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Amor en la nieve Jennie Lucas Sucumbió ante su seducción… ¡Y se quedó embarazada de un griego! La novia del sultán Kate Hewitt Destinada a complacer a un hombre. El legado de una venganza Cathy Williams Exigiendo venganza… en el dormitorio. El placer de tenerte Chantelle Shaw Resistirse a su nuevo jefe era lo primero de su lista…
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Seitenzahl: 743
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 145 - agosto 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-930-4
Portada
Créditos
Amor en la nieve
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
La novia del sultán
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
El legado de una venganza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
El placer de tenerte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ARES KOURAKIS!
A pesar de la música, el sonido de su nombre se oía cada vez más fuerte. Por fin, el atractivo y famoso multimillonario griego, había ido a Star Valley.
Ruby Prescott puso una mueca al ver que mucha gente hacía comentarios y miraba asombrada hacia la zona VIP de la discoteca. ¿Un multimillonario atractivo? Sí, claro. Según su experiencia, todos los multimillonarios eran feos. Al menos en personalidad. Ningún hombre se hacía rico sin corromperse.
No obstante, ella tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Ruby estaba trabajando como camarera, después de haber impartido clases de esquí a niños y trabajado como dependienta en una tienda de ropa. No podía parar de bostezar, y todavía le quedaba una noche entera de trabajo por delante. Tratando de espabilarse, se puso a servir copas.
–Ares Kourakis. ¿Puedes creer que finalmente ha venido? –preguntó Lexie, otra de las camareras.
–Sería estúpido que no viniera, después de haberse comprado una casa aquí –Ruby había trabajado en el equipo de limpieza que preparó la casa seis meses atrás, justo después de que el hombre la comprara por treinta millones de dólares. Ruby sirvió otra cerveza y preguntó–: De todos modos, ¿qué tipo de nombre es Ares?
–Es tan rico y tan atractivo que puede tener el nombre que quiera. ¡Yo me convertiría en la esposa de Ares Kourakis sin pensarlo! –mirando hacia la esquina de la barra, Lexie se ahuecó el cabello–. ¡Tengo mucha suerte de que se haya sentado en mi zona!
–Mucha suerte –contestó Ruby con ironía–, puesto que he oído que acaba de romper con su novia.
–¿De veras? –Ruby se desabrochó otro botón de la blusa y se apresuró hacia la zona VIP.
Ruby continuó sirviendo copas detrás de la barra. El Atlas Club estaba lleno esa noche. Era la última noche del festival de cine de marzo y la ciudad estaba más llena de lo habitual.
No era extraño que hubiera multimillonarios en Star Valley, una estación de esquí situada en las montañas de Idaho. La temporada más frecuentada era la Navidad, cuando los ricos llevaban a sus familias a esquiar. Sin embargo, Ruby era consciente de que, igual que no había copas gratis, tampoco había príncipes azules. Cuanto más rico y ambicioso era un hombre, más oscura era su alma.
Otra camarera se acercó a la barra y dijo:
–Tres mojitos, uno sin azúcar.
Ruby suspiró. Se dio la vuelta para preparar los cócteles y, vio a una mujer rubia con un vestido rojo tratando de pasar inadvertida por delante de la barra.
–¿Ivy? –dijo Ruby con incredulidad.
Su hermana de diecinueve años la miró.
–Um. Hola, Ruby.
–No puedes estar aquí. ¡Eres menor de edad! ¿Cómo has entrado?
La hermana se sonrojó.
–Yo… Le dije a Alonzo que tenía que hablar contigo porque mamá había tenido una emergencia.
–Mamá…
–Está bien. Te lo prometo. Estaba dormida cuando me marché –Ivy enderezó los hombros–. He oído que Ares Kourakis está aquí.
Oh, no. Su hermana pequeña también.
–¡No hablas en serio!
–Sé que piensas que solo soy una niña, pero tengo un plan –Ivy alzó la barbilla–. Voy a seducirlo. Lo único que tengo que hacer es agujerear el preservativo para quedarme embarazada y que se case conmigo. Así se acabarán nuestros problemas.
Ruby miró a su hermana boquiabierta. No podía creer lo que estaba oyendo.
–No.
–Funcionará.
–¿Te arriesgarías a quedarte embarazada de un hombre que no conoces?
–Tengo la oportunidad de conseguir todo lo que siempre he deseado, y voy a aprovecharla. Al contrario que tú, que te pasas el día hablando de tus grandes sueños, ¡pero no haces nada! ¡Eres una cobarde! Voy a vivir la vida de mis sueños –continuó Ivy–. Dejaré de preocuparme por las facturas. Tendré joyas y viviré en un castillo –miró a su hermana–. Quizá tú has abandonado tus sueños, Ruby, pero yo no.
Cinco años más joven que Ruby, Ivy siempre había sido la niña mimada de la familia. Sin embargo, al verla con ese vestido rojo ajustado y los zapatos de tacón, Ruby se dio cuenta de que su hermana se había convertido en una bella mujer. Quizá tuviera la oportunidad de llevar a cabo su terrible plan.
–No lo hagas –le dijo–. No puedo permitir que lo hagas.
–Intenta detenerme –dijo Ivy, y desapareció entre la multitud.
Durante un momento, Ruby se quedó paralizada. El agotamiento, el shock y el miedo siempre estaban presentes desde que conocían el diagnóstico de su madre.
El plan de Ivy para casarse con Ares Kourakis solo podía ser una broma.
–Espera –dijo Ruby, y comenzó a seguirla. Solo consiguió chocarse con otra camarera y tirar una botella de vodka de la estantería al suelo. Mientras la otra camarera blasfemaba en voz alta, Ruby oyó que los clientes se reían y aplaudían a modo de burla.
–¿Qué te pasa? –le preguntó la compañera.
Con el corazón acelerado, Ruby agarró la escoba y barrió los cristales del suelo. Después, se volvió hacia Monty y dijo:
–Cúbreme.
–¿Qué? ¿Estás loca? No puedo ocuparme de toda…
–Gracias –respirando hondo, se dirigió hacia la esquina más oscura del bar. Al recordar las palabras de su hermana, se estremeció.
«Lo único que tengo que hacer es agujerear el preservativo para quedarme embarazada y que se case conmigo».
Enderezando los hombros, Ruby se dirigió hacia la zona VIP y vio que su hermana estaba sentada en la mesa de Ares Kourakis.
De pronto, el multimillonario se volvió, como si hubiese notado la mirada de Ruby.
Sus ojos oscuros brillaban en la oscuridad. Ella se estremeció. Incluso el nombre de aquel hombre resultaba tremendamente sexy.
¿Qué le pasaba? Se preguntó al ver cómo había reaccionado su cuerpo. Los rumores sobre él eran ciertos. El hombre era muy atractivo. ¿Y qué? Eso solo significaba que sería todavía más egoísta. Y despiadado.
No podía permitir que él destrozara la vida de Ivy, y de su posible bebé.
Apretando los dientes, avanzó hacia delante.
Ares Kourakis, un multimillonario de treinta y seis años, único heredero de la fortuna de la familia Kourakis y el playboy más famoso del mundo, estaba aburrido.
Incluso allí, en unas montañas de Norteamérica, estaba aburrido junto a una copa de whisky.
Todas las mujeres de las discotecas eran iguales, y aunque sus ojos fueran marrones o azules, negros o verdes, todos brillaban de la misma manera, demostrando que estaban dispuestas a hacer lo que fuera para poseerlo.
Su dinero. Su estatus. Su cuerpo.
Esto último, nunca le había importado demasiado a Ares. Normalmente, él se aprovechaba de todo lo que le ofrecían y no se sentía culpable. Las mujeres cazafortunas sabían bien lo que hacían. Confiaban en seducirlo a través del sexo para conseguir matrimonio. Él sabía bien cómo jugar el juego. Disfrutaba de los placeres sensuales cuando se los ofrecían y se olvidaba de ellos con rapidez.
Había estado tan ocupado durante el invierno, viajando constantemente para conseguir el control de una nueva empresa que ni siquiera había sido capaz de visitar el lujoso chalé que se había comprado meses antes en Star Valley. Esos días coincidía que su pareja, Poppy Spencer, le había pedido que la acompañara al Festival de Cine de Star Valley, donde iban a presentar su primera película. Era un monólogo de tres horas grabado en blanco y negro, que Poppy consideraba una gran película.
Poppy se había quedado destrozada cuando la noche anterior el público criticó, e incluso abucheó, su película. Después de llorar un buen rato en el chalé, ella le pidió que la llevara a Nepal en avión, ya que allí podría desaparecer para siempre.
Cuando Ares se negó a dejarlo todo para llevarla a Nepal, ella lo acusó de no apoyarla en sus sueños y rompió con él antes de marcharse. Ares se quedó en Star Valley. Había llegado hacía poco y apenas había pasado tiempo en su casa nueva. Ni siquiera había tenido la oportunidad de practicar snowboard antes de viajar a Sídney al día siguiente por un tema de negocios.
De pronto, Ares se alegró de que se hubiera marchado. Llevaba aburrido mucho tiempo. No solo con Poppy, sino con todo. Había pasado los últimos catorce años convirtiendo el imperio que había heredado a los veintidós años, en una empresa mundial que vendía y transportaba todo tipo de cosas. Kourakis Enterprises era el amor de su vida, pero incluso su empresa se había convertido en algo poco atractivo.
Ares trató de no pensar en ello. Había pasado todo el día en la montaña, pero ni siquiera lo había disfrutado tanto como pensaba que lo iba a disfrutar, y había terminado el día más enfadado de lo que lo había empezado.
Así que esa noche había decidido salir. Pensaba que quizá su humor mejoraría después de un encuentro apasionado con una mujer atractiva a la que no tuviera que volver a ver.
No obstante, mientras miraba a la mujer rubia que le contaba una larga y aburrida historia, Ares supo que se había equivocado. Debía marcharse. E incluso salir hacia Sídney esa misma noche. Al día siguiente, le diría a Dorothy que pusiera en venta el chalé de la estación de esquí.
–Disculpa –dijo él. Dejó dinero sobre la mesa para pagar la copa y comenzó a levantarse.
Entonces, se quedó paralizado. Al otro lado del bar, estaba ella.
El tiempo parecía haberse detenido y un escalofrío recorrió su cuerpo. La música, las luces, la gente… Todo pasó a segundo plano.
Aquella mujer era una diosa.
Tenía el cabello oscuro y sus ojos eran negros y grandes, con espesas pestañas. Sus labios, con forma de corazón y de color rojo intenso.
Iba vestida con una blusa de cuadros sin mangas y unos pantalones vaqueros. Ambas prendas resaltaban las curvas de su cuerpo.
Aquella diosa se dirigía directamente a su mesa y él notó que se le secaba la garganta.
El guardaespaldas la detuvo en la escalera.
La mujer rubia que estaba en su mesa seguía hablando sin parar. Él se había olvidado de que estaba allí.
–Debes irte –le dijo.
–¿Irme? –la mujer puso una amplia sonrisa–. ¿Quieres decir, a tu casa?
Sin escucharla, Ares le hizo un gesto al guardaespaldas para que dejara pasar a la mujer morena.
La mujer avanzó hacia Ares y él se fijó en su manera de mover las caderas. ¿Qué era lo que le resultaba tan atractivo?
Fuera lo que fuera, el aburrimiento pasó a segundo plano. Todo su cuerpo había reaccionado al verla.
No obstante, la mujer apenas lo miró a él, sino que se volvió hacia la chica rubia que estaba en la mesa.
–Ya está bien. Vamos.
–¡No puedes mandar sobre mí, Ruby! –contestó la chica.
«Ruby», un bonito nombre de cuento de hadas para una mujer que parecía una princesa descarada capaz de tentar a cualquier hombre para que se comiera una manzana envenenada. Ares hizo todo lo posible para contenerse y no levantar a la otra chica de la silla.
–Has de marcharte –le dijo con amabilidad–. Estaría encantado de pagarte las copas, pero…
–¿Copas? –Ruby lo miró enfadada–. Mi hermana es menor de edad, señor Kourakis. ¿Cómo se atreve a ofrecerle alcohol?
–¿Su hermana? ¿Menor de edad? –Ares miró a la chica rubia y después a Ruby–. ¿Para eso ha venido hasta aquí?
Ruby frunció el ceño.
–Créame, le estoy haciendo un favor, señor Kourakis. Ivy tenía la maravillosa idea de seducirlo para que se casara con ella.
Ares se quedó boquiabierto al oír que hablaba con franqueza.
–¡Cállate! –exclamó la chica–. ¡Lo estás estropeando todo!
–Quiere casarse con un millonario. Cualquier millonario valdría –miró a Ares–. Por favor, discúlpela por ser tan estúpida. Solo tiene diecinueve años.
Su forma de mirarlo indicaba todo lo que no decían sus palabras.
«¿Qué clase de hombre de su edad saldría con una adolescente?»
Ella provocó que se sintiera como un viejo, con solo treinta y seis años.
–¡Te odio! –exclamó la mujer rubia.
–Ivy, vete a casa antes de que le pida a Alonzo que venga a sacarte a la fuerza.
–¡No te atreverías! –exclamó Ivy–. ¡Está bien! –espetó poniéndose en pie para marcharse.
–¡Y ni se te ocurra contarle a mamá lo que pensabas hacer! –le gritó Ruby antes de volverse hacia Ares–. Siento la interrupción, señor Kourakis. Buenas noches.
Cuando se disponía a marcharse, él la agarró por la muñeca.
Tenía la piel muy suave y Ares notó que una ola de calor lo invadía por dentro. También percibió que, al tocarla, ella respiró hondo.
Ares la miró.
–Espera.
–¿Qué quiere?
–Tómate una copa conmigo.
–No bebo.
–Entonces ¿qué estás haciendo en un bar?
–Trabajar. Soy camarera.
¿Trabajaba para ganarse la vida? Se fijó en sus manos.
–Tomate unos minutos. Tú jefe lo entenderá.
–No –contestó ella, mirándolo a los ojos.
Ares frunció el ceño.
–¿Estás disgustada porque estaba hablando con tu hermana? No me interesa.
–Bien –retiró la mano para soltarse–. Por favor, discúlpeme.
–Espera. ¿Te llamas Ruby? Ruby, ¿qué más?
Mirando hacia atrás, ella soltó una risita y él se estremeció.
–No tiene sentido decírselo.
–Pero tú sabes mi nombre.
–No porque quiera. Todo el mundo habla de usted. Al parecer es un buen partido –dijo con ironía.
Ares nunca había recibido un comentario así por parte de una mujer. Intentó comprenderlo.
–¿Estás casada?
–No.
–¿Comprometida?
–Estoy trabajando –comentó ella, como si él no supiera de qué hablaba–. Y las camareras necesitan que les pase las comandas.
Ares la miró.
–¿De veras prefieres trabajar que tomarte algo conmigo?
–Si no sirvo copas, disminuirán las propinas de todas las demás. Y dificultará que puedan pagar el alquiler. No todo el mundo tiene una casa de treinta millones de dólares pagada en efectivo.
Así que se había fijado en su casa. E incluso sabía el precio.
–La mayor parte de las mujeres dejarían su trabajo para pasar una noche conmigo…
–Pues tómese una copa con una de ellas –dijo Ruby, y se marchó sin mirar atrás.
Ares se quedó unos minutos sentado y en silencio. Estaba solo en la mesa y apenas oía el ruido de la música, ni veía a las mujeres que paseaban y bailaban de forma provocadora delante de él. Miró a Georgios y vio que él hacía una mueca. Exactamente lo que Ares estaba pensando. La misma música, el mismo local, la misma gente.
Con una excepción. ¿Quién era Ruby y por qué no podía imaginarse una noche que no terminara con ella en su cama?
–Puedes marcharte –Ares le dijo a Georgios después de ponerse en pie.
Su guardaespaldas sonrió.
–¿Quiere que deje el coche?
–Encontraré manera de irme a casa. Dile al piloto que quiero marcharme a primera hora de la mañana.
–Por supuesto. Buenas noches, señor Kourakis.
Ares atravesó el local, sorteando a la gente que se echaba a un lado para dejarlo pasar. Los hombres lo miraban con envidia, las mujeres con deseo. Él solo tenía un objetivo. Cuando llegó a la barra, Ruby lo miró desde donde estaba sirviendo una copa.
–¿Qué hace…?
–Dime tu apellido.
–Se apellida Prescott –dijo otra camarera–. Ruby Prescott.
–Un bonito nombre –comentó Ares, ladeando la cabeza.
–No creo que pueda ser muy crítico –soltó ella–. ¿Qué clase de padres le pondrían a su hijo el nombre del dios griego de la guerra?
–Mis padres –dijo él, y cambió de tema–. Me he aburrido del whisky. Me tomaré una cerveza.
Ella pestañeó sorprendida.
–¿Una cerveza?
–La que tengas en el grifo.
–¿No quiere un whisky caro? ¿Solo una cerveza normal?
–No me importa lo que sea, mientras me tome una copa contigo.
Ruby frunció el ceño y le sirvió la cerveza más barata de la barra.
Él agarró el vaso y dio un largo trago. Se limpió la espuma de los labios y dijo:
–Deliciosa.
Ella frunció el ceño y se volvió, moviéndose por la barra y poniendo copas a toda velocidad. Ares la observó mientras trabajaba. Sus senos eran espectaculares, pero todo lo demás también. Nunca había visto una mujer con esas curvas, y su trasero provocó que su mente se llenara de imágenes eróticas.
Aunque no solo eran sus curvas. Ruby Prescott tenía otros encantos sutiles. Sus pestañas, largas y espesas, se movían rápidamente sobre su piel pálida. El temblor de sus labios, rojos como el rubí. A menudo, ella se mordía el labio inferior, como concentrándose mientras trabajaba. Él se fijó en su melena larga y oscura. En la curva de su hombro desnudo. En el brillo enfadado de sus ojos. De pronto, ella lo miró de forma acusadora.
–¿Por qué hace esto? ¿Le parece un juego?
–¿Por qué? –preguntó él, bebiendo un poco de cerveza–. ¿Lo es para ti?
–Si cree que me estoy haciendo la dura, se equivoca –se colocó delante de él y dijo–: Para usted, soy imposible de conseguir.
Su expresión era feroz y sus ojos oscuros brillaban como una tormenta en el océano oscuro. Él estaba seguro de que no era consciente de su belleza. Y, al contrario del resto del mundo, no estaba impresionada por su presencia.
En ese momento, Ares supo que tenía que poseerla.
Esa noche. Costara lo que costara.
La poseería.
QUÉ PRETENDÍA aquel estúpido multimillonario griego?
Ruby sintió que se ponía tensa cuando se giró para servir una copa. Notaba que él la estaba mirando de arriba abajo.
No podía imaginar por qué un hombre como Ares Kourakis se estuviera fijando en ella. Podría estar con cualquiera de las mujeres que había allí… Estrellas de cine que habían ido al festival o esquiadoras… Era imposible que estuviera interesado en una chica corriente, como Ruby. No obstante, ¿por qué estaba en la barra mirándola mientras se tomaba la peor cerveza del mundo?
A ella no se le ocurría ninguna otra razón. La gente empezaba a darse cuenta también. Monty y el resto de las camareras no paraban de intercambiarse miradas.
Ruby se volvió hacia él enfadada.
–En serio, ¿cuál es su problema?
Ares la miró fijamente.
–Tú.
–¿Yo? ¿Qué he hecho?
–Eres la mujer más deseable del local. Me fascinas.
Ruby percibió deseo en su mirada y, de pronto, una ola de calor recorrió su cuerpo.
Lo miró y se fijó en su mentón cubierto de barba incipiente y en su cabello corto, oscuro y rizado. Ella era consciente de su presencia y eso la incomodaba. Igual que la sensación repentina de que le flaqueaban las piernas.
Esa sensación era el resultado de que él la hubiera mirado, diciéndole que era deseable. Ella había pensado que nunca caería bajo los encantos de un hombre rico, ya que era demasiado inteligente.
¿Y lo era? A pesar de no haber bebido nada, tenía la sensación de estar un poco mareada. Era como si estuviera viviendo un sueño, aunque estaba despierta.
Aquel hombre, tan atractivo, arrogante y rico, apenas se había esforzado, pero había provocado que a ella le temblara todo el cuerpo.
¿Qué diablos le pasaba?
¿Y qué le pasaría si él la acariciara?
¿Cómo sería si él retirara la mano de la barra del bar y le acariciara la mejilla? ¿Y si deslizara sus dedos por el cuello o le acariciara los senos?
Ruby notó que sus pezones se ponían turgentes bajo la tela del sujetador y que se le formada un nudo en el estómago. Se apoyó en la barra para estabilizarse.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó con voz temblorosa.
Él posó la mirada sobre sus labios y sonrió.
–Baila conmigo.
–No.
–¿Por qué no?
«Nunca creas nada de lo que te diga un hombre rico», recordó las palabras de su madre. «Todos son unos mentirosos. Y unos ladrones».
Respirando hondo, Ruby enderezó los hombros y trató de mantener la calma.
–Yo no bailo.
–¿No bailas? ¿No bebes? Estás anticuada –la miró de arriba abajo–. Podría enseñarte. ¿Cuándo es tu hora de descanso?
–No, gracias. Solo trabajo aquí. No es algo que haga para divertirme.
Ares bebió un sorbo de cerveza.
–¿Y qué haces para divertirte?
–Yo… –Ruby intentó recordarlo. Había pasado mucho tiempo desde que la diversión formaba parte de su agenda. Incluso antes de que su madre enfermara, antes de que tuviera que trabajar en tres sitios para poder mantener a la familia, ella siempre había estado ocupada después del colegio, cuidando de Ivy y llevando la casa. ¿Divertirse?
Ares le cubrió la mano con la suya.
–Dime qué es lo que harías –dijo él–, si esta noche pudieras hacer cualquier cosa.
Ruby se estremeció al sentir el calor de su mano y notó que una gota de sudor caía entre sus senos.
–Me iría a lo alto de una montaña –contestó ella, retirando la mano.
–¿A una montaña?
–Algunos monitores de esquí están participando en el Renegade Night.
–¿Qué es eso?
–En esta estación no hay esquí nocturno, así que, antes de que acabe la temporada, justo cuando la nieve empieza a derretirse, hacemos una salida a la antigua. Hoy es la última luna llena de la temporada.
–¿Y brilla tanto la luna?
–Vamos con antorchas.
–Nunca lo había oído.
–Por supuesto que no. Es una tradición local.
–Ya veo –se terminó la cerveza y dejó la jarra sobre la barra–. Bueno es saberlo. Gracias por la cerveza.
Dejó un billete de veinte dólares sobre la barra y se marchó sin decir nada más.
Ruby lo miró sorprendida. Lo único que quería era que él dejara a Ivy y a ella tranquilas, pero al ver que se marchaba de ese modo, se sintió decepcionada.
–¡Qué frialdad! –comentó Monty–. ¿Qué le has dicho para hacer que se marchara corriendo?
Ruby se sonrojó y se volvió para colocar los vasos limpios.
–Solo quería una cerveza.
–Evidentemente.
Una camarera apareció con una comanda de bebidas. Ruby preparó tres tequilas y los colocó sobre una bandeja. En ese momento, se encendieron las luces del local y se apagó la música.
Paul Vence, el propietario del Atlas Club, apareció en la pista y dijo:
–Cerramos para el resto de la noche. ¡Que salga todo el mundo!
Los clientes y el personal se quedaron desconcertados.
–¡Fuera! ¡Ahora! –el señor Vence se dirigió a las camareras–. No os preocupéis. Se os pagará el resto de la noche. Propinas incluidas.
–¿Nos ponemos a limpiar? –preguntó Lexie, una camarera.
–Está todo arreglado. Os podéis marchar –dijo, y miró a Ruby–. Sobre todo, tú.
Entonces, ella lo comprendió todo.
«Dime qué es lo que harías, si esta noche pudieras hacer cualquier cosa».
Ruby notó que se le erizaba el vello de la nuca. Los clientes comenzaron a salir, murmurando y quejándose. Por otro lado, las camareras hablaban felices en los vestuarios acerca de cómo pasarían la noche que les habían dejado libre. Cuando Ruby se dirigió a recoger su abrigo de la taquilla, decidió esperar a que el resto se hubiera marchado. Intentó convencerse de que aquello era una locura. Que se lo estaba imaginando. Que había otras posibles explicaciones.
No obstante, cuando salió del Atlas Club, él la estaba esperando, tal y como ella suponía.
Ares Kourakis estaba apoyado en una farola y ella sintió un revoloteo en el estómago al verlo.
–Ha sido usted ¿verdad? –dijo ella, con tono acusador.
Ares sonrió.
–Y si es cierto, ¿qué?
Ella negó con la cabeza.
–El local habría ganado una fortuna esta noche. ¿Cuánto le ha pagado al señor Vence para que cierre?
–No importa.
–Y se ha asegurado de que todo el personal cobre, incluso las propinas.
–Sabía que no te gustaría si no fuera así.
–¿Y por qué? –preguntó ella con voz temblorosa.
–Ya te lo he dicho –se acercó a ella.
Ruby enderezó la espalda y se contuvo para no dar un paso atrás. Él le acarició un mechón de su melena.
–Quiero estar contigo esta noche.
–¿Siempre consigue lo que quiere? –preguntó ella.
–Sí.
Ella tragó saliva.
–¿Y por qué conmigo?
–Ya te lo he dicho. Eres preciosa.
–La mayor parte de las chicas del local eran más guapas que yo.
–Tú eres diferente.
Ruby negó con la cabeza.
–Diferente, ¿en qué sentido?
–No intentabas llamar mi atención.
Ah. Entonces lo comprendió todo. De pronto, se sintió decepcionada. No era tan especial. Él le había hecho creer que…
Alzó la barbilla y comentó:
–Así que es como un niño mimado en un cuarto lleno de juguetes, enfadándose porque quiere el que no puede tener.
Él la miró.
–Tu negativa llamó mi atención, pero no es el único motivo. Tienes algo que… –se fijó en sus labios y ella pensó que la iba a besar allí mismo, en Main Street. Entonces, él añadió–: Llévame a la montaña.
–No puedo. Es solo para locales.
–Sí puedes –su tono era tan persuasivo que a ella le costó decir que no.
–Mire, estoy segura de que es un buen esquiador, pero…
–No. No lo soy. De hecho, se me da muy mal esquiar.
Ruby se quedó boquiabierta. Ningún hombre arrogante admitiría que se le daba mal hacer algo.
–Entonces, ¿por qué ha comprado una casa aquí?
–Me gustan otras cosas –contestó Ares.
Su tono era suave y ella se estremeció. Ni siquiera la estaba tocando, pero ella se sentía como si estuviera cerca del fuego. Con Braden nunca se había sentido así, ni siquiera cuando él la besó o se le declaró.
«Corre» la voz de su madre inundó su pensamiento. «Corre lo más deprisa que puedas».
Sin embargo, Ruby miró a Ares y dijo:
–¿Tienes ropa de esquiar? –le preguntó tuteándolo.
–Por supuesto.
–Imagino que serán de un diseñador caro, ¿no? ¿Completamente nuevas? ¿Negra? –al ver que él no lo negaba, Ruby negó con la cabeza–. Te buscaré otra cosa.
–¿Qué le pasa a mi ropa?
–Nadie ha de saber que te he llevado a la montaña. Se pondrían furiosos. ¿Crees que podrías permanecer callado y pasar inadvertido?
Él parecía ofendido.
–Puedo pasar inadvertido cuando me lo propongo. De hecho, se me da muy bien.
–Haz lo que puedas, ¿de acuerdo? Si alguien te pregunta, eres el mejor amigo de mi primo de Coeur d’Alene. Vamos –gesticuló para que la siguiera y lo guio hasta su vieja camioneta. Abrió la puerta del copiloto y se oyó un chirrido del metal.
Ares miró el vehículo.
–No te asustará una tapicería vieja, ¿verdad?
–Esta camioneta es más vieja que yo.
–¿Cuántos años tienes?
–Treinta y seis.
–Tienes razón. Sube.
Ruby se sentó al volante y él se subió al asiento del copiloto y cerró la puerta.
Ares estaba fuera de lugar, sentado en aquel asiento viejo con su abrigo negro de cachemir y su camisa blanca. Ruby contuvo una sonrisa.
–¿Ruby?
–¿Sí? –arrancó el motor y la miró.
Ares la miró bajo la luz de la luna.
–Gracias.
Ruby sintió el calor de su mirada y dejó de sonreír.
–No pasa nada –miró hacia la izquierda y aceleró–. Voy a parar en casa para recoger ropa de esquiar para ti.
–¿De quién es? ¿De tu hermano? ¿De tu padre? ¿De tu novio?
–No tengo nada de eso –dijo ella–. Mi padre abandonó a mi madre antes de que yo naciera. Solo estamos mi madre, mi hermana pequeña y yo.
–¿La misma hermana que pensaba seducirme?
Ares parecía divertido, pero ella se sonrojó. Podía imaginar lo que él pensaba de Ivy.
–No la juzgues. Debería estar en la universidad, divirtiéndose. Y, sin embargo, se pasa la mayor parte del tiempo en la habitación de una enferma. Nuestra madre lleva mucho tiempo enferma. Ivy ni siquiera recuerda a su padre. Él murió hace mucho tiempo.
–¿Tu hermana y tú tenéis padres diferentes?
–¿Y?
–A veces pienso que los padres están sobrevalorados. El mío también era una buena pieza.
Ruby decidió cambiar de tema.
–¿Te criaste en Grecia? Pues no tienes mucho acento.
–Nací en Grecia, pero he vivido en otros sitios durante casi toda mi vida. Sobre todo, en Nueva York –durante un momento, se hizo un silencio, mientras ella conducía por la carretera que atravesaba el valle cubierto de nieve–. En mi experiencia, lo único que los padres hacen bien es pagar las facturas.
Ruby soltó una carcajada y negó con la cabeza.
–Mi padre nunca pagó una factura. Ni el de Ivy.
–¿Y pensión de manutención?
–Encontraron la manera de no hacerlo.
–Pero legalmente…
–Es complicado –dijo ella, agarrando el volante con fuerza.
–No tienes que darme explicaciones.
Ella lo miró y sonrió.
–¿Qué es esto? ¿Psicología inversa?
–No. De veras, no necesito saberlo. No me gustan las cosas complicadas.
–¿Qué quieres decir?
–Eso.
–Entonces, ¿cómo mantienes relaciones?
–Cuando se vuelven complicadas, se terminan. Tampoco me entrego al amor. Ni siquiera sé lo que es.
–¿Por eso has roto con tu novia? –preguntó Ruby.
Él la miró a los ojos y ella se avergonzó.
–Lo siento. Todo el mundo hablaba de ello en el bar.
–No. Poppy no necesitaba que yo la quisiera. Esa era una de sus mejores cualidades. Lo que pasó fue que el estreno de su película no fue tan bien como esperaba. Quería que la llevara al Himalaya para tener una experiencia mística y me negué. Entonces, se marchó. Fin de la historia.
Ruby se desvió de la carretera.
–¿Dónde vas?
–Star Valley es muy caro. La mayor parte de la gente que trabaja allí no puede permitirse vivir en el mismo lugar. Yo vivo en Sawtooth.
–¿Cómo está de lejos?
–A unos veinte minutos más –giró por una carretera de montañas y lo miró–. He oído que tienes un jet privado.
–Unos cuantos.
–¡Unos cuantos! ¿Y eso cómo es?
–Me llevan allí donde tengo que ir.
Ruby solo había volado una vez, y en clase turista. El vuelo había llegado una hora tarde, y su maleta había aparecido doce horas después. Pensando en cómo sería tener un jet privado, Ruby negó con la cabeza.
–No puedo ni imaginarlo.
–No es para tanto.
–Debe ser estupendo –sonrió ella–. Seguro que tus amigos siempre te piden que los lleves a dar una vuelta.
Ares sonrió.
–No, no lo hacen. De hecho, la mayoría tiene avión propio.
–Ah –dijo ella. Cambió de marcha y la camioneta comenzó a traquetear y a echar más humo–. Vivo ahí
Ares se volvió para mirar por la ventana y ella se fijó en su perfil. En la forma de su mentón, y en la curva de sus labios. Era tan atractivo. Masculino. Y poderoso. Todo lo que ella no era.
Entonces, siguiendo la dirección de su mirada, vio con otros ojos su vecindario. El lugar era pequeño, pero estaba bien mantenido y arreglado. Al aparcar frente a su casa, se percató de lo deteriorada que estaba. No obstante, en ese vecindario vivía gente muy trabajadora, así que no debía estar avergonzada.
–¿Quieres pasar?
Ares la miró sorprendido.
–¿Para conocer a tu madre enferma y a tu hermana, la que trató de seducirme?
–Es cierto. Tú no mantienes relaciones complicadas –trató de hablar con alegría–. Enseguida vuelvo.
Ruby entró en la casa. El salón estaba a oscuras.
–¿Ivy? ¿Mamá?
–Estoy aquí –dijo su madre con voz débil.
Ruby se dirigió a la habitación de su madre y encontró a Bonnie incorporada en la cama, mirando la televisión. En la mesilla estaba su medicación y un plato lleno de comida.
–¡Mamá! ¡No has comido!
–No tenía hambre –dijo su madre–. ¿Por qué estás aquí?
–He salido pronto de trabajar, así que voy a subir a la montaña para Renegade Night.
Su madre sonrió con brillo en sus ojos azules.
Ruby dudó un instante.
–Yo… Voy a llevar a alguien más. A un hombre que acabo de conocer –se mordió el labio inferior. No estaba acostumbrada a ocultarle cosas a su madre, así que, terminó de hablar–. El chico griego que compró la casa de treinta millones de dólares.
–No –la madre negó con la cabeza–. Los hombres ricos no pueden amar…
–No te preocupes –dijo Ruby–. No es eso. No estamos saliendo. Me ha ayudado a tener la noche libre, así que le voy a devolver el favor llevándolo a la montaña. Estoy segura de que no volveré a verlo –besó a su madre en la frente. Al retirarse, le cubrió la frente con la mano–. Estás fría…
–Estoy bien. Ivy dijo que vendría pronto.
–¿Te ha llamado?
–Vino por aquí. Se puso unos vaqueros y salió a comer pizza con las amigas.
Ruby confiaba en que fuera verdad, y que Ivy no hubiera intentado entrar en otro local de la ciudad. Aunque si se había puesto unos pantalones vaqueros no era probable. También, Ruby sabía que Ivy no estaría en la montaña. Su hermana odiaba los deportes de invierno.
–Puedo quedarme contigo.
–Vete –dijo Bonnie–. Mereces divertirte. Siempre te ocupas de nosotras –respiró hondo con dificultad–. Vete.
–Está bien –dijo Ruby. Estrechó la mano de su madre y sonrió–. Espero tener historias divertidas que contarte cuando regrese esta noche. Te quiero, mamá.
–Te quiero…
Ruby se dirigió al armario del pasillo donde tenía toda la ropa vintage que había guardado durante años, con idea de montar su propio negocio algún día. Rebuscando entre las cajas encontró lo que buscaba y sonrió. No podía esperar a ver la cara que pondría Ares.
ARES SE detuvo con la tabla de snowa mitad de ladera y miró hacia atrás. Una fila de esquiadores con antorchas bajaba por la montaña. Nunca había visto algo tan bonito.
Ruby se detuvo junto a él, salpicándolo con la nieve que saltó al detener su tabla de snow. Estaba guapísima, riéndose y con las mejillas sonrosadas por el frío y un fuerte brillo en su mirada.
–Para ser un hombre que dice que no le gusta esquiar, lo haces bastante bien.
–Esto es hacer snowboard. Yo nunca he dicho que no me guste hacer esto.
–Pensaba que ibas a abrirte la cabeza al verte bajar así por la ladera. Y por supuesto, provocarías mucha angustia a las famosas y modelos de lencería –comentó ella.
Él sonrió.
–No te olvides de las modelos de trajes de baño.
Su manera de hablar lo tranquilizó. Ares sabía que si no estuviera impresionada por su manera de esquiar lo habría tratado de otra manera. Se sentía aliviado, puesto que había estado a punto de romperse la cabeza al intentar ir por delante de ella.
Ares miró hacia el desfile de antorchas.
–Nunca había visto algo así.
–Me alegro de estar aquí –lo miró y añadió–. Gracias, Ares.
Al oír que pronunciaba su nombre, Ares sintió que se le encogía el corazón. ¿Era por su belleza? ¿O por la sensación de que estaba a miles de kilómetros de distancia de su vida real?
«Pura ilusión», pensó él. Ilusión y deseo. Y triunfo. Estaba ganando. Pronto sería suya.
Ruby sonrió animada.
–Nadie te ha reconocido.
Ares miró el traje de esquiar de los años ochenta que llevaba. Era de color azul claro con rayas blancas y rojas.
–Perfecto –había dicho ella cuando salió del vestidor–. Encajarás sin problema.
Y para su sorpresa, así había sido. El resto de los monitores que participaban en Renegade Night tenían alrededor de veinte años. Incluso a pesar de que Ares era corpulento y alto, nadie se había fijado en él. Claro que también había dos atletas olímpicos de Star Valley. Eran los héroes locales, así que nadie se fijó en Ares con sus gafas viejas.
Era desconcertante, pero también resultaba liberador.
El anonimato significaba privacidad. Libertad. Esa clase de invisibilidad era algo emocionante y nuevo para él.
Incluso cuando era niño, en Grecia, Ares había estado siempre muy controlado. Era el hijo único de Aristedes y Thalia Kourakis, una pareja rica y famosa de la alta sociedad griega. Su madre era famosa por su belleza y su padre por su poder despiadado, y ambos por su matrimonio tempestuoso que había terminado en divorcio.
Y si habían sido despiadados el uno con el otro, lo habían sido todavía más con su único hijo. Lo habían utilizado como un instrumento, durante el matrimonio y durante el divorcio. Ares siempre había sido conocido, y adulado, por el nombre de su familia y su riqueza.
La apariencia era lo que importaba. Sus padres habían pasado muy poco tiempo con él, dejándolo al cuidado de niñeras, mientras trataban de destacar frente al otro comprándole ridículos regalos. Los regalos siempre iban con ataduras. Como el del día que cumplió nueve años, cuando su padre le regaló una empresa aeroespacial brasileña. Al ver que Ares pestañeaba confundido, porque él lo que quería era un perrito, su padre añadió:
–A cambio de este maravilloso regalo, espero que me informes de lo que hace esa zorra a la que llamas mamá.
Allí, mientras sentía el aire helado de las montañas de Idaho en el rostro, se percató de que nunca había tenido la oportunidad de liberarse de su apellido y de todo lo que conllevaba: fama y poder, pero también oscuridad. De pronto, se sentía completamente libre. Y curiosamente vivo.
–¿Por qué sigues ahí parado? No me digas que ya estás cansado –bromeó Ruby.
Ares miró a la mujer bella, e imprevisible, que tenía a su lado. Su melena oscura asomaba bajo su gorro rosa, adornado con una flor roja. Detrás de ella, se veían las antorchas de los últimos esquiadores, como si fueran las luces de unas hadas misteriosas.
No estaba cansado. Para nada.
Deseaba besarla.
Deseaba hacer mucho más que besarla.
Al mirarlo, a Ruby le cambió la expresión del rostro. Su sonrisa se desvaneció. Parecía como si tuviera miedo.
–Vamos –dijo ella, antes de girar y deslizarse ladera abajo. Era una fuerza de la Naturaleza, imparable y temeraria.
Ares la observó. Había poseído a muchas mujeres en su vida, pero era la primera vez que se encontraba con una mujer que no parecía impresionada por su dinero o por su aspecto. Ella lo aceptaba, o no, por sus actos, su talento y sus palabras.
Apenas podía esperar para llevársela a la cama.
Siguiéndola, Ares giró la tabla de snow y se lanzó tras ella.
Ruby llegó primero a la base de la montaña. En mitad de la nieve había una hoguera encendida y, alrededor, los jóvenes que ya habían terminado de esquiar se reían mientras bebían algo caliente.
Ares se quitó la tabla, y colocó las gafas sobre su casco. Momentos después, alguien que no conocía le entregó una taza.
–Toma. Esto te hará entrar en calor.
Ares se guardó los guantes en el bolsillo y agarró la taza.
–Gracias.
–Me llamo Gus –dijo el hombre. Lo miró de nuevo y añadió–. Bonito traje de esquí.
Ares frunció el ceño, pensando que era en tono de mofa. Al ver que el hombre hablaba en serio dijo:
–Gracias.
–Te lo ha prestado Ruby, ¿verdad? Eres el amigo de su primo o algo así.
–Hmm –pronunció Ares y bebió un poco de vino caliente aromatizado con canela y clavo.
–Ya. Esa chica tiene mucho ojo para la ropa vintage –dijo Gus–. Yo siempre le digo que debería empezar su negocio. Lo único que tiene que hacer es pedir un crédito, pero no se lanza.
–¿Un negocio? –Ares arqueó las cejas–. ¿De veras crees que la gente compraría algo así?
–Oh, sí. Mira a tu alrededor.
Ares se fijó y vio que la mayoría de la gente llevaba esa ropa.
–La ropa de diseño es para la gente que no tiene talento y que intenta aparentar que es buena en el deporte –añadió el hombre–. Tu traje es muy chulo.
Ares miró a Ruby, que estaba al otro lado de la hoguera. Un hombre de anchas espaldas estaba hablando con ella.
–¿Quién es ese hombre que está con ella?
–Braden Lassiter es su ex. Estuvieron juntos hasta que él se marchó a jugar en la Liga Nacional de Hockey. Juega para el New York.
Ares entornó los ojos.
–¿Para el New York? –intentó recordar si había oído algo sobre Braden Lassiter–. ¿Estaban comprometidos?
–Eran novios del instituto. Una pena que se separaran. Si hubiesen tenido un bebé, habría sido una fiera en las pistas, probablemente se habría llevado todas las medallas de oro.
Ares los miró unos instantes. Momentos antes, mientras bajaba por la ladera, se había sentido eufórico. De pronto, se sentía paralizado. ¿Qué era? ¿Enfado? ¿Posesividad? No podían ser celos. Él no era celoso.
Terminándose la bebida, Ares le devolvió la taza a Gus.
–Gracias otra vez.
Al menos no era el único que estaba molesto. Al dirigirse hacia Ruby vio que Braden Lassiter se alejaba con el ceño fruncido. El hombre se detuvo para mirarlo mientras Ares se acercaba a ella.
Girándose, Ruby lo miró:
–¡Aquí estás!
Ares señaló con la cabeza hacia el jugador de hockey.
–¿Te estaba molestando?
–¿Braden? Su equipo jugaba en Vancouver y tenía el día libre, así que se ha acercado para participar en Renegade Night. Por supuesto, en cuanto me ve con alguien, me hace miles de preguntas, como si pensara que todavía tiene algún derecho sobre mí.
–¿Estabais comprometidos?
–¿Te lo ha contado Gus? –puso una expresión extraña–. Eso fue hace muchos años. En cuanto se convirtió en millonario, desapareció.
–Cretino.
–Es un recordatorio de lo que el dinero hace en el corazón de los hombres.
–¿Y qué es lo que hace?
Ella lo miró. Sus ojos oscuros brillaban bajo la luz de la hoguera.
–Los convierte en egoístas. Y fríos.
Ares supo que no se refería únicamente a Braden Lassiter.
–O quizá, siempre fuimos así desde el principio y el dinero solo nos brinda más oportunidades.
Ella lo miró un instante. Después suspiró, observando cómo las chispas volaban hacia el cielo.
–Me gustaría que el dinero no existiera.
Frente al fuego, Ares podía sentir el calor de las llamas sobre su cuerpo. No era nada comparado con el calor que sentía por dentro al mirarla.
–Me alegro de que exista, porque gracias a eso estoy aquí contigo ahora.
–¡No te he traído aquí por el dinero!
–Lo sé, pero seguirías trabajando en el bar –le acarició la mejilla y el labio inferior con el dedo pulgar–. No podría haberte chantajeado para que me trajeras aquí.
Él noto que ella empezaba a temblar.
–No me has chantajeado.
–¿No? –preguntó, Ares, mirándola.
–No –admitió ella, y respiró hondo–. Puede –susurró–. También eres diferente.
El fuego de la hoguera chisporroteó justo en el momento en que ellos se miraron. La luz del fuego se reflejaba en los ojos oscuros de Ruby, a pesar de que el otro lado de su melena oscura estaba iluminado por la luz plateada de la luna. «Oro y plata», pensó él. ¿Por qué Ruby le recordaba a la princesa de un cuento de hadas? Un cuento de hadas que terminaba con ellos desnudos y con los cuerpos entrelazados. Ella nublaba todo su pensamiento excepto el deseo…
Ares le sujetó el rostro y notó que su piel entraba en calor debido al contacto con sus manos. Ella empezó a temblar y separó los labios a modo de invitación.
Él inclinó la cabeza y la besó.
Era tan dulce. Sus labios eran suaves como la seda y sabían a azúcar. Ella se estremeció y él notó que un fuerte calor se iba instalando en su interior. Entonces, ella lo rodeó por el cuello y lo besó también.
Ares notó que el ardor estallaba en su interior y la abrazó con fuerza contra su cuerpo, olvidándose de todo lo demás, excepto del dulzor de sus labios y del roce de su cuerpo contra el de él.
Ares oyó que la gente empezaba a aplaudir y a hacer comentarios.
–Alquilad una habitación –gritó alguien.
–Pensaba que era su primo –dijo otra persona.
–¿Quién es?
–Oh, cielos… ¿Es Ares Kourakis?
Las últimas palabras rompieron el hechizo, y Ruby se tensó entre los brazos de Ares. Él no la soltó.
Acariciándole el cabello, Ares murmuró.
–Salgamos de aquí. Ven conmigo.
Ella miró a sus amigos con cara de preocupación. Se humedeció los labios y susurró:
–No debería…
–Solo para tomar una copa.
–Ya te lo he dicho. No bebo.
–No hemos comido nada en toda la noche. Debes tener hambre. Deja que te haga la cena.
–¿Sabes cocinar?
Ares se había criado en una casa llena de sirvientes y no había cocinado en su vida, pero eso no estaba dispuesto a admitirlo.
–Te prepararé algo impresionante.
Ella sonrió.
–¿Cómo de impresionante?
Él la miró a los ojos.
–Lo mejor que hayas probado nunca.
Ruby lo miró sorprendida al oír su insinuación.
–No puedo.
Él arqueó las cejas.
–Creía que eras el tipo de chica a la que no le importa lo que piensen los demás. Que solo te preocupaba tu propio placer.
Ella soltó una carcajada.
–¿Qué te ha hecho pensar eso?
Él la miró a los ojos.
–¿Cuándo ha sido la última vez que te diste prioridad a ti misma?
–Esta noche. Al venir aquí contigo.
–¿Y antes de esto?
–Hace bastante tiempo.
Ares la abrazó con fuerza y la miró, disfrutando del calor de su cuerpo en el frío de la noche.
–Lo único que tienes que decir es sí.
Ruby se sonrojó todavía más y dijo con voz temblorosa:
–Solo intentas conseguir lo que quieres.
–Por supuesto –dijo él–. Te quiero a ti, Ruby. No he tratado de ocultarlo. Ni tampoco el hecho de que soy egoísta y despiadado…
Inclinó la cabeza y la besó. Ella empezó a temblar entre sus brazos y se agarró a él para estabilizarse.
–Basta –dijo ella cuando él la soltó y sus amigos comenzaron a hacer comentarios otra vez–. Iré contigo.
–¿De veras? –preguntó con tono triunfal.
–Solo a cenar. Nada más.
Era mentira, y él lo sabía. Por la manera en que lo había besado debía saber que la comida solo sería el entrante de su menú sensual. Aunque si Ruby necesitaba autoengañarse, él no pensaba discutir con ella.
Ares la observó mientras ella recogía los guantes y se despedía de sus amigos. Todavía podía sentir el calor de sus labios. Y su sabor. La espera era una agonía. Cada momento que pasaban sin desnudarse parecía una eternidad.
Con la tabla de snow bajo el brazo, Ares la siguió por el camino hasta el aparcamiento donde habían dejado la camioneta. Ella dudó un instante, soltó una risita y lo miró.
–Creo que no puedo conducir –se llevó la mano a la frente–. Estoy temblando un poco. Ha sido un día largo. Puede que tenga un bajón de azúcar. No sé qué me pasa.
–Yo conduciré.
–Has estado bebiendo.
Ares se rio.
–Dos sorbos de whisky, media cerveza y un vaso de vino caliente en cuatro horas.
–Mi camioneta tiene truco…
Él le quitó las llaves.
–Las tengo –abrió el maletero y guardó las tablas de snow. Abrió la puerta del vehículo y ayudó a Ruby a subir. Al tocarle la mano, notó que estaba temblando. ¿O era él quien temblaba?
Desechó la idea. Era ridículo.
Ruby Prescott era una mujer como cualquier otra. Una vez que la poseyera, se quedaría satisfecho. Al día siguiente podría marcharse a Sídney y no volver a pensar en ello.
Ruby era diferente del resto, sí.
Aunque no tan diferente.
Ruby nunca había creído en los cuentos de hadas. No podía hacerlo después de haberse criado como lo había hecho.
Su madre era la persona más buena y amable del planeta. Bonnie siempre veía lo mejor de la gente y creía que las cosas buenas estaban a la vuelta de la esquina. Creía que, si uno trabajaba duro, confiaba en sus sueños y cuidaba de los demás, sería feliz.
Estaba equivocada.
A pesar de ser tan buena y tan amable, Bonnie había sido desafortunada. Sus padres, los abuelos de Ruby, habían fallecido antes de que Bonnie cumpliera diecinueve años y apenas le habían dejado ahorros. El verano del año en que terminó el instituto, ella empezó a trabajar como camarera. Intentaba ahorrar para poder asistir a la universidad, pero un atractivo millonario de Buenos Aires, que se alojaba en el hotel donde ella trabajaba la cautivó. Bonnie había pensado que había encontrado el amor verdadero, tal y como siempre había soñado, pero cuando se quedó embarazada de Ruby, en lugar de mostrarse emocionado y proponerle matrimonio, el hombre le había gritado, le había lanzado algunos billetes de cien dólares para que abortara y se había marchado del país para no regresar jamás.
Bonnie se mudó a una caravana de alquiler barato, y trató de criar a su hija mientras cobraba el salario mínimo, confiando en mejorar su situación. Sin embargo, cuando Ruby cumplió los cinco años, su madre se enamoró de otro huésped rico del hotel. Un hombre de Texas diez años mayor que ella, que trabajaba en el sector del petróleo. Bonnie había confiado en que sería un buen padre para Ruby.
Durante las visitas que les había hecho a lo largo del invierno, él le había dicho a Bonnie que la quería. Y pensando en que pronto se casarían, ella había aceptado mantener relaciones sexuales sin protección, tal y como él quería. Cuando llegó el verano y Bonnie descubrió que estaba embarazada, él no quiso casarse con ella.
–Estoy casado con mi empresa –le había dicho él con una sonrisa. Y respecto a la manutención del bebé, él le había pedido que no lo denunciara.
–Espera un poco. Hasta que la próxima prospección petrolífera dé beneficios. Después me ocuparé de ti y de ese bebé, no te preocupes.
No fue así. Él dejó de ir a Star Valley e ignoró todos los mensajes que Bonnie le mandó. Antes de que Ivy naciera, los precios del petróleo cayeron en picado y su empresa entró en bancarrota. Incapaz de enfrentarse al problema, él estrelló su coche contra un poste de telefonía y murió. El forense lo consideró un accidente.
Después de eso, Bonnie aprendió la lección. Y a sus hijas les repitió una y otra vez que nunca se fiaran de lo que les dijera un hombre rico.
«Y mira para lo que ha servido», pensó Ruby. Ivy seguía pensando en casarse con un millonario. Y Ruby, había estado a punto de casarse con Braden, quien la abandonó en cuanto firmó el contrato con NHL.
Los cuentos de hadas no eran reales. Los hombres que parecían príncipes azules mentían, y trataban de atraer a las mujeres jóvenes prometiéndoles amor.
¿Y para qué le había servido el amor a su madre excepto para destruir su capacidad de perseguir sus sueños, dejándola en la ruina y con el corazón roto?
¿Y para qué le había servido a Ruby, aparte de para quedarse sola y sintiéndose humillada en el altar?
Ruby se alegraba de que Braden se hubiera marchado cuando lo hizo. Cuando su amor era todavía inocente. Antes de que se casaran, o tuvieran un hijo. No obstante, no tenía intención de volver a confiar en un hombre rico y despiadado nunca más.
Y esa misma noche, Ares la había besado.
Era el beso con el que Ruby había soñado, incluso a pesar de repetirse una y otra vez que los sueños románticos no se hacían realidad. El beso que había estado esperando toda su vida.
Él la había abrazado junto a la hoguera, bajo un cielo estrellado. Y cuando sus labios se rozaron, ella perdió toda su sensatez, olvidándose de los planes y las promesas que había hecho.
Solo quedaba aquello.
Solo quedaba él.
Ruby lo miró de reojo mientras conducía su camioneta por la carretera nevada. Se fijó en sus labios sensuales, y recordó el beso que habían compartido.
Nunca había permitido que alguien condujera su camioneta, pero esa noche no tenía elección, ya que sentía debilidad en las piernas. Y no porque necesitara comer o estuviera cansada por el snowboard.
Ares tenía razón. Estaba hambrienta. Después de tantos años tratando de ser fuerte para los demás, se sentía como si hubiera estado muerta de hambre durante años, en el curso de un trabajo inacabado. Su vida carecía de color. Y de alegrías.
«Creía que eras el tipo de chica a la que no le importa lo que piensen los demás. Que solo te preocupaba tu propio placer».
Ruby se estremeció al recordar sus palabras. No podía permitir que le pudiera la tentación. Él ya le había dicho que era egoísta y despiadado. Que no le gustaban las cosas complicadas. ¿Por qué iba a ser tan tonta como para creer que, si tenía una aventura amorosa con él, aunque fuera solo una noche, podía no terminar mal?
Sin embargo…
Al mirarlo, el corazón comenzó a latirle con fuerza. Percibía peligro. Placer. Excitación. Estaba tentada. Lo deseaba a pesar de que sabía que era una idiotez. Aquel beso había provocado que perdiera el sentido común.
Ares la miró y una ola de calor la invadió por dentro.
Quizá se había convertido en una solterona de veinticuatro años, virgen, que trabajaba demasiado y que había abandonado sus sueños, tal y como le había reprochado su hermana. No obstante, si de verdad quería cambiar, si deseaba tener un primer amante, sería mejor que se lo propusiera a Monty o incluso a Paul Vence, en lugar de permitir que la sedujera un multimillonario griego, egoísta y arrogante al que deseaban todas las demás. Incluso su hermana pequeña.
De pronto, Ruby oyó que sonaba su teléfono dentro de la bolsa. Metió la mano y, al mirar la pantalla, vio que era Ivy. Un sentimiento de culpa se apoderó de ella y presionó un botón para colgar la llamada.
–¿Todo bien?
La voz de Ares era sensual y provocó que se le formara un nudo en su interior.
–Todo bien –se mordió el labio, respiró hondo y se apresuró a decir–, aunque creo que he cambiado de opinión sobre lo de la cena y debería irme a casa…
Él agarró el volante con fuerza.
–¿Eso es lo que quieres?
–Sí, eso es.
Ares detuvo la camioneta con brusquedad en mitad de la calle oscura y vacía. Apagó el motor y la miró.
–Mientes –la miró fijamente–. No te quieres ir a casa. Sé que no, después de cómo me has besado.
Ella se encogió de hombros.
–Supongo que el beso no ha sido del todo malo…
–¿Malo? –preguntó incrédulo.
–Solo ha sido un beso –se sentía orgullosa de poder mantener calmada la voz, como si el abrazo que habían compartido no hubiera provocado que le diera un vuelco el corazón, dejándola débil y nostálgica.
–Ambos sabemos que era algo más –dijo él–. Tú lo has sentido, y yo también.
–No sé de qué estás hablando.
Él parecía sorprendido. Después enfadado. Se volvió hacia ella, la sujetó por los hombros y la miró.
–Antes de conocerte, estaba aburrido de todo. Ahora, hay una cosa en la que no puedo dejar de pensar. Una cosa que he de tener. A cualquier precio.
A Ruby le latía el corazón con fuerza. Ares le estaba diciendo todo lo que ella sentía. Temblando, tartamudeó:
–Creía que no te gustaban las cosas complicadas.
–Esto no es complicado. Es sencillo. Quiero que esta noche vengas a casa conmigo. Y sé que tú sientes lo mismo. ¿Por qué intentas negarlo?
Ruby respiró hondo. Lo deseaba desde el momento en que lo vio en la discoteca, aunque había intentado fingir que era de otra manera. Los cuentos de hadas no se hacían realidad y por tanto era imposible que un atractivo multimillonario llegara a un pueblo de montaña y eligiera a Ruby entre cualquier otra mujer.
Los hombres ricos solo querían lo que no podían tener. Ruby lo sabía. Una vez conseguido, dejaban de tener interés. Si ella permitía que la sedujera, Ares buscaría enseguida otras mujeres a las que seducir.
¿Y si se equivocaba? ¿Y si su aventura amorosa duraba más de una noche?
Eso podría ser incluso peor. Enamorarse de un hombre como Ares podría destrozar su vida, igual que le había sucedido a su madre.
Sin embargo…
Cuando Ares le acarició el brazo, todo su cuerpo reaccionó. Ella cerró los ojos y contuvo la respiración.
El teléfono comenzó a sonar otra vez. Con un rápido movimiento, Ruby lo apagó.
–Solo una cena –susurró, abriendo los ojos.
Ares sonrió. Sus ojos oscuros reflejaban algo más primitivo que pura satisfacción. Arrancó la camioneta otra vez y subió por la calle privada lo más deprisa que pudo.
SOLO UNA cena».
Nada más decir las palabras, Ruby supo que estaba jugando con fuego. Cada momento que pasaba con Ares empeoraba la situación. Era muy fácil que él la sedujera. Incluso sabiendo que terminaría rompiéndole el corazón.
No obstante, no podía volver a casa. Todavía no. Durante mucho tiempo había vivido únicamente para cuidar a su familia, olvidándose de lo que era hacer otra cosa que no fuera trabajar. La mayor parte de las emociones que había tenido el año anterior habían sido negativas. El empeoramiento del estado de salud de su madre. La rabia de su hermana. Largas y dolorosas batallas con las compañías de seguro y los cobradores de facturas.
En esos momentos observaba a Ares conduciendo por un camino forestal, como si lo persiguiera un huracán, como si el poderoso y atractivo millonario pensara que su vida no merecía la pena, a menos que llevara a Ruby inmediatamente a su casa.
«Hay una cosa en la que no puedo dejar de pensar. Una cosa que he de tener. A cualquier precio».
Ruby se estremeció. Nunca se había sentido deseada de esa manera. Era casi imposible resistirse, pero lo haría.
«Me quedaré una hora», se dijo. «Solo un ratito. Una cena, y quizá un beso. O unos cuantos besos». No permitiría que llegara más lejos.
Necesitaba olvidarse de su vida real durante un rato. Sentir placer. Sentirse viva.
Después, volvería a la vida real con el recuerdo de una noche durante la que fue valorada, seducida y cuidada por un atractivo príncipe.
Tras detenerse junto a la puerta electrónica, Ares marcó un código para entrar. La puerta se abrió y avanzaron por el camino pasando por delante de unas casitas.
–¿Quién vive aquí?
–El guardés y el ama de llaves. Mi guardaespaldas. Mi chófer.
Su tono era ronco. Temblando, Ruby decidió no hacer más preguntas. Al fondo, se veía la casa principal con las luces encendidas iluminando la noche oscura. La casa era enorme y estaba hecha de piedra y madera.
Habían retirado la nieve de la entrada. Ares aparcó la camioneta frente a la casa y la ayudó a salir.
En la puerta principal, Ares metió otro código de seguridad. Sujetó la puerta para que ella pasara y la devoró con la mirada mientras entraba.