una opción –murmuró a regañadientes.
–¿Por qué no?
Andrea tuvo que admitir que le disgustaba ese interrogatorio tan personal cuando todo lo que pedía era una baja para someterse a la operación.
Hacía seis meses que había conseguido un puesto en la empresa informática Corbin PC gracias a su título como ingeniero informático y a su trabajo para la firma Stover. Durante los últimos cuatro meses había trabajado como ingeniero jefe de programación, trabajo que en parte compartía diariamente con Gabe.
Aun así, la relación entre ellos era profesional en el sentido de que él nunca se había entrometido en su vida personal, y ella casi no sabía nada de la de él.
Pero Andrea no debería haberse olvidado de su fuerte personalidad ni de su genuina curiosidad por la vida. Esas facultades lo habían llevado a la cima de una carrera que incluso maravillaba a los profesionales del mundo de las altas finanzas.
–Bueno...
–Esto debe de ser muy difícil para ti. ¿Puedes tener hijos? –insistió.
Ella se estremeció. La incapacidad de concebir un hijo era otro de sus temores. Tal vez algo no funcionaba en su sistema reproductor, y sus óvulos podrían no ser buenos. Desgraciadamente nunca tendría la oportunidad de descubrirlo.
–No tengo idea –respondió, finalmente–. Nunca he estado casada.
–Pero entiendo que Bret y tú...
–Los rumores que corren por la oficina son falsos –replicó, cortante.
Qué estúpida había sido en relacionarse con Bret Weyland. Como jefe de ventas para Estados Unidos, también pasaba mucho tiempo trabajando con Gabe. Ésa era la única razón por la que había salido con él; para probarse a sí misma que Gabe no significaba nada para ella. Desgraciadamente, todo había salido mal y había dañado a Bret.
–Es extraño –Andrea volvió a oír la voz de Gabe–, Bret dijo justamente lo contrario cuando anoche nos encontramos en el vestíbulo.
–Mintió. ¡Hace un mes que rompí con él! –replicó enfadada.
–Él es uno de mis colaboradores más importantes. ¿Por qué habría de inventar algo semejante? –insistió el jefe.
Ella echó la cabeza hacia atrás y la melena rubia se esparció sobre los hombros.
–¿No es lo que hace todo el mundo cuando se siente herido? Mira, por si te interesa, nunca he dormido ni convivido con un hombre –replicó. Los ojos grises de Gabe se entornaron, incrédulos. Sus pestañas eran tan negras como el cabello ensortijado. Con esa nariz orgullosa y ese mentón, que siempre necesitaba un afeitado, seguro que una generosa porción de sangre europea meridional corría por sus venas–. No sé qué te causa tanta sorpresa –observó Andrea al ver que él no decía nada–. Hay muchas mujeres que primero desean un anillo de bodas. En mi situación me he preservado para el matrimonio en mi propio perjuicio –manifestó con un ligero temblor en la voz y la mirada baja. Era el momento de expresar lo que necesitaba decir y salir de allí antes de estallar en sollozos–. La próxima semana mi médico tiene unas horas disponibles para practicar la operación. Trabajaré con Darrell hoy y mañana para prepararlo. En seis semanas descubrirás que es la persona perfecta para sustituirme.
La mirada de Gabe, como un rayo láser, bien podría haberla dejado clavada en la pared.
–¿A qué vienes esto, Andrea?
«Lo hago por tu causa», pensó ella.
–Una vez te conté que mis padres tienen una tienda de regalos en Scarsdale. Siempre han querido que me incorpore al negocio familiar. Les dije que lo haría cuando fuera oportuno. Creo que ese día ha llegado ya que se hacen mayores y se cansan con mucha facilidad.
–Al diablo con eso –Gabe mordió las palabras con desacostumbrada violencia, aunque no alzó la voz–. Has venido a pedirme una baja por enfermedad y terminas diciéndome que te marchas. Antes de que eso suceda, despediré a Bret.
–¡No, no debes hacerlo! –los ojos azules lo miraron implorantes–. La verdad es que lo dejé cuando me pidió que fuera a vivir con él. No estoy enamorada de Bret. Ha intentado salvar la cara frente a ti y a los demás. No puedes esgrimir eso en su contra.
Una extraña mirada corrigió la expresión de los recios rasgos de Gabe, una mirada que ella no pudo interpretar. Gabe se reclinó en la silla al tiempo que escrutaba su rostro de manera perturbadora.
–No lo haré.
–Gracias –murmuró, aliviada.
–De nada. Tengo que decir que tu preocupación por él es admirable. Es una lástima que muchos otros carezcan de tu sentido de la decencia.
Ella inclinó la cabeza.
–No creas que soy una santa. Debí haberlo pensado mejor antes de implicarme con un colega. Es una manera de ir de cabeza al desastre.
Andrea estaba tan enamorada de Gabe que nunca se dio cuenta de la intensidad de los sentimientos de Bret. No, hasta que el daño estuvo hecho. Pero ningún hombre podía competir con el que tenía frente a ella. Su brillante inteligencia y sus apuestos rasgos viriles le impedían prestar atención a otro hombre.
A pesar de que ella lo había negado con vehemencia, Bret se había figurado que estaba enamorada de su jefe. Aun así, no tenía idea de que sus celos lo hubieran empujado a decir a Gabe algo que no era cierto.
La situación se había tornado insostenible.
–Ya que voy a reponerme en casa de mis padres, creo que es la mejor oportunidad para renunciar –dijo tras respirar a fondo–. Darrell podrá hacerme consultas telefónicas durante mi período de reposo. Tu empresa no notará el cambio.
–¿Has considerado la otra opción?
La pregunta fue un desafío a su paciencia.
–No me atrae en absoluto la fertilización in vitro de un donante desconocido, si te refieres a eso. Un niño merece crecer junto a sus dos padres.
–No podría estar más de acuerdo. Si lo que realmente deseas es operarte enseguida, está claro que no puedo impedírtelo.
El médico le había dado seis meses como máximo y luego tendría que someterse a la intervención quirúrgica. Aunque para entonces sufriría un dolor físico intolerable. La decisión de hacerlo enseguida era horrible. Sin embargo, si se operaba cuanto antes, podría enfrentarse a la prueba inminente en buen estado físico.
–Me... me alegro de que lo comprendas –balbuceó con tristeza al comprobar que su jefe no insistía en que se quedara.
–¿Te encuentras bien en este momento?
–Sí.
–Entonces volaremos a París esta misma mañana en lugar de hacerlo la próxima semana, como estaba estipulado. Me gustaría que Emile y su equipo trabajaran con mi experta ingeniero antes de que no podamos contar contigo –explicó mientras ella luchaba con sus torturados pensamientos.
¿París? Era la primera vez que oía hablar de ese viaje.
Desde su promoción en la empresa habían ido a Río y a Singapur en viaje de negocios, pero nunca a Europa, el lugar que siempre había deseado visitar en su luna de miel. Era otro sueño imposible, como el de dar a luz un hijo de Gabe.
–Estaremos allí el fin de semana –añadió–. ¿Cuánto tardarás en prepararte para ir al aeropuerto?
Su último viaje con él... No podía soportar aquel pensamiento.
–Media hora.
–Benny te llevará a tu apartamento y luego al aeropuerto. Te veré en el avión. No olvides el pasaporte –dijo. Luego descolgó el auricular para dar instrucciones a su chófer.
Andrea se marchó de la oficina con la sensación de que empezaba a despertar tras un fuerte golpe.
La sede de la empresa Corbin PC ocupaba las plantas veintinueve y treinta del edificio Saxbeen, en el centro de Manhattan.
Un ascensor que bajaba abrió las puertas y Bret salió en mangas de camisa, con una carpeta. La oficina de ventas se encontraba en la planta superior.
–Andrea...
–Hola, Bret –saludó al tiempo que entraba en el ascensor con la esperanza de que no la siguiera. Afortunadamente sólo se quedó mirándola con tristeza hasta que las puertas se cerraron. Esa imagen la acompañó hasta que salió del edificio en dirección a la limusina que la esperaba. Sí, renunciar era lo mejor para ella y para Bret. Gabe nunca podría sustituirlo por alguien mejor.
En cuanto a Andrea, la operación y el período de reposo la mantendrían definitivamente fuera de la órbita de su jefe. Aunque su recuerdo nunca la abandonaría.
Siete horas después, una limusina de la empresa de Gabe en París los llevó desde el aeropuerto De Gaulle a una comuna cerca de París llamada Champigny. Pronto Andrea se encontró en una chalana en las turbulentas aguas del río Marne. Gabe le explicó que se quedarían en una isla.
Para su sorpresa y secreto deleite, en lugar de hospedarse en un lujoso hotel como el Ritz, la había llevado a un aislado lugar de antiguo encanto.
Frondosos árboles con un lozano follaje propio del mes de junio crecían junto a la ribera del río donde había unos cuantos pescadores con boinas. La escena le recordó una pintura de Renoir que le encantaba. Representaba a un grupo de campesinos en ropa de trabajo en torno a una mesa disfrutando de una botella de vino al final de una larga jornada. Andrea se sintió transportada a otro mundo.
El conserje del Vieux Pecheur Hotel bien podría haber sido uno de ellos.
El hombre sonrió al verlos entrar en el pintoresco y pequeño vestíbulo.
–Bonsoir, Madame, Monsieur.
–Bonsoir –saludó Gabe a la vez que dejaba las maletas en el suelo–. Je m’appelle Gabriel Corbin. Vous m’avez reservé deux chambres, n’est–ce pas?
–Oui, oui. Remplissez l’affiche, s’il vous plâit.
Andrea parpadeó al tiempo que Gabe procedía a registrarse. Ignoraba que sabía hablar francés con la fluidez de un nativo. Tal vez sus padres eran franceses. Así se podría explicar sus atractivos rasgos meridionales.
Tan pronto como las llaves cambiaron de manos, Gabe recogió las maletas y subieron por una escalera circular a la planta superior. Se detuvo ante la primera puerta a la izquierda y la abrió.
Andrea dejó escapar un pequeño grito de deleite.
Había dos camas gemelas con cobertores verdes, un armario del siglo XIX, un tocador y una ventana con cortinas verdes y blancas que daba a una tranquila calle. Pequeñas flores de lis cubrían el empapelado de las paredes y el techo. La habitación era encantadora.
No había teléfono. No había televisor.
–¡La adoro!
–Pensé que te gustaría. El baño está al final del corredor. Hay que compartirlo –dijo Gabe. Ella se volvió a mirarlo. Era un hombre tan atractivo que su cuerpo se aceleró–. Mi habitación es la siguiente a la derecha. Te espero en el vestíbulo dentro de diez minutos para dar un paseo antes de cenar. Necesito estirar las piernas y me imagino que tú también.
–¿Nos reuniremos con Emile y los otros más tarde?
–Esta noche no –dijo antes de cerrar la puerta.
Parecía extraño, pero tal vez se encontraba demasiado cansado para compartir la velada con sus empleados. En cuanto a Andrea, estaba tan excitada de encontrarse en París que se alegró de postergar el trabajo hasta el día siguiente.
Lo primero que hizo fue asomar la cabeza por la ventana para echar un vistazo a su reino. Era la hora del crepúsculo. Tuvo la impresión de que las pocas personas que transitaban por la calle ninguna era turista.
Un joven montado en una bicicleta pasó por la calle y le silbó antes de decirle algo en su idioma. Andrea no pudo evitar una sonrisa antes de apartarse de la ventana e ir al cuarto de baño a refrescarse.
Más tarde examinó la falda de lino en tono crema que se había arrugado en el vuelo. Afortunadamente el top de algodón de color mango estaba impecable.
Tras buscar en el bolso, se cepilló el pelo y se aplicó un tono coral en los labios. Gracias a Dios que había llevado sus cómodas sandalias italianas. Podría pasear sin problemas.
Acababa de llegar al vestíbulo cuando oyó una voz masculina con fuerte acento francés.
–Esperaba que la hermosa mujer americana bajara pronto.
–Vaya –exclamó ella, en broma.
Era el tipo que había visto hacía poco. La bicicleta estaba colocada detrás del mostrador. Tendría unos veinte años. Sus rasgos galos se parecían a los del conserje que los había atendido anteriormente.
–No duermes en la misma habitación de tu amigo. Eso significa que podrías salir conmigo esta noche, ¿verdad? Podríamos pasarlo muy bien juntos. Me llamo Pierre.
–Es una oferta tentadora, Pierre, pero estoy aquí por negocios. Él es mi jefe –Andrea dejó escapar una risita.
–¿Qué le pasa? ¿Te trae a París y no comparte tu cama? No lo puedo entender.
–Nadie te ha pedido que lo hagas –se oyó una voz glacial detrás de ellos.
Gabe había bajado sin que ella se diera cuenta. Llevaba una camisa de seda negra y pantalones grises.
Siempre lo había visto con traje. La transformación le confería una potente virilidad que la dejó sin aliento.
–No hablaba con mala intención. Vámonos –susurró Andrea que pudo sentir la rigidez del cuerpo de Gabe cuando le pasó una mano por la cintura y la guió fuera del hotel. Andrea sintió que le quemaba el calor de su contacto.
–Lo siento. No volveré a dejarte sola –comentó cuando pasaron delante de una pastelería junto al hotel.
–He conocido chicos como él, es lo que suelen hacer.
Gabe apretó las mandíbulas.