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Un espectro recorre Europa, acecha a los grandes enemigos de los explotados: el comunismo, con toda su impronta, empieza a circular entre los proletarios, de la mano de los pensamientos de Karl Marx y Friedrich Engels. ¿Por qué sostener, como obreros, un sistema opresor, si podemos rebelarnos frente a él?
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Seitenzahl: 488
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China Tom Miéville nació en Norwich, Reino Unido, el 6 de septiembre de 1972. Además de ser novelista de fantasía y ciencia ficción, escritor de cómics, profesor, crítico literario y ensayista, también es activista político. Militante de izquierda, fue miembro de la International Socialist Organization de Estados Unidos y de la International Socialist Network. Fue miembro del Socialist Workers Party y en 2013 fundó Left unity, un partido político de izquierda anti-racista, feminista y que se opone a la discriminación religiosa. Participó de las elecciones generales del Reino Unido de 2001 como parte de Socialist Alliance y obtuvo el 1,2% de los votos. En 2005, la editorial Brill de Reino Unido publicó su tesis doctoral sobre marxismo y Derecho internacional, Between Equal Rights: A Marxist Theory of International Law. Durante 2012 y 2013 fue un escritor residente de la Universidad Roosevelt en Chicago. Forma parte de la Royal Society of Literature desde 2015.
Miéville ganó numerosos premios, incluido el premio Arthur C. Clarke (tres veces), el Premio Británico de Fantasía (dos veces), los Premios Locus a la mejor novela de fantasía (cuatro veces), a la mejor novela de ciencia ficción, a la mejor novela corta y al mejor libro para jóvenes, así como el Hugo, Kitschies y el Premio Mundial de Fantasía.
China, Miéville / Un espectro recorre Europa / Miéville China. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2024. Libro digital, Otros
Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: María Marcela Alonso.ISBN 978-631-6532-10-7
1. Partido Comunista. 2. Ensayo Político. I. Alonso, María Marcela, trad. II. Título.
CDD 324.209
ISBN de la versión impresa: 978-631-6532-07-7
© China Miéville 2022. Esta traducción de A Spectre, Haunting (primera edición) es publicada por Ediciones Godot, un sello de Carbono Libros SL, en acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.
Título original A spectre, haunting, 2022
Traducción María Marcela AlonsoCorrección Federico Juega SicardiDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de China Miéville Max Amici
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, mayo de 2024
China Miéville
TraducciónMaría Marcela Alonso
Introducción
1. Sobre el Manifiesto y el manifiesto como forma
2. El Manifiesto Comunista en su época
A la sombra de la(s) revolución(es)
Marx y Engels
El contexto del comunismo
3. Descripción general del Manifiesto
Resumen
Preámbulo
Sección 1: Burgueses y proletarios
Sección 2: Proletarios y comunistas
Sección 3: Literatura socialista y comunista
Prefacios
4. Evaluación del Manifiesto
Historia
La política y la burguesía
La política y el proletariado
Economía
Revolución
Ética de un horizonte
5. Críticas al Manifiesto
Tres lugares comunes
Inevitabilismo
Clase y reducción
Género
Nacionalismo, imperialismo y raza
6. El Manifiesto Comunista en la actualidad
Rasgando el velo
Neoliberalismo, adaptación, universalismo y tenacidad
Clima y catástrofe
Sobre la humildad
Sobre el odio
Epílogo. Un catecismo comunista (después de Engels)
Apéndice A
Manifiesto del Partido Comunista
1. Burgueses y proletarios
2. Proletarios y comunistas
3. Literatura socialista y comunista
Apéndice B
Prefacio a la edición alemana de 1872
Apéndice C
Prefacio a la edición rusa de 1882
Apéndice D
Prefacio a la edición alemana de 1883
Apéndice E
Prefacio a la edición inglesa de 1888
Bibliografía
Libros
Introducciones a ediciones del Manifiesto
Ensayos y artículos
Agradecimientos
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Página de copyright
Portada
Índice de contenido
Dedicatoria
Epígrafe
Introducción
Contenido principal
Epílogo
Apéndice
Bibliografía
Agradecimientos
Colofón
Notas al pie
A Rosie Warren, rescatista*
“Cuando alguien me preguntaba qué era el comunismo, abría la boca para responder, y me daba cuenta de que no tenía la menor idea. La imagen que tenía de un comunista era la de una caricatura. […] Nos enseñan desde muy chicos a estar en contra de los comunistas, pero la mayoría no tiene la menor idea de qué es el comunismo. Solo un tonto deja que los demás le digan quién es su enemigo”.—Assata Shakur, Assata: Una autobiografía
Soy comunista, idiota.
Ash Sarkar,
Good Morning Britain
, 12 de julio de 2018
A MEDIADOS DEL SIGLO XIX, un pequeño grupo de aguerridos réprobos de izquierda declaró con grandilocuencia que sobre sus enemigos, los grandes poderes de Europa, se cernía un espectro. Así arranca el Manifiesto Comunista.
El Manifiesto predice y exige el derrocamiento del capitalismo industrial, un sistema, en ese entonces, aún en ciernes. Ansía reemplazarlo por una nueva forma de sociedad que no se basara en la competencia despiadada por las ganancias, la atomización social y la miseria humana masiva que lo acompaña, sino en una nueva realidad colectiva, la satisfacción de las necesidades humanas y el florecimiento del potencial humano, a partir de la propiedad social comunal, democráticamente controlada. Los parámetros, las dificultades y las posibilidades de ese objetivo eran, y siguen siendo, polémicos, incluso para la izquierda. Pero eso sería el comunismo. Ese es el espectro que se invoca en la frase inicial del Manifiesto.
El Manifiesto en sí mismo es breve, brusco, vívido y está organizado de manera excéntrica, pero su impacto ha sido histórico. “Es difícil imaginar”, escribió Umberto Eco, con un asombro palpable, “que unas pocas páginas bien escritas puedan cambiar el mundo sin ninguna ayuda”. Sus admiradores celebran este hecho, sus detractores lo condenan. Pero todos se unen para reconocer la extraordinaria influencia del libro sobre la mente de sus lectores y su fuerza histórica1.
Ahora ese fantasma ha regresado. Quizás no sorprenda a nadie: cuando algo se reprime es como un espectro que tarde o temprano regresa. Sin embargo, hay algo muy extraño en lo que Richard Seymour ha denominado el “anticomunismo sin comunismo” de hoy en día. Tres décadas después del colapso de la Unión Soviética y sus aliados, estados manifiestamente comprometidos con la visión del Manifiesto (aun así, ese compromiso fue, en gran parte, una broma cruel), y sin ninguna presencia masiva de la extrema izquierda en la política mundial, “los reaccionarios de hoy en día alucinan con una amenaza comunista”2. Esta amenaza es, efectivamente, una alucinación: los auténticos avances que hace la izquierda en la actualidad, por muy bienvenidos que sean, tienden a ser casos atípicos y controvertidos. Sin duda, no implican ningún cambio sistémico. Y, sin embargo, para una pequeña minoría, que cada vez es más nutrida y ruidosa, compuesta en gran parte por activistas jóvenes, el concepto de “comunismo” está empezando a perder esa mancha que, durante tanto tiempo, se dio por sentada y que ha sido invaluable para quienes detentan el poder3.
Cada nueva generación política debe reencontrarse con el Manifiesto, descubrir en qué enfocarse, encontrar problemas, preguntas, análisis, respuestas, lagunas, aporías y soluciones para su propia época y a partir de ella. No se trata, para tomar un cliché partidista, de afirmar con soberbia que el texto es “más relevante ahora que nunca”. Pero del mismo modo que, sin duda, fue una experiencia distinta leer el Manifiesto en el contexto de la descolonización y el neocolonialismo, por ejemplo, también lo fue leerlo durante el auge del Estado de bienestar, o de la reducción deliberada de ese sistema, el ascenso de la especulación financiera no regulada, el prolongado agotamiento y colapso del estalinismo, la era del centro duro, etc4.
Estas palabras las escribo en 2021. Casi la mitad de la humanidad subsiste con menos de 5,50 dólares por día. Los billonarios del mundo, que son pocos, poseen más bienes que el sesenta por ciento más pobre del planeta. Los impuestos a la riqueza para los ricos y las corporaciones están en sus mínimos históricos. El veinte por ciento de los niños del mundo —más de doscientos cincuenta millones— no pueden ir a la escuela. Diez mil personas mueren innecesariamente todos los días por causas directamente relacionadas con la pobreza5. El nuevo forcejeo en torno a la idea del comunismo se produce durante el largo período posterior a la crisis económica de 2007-2008, en un momento de aceleración de la catástrofe climática y de la sexta extinción masiva, de aumento de la ansiedad social, de deslizamiento hacia una creciente toxicidad y un sadismo político; surge de los escombros del extraordinario ascenso y la rápida caída de algunos desafíos sin precedentes que la izquierda lanzó contra las doctrinas del capitalismo neoliberal y las políticas de “austeridad” que hasta hace muy poco se promocionaban como necesidades, en el liderazgo de Corbyn en el Partido Laborista del Reino Unido y en la insurgencia de Sanders en Estados Unidos: continúa en ámbitos moldeados por los regímenes de derecha dura de Trump y Johnson, azotados por una pandemia virulenta y terriblemente mal gestionada que, en el momento de escribir este artículo, mató a más de cuatro millones y medio de personas y afectó de manera desproporcionada a grupos minoritarios y empobrecidos, con cuarentenas impuestas que exacerbaron las debilidades subyacentes a la economía mundial y muy posiblemente causaron la peor depresión de la historia del capitalismo. Y este también es el contexto del levantamiento social más dramático de Estados Unidos en más de medio siglo. Desencadenado por el lento asesinato público de George Floyd, perpetrado por un policía de Minneapolis, miles de ciudadanos se enfrentaron recientemente a una policía brutal y muy militarizada, manifestándose en contra de un sistema de opresión carcelaria racista. Inspiraron protestas masivas en solidaridad y la discusión política en todo el mundo. El mundo fue sacudido por el caos y la inestabilidad, y por protestas populares en contra de la represión. En Bolivia, un fugaz régimen de derecha instaurado por un golpe militar en 2019 fue derrocado al año siguiente, después de manifestaciones multitudinarias reprimidas de manera violenta y letal por las autoridades, con una victoria electoral de la izquierda tan aplastante que incluso aquellos que se empeñaban en imaginar un fraude no pudieron cuestionarla6. Hong Kong fue sacudida por revueltas contra el creciente intervencionismo y la mano dura del Estado chino. En mayo de 2021, los palestinos en toda la región histórica de Palestina se levantaron con furia contra la limpieza étnica llevada a cabo por las autoridades israelíes en el barrio Sheikh Jarrah de Jerusalén, un levantamiento al cual Israel respondió con su violencia usual, indiscriminada y provocadora, que incluyó el bombardeo de la abarrotada prisión que es la Franja de Gaza. Murieron trece israelíes, entre los cuales había dos niños, y veinte veces más palestinos, y treinta y tres veces más niños palestinos. Y podemos seguir mencionando más ejemplos. A estas listas de violencia y resistencia podemos agregar muchísimos casos más. ¿Qué es el Manifiesto Comunista en este momento?
Este libro no pretende ser una evaluación exhaustiva del Manifiesto o de sus argumentos. Intenta ser una breve introducción a un texto indispensable y apunta al lector curioso de mentalidad abierta. No es necesario tener conocimientos previos. Incluyo varias sinopsis y muchas citas textuales de todas las secciones del Manifiesto. Traté de que este libro fuera lo más independiente posible pero, a la vez, quiero honrar el trabajo de los académicos y activistas en los que me he basado. Por ese motivo, el texto está lleno de ecos, no se avergüenza de las citas, ni de mencionar nombres, aunque sea de pasada, ni de decir cosas que otros dijeron antes y mejor. Y para los lectores interesados en profundizar un poco más en la extensa bibliografía, en las notas menciono y amplío de manera razonable varios debates, discusiones y referencias a los que solo puedo hacer referencia en el texto principal.
Por supuesto, ninguna cita o argumento puede sustituir al documento original. El Manifiesto, de apenas 12.000 palabras, está reproducido aquí como un apéndice. Espero que esta introducción anime a nuevos lectores a explorar esta notable obra.
El texto fue escrito en alemán en 1848 por Karl Marx y Friedrich Engels, aunque, como pronto quedará claro, esa asignación no está exenta de cierta polémica. Muchos, incluso el propio Engels, adjudican a Marx toda la autoría: como ya explicaré, no tomo ese rumbo en estas páginas. Con el correr de los años, el texto fue publicado muchísimas veces y fue traducido a incontables lenguas7. Por lejos, la traducción al inglés más prominente es la versión realizada en 1888 por Samuel Moore (también el traductor de la obra maestra de Marx, El capital), en colaboración con el propio Engels. Por supuesto, no es irreprochable. Terrell Carver, al analizar su propia traducción realizada en 1996, echa por tierra “la opinión tan extendida de que este texto en inglés, bendecido por el traductor de El capital, vol. 1, y amigo de Marx, y por el socio político de Marx durante casi 40 años, es simplemente sacrosanto”8. Por ese motivo deberíamos ver la sustancial rehabilitación de la primera traducción inglesa, de 1850, realizada por la extraordinaria Helen Macfarlane. Pero su versión, cuando no es ignorada, en su mayoría es traducida y ridiculizada por sus decisiones idiosincrásicas: por ejemplo, Macfarlane presenta al comunismo no como un espectro, sino como un “duende aterrador”. Pero lejos de ser significativo “solo porque el traductor parece haber consultado a Marx o […] a Engels”, como dice Eric Hobsbawm con altivez9, el propio Marx admiraba mucho a Macfarlane por su condición de intelectual radical, e intentó que su versión se imprimiera como folleto, y tanto él como Engels la usaron en repetidas ocasiones y la enviaron a camaradas internacionales10.
Sin embargo, especialmente para los nuevos lectores de habla inglesa, la traducción de Moore es, sin duda, el mejor punto de partida. Independientemente de las pequeñas objeciones que podamos tener, no solo es una traducción canónica, sino que es excelente y apasionante y, por lo tanto, una parada obligada e indispensable en el ámbito cultural. Es esta versión, ligeramente retocada y actualizada, la que se reproduce en el apéndice de este libro. Hemos usado la numeración por sección y luego por párrafo, en el formato “1.1”, etc., y las citas y sinopsis del Manifiesto se mencionan en esta introducción usando ese sistema para facilitar las referencias cruzadas. Por supuesto, una traducción puramente “fiel” es imposible, porque “traducción es interpretación”11, y no me privo de citar varias otras versiones cuando parecen útiles o interesantes.
En cuanto a la estructura del libro, el capítulo 1 es un breve proemio sobre la forma del manifiesto propiamente dicho. El capítulo 2 resume el contexto histórico del ManifiestoComunista y explora el lugar del texto en el pensamiento de Karl Marx y Friedrich Engels. El capítulo 3 comprende una sinopsis expositiva del Manifiesto y varios epílogos importantes que acumuló a través de los años. En el capítulo 4, desarrollo algunas de las declaraciones clave del Manifiesto, para considerarlo como una obra de historia, economía y ética12. En el capítulo 5, abordo ciertas críticas importantes al texto desde varias perspectivas. El límite entre los capítulos 4 y 5 es poroso: en términos generales, el primero intenta explicar y evaluar las declaraciones y los conceptos centrales del Manifiesto y abordar de manera breve algunas de las críticas como parte de ese proceso, mientras que el último está enfocado más directamente en las críticas al documento que, a mi juicio, son las más importantes. El capítulo 6 considera el Manifiesto en nuestro febril presente, para aplicar sus diatribas y exhortaciones a las crisis aceleradas a las que nos enfrentamos, para preguntar qué debemos desechar y qué debemos rescatar del Manifiesto en la actualidad; si es, de algún modo, una guía; si alguna vez lo fue.
El horizonte de estas preguntas no solo es intelectual. Al igual que los autores del Manifiesto, no creo que la miseria masiva y generalizada del mundo, todas esas insoportables listas de privaciones y depravaciones, sea irrelevante o esté desvinculada del sistema económico que impone el actual orden de cosas. Tampoco que la pobreza de los pobres esté desligada de la riqueza de los ricos ni que la impotencia de los desempoderados esté desconectada del poder de los poderosos. Todos estamos familiarizados con muchas listas de desigualdades como la citada anteriormente, que provocan la angustia de algunos y la mirada de exasperación de aquellos para los que esa angustia es políticamente de izquierda. No creo, por razones que expondré más adelante, que esas realidades ingratas sean hechos tristes de la naturaleza humana, tampoco que sean inevitables; aunque, sin duda, cambiarlas no sería, no será, nada fácil. La cuestión es si vale la pena intentarlo, si vale la pena luchar por esas innumerables vidas descartadas y desempoderadas, y pelear codo a codo con ellas.
Cuando articulo mis puntos de vista en este libro, intento hacerlo de una manera que permita a los lectores con opiniones diversas encontrar algún valor en las discusiones. Solamente en el breve epílogo trato esos temas sin limitaciones. Pero no pretendo ser desapasionado o neutral. Espero no haber sido ni acrítico ni dogmático y haber evitado rendirme a los hábitos del cosplay del izquierdismo. Sin embargo, es evidente que este libro fue escrito desde una perspectiva que no considera al Manifiesto una mera curiosidad histórica, sino un documento impaciente, urgente y vital.
Y, por eso, a pesar de todo el exorcismo realizado previamente, un espectro ronda en este texto: el de una corazonada que sugiere que el Manifiesto se cierne sobre el mundo ahora más que nunca. No puede ser algo que se dé por hecho. Sin embargo, es posible ganarlo.
trabajar con una paradoja
definir lo elusivo
visualizar lo invisible
comunicar lo incomunicable.
Agnes Denes,
Un manifiesto
UN MANIFIESTO ENCIERRA UNA CONTRADICCIÓN. No teme a las paradojas. Se deleita con la indignación. Provoca, insiste, hace bromas y habla en serio. Oscila entre registros. Según Marjorie Perloff, no es “ni ‘teoría’ ni ‘poesía’”, sino “un espacio intermedio entre los modos y los géneros tradicionales”13. Los manifiestos son “poco serios y sinceros, incisivos y suaves, lógicos y absurdos, materiales e inmateriales, superficiales y profundos […] fugaces y permanentes, serios y ridículos”, “textos en extremo inestables”. Y son “teatrales”: “la representación es parte de la materialidad del manifiesto”14.
Los manifiestos están en todos lados. Han proliferado, especialmente en el ámbito del arte, desde el primer brote modernista de la “fiebre de los manifiestos”, que, a principios del siglo XX, exigía de manera estridente un abordaje u otro de tal o cual fenómeno15. La mayoría de los debates sobre la forma se centran en estos manifiestos artísticos y toman como piedra angular el texto de Marinetti de 1909, Fundación y manifiesto del futurismo, sumamente influyente y reaccionario. Pero no fue el primero: por ejemplo, el Manifiesto Simbolista de Jean Moréas fue redactado en 1886. Mientras tanto, más allá del ámbito del arte, existe una tradición mucho más antigua de panfletos religiosos, políticamente revolucionarios, a menudo milenarios y “reveladores”. Y a pesar de todas las distinciones reales entre las intervenciones estéticas de las vanguardias y ese tipo de manifiesto anterior como declaración política, también hay una continuidad. Esa continuidad y ruptura simultáneas son cruciales en el caso del propio Manifiesto Comunista.
No fue el único manifiesto políticamente radical de su época: surgió inmediatamente después del manifiesto del socialista utópico Robert Owen de 1840, el Manifiesto de la Escuela Societaria [sic] de Victor Considerant de 1841 y su revisión en 1847 como el Manifiesto de la democracia, el radical Manifiesto de Cracovia para la libertad polaca de 184616. Pero el Manifiesto Comunista fue una evolución y una transformación singular y sorprendente de esa tradición panfletaria religioso-política anterior, la creación accidental de “un nuevo género” nacido del manifiesto artístico17. “Cualquiera que redactara un manifiesto después de Marx”, como dice un curador de la forma, “tenía al espectro de ese santo de pelo largo revoloteando a su alrededor”18. Con su “no” radical, su retórica extraordinariamente exigente, su prosa ágil e hipnótica, incluso con la estridencia de la tipografía19, el Manifiesto Comunista fue y es un arquetipo, “el manifiesto prototípico de la era moderna”20. Su tono declamatorio, “quizás el texto más descaradamente retórico y ostentoso de Marx y Engels”21, es captado al instante por cualquier lector. Por eso, también debe quedar en claro que el libro es cualquier cosa menos un conjunto de proposiciones académicas juiciosas y cautelosas. Eso hace aun más disonante el hecho de que, muy a menudo, sea tratado como tal, normalmente por los críticos, pero con bastante frecuencia por los amigos. Se lo aborda como si sus principios pudieran falsificarse o verificarse como pruebas matemáticas. La forma y el estilo de este texto performativo, colmado de la “violencia y precisión” que, según Marinetti, eran necesarias en un manifiesto, son, en realidad, inextricables de sus afirmaciones y de su proyecto transformativo22. En su “estilo apocalíptico y poético”, el Manifiesto hace varias declaraciones, pero ese mismo estilo también “cumple un propósito político preciso”23. Entonces, ¿arremeter contra el Manifiesto por su inexactitud es un error de categoría, similar, por ejemplo, a verificar los hechos de un eslogan? (¿Y sería obviamente incorrecto hacer eso?).
Veamos un ejemplo. Al responder a la afirmación del Manifiesto de que la burguesía “produce sus propios sepultureros”, Garry Runciman asevera con ligereza que “eso, como todos saben, resultó ser una equivocación”, “falsificada por eventos contingentes impredecibles” y basada en errores fácticos. Ahora, ese contraargumento merece ser investigado, y lo haremos a continuación. Pero también el contexto en el que se hacen las afirmaciones del Manifiesto y cómo se hacen. Es decir, su manifestidad es relevante. Y pone en tela de juicio la conclusión triunfalista de Runciman acerca de que “ninguna relectura puede alterar o sortear” el fracaso que él percibe24.
Una oficial prepara sus tropas para la batalla. Indica en un mapa dónde está reunido el enemigo, según los informes de Inteligencia. Describe el terreno, prepara el plan de ataque. Entonces, buscando inspirar a sus soldados, exclama: “¡Vamos a ganar!”. De hecho, a pesar de que el terreno en sí está bien cartografiado, la información que tiene sobre la ubicación del enemigo no es tan certera. Y tiene motivos para creer, en todo caso, que el equilibrio de fuerzas podría estar en su contra. Sería absurdo interpretar sus afirmaciones: “Es una zona de terreno firme”, “El perímetro enemigo está aquí” y “¡Vamos a ganar!”, como correctas o incorrectas de la misma manera. Las afirmaciones cumplen funciones diferentes pero superpuestas. Pero buena parte de la discusión sobre el Manifiesto Comunista se caracteriza por ese tipo de abordaje. En sus páginas, el análisis, la provocación, la advertencia, la aspiración y la inspiración son inextricables. Como ya veremos, el texto se desliza entre registros, exponiendo políticas, explicando el análisis que conduce a ellas, condenando enemigos, expresando esperanzas profundas, regodeándose en el lenguaje, todo eso a veces en una sola frase cargada.
Nada de esto protege al Manifiesto contra las críticas. Tampoco implica que ninguna de sus afirmaciones sobre hechos pueda ser evaluada de manera razonable. No queremos tener nada que ver con cierta lectura celosamente defensiva según la cual ninguna afirmación ofensiva o problemática del Manifiesto se entiende como se la interpreta críticamente, sino que debe ser considerada una declaración más retórica que, por ejemplo, histórica. Este es un tipo de teología marxista compungida, bastante común en la izquierda. La verdad es que, como podríamos esperar de un panfleto escrito a las apuradas, “algunos párrafos imperfectos y concebidos de prisa conviven con ideas brillantes”25. La única manera razonable de leer el Manifiesto —o cualquier otra cosa— es ser tan flexible como el propio texto. Proceder con una rigurosidad que sea tanto empática como desconfiada, que admita grises, incertidumbres y desacuerdos de buena fe. Los errores y las falacias que haya deben contarse como tales, sin inferir que, de por sí, necesariamente hieren de muerte al texto. Debemos esforzarnos por leer con toda la generosidad posible, pero leer sin piedad al trasponer los límites de esa generosidad. Tanto los elogios como las críticas deben basarse en la comprensión de cómo funciona el texto, que cumple distintas funciones y muestra voces distintas pero superpuestas26. Una de esas voces intenta reclutar y apoyar a los camaradas.
Es perfectamente comprensible que nuestra oficial imaginaria insista a sus soldados que van a ganar, a pesar de las dudas internas que tenga. Y lo más importante es que, bien expresada, esa declaración inspiradora aumenta las posibilidades de que se haga realidad. Ese es el núcleo racional detrás de la descripción que hace Julian Hanna de un manifiesto “como un hechizo mágico […] un acto de habla performativo que intenta crear una nueva realidad”27. De manera inextricable de sus análisis y polémicas, el Manifiesto Comunista es, más que nada, perentorio, “un grito de guerra al servicio de la revolución”28.
El texto es profético, poético, melodramático y trágico: el proletariado “no tiene nada que perder, solo sus cadenas” (4.11); en el vértigo del capitalismo “[t]odo lo sólido se disuelve en el aire, todo lo santo es profanado” (1.18); las corrientes socialistas en competencia visten una “túnica de telarañas especulativas […] bañada con el rocío del pálido sentimentalismo” (3.33); y ahora, “[d]e pronto, la sociedad se encuentra sumida en un estado de barbarie momentánea” (1.27)29. Todo esto y más para mostrar que la “sociedad ya no puede vivir bajo el dominio de esta burguesía, en otras palabras, su existencia ya no es compatible con la sociedad” (1.52), es decir, diagnosticar el capitalismo como una comedia lúgubre y sin risas. Cargado de furia y sarcasmo, así como también de admiración por sus enemigos, el Manifiesto exige ser leído en voz alta para saborear la poesía de sus imprecaciones, de sus repeticiones. Su acumulación de lítotes y encabalgamientos supone una ética del combate e insta a sus lectores a que se unan al movimiento y al proyecto que proclama. Este es un acto retórico de reclutamiento que enfatiza la necesidad de una campaña30. Es un acto de habla intervencionista. “Es un manifiesto: en consecuencia, no solo actúa sobre el material que analiza, sino que también quiere que sus análisis ejerzan influencia sobre los lectores”31. Esto es lo que obviamente hace en su reclamo final en tono declamatorio, con mayúsculas y todo: “¡TRABAJADORES DE TODOS LOS PAÍSES, ÚNANSE!” (4.12); pero también lo hace, por ejemplo, en la frase fanfarrona con la que prescinde de los partidarios del capitalismo —“dejemos de lado las objeciones burguesas al comunismo” (2.67)— para comunicar su total inutilidad. Una evaluación del éxito del texto tiene que medir su impacto, así como también la comprensión del mundo que le permite llegar a sus conclusiones32.
Entonces, ¿cuál es la relación entre esa exhortación, esa elegancia estilística y esas declaraciones sustanciales?
Durante miles de años, una influyente corriente de pensamiento ha mirado a la retórica con profunda desconfianza. En el mejor de los casos, está de más y es irrelevante para el fondo de los argumentos; en el peor de los casos, se la ha entendido como hipnótica y peligrosa. Según Platón, “el artífice de la persuasión da lugar a una creencia sobre lo justo y lo injusto, pero no enseña nada sobre ellos”33. Una versión vulgar de este enfoque sustenta un anticomunismo para el que “[e]n un principio existió el Manifiesto Comunista […] el primer ejemplo de propaganda comunista”34. El rol central de “los dones retóricos de Marx”, según lo expresó hace poco un enemigo implacable del Manifiesto, es atrapar al lector en una obra “estimulante” a pesar del peligro que encierra “ese disparate”35. Con más sutileza que esta visión que contrapone la lógica y la retórica de manera tan tajante, otros críticos entienden que ambas están “combinadas” en el Manifiesto, y esa mezcla vuelve al texto “más poderoso y conmovedor”36. Pero eso no significa que no sigan desconfiando de su elegancia retórica.
Y no solo los anticomunistas están preocupados por los deslices facilitados por la retórica. Tomemos un debate entre Perry Anderson y Marshall Berman, ambos distinguidos marxistas. En su discusión sobre la relación entre la revolución y la “modernidad” (que, según Anderson, “no es ni un proceso económico ni una visión cultural, sino la experiencia histórica que media entre uno y otra”)37, surge una disputa fascinante sobre el exuberante registro del Manifiesto. El libro de Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, es una obra maestra sobre la naturaleza de la modernidad capitalista y es una de las investigaciones más líricas sobre el lirismo del Manifiesto, su “tema de los deseos e impulsos insaciables, la revolución permanente, el desarrollo infinito, la creación y la renovación perpetuas en cada esfera de la vida; y su antítesis radical, el tema del nihilismo, la destrucción insaciable, la devastación y la consumición de la vida, el corazón de las tinieblas, el horror”38. Para Berman, inherente a la prosa “luminosa e incandescente” del Manifiesto hay un modernismo mutable que encarna el cambio y que, por lo tanto, socava una cierta perspectiva teleológica evidente en el mismo texto39; es decir, una visión que implica un propósito u objetivo final de la historia, que plantea preguntas e invierte la causalidad, que supone un fin particular. En cambio, para Anderson, ese foco puesto sobre las técnicas lingüísticas corre el riesgo de oscurecer los argumentos concretos del texto. Considerando la discusión de Berman sobre la “revolución permanente” de la vida moderna evocada por el texto, Anderson rezonga que “‘revolución’ es un término que tiene un significado preciso: el derrocamiento político, ejecutado desde abajo, de un orden estatal y su sustitución por otro. No se gana nada diluyéndolo en el tiempo o extendiéndolo por todos los departamentos del espacio social. En el primer caso, se vuelve indistinguible de una mera reforma […] en el segundo caso, queda reducido a una simple metáfora”40.
Ahora, Berman está al tanto de los riesgos que existen aquí y se esfuerza por distinguir su enfoque de un “posmodernismo” despolitizado, más cautivado que crítico ante la fragmentación, por no decir cínico, ya que es más conocido por ese nombre, sobre el potencial de cualquier proyecto liberador. Por el contrario, para Anderson es importante ver a través de la retórica, y quiere “encontrar algún tipo de cierre en el texto de Marx y Engels”41; aquí, por lo menos, le resta importancia a la complejidad de la tracción y la política del propio lenguaje. Esta complejidad es particularmente relevante para escritores como Marx, para quienes el estilo es una cuestión de fascinación y rigurosa atención42. Sin duda, podríamos argumentar que “revolución” tiene un sentido muy importante, es un centro de gravedad de este texto. Pero lo que no tiene es un único “significado preciso”43. Ningún lenguaje lo tiene, independientemente de que los escritores se den cuenta de eso o no. Todos los textos siempre son, en distinta medida, contradictorios, variopintos, polisémicos44. No es una licencia para la anarquía epistemológica, según la cual cualquier cosa, cualquier lectura, siempre vale. Significa reconocer que ningún texto, sea cual fuere la intención de su autor (o del lector), puede tener un sentido simple y singular. Cada texto generará algo así como una maraña de sentidos y connotaciones, más o menos concentrados alrededor de un núcleo, y más o menos mutables o estables, según el contexto político, social y lingüístico. Según una formulación lúdica, en lugar de ser directamente “sobre” algo en particular, todo texto está inevitablemente rodeado de un “cúmulo vibrante de alusividad”45. El contexto, el contenido y el alcance de ese cúmulo deben tenerse en cuenta como parte de un análisis. En ciertas situaciones, algunos escritores podrían luchar contra las travesuras retóricas, por ejemplo, esforzándose por la especificidad de la notación lógica: el cúmulo de sentidos razonables de esos textos bien podría ser menos difuso que el de aquellos que, por ejemplo, se deleitan con los juegos de palabras y la interpretación. Pero un texto con un solo sentido “verdadero” es una quimera. El análisis no es un cierre, sino un intento de discernir sentido(s) razonable(s) en el núcleo de ese cúmulo e impugnar los que se alejan demasiado de él.
En este caso, en el Manifiesto, “revolución” es, sin duda, como insiste Anderson, una categoría crucial con un significado particular. Pero los ecos que rodean a este término no son ni irrelevantes ni supererogatorios para ese sentido clave.
Ludovico Silva, brillante poeta y filósofo venezolano, expuso lo constitutivas que son las metáforas para el texto del Manifiesto, a decir verdad, para todo el proyecto de Marx. Insiste en que no se pueden fundir las metáforas con explicaciones, pero no son irrelevantes para ellas, y necesitamos una lectura estilística de Marx, reconocer la centralidad de esas formulaciones y esa retórica, sin destruirlas en el análisis46. El Manifiesto Comunista es pródigo en el lenguaje y su juego. Está lleno de fantasmas, hechiceros, túnicas hechas de telarañas y jirones de tela, y sepultureros y, a pesar de todo lo que pueda decirse sobre esas metáforas, y con el debido respeto a Anderson, no tienen nada de “simples”. Elegidas para expresar la realidad y la política de la manera más vívida de lo que sería posible si no estuvieran presentes, son constitutivas y perspicaces… y persuasivas. Pero, para algunos críticos, los juegos de palabras —lamentablemente— matan la rigurosidad. Repitiendo la sospecha de Platón, para ellos “no es por la veracidad de sus argumentos” que el Manifiesto recluta lectores, sino “por medio de sus técnicas retóricas”47. Sin duda, ellas pueden, por supuesto, usarse al servicio de falsedades conscientes o de la barbarie. Pero, independientemente de lo que se pueda pensar de su retórica, los autores del Manifiesto no son cínicos, y eso es evidente. Marx y Engels, equivocados o no, están convencidos de sus propias declaraciones. Y, precisamente, al exponerlas de manera tan magistral quieren hacer más probables sus afirmaciones sobre el futuro.
Gran parte del conocimiento universal es una construcción imaginaria.
Helen Keller,
El mundo en el que vivo
El MANIFIESTO FUE PUBLICADO en febrero de 1848, en vísperas de un levantamiento revolucionario que sacudiría a Europa. Durante sesenta años y hasta ese momento, Europa y las Américas habían sido definidas por lo que a veces se denomina una “revolución dual”: los acontecimientos y efectos amalgamados de la revolución política en Francia y la revolución industrial en Gran Bretaña y otros países. Ambas, a su vez, fueron, en parte, culminaciones del cambio radical producido en las ideas políticas y científicas vigentes desde el siglo XVII, que conocemos como la Ilustración48.
La Revolución Industrial, originada en Gran Bretaña y que, desde allí, se esparció por el mundo, transformó la organización económica con nuevas técnicas y fuentes de energía, tecnología productiva y de transporte, y la proliferación de las fábricas, que concentraban y unían el trabajo humano y la maquinaria. Gran parte de la población europea seguía labrando la tierra, aunque en condiciones cambiantes, mientras que la clase trabajadora industrial en expansión —el proletariado— rápidamente iba adquiriendo una importancia central para la economía. En general, vivían y trabajaban en condiciones pésimas, inevitablemente entraban en graves conflictos con los jefes o propietarios para quienes obtenían beneficios. Como era de esperar, esto llevó al aumento de la militancia política.
En ese tiempo, la gran Revolución Francesa de 1789-1794 seguía siendo un recuerdo muy vívido. Este derrocamiento violento había sustituido un sistema de monarquía absolutista y servidumbre campesina por una nueva república que proclamaba la libertad, la igualdad y la fraternidad como valores en ascenso, para reemplazar “virtudes” feudales anticuadas como la jerarquía, la estabilidad y la obediencia49. Las peleas y las presiones políticas internas, junto con los intentos que realizaban las demás monarquías europeas por destruir la revolución, hicieron que el nuevo régimen siguiera una trayectoria extraña. Pronto cayó bajo el poder contradictorio de Napoleón Bonaparte, emperador autoproclamado, que defendía ciertos avances legales y económicos de la revolución mientras que limitaba derechos políticos y enviaba a sus ejércitos por todo el mundo para construir un imperio en beneficio de la Francia burguesa. Después de ser derrotado en 1815 por el Reino Unido y los regímenes reaccionarios y autocráticos de lo que, en ese entonces, se conoció como la “Santa Alianza” —Rusia, Prusia (que en ese momento era parte de Alemania) y Austria—, Francia fue gobernada brevemente por el retrógrado régimen monárquico de Carlos X. Ese gobierno sería reemplazado rápidamente, después de tres días de barricadas y luchas callejeras, durante la Revolución de Julio, en 1830, por el reinado de Luis Felipe de Orleáns, el último monarca francés. Conocido como el “rey burgués”, Luis Felipe gobernó durante una monarquía constitucional que fue un gobierno venal, corrupto y exclusivista, que consolidó el dominio político de la clase media terrateniente.
Apenas fueron expresadas triunfalmente, las ideas radicales de la revolución: liberté, égalité y fraternité, chocaron contra los límites duros de la propia sociedad burguesa. Independientemente de lo que sus defensores radicales creyeran o desearan, esa sociedad estaba impulsada fundamentalmente —y aún lo está— por la maximización del beneficio y el control ejercido sobre él. Eso no quiere decir que esos ideales que profesaban sus partidarios, o profesaban profesar, fueran completamente arbitrarios, sin ninguna relación estructural con ese modo de organización social. Sin embargo, tampoco eran —o son— la fuerza impulsora de la sociedad, sino parte de una ideología organizadora funcional a ella, basada en una acumulación que se afirma en una violencia feroz y bárbara, y es controlada por ella. De manera más evidente, como señala el gran C. L. R. James, “[e]l comercio de esclavos y la esclavitud conformaron la base económica de la Revolución Francesa”50. Esa sociedad burguesa era, y aún es, resistente a cualquier cambio que pudiera poner en riesgo la maximización del beneficio o amenazar la estabilidad sobre la que descansan ese beneficio y ese control. Esta no solo era capaz de dar cabida a la opresión y la represión, sino que, en parte, estaba apuntalada por ella, a pesar de las proclamas de libertad e igualdad. Por ejemplo, no se les concedió el voto a las mujeres. Con la ley del 20 de mayo de 1802, Napoleón Bonaparte derogó la ley anterior del 4 de febrero de 1794 que había abolido la esclavitud en las colonias francesas51. Actos reaccionarios y racistas tan espantosos como esos, y las normas que expresaban, nunca fueron solo un atavismo político, un “mero” retroceso: pusieron de manifiesto ciertas prioridades reales del republicanismo y el liberalismo de esos tiempos52.
Pero tampoco esos ideales liberales eran simplemente mentiras. Más bien, sus significados siempre fueron refutados. Por un lado, eran, según James, usados “con la habilidad y finura de un esgrimista”, proclamados —y extendidos, radicalizados y convertidos en una fuerza material— por grandes rebeldes revolucionarios contra la opresión, como Toussaint Louverture durante el levantamiento y la revolución de los esclavos en Haití en 1791-1804. En una carta de 1792, Louverture proclamó: “Que la llama sagrada de la libertad que hemos ganado guíe todas nuestras acciones. Pongámonos en marcha para plantar el árbol de la libertad, romper las cadenas de aquellos hermanos que aún están cautivos bajo el yugo ignominioso de la esclavitud. Pongámoslos al amparo de nuestros derechos, el derecho imperceptible e inalienable del hombre libre”. A la vez, esos ideales también eran proclamados por quienes traicionaban a los esclavos insurgentes en aras del poder y la propiedad. En un poema extraordinario de 1804, “En homenaje a Surinam”, el escritor y comerciante holando-surinamés Paul François Roos puso de manifiesto con toda claridad lo inextricable que puede ser la “libertad” de su opuesto. “¡Enseñen a sus hijos […] a levantar templos en homenaje a la libertad!”, incitaba a los lectores, antes de predecir con entusiasmo que “¡La costa de África […] / Nos servirá como un almacén repleto de robustos esclavos”53.
Aunque esas ideas eran discutidas, contradictorias y complejas, mientras viajaban, muchas veces con los ejércitos franceses victoriosos, los partidarios de la “Santa Alianza” se oponían a ellas. Fuera cual fuere el significado que adquirieran en contextos diferentes, la expansión de las ideas republicanas en esta época turbulenta puso sobre la mesa cuestiones como la libre expresión y la libertad de prensa, la liberación de las naciones sojuzgadas por el colonialismo, la consolidación de los fracturados sistemas de gobierno posfeudales, los derechos y la situación de los trabajadores y, de forma crucial, la propia democracia. Todos eran temas sumamente controvertidos y muy importantes. Inspiraban agitación popular y eran centrales para las tumultuosas luchas populares.
En Europa, en la década de 1840, hubo un momento de crisis política y económica, de cosechas malogradas y terribles privaciones. En esta década, conocida como “los hambrientos cuarenta”, las hambrunas y la cruel negativa de los gobiernos de aliviar el problema causaron más de un millón de muertes, muchas de ellas en Irlanda, que era una colonia británica54. A partir de la década de 1830, surgió la expresión más grande y organizada de la oposición radical, donde los cartistas, un grupo independiente de la clase obrera, exigieron, entre otras cosas, el sufragio universal masculino. Pero, en todo el continente, y en otros lugares, proliferaban grupos de oposición de republicanos radicales orientados más hacia la izquierda, que formaban una gran cantidad de asociaciones y clubes, a menudo ilegales, y que, con frecuencia, involucraban a trabajadores alemanes emigrados a París, Bruselas, Ginebra y Londres. Eran ambientes considerablemente más liberales que aquellos de los que habían huido estos refugiados y allí podían capitalizar ciertas libertades sociales55. Con la esperanza de derrocar una sociedad injusta, muchos de estos grupos adhirieron a modelos románticos de organizaciones conspirativas secretas. Esta estirpe tramoyista y galante se ve reflejada en la poesía elusiva y alusiva de algunos nombres: la Sociedad de las Familias, la Sociedad de las Estaciones, la Liga de los Proscritos.
En 1834, trabajadores alemanes residentes en París formaron la Bund der Geächteten, la Liga de los Proscritos. En su apogeo, esta organización tuvo menos de doscientos miembros. En el plazo de tres años, estos proscritos sucumbieron ante las tendencias separatistas de la disidencia política, cuando muchos de los miembros más asociados con la clase obrera se separaron, bajo el liderazgo de Wilhelm Weitling, para formar la Bund der Gerechten, la Liga de los Justos, un grupo comunista de inspiración religiosa.
Fue esta Liga de la Justicia la que sería central para la creación del Manifiesto Comunista.
Cuando Marx y Engels llegaron a redactar en colaboración el Manifiesto, ya eran figuras establecidas y destacadas de los movimientos radicales. En gran medida, esa fue la razón por la cual la Liga de los Justos les encargó la redacción del texto del documento que sobrevivió a la Bund der Gerechten.
Marx nació en 1818 en Trier; Engels, en 1820 en Baumen; ambos, en Renania. Ahora, las dos son ciudades alemanas, pero en esa época no existía la entidad política conocida como “Alemania”. Más bien, la Confederación Alemana, nacida en el Congreso de Viena de 1815, era un conglomerado de 41 estados y pequeños estados con distintos grados de poder, diferentes formas políticas, avances económicos y ambientes culturales. Entre todos ellos, Renania era bastante inusual. Era una provincia de Prusia, una de las grandes potencias autoritarias y neoabsolutistas de la Santa Alianza, muy diferente de la república burguesa de Francia, y terreno poco propicio para los anhelos liberales o democráticos56. Pero la propia Renania había estado bajo el control de Napoleón hasta 1813, y las ideas revolucionarias de Francia habían tocado su cultura, y era mucho más liberal e intelectualmente más abierta que lo normal, según los estándares prusianos.
Marx pertenecía a una familia próspera y liberal de origen judío, aunque su padre se había convertido estratégicamente al protestantismo cuando Renania volvió a quedar en manos de los prusianos, reaccionarios y oficialmente antisemitas. Durante sus años de estudiante, el joven Marx se entusiasmó con las ideas y el ambiente radical, y se volcó más a la poesía que al Derecho, que, supuestamente, era la carrera que estaba estudiando. En 1836, se trasladó de Bonn a la Universidad de Berlín, donde quedó fascinado con la obra notoriamente compleja y abstrusa del gran filósofo G. W. F. Hegel.
El elemento esencial del pensamiento de Hegel era la “dialéctica”. Para simplificarlo bastante, es un modelo dinámico de totalidad, incluida la sociedad, según el cual la base del mundo no es estática, sino que se producen cambios y avances fundamentales a gran escala a través de las épocas, y que ese movimiento proviene de tensiones y dinámicas intrínsecas a los fenómenos, más que del resultado de estímulos contingentes externos. Estos fenómenos sociales contienen las semillas de sus propios avances, y sus propios derrumbes. Para Hegel, el Weltgeist —“el espíritu del mundo”, una especie de alma de la época— se iba desarrollando a través de la historia, avanzando hacia una libertad cada vez mayor. Para él, las reformas liberales de Napoleón en Prusia después de la Revolución Francesa, de las que fue uno de los primeros entusiastas, eran un ejemplo. Eso planteaba una pregunta: ¿cuál es la trayectoria de ese Weltgeist cuando esas reformas fueron reemplazadas por las políticas represivas de Prusia, en lo que parecía, seguramente, un retroceso?
Hegel murió en 1832, y en sus últimos años se inclinó un poco hacia la reacción, y resolvió este problema viendo a la Razón misma en una versión de ese estado prusiano. Es importante no sobreestimar lo siguiente: la posición del propio Hegel era mucho menos entusiasta con respecto al estado existente de lo que podrían dar a entender las representaciones posteriores57. A pesar de todo, una cierta articulación de ese hegelianismo tardío podría resultar atractiva para los poderes fácticos. Por ese motivo, independientemente de los matices de su pensamiento, después de su muerte fue “a todos los efectos, el filósofo prusiano oficial”58.
Contra esa teorización inactiva, los ateos y, por ciertos indicadores, los pensadores liberales conocidos como los “jóvenes hegelianos” adoptaron interpretaciones radicales de sus posturas iniciales, incluso contra el propio Hegel. Para ellos, “el Absoluto”, que para Hegel había sido Dios y la razón, era la humanidad, y cualquier insinuación realizada por algún epígono acerca de que el Estado prusiano podría ser su encarnación resultaba una traición despreciable al modelo. Filosóficamente, estos iracundos discípulos opositores tendían hacia el “idealismo”: es decir, para ellos el motor fundamental del mundo era el campo de las ideas. Para muchos, entonces, era en este campo que se producía el cambio social59. Inicialmente, Marx se sintió atraído por las ideas de los jóvenes hegelianos. Su radicalismo político primero se manifestó por medio de ataques enérgicos, a menudo valientes, contra el absolutismo prusiano y una demanda de reformas, tales como la libertad de prensa. Pero el rasgo distintivo no era solo la causticidad de sus ataques contra la reacción, sino la fulminante impaciencia de Marx ante la pusilanimidad y la ineptitud de la oposición liberal. “¡Dios me libre de mis amigos!”, escribió en 184260. Este radicalismo se vio enfatizado porque muy pronto pasó del idealismo a una posición opuesta de “materialismo” filosófico. Hasta el día de hoy, los críticos del materialismo recitan con regularidad la tenaz mentira acerca de que el modelo contrapone de manera burda los factores “económicos” a la “cultura, la ideología y la mentalidad”; que “los marxistas relegan el campo del pensamiento puro y las ideas humanas al estado de cándida ineficacia”61; y que, para el materialismo, el pensamiento es espuma epifenoménica. Eso es falso.
No se trata, enfática y explícitamente, de que la cultura y las ideas sean irrelevantes. Tampoco implica que, de tan inoperantes, puedan “decodificarse” de manera reduccionista y mecánica como meros ecos de intereses económicos, materiales. En cambio, lo que el modelo sugiere es que en virtud de toda su especificidad y su suntuosa textura, esos factores culturales y psíquicos son, en última instancia, y de maneras muy complejas, productos y funciones de la realidad material social subyacente. Eso no quiere decir que no tengan ningún impacto, tampoco que sean fluidamente funcionales a un sistema dado, incluso si son funciones de este62. Lo afectivo, lo simbólico, lo mental no necesitan y no deberían ser elementos marginados del marxismo, como intentaremos aclarar a continuación.
Una perspectiva texturada como esa sobre la materialidad y la subjetividad se volvería cada vez más evidente en virtud de la maduración de la obra de Marx y Engels (no es que eso se interponga a las calumnias). Sin embargo, a pesar de que la terminología cambió y el análisis se profundizó, el modelo aparece descripto con bastante claridad ya en 1845-1846, en La ideología alemana, un texto escrito por ambos. Y en él se encuentra la esencia del Manifiesto.
Marx obtuvo el doctorado en Filosofía en 1841, pero la oposición oficial a ciertas ideas, como las de los Jóvenes Hegelianos, bloqueó su ingreso en el mundo académico. Entonces, se dedicó al periodismo. Cuando su obra fue censurada por las autoridades prusianas, se mudó a París. Allí se encontró con los emigrados alemanes radicales de la Liga de los Justos, junto con varias otras corrientes de izquierda enfrentadas, y el germen de un movimiento organizado de la clase obrera. Marx estaba muy impresionado, elogiaba “la pura frescura, la nobleza que emana de esos hombres fatigados por el esfuerzo”, y afirmaba que era “entre esos ‘bárbaros’ de nuestra sociedad civilizada que la historia estaba preparando el elemento práctico para la emancipación de la humanidad”63. Ese ambiente, junto con un estudio exhaustivo de la obra de economistas políticos tales como Adam Smith, así como también una importante e inspiradora rebelión producida en 1844, encabezada por tejedores alemanes (silesianos), lo empujó con firmeza hacia la izquierda. Ese año —el mismo año en que nació su primera hija, Jenny— se hizo comunista.
Lo que eso significaba exactamente no era, por supuesto, menos controvertido entonces de lo que es hoy. En términos generales, ser comunista en la década de 1840 era afirmar un principio de igualdad radical y de una comunidad de bienes, en oposición a la propiedad privada.
Marx elaboró sus teorías en varios ensayos importantes de su tiempo, tales como “Sobre la cuestión judía” (1843), “Crítica de la filosofía del derecho de Hegel” (1843) y los “Manuscritos económicos y filosóficos” (1844). En el primero, argumentó que otra revolución “política” a la francesa —es decir, una que abriera paso a una nueva forma de gobierno, incluso en un sistema gubernamental reaccionario como el de Prusia, sin alterar de manera fundamental la economía política subyacente a un capitalismo recién afianzado— dejaría intacta la atomización social de los individuos y no podría dar lugar a la “emancipación humana”. En el segundo, sugería que la burguesía alemana era demasiado débil para producir esa revolución y que los trabajadores eran los únicos preparados para asumir un papel preponderante. Y en el último, y quizás el más importante, se concentró en el proletariado como el grupo productivo clave dentro del capitalismo y, por lo tanto, el único que, al liberarse, liberaría a toda la humanidad. Estos textos contenían una formulación vital temprana de la relación central, para Marx, entre la revolución, la clase obrera como agente principal que podría llevarla a cabo y la liberación universal. “De la relación del trabajo enajenado con la propiedad privada se deduce, además, que la emancipación de la sociedad de la propiedad privada, etc., de la servidumbre, se expresa en la forma política de la emancipación de los trabajadores”64.
Engels provenía de una familia aun más privilegiada que la de Marx, ya que su padre era un hombre de negocios acaudalado. En su juventud, fue un juerguista desenfrenado. Él también se sintió atraído por las ideas de los Jóvenes Hegelianos y por lo que en esa época era lo más avanzado de ese movimiento, la obra de Ludwig Feuerbach. Para 1842, Engels ya era un “ferviente comunista” —dos años antes que Marx— y viajó a Manchester para trabajar en la empresa de su padre. Estaba horrorizado y enfurecido por la pobreza y la degradación que sufría el proletariado inglés, y en 1845 publicó, en alemán, un estudio furibundo y pionero, La situación de la clase obrera en Inglaterra.
Marx y Engels tuvieron un breve encuentro en 1842. Ninguno quedó impresionado por el otro. Fue en 1844, cuando se volvieron a encontrar en París, que establecieron una estrecha amistad personal, una íntima camaradería política y una extraordinaria colaboración intelectual que duraría hasta la muerte de Marx en 1883. Poco tiempo después de este segundo encuentro, los dos jóvenes escribieron juntos La sagrada familia y La ideología alemana. Ambos textos son muy relevantes para el Manifiesto. El primero era, en parte, un ataque a ese pensamiento radical “idealista” según el cual el principio motriz de la historia era el “espíritu”. Allí, Marx y Engels argumentaban, en cambio, a favor de una base materialista para su política radical. Elaboraron este punto de vista en La ideología alemana, que, entre otras cosas, era un ataque a las ideas de los Jóvenes Hegelianos. En este texto, Marx y Engels definían “alienación” como un proceso material, social y psíquicamente nocivo por el cual los trabajadores deben vender su actividad productiva, se convierten en un medio para alcanzar un fin que no es propio y, de este modo, se distancian de su propia creatividad, de otros seres humanos y de la naturaleza. Llegaron a la conclusión de que para superar esta situación nefasta, la propiedad privada, el derecho absoluto de un propietario a determinar el uso de lo que “posee”, más particularmente con respecto a la propiedad de los medios de producción, debía ser abolida.
La ideología alemana quizás ahora sea más conocida por una afirmación, expuesta de manera concisa, acerca de que “[l]as ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes, es decir, la clase que es la fuerza material dominante de la sociedad es, a la vez, la fuerza intelectual dominante”. La sección “Clase dominante e ideas dominantes”, en la cual se expone este modelo, ofrece un desarrollo con muchos más matices de lo que a veces se infiere sobre la relación entre los intereses de la clase dominante y las oportunidades desproporcionadas tanto para exponer ideas que promuevan esos intereses como para abstraer esas ideas de modo que tiendan —aunque no sean indiscutibles— a adoptar la apariencia de sentido común o verdades eternas. El análisis de los enfoques en pugna sobre la ideología —marxista y otras maneras de abordar la cuestión de cómo aprehendemos y malinterpretamos nuestras relaciones con el capitalismo— supera el alcance de este libro65. Sin embargo, el siguiente debate está impregnado de cierto sentido del poder de dicha ideología, la tenacidad social de conjuntos de ideas producidos por los sistemas de desigualdad y opresión, y funcionales a ellos, incluso entre aquellos que sufren a causa de esos sistemas, tal como podríamos deducir, con advertencias y precaución, del modelo de esta ideología alemana. Lo que también se pondrá de manifiesto en lo que sigue es un modelo distinto, aunque relacionado, de la importancia ideológica central de la circunscripción del pensamiento posible.
Más allá de esta cuestión, en La ideología alemana, Marx y Engels sacaron cuatro conclusiones a partir de su concepción de la naturaleza alienada del trabajo en un sistema de propiedad privada, que conformarían el Manifiesto que redactaron después. En primer lugar, el desarrollo económico de la sociedad alcanzaría un punto en el que sus normas organizativas estarían en tensión con las de la organización social y, de este modo, “solo causan problemas”, cuando sus fuerzas “ya no son productivas sino destructivas”, y que “a partir de esto, surge una clase [la clase obrera] que tiene que soportar todas las cargas de la sociedad sin disfrutar de sus ventajas […] y de la cual emana la conciencia de la necesidad de una revolución fundamental, la conciencia comunista”. Conscientes, quizás, de que