9,99 €
PASIÓN EN LA HABANA Louise Fuller Un tórrido encuentro en el calor caribeño la dejó embarazada de su jefe… UNA CENICIENTA PARA EL JEQUE Kim Lawrence Salvada por una promesa….coronada como reina. INOCENTE BELLEZA Clare Connelly De una noche inolvidable… ¡al altar! UNA RECONCILIACIÓN TEMPORAL Dani Collins Era solo un acuerdo conveniente… hasta que él se dio cuenta de que la quería para siempre.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack bianca, n.º 181 - diciembre 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-768-3
Portada
Créditos
Pasión en la Habana
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Una cenicienta para el jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Inocente belleza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Conciliación temporal
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MIENTRAS contemplaba las relucientes aguas turquesas bañadas por el sol, Kitty Quested contuvo el aliento.
Resultaba extraño imaginar que aquellas aguas podrían terminar enredándose algún día entre los guijarros de la playa que había cerca de su hogar, en Inglaterra. En realidad, incluso en aquellos momentos, casi cuatro semanas después de llegar a Cuba, todo seguía resultándole algo extraño. No solo el mar o la playa, que acogía las aguas saladas en una increíble cimitarra de arenas plateadas, sino el hecho de que, por el momento, aquel lugar fuera su casa.
Se levantó la larga melena de rizos cobrizos para refrescarse el cuello y sintió que se le hacía un nudo en la garganta al recordar el pequeño pueblo costero del sur de Inglaterra donde había vivido toda su vida hasta hacía un mes.
Nacimiento.
Matrimonio.
Y la muerte de su esposo Jimmy, el que había sido su amor desde la infancia.
Se apartó un poco el ala del sombrero para ver mejor y parpadeó al recibir la luz del sol en los ojos. Una ligera brisa le apartó el cabello y le refrescó las mejillas, recordándole al mismo tiempo todo lo que había dejado atrás.
Sus padres, a su hermana Lizzie y a Bill, el novio de esta, y un alquiler de dos meses de una casita de un dormitorio con vistas al mar. Y su trabajo en la pequeña empresa de Bill, en la que por fin habían conseguido destilar su primer producto, el ron Blackstrap.
De repente, sintió una dolorosa nostalgia.
Cuando Miguel Mendoza, director de operaciones de ron Dos Ríos, la llamó hacía tres meses para hablar de la posibilidad de que ella creara dos nuevos sabores para el doscientos aniversario de la marca, jamás se habría imaginado que ello supondría que tendría que mudarse al otro lado del Atlántico, a seis mil kilómetros de distancia de su hogar.
Si se hubiera parado a pensarlo, se habría negado. Se había sentido halagada por la sugerencia, pero, al contrario de Lizzie, ella era cautelosa por naturaleza por la suerte que le había tocado en la vida. Aceptar el trabajo de Dos Ríos no solo le haría ganar mucho dinero, sino que supondría un salto cualitativo en su profesión. Tras la muerte de Jimmy, Kitty había echado el freno a su vida y necesitaba un cambio para poder dejar su pena atrás y empezar de nuevo a vivir. Por eso, cinco minutos después de colgar, había vuelto a llamar para confirmar que aceptaba.
No se lamentaba de su decisión. Su nueva casa era muy bonita y estaba a un corto paseo de la playa. Todo el mundo era muy simpático, y tras trabajar tres años en la minúscula y abarrotada sala de destilación de Bill, hacerlo en el magnífico laboratorio de Dos Ríos era un sueño hecho realidad. Aquel era, en muchos sentidos, el nuevo comienzo que había imaginado. Había hecho nuevos amigos y se estaba construyendo una trayectoria profesional. Sin embargo, una parte de su vida permanecía intacta.
Se le hizo un nudo en la garganta.
E intacta iba a seguir estando.
Levantó los brazos y se recogió de nuevo el cabello, que le caía por los hombros y la espalda. En el aeropuerto, le había prometido a su hermana que se «soltaría el pelo». Era una antigua broma entre ellas, porque normalmente Kitty lo llevaba recogido. Sin embargo, allí en Cuba había empezado a dejárselo suelto. No obstante, su cabello era una cosa, pero el corazón otra muy distinta…
Jimmy había sido su primer amor y no se imaginaba sentir nada semejante a lo que había sentido por él por otro hombre. Tampoco quería. El amor, el verdadero amor, era una ligereza y un peso a la vez, un regalo y una carga, algo que ya no poseía para poder darlo o recibirlo nunca más. Por supuesto, en realidad nadie la creía. Sus amigos y familiares estaban convencidos de que solo era una fase, pero ella sabía que aquella parte de su vida había terminado para siempre y ni el sol ni la salsa iban a cambiar ese hecho.
Miró hacia el agua y sintió que el pulso se le aceleraba al ver un pequeño animal flotando en las serenas y cristalinas aguas. ¡Era una starfish! ¿Cómo se decía eso en español? No era el tipo de palabras que le habían estado enseñando en las clases que había dado en Inglaterra, las clases que habían dejado de parecer un pasatiempo para convertirse en una señal del destino cuando Dos Ríos le ofreció aquel contrato de cuatro meses.
Star significaba estrella y fish era pescado, pero no parecía tener mucho sentido. Ojalá Lizzie estuviera a allí para ayudarla. Ella había estudiado francés y español en la universidad y tenía una facilidad natural para los idiomas mientras que la dislexia de Kitty había supuesto que hasta aprender inglés fuera un desafío para ella.
Sacó el teléfono para buscar el significado de la palabra y, justo en aquel instante, el aparato comenzó a vibrar.
Kitty sonrió. Hablando del rey de Roma… ¡Era Lizzie!
–¿Te pitaban los oídos?
–No, pero tengo los pies empapados. ¿Te vale con eso?
Al oír la voz de su hermana y sus carcajadas, Kitty sonrió.
–¿Por qué tienes los pies empapados?
–No son solo los pies. Estoy empapada por todas partes. Por favor, no me digas que echas de menos la lluvia.
–No iba a hacerlo –protestó Kitty, aunque, en realidad, sí que la echaba de menos.
–Estabas pensándolo.
Kitty soltó una carcajada.
–Debe de haber sido un buen chaparrón si te has empapado desde tu casa al coche.
–El coche no arrancaba, así que tuve que ir andando a la estación. Perdí el tren y el siguiente venía con retraso. Como la sala de espera estaba cerrada por reforma, el resto de los pobres esclavos y yo tuvimos que esperar de pie en el andén y empaparnos.
–Pensaba que te ibas a comprar un coche nuevo.
–Lo haremos cuando sea necesario –dijo Lizzie–. Así que deja de preocuparte por mí y dime por qué deberían estar pitándome los oídos.
Kitty sintió que la presión en el pecho se le aliviaba. Lizzie y Bill, básicamente, la habían estado ayudando, no solo emocional sino también económicamente, desde hacía cuatro años. Cuando Jimmy entró en la residencia, ella se mudó a la casa de Lizzie. Después de la muerte de Jimmy, Bill le pidió que lo ayudara con su última aventura empresarial, una pequeña destilería de ron.
Había sido un acto de amor y de amabilidad. En realidad, no se habían podido permitir el sueldo de Kitty y ella no tenía experiencia alguna más que un grado en Química. Jamás podría pagarles lo que habían hecho por ella, pero, después de que todos los sacrificios de Lizzie, lo menos que Kitty podía hacer era convencer a su hermana de que todo había merecido la pena y que su nueva vida era fabulosa.
–Quería saber cómo se dice starfish en español –dijo–. Y pensé que tú lo sabrías.
–Claro que sí. Se dice «estrella de mar», pero, ¿por qué necesitas saberlo? –dudó Lizzie–. Por favor, dime que no vas a añadir estrellas de mar al ron. De verdad que no te lo recomiendo.
Kitty arrugó el rostro.
–¡Qué asco! ¡Por supuesto que no voy a poner estrellas de mar en el ron! Es que no hago más que verlas en el agua.
–Estás viendo una ahora, ¿verdad? ¿No deberías estar en el trabajo? ¿O es que me he vuelto a equivocar con la diferencia horaria?
Kitