E-PACK Bianca diciembre 2017 - Varias Autoras - E-Book

E-PACK Bianca diciembre 2017 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Hijos del invierno Lynne Graham Solo quería una esposa, pero algo vibró en su oscuro corazón… Fríamente despiadado y profundamente cínico, Apollo Metraxis era uno de los solteros más cotizados del mundo. Pero, cuando descubrió que el testamento de su padre lo obligaba a casarse y tener un hijo para recibir la herencia, Apollo se vio empujado a hacer algo impensable. La sencilla Pixie Robinson era una mujer a la que Apollo no hubiese mirado dos veces, pero las deudas que había contraído su hermano la convertían en una mujer maleable y por tanto candidata a ser su esposa. Sin embargo, descubrir la inocencia de Pixie durante la noche de bodas tocó una escondida fibra en su oscuro corazón y Apollo se vio obligado a recapacitar. Y eso fue antes de descubrir que Pixie estaba esperando no solo uno sino dos herederos de la familia Metraxis. Sin olvido Heidi Rice La llama de la pasión que en el pasado les había consumido se reavivó. Xanthe Carmichael acababa de descubrir dos cosas: La primera, que su exmarido podía apropiarse de la mitad de su negocio. La segunda, que seguía casada con él. Al ir a Nueva York a entregar los papeles de divorcio en mano, Xanthe estaba preparada para presentarse sin avisar en la lujosa oficina de Dane Redmond, el chico malo convertido en multimillonario, pero no para volverse a sentir presa de un irreprimible deseo. ¿Cómo podía su cuerpo olvidar el dolor que Dane le había causado? Pero Dane no firmaba… ¿Por qué? ¿Se debía a que estaba decidido a examinar la letra pequeña de los papeles o a que quería llevarla de nuevo a la cama de matrimonio? La princesa rebelde Michelle Smart Siempre había obedecido a todos. Había llegado el momento de rebelarse.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 133 - diciembre 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-797-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Hijos del invierno

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Sin olvido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

La princesa rebelde

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Obsesión prohibida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Prólogo

 

LAS VOCES masculinas llegaban del balcón mientras Holly, inquieta, esperaba el momento adecuado para unirse a la conversación. Aunque no sería fácil porque sabía que su presencia nunca era bien recibida por Apollo Metraxis.

Pero, estando casada con Vito, no podía hacer nada porque su marido era el mejor amigo de Apollo. Solo recientemente había empezado a entender el aprecio que había entre ellos y lo a menudo que hablaban por teléfono. Amigos desde la infancia en un internado, eran casi como hermanos y Apollo había desconfiado de ella desde el principio por la simple razón de que era una mujer sin medios económicos. Sabiendo eso, Holly había sugerido quedarse en casa en lugar de acudir al funeral del padre de Apollo, pero Vito se había negado.

Por el momento, la visita a la villa de los Metraxis en la isla privada de Nexos estaba siendo todo menos agradable. Entre la multitud de gente que había acudido al funeral estaban todas las madrastras de Apollo y sus hijos, con los que Apollo no parecía tener relación. Y, según su marido, después de la lectura del testamento, Apollo había salido disparado al descubrir que debía casarse y tener un hijo para heredar el vasto emporio que había dirigido durante años en nombre de su padre enfermo. Cualquiera que conociese la aversión de Apollo Metraxis al matrimonio sabría que el testamento de su padre lo ponía entre la espada y la pared.

–Solo tienes que elegir a una entre tus muchas novias y casarte con ella –estaba diciendo Vito, que en ese momento no parecía el marido cariñoso al que Holly adoraba–. Tienes una lista larguísima. Cásate con una de ellas, sigue casado el tiempo que puedas y luego…

–¿Y cómo voy a librarme de ella una vez casado? –lo había interrumpido Apollo–. Las mujeres se pegan a mí como el pegamento. ¿Cómo voy a confiar en que mantenga la boca cerrada? Si se le escapa que es un matrimonio falso, mis madrastras impugnarán el testamento para quitarme la herencia. Si le dices a una mujer que no la quieres se siente insultada y quiere vengarse.

–Por eso necesitas contratar a una esposa. Necesitas una mujer con la que no mantengas una relación y que no tenga nada contra ti. Claro que, considerando tu mala reputación, no creo que sea fácil encontrarla.

Holly salió entonces a la terraza.

–Contratar una esposa me parece la mejor idea –opinó, nerviosa.

A pesar del elegante traje de chaqueta, Apollo Metraxis parecía el chico malo que era. Con el pelo negro largo hasta los hombros, unos ojos verdes asombrosos y un elaborado tatuaje asomando bajo el puño de la camisa blanca, era un tipo poco convencional, voluble y arrogante, todo lo contrario a su conservador marido.

–No recuerdo haberte invitado a opinar –le espetó él con sequedad.

–Tres cabezas piensan mejor que dos –replicó ella, dejándose caer sobre una silla.

Apollo enarcó una irónica ceja.

–¿Tú crees?

–No te pongas dramático, no eres tan buen partido.

–¡Holly! –exclamó Vito, con tono de reproche.

–Es verdad. No todas las mujeres quieren pegarse a él.

–Dime una que no lo haría –la invitó Apollo.

Holly tuvo que pensar un momento antes de responder. Apollo era uno de los solteros más cotizados, guapísimo y multimillonario. Nueve de cada diez mujeres se lo comían con los ojos en cuanto entraba en una habitación.

–Mi amiga Pixie, para empezar –respondió por fin, satisfecha–. Pixie no te soporta y si ella no puede contigo, seguro que también habrá otras.

Un ligero rubor oscureció los marcados pómulos de Apollo.

–Pixie no reúne los requisitos –dijo Vito a toda prisa, compartiendo una mirada de complicidad con su amigo. No le había contado a su esposa los términos exactos del testamento y, por eso, no podía saber que lo que sugería era imposible.

Apollo se sintió indignado por tal sugerencia. La amiga de Holly, Pixie Robinson, era una simple peluquera. Lo sabía todo sobre ella porque había hecho que la investigaran cuando Holly apareció de repente diciendo que esperaba un hijo de Vito. Había descubierto su oscuro pasado y las deudas de su infame hermano que, por alguna razón, Pixie estaba intentando pagar. El resultado de esas deudas había sido una paliza que la había dejado en una silla de ruedas, con las dos piernas rotas.

Sabiendo eso sobre su amiga, Apollo desconfiaba de Holly y se había maravillado de la decisión de Vito de casarse con ella. Desde entonces había esperado que Pixie intentase aprovecharse para pedirle dinero, aunque por el momento no lo había hecho.

Pixie Robinson, pensó de nuevo, mientras Vito y Holly entraban de nuevo en el salón. Recordaba bien a la diminuta rubia en silla de ruedas que lo fulminaba con la mirada en la boda de su amigo. Holly estaba loca. Claro que Pixie era su mejor amiga, pero aun así, ¿de verdad podía imaginar que se casaría con ella para tener un heredero? Apollo sintió un escalofrío. Claro que Holly no conocía la exigencia más arbitraria en el testamento de su padre.

Había subestimado a su padre, tuvo que admitir. Vassilis Metraxis siempre había insistido en la continuación del apellido familiar, de ahí sus seis matrimonios y sus fracasados intentos de tener otro hijo. A los treinta años, Apollo era hijo único. Su padre había querido empujarlo al matrimonio muchas veces, pero él había permanecido firme en su convicción de no casarse y no tener hijos. A pesar de sus manipuladoras madrastras, y avariciosos hermanastros, Apollo siempre había mantenido una buena relación con su padre y, por eso, los términos del testamento habían sido una desagradable sorpresa.

Según el testamento, él seguiría dirigiendo el vasto emporio familiar y disfrutando de todas sus posesiones, pero solo durante cinco años. En ese periodo de tiempo debería casarse y tener un hijo si quería conservar la herencia. Si no lo hacía, el dinero de los Metraxis sería compartido entre sus exesposas e hijastros, aunque todos habían sido ampliamente recompensados mientras su padre vivía.

