E-Pack Bianca agosto 2021 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

Cinco años después de la pasión Lucy Monroe Primero llegó la pasión, luego el "sí quiero"… ¿Y después? Esclavos del pasado Louise Fuller Él ha vuelto… multimillonario. ¿Van a revivir el pasado? Increíble amor Cathy Williams Contratada por conveniencia… Comprometida para asegurar su legado…

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 268 - agosto 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-101-9

Índice

 

Créditos

Cinco años después de la pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Esclavos del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Increíble amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL MULTIMILLONARIO griego e icono social Alexandros Kristalakis entró en el salón tras haber concluido un acuerdo internacional con una importante empresa estadounidense y se sorprendió al ver allí a su esposa, esperándolo.

Al contrario de lo ocurrido al principio de su matrimonio, en esos momentos Pollyanna siempre era puntual.

Ya no llegaba tarde nunca, ni era tan espontánea. Sus exuberantes demostraciones de afecto también habían desaparecido junto a su espontaneidad. Al principio, él había pensado que era porque estaba embarazada de su primer hijo, lo que implicaba una época difícil tanto física como psicológicamente, pero, tras dar a luz, Pollyanna no había recuperado esas viejas costumbres que a él tanto le habían gustado.

No podía quejarse. Su esposa se había esforzado mucho en adaptarse a su nuevo modo de vida como esposa de un multimillonario griego, descendiente de una conocida familia.

Ella había procedido de un entorno mucho más relajado, de una familia estadounidense sin expectativas sociales, por lo que la adaptación había sido todo un reto. Un reto que su increíble esposa había sido capaz de superar.

A pesar de que, para empezar, no había hablado casi ni una palabra de griego, había asistido a eventos sociales y había apoyado causas dignas. Era de naturaleza abierta y cariñosa, así que enseguida se había ganado a los amigos y conocidos de Alexandros y se había hecho un hueco en la alta sociedad de Atenas sin tener que ceñirse únicamente a su papel como esposa.

Era morena y tenía las piernas muy largas, estaba embarazada de seis meses de su segundo hijo y tan guapa como el día de su boda.

Aunque su personalidad se hubiese visto en cierto modo apagada por la insistencia de la madre de Alexandros en que la llamasen Anna en vez de Polly.

El vestido de color azul hielo, color que solía utilizar con frecuencia, se ceñía a sus pechos, que habían crecido al menos una talla con el embarazo, y caía con elegancia sobre el vientre abultado.

Su embarazo hacía que Alexandros se sintiese todavía más orgulloso que cuando conseguía cerrar un ambicioso trato.

La miró con apreciación.

–Estás preciosa, yineka mou.

–Para eso pagas esas cantidades tan desorbitantes a los estilistas –le respondió ella sin sonreír ni clavar en sus ojos su mirada azul cristalina.

Ya casi nunca lo hacía. Con él.

Todavía era cariñosa con otras personas, pero él tenía una esposa elegante que nunca hablaba cuando no debía ni reaccionaba sin pensar antes. Salvo en el dormitorio. Allí seguía siendo ese ser apasionado sin el que Alexandros sabía que no podría vivir.

Había sabido que había algo especial entre ambos nada más conocerla.

Así que le había pedido que se casase con él, en vez de casarse con la heredera griega con la que su madre había intentado emparejarlo desde que estaba en la universidad.

Y ella le había dicho que sí, por supuesto. ¿Cómo no?

Él había podido darle a Pollyanna una vida con la que jamás habría podido soñar.

Sin embargo, no acababa de hacerle un cumplido por cómo le sentaban el caro vestido ni los diamantes que se había puesto para aquella cena familiar, ni tampoco por cómo se había recogido el pelo en un elegante moño, sino por cómo brillaba con el embarazo.

A pesar de que parecía un poco cansada, seguía cortándole el aliento.

–No, se trata de ti –le aseguró.

Ella se limitó a esbozar una sonrisa, como si el halago no la hubiese impresionado demasiado.

En el pasado, había sonreído cuando Alexandros le había dicho lo guapa que estaba y él no sabía qué era lo que había cambiado, pero algo lo había hecho.

Lo mismo que él, en algún momento, había perdido el privilegio de llamarla agape mou. Ella nunca le había pedido que no la llamase su amor, pero había hecho una mueca cada vez que había oído que la llamaba de ese modo, así que Alexandros había dejado de hacerlo. En su lugar la llamaba yineka mou, porque era su esposa.

Hicieron el viaje en helicóptero hasta la casa en la que había pasado su niñez en silencio, cosa que no lo sorprendió. Salvo que llevasen auriculares, con el ruido de los rotores era imposible oírse salvo que hablasen a gritos. En el pasado, ella se habría hecho un ovillo a su lado y se habrían comunicado con la mirada, o con el cuerpo. Alexandros no recordaba la última vez que su esposa le había mostrado aquel afecto tan abierto fuera del dormitorio.

Sus amigos casados ya le habían advertido que las cosas cambiaban con la rutina. Él había pensado que su matrimonio no cambiaría, pero, a pesar de haberse equivocado, no se arrepentía de haberse casado con aquella mujer.

El trayecto desde el helipuerto situado en lo alto del edificio Kristalakis hasta la casa en la que había crecido en el norte de Atenas, en el barrio de Ekali, transcurrió sin incidentes y llegaron a la hora prevista. Por supuesto.

Su madre los saludó con dos besos en las mejillas, como era tradición, aunque a Pollyanna no llegó a tocarle el rostro para no estropearle el maquillaje. Esta hizo lo mismo, con expresión perfectamente contenida. No como al principio de su matrimonio, que le había costado horrores disimular la antipatía que sentía por la otra mujer.

En esos momentos, la expresión de Pollyanna era siempre serena.

Salvo en la cama.

En la cama seguía demostrando la misma pasión de siempre, aunque nunca era ella la que acudía a él.

Alexandros no sabía cuándo había cambiado aquello ni por qué no se había dado cuenta entonces. En cualquier caso, en un momento dado había sido consciente de que ella ya nunca se acercaba a él por las noches. No alargaba la mano para tocarlo en la cama. Ya no lo besaba con aquel entusiasmo, independientemente del lugar en el que estuviesen.

Él había aceptado que esas cosas no duraban en un matrimonio y, al fin y al cabo, no tenía de qué quejarse.

Entonces, por qué sentía tanto la pérdida.

–Ya veo que has llamado a la estilista que te recomendé –le dijo su madre a Pollyanna, pero en vez de hacerlo con aprobación, el comentario sonó a crítica.

–Evidentemente –le respondió Pollyanna casi como si a ella también le pareciese mal.

Corrina, su nueva cuñada, que solía estar siempre alegre y sonriente, estaba mirando a la madre de Alexandros con el ceño fruncido, con desaprobación.

–Polly no necesita estilistas. Su estilo natural ya es perfecto.

Su suegra la miró como si se sintiese insultada, tanto por el comentario como por el hecho de que Corrina utilizase aquel nombre, que a ella le parecía demasiado vulgar y por eso se había negado a utilizarlo desde su primer encuentro. A partir de entonces, todo el mundo había empezado a llamarla Anna, incluso él.

Aunque, en ocasiones, cuando estaban en la cama, todavía la llamaba Polly cuando llegaba al clímax. Era el nombre por el que la había conocido.

Alexandros miró a su hermano, esperando que este frenase sutilmente a su esposa.

Pero Petros estaba sonriendo a Corrina con aprobación.

–Como siempre, tienes toda la razón, agape mou. Nunca ha necesitado los estilistas que mi hermano se empeña en pagar.

Corrina miró a Petros con adoración y Alexandros se dijo que era bueno que su recién estrenada cuñada mirase a su hermano como si este fuese un superhéroe. Como debía ser.

No sabía por qué él se sentía incómodo cuando veía aquellas miradas. Observó a su esposa de reojo. Ella no lo estaba mirando a él.

Eso no lo sorprendió. No lo miraba nunca, salvo que tuviese que hacerlo por educación. En esos momentos, parecía una estatua en un museo, totalmente ajena a la conversación.

–No esperaba que nadie me llamase la atención en mi propia casa –comentó su madre en tono gélido.

Pero eso no pareció preocupar a Corrina lo más mínimo.

Sin embargo, Petros sí que cambió de expresión.

–Hacer un cumplido a Polly no es llamarte a ti la atención. Mi esposa tiene derecho a opinar de manera diferente a ti y si no eres lo suficientemente madura para aceptarlo, tal vez tendríamos que replantearnos estas cenas familiares.

–Petros, ¿cómo te atreves a hablarme así? –le preguntó su madre con sorpresa.

–Oh, mamá, no te pongas así –intervino su hermana pequeña, la más mimada de la familia–. Ya sabes lo protector que es Petros con su querida esposa. Los hombres Kristalakis son así. ¿No te acuerdas de papá?

Cada vez que alguien mencionaba a su esposo fallecido, su madre sonreía con fragilidad y asentía débilmente.

–Supongo que sí, pero, Petros, soy tu madre.

Su madre se había quedado destrozada después de la muerte de su padre. Tras haber perdido a sus propios padres solo un año antes, Alexandros tenía que haberse imaginado lo duro que aquello sería para ella, pero había tardado demasiado en reaccionar.

Durante un tiempo, había sentido miedo a perderla. Su madre había dejado de arreglarse y de salir. Desesperado, él la había hecho ir a un centro de descanso de lujo.

Eso había funcionado y, cuando había regresado a casa, parecía que había vuelto a ser la misma, pero a Alexandros no se le olvidaban aquellos días oscuros y la fragilidad de su madre.

–Y Corrina es mi esposa.

No había duda de cuál de las dos mujeres era más importante para Petros. Su madre volvió a mirarlo con furia y Stacia lo fulminó con la mirada también.

–Nadie ha dicho lo contrario. Todos queremos mucho a Corrina –comentó, agarrando a su madre del brazo–. No te enfades, se parece mucho a papá.

–Supongo que tienes razón.

Stacia sonrió.

–Corrina y Anna son las mujeres más afortunadas del mundo por estar casadas con dos Kristalakis. Estoy segura de que en eso sí me dais la razón. Son los hombres más protectores y comprensivos del planeta, ¿verdad, Anna?

A Alexandros le sorprendió que su hermana intentase incluir a su esposa en la conversación. Después de cinco años, Stacia seguía sin tener una relación cercana con Anna.

Pero todavía le sorprendió más la respuesta de su mujer.

–Pues no lo sé, Stacia, porque no conocí a tu padre.

Pollyanna fue a sentarse en uno de los sillones, impidiendo así que él se sentase a su lado. Otra novedad en la que Alexandros no se había fijado hasta entonces. ¿Sería que le dolían la espalda y la pelvis por el embarazo?

–Pero Alexandros nunca ha sido conmigo tan protector y comprensivo como lo es Petros con Corrina.

Él tardó en procesar aquello. ¿Acababa de decir su esposa que Petros era mejor marido que él?

Además, ni siquiera lo había dicho en tono enfadado. Ni resignado. En realidad, daba la sensación de que no le importaba nada que él, Alexandros Theos Kristalakis, no estuviese a la altura de su hermano pequeño como marido.

Pero lo peor estaba por llegar y Alexandros se dio cuenta de las reacciones de su familia.

Stacia consiguió mostrarse ofendida y satisfecha al mismo tiempo. El gesto de su madre fue de indignación y preocupación, pero fue la reacción de Corrina la que golpeó con más fuerza su ego. Corrina miró a Pollyanna con pena. ¿Y su hermano?

Petros no estaba mirando a Pollyanna, sino que lo estaba mirando a él y su expresión era de enfado y decepción a partes iguales.

Alexandros no estaba acostumbrado a que nadie de su familia lo mirase así, mucho menos su hermano pequeño.

Entonces, se dio cuenta de algo que lo sorprendió tanto que casi hizo que se le doblasen las rodillas: su hermano y su cuñada pensaban que era un mal marido. Y, lo que era todavía más asombroso, su esposa lo pensaba también.

En esos momentos, recordó una conversación que había tenido con su hermano antes de que este se casase con Corrina.

 

 

Tras una productiva reunión con sus altos ejecutivos, Alexandros había mirado fijamente a Petros.

–¿Es mucho pedir que aplaces tu luna de miel una semana para que puedas asistir a la gala? Ya sabes lo importante que es para nuestra madre.

–Sí –le había contestado su hermano en tono firme–. Si piensas que voy a tomar en mi matrimonio las mismas decisiones que has tomado tú, estás equivocado. Sé que mamá lo pasó muy mal con el fallecimiento de papá, pero para mí eso no es más importante que la mujer con la que he decidido pasar el resto de mi vida. Nunca antepondré sus deseos a los de Corrina.

–La familia exige hacer ciertos sacrificios. Hay que llegar a un equilibrio entre las necesidades de nuestras esposas y las del resto de la familia.

Para él tampoco había sido fácil ver la relación que tenían su madre y su esposa, pero nunca había dudado de la capacidad de Polly para defenderse sola.

Petros había reído con amargura.

–¿Me estás diciendo que lo haga como tú?

–Exactamente.

–No, gracias. A mí me gustaría que mi esposa siguiese enamorada de mí dentro de cinco años.

–¿Qué se supone que quieres decir con eso?

–Quiero decir que no voy a posponer mi luna de miel para hacer feliz a mamá.

 

 

Entonces, Alexandros no había querido dar importancia a las palabras de su hermano, pero, en ese instante, no pudo evitar recordarlas.

¿Lo había dejado de querer Pollyanna? En la cama, seguía respondiendo como una mujer enamorada. O como una mujer que lo deseaba, pero ¿lo amaba? El amor no era un tema que lo hubiese preocupado al principio de su relación. Él la había llamado agape mou, pero raramente le había dicho que la amaba. Y ella tampoco se lo había pedido. Ni siquiera, cuando le había pedido que se casase con él.

Por aquel entonces, Alexandros había pensado que, como él, Pollyanna tampoco había necesitado aquellas palabras.

–¿Cómo puedes decir algo así? –inquirió su madre.

Pollyanna inclinó la cabeza como si estuviese intentando entender la pregunta.

–No tengo ningún motivo para mentir. En esta habitación no hay nadie que piense que soy una prioridad en la vida de Alexandros.

Lo dijo con firmeza y seguridad, como si no comprendiese por qué se mostraba ofendida su madre, o por qué debería ofenderse él. Entonces, como si no hubiese soltado aquella bomba, se giró hacia Petros y le preguntó:

–¿Habéis decidido quedaros un tiempo en el apartamento de Atenas?

Su hermano respondió, incluyendo a su esposa en la conversación. Al parecer, iban a quedarse a vivir en el apartamento. Otra diferencia más entre Alexandros y Petros.

Su hermano pequeño se había mudado a uno de los dos áticos que había en el edificio Kristalakis al terminar la universidad y empezar a trabajar en el negocio familiar.

Corrina se había mudado con él allí después de la boda en vez de volver a la enorme casa familiar, de la que Alexandros no había salido hasta que había comprado la casa de campo en la que Pollyanna y él vivían en esos momentos.

Varias generaciones de la familia habían vivido juntas en aquella casa desde que su bisabuelo la había comprado para vivir en ella con su esposa.

–¿No te parece que se os va a quedar muy pequeño cuando tengáis familia?

–No tenemos prisa por tener hijos, pero, cuando lo hagamos, ya pensaremos si queremos vivir en Atenas o trasladarnos al campo, como ha hecho Alexandros.

–Lo pasamos muy bien cuando vamos los fines de semana a vuestra casa –le dijo Corrina a Pollyanna sonriendo–. Aunque estoy segura de que lo importante no es la casa, sino la compañía.

Pollyanna le devolvió la sonrisa con verdadero afecto.

Él se había fijado en que su hermano no había dicho «como han hecho Alexandros y Pollyanna» porque su esposa no había participado en aquella decisión. Alexandros se había dado cuenta de lo infeliz que era su esposa teniendo que convivir con su madre y había decidido romper con la tradición familiar comprando una casa. Y pidiendo que la decorasen.

Su madre lo había convencido de que a Polly le gustaría la sorpresa, ya que la decoración no era algo que pareciese interesar a su esposa demasiado.

Pero esta no se había puesto demasiado contenta al enterarse de que iban a vivir en el campo y que él iría y vendría todos los días a trabajar a la ciudad.

De hecho, que Alexandros recordase, aquella había sido la última discusión que había tenido con su esposa.

–Alexandros no ha tardado en tener hijos –volvió a intervenir su madre.

Corrina separó los labios para decir algo, pero sacudió la cabeza y los volvió a juntar.

–¿Qué ibas a decir? –le preguntó Alexandros a su cuñada.

–No importa.

–Estamos en familia. Puedes contarnos lo que estás pensando.

Entonces, Corrina resopló.

–Iba a decir que si los embarazos fuesen tan complicados para ti como lo son para tu esposa, tal vez habrías esperado un poco más a tener hijos.

–Eso es ridículo –dijo su madre–. Es la mujer la que tiene que enfrentarse a las dificultades de traer hijos al mundo. Eso no convierte a mi hijo en una persona egoísta por querer que su esposa le dé herederos.

–Mi esposa no ha dicho que Alexandros fuese egoísta –intervino Petros en tono enfadado.

Sorprendentemente, en ese momento fue la mujer de Alexandros la que intentó calmar las aguas.

–A mí me encanta ser madre –le dijo a Corrina–. Ya sabía a qué me exponía cuando accedí a tener un segundo hijo.

Su esposa volvió a sonreír de verdad antes de mirar de nuevo a su madre.

–Estoy segura de que no pretendías criticar la decisión de Petros y Corrina de esperar a tener hijos.

–No, por supuesto que no –dijo su madre.

Aunque Alexandros no estaba tan seguro, y Petros tampoco lo parecía, pero Corrina consiguió relajarse de nuevo y sonrió a Pollyanna.

–Eres una madre maravillosa.

–Gracias. Helena es la alegría de mi vida.

En el pasado, había dicho que él y su matrimonio eran lo que más feliz la hacía en la vida, pero ya hacía tiempo que Alexandros tampoco oía nada de aquello.

Anunciaron que la cena estaba servida y eso evitó que hubiese más palabras tensas.

Al pasar a la mesa, su esposa hizo el esfuerzo de hablar solo de temas sin importancia, y no entró a las claras provocaciones de su madre y de su hermana.

Alexandros se preguntó si aquello siempre había sido así y él no había querido darse cuenta en pro de la paz familiar.

 

 

Eran más de las diez de la noche cuando se subieron a la limusina que los llevaría hasta el helipuerto para poder volver a casa.

Alexandros casi no esperó a que se cerrase la puerta para decirle a Pollyanna:

–No me puedo creer que le hayas dicho a mi familia que no soy un marido atento.

La carcajada de esta lo sorprendió.

–¿Acaso opinas lo contrario?

–¿Cuándo te he descuidado? –inquirió él–. ¿Podrías mirarme cuando te hablo?

Ella levantó la cabeza, más que enfadada, parecía cansada.

–¿Cuándo no? –le preguntó ella.

–Eso no es cierto.

–Si tú lo dices.

Pollyanna apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.

–¿No te parece que es un tema digno de discutir?

–No sé si te has dado cuenta, pero ya hay pocos temas que me parezcan dignos de discutir contigo, Alexandros.

–No me gusta que digas que mi hermano es mejor marido que yo –admitió él.

–Jamás se me ocurriría comentar lo buen marido que es tu hermano.

–Has dicho que es más atento y considerado que yo.

–Si para ti eso significa ser bueno o malo, podrías tenerlo en cuenta, aunque ambos sabemos que no vas a hacerlo.

–¿Qué quiere decir eso? –le preguntó él, dándose cuenta de que había levantado la voz.

A ella no pareció importarle que casi le estuviese gritando, no se molestó en abrir los ojos ni en mirarlo.

–Si quisieras ser atento, lo serías. Si quisieras ser protector, lo serías. Si quisieras ser considerado, lo serías.

Se interrumpió para quedarse pensando y, después, añadió:

–Ser considerado significa pensar en cómo afectan tus decisiones a los demás, y eso se te da bastante mal.

–Me paso el día tomando decisiones que afectan a miles de personas.

–Sí.

–¿Y piensas que no me importa cómo les afecta?

–No.

–Puedo ser una persona considerada –le informó Alexandros, preguntándose cómo era posible que Pollyanna no se hubiese dado cuenta en sus cinco años de matrimonio.

–Con tu madre, tal vez.

–¿Vamos a discutir otra vez de por qué me pongo del lado de mi madre en vez de ponerme del tuyo?

–No. No pensé que estuviésemos discutiendo –le dijo ella suspirando, todavía con los ojos cerrados–. Estoy cansada. ¿Qué quieres que te diga exactamente, Alexandros?

–Que no soy un mal marido –le pidió él.

Ella por fin giró la cabeza y abrió los ojos para fulminarlo con la mirada.

–Alexandros, estoy embarazada de seis meses y tengo una hija de tres años. Aunque no tuviese que asistir a todos esos eventos benéficos a los que me haces ir, ya estaría agotada. No cansada, agotada –le dijo ella, apoyándose una mano en el vientre–, pero tú sigues insistiendo en que atienda a una estilista para asistir a tus desagradables cenas familiares que, además, hacen necesario un incómodo trayecto en helicóptero de cincuenta minutos.

–No pensé que te resultase tan pesado.

Aunque sabía que tenía que haberse dado cuenta. Se maldijo.

–Por supuesto que no. Y, aunque te hubieses dado cuenta, no te habría importado. Nunca, en cinco años de matrimonio, has tomado una decisión pensando en mi felicidad, ni siquiera en mi bienestar. No eres un mal marido, Alexandros, eres un marido horrible.

Él guardó silencio después de aquello.

–Si tan horrible soy, ¿por qué sigues casada conmigo? –le preguntó por fin.

–Porque hice unas promesas ante Dios y no voy a incumplirlas. Además, tenemos una hija. Desde que me quedé embarazada dejé de pensar solo en mi felicidad.

–Entonces, ¿seguirías casada conmigo en cualquier circunstancia? –le preguntó él.

–No, en cualquier circunstancia, no.

–¿Y qué invalidaría esos votos? –le preguntó.

–Malos tratos. O una infidelidad.

–¿Así que eso es lo único que hago bien, no maltratarte ni ser infiel?

–Más o menos –suspiró ella–. Y eres bueno en la cama. No eres un amante egoísta.

Pero sí era egoísta en otros aspectos de la vida.

Alexandros no supo cómo responder a aquello.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LLEGARON al helipuerto y Alexandros se alegró de poder interrumpir aquella discusión.

Observó a su esposa salir del coche y se fijó en lo cansada que parecía. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Ya había tenido aquellas ojeras antes de salir de casa y caminaba más despacio de lo normal.

Se maldijo y la tomó en brazos para llevarla hasta el helicóptero. Ella no protestó, de hecho, lo sorprendió relajándose entre sus brazos.

¿Significaba eso que confiaba en él? ¿O era sencillamente que estaba agotada?

Una vez en el helicóptero, Alexandros se quitó la chaqueta y la tapó. Pollyanna tampoco protestó, sino que se relajó a su lado y se quedó dormida casi al instante.

De acuerdo, estaba agotada.

Ni siquiera se despertó cuando llegaron a casa y volvió tomarla en brazos para llevarla hasta su dormitorio. Allí, Alexandros la desvistió por primera vez sin pensar en sexo.

Se dijo que, pensase lo que pensase ella, sí que le importaba su bienestar. Por supuesto que sí. Era su esposa y, aunque no se lo dijese casi nunca, la amaba.

Le quitó las horquillas del pelo y buscó toallitas desmaquillantes para hacer algo que no había hecho nunca, limpiarle con cuidado los restos de un maquillaje que a ella no le gustaba llevar.

Entonces, ¿por qué se maquillaba?

Porque él le había dicho que era lo que se esperaba de la esposa de Alexandros Kristalakis, uno de los hombres más poderosos de Grecia, y del mundo entero.

Él había pensado que la estaba ayudando a encajar en un mundo en el que no tenía experiencia, aunque tal vez sus consejos, más que consejos, habían sido exigencias.

No obstante, en los cinco años que llevaban casados, su esposa se había involucrado en obras sociales en las que su madre no había participado antes y había hecho su propio círculo de amigos.

Terminó de prepararla y la metió en la cama. Poco después se metió el también y la abrazó.

–Andros –susurró ella contra su pecho, dormida.

Él se puso tenso al oír aquel nombre que Pollyanna no había utilizado en mucho tiempo, ni siquiera cuando hacían el amor. Sin pensarlo, la sacudió suavemente y le preguntó.

–¿Por qué ya nunca me llamas Andros?

–Porque Andros es el hombre del que me enamoré –le respondió ella sin despertarse.

–¿Y quién es Alexandros?

–El hombre con el que me casé –le dijo ella, dándole la espalda.

Alexandros la abrazó y tuvo la sensación de que la percepción que tenía de su vida cambiaba de repente.

 

 

Polly despertó descansada y tranquila, sintiéndose mejor que en toda la semana a pesar de cómo había terminado la velada la noche anterior.

No recordaba haberse desvestido ni desmaquillado, pero había dormido desnuda, como le gustaba a su marido, y tenía las pestañas limpias.

Estaba sola en la cama, eso no era nuevo, pero encima de la almohada de su marido había una rosa amarilla.

La tomó y se la llevó a la nariz mientras leía la nota que había encontrado al lado: Buenos días, agape mou.

Era la primera vez que Alexandros le escribía una nota personal. Él no escribía notas, hacía regalos caros, le resultaba más sencillo gastar dinero que mostrar sus sentimientos.

Polly fue a buscar a su hija y desayunaron juntas, como de costumbre. Todavía no habían terminado cuando le llegó un mensaje de texto al teléfono. Era Alexandros, que le preguntaba qué tal estaba. Ella le respondió que bien y siguió hablando con su hija. No digas que estás bien si no es verdad. ¿Sigues agotada?, volvió a escribirle él. ¿Por qué me lo preguntas? Acaso quieres añadir algún acto a mi agenda.

Entonces, para su sorpresa, Alexandros la llamó por teléfono.

–Hola. No quiero añadir nada a tu agenda, yineka mou. Solo quería saber si te encontrabas mejor esta mañana. Anoche estabas agotada.

–Estoy embarazada, es lo normal.

–Pero tener que prepararte para una cena familiar no ayuda, ¿verdad?

Ella no respondió, no iba a disculparse por haber dicho aquello. Era la verdad.

–Voy a ir a comer a casa –añadió Alexandros.

–¿Por qué? –le preguntó ella sorprendida.

–Para ver a mi esposa y a mi hija.

Ella no dijo que ya habían cenado juntos la noche anterior porque supo que a su hija le haría mucha ilusión verlo.

–Hasta entonces. Yo te puedo esperar hasta que llegues, pero ya sabes que Helena duerme la siesta a la una en punto.

–Estaré ahí a mediodía.

–De acuerdo.

Pollyanna oyó el helicóptero a las doce menos cinco, mientras leía información acerca de una colecta y Helena coloreaba a su lado.

–Debe de ser papá. ¿Vamos a recibirlo? –le preguntó a su hija, tendiéndole la mano.

–¿Papá? –gritó la niña emocionada, poniéndose en pie.

Alexandros ya iba en dirección a la casa cuando ellas salieron, y sonrió de oreja a oreja al ver a su hija. Helena corrió hacia él, que la levantó en volandas, la abrazó y le dio un beso.

A Polly se le encogió el corazón al verlos, como le ocurría siempre. Tal vez aquel hombre no fuese el marido con el que había soñado, pero era su marido.

Si hubiese podido dejar de amarlo, lo habría hecho, pero no era capaz.

Alexandros le había preguntado la noche anterior por qué seguía casada con él, pero ella le había ocultado el principal motivo: que todavía lo amaba.

Durante la comida, Helena le dijo a su padre que quería ir al zoo, pero este le explicó a la niña que su mamá estaba demasiado cansada para llevarla y tendría que esperar.

–De hecho, he informado a mi madre y a mi hermana de que nuestras reuniones semanales tendrán que tener lugar aquí, a mediodía, no para cenar.

–¿Qué? ¿Por qué? –le preguntó Pollyanna.

–Es un cambio que tendríamos que haber hecho cuando te quedaste embarazada la primera vez. Necesitas descansar más que los demás –le respondió él sonriendo.

–¿Pero…?

–La otra vez que estuviste embarazada yo estaba inmerso en la adquisición de un conglomerado y no te presté la atención adecuada, por eso le pedí ayuda a mi madre, que no te ayudó como yo había imaginado. De hecho, ella me aseguró que estabas bien, que todo lo que te ocurría era normal.

–Y era normal, lo que no significa que fuese fácil –le dijo ella.

–De verdad que pensé que mamá te ayudaría mientras yo trabajaba siete días a la semana.

–¿Que tu madre me ayudaría? –repitió ella con incredulidad.

–No me di cuenta de lo anticuadas que eran sus opiniones acerca del embarazo –admitió él.

A Pollyanna le sorprendió que criticase a su madre, aunque fuese veladamente. Solía protegerla siempre.

–Ni de lo mucho que disfrutaba con mi malestar –le dijo ella.

Alexandros frunció el ceño.

–Estoy seguro de que eso no es verdad.

Y así zanjó la conversación.

Polly no se molestó en continuar. Había aprendido que no merecía la pena. Además, tampoco estaba segura de que Athena hubiese disfrutado con aquello.

En cualquier caso, se dijo que, aunque Alexandros se mostrase comprensivo de repente, no se iba a equivocar pensando que su marido había cambiado.

Athena Kristalakis se había puesto furiosa cuando se había casado con una desconocida norteamericana en vez de con la bella aristócrata griega que ella le había elegido.

Tanto esta como su hija Stacia habían hecho todo lo posible para que Polly se sintiese como una extraña en su casa y se habían asegurado de que las personas que formaban parte de su círculo la tratasen con el mismo desdén.

¡Athena incluso le había cambiado el nombre! Había empezado a llamarla Anna sin preguntarle si le parecía bien. Y no le había parecido bien.

Ella se llamaba Polly. Sin embargo, con el paso del tiempo, Polly había permitido que Anna formase parte de su vida. Era una fachada que se interponía entre ella y cualquier interacción con sus detractores, e incluso con su marido.

–Tu silencio no implica que estés de acuerdo –le dijo él.

–No.

–Es tu manera de hacerme saber que ya ni te molestas en discutir conmigo.

–Tal vez.

–Tengo la sensación de que mi madre tiene casi tanto terreno por recuperar contigo como yo.

De repente, a Polly se le ocurrió algo.

Su marido era un hombre terriblemente competitivo. Y la noche anterior, sin quererlo, ella había despertado en él la necesidad de demostrar que era mejor marido que su hermano pequeño.

El problema era que eso iba a exigir algo que Alexandros, sencillamente, no podía darle.

Amor.

–Estoy empezando a darme cuenta de que utilizas mucho los silencios como respuesta –añadió él en un tono que a Polly le resultó difícil de interpretar.

–Solías regañarme cuando estaba en desacuerdo contigo.

–Ten cuidado con lo que deseas, dicen…

–¿Me estás diciendo que quieres que discuta contigo?

Anna no se lo podía creer.

–Quiero que pienses que merece la pena.

–Es un objetivo al que aspirar –le respondió ella en tono más jocoso de lo que solía utilizar con él.

A juzgar por la mirada de Alexandros, este también se había dado cuenta.

–Tienes cita con el quiropráctico y el acupunturista dentro de dos días –le contestó, cambiando de tema para evitar una confrontación–. Habría reservado para mañana, pero ya tienes cita con el ginecólogo.

–¿El miércoles? Pero si tengo una reunión del comité en Atenas. ¿Se te ha olvidado que iba a ir en el helicóptero contigo?

Lo había organizado todo Beryl, como hacía siempre que Polly necesitaba ir a la ciudad.

Polly volvería después a casa en coche, con un conductor, tras haber comido con su ocupado marido. Era uno de esos lujos que disfrutaba: pasar tiempo a solas con Alexandros durante el día.

–No quiero que vuelvas a viajar en helicóptero mientras estés embarazada –le dijo él.

–¿Y mi trabajo?

–Que lo haga otra persona.

Como si todo el esfuerzo que ella estaba haciendo no valiese nada. ¡Muchas gracias, marido!

–¿Y si no lo puede hacer otra persona?

–Contrataremos una asistente para Beryl y ella ocupará tu lugar en las reuniones. Después de tanto tiempo trabajando contigo, sabe cuál es tu punto de vista y hasta dónde quieres implicarte o no.

Alexandros alargó la mano sobre la mesa y tomó la suya.

–Escúchame, pethi mou. No puedo permitir que sigas poniendo en riesgo tu salud, te valoro demasiado. Y a pesar de que tu trabajo con los niños y los marginados es muy importante, tú eres más importante para mí.

Alexandros le estaba diciendo todo lo que le debía decir, pero Polly no era capaz de creérselo.

No podía volver a bajar la guardia ni a pensar que la amaba, la valoraba y que se había casado con ella por algo más que el deseo que sentía por su cuerpo.

–Para mí Beryl es indispensable –le respondió–, pero no es la mujer de un multimillonario.

–Pero tiene acceso a ti y puede influir en tus decisiones. Eso será suficiente durante esta época de tu vida.

–Supongo que ya habrás hablado con ella del tema –comentó Polly, que no era tan ingenua como para creer lo contrario.

Alexandros no esperaba nunca antes de actuar.

Le apretó cariñosamente la mano.

–Por supuesto. Me conoces muy bien.

Pero ¿la conocía él a ella?

–¿No te parece que debías haberme consultado antes de haber hecho esos cambios?

–He visto que había un problema y he intentado solucionarlo. ¿Qué hay de malo en ello?

–Que soy yo la que debe encontrar una solución.

–Pero no lo has hecho y estabas agotada.

En eso no podía llevarle la contraria. Polly también tenía su buena dosis de orgullo y no había querido admitir que no estaba físicamente como para mantener la misma agenda de siempre.

–Como también hayas contratado a una niñera a mis espaldas, vamos a tener una conversación muy seria –le advirtió.

–Casi merecería la pena si con eso consiguiese que discutieses conmigo, pero no te preocupes, jamás haría algo así.

–¿Quieres que esté enfadada contigo? –le preguntó ella.

Era la segunda vez que Alexandros aludía a aquello y Polly estaba intentando comprender por qué, de repente, su marido quería que se volviese a comportar como ella había sido al principio.

Había estado dispuesta a discutir siempre que no había estado de acuerdo con sus autocráticos puntos de vistas. Y se había enfadado con él con mucha más frecuencia de lo que le hubiese gustado.

Porque había tenido la esperanza de que Alexandros la tratase como si la amase.

No obstante, ya no tenía ninguna esperanza.

–No –le respondió él, cosa que no la sorprendió–. Lo que quiero es que seas real conmigo. Me acabo de dar cuenta de que hace mucho tiempo que no veo a la Pollyanna de verdad. Y también me he dado cuenta de que hay unas pocas personas que sí que la ven.

–¿Qué quieres decir?

–Mi hermano y su esposa, y los pocos amigos que no son solo conocidos.

Alexandros había dejado fuera a la familia de Polly, tal vez porque era consciente de que mencionarla solo habría servido para enfatizar las diferencias entre cómo lo trataban a él los hermanos y los padres de Polly y cómo la trataban a ella su hermana y su madre.

–Ellos no me llaman Anna.

Al fin y al cabo, esa era la verdadera línea divisoria.

–Entonces, ¿solo hay que llamarte Pollyanna para poder formar parte de ese círculo de elegidos? –le preguntó él en ese tono sugerente que solía reservar solo para el dormitorio.

Ella sintió calor en las mejillas al notar que su cuerpo reaccionaba a él.

–No sé de qué círculo me estás hablando.

Aunque sí que lo sabía. Alexandros se refería a las personas en las que confiaba, incluidas aquellas con las que podía contar desde que se había mudado a Grecia.

Y su marido no estaba entre ellas.

–Sí que lo sabes.

–Bueno, sí –admitió ella.

–Yo te llamo Anna.

–Sí.

–Y no te gusta.

–No es mi nombre.

–Es una manera de llamarte.

–Que a tu madre le parece más aceptable que mi nombre. Ya lo sé.

–Nunca me has pedido que te llame Pollyanna en vez de Anna.

Ella sacudió la cabeza.

–Eso no es verdad.

Él separó los labios para contradecirla, pero entonces debió de recordar algo, porque palideció de repente.

–Me dijiste que Anna no era tu nombre y que preferías que no lo utilizase.

–Pero tu madre ya había dejado claro lo poco que le gustaba mi verdadero nombre.

–Así que empecé a llamarte Anna cuando ella estaba delante.

–No solo cuando ella estaba delante.

–Se me escapó Polly alguna vez y me di cuenta de que tenía que llamarte siempre Anna, por coherencia.

La otra opción, por supuesto, habría sido no llamarla nunca Anna. Por coherencia. Y porque Polly le había dejado claro que era lo que quería, pero ¿desde cuándo lo que Polly quería o necesitaba se anteponía a lo que quería su madre? Nunca.

Helena llamó la atención de su padre en ese momento y Polly se lo agradeció. No quería seguir con aquella conversación.

Nadie podía cambiar el camino que había tomado su matrimonio, porque ella se había dado cuenta demasiado tarde de que se había casado con un hombre que estaba programado para hacerle daño.

Porque Alexandros no la amaba, ni siquiera cuando había hecho algo que lo hacía muy feliz, como darle una hija.

Si la hubiese amado, no la habría tratado así. El mero hecho de que Alexandros hubiese insistido en que se mudasen a casa de su madre, donde ella había tenido que convivir con aquellas dos brujas, era una muestra de lo poco que le importaban sus sentimientos.

Él había sabido desde el principio que Athena había querido que se casase con otro tipo de mujer.

No obstante, Alexandros se habría molestado si ella le hubiese dicho lo que pensaba de su hermana y su madre.

Fueron a acostar a su hija juntos y Polly disfrutó tanto de aquel momento en familia que se le humedecieron los ojos.

–¿Estás bien? –le preguntó él tras salir del dormitorio de su hija.

–Sí –le respondió ella, limitándose a contestar lo que Alexandros esperaba oír.

De repente, se encontró entre sus brazos, de camino a su propio dormitorio.

–¡Si es mediodía, Alexandros!

–¿Cuándo ha sido eso un problema?

Era cierto que algunos fines de semana aprovechaban la siesta de su hija para disfrutar de su intimidad, pero nunca entre semana.

–¿No tienes que volver a la oficina? –le preguntó ella mientras Alexandros la tumbaba en la cama y la miraba con deseo.

–La oficina puede esperar –le respondió él, quitándose la chaqueta y la corbata a toda velocidad.

Ella dio un grito ahogado, sorprendida ante aquella novedad.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ALEXANDROS se quitó la camisa por la cabeza con impaciencia, se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones.

–Se van a arrugar –le advirtió Polly.

–¿Y te importa? –le preguntó él.

Su esposa negó con la cabeza mientras lo devoraba con la mirada.

–Me gusta cómo me miras. En el dormitorio.

Había algo extraño en su expresión, algo que Polly no era capaz de descifrar. Como si ella hubiese dicho algo que lo hubiese molestado.

Se apoyó sobre los codos, sintiéndose segura de sí misma, como no se sentía en ningún otro aspecto de su relación. Allí, en la cama, era evidente que congeniaban a la perfección.

A pesar de que Polly ya no creía que Alexandros la amaba, la unión de sus cuerpos seguía siendo hacer el amor porque ella todavía lo sentía por él. Y, además, estaba segura de que él sentía cariño por ella.

–Es todo culpa tuya –le dijo ella en tono apasionado, en un tono que Alexandros no podría malinterpretar.

–No me pongas a prueba –le advirtió él.

Pero eso no la preocupó. Polly se agarró el vestido, dispuesta a quitárselo y Alexandros la sujetó por las muñecas.

–Déjame eso a mí.

–Puedo desnudarme sola.

–No estando yo aquí para hacerlo.

Eso era cierto. Aunque no fuesen a tener sexo, su marido siempre había considerado que era un privilegio quitarle la ropa. Ya fuese porque Polly iba a prepararse para dormir o porque iba a cambiarse para la cena, a Alexandros siempre le había gustado desvestirla.

En esa ocasión, sin embargo, era evidente que iban a tener sexo. La tensión sexual podía palparse en el ambiente.

Alexandros estaba completamente excitado. La tomó de las manos para hacer que se pusiese en pie, le hizo girarse y le bajó la cremallera del vestido, dejando al descubierto unas curvas exageradas por el embarazo. Después, se tomó su tiempo acariciándola lentamente antes de quitárselo.

–¿Ahora quién está jugando con quién, Alexandros? –le preguntó ella.

–Tu marido.

–En eso tienes razón, eres mi marido.

–Y siempre lo seré –le aseguró él–. Jamás te tocará nadie más así.

–Te veo muy posesivo.

–Porque eres mía.

–Y tú mío –le recordó ella–. Ambos llevamos las alianzas a juego.

Él apoyó los labios en la base de su cuello, haciendo que Polly dejase de pensar. Alexandros sabía cuáles eran sus puntos débiles y, al parecer, estaba decidido a pasar por todos.

Cuando quiso darse cuenta, Polly estaba desnuda sobre la cama, con la cabeza de su marido entre las piernas, haciéndola retorcerse del placer.

Pero ella quería más.

–Alexandros, venga.

Él acarició su clítoris con la lengua y la hizo llegar al orgasmo antes de incorporarse y colocar su erección en la entrada de su sexo húmedo e inflamado.

La penetró, llenándola y dándole todavía más placer. Empezó a moverse en su interior despacio y Polly notó que su cuerpo volvía a prepararse para un segundo clímax.

En esa ocasión llegaron al final juntos y el gemido de Alexandros se mezcló son su grito de placer.

Después, él la abrazó con fuerza.

Ella frotó el rostro contra su pecho y le dio un beso.

–Ha estado bien –comentó.

–Mejor que bien.

–Ha sido increíble.

–Eso me parece mejor.

Polly bostezó.

–No debería estar tan cansada, hoy he dormido hasta tarde.

–Pero estás embarazada. Necesitas descansar.

–Si tú lo dices.

–Sí.

Polly no supo durante cuánto tiempo se había quedado Alexandros allí con ella, pero, cuando este se levantó de la cama, ella estaba medio dormida.

–Voy a ducharme y a volver a Atenas.

–El trabajo no espera –balbució ella.

Su marido se echó a reír.

–Pues esta tarde ha tenido que esperar por mi esposa.

Ella sonrió al oír aquello y se quedó dormida con el ruido de la ducha de fondo. Cuando despertó, varias horas después, se enteró de que Alexandros había dado estrictas instrucciones a sus empleados de que nadie la molestase. Beryl se había ocupado de las llamadas y Dora había cuidado de Helena hasta que había llegado Hero. Todo había sido organizado por su marido multimillonario antes de marcharse a Atenas.

Polly se levantó con el tiempo justo para poder cenar con su hija y no le sorprendió que el ama de llaves la informase de que Alexandros no llegaría a tiempo de cenar con ellas. Helena preguntó por él, pero no pareció disgustarse cuando le dijeron que su papá iría después a verla a la cama.

Y llegó justo en el momento en el que la niña se estaba acostando, así que Polly no se disgustó tampoco.

 

 

A la mañana siguiente, Polly se quedó de piedra al ver que su marido estaba sentado a la mesa del desayuno junto con Beryl y Helena.

–Me he quedado para poder acompañarte al ginecólogo –anunció, como si mereciese una medalla por ello.

–Me dijiste que no tenías tiempo.

–¿Cuándo he dicho yo eso?

–Cuando me quedé embarazada de Helena.

–Entonces, todo era diferente.

–¿Porque tenías mucho trabajo?

Él asintió y se ruborizó. No le gustaba pensar en aquella época más que a ella, pero por otros motivos.

–¿Hace falta que te recuerde que estoy embarazada de seis meses?

–Las cosas cambian.

Alexandros se había dado cuenta de que su hermano sí acudiría al ginecólogo con Corrina y, una vez más, estaba compitiendo con él como marido.

Pero como en realidad Polly siempre había deseado tenerlo a su lado cuando iba al ginecólogo, lo dejó pasar y se limitó a contestar:

–Está bien.

Él le dedicó una mirada indescifrable, aunque Polly tampoco se esforzó mucho en descifrarla. Estaba demasiado ocupada intentando ordenar sus ideas.

Repasó con Beryl su agenda y se dio cuenta de que Alexandros se había tomado la libertad de cancelarle varias reuniones de trabajo sin preguntarle antes.

Ella decidió no discutir tampoco por aquello porque, sinceramente, estaba muy cansada y le había costado levantarse de la cama.

Así era como estaba con aquel embarazo, por mucho que intentase llevar una vida normal.

 

 

La doctora Hope puso gesto de sorpresa al ver a Polly acompañada por su marido.

Solo se habían visto en una ocasión, cuando Polly había dado a luz a Helena, y no habían demostrado demasiada simpatía el uno por el otro. Alexandros se había presentado en el último minuto, después de recibir la correspondiente llamada.

Uno de los guardaespaldas había estado pendiente de lo que ocurría en el paritorio y había avisado a Alexandros de que había llegado el momento de que Polly empezase a empujar.

No obstante, ella no había estado sola. Alexandros había conseguido que sus padres viajasen desde Estados Unidos para pasar con ella las dos últimas semanas del embarazo. Su madre no se había separado de su lado y su padre había estado entrando y saliendo durante el largo parto.

Después, el padre había vuelto al trabajo una semana después del nacimiento de Helena, pero su madre se había quedado con ella otro mes más. Todo a petición de Alexandros, se recordó Polly.

Teniendo en cuenta que la ginecóloga le había advertido con frecuencia que debía recortar su agenda, debía haberse imaginado que también le diría a Alexandros que la notaba muy cansada y que era evidente que no estaba cuidando bien de ella.

Sin embargo, se sintió mal al volver a oír la poca atención que recibía de su marido y, sin pensarlo, perdió el control de sus emociones y protestó:

–No sé por qué todo el mundo quiere restregarme por las narices que no le importo lo suficiente a mi marido como para cuidar lo más mínimo de mí. ¿Acaso piensa que no lo sé? Estoy haciendo todo lo que puedo.

O tal vez no. Tal vez Polly necesitaba dejar atrás su orgullo y dejar que el dinero de Alexandros hiciese parte de su trabajo.

La doctora Hope la miró con tristeza.

–Soy consciente, Polly.

Y fulminó con la mirada a Alexandros.

–No te está restregando nada a ti, yineka mou –le dijo este–. Me lo está diciendo a mí para que me entere de que soy un egoísta. A ver si, a fuerza de que me lo digan, lo entiendo por fin.

Polly apartó la mirada de su marido porque mirarlo en esos momentos le dolía a pesar de que había pensado que estaba acostumbrada a las limitaciones de su relación. En cualquier caso, Alexandros había decidido reescribir las reglas de juego y ella no sabía por qué.

El resto de la visita transcurrió mejor, con Alexandros haciendo las preguntas que habría hecho cualquier marido preocupado y la doctora Hope intentando responderle con paciencia y sin hacer más recriminaciones.

 

 

Polly esperó a que estuviesen en el coche, con la ventana que los separaba del conductor cerrada, para preguntar:

–¿Por qué estás siendo tan atento conmigo? No lo entiendo.

Entonces, se le ocurrió una idea horrible, tan horrible que se le cortó la respiración.

Se sentó muy recta, con todo el cuerpo en tensión, y lo acusó:

– ¿No será que tienes una amante y no quieres que me divorcie cuando me entere?

–No –le respondió él, mirándola casi como si se fuese a echar a reír, pero poniéndose serio después–. ¡No! Polly, no he estado con ninguna otra mujer desde que tuve mi primera cita contigo.

–¿Puedo creerte?

–¿Acaso te he mentido alguna vez?

–Sí –le respondió ella sintiéndose dolida–. Tu hermana ya me lo advirtió, pero pensé que lo que me estaba diciendo era una tontería. Me intentó hacer daño cuando me acerqué a ella, por eso no volveré a cometer el mismo error.

Alexandros no podía creer lo que estaba oyendo.

–Te he fallado como marido, pero nunca te he mentido.

Ni siquiera pensó en lo que Polly le había dicho de su hermana, porque no podía creerse que su esposa no confiase en él.

–Sí que me has mentido –lo contradijo ella.

–¿Cuándo?

–Cuando me pediste que me casase contigo. Me dijiste que harías todo lo que estuviese en tu mano para hacerme feliz.

Y, como era evidente, Polly pensaba que no lo había hecho.

–Pensé que dándote todo lo que querías serías feliz.

–Pero no me has dado lo más importante.

–Estoy trabajando en ello.

–Pero me mentiste. Me mentiste cuando me dijiste que me amabas.

–No te mentí. Lo que ocurrió fue que no me di cuenta de que tenía que demostrártelo. Y sí que te amo.

Ella se echó a reír como si acabase de contarle un chiste, pero fue una risa amarga.

–Eres mi esposa porque yo he decidido que lo seas. No te estoy mintiendo.

–Un hombre enamorado no trata a una mujer como tú me has tratado a mí –le recriminó Pollyanna en tono firme.

–Un hombre demasiado centrado en su negocio y que quiere mantener la paz en su familia sí que se comporta así.

Un hombre que todavía no había superado la pérdida de su padre y que tenía miedo de perder a su madre, se comportaba así, pero no logró decirle aquello a su mujer. Alexandros nunca había sido una persona emocionalmente vulnerable.

Su padre le había enseñado a no serlo.

Como si lo que él acababa de decir no tuviese ninguna importancia, Pollyanna se encogió de hombros y giró la cabeza, y Alexandros supo que sus palabras habían caído en oídos sordos.

O en los oídos equivocados.

–Cambiaré –le prometió.

Ya había empezado a cambiar, pero seguro que Polly tampoco le creería si le decía aquello.

–No por mí.

–Por supuesto que por ti, pero también por mí. Quiero recuperar la relación que teníamos al principio.

–Está muerta.

Él no estaba de acuerdo, pero era evidente que había roto la confianza que había existido entre ambos. Si había sido capaz de rescatar su empresa y muchas otras, sería capaz de rescatar también aquel matrimonio.

 

 

El miércoles, mientras repasaban su agenda durante el desayuno sin la inesperada presencia de Alexandros, Beryl le dijo a Polly que no se preocupase por las citas con la ginecóloga porque Alexandros lo había organizado todo para que fuese la doctora la que se desplazase.

Podrían utilizar la camilla para masajes que había en el gimnasio.

Ella se preguntó si Alexandros sabría que ella había dejado de hacer deporte después del segundo mes de embarazo. Y se recordó que no le importaba. Que ella iba a hacer lo necesario para mantener la paz, pero nada más. La vida que ella se había creado en Grecia era, al parecer, como Alexandros había esperado, aunque eso no era del todo verdad.

Formaba parte de varios comités benéficos, pero no de los más populares, sino de los que a ella le interesaban de verdad. Y la mayoría de estos no organizaban las espectaculares fiestas a las que a su suegra y a su cuñada tanto les gustaba asistir. Y había hecho amigas en esos comités, amigas que de verdad sacrificaban su tiempo y dinero por causas en las que creían.

Polly se vestía con ropa de diseñador y tenía chófer, tal y como quería Alexandros, pero dos veces al año donaba parte de su vestidor en subastas benéficas y solo compraba lo estrictamente necesario. Su chófer era un veterano de guerra retirado con una discapacidad que le permitía conducir, pero que le dificultaba encontrar otro trabajo. Y el coche era el mismo que Alexandros había comprado nada más casarse.

Alexandros compraba un coche nuevo cada dos años, pero ella los ponía a disposición de los directores de las asociaciones benéficas que lo necesitaban más que ella.

Polly solo asistía a los eventos a los que tenía que acompañar a su marido y solo cuando no lo podía evitar, pero nunca se perdía la hora de la cena con su hija. No había discusiones al respecto, sencillamente, no iba, y su marido enseguida se había enterado de que, para Polly, su hija era sagrada.

Ella no era desgraciada. Le encantaba ser mamá, amaba a su marido a pesar de saber que no era correspondida y lo creía cuando este le aseguraba que le era fiel. Lo ocurrido en el coche había sido fruto de sus hormonas, pero Alexandros se había tomado sus palabras en serio y eso ya era una experiencia nueva.

También había hecho que ella siguiese sabiendo que su marido no tenía la intención de buscarse una amante.

Dijese lo que dijese Stacia, Alexandros Kristalakis no era de ese tipo de hombres.

Él nunca incumplía su palabra a propósito y si Polly no confiaba en él no era porque pensase que Alexandros le mentía, sino porque le había mentido sin querer, y eso le parecía todavía más peligroso.

Polly sabía que Helena y ella eran muy importantes para él, por no decir lo más importante.

Y eso ya era más de lo que tenían muchas mujeres.

Tal vez no tuviese en la vida todo lo que quería, ni lo que había creído tener al casarse con el multimillonario griego, pero no tenía una mala vida.

Miró a su hija, que estaba sentada al otro lado de la mesa, y sonrió. No, no tenía en absoluto una mala vida.

 

 

Polly y Helena estaban en la piscina de agua salada, jugando un rato antes de la comida, cuando Polly vio acercarse un helicóptero.

Era el helicóptero de Alexandros, pero ella estaba segura de que no era su marido quien viajaba en él. Debía de ser el fisioterapeuta, aunque todavía faltaban dos horas para la cita.

Podía haber salido del agua, pero sabía que había un ama de llaves que se ocuparía de recibir a quien acabase de llegar.

Así que siguió jugando con Helena y se olvidó del helicóptero.

–Vaya, qué vista tan bonita –oyó decir en tono alegre a sus espaldas.

Ella miró hacia donde acababa de aparecer su marido.

–¡Alexandros! ¿Qué estás haciendo aquí?

Al tiempo que le hacía la pregunta, su hija se dio cuenta de la presencia de su papá y echó a nadar hacia su padre.

–¡Papá!

Él se inclinó hacia delante para sacar a su hija del agua como si no le importase el efecto del agua salada en el traje.

Una criada se acercó con una toalla para envolver a la niña y Alexandros sonrió a Polly de oreja a oreja.

–Voy a comer con mis dos chicas favoritas y, luego, trabajaré el resto del día desde casa.

Polly se quedó boquiabierta. ¿De verdad? ¿Sus dos chicas favoritas? No se lo podía creer.

–No si tu hermana y tu madre aparecen en la ecuación –replicó sin poder evitarlo.

Y enseguida cerró la boca y apretó los labios con fuerza.

En vez de enfadarse, como había ocurrido en otras ocasiones, su marido volvió a dedicarle una arrebatadora sonrisa.

–No tenéis competencia, yineka mou. Tú eres mi esposa y Helena es mi hija, y para mí no hay nada más importante en el mundo.

–¿Desde cuándo?

Él volvió a sonreír, sacudió la cabeza y respondió:

–¿Vas a salir del agua? Pensaba que Helena tenía que comer para poder echarse la siesta.

–Sí, por supuesto. Solo íbamos a quedarnos jugando diez minutos más.

–Pues quédate donde estás, me encanta lo que veo.

Ella bajó la vista a su abultado vientre y se preguntó cómo era posible que a Alexandros le gustase así.

Después, decidió que podía aprovechar la oportunidad para nadar un par de largos sin tener que estar pendiente de la niña.

–¿Estás seguro de que te puedes ocupar tú de Helena?

–Por supuesto.

Ella no se lo volvió a preguntar, se dio la media vuelta y se zambulló en el agua para nadar un poco antes de salir de la piscina. Podía haberse quedado un rato más, pero no pudo evitar querer formar parte de la bella estampa creada por su marido, que se había quitado la chaqueta del traje y la corbata, y su hija, que charlaban animadamente en una de las tumbonas que había cerca de la piscina.

A Polly no le gustó tener que romper aquel momento, pero tenía que hacerlo antes de que Helena estuviese demasiado cansada.

–Cariño, tienes que vestirte para comer.

–Pero mamá… –protestó Helena.

–Ven. Dora te ayudará a vestirte mientras yo ayudo a mamá –le dijo Alexandros.

–¿Me vas a ayudar a vestirme a mí? –le preguntó Polly.

Él la miró con deseo.

–No.

Alexandros la tomó en brazos y la llevó hasta la habitación.

–¿Cómo es que has venido a casa tan pronto? –le preguntó ella al llegar allí.

–Porque quería –le respondió él, dándole un beso en los labios.

Como siempre, Polly no pudo resistirse a él. No era capaz de resistirse a la atracción que había entre ellos, ni a la conexión emocional que sentía con Alexandros cuando estaban en la intimidad, aunque supiese que esta última no fuese correspondida.

De haberlo sido, Alexandros no habría pasado tanto tiempo viajando, porque, por ella, no habrían dormido ni una sola noche separados.

Él la abrazó y apretó la erección contra su cuerpo todavía mojado y Polly solo deseó tumbarse en la cama con él.

Alexandros le bajó el bañador, dejando los pechos erguidos al descubierto y juró antes de acariciárselos.

–Eres preciosa.

–Estoy gorda –le dijo ella.

–Ypérochos, énkyos, dikos mou.

Cuando se habían casado, Polly no hablaba griego, pero enseguida se había puesto a aprenderlo. Porque vivía en Grecia y necesitaba comunicarse, pero, sobre todo, para saber si lo que le decía Alexandros era que la amaba. Aunque no fuese así, cuando le dedicaba otros apelativos cariñosos también le llegaban al corazón.

«Preciosa. Embarazada. Mía».

–Tuya –admitió ella sin ningún problema porque era así.

–Dikos mou. Gia pánta.

¿Para siempre? Polly suponía que sí, pero no lo dijo.

–Tenemos que vestirnos –comentó en su lugar.

–Yo necesito cambiarme y tú, una ducha –la corrigió él.

Pero Polly negó con la cabeza.

–Me ducharé después de comer, si no, vamos a llegar tarde.

–Podemos llamar y pedirle a Dora que le dé la comida a Helena, yineka mou.

–No. Nuestra hija nos está esperando –le respondió ella–. No sería justo para Helena.

–¿Y qué hay de nosotros? ¿Es justo que tengamos que ir a comer cuando lo que deseamos es hacer otra cosa?

–Después tendremos todavía más ganas –le dijo Polly–. Si nos damos prisa, podremos ducharnos juntos después de comer y antes de mi cita.

–Después de comer con nuestra niña, nos tomaremos el tiempo que sea necesario.

Los demás podrían esperar al multimillonario y a su esposa.

Polly volvió a negar con la cabeza.