Un espectro recorre el mundo - China Mieville - E-Book

Un espectro recorre el mundo E-Book

China Miéville

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"Pocas obras pueden presumir con tanta autoridad de haber determinado el curso de la historia como el Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. Desde que sacudió por primera vez el orden imperante en 1848, este incendiario panfleto nunca ha dejado de calentar los corazones de quienes sueñan con un mundo mejor. Tampoco ha dejado de alimentar las pesadillas de quienes coronan un sistema social enormemente injusto. En esta introducción sorprendentemente imaginativa, China Miéville construye una guía para entender el Manifiesto y los muchos espectros que ha conjurado. A través de su lectura única y poco ortodoxa, Miéville ofrece una encendida defensa de la perdurable relevancia de las ideas de Marx y Engels. Presentada junto con el texto completo del Manifiesto comunista, la guía de Miéville tiene algo que ofrecer a los lectores noveles, a los partidarios de la revolución e incluso a los escépticos más duros de mollera. «Es emocionante acompañar a Miéville en su lidia –de buena fe crítica y compromiso incandescente– con un manifiesto que todavía nos llama a construir un mundo nuevo». Naomi Klein «Léelo y déjate deslumbrar por su actualidad». Mike Davis «Un reflejo rico y luminoso sobre una luz que nunca se apaga del todo». Andreas Malm «Leer con Miéville agudiza nuestros sentidos hacia los movimientos internacionalistas contemporáneos desde abajo». Ruth Wilson Gilmore «Escrito con una diligencia y una despiadada mirada crítica dignas del propio Marx». Sarah Jaffe «Revelador y deslumbrante». Cory Doctorow"

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Akal / Anverso

China Miéville

Un espectro recorre el mundo

Sobre el Manifiesto comunista

Traducción: Antonio A. Antón

Pocas obras pueden presumir con tanta autoridad de haber determinado el curso de la historia como el Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. Desde que sacudió por primera vez el orden imperante en 1848, este incendiario panfleto nunca ha dejado de calentar los corazones de quienes sueñan con un mundo mejor. Tampoco ha dejado de alimentar las pesadillas de quienes coronan un sistema social enormemente injusto.

En esta introducción sorprendentemente imaginativa, China Miéville construye una guía para entender el Manifiesto y los muchos espectros que ha conjurado. A través de su lectura única y poco ortodoxa, Miéville ofrece una encendida defensa de la perdurable relevancia de las ideas de Marx y Engels. Presentada junto con el texto completo del Manifiesto comunista, la guía de Miéville tiene algo que ofrecer a los lectores noveles, a los partidarios de la revolución e incluso a los escépticos más duros de mollera.

«Es emocionante acompañar a Miéville en su lidia –de buena fe crítica y compromiso incandescente– con un manifiesto que todavía nos llama a construir un mundo nuevo». Naomi Klein

«Léelo y déjate deslumbrar por su actualidad». Mike Davis

«Un reflejo rico y luminoso sobre una luz que nunca se apaga del todo». Andreas Malm

«Leer con Miéville agudiza nuestros sentidos hacia los movimientos internacionalistas contemporáneos desde abajo». Ruth Wilson Gilmore

«Escrito con una diligencia y una despiadada mirada crítica dignas del propio Marx». Sarah Jaffe

«Revelador y deslumbrante». Cory Doctorow

China Miéville es un multipremiado autor de numerosas obras de ficción y no ficción. Ha obtenido numerosos premios por sus escritos, entre ellos el Arthur C. Clarke Award (tres veces), el British Fantasy Award (dos veces) y el Locus Award a la mejor novela fantástica (cuatro veces). Entre sus novelas destacan Perdido Street Station, King Rat, Un Lun Dun, The City & The City, Railsea y The Last Days of New Paris. También ha escrito una historia narrativa de la revolución bolchevique, Octubre. La historia de la Revolución rusa (Akal, 2017) y varios libros de pensamiento: Between Equal Rights: A Marxist Theory of International Law,Red Planets: Marxism and Science Fiction (con Mark Bould).

Escribe regularmente para varios medios, entre ellos The New York Times, The Guardian, Conjunctions y Granta, y es editor y fundador de la revista Salvage. Es una figura cultural globalmente reconocida.

Sobre el autor:

«No se puede hablar de Miéville sin utilizar la palabra “brillante”». The Guardian

«Uno de nuestros escritores más sobresalientes». The Independent

«Miéville está dotado de una imaginación visionaria incomparable». The Financial Times

«Uno de los escritores más interesantes y extravagantemente dotados de su generación». The Daily Telegraph

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

A Spectre, Haunting. On The Communist Manifesto

Esta traducción de A Spectre, Haunting (primera edición) ha sido publicada por Ediciones Akal por acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.

© China Miéville, 2022

© Ediciones Akal, S. A., 2024

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5505-1

Para Rosie Warren, salvadora

Cuando alguien me preguntó lo que era el comunismo, abrí mi boca para responder, y entonces me di cuenta de que no tenía la más remota idea. La imagen que yo tenía de un comunista provenía de un dibujo animado. […] Se nos enseña desde muy pronto a estar contra las comunistas, pero la mayor parte de nosotras no tenemos la más remota idea de qué es el comunismo. Solo un necio deja que otro le diga cuál debe ser su enemigo.

Assata Shakur, Assata. An Autobiography.

Introducción

«¡Es que soy comunista, idiota!»

Ash Sarkar, en el programa Good Morning Britain del 12 de julio de 2018

A mediados del siglo XIX, un pequeño grupo de réprobos, izquierdistas y perseguidos, declararon con grandilocuencia que no eran ellos sino sus enemigos, los grandes poderes de Europa, quienes sufrían el acoso de un fantasma. Así comienza el Manifiesto comunista.

El Manifiesto predice y exige el derrocamiento del capitalismo industrial, un sistema entonces todavía naciente. Aguarda con apremio su reemplazo por una nueva forma de sociedad que no se base en la despiadada competición por la obtención de ganancias, y en la atomización social y la miseria generalizada que inevitablemente la acompaña, sino en una nueva realidad colectiva, la satisfacción de las necesidades humanas y el florecimiento del potencial humano, sobre la base de una propiedad social común y democráticamente controlada. Los parámetros, escollos y posibilidades de esta meta fueron, y siguen siendo, controvertidos; también para la izquierda. Pero en todo caso se trataría del comunismo. Este es el espectro que se invoca en la frase con la que se abre el Manifiesto.

El propio Manifiesto es breve, descortés, vívido y excéntricamente estructurado; y su impacto ha marcado completamente una época. «Es difícil imaginar», escribió Umberto Eco con palpable asombro, «que unas pocas buenas páginas por sí solas puedan cambiar el mundo». Sus admiradores celebran este hecho, sus detractores lo denuncian. Pero reconocen al unísono la sorprendente influencia de este libro sobre las mentes de sus lectores, y su poder histórico[1].

Ahora este espectro ha vuelto. Quizá no deba sorprendernos: si reprimes algo lo más probable es que retorne como espectro. Y, aun así, hay algo auténticamente extraño en lo que Richard Seymour ha llamado el actual «anticomunismo sin comunismo». Tres décadas después del colapso de la Unión Soviética y sus aliados, los estados claramente comprometidos con la visión del Manifiesto (por mucho que ese compromiso fuera en gran parte un chiste cruel), y ante la ausencia completa de una extrema izquierda de masas en la política mundial, «los reaccionarios de hoy deliran con una amenaza comunista»[2]. Esta amenaza es, sin duda, un delirio: los avances genuinos que hoy se dan para la izquierda, aunque quepa celebrarlos, tienden a ser escaramuzas ganadas en los márgenes. Desde luego no suponen ningún cambio sistémico. Y, aun así, para una minoría pequeña pero cada vez más ruidosa de activistas, sobre todo jóvenes, el concepto de «comunismo» está empezando a perder el descrédito que durante tanto tiempo se dio por descontado. Y que ha sido enormemente valioso para quienes ostentaban el poder[3].

Cada generación política debe conocer el Manifiesto desde cero, aprender qué debe concentrar su atención, encontrar problemas, preguntas, análisis, respuestas, ausencias y aporías; y solucionesde y para su propio tiempo. Esto no supone, como rezaría cierto cliché militante, afirmar rotundamente que el texto es más relevante «hoy que nunca». Pero al igual que estaba fuera de discusión la diferencia que suponía leer el Manifiesto en el contexto de la descolonización o del neocolonialismo, por ejemplo, indiscutiblemente también fue diferente leerlo durante el ascenso del estado de bienestar, o durante su debilitamiento, o en el auge de la especulación financiera desregulada, el prolongado agotamiento y colapso del estalinismo, la era del extremo centro, y así sucesivamente[4].

Escribo estas palabras en 2021. Cerca de la mitad de la humanidad subsiste con menos de 5,50 dólares al día. Los pocos milmillonarios del mundo poseen más que el 60% más pobre del planeta. Los impuestos a la riqueza están en mínimos históricos para los ricos y para las corporaciones. El 20% de los niños del mundo (más de doscientos cincuenta millones) no pueden ir a la escuela. Diez mil personas mueren innecesariamente cada día, por causas directamente relacionadas con la pobreza[5]. Las nuevas disputas entorno a la idea de comunismo se dan bajo la alargada sombra de la crisis económica de 2007-2008, en un momento de catástrofe climática en aceleración; entre una sexta extinción masiva y una cada vez más elevada ansiedad social, o ante el deslizamiento hacia un mayor sadismo y toxicidad política; estas disputas surgen de los escombros del extraordinario auge y la rápida caída de cierta izquierda, con el liderazgo de Corbyn en el Partido Laborista en el Reino Unido y la irrupción de Sanders en Estados Unidos. Ambos plantearon desafíos sin precedentes a las doctrinas del capitalismo neoliberal y las políticas de «austeridad», que hasta tiempos muy recientes se publicitaban como necesarias. Este debate atraviesa los ambientes que surgieron durante los regímenes de extrema derecha de Trump y Johnson, sacudidos por la terriblemente mal gestionada pandemia global, que en el momento en que escribo ha matado ya a más de cuatro millones y medio de personas, afectando de forma desproporcionada a las minorías y grupos desfavorecidos, y que con los confinamientos exacerbó las debilidades subyacentes en la economía mundial, muy posiblemente resultando en la peor depresión en la historia del capitalismo. Y este es también el contexto de las turbulencias sociales más dramáticas en Estados Unidos en más de medio siglo. Incitados por el lento asesinato público de George Floyd por parte de la policía de Minneapolis, miles de ciudadanos se han enfrentado recientemente a una policía brutal y altamente militarizada, protestando por un sistema de opresión carcelaria racista. Han inspirado enormes protestas solidarias y un debate político a nivel internacional. El mundo se ha visto agitado por el caos y la inestabilidad, y por las protestas populares contra la represión. En Bolivia, un efímero régimen derechista, que llegó al poder tras un golpe militar en 2019, fue derrocado al año siguiente, después de que las autoridades respondieran violenta y letalmente a las manifestaciones de masas, que impulsaron con ello una victoria electoral para la izquierda, tan contundente que incluso aquellos que desearon encontrar en ella un fraude electoral, no pudieron cuestionarla[6]. Las turbulencias han llegado a Hong Kong, doblegando la poderosa mano y cada vez más intervencionista del Estado chino. En mayo de 2021, palestinos provenientes de toda la Palestina histórica se alzaron en furiosa reacción ante la limpieza étnica del vecindario de Sheikh Jarrah, de Jerusalén, por parte de las autoridades israelíes. Israel respondió a esta revuelta con su violencia habitual, indiscriminada y provocadora; incluyendo el bombardeo de esa abarrotada prisión que es la Franja de Gaza. Murieron trece israelíes, incluyendo dos niños; y veinte veces más palestinos, y treinta y tres veces más niños palestinos.

Y así, una y otra vez. A estos listados de violencias y resistencias se les podrían añadir innumerables ejemplos más. En este contexto, ¿qué representa El Manifiesto?

* * *

El libro que tienes en tus manos no pretende ser una evaluación exhaustiva del Manifiesto o sus argumentos. Está pensado como breve introducción a un texto indispensable, teniendo en mente al lector curioso y de mente abierta. No presupongo ningún conocimiento previo. Incluyo resúmenes y cito generosamente muchas de las secciones del Manifiesto. He intentado hacer que este libro, en la mayor medida posible, se mantenga en pie por sí solo, sin dejar de hacer honor al trabajo de académicos y activistas del que se nutre. Por esta razón el texto está lleno de ecos, no deja de citar, de nombrar, aunque sea de paso, y de decir lo que otros dijeron antes, y mejor que yo. Además, para aquellos lectores interesados en investigar la literatura al respecto, en las notas he mencionado y profundizado en diversos debates, discusiones y referencias, a las que solo puedo aludir en el texto principal.

Desde luego, ninguna cita ni argumento puede sustituir al documento original. El Manifiesto, con una longitud de apenas 12.000 palabras, se reproduce aquí en un apéndice. Si esta introducción no logra nada más, espero que anime a que nuevos lectores exploren esta obra excepcional.

El folleto lo escribieron, en alemán, Karl Marx y Friedrich Engels en 1848; aunque, como quedará claro, este encargo no estuvo libre de controversias. Muchos, incluido el propio Engels, concedieron a Marx la autoría única del texto: no abordo esta cuestión aquí, ya explicaré por qué. Con el paso de los años, el texto ha visto un enorme número de ediciones y traducciones a innumerables lenguas[7]. Con mucha diferencia, la traducción inglesa más destacada es la versión de 1888 de Samuel Moore (también traductor de la obra maestra de Marx, El Capital), realizada en colaboración con el propio Engels. No carece, desde luego, de algún defecto. Al comentar su propia traducción de 1996, Terrell Carver echa por tierra la «muy extendida visión de que este texto inglés, al haber sido bendecido por el amigo de Marx y traductor del primer volumen de El Capital, y por el compañero político de Marx durante 40 años, simplemente por ello es sacrosanto»[8]. Al margen de toda otra cuestión, y teniendo en cuenta esto último, cabría haber visto ya una rehabilitación de la primera traducción al inglés; la que en 1850 hiciera Helen Macfarlane. Su versión, sin embargo, cuando no es ignorada, es citada, difamada y ridiculizada por algunas de sus decisiones más personales. Macfarlane, en un ejemplo que se hizo famoso, no presentaba el comunismo como un espectro, sino como un «aterrador trasgo»[*]. Pero lejos de ser un trabajo significativo «solo porque la traductora parece haber consultado a Marx […] o Engels», como escribe Eric Hobsbawm con desdén[9], el propio Marx tenía muy buena opinión de Macfarlane como intelectual radical, e intentó que se imprimiera su traducción en formato de panfleto. Además, tanto él como Engels hicieron buen uso del texto de Macfarlane y lo enviaron a camaradas del exterior[10].

En cualquier caso, y especialmente para el nuevo lector, la traducción de Moore es sin duda el mejor punto de partida. Al margen de lo que pueda objetarse, no solo es canónica, sino una traducción correcta e impactante, y por tanto una parada cultural obligatoria a la que no podemos renunciar. Es esta versión, mínimamente ajustada y actualizada, la que se reproduce como apéndice aquí, numerada por secciones y después por párrafos, con el formato «1.1, 1.2», etcétera. En esta introducción la referencia a citas y resúmenes de esa versión siguen este sistema, para facilitar la consulta cruzada. Está claro que no puede existir una traducción absolutamente «exacta» («traducir es interpretar»)[11], así que no tendré problema en citar otras versiones diferentes si estas me parecen útiles o interesantes.

* * *

En las páginas siguientes, el capítulo 1 será un breve proemio sobre el propio formato «manifiesto». El capítulo 2 recrea el contexto histórico del Manifiesto comunista, y explora el lugar que ocupa el texto dentro del marco general del pensamiento de Karl Marx y Friedrich Engels. El capítulo 3 incluye una exposición abreviada del Manifiesto y los epílogos de mayor relevancia que este acumuló con el paso del tiempo. En el capítulo 4 desentraño algunas de las afirmaciones clave del Manifiesto, para evaluarlo en cuanto obra de historia, política, economía y ética[12]. En el capítulo 5 abordo algunas críticas importantes del texto, desde diferentes perspectivas. El margen entre los capítulos 4 y 5 es poroso: en general, el primero pretende explicitar y evaluar las afirmaciones y conceptos centrales del Manifiesto, y abordar con relativa concisión las críticas como parte integral del mismo proceso, mientras que el foco del siguiente capítulo se sitúa más directamente sobre algunas de las críticas del documento que me parecen más importantes. El capítulo 6 sopesa el valor del Manifiesto en nuestra época febril, para aplicar sus invectivas y exhortaciones a las crisis que afrontamos, cada vez más aceleradamente, y para preguntarnos qué es lo que debemos descartar y lo que podríamos tomar ahora del Manifiesto: es decir, si de algún modo puede servirnos de guía. Si sirvió de guía en algún momento.

El horizonte para tales preguntas no es solamente intelectual. Al igual que los autores del Manifiesto, no creo que sea irrelevante la generalizada y masiva miseria del mundo, los insoportables listados de privaciones y depravaciones; y tampoco que todo ello carezca de conexión con el sistema económico que domina el actual orden de las cosas. Tampoco creo que la pobreza de los pobres esté desconectada de la riqueza de los ricos, ni que la impotencia de aquellos a los que se les ha arrebatado el poder no guarde relación con el poder de los poderosos. Todos estamos familiarizados con unos u otros inventarios de la desigualdad existente, como el citado, que generan angustia a algunos y hacen que miren hacia otro lado aquellos para los cuales esa angustia es políticamente inane. No creo, por razones que se subrayarán más adelante, que estas odiosas realidades formen parte inmóvil de la naturaleza humana, ni que sean inevitables; desde luego cambiarlos tampoco habría sido fácil, ni lo será. La pregunta es si merece la pena intentarlo. Si esas incontables vidas descartadas y desguarnecidas merecen que luchemos por ellas y junto a ellas.

En las páginas de este libro en las que intento expresar mis propias opiniones, intento hacerlo de modo que los lectores que tienen otra opinión puedan encontrar algo de valor en mis argumentaciones. Solo en el breve epílogo se abordan estas cuestiones sin cortapisas. Pero en ningún lugar finjo desapasionamiento o neutralidad. Espero no haber sido ni acrítico ni dogmático, y no haberme rendido a las costumbres del izquierdismo idólatra. Aun así, resultará obvio que este libro está escrito desde una perspectiva según la cual el Manifiesto no es meramente una curiosidad histórica, sino un documento inagotable, urgente y vital.

Y por esta razón, al margen del anterior exorcismo de descargo, un espectro acecha a este texto. Una corazonada: el Manifiesto se cierne sobre nosotros hoy más que nunca.

Esto nunca puede darse por descontado. Y, no obstante, es algo que debemos ganarnos.

[1] Eco, 2006, p. 23. Para Martin Puchner, «[e]l Manifiestocomunista influyó en el curso de la historia de forma más directa y duradera que casi cualquier otro texto» (Puchner, 2006, p. 11). A. J. P. Taylor no es ningún admirador del programa del Manifiesto, pero admite que, gracias a él, «cuando los hombres [sic] piensan, piensan de manera diferente sobre la política y la sociedad» (Taylor, 1967, p. 7). Para Aijaz Ahmad, «uno puede decir sin temor a ser refutado que el Manifiesto ha sido más más relevante en la efectiva construcción del mundo moderno que cualquier otro escrito político» (Ahmad, 1998, p. 12). Para Terry Eagleton, «muy pocos [textos] han cambiado el curso de la historia real» como lo ha hecho el Manifiesto (Eagleton, 2018).

[2] Seymour, 2020. Véase también Seymour, 2019. Lo más habitual es que, desde la derecha, el colapso del Bloque del Este se asuma como prueba del desacierto histórico mundial del Manifiesto: «[E]n 1989, quedó repentinamente claro que el Espectro era solamente eso» (Malia, 1998, p. xxvi). En contraste con esto, los mismos acontecimientos pueden leerse y se han leído como una reivindicación directa del propio Manifiesto (véase, por ejemplo, Hodges, 1999, y, más indirectamente, Callinicos, 1991). Para un ejemplo poco edificante de la supuesta fidelidad al Manifiesto, rígida e insensible, por parte del estalinismo, véase Adoratsky, 1938, donde el documento se despliega hagiográficamente a modo de canto fúnebre a Stalin («El triunfo de las ideas del El Manifiesto del Partido Comunista quedó asegurado gracias a los admirables continuadores de la causa de Marx y Engels: Lenin y Stalin, y el Partido Bolchevique dirigido por ellos […] En todas las esferas de la economía nacional de la URSS, en la industria, la agricultura y el comercio, el sistema socialista ha alcanzado una victoria completa […] La dirección del Partido de Lenin-Stalin garantiza nuestro avance en la construcción del comunismo completo», etcétera). El brillante investigador socialista Hal Draper descartó este siniestro artefacto teórico como «un fraude al consumidor» (Draper, 1994, p. 2).

[3] Véase la exasperación de Ash Sarkar, televisada en horario de máxima audiencia, al debatir con Piers Morgan el 12 de julio de 2018, en el programa de ITV Good Morning Britain [Cuando el presentador, Morgan, insistió durante la emisión en la supuesta hipocresía de quienes criticaban ciertas políticas de Trump y no políticas similares de Obama, Ash Sarkar replicó que ella sí lo había hecho, «¡Es que soy comunista, idiota!» (N. del t.)].

[4] Cfr. Findlay, 2009, p. 23. «Al defender aquí la necesidad de leer el Manifiesto, estoy señalando dos cuestiones principales: que la formación de cualquier estudiante serio de la historia, la cultura y la política británica y europea del siglo XIX incluye necesariamente su lectura; y la necesidad de que tanto novicios como expertos lo lean en nuestro tiempo y para nuestro tiempo».

[5] [www.oxfam.org/en/5-shocking-facts-about-extreme-global-inequality-and-how-even-it] (consultado el 4 de noviembre de 2020).

[6] Véase, por ejemplo, [www.jacobinmag.com/2020/10/bolivia-coup-mas-evo-morales-elections-arce-anez] (consultado el 3 de junio de 2021).

[7] La historia de estas diversas ediciones ha sido examinada por Hal Draper, como afirma él mismo, con «excesiva minuciosidad» (Draper, 1994). Draper se basa en el trabajo pionero de Bert Andréas, de cuyo libro fundamental hay una breve traducción al inglés disponible en Andréas, 2013.

[8] Carver, 1998, p. 55. Todo el ensayo es una fascinante investigación sobre las cuestiones referidas a la traducción en general y, en particular, a la traducción de un texto que desde el comienzo se asocia a otra traducción, ampliamente celebrada.

[*] En el original, «Hobgoblin», más cercano, por supuesto, al castellano trasgo o duende, que al fantasma o espectro (N. del t.).

[9] Hobsbawm, 2012, p. 5.

[10] Draper, 1994, p. 31. No obstante, Draper también aclara que los autores tuvieron una menor disposición favorable cuando abordaron el texto de Macfarlane sin conocer su procedencia. Más allá del imprimatur consciente de los autores, varias de las fórmulas que emplea Macfarlane, que suenan más extrañas a oídos modernos, cuentan con elocuentes defensores. Véase, por ejemplo, Black, 2014, pp. xxii-xxvi. Un fascinante ejemplo de los problemas de la traducción está en la discusión alrededor de la traducción de Jonathan Sperber de «Alles Ständische und Stehende verdampft» como «todo lo que existe firmemente y todos los elementos que conforman la sociedad de estamentos se evaporan», en lugar del icónico «todo lo sólido se desvanece en el aire»; la versión de Sperber pretendía ser más apta para indicar «la disolución de la sociedad jerárquica prusiana por obra de las máquinas de vapor de la industria» (Evans, 2013). Según lo expresa un interlocutor, aunque sea «mucho más precisa que la elegante versión a la que pretende reemplazar», la versión de Sperber es «todo sea dicho, francamente horrible» (Jem Thomas, incluido en Evans, 2013). Carver propone la versión definitivamente menos fea: «todo lo feudal e inmóvil se va en humaradas».

[11] Carver, 1998, p. 51.

[12] Esto no agota todos los posibles enfoques, naturalmente. Por ejemplo, quedan pendientes debates de cierta importancia alrededor de la aproximación fascinante del Manifiesto a la cultura, aunque sea muy parcial y defectuosa. Esto desborda las limitaciones de este libro, pero si se quieren consultar análisis perspicaces sobre los puntos de vista del Manifiesto sobre la «literatura mundial» y sus tendencias, véanse por ejemplo Ahmad, 2000, y Santucci, 2001.

1. Sobre el Manifiesto y la forma de manifiesto

«trabajando con una paradoja

definiendo lo inaprensible

visualizando lo invisible

comunicando lo incomunicable»

Agnes Denes, A Manifesto

Un manifiesto acepta la contradicción. No teme a la paradoja. Se deleita en el escándalo. Provoca y porfía; bromea al tiempo que es bastante serio. Oscila entre registros. Como afirma Marjorie Perloff, no es «del todo “teoría” o “poesía”» sino «un espacio entre las modalidades y géneros tradicionales»[1]. Los manifiestos son «frívolos y directos, ásperos y suaves, lógicos y absurdos, materiales e inmateriales, superficiales y profundos […] [e]fímeros y permanentes, serios y ridículos», «textos extremadamente inestables». Y son «teatrales»: «[la] representación es parte de la materialidad del manifiesto»[2].

* * *

Hay manifiestos en todas partes. Han proliferado, especialmente en el campo artístico, desde que iniciara el siglo XX, con el primer estallido modernista de «fiebre de manifiestos», que exigían estridentemente uno u otro enfoque respecto a tal o cual fenómeno[3]. La mayor parte de discusiones sobre esta elección formal se centran en ese tipo de manifiestos artísticos, tomando como fundacional el enormemente fecundo –y profundamente reaccionario– Manifiesto del futurismo, de 1909[*]. Pero no fue el primero: el Manifiesto del simbolismo de Jean Moréas data de 1886, por ejemplo. Y más allá del campo del arte, hay una tradición muy anterior de panfletos religiosos, políticamente revolucionarios y a menudo «revelados» y milenaristas. Y con todas las distinciones reales entre las intervenciones estéticas de las vanguardias y ese tipo de manifiestos tempranos a modo de reivindicación política, también hay una continuidad. Esa simultánea ruptura y continuidad es crucial en el caso del propio Manifiesto comunista.

No fue el único autodenominado manifiesto políticamente radical de su época: seguía la senda marcada por el manifiesto de 1840 del socialista utópico Robert Owen; el Manifiesto de la escuela societaria [sic] de Victor Considerant, de 1841, y su reescritura en 1847 como Manifiesto de la democracia, o el radical Manifiesto de Cracovia por la libertad polaca, de 1846[4]. Pero el Manifiesto comunista fue una evolución y una sorprendente y única materialización de esa tradición previa de panfletos político-religiosos: la creación involuntaria de «un nuevo género» que dio origen al manifiesto artístico[5]. «Cualquiera que hiciera un manifiesto después de Marx», en palabras de alguien que ha investigado sobre esta forma literaria, «tenía al espectro de ese santo de pelo largo flotando cerca»[6]. Con su «No» radical, con su retórica extraordinariamente exigente, su prosa apresuradamente hipnótica, e incluso con su tipografía estridente[7], el Manifiesto comunista ha sido y aún es un arquetipo, «el Ur-manifiesto del periodo moderno»[8].

Su tono declamatorio, «quizás el más descaradamente retórico y extravagante de la prosa de Marx y Engels»[9], resulta inmediatamente evidente para cualquier lector. Por esa razón tendría que ser igualmente patente que el libro es todo menos un conjunto de proposiciones académicas dispuestas juiciosa y prudentemente; y supone una falta de oído musical que sea tratado como tal, generalmente por los críticos, pero bastante a menudo también por quienes simpatizan con él. Se aborda como si sus principios pudieran falsificarse o verificarse a la manera de demostraciones matemáticas. La forma y el estilo de este texto performativo, tan lleno de esa «violencia y precisión» que tiempo después Marinetti consideraría que eran necesarias para todo manifiesto, son de hecho inseparables no solo de las aseveraciones del texto sino también de su proyecto transformador[10]. Desde luego, en su «estilo apocalíptico y poético», el Manifiesto profiere numerosas afirmaciones, pero ese mismo estilo también «sirve a un fin político preciso»[11]. Entonces, arremeter contra el Manifiesto en razón de alguna inexactitud, ¿es un error categorial, como podría serlo comprobar si un eslogan es fácticamente exacto? (Y el error, en ese caso, ¿sería autoevidente?).

Tomemos un ejemplo. Respondiendo a la afirmación del Manifiesto de que la burguesía «genera sus propios sepultureros», Garry Runciman se permite aseverar que «[e]sto, como todo el mundo sabe, resultó ser un error», «falsificado por impredecibles sucesos contingentes» y basado en errores fácticos. Hoy ese contraargumento merece ser investigado, y así se hará en este libro. Pero también debe serlo el contexto y el modo en que se profieren las afirmaciones del Manifiesto. Es decir, que su forma de manifiesto es relevante. Y pone en tela de juicio la triunfalista conclusión de Runciman de que «[n]o hay relectura que pueda alterar o rehuir» el fracaso que percibe en él[12].

Un oficial prepara a las tropas para la batalla. Siguiendo los informes de inteligencia, indica en un mapa el lugar donde podría reunirse el enemigo. Describe el paisaje, traza un plan de ofensiva. Después, intentando inspirar a sus soldados, exclama: «¡Venceremos!». De hecho, aunque el terreno esté bien mapeado, sus informes sobre el paradero del enemigo son poco seguros. Y, en cualquier caso, tiene motivos para creer que la correlación de fuerzas puede estar en su contra. No tendría sentido leer sus afirmaciones de que «este es un tramo de terreno difícil», «aquí se sitúa el perímetro enemigo» y «¡venceremos!» como correctas o incorrectas del mismo modo. Las afirmaciones cumplen funciones diferentes, aunque puedan superponerse. Pero es precisamente un enfoque como este el que caracteriza a gran parte de la discusión en el Manifiesto comunista. En sus páginas, el análisis, la provocación, la advertencia, la ambición y la inspiración son inseparables. Como veremos, el texto se desliza entre registros, presentando políticas, explicando el análisis que conduce a ellas, condenando a los enemigos, expresando esperanzas últimas, deleitándose en el lenguaje; a veces todo ello en una sola y potente frase.

Nada de esto vacuna al Manifiesto frente a la crítica. Tampoco significa que ninguna de sus aseveraciones pueda evaluarse de forma razonable. No queremos tener nada que ver con cierta lectura, celosamente defensiva, según la cual ninguna declaración ofensiva o problemática en el Manifiesto debe interpretarse de manera crítica, sino que debe considerarse una expresión retórica, en lugar de, por ejemplo, una afirmación histórica. Esto sería un caso de teología apologética marxista, que es de todo menos desconocida para la izquierda.

Como cabría esperar de un panfleto escrito apresuradamente, la verdad es que «[p]asajes inconsistentes y concebidos apresuradamente comparten página con ideas brillantes»[13]. La única forma razonable de leer el Manifiesto, o cualquier cosa, es ser tan flexible como el propio texto. Proceder con un rigor que es a la vez solidario y suspicaz, permitiendo áreas grises, incertidumbres y desacuerdos de buena fe. Los errores y falacias que haya deben ser contados como tales, sin inferir que por sí mismos necesariamente dañen al texto de forma irreparable. Debemos esforzarnos por leer con la mayor generosidad posible, y leer sin piedad más allá de los límites de esa generosidad. Tanto los halagos como las críticas implacables deben basarse en la comprensión del funcionamiento del texto; en que realiza tareas distintas y despliega voces distintas, aunque superpuestas[14].

Una de ellas es la voz que intenta reclutar y respaldar a camaradas. Es perfectamente comprensible que nuestro oficial imaginario insista a sus soldados repitiendo que vencerán, por muchas dudas que pueda tener en privado. Y, de hecho, de hacerse correctamente, esa expresión de ánimo aumenta las posibilidades de que sea verdad. Este es el núcleo racional detrás de la descripción de Julian Hanna del manifiesto «como un hechizo mágico […] un discurso/acto performativo que intenta invocar una nueva realidad»[15]. De forma inseparable respecto de los análisis y polémicas que contiene, y antes que nada, el Manifiesto comunista es apremiante, «un toque de generala para ponerse al servicio de la revolución»[16].

El texto es profético, poético, melodramático y trágico: el proletariado «no tiene nada que perder salvo sus cadenas» [4.11]; en la vorágine del capitalismo, «todo lo estamental y estancado se evapora, todo lo sagrado es profanado» [1.18][*]; las corrientes socialistas en competencia portan «abigarrados ropajes, tejidos con los hilos de araña de la especulación, bordados de flores retóricas e imbuidos de un rocío enfermizo» [3.33]; y ahora «la sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea» [1.27][17]. Todo esto, y más, para mostrar que «la sociedad ya no puede vivir bajo [la] dominación [burguesa], lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía ha dejado de ser compatible con la de la sociedad» [1.52]; es decir, para diagnosticar el capitalismo como una siniestra y fallida comedia. Lleno de furia y sarcasmo, así como de admiración por sus enemigos, el Manifiesto exige ser leído en voz alta, para saborear la poesía de sus maldiciones, de sus aliteraciones. Su acumulación de lítotes y encabalgamientos supone una ética del compromiso, al insistir en que sus lectores se unan al movimiento y proyecto que proclama. Este es un acto retórico de reclutamiento que subraya que es necesaria una campaña[18]. Es un acto de habla intervencionista. «Es un manifiesto: en consecuencia, no solo trabaja sobre el material que analiza; también pretende que sus análisis trabajen sobre los lectores»[19]. Y sin duda es esto lo que hace en su declamatoria exigencia final, mayúsculas incluidas, «PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, ¡UNÍOS!» [4.12]; pero lo hace también, digamos, con el pavoneo con el que despacha a los partidarios del capitalismo; «dejemos ya a un lado las objeciones hechas por la burguesía al comunismo» [2.67], al comunicar su total inanidad. Evaluar el éxito del texto debe significar calibrar su impacto, así como la comprensión del mundo a la que llega en su conclusión[20].

¿Cuál es, entonces, la relación entre ese ánimo exhortativo, su vena estilística y sus afirmaciones más sustanciales?

Durante miles de años, una influyente escuela de pensamiento ha contemplado la retórica con profunda suspicacia. En el mejor de los casos superflua e irrelevante para la sustancia de los argumentos, en el peor de los casos ha sido vista como hipnótica y peligrosa; «es artífice», dijo Platón, «de la persuasión que da lugar a la creencia, pero no a la enseñanza sobre lo justo y lo injusto»[21]. Una versión vulgar de este enfoque apuntala un anticomunismo para el cual «[e]n el principio estaba el Manifiesto comunista […] el primer ejemplar de propaganda comunista»[22]. El papel central de las «dotes retóricas de Marx», como dijo hace poco un enemigo implacable del Manifiesto, es atrapar al lector en una obra «estimulante», a pesar del peligro que suponen «todos esos sinsentidos»[23]. En lugar de contemplar la lógica y la retórica bajo un contraste tan marcado, otros críticos entienden de forma bastante más sutil que ambas están «mezcladas» en el Manifiesto, haciendo al texto «más contundente y más conmovedor»[24]. Lo que no significa en absoluto que no alberguen cierta desconfianza sobre su estilo retórico.

Y no son solamente los anticomunistas quienes están preocupados por las distorsiones que genera la retórica. Considérese un debate entre Perry Anderson y Marshall Berman, ambos distinguidos marxistas. En su pugna sobre la relación entre revolución y «modernidad» (que Anderson glosa como algo que no es «ni un proceso económico ni una visión cultural, sino la experiencia histórica mediando entre ambos»)[25] surge una fascinante disputa sobre el exuberante registro literario del Manifiesto. La obra de Berman Todolo sólido se desvanece en el aire es una obra maestra sobre la naturaleza de la modernidad capitalista y en sí misma es una de las investigaciones más líricas sobre el lirismo del Manifiesto, su «melodía de insaciables deseos e impulsos, revolución permanente, desarrollo infinito, creación y renovación perpetua en cada ámbito de la vida; y su antítesis radical, la melodía opuesta de nihilismo y destrucción insaciable, en la que se quiebra y devora la vida; el corazón de las tinieblas, el horror»[26]. Para Berman, detrás de la apurada prosa «luminosa, incandescente» del Manifiesto hay un modernismo proteico que abandera el cambio, y con ello socava un enfoque que también evidencia el texto, a saber, una visión teleológica[27], que sugiere un propósito final o meta de la historia, dando por sentado lo que quiere conseguir e invirtiendo la causalidad, presuponiendo un final específico. Para Anderson, por contra, centrarse en técnicas lingüísticas es correr el riesgo de eclipsar los argumentos concretos del texto. Al evaluar el comentario de Berman sobre la «revolución permanente» de la vida moderna, según está se evoca en el texto, Anderson replica que «“revolución” es un término con un significado preciso: el derrocamiento político, desde abajo, de un orden estatal, y su reemplazo por otro. No se gana nada diluyéndolo en el tiempo, o ampliándolo a todos ámbitos del espacio social. En el primer caso, deviene indistinguible de una mera reforma […] en el segundo caso, queda reducido a una mera metáfora»[28].

Ahora bien: en este punto Berman es consciente de los peligros, y tiende a distinguir su enfoque de un «posmodernismo» despolitizado, más cautivado que crítico con la fragmentación, además de cínico, como suele pensarse al respecto de quien lleva ese adjetivo, respecto al potencial de todo proyecto emancipador. Por el contrario, para Anderson es importante ir más allá de la retórica y optar por «encontrar algún tipo de cierre» en el texto de Marx y Engels[29], y al menos aquí Anderson subestima la complejidad de la tracción y la política que se dirimen en el propio lenguaje. Esta complejidad es especialmente relevante para escritores como Marx, para quienes el estilo es una cuestión de fascinación y atención exigente[30]. Desde luego se puede argüir que en este texto el término «revolución» tiene un sentido particularmente importante, un centro de gravedad. Pero lo que no tiene es un único «significado preciso»[31]. Ningún lenguaje lo tiene, tanto si los escritores son conscientes de ese hecho como si no. Todos los textos son, siempre, en varios grados, contradictorios, multifacéticos, polisémicos[32].

Esto no da licencia para la anarquía epistemológica, según la cual todo vale, sea cual sea la lectura, siempre. Pero sí permite reconocer que ningún texto, cualquiera que sea la intención de su autor (o lector), puede tener un significado simple y singular. Cada texto generará algo así como una maraña de significados y connotaciones, más o menos concentradas alrededor de un núcleo, y más o menos proteicas o estables, según el contexto político, social y lingüístico. Siguiendo una atrevida descripción, en lugar de ser directamente «sobre» algo en particular, cada texto está inevitablemente rodeado de un «vibrante cúmulo de alusiones»[33]. El contexto, el contenido y el alcance de ese cúmulo deben formar parte del análisis. Ciertos escritores, en ciertas situaciones, pueden ir en contra de las frivolidades retóricas, por ejemplo, buscando la especificidad de una notación lógica: el cúmulo de significados razonables de tales textos puede ser menos amplio que con aquellos textos que, digamos, se deleitan con los juegos de palabras y la acción expresiva. Pero un texto con «verdadero» significado es una quimera. El análisis no equivale a un cierre, sino a un intento de discernir significado(s) razonable(s) en proximidad al núcleo de ese cúmulo, y disputar aquellos significados que se alejan demasiado de él.

En este caso, en el Manifiesto la «revolución» seguramente sea, como insiste Anderson, una categoría crucial con un significado específico. Pero los ecos que lo rodean no son irrelevantes ni supererogatorios para ese sentido clave.

El brillante poeta y filósofo venezolano Ludovico Silva reveló el grado en que las metáforas son constitutivas para el texto del Manifiesto, y sin duda para todo el proyecto de Marx. Situó el énfasis en que, si bien las metáforas no pueden confundirse con explicaciones, no son irrelevantes para ellas, y verdaderamente necesitamos una lectura estilística de Marx para reconocer la centralidad de estas expresiones y esa retórica, sin dejar que el análisis las borre[34]. El Manifiesto comunista es rico en lenguaje y en los juegos que le son propios. Está lleno de fantasmas y hechiceros, ropajes hechos de telas de araña y andrajos, enterradores, y cualquier cosa que se pueda decir sobre tales metáforas. Y pace Anderson, no hay nada de «meramente» en ellas. Elegidas para expresar la realidad y la política más vívidamente de lo que sería posible en su ausencia, son constitutivas y perspicaces; y persuasivas.

Hay críticos para quienes los juegos de palabras –lamentablemente– van en contra del rigor. Haciéndose eco de la sospecha de Platón, para ellos no es «por la veracidad de sus argumentos» por lo que el Manifiesto recluta a sus lectores, sino «por medio de sus técnicas retóricas»[35]. Desde luego estas pueden ponerse al servicio de falsedades conscientes, y/o de la barbarie. Pero independientemente de lo que se piense de su retórica, es atronadora la falta de cinismo en los autores del Manifiesto. Marx y Engels, tengan razón o no, están convencidos de sus propias afirmaciones. Y justamente al exponerlas con tanta maestría, buscan que sus aseveraciones sobre el futuro sean más probables.

[1] Perloff, 1984, p. 66.

[2] Hanna, 2014.

[3] Perloff, 1984, p. 65.

[*] La convención generalizada es citar la obra como «Manifiesto del futurismo», que es el título con el que se publicó y difundió el texto en su forma básica de decálogo, aunque con modificaciones, entre el 1 y el 16 de febrero de 1909. En la Gazzetta dell’Emilia (5 de febrero) y Le Figaro (20 de febrero), el décalogo aparece después de un texto introductorio en el que se comentan las circunstancias que dieron origen al movimiento, todo bajo el título de «El “futurismo”». Para dar título a ese texto introductorio, la publicación antológica de 1914, coordinada por el propio Marinetti, I manifesti del futurismo. Lanciati da Marinetti-Boccioni-Carrà-Russolo-Balla-Severini-Pratella-Mdme. De Saint-Point-Apollinaire-Palazzeschi (Edizioni di Lacerba, Florencia, 1914), añadía el término «Fundación»: «Fondazione e Manifesto del futurismo. Pubblicato dal "Figaro" di Parigi il 20 febbraio 1909»; así lo cita C.M.

[4] De hecho, hay una larga lista histórica de acusaciones dirigidas a Marx por haber plagiado supuestamente uno u otro de estos documentos. Para una definitiva valoración de algunas de estas afirmaciones, véase Draper, 1994, pp. 16-19. Harold Laski, en su introducción al Manifiesto de 1948, sugiere que Engels pudo haber buscado un «semiconsciente tributo a la memoria del Manifiesto de los Iguales de Babeuf, de 1796.

[5] Puchner, 2006, p. 11, p. 19 y passim, pp. 11-61. Este es un brillante resumen de las fuentes presentes en el Manifiesto comunista y su influencia en lo que vino después. «El primer documento revolucionario que realmente llevó el título “Manifiesto” lo redactó […] el ala radicalizada de la Revolución puritana, el titulado “A New Engagement, or Manifesto” de los Levellers (1648) […] La palabra “manifiesto” [manifesto] o “declaración” [manifestation] comienza a funcionar como centro de gravedad»; Puchner, 2006, pp. 15-16.

[6] Danchev, 2011, p. xxi.

[7] Perloff, 1984, p. 76: «Marx y Engels habían utilizado títulos en negrita, mayúsculas, series numeradas y aforismos, separados del texto, para captar la atención del lector».

[8] Danchev, 2011, p. xxi. Véase también Berman, 1983, p. 89.

[9] Avineri, 1998.

[10] Véase Perloff, 1984, p. 66. La exigencia de Marinetti, «violencia y precisión», fue en parte un intento, condenado al fracaso, de romper con el pasado radical del Manifiesto.

[11] Silva, 1975, traducción de Núñez. Para otras valoraciones del estilo del Manifiesto, véase Siegel, 1982.

[12] Runciman, 2010, pp. 90-95.

[13] Fleetwood, 2002, p. 211.

[14] Todos los textos son, hasta cierto punto, multívocos, especialmente los manifiestos. El Manifiesto comunista lo es, de forma clara y específica. Al margen de lo que uno piense de su trayectoria posterior, una útil fórmula, desde la generosidad interpretativa, se encuentra en Kautsky, 1904, con su llamamiento a realizar «una crítica […] que no se limite a afirmar cómo algunas frases y expresiones ya no se ajustan al caso; […] una crítica, además, que emprenda la tarea de comprenderlas y comprender también otras frases que hoy están obsoletas, derivando así nuevos conocimientos a partir de ellas».

[15] Hanna, 2014.

[16] Danchev, 2011, p. xx.

[*] Cfr. la nota 10 del autor en la «Introducción», sobre las diferentes traducciones de esta célebre frase del Manifiesto (conocida como «todo lo sólido se desvanece en el aire») y una razonable justificación para la traducción de J. M. Madariaga que se emplea en esta edición (N. del t.).

[17] «Leer el Manifiesto comunista como un melodrama no es denigrar la obra sino situarla con más precisión en su época». Lansbury, 1986, p. 5. Véase también Anker, 2015, para una lectura del Manifiesto como un melodrama escrito para un melancólico reparto de actores que interpretan a la izquierda. Barker, 2016, está convencido de que el Manifiesto sería una especie de tragedia «dialéctica prometeica». Sobre la comedia, véase Holt, 2011, p. 19: «[E]n el Manifiesto comunista, en efecto, Marx y Engels sostienen que el capitalismo –la época de la burguesía– ficcionaliza el mundo, y convierte todas las relaciones, materiales y sociales, espirituales y temporales, en relaciones ficticias. Más específicamente, esa ficcionalización se entiende bajo –o más bien como– un género cómico (a diferencia del género trágico, épico o lírico). Con una diferencia crucial: para Marx y Engels el capital no es humorístico. La risa, profunda y metafísica, que Bakhtin describe como una característica definitoria del carnaval medieval está completamente ausente en el carnaval capitalista, que, como dicen Marx y Engels, sumerge todo en las heladas aguas del «cálculo egoísta». En su útil discusión sobre el intento de Bertolt Brecht de traducir el Manifiesto en verso, Spaethling hace la afirmación, francamente extraordinaria, de que «en su mayor parte, la prosa [del Manifiesto] es seca y académica, un frágil engarce de palabras» (Spaethling, 1962, p. 286). Esta es una opinión extraña y decididamente minoritaria. Para una discusión detallada del poema de Brecht qua poema, y una enormemente admirable traducción al inglés del mismo, véase Suvin, 2020, pp. 62-78 y pp. 51-61.

[18] Bosmajian, 2013, p. 180: «En grandísima medida, Marx utiliza recursos estilísticos retóricos que basan su eficacia no tanto en la lectura silenciosa como en la presentación oral». Para un panorama de algunas de las estrategias lingüísticas empleadas específicamente en el texto, véase Yelland, 1997.

[19] Močnik, 2018, p. 498.

[20] Puchner despliega de un modo que puede ser valioso la famosa teoría de actos de habla de J. L. Austin (que excluía el género teatral) haciendo referencia a la teoría del «dramatismo» de Kenneth Burke, para aclarar cómo el Manifiesto intenta hacer lo que hace (Puchner, 2006, pp. 23-27). Refiriéndose también a Austin, Jason Barker señala que la última línea del texto, «¡Trabajadores de todos los países, uníos!» es en parte un acto de habla, dado que «No había ninguna organización internacional de trabajadores –es decir, ningún “público” ya dado y consolidado– a quien dirigir esta exhortación. Marx y Engels intentan materializar, o justamente “unificar”, a su destinatario –es decir, al proletariado– a través del acto de proferir esa afirmación» (Barker, 2016, p. 321).

[21] Del Gorgias de Platón, en [www.gutenberg.org/files/1672/1672-h/1672-h.htm] (consultado el 28 de enero de 2022). [Empleamos la edición castellana de Gorgias, 455a, en Platón, Diálogos, II, trad. de J. Calonge, Madrid, Gredos, 1983, p. 36 (N. del t.)].

[22] Clews, 1964, p. 31.

[23] Schwartz, 2016.

[24] Bosmajian, 2013, p. 177. En sí mismo, por supuesto, este no es ningún argumento a favor o en contra del rigor analítico que acompaña al gesto retórico.

[25] Anderson, 1984, p. 97. Véase también la ganadora respuesta de Berman a Anderson, en Berman, 1984.

[26] Berman, 1983, p. 102.

[27]Ibidem, p. 91.

[28] Anderson, 1984.

[29] Gavin, 1989, p. 278 y pp. 275-278.

[30] En palabras de Wilhelm Liebknecht, «Marx concedía un valor extraordinario a la expresión pura y correcta; y veía en Goethe, Lessing, Shakespeare, Dante y Cervantes, a quienes leía todos los días, a sus más grandes maestros. Mostraba la más escrupulosa minuciosidad con respecto a la pureza y corrección en el habla» (citado en Bosmajian, 2013, p. 175). Podríamos debatir la elección del término «pureza» aquí, pero es patente la extrema atención que Marx presta a la plasmación literaria de sus ideas. Prawer llama la atención sobre el cáracter de cámara de eco que tiene el texto, en el que se multiplican las capas de sentido, y las «imágenes extraídas de la literatura oral y escrita, de los libros y de la representación teatral» (Prawer, 1978, p. 138).

[31] Como dice Gavin, «Anderson invoca un cierre simplemente mediante la afimación de que al menos algunas palabras sí tienen un significado unívoco» (Gavin, 1989, p. 283).

[32] «No existen textos que sean distintiva y específicamente semióticos […] todos los textos contienen partes semióticamente relevantes». Broekman y Backer, 2015, p. 21.

[33] Para una breve discusión de este modelo, véase [raptorvelocity.substack.com/p/the-vibrating-aboutness-cluster] (consultado el 21 de octubre de 2020). [La expresión en inglés es «vibrating aboutness cluster»: «aboutness», pese a su uso habitual en el inglés ensayístico, especialmente en la filosofía contemporánea, no tiene traducción asentada en castellano que prescinda de perífrasis aparatosas, como «carácter de ser acerca de algo externo», neologismos como «acerquidad» o traducciones muy parciales o técnicas como «direccionalidad» o «intencionalidad». Optamos por una traducción menos literal (N. del t.)].

[34] Silva, 1975. Estoy en deuda con Paco Brito Núñez por su traducción inédita.

[35] Martín, 2015, pp. 65-66. En otros puntos, Martin es más juicioso, y ve una colaboración entre lógica y retórica en el Manifiesto: «Verse convencido por un documento como este no significaba simplemente que a uno se le presentaran razones como a un intelectual, sino también que se le reclutara para unirse a las filas de una posición autorizada e insistente, a partir de la cual pudiera vislumbrarse un proyecto político distinto y separado» (pp. 65-66).

2. El Manifiesto comunista en su época

«El grueso del conocimiento del mundo es una construcción imaginaria».

Helen Keller, The World I Live In.

A LA SOMBRA DE LA REVOLUCIÓN, A LA SOMBRA DE LAS REVOLUCIONES

El Manifiesto se publicó en febrero de 1848, justo en la víspera de una revuelta revolucionaria que sacudió Europa. En los sesenta años que precedieron a ese momento, Europa y las Américas se habían caracterizado por lo que a veces se denomina «revolución dual»: los acontecimientos y efectos de la revolución en Francia entrelazados con las revoluciones industriales en Gran Bretaña y otros lugares. Ambas, a su vez, consumaban la honda transformación en las ideas políticas y científicas que se venía gestando desde el siglo XVII y que conocemos como Ilustración[1].

Propagándose desde Gran Bretaña, la Revolución industrial transformó la organización económica, con nuevas técnicas y fuentes de energía, nueva tecnología productiva y de transporte, y también con la proliferación de fábricas, que concentraban en un mismo lugar trabajo humano y maquinaria. Una gran parte de la población europea aún trabajaba en la agricultura, aunque bajo un régimen que ya estaba cambiando, a medida que la creciente clase obrera industrial –el proletariado– rápidamente pasaba a ser de importancia central para la economía. Por lo general, vivían y trabajaban en condiciones espantosas, llegando inevitablemente a un duro conflicto con los jefes y los propietarios, para los cuales extraían ganancias. Como era de esperar, esto llevó a un aumento del activismo político.

Mientras tanto, la gran Revolución francesa de 1789-1794 aún era un recuerdo reciente. Este convulso derrocamiento del poder había reemplazado un sistema de monarquía absolutista y servidumbre campesina por una nueva república, que proclamaba la libertad, la igualdad y la fraternidad, dejando atrás las ya anticuadas «virtudes» feudales como eran la jerarquía, la estabilidad y la obediencia[2]. Las presiones y peleas políticas intestinas, junto a los intentos de destruir la Revolución por parte de otras monarquías europeas, determinaron la trayectoria anómala del nuevo régimen. Pronto cayó bajo el mando contradictorio del autoproclamado emperador Napoleón Bonaparte, que defendió ciertos avances legales y económicos de la Revolución a la vez que limitaba los derechos políticos y enviaba a sus ejércitos por todo el mundo para construir un imperio en beneficio de la Francia burguesa. Tras su derrota en 1815 a manos del Reino Unido y los regímenes reaccionarios y autocráticos de lo que entonces se conoció como «Santa Alianza» –Rusia, Prusia (en lo que ahora es Alemania) y Austria–, Francia pasó brevemente por el régimen monárquico retrógrado de Carlos X. En poco tiempo, tras tres días de barricadas y luchas callejeras, la Revolución de julio de 1830 sustituyó su reinado por el de Luis Felipe de Orléans, el último monarca francés. Conocido como el «rey burgués», su monarquía constitucional se caracterizó por las camarillas, la corrupción y la venalidad, y consolidó el poder político de la clase media propietaria.

Apenas se proclamaron triunfalmente, esas ideas radicales de la Revolución, liberté, égalité y fraternité, chocaron con los rígidos muros de la propia sociedad burguesa. Al margen de lo que algunos de sus defensores radicales hubieran creído o querido, el motor fundamental de esa sociedad era –y es– la maximización de las ganancias, y el poder erigido sobre ellas. Esto no quiere decir que aquellos ideales que profesaban sus partidarios, o que decían profesar, fueran completamente arbitrarios, sin ninguna relación estructural con ese modo de organización social. Y tampoco eran –ni son– la fuerza motriz de la sociedad, sino parte de una ideología organizadora que le es funcional, sobre la base de una acumulación que se predica e impone con una violencia feroz y bárbara. Lo más evidente, como señala el gran C. L. R. James, es que «la trata de personas y la esclavitud eran la base económica de la Revolución francesa»[3]. Esa sociedad burguesa era, y todavía es, refractaria a cualquier cambio que pueda poner en peligro la maximización de las ganancias, o que amenace la estabilidad de la que dependen tales ganancias, y por tanto el poder. Esta estabilidad no solo podía albergar opresión y represión sino que se reforzó en parte gracias a ambas, a pesar de las proclamas de libertad e igualdad. A las mujeres, por ejemplo, no se les concedía el sufragio. Con la Ley del 20 de mayo de 1802, Napoleón Bonaparte anuló la ley anterior del 4 de febrero de 1794 que había abolido la esclavitud en las colonias francesas[4]. Leyes racistas y reaccionarias tan atroces como estas, y las normas sociales que expresaban, nunca fueron simplemente un atavismo político lamentable, un «mero» atraso: dejaban claras ciertas prioridades efectivas del republicanismo y el liberalismo realmente existentes[5].

Pero esos ideales liberales tampoco eran simples mentiras. De hecho, sus significados siempre estuvieron en disputa. Por un lado, como dice James, se desplegaron «con la delicadeza y habilidad de un maestro de esgrima»; fueron proclamados –y ampliados, radicalizados y transformados en fuerza material– por grandes revolucionarios que se rebelaron contra la opresión, como Toussaint Louverture durante el levantamiento de los esclavos haitianos y la revolución de 1791-1804. En una carta de 1792, Louverture proclamó: «Que la sagrada llama de la libertad que hemos conquistado guíe todos nuestros actos. Salgamos a plantar el árbol de la libertad, rompiendo las cadenas de aquellos de nuestros hermanos todavía cautivos bajo el vergonzoso yugo de la esclavitud. Pongámoslos bajo la égida de nuestros derechos, el imperceptible e inalienable derecho de los hombres libres». Al mismo tiempo, estos ideales también fueron proclamados por quienes traicionaron a los esclavos insurgentes a cambio de conservar el poder y la propiedad. En un extraordinario poema de 1804, «Elogio de Surinam», el escritor y comerciante holandés-surinamés Paul François Roos dejó meridianamente claro hasta qué punto la «libertad» podía ser inseparable de su opuesto. «¡Enseña a tus hijos […] a levantar templos en alabanza de la libertad!», exhortaba al lector, antes de predecir con entusiasmo que «la costa de África […] ¡Nos servirá de almacén, repleto de robustos esclavos!»[6].

Aunque estas ideas fueran contradictorias y complejas, y estuvieran en disputa, a medida que se propagaban con el avance de los ejércitos franceses, los partidarios de la Santa Alianza se opusieron a ellas. Al margen del significado que adoptaran en diferentes contextos, la difusión de las ideas republicanas en esta época turbulenta planteó cuestiones como la libertad de expresión y de prensa, la liberación de las naciones bajo el colonialismo, la consolidación de los fracturados regímenes posfeudales, los derechos y condiciones de los trabajadores y, de forma crucial, la propia democracia. Todos estos fueron temas enormemente controvertidos e importantes. Inspiraron la agitación popular y fueron centrales en turbulentas luchas populares.

En Europa, la década de 1840 fue una época de crisis económica y política, de malas cosechas y terribles privaciones. Durante estos «hambrientos años cuarenta», las hambrunas y la cruel negativa de los gobiernos a aliviar el hambre causaron más de un millón de muertos, muchos de ellos en la colonia británica de Irlanda[7]. A partir de la década de 1830, en Inglaterra se dio la mayor expresión organizada de oposición radical; un grupo independiente de clase trabajadora, los cartistas, exigieron, entre otras cosas, el sufragio universal masculino. Pero en todo el continente, y más allá, proliferaron también grupos de oposición de republicanos radicales situados más a la izquierda, conformando toda una masa de asociaciones y clubes, a menudo ilegales; con frecuencia, incluían también a trabajadores alemanes emigrados a París, Bruselas, Ginebra y Londres. Se trataba de entornos considerablemente más liberales que aquellos de los que habían huido los refugiados, en los que ahora podían aprovechar ciertas libertades sociales[8]. En su esperanza de derrocar una sociedad injusta, muchos de estos grupos conspiraron siguiendo los modelos románticos de las organizaciones secretas. Este linaje descarado y audaz se reflejó en el carácter poético, elusivo y alusivo de algunos de sus nombres: la Sociedad de las Familias; la Sociedad de las Estaciones; la Liga de los Proscritos.

En 1834, los trabajadores alemanes de París formaron el Bund der Geächteten, la Liga de los Proscritos. En su punto álgido, esta organización tuvo menos de 200 miembros. En tres años, estos proscritos habían sucumbido a las tendencias escisionistas propias de los grupos de disidentes políticos y gran parte de su militancia más obrera se separó, bajo el liderazgo de Wilhelm Weitling, y formó el comunista Bund der Gerechten, de inspiración religiosa: era la Liga de los Justos.

Fue esta Liga de la Justicia la que sería central para la creación del Manifiesto comunista.

MARX Y ENGELS

Para cuando empezaron a colaborar en la redacción del Manifiesto, Marx y Engels se habían afianzado ya como figuras destacadas de los movimientos radicales. Esta fue, en gran parte, la razón por la que la Liga de los Justos les ofreció el encargo de escribir el texto de ese documento que sobreviviría al Bund der Gerechten para toda la posteridad.

Marx nació en 1818 en Trier; Engels en 1820 en Barmen, ambas en Renania. Ahora son ciudades alemanas o forman parte de otras ciudades, pero en aquella época no existía la entidad política «Alemania». Si acaso existía la Confederación Alemana, nacida del Congreso de Viena de 1815; esta era un coágulo de cuarenta y un estados y otros pequeños estados [Kleinstaaterei] con diversos grados de poder, forma política, desarrollo económico y ambiente cultural. Entre ellos, Renania era algo inusual. Era una provincia de Prusia, una de las grandes potencias autoritarias y neoabsolutistas de la Santa Alianza, muy diferente de la república burguesa de Francia, y tierra baldía para los anhelos liberales o democráticos[9]. No obstante, hasta 1813 la propia Renania había estado bajo el control de Napoleón y su cultura había recibido la influencia de las ideas revolucionarias francesas, con lo que era considerablemente más liberal e intelectualmente abierta que la media prusiana.

La de Marx era una acomodada familia liberal de origen judío, aunque su padre se había convertido estratégicamente al protestantismo cuando Renania volvió a estar en manos prusianas, bastante reaccionarias y oficialmente antisemitas. Como estudiante, Marx hijo se acercó con entusiasmo a las ideas y ambientes radicales, y a la poesía, dejando en segundo lugar sus estudios de Derecho. En 1836 se trasladó de Bonn a la Universidad de Berlín, donde quedó fascinado por las notoriamente complejas y abstrusas obras del gran filósofo G. W. F. Hegel.