Apollo no podía creer que su padre hubiera querido chantajearlo después de muerto. Y, sin embargo, ¿no estaba siendo efectivo ese chantaje? Rígido de tensión, miró las olas golpeando el acantilado. Su abuelo había comprado la isla de Nexos muchos años atrás. Desde entonces, todos los Metraxis habían sido enterrados en el pequeño cementerio de la isla. Y también su madre, que había muerto cuando él nació.

Aquella isla era su hogar, el único hogar que había conocido, y no podía soportar la idea de decirle adiós. Tal vez estaba más apegado al apellido y las propiedades familiares de lo que creía.

Había luchado contra la idea del matrimonio, riéndose de la institución y burlándose de los intentos de su padre de recrear una familia normal. Había jurado que nunca tendría un hijo porque de niño había sufrido mucho y estaba convencido de que someter a un niño a lo que él había tenido que soportar era un pecado. Sin embargo, su padre parecía estar intentando ponerlo a prueba…

Porque la verdad era que Apollo no podía soportar la idea de perder un mundo que siempre había sido suyo, aunque sabía que retenerlo sería una lucha terrible. Una lucha contra sus inclinaciones y su innato amor por la libertad, una lucha contra ser forzado a vivir con una mujer a la que no quería, acostarse con ella y a tener un hijo que no deseaba.

Por desgracia, Vito tenía razón: debía contratar a una mujer que estuviera dispuesta a casarse solo por dinero. ¿Pero cómo iba a confiar en que tal mujer no contase el secreto a los medios de comunicación? Necesitaría controlarla, tener algún tipo de poder sobre ella. Debía ser una mujer que lo necesitase tanto como la necesitaba él y que tuviera una buena razón para respetar las reglas que impusiera.

Aunque nunca antes hubiera considerado esa posibilidad, necesitaba a una mujer como Pixie Robinson. Podría pagar las deudas de su hermano para presionarla, pensó, asegurándose de que mantuviese la boca cerrada y le diera exactamente lo que necesitaba para retener el imperio familiar. ¿Cómo iba a encontrar a otra mujer en su situación?

Si confiase en las mujeres podría haber sido menos receloso, pero después de seis madrastras e incontables amantes jamás había confiado en una mujer.

Su primera madrastra lo había enviado a un internado a los cuatro años, la segunda le pegaba, la tercera lo había seducido, su cuarta madrastra había hecho que sacrificaran a su querido perro, la quinta había intentado endosarle a su padre el hijo de otro hombre…

Aparte de las innumerables mujeres con las que se había acostado en su vida, todas hermosas buscavidas que querían sacar el mayor rendimiento posible durante sus breves aventuras con él. Nunca había conocido otro tipo de mujer, no podía creer que existiera.

Pero Holly era diferente, tuvo que reconocer a regañadientes. Holly adoraba a Vito y a Angelo, su hijo, de modo que había otra categoría: mujeres que amaban de verdad. Aunque él no buscaría una de esas. El amor lo atraparía, lo inhibiría y sofocaría. De nuevo, Apollo sintió un escalofrío. La vida era demasiado corta como para cometer ese error, pero necesitaba una esposa. Tendría que ser una a la que pudiese controlar, claro. Pensó en Pixie de nuevo. Pixie y su débil e irresponsable hermano con problemas económicos. Tenía que ser tonta para destruir su vida haciéndose cargo de los problemas de otro. ¿Por qué hacía eso? Él nunca había tenido hermanos, de modo que no entendía ese sacrificio. ¿Pero hasta dónde estaría Pixie dispuesta a llegar para salvar la piel de su hermano?

Le divertía saber más que Holly sobre los problemas de su amiga. Y le divertía aún más que Holly le hubiera asegurado que su amiga lo detestaba. Tenía que ser ciega. O quizá no había notado que, a pesar de su expresión retadora, Pixie no había dejado de mirarlo durante la boda.

Apollo esbozó una sonrisa que suavizó la dura línea de sus anchos y sensuales labios. Tal vez debería volver a ver a la diminuta rubia y decidir si podría servirle de algo.

Al fin y al cabo, no tenía nada que perder.

Capítulo 1

 

BUENOS DÍAS, Hector –murmuró Pixie al despertar, con el pequeño terrier pegado a sus costillas.

Bostezando, saltó de la cama para ir al baño y después, duchada y vestida, le puso el collar a Hector para salir a dar un paseo.

El perrillo trotaba a su lado por la carretera, sus pequeños ojos redondos llenos de ansiedad. Hector tenía miedo de todo: de la gente, de otros animales, del tráfico. Cualquier ruido lo asustaba, aunque en casa estaba muy tranquilo y no ladraba nunca.

–Probablemente aprendió a no hacerlo de cachorro –le había dicho el veterinario–. Teme atraer atención, como muchos animales maltratados. Pero, a pesar de sus heridas, es joven y está sano, así que debería tener muchos años por delante.

Pixie seguía maravillándose al pensar que, a pesar de sus problemas, había decidido adoptar a Hector. Tal vez porque ella había triunfado sobre la adversidad muchas veces en la vida, igual que el pequeño terrier. Y Hector le había devuelto su generosidad mil veces. La consolaba, alegraba su corazón con su timidez y sus excentricidades. Había llenado el hueco que se había abierto en su mundo cuando Holly y Angelo se fueron a vivir a Italia.

Ese matrimonio había hecho que perdiera a su mejor amiga. Bueno, no la había perdido del todo, pero ya no se veían todos los días y no podía hablarle de la adicción al juego de Patrick o de sus deudas porque sabía que Holly se ofrecería a pagarlas. Su amiga era muy generosa, pero Patrick era su responsabilidad y lo había sido desde la muerte de su madre.

–Prométeme que cuidarás de tu hermano pequeño –le había suplicado Margery Robinson en su lecho de muerte–. Haz todo lo que puedas por él. Es un buen chico y el único pariente que te queda.

Pero cuidar de Patrick había sido casi imposible porque los habían separado de niños para llevarlos a diferentes casas de acogida. Durante los importantes años de la adolescencia, Pixie solo había visto a su hermano en contadas ocasiones y hasta que terminó sus estudios y consiguió ser independiente el lazo con su hermano pequeño había estado limitado por la distancia, el tiempo y la falta de dinero.

Al principio, a Patrick le iba bien. Era electricista y trabajaba para una gran empresa de construcción. Tenía una novia y parecía haber sentado la cabeza, pero había perdido todo su dinero en una partida de cartas y su acreedor era un hombre muy peligroso. Pixie, decidida a ayudarlo, se había mudado a un apartamento más barato y le enviaba dinero cada semana para ayudarlo a pagar las deudas, pero los intereses seguían subiendo y si no pagaba la cuota mensual le pegarían una paliza… o algo peor. De hecho, temía que esas deudas lo matasen.

Aún temblaba al recordar la noche que dos matones aparecieron en la casa cuando ella estaba de visita. Dos hombres enormes de aspecto embrutecido habían aparecido exigiendo dinero y amenazado con matarlo. Patrick no tenía un céntimo y cuando empezaron a pegarle y Pixie intentó intervenir cayó por las escaleras y se rompió las dos piernas.

Las consecuencias del accidente habían sido terribles porque no podía trabajar y se había visto obligada a pedir un subsidio por desempleo mientras se recuperaba. Seis meses después, estaba empezando a levantar cabeza, pero no parecía haber luz al final del túnel porque la vida de su hermano estaba en peligro. El hombre al que debía dinero no era el tipo de persona que esperase indefinidamente y querría su libra de carne para intimidar a otros morosos.

Dejando a Hector en su cesta, Pixie se dirigió a la peluquería en la que trabajaba. Echaba de menos su coche, pero vender a Clementine había sido el primer sacrificio porque no necesitaba un coche en el pequeño pueblo de Devon, donde podía ir andando a todas partes. A la hora del almuerzo llevaría a Hector a pasear y se comería un bocadillo al mismo tiempo.

Pixie entró en la peluquería y saludó a sus compañeros y a su jefa, Sally. Mientras se ponía la bata de trabajo se miró al espejo e hizo una mueca. No estaba en su mejor momento, pensó. ¿Cuándo se había vuelto tan aburrida? Solo tenía veintitrés años

Desgraciadamente, recortar gastos incluía no comprar ropa y los vaqueros y la camiseta que llevaba habían visto días mejores. Tenía una piel bonita y no solía maquillarse, pero siempre destacaba sus ojos con un lápiz gris porque el negro contrastaba demasiado con su cabello rubio. Había dejado atrás sus días aventureros en los que jugaba con diferentes estilos y colores porque la mayoría de sus clientas eran de gustos clásicos y no se fiaban de una peluquera que se teñía el pelo de colores.

Miró su agenda para comprobar a qué hora llegaba la próximo clienta, pero el nombre le resultaba desconocido. Era un hombre y le sorprendió que no hubiera pedido cita con el único estilista de la peluquería…

Y entonces, de repente, Apollo Metraxis entró en la peluquería y todas las clientas lo miraron, boquiabiertas, mientras se acercaba a ella.

–Tengo cita a las doce.

Pixie lo miraba, atónita, incapaz de creer que estuviera allí.

–¿Qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Holly o a Vito? –le preguntó, con gesto aprensivo.

–Necesito cortarme el pelo –anunció él, aparentemente tranquilo aunque todo el mundo estaba mirándolo. Con una chaqueta negra de cuero, vaqueros y botas, parecía más alto que nunca y los brillantes ojos verdes destacaban en su bronceado rostro.

–¿Holly, Vito, Angelo? –repitió Pixie, sin dejar de mirar su ancho torso y la camiseta que parecía pegada a él.

–Qué yo sepa, están bien –respondió Apollo con gesto impaciente.

Pero seguía sin explicar qué hacía un multimillonario griego en una peluquería de pueblo. Su pueblo, precisamente, donde Apollo no conocía a nadie. Y ella no contaba porque nunca habían hablado, ni siquiera la había mirado en la boda de Holly. El recuerdo la molestó porque era humana, le gustase o no. Después de hacer un bochornoso discurso contra su amiga, Apollo la había ignorado como si estuviese por debajo de él.

–Me temo que tengo otra cita –le dijo.

–Soy yo, John Smith. ¿No te ha sonado raro? –se burló él.

–No tenía por qué sonarme raro. Dame tu chaqueta –dijo Pixie, intentando mantener la compostura y olvidar el delicioso aroma de su colonia.

Apollo se la quitó, descubriendo el intrincado dragón tatuado en la muñeca que había visto en la boda de su amiga. Apartando la mirada, Pixie colgó la chaqueta en el perchero y le hizo un gesto para que la siguiera.

–Ven al lavabo –murmuró, intentando recuperar el aliento.

Apollo la miró, sonriente. Era incluso más pequeña de lo que recordaba. Apenas le llegaba al cuello. Había visto tablones con más curvas, pero tenía unos ojos asombrosos, de un color gris claro, que brillaban como estrellas en su expresivo rostro. Tenía la nariz pequeña, los labios carnosos y una piel inmaculada y transparente como la más fina porcelana. Era mucho más natural que las mujeres a las que él estaba acostumbrado. Definitivamente, no se había operado el pecho, no llevaba un bronceado artificial y sus labios parecían ser suyos de verdad.

Pixie le colocó una toalla sobre los hombros, decidida a no dejarse intimidar.

–¿Se puede saber qué haces aquí?

–No te lo puedes ni imaginar –respondió él.

Pixie abrió el grifo, notando que tenía un pelo estupendo. Capas y capas de espeso cabello negro.

–¿Cuándo has visto a Vito y Holly por última vez? –le preguntó.

–En el funeral de mi padre, la semana pasada –respondió Apollo.

–Ah, vaya, te acompaño en el sentimiento. Lo siento mucho –dijo Pixie inmediatamente.

–¿Por qué lo sientes? No lo conocías.

Ella apretó los dientes mientras le aplicaba el champú.

–Es lo que se suele decir.

–Qué compasiva –murmuró él, desdeñoso.

Pixie sintió la tentación de empaparlo con el grifo.

–Siento compasión por cualquiera que haya perdido a su padre.

–Llevaba mucho tiempo enfermo –admitió Apollo–. No ha sido algo inesperado.

Pixie siguió haciendo su trabajo mientras no dejaba de hacerse preguntas. ¿Qué quería de ella? ¿Era una tontería pensar que su visita tenía que ver con ella personalmente? ¿Pero por qué? Aparte de su relación con Holly y Vito, no había ninguna otra conexión entre los dos.

–Háblame de ti –dijo Apollo entonces.

–¿Por qué?

–Porque te lo he pedido, porque es amable –respondió él, con ese acento de colegio caro.

–Hablemos de ti –sugirió ella–. ¿Qué haces en Inglaterra?

–Negocios, visitar gente, ver a mis amigos.

Pixie le puso el acondicionador y empezó a darle un masaje en el cuero cabelludo. Entonces se dio cuenta de que no le había preguntado lo que quería hacerse, pero siguió masajeando, desesperada por mantenerse ocupada y controlar el inesperado encuentro.

Apollo estaba preguntándose si haría otra clase de masajes. El informe que había recibido sobre ella no decía nada sobre su vida sexual o sus costumbres, pero sabía que había tenido que quedarse en casa durante meses por culpa de dos piernas rotas. Pixie movía los dedos tímidamente sobre su cráneo y la imaginó dándole ese masaje mientras él estaba desnudo… y la repentina tensión en su entrepierna le advirtió que dejase de fantasear.

Irritado, Apollo pensó que necesitaba sexo para relajarse. Su última aventura había terminado antes del funeral de su padre y no había estado con nadie desde entonces. Y, al contrario que Vito, él no podía pasar sin sexo. Un par de semanas era demasiado tiempo y Pixie le resultaba inusualmente atractiva. Pero… diavole! Era diminuta como una muñeca y él era un hombre grande en todos los sentidos.

Ella le aclaró el pelo y lo secó con una toalla mientras él pensaba en esos labios llevándolo al clímax. Por suerte, se calmó un poco cuando le pidió que se sentase en otra silla.

–¿Qué quieres que te haga? –le preguntó mientras buscaba un peine.

Apollo, excitado como un adolescente, estuvo a punto de decirle precisamente lo que estaba pensando.

–Córtamelo un poco, pero no mucho –le advirtió mientras se preguntaba dónde estaba la secreta atracción.

¿Sería la novedad? En general, le gustaban las mujeres altas, rubias y con curvas. Tal vez se había aburrido de mujeres tan similares que se habían convertido casi en intercambiables. Vito adoraba lo sensata y seria que era Holly, pero él no esperaba tanto. Si Pixie lo complacía en la cama sería un premio extra. Si quedaba embarazada enseguida la trataría como a una princesa. Si le daba un hijo viviría como si le hubiese tocado la lotería. Él solo creía en los resultados.

Por supuesto, Pixie podría rechazarlo. Nunca le había ocurrido, pero sabía que tenía que haber una primera vez. Y entonces ella podría contárselo a la prensa por dinero y eso destrozaría sus planes. De modo que, fuera cual fuera su reacción, tendría que pagarle para que guardase silencio.

Pixie se apartó un momento para colocar el perchero que una cliente había tirado sin querer y Apollo la miró por el espejo, fascinado por la curva de su trasero. También esa parte era muy atractiva.

Luego empezó a cortarle el pelo, aparentemente segura de lo que hacía, enterrando los dedos para comprobar el corte en un gesto que era casi como una caricia. Apollo se preguntó si estaría intentando flirtear, pero parecía concentrada en la tarea… los ojos velados, los labios apretados formando una tensa línea. Claro que eso no impidió que Apollo imaginase esos dedos vagando libremente sobre su cuerpo. De hecho, cuanto más lo pensaba, más se excitaba.

Cuando iba a usar el secador, Apollo intentó quitárselo, pero Pixie, decidida a dominar la oscura melena y a su propietario, le juró que no iba a hacerle nada raro.

Hasta que empezó a cortarle el pelo jamás se le había ocurrido pensar que su trabajo pudiera ser algo tan íntimo, pero tocar el espeso y sedoso pelo de Apollo la turbaba de un modo desconocido para ella. Olía tan bien como un embriagador rayo de sol. Nunca se había puesto nerviosa con un cliente, pero sus pezones se habían levantado bajo el sujetador y sentía una bochornosa humedad entre las piernas.

Pero no se sentía atraída por Apollo, en absoluto. Sencillamente, la ponía nerviosa. Al fin y al cabo, era una celebridad, un playboy de fama internacional adorado por los medios de comunicación. Cualquier mujer se sentiría abrumada en su presencia. Era como si un león hubiese entrado en la peluquería, pensó. Una no podía dejar de admirar su belleza animal, pero por dentro estaba aterrada.

Apollo se levantó y ella se dirigió a la recepción para buscar su chaqueta. Esperó, en silencio, mientras él metía la mano en el bolsillo, pero de repente Apollo la miró con el ceño fruncido.

–Mi cartera ha desaparecido.

–Ay, Dios… –murmuró Pixie.

–¿La tienes tú?

–¿Me estás preguntando si te he quitado la cartera? –exclamó ella, atónita.

–Eres la única persona que ha tocado mi chaqueta –dijo Apollo en voz alta, llamando la atención de Sally, su jefa, y las demás clientes–. Devuélvemela y no pasará nada.

–Tú estás loco. ¿Por qué iba a quitarte la cartera? –exclamó Pixie cuando Sally llegó a su lado.

–Quiero que llame a la policía –dijo Apollo entonces.

Pixie lo miraba, incrédula. No podía creer que estuviera acusándola de haberle robado la cartera. Aquel hombre estaba loco. ¿Habría ido a la peluquería deliberadamente para acusarla? ¿Y quién creería en su palabra contra la palabra de un hombre tan conocido?

Dejando escapar un gemido, corrió al baño para vomitar. Era su peor pesadilla. Siempre había tenido pánico a los robos, a la deshonestidad. Su padre había sido un ladrón que entraba y salía de prisión a todas horas, su madre una ratera aficionada a sustraer objetos de las tiendas. Si encontrase un bolso tirado en el suelo, Pixie pasaría sin tocarlo por miedo a que la acusaran de ladrona. Era un trauma de la infancia que jamás había logrado superar.

Capítulo 2

 

EL POLICÍA que se presentó en la peluquería, un hombre de mediana edad que patrullaba las calles de Devon, le resultaba familiar. Pixie lo había visto muchas veces, pero nunca había hablado con él porque era su costumbre alejarse de las fuerzas del orden. Pero el hombre conocía a Sally, como conocía a casi todos los comerciantes del pueblo.

Mientras Apollo daba su nombre y los detalles de la denuncia, en realidad empezaba a preguntarse si había sido un error llamar a la policía. No quería arriesgarse a llamar la atención de los medios y si Pixie le había robado la cartera ¿no era ese en realidad el comportamiento que había esperado? Pixie Robinson necesitaba dinero y su cartera ofrecería una recompensa mayor que la de cualquier otro. De hecho, el policía lo miró con cara de asombro cuando admitió cuánto dinero llevaba.

Pixie dio su nombre y su dirección con voz temblorosa. Enferma de nervios, apoyaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, incapaz de permanecer quieta, incapaz de mirar a nadie a los ojos para que no vieran lo asustada que estaba. El policía le preguntó qué había pasado y, mientras respondía, vio que Apollo se apoyaba en la pared en una actitud extrañamente relajada mirando una y otra vez su reloj, como si tuviese que ir a algún sitio importante.

Ella nunca había sido una persona violenta, pero Apollo la sacaba de quicio. ¿Cómo podía ser tan odioso siendo amigo de Vito? Sabía que no era una buena persona desde el día de la boda de su amiga, cuando hizo un discurso ridiculizando a Holly. Desde entonces, había leído sobre él en internet y sabía que era un famoso mujeriego a quien en realidad no le gustaban las mujeres. Sus aventuras nunca duraban más de un par de semanas porque se aburría enseguida, no se comprometía nunca y jamás había tenido una relación que no fuese superficial.

–No olvides mencionar que te acercaste al perchero cuando la señora lo derribó –le recordó Apollo.

–¿Estás sugiriendo que fue entonces cuando te robé la cartera? –replicó Pixie, con un brillo de odio en sus ojos grises.

–¿No podría haberse caído del bolsillo? –sugirió el policía, apartando un par de sillas–. ¿Han mirado bien por todas partes?

–¿Es que no va a registrar a esta mujer? ¿Su bolso al menos? –intervino Apollo.

–No saquemos conclusiones precipitadas, señor Metraxis –dijo el policía.

Apollo enarcó una ceja. Era tan odioso y tan arrogante, pensó Pixie. Estaba totalmente seguro de que le había robado la cartera y haría falta un terremoto para convencerlo de lo contrario.

Se cruzó de brazos en un gesto defensivo para disimular su angustia. Ella no le había robado la cartera, pero una acusación así ensuciaría la reputación de cualquiera. A la hora del té, todo el pueblo sabría que la peluquera rubia del salón de Sally había sido acusada de ladrona. Podría quedarse sin trabajo, pensó, angustiada. No llevaba mucho tiempo allí y no era tan buena como para que Sally se arriesgase a perder clientes.

El policía levantó la papelera y, dejando escapar una exclamación, se inclinó para tomar algo del suelo.

–¿Es esta su cartera?

Visiblemente sorprendido, Apollo alargó una mano.

–Sí, lo es.

–Cuando se cayó la chaqueta, la cartera debió caerse del bolsillo –dijo Sally, aliviada.

–O Pixie la había puesto ahí para recuperarla en un momento más conveniente –murmuró Apollo.

–Si hubieran mirado bien antes de llamar a la comisaría, yo no tendría que haber venido –les reconvino el policía–. Ha hecho una acusación imprudente, señor Metraxis.

Inmune a la censura, Apollo echó la arrogante cabeza hacia atrás.

–Sigo convencido de que mi cartera no terminó ahí por accidente.

A Pixie se le encogió el corazón.

–¡Nunca me han acusado de ladrona! –exclamó, airada, mientras Apollo sacaba unos billetes de la cartera para pagar el corte de pelo y Sally le daba la vuelta con gesto airado.

–No deberíamos hablar de estas cosas en público –les advirtió el policía antes de despedirse.

–Tómate el resto del día libre, Pixie –sugirió Sally, claramente incómoda–. Siento mucho haber llamado a la comisaría antes de mirar bien…

–No pasa nada, lo entiendo –la interrumpió Pixie, sabiendo que el mantra de su jefa era que el cliente siempre tenía razón.

Todo había terminado, pensó, sintiendo un escalofrío. La pesadilla había terminado. Apollo había recuperado su cartera, aunque no parecía capaz de aceptar que ella no la había robado. Pero todo había terminado y el policía se había ido satisfecho. La tensión que la había mantenido en pie hasta ese momento se esfumó y tuvo que agarrarse a la pared para no perder el equilibrio.

–Perdona –murmuró, corriendo al almacén para recuperar su bolso.

No podía dejar de llorar y sabía que, por culpa de la máscara de pestañas, tendría manchurrones negros en la cara, pero le daba igual. Solo quería irse a casa y abrazar a Hector. Cuando atravesó el local, las clientas que habían sido testigos del drama intentaron animarla, pero Pixie solo podía mirar al hombre alto que la esperaba en la puerta. ¿Por qué seguía allí? Por supuesto, querría disculparse, pensó. ¿Por qué si no iba a esperarla?

–¿Pixie? –la llamó Apollo cuando salió de la peluquería.

–Serás canalla… Déjame en paz.

–He venido para hablar contigo…

–Ya has hablado conmigo más que suficiente –lo interrumpió ella.

–Sube al coche. Yo te llevaré a casa.

–No tengo interés, gracias.

De repente, Apollo la tomó en brazos para cruzar la calle y Pixie lo golpeó con tal fuerza que se hizo daño en los nudillos.

–Eres una cosita violenta, ¿eh? –se burló Apollo mientras la dejaba sobre el asiento trasero de un coche.

–¡Déjame salir! –gritó ella, empujando la puerta.

–Voy a llevarte a casa –dijo él, tocándose la mejilla–. Menuda fuerza.

–¡Espero que se te ponga el ojo morado! Para el coche ahora mismo… ¡esto es un secuestro!

–¿De verdad quieres ir por la calle con la cara llena de manchurrones negros?

–¡Si la alternativa es ir contigo, desde luego que sí!

Pero la limusina ya estaba doblando la esquina para llegar al deteriorado edificio en el que vivía, de modo que la discusión no tenía sentido. En cuanto se detuvo, Pixie salió del coche disparada.

Podía ser bajita, pero era fuerte, tuvo que reconocer Apollo. Y no solo sabía dar un puñetazo, también se movía como un relámpago, pensó mientras bajaba del coche.

Respirando agitadamente, Pixie se detuvo en el portal.

–¿Cómo sabías lo de mis antecedentes?

–Te lo contaré si me invitas a entrar.

–¿Por qué iba a invitarte a entrar después de lo que has hecho?

–Tú sabes que he venido a verte e imagino que debes sentir curiosidad –respondió Apollo, como si fuera lo más normal del mundo.

–Puedo seguir viviendo con esa curiosidad –le espetó ella mientras abría la puerta de su apartamento e intentaba cerrarla a toda prisa.

–Pero, evidentemente, no puedes seguir viviendo sin ese idiota de hermano que tienes, ¿no? –replicó Apollo.

La puerta se abrió de nuevo.

–¿Que sabes tú de Patrick? –le preguntó Pixie, airada.

Apollo entró y cerró la puerta tras de sí.

–Lo sé todo sobre ti, tu pasado, tu hermano y tu amiga Holly. Hice que os investigaran a las dos cuando Holly apareció de repente diciendo que Angelo era hijo de mi mejor amigo.

Sin poder disimular su sorpresa, Pixie dio un paso atrás y chocó contra la cama. El apartamento, si podía llamarse así, era diminuto y apenas tenía espacio para una cama y un sillón. Había tenido que vender muchas de sus cosas antes de mudarse allí.

–¿Por qué has hecho que me investigaran?

–Yo soy más cauto que Vito y quería saber con quién estaba tratando por si tenía que aconsejarlo o protegerlo –respondió Apollo, mirando hacia una esquina donde algo pequeño de ojos brillantes intentaba esconderse.

–Yo diría que Vito es lo bastante mayor como para saber protegerse a sí mismo.

–Vito no sabe mucho sobre el lado oscuro de la vida.

No era una sorpresa que Apollo se considerase superior en ese sentido, pensó Pixie. Desde la infancia, el escándalo había perseguido a los Metraxis: el dinero de la familia, los numerosos matrimonios de su padre con mujeres hermosas a las que doblaba la edad, los divorcios y las consiguientes batallas legales. Toda la vida de Apollo había sido un escandaloso titular detrás de otro.

Y allí estaba, en su diminuto apartamento. Un famoso y multimillonario playboy griego conocido por aparecer en las revistas con un excepcional número de mujeres bellísimas y medio desnudas en su yate. Le parecía injusto que un hombre tan rico y aparentemente inteligente también hubiera recibido el don de la belleza. Apollo, como su nombre, era increíblemente apuesto y la había dejado sin aliento desde el día que lo conoció en la boda de Holly y Vito.

Tenía una personalidad desagradable, pero siempre sería el centro de atención con esos preciosos ojos verdes, la nariz clásica y esa boca de labios gruesos y sensuales. Su atractivo era electrizante. Le gustaría pensar que no la afectaba, pero ella era una mujer normal, con la normal dosis de hormonas. Y eso era todo. Los locos latidos de su corazón y ese extraño cosquilleo en la pelvis… todo era hormonal y tan trivial como su gusto por el chocolate. No tenía por qué regañarse a sí misma.

Un gemido devolvió a Pixie al mundo real. Mientras ella miraba a Apollo como una tonta, su pobre perro necesitaba su paseo, de modo que se levantó para buscar la correa.

–No sé qué haces aquí y me da igual. Tengo que sacar a mi perro.

Apollo la vio inclinarse para sacar a rastras, literalmente a rastras, a un perrillo aterrorizado, hablando con él en voz baja como si fuera un bebé.

–Tenemos que hablar, así que iré contigo –le dijo.

–No quiero que vengas. Y si tanto interés tienes por hablar conmigo, acusarme de robarte la cartera delante de mi jefa no es la mejor forma de ganarte mi simpatía.

–Sé que necesitas dinero y pensé…

Pixie levantó la cabeza con gesto airado.

–¡No deberías suponer nada sobre alguien a quien no conoces en absoluto!

–¿Siempre eres tan discutidora?

–¡Me has acusado de ladrona delante de mi jefa! –le recordó Pixie–. Mira, puedes esperar aquí. Tardaré unos quince minutos –le dijo, antes de salir y cerrar con un sonoro portazo.

Una vez fuera, Pixie intentó respirar. Apollo sabía lo de las deudas de su hermano. Patrick era una buena persona, pero había cometido un error. Había tomado parte en partidas de cartas ilegales y, en lugar de parar cuando empezó a perder dinero, había seguido jugando con la absurda convicción de que la mala racha no podía durar para siempre.

Cuando se dio cuenta de su error había acumulado una deuda que no podía pagar, pero estaba haciendo lo posible por solucionarlo. Era electricista durante el día y trabajaba en un bar por las noches.

Aun así, la situación era desesperada. ¿Pero de verdad estaba Apollo ofreciéndole ayuda? Él no era un tipo benevolente y generoso. Además, ¿por qué había ido a la peluquería a buscarla para luego acusarla de ladrona? Pixie suspiró. Nada de aquello tenía sentido. Al parecer, Apollo Metraxis era un hombre muy complicado e impulsivo y no podía imaginar cuáles eran sus intenciones a menos que él mismo se las contase.

Apollo examinó la triste habitación mientras mascullaba una palabrota. Las mujeres no solían tratarlo así, pero Pixie era testaruda y desafiante. Nada que ver con la mujer sumisa que debería buscar como esposa, le dijo una vocecita. Pero decidió ignorarla mientras tomaba el libro que había sobre la mesa. El dibujo de la portada era muy revelador: un pirata con botas negras y una espada en la mano. Apollo esbozó una sonrisa. Igual que un libro nunca debería ser juzgado por la portada, tampoco debería juzgar a Pixie, pero esa imagen daba a entender que era una romántica empedernida.

Sonriendo, sacó el móvil del bolsillo y encargó un almuerzo para dos.

Ella volvió unos minutos más tarde y, después de quitarle la correa, vio cómo Hector corría a esconderse bajo la cama.

Apollo estaba sentado en el único sillón que poseía. Alto, musculoso, con las piernas separadas, el pelo negro alrededor de su rostro acentuando el brillo de sus ojos, tan verdes como esmeraldas.

–¿Siempre se porta así? –le preguntó él, con el ceño fruncido.

–Sí, siempre. Es un perro maltratado y los hombres le dan pánico… Bueno, dime por qué estás aquí.

–Tú tienes un problema y yo también. Creo que es posible que podamos llegar a un acuerdo para solucionarlos –respondió él.

–No sé de qué estás hablando.

–Para empezar, te pagaré para que guardes silencio sobre lo que estoy a punto de contarte porque es información altamente confidencial.

Pixie arrugó el ceño.

–No necesito que me pagues para guardar un secreto. A pesar de lo que pareces pensar, no soy maliciosa ni deshonesta.

–No, pero necesitas dinero y la prensa valora mucho cualquier historia sobre mí –señaló Apollo.

–¿Te ha pasado alguna vez? –le preguntó Pixie.

–Muchas veces. Antiguos empleados, exnovias… –respondió él apretando los labios–. Ese es el mundo en el que vivimos y por eso tengo un montón de guardaespaldas que van conmigo a todas partes. Ellos son testigos de todo lo que me ocurre.

Pixie había visto frente a su casa a un hombre con traje de chaqueta oscuro y gafas de sol, apoyado en la puerta de un coche.

–No confías en nadie, ¿verdad?

–Confío en Vito. Confiaba en mi padre también, pero me defraudó muchas veces… y más aún con su testamento.

Pixie pensó que estaban acercándose al asunto que parecía tenerlo tan preocupado. Aunque no creía que nada ni nadie pudiese acorralar a un hombre como él, que era una fuerza de la naturaleza y tenía recursos con los que la mayoría de la gente solo podía soñar.

–No sé dónde quieres ir con esto –murmuró, incómoda–. ¿Estás pidiéndome un favor?

–Yo no pido favores. Pago a la gente para que haga cosas por mí.

–Entonces, hay algo que crees que puedo hacer por ti y estás dispuesto a pagar por ello, ¿es eso?

En ese momento alguien llamó a la puerta y Apollo se levantó para abrir como si estuviera en su propia casa.

Pixie suspiró. Tenía algo que contarle, pero parecía temer darle demasiada información. Y lo entendía porque tampoco era fácil para ella confiar en la gente. Solo confiaba en Holly y en su hermano, por quienes haría cualquier cosa. Aunque en los últimos meses había sido falsa con su amiga, tuvo que reconocer. No podía contarle la verdad sobre las deudas de su hermano porque sabía que Holly insistiría en ayudarla y no quería aprovecharse de su nueva situación. De modo que estaba lidiando con sus problemas como lo había hecho siempre: sola.

Pixie torció el gesto cuando el guardaespaldas que esperaba en la puerta entró acompañado de otros dos hombres cargados de platos, cubiertos, servilletas y copas de cristal.

–Pero bueno… ¿qué es todo esto?

–El almuerzo, estoy hambriento–respondió Apollo, apartando un platito–. Esto es para el perro.

–¿El perro?

–Me gustan los animales, probablemente más que la gente –admitió él.

Pixie levantó el papel de aluminio que cubría el plato y descubrió que era un estofado de carne con verduritas. Olía de maravilla, mejor que el pienso que ella solía darle. Cuando lo metió bajo la cama, Hector empezó a comer inmediatamente, encantado.

–¿De dónde has sacado toda esta comida?

–Del hotel de la esquina. No hay mucho donde elegir por aquí.

Pixie asintió con la cabeza mientras lo ayudaba a colocar platos y copas sobre la mesa. Apollo no vivía como una persona normal. Si tenía hambre, llamaba a su guardaespaldas para que encargase el almuerzo y listo.

–¿Vas a decirme cuál es tu problema? –le preguntó después, cuando los hombres desaparecieron.

–No puedo heredar la fortuna de mi padre a menos que me case –respondió Apollo en voz baja–. Él sabía lo que yo pensaba del matrimonio… y no entiendo por qué lo hizo. Él nunca fue feliz. Tras la muerte de mi madre tuvo que divorciarse de las cinco mujeres que la siguieron.

Pixie hizo una mueca.

–Un poco como Enrique VIII con sus seis esposas –murmuró.

–Mi padre no asesinó a ninguna, aunque si hubiese podido hacerlo sospecho que se habría cargado al menos a un par de ellas –dijo Apollo, burlón.

–¿Por qué habría querido forzarte al matrimonio?

–No quería que se perdiese el apellido, supongo.

–Pero para evitar eso, tendrías que tener un hijo –señaló Pixie.

–Así es. Y mis abogados dicen que el testamento es válido porque mi padre lo redactó cuando estaba en posesión de todas sus facultades. Tengo cinco años para cumplir con esa condición antes de heredar –dijo Apollo, con los dientes apretados–. Thee mou… ¿cómo puede pensar nadie que eso es razonable? ¡Es una locura!

–Es raro, desde luego, pero supongo que las personas ricas como tu padre piensan que pueden hacer lo que quieran con su fortuna.

–Ya, claro, pero yo llevo años dirigiendo el emporio familiar y esto es una traición.

–Lo entiendo –murmuró Pixie, pensativa–. Yo solía creer a mi padre cuando me decía que no volvería a la cárcel, pero ni siquiera intentó mantener su promesa. Y mi madre era igual. Siempre prometía que dejaría de robar en las tiendas, pero solo dejó de hacerlo cuando se puso enferma.

Apollo la estudió en silencio, sin saber si debía sentirse ofendido por esa comparación de su respetado padre con una pareja de delincuentes.

–He decidido cumplir con los términos del testamento –anunció entonces–. No estoy dispuesto a perder la fortuna familiar por la que tanto han trabajado tres generaciones de mi familia.

–Me parece lógico, pero sigo sin entender qué tiene que ver todo eso conmigo –dijo Pixie.

Apollo dejó su tenedor sobre el plato y levantó la copa de vino.

–Pienso cumplir con los términos del testamento a mi manera –anunció, sus fabulosos ojos verdes brillando bajo las largas pestañas–. No quiero una esposa de verdad. Contrataré a una mujer que se case conmigo y tendré un hijo. Luego nos separaremos y mi vida volverá a ser la de siempre.

–¿Y el hijo? ¿Qué será de ese niño?

–El niño vivirá con su madre y yo intentaré hacer lo que pueda por él. Mi objetivo es conseguir un acuerdo civilizado con una mujer sensata.

–Pues buena suerte –dijo Pixie, sentada en el suelo porque no había más sillas–. No creo que sea fácil encontrar a una mujer así. ¿Quién querría casarse para tener un hijo y luego divorciarse?

–Una mujer a la que hubiera pagado bien –respondió Apollo–. No quiero terminar con una mujer que no quiera despegarse de mí.

Pixie puso los ojos en blanco.

–Cuando una mujer sabe que no es querida no suele pegarse a un hombre.

–Te sorprendería saber cuánto me cuesta librarme incluso de las relaciones más cortas. Las mujeres se acostumbran a mi estilo de vida y no quieren abandonarlo.

Ella levantó su copa de vino.

–Tienes un problema, desde luego –comentó con cierta burla–. Pero no entiendo por qué me lo cuentas a mí precisamente. No nos conocemos de nada.

–¿Siempre eres tan lenta?

Pixie lo miró con cara de sorpresa.

–¿Qué quieres decir?

Tenía unos ojos preciosos, tuvo que reconocer Apollo, luminosos y claros de un gris que brillaba como plata bruñida.

–¿Qué crees que hago aquí?

El brillo de los ojos verdes provocó una oleada de calor prohibido en su pelvis. Pixie se quedó inmóvil, su corazón latiendo alocado, como si alguien hubiera pulsado el botón del pánico porque, de repente, se sentía vulnerable y… consumida de deseo. Lo peor que podía pasar cuando se trataba de un hombre.

–Creo que, por el precio adecuado, tú podrías ser esa mujer –siguió Apollo–. Yo obtendría una esposa que conoce y acepta los términos de nuestro matrimonio y tú conseguirías librar a tu hermano de sus deudas y tener una vida cómoda y segura después del divorcio.

Pixie, que estaba tomando un sorbo de vino, se atragantó y empezó a toser. ¿Había pensado en ella? ¿Por eso había ido a buscarla? ¿Ella y él, la pareja más dispar del mundo? ¿La mujer a la que había acusado de robarle la cartera? ¿Estaba loco de verdad o era simplemente un excéntrico?

Capítulo 3

 

TOSIENDO E intentando recuperar el aliento, Pixie corrió al baño para beber agua. Cuando se miró al espejo vio que se le había corrido la máscara de pestañas y tenía una mancha negra en la mejilla, pero eso no era importante. Lo importante era que Apollo Metraxis estaba ofreciéndole rescatar a Patrick de unos acreedores violentos si se casaba con él y tenía un hijo.

«No olvides el hijo», se dijo a sí misma. La absurda idea de tener un hijo con Apollo, de acostarse con Apollo…

Pixie tragó saliva. Era lo más absurdo que había escuchado en su vida y no entendía por qué había decidido pedírselo a ella precisamente. ¿Estaría loco? Tal vez había perdido la cabeza tras la muerte de su padre.

–Es lo más ridículo que he escuchado en toda mi vida –le dijo cuando volvió al salón–. No puedo creer que hables en serio. Ni siquiera me conoces.

–No estoy sugiriendo un matrimonio normal y sé todo lo que necesito saber sobre ti.

–¡Hace menos de una hora me has acusado de robarte la cartera! –exclamó Pixie.

–Porque sé lo desesperada que estás por conseguir dinero. Si tu hermano no es capaz de pagar sus deudas, su vida corre peligro. Le debe dinero a un matón capaz de todo y podría decidir dar ejemplo con tu hermano para que los demás no cometan el mismo error.

Apollo parecía conocer bien el predicamento de Patrick y a Pixie se le encogió el estómago al pensar en lo que podría ocurrir. A pesar de la paliza que había recibido, había esperado que eso fuera lo peor que iban a hacerle.

–Pero eso no explica por qué estás interesado en alguien como yo –le dijo.

–Ya te he dicho que prefiero elegir a una mujer a la que pueda pagar para que se case conmigo. Además, quiero controlar el acuerdo para que cumplas las reglas hasta que haya finalizado. Eso me parece más seguro. No sería bueno para ti o para tu hermano contarle a nadie que nuestro matrimonio es una farsa –señaló Apollo, absolutamente seguro de sí mismo–. Si se lo contases a la persona equivocada yo podría perder mi herencia para siempre. Si me traicionases, infringirías los términos del acuerdo y tu hermano y tú tendríais aún más problemas de los que tenéis ahora mismo.

Estaba intentando intimidarla y eso le decía algo que hubiera preferido no saber sobre Apollo. Quería una mujer a la que pudiese controlar, una mujer que respetase las condiciones del acuerdo o perdería todos los beneficios.

–Es tan retorcido… buscas una mujer a la que puedas chantajear para que haga lo que tú quieras, pero yo no podría ser esa mujer.

–No te subestimes, Pixie. Creo que tú tienes carácter suficiente para lidiar conmigo –dijo Apollo, con un brillo burlón en los ojos–. ¿No entiendes que te ofrezco la forma de salvar a tu hermano de su propia irresponsabilidad?

Pixie no sabía qué decir y Apollo, suspirando, sacó su móvil y habló con alguien en griego.

–¿Lo dices en serio? –le preguntó ella después en un susurro.

–Claro que hablo en serio.

–Pero has dicho que necesitas tener un hijo…

–Si no quedases embarazada nuestro matrimonio terminaría dieciocho meses después. No puedo perder más tiempo –dijo Apollo sin vacilar–. Pero seguirías recibiendo una pensión. De modo que, tengas un hijo o no, seguirías teniendo un futuro libre de deudas.

Alguien llamó a la puerta entonces y Pixie se apresuró a abrir porque necesitaba un momento para calmarse y ordenar sus pensamientos. Dos hombres entraron para llevarse los platos, dejando solo el vino y las copas.

–No pienso acostarme contigo –le espetó después, en cuanto la puerta se cerró tras ella.

Apollo la estudió con cara de asombro y luego echó la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada. De hecho, estuvo a punto de tirar la silla en la que estaba sentado.

–No entiendo por qué te hace tanta gracia. Aunque tú te acuestas con extrañas de forma habitual, para mí no es algo normal y no lo haría nunca –Pixie levantó la voz, nerviosa y avergonzada–. Podría tardar meses en quedar embarazada… no, no podría hacerlo. Es absolutamente imposible que pudiera acostarme contigo.

–Holly es una romántica, pero pensé que tú eras más sensata. Cásate conmigo e intenta quedar embarazada. Así no tendrás que vivir en este agujero, podrás salvar a tu hermano y llevar una vida decente. Todos los problemas desaparecerán… yo puedo hacer que eso ocurra. No vas a recibir una oferta mejor.

Con la cara ardiendo, Pixie se sentó en la cama. En realidad, la idea de acostarse con Apollo provocaba algo extraño en su interior… y debía confesar que no era algo desagradable. No, imposible, se dijo. Mucho tiempo atrás se había prometido a sí misma que solo se acostaría con un hombre del que estuviese enamorada. No había reservado su virginidad para entregársela a Apollo Metraxis.

Apollo la miraba sin disimular su frustración. No entendía qué le pasaba. Todas las mujeres lo encontraban atractivo. Sabía que no le caía bien, pero eso no le parecía necesario para mantener una relación sexual. El sexo era para él como la comida, algo necesario que disfrutaba de manera frecuente, pero en lo que no perdía tiempo pensando. Le asombraba que Pixie concentrase sus objeciones en la necesidad de una relación sexual. Estaba rígida, con la cabeza inclinada mientras intentaba acariciar al perro con una mano, pero el animal parecía tener miedo de su presencia. Podía ver sus ojillos vigilantes bajo la cama.

–Dime cuál es el problema.

–No quiero tener un hijo con alguien que no me quiere y que tampoco querría a ese hijo –respondió ella–. Eso se parece demasiado a la relación de mis padres y… te aseguro que mi infancia fue un infierno.

Apollo se quedó sorprendido.

–No estoy interesado en una mujer que quiera seguir casada conmigo. Quiero ser libre en cuanto haya cumplido los términos del testamento. No estoy interesado en una relación romántica, Pixie, pero estoy seguro de que querría a mi hijo.

Esa admisión calmó un poco los miedos de Pixie, pero la idea de acostarse con Apollo no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Su frente se cubrió de sudor cuando levantó la cabeza para mirar a su torturador. Era un hombre guapísimo, pero no sabía si sería considerado en la cama. Pixie se sentía como una doncella medieval subastada por dinero. Claro que era una tontería porque podía rechazarlo. La decisión era solo suya.

Las mujeres llevaban siglos casándose por razones que no tenían nada que ver con el amor. Algunas se casaban para tener hijos, otras por dinero o buscando seguridad y muchas lo hacían para complacer a sus familias…

Pixie sacudió la cabeza. Estaba pensando demasiado en el componente sexual y no debía hacerlo.

¿Significaba eso que estaba tomando en consideración la propuesta de Apollo? Pixie pensó en su vida actual. Estaba ahogándose en las deudas de su hermano, no tenía una vida. No podía permitirse tener una vida. Iba a trabajar, volvía a casa, comía algo barato para ahorrar hasta el último céntimo. Aparte de Hector, a quien adoraba, esa era una vida miserable para una mujer joven, pero un sexto sentido le advertía que Apollo tenía el poder de hacer que su vida fuese aún más difícil.

Estando casada con él vería a Holly más a menudo, pensó entonces. Pero nada podría hacer que se casara con él por dinero. Sería como alquilar su útero y, aunque anhelaba tener un hijo y echaba de menos a su amiga, nunca había pensado tener un hijo tan joven o criarlo sola. Hacer eso sería un error, pensó, angustiada. Además, eludir las condiciones del testamento de su padre sería infringir la ley y se negaba a involucrarse en algo así.

–No puedo creer que estés dispuesto a hacer esto solo por dinero… claro que yo nunca he tenido dinero suficiente como para echarlo de menos –admitió–. Supongo que veo las cosas de otra manera.

–Yo he hecho una fortuna por mí mismo –dijo Apollo, orgulloso–. Pero hay algo más importante que el dinero: el hogar de mi familia, la isla donde todos mis parientes están enterrados. La empresa fundada por mi abuelo y mi bisabuelo, las raíces de mi familia. Mi padre ha tenido que morir para que me diese cuenta de lo apegado que estoy a esas raíces. Francamente, no quería admitirlo.

Su sinceridad desconcertó a Pixie. Al parecer, había dado por sentado todo eso hasta que se vio forzado a enfrentarse con la amenaza de perderlo.

–Mentir y fingir no es algo natural para mí –empezó a decir–. Y un matrimonio falso sería ilegal, de modo que no puedo hacerlo. Ni siquiera tengo multas de tráfico –añadió– Tú no puedes entenderlo, pero nunca haré nada ilegal. Mi infancia me enseñó lo terrible que es eso.

–Pero cumpliríamos con los términos del testamento, que especifica que debo casarme y tener un hijo en cinco años –insistió él–. Mi intención es divorciarme después, pero si el matrimonio es consumado y tenemos un hijo será un matrimonio legal.

Pixie tragó saliva.

–No quiero saber nada, lo siento. Entiendo que has pensado que conmigo sería fácil, pero no puedo hacerlo. No te preocupes, no se lo contaré a nadie. Además, a cualquiera que se lo contase pensaría que me he vuelto loca.

Apollo se levantó, dominando la habitación con su estatura.

–Piénsalo –le dijo, sacando una tarjeta del bolsillo–. Mi número privado, por si cambias de opinión.

–No voy a cambiar de opinión –insistió ella.

Apollo miró esos labios carnosos y tuvo que sonreír.

–Nos habríamos entendido en la cama. Te encuentro sorprendentemente atractiva.

–Yo no puedo decir lo mismo –replicó ella mientras abría la puerta con manos temblorosas–. No me caes bien. Eres arrogante, insensible y totalmente despiadado cuando quieres algo.

–Pero te excito y eso te enfurece –murmuró Apollo–. No se te da bien fingir desinterés.

Pixie lo fulminó con la mirada.

–¿Te crees irresistible? ¡Pues no lo eres!

Él levantó su barbilla con un dedo.

–¿Estás segura? –murmuró, inclinando la oscura cabeza.

–Segura al cien por cien –respondió ella con voz temblorosa. Pero no era verdad. Tenerlo tan cerca aceleraba su corazón hasta el punto de dejarla mareada.

–Seguro que yo podría convencerte –susurró él, con tono viril y dominante–. Seguro que podría convencerte para que hicieras cualquier cosa. Incluso creo que podría hacer que disfrutases saltándote las reglas…

El efecto hipnotizador de esos ojos verdes era tan potente que le temblaban las rodillas.

–Eso es lo que te gustaría creer.

Tenía las pupilas dilatadas y sus pezones se marcaban bajo la camiseta. Apollo, duro como una piedra, inclinó la cabeza y trazó esa obstinada boca con la punta de la lengua.

Pixie estaba tan excitada que no podía respirar. Era una sensación extraordinaria. De repente, quería lo que no había querido hasta ese momento. Quería ponerse de puntillas y exigir el beso que Apollo insinuaba, pero se negaba a dar.

Él contuvo la risa, mirándola con ojos burlones.

–Cabezota y orgullosa. Eso es peligroso estando conmigo porque yo también soy cabezota y orgulloso. Nos pelearemos, pero también habrá fuegos artificiales. No es algo que suela buscar en una mujer, pero haré una excepción contigo, koukla mou. Disfrutaré haciendo que tengas que comerte tu desafío y tu rechazo…

A Pixie se le heló la sangre en las venas y, como si intuyera su angustia, Hector lanzó un gruñido desde su escondite, pero Apollo rio de nuevo.

–Deja de engañarte a ti mismo, perro. No vas a atacarme. ¿Cómo se llama? –le preguntó, desconcertándola por un momento.

–Hector.

–Hector era un príncipe troyano y un gran comandante del ejército en la mitología griega. ¿Lo sabías? –le preguntó él mientras se dirigía a la puerta.

–No, no lo sabía. Solo pensé que el nombre le pegaba.

Pixie no volvió a respirar hasta que la puerta se cerró, pero en cuanto Apollo desapareció se sintió absurdamente decepcionada. Por alguna razón, la visita de Apollo Metraxis había sido… emocionante.

Cuando la amenaza desapareció, Hector salió de debajo de la cama y se sentó frente a ella, mirándola fijamente. Sonriendo, Pixie lo tomó en brazos.

–Un príncipe troyano, no un simple perro callejero. Te puse el nombre adecuado –murmuró, enterrando la cara en su peludo cuello y sintiendo que le temblaban los labios al recordar ese ensayo de beso que, tontamente, la había dejado anhelando más.

Esa noche, Patrick se puso en contacto con ella por Skype. Tenía los ojos ensombrecidos, el rostro macilento.

–Tengo que darte una mala noticia. María está embarazada y no se encuentra bien.

–¿Embarazada? –repitió Pixie, incrédula.

Patrick hizo una mueca.

–No ha sido planeado, pero llevamos varios años juntos y queremos ese hijo –le explicó mientras intentaba sonreír.

–Enhorabuena –dijo Pixie, aunque temía que ese embarazo complicase aún más la situación.

–El problema es que no se encuentra bien y no puede estar de pie todo el día en la tienda. Y yo siempre estoy trabajando… ¿quién va a cuidar de ella? –su hermano suspiró–. No quiero pedírtelo, pero… ¿podrías prestarme algo más este mes?

–Veré lo que puedo hacer –respondió ella, parpadeando para controlar las lágrimas.

Después de hablar con su hermano Pixie estaba más angustiada que nunca. La situación económica de Patrick y María era tan frágil como un castillo de naipes, pero ella no tenía dinero y debería admitirlo.

No podía dejar de pensar en Apollo porque tenía que ayudar a su hermano pequeño. Patrick vivía bajo amenazas y, además, tenía que pensar en María y en el niño que estaba en camino, pensó, desolada. ¿Cómo iba a darle la espalda cuando Apollo había dejado claro que si se casaban él se encargaría de solucionar todos sus problemas?

¿Sería Apollo su salvador? Esa idea le resultaba extraña. Apollo Metraxis estaba más interesado en sí mismo que en los demás. De hecho, su hermano y ella eran más bien piezas de ajedrez que él quería mover estratégicamente. Los sentimientos, las emociones no tenían interés para Apollo y qué simple debía ser así la vida, pensó, sintiendo cierta envidia.

Suspirando, tomó la tarjeta que le había dado y escribió un mensaje en su móvil.

Seré la madre de tu hijo si pagas las deudas de mi hermano.

Los ideales no serían un consuelo si su hermano seguía sufriendo o si el matón al que debía dinero decidía acabar con él para dar ejemplo. Apollo había encontrado su precio y Pixie se sentía humillada y manipulada porque la había hecho anhelar su boca esa tarde y el recuerdo aún la incomodaba. Si se casaba con él estaría en su poder, pero no encontraba otra salida.

No lo lamentarás. Hablaremos de negocios la próxima vez que nos veamos, fue la respuesta de Apollo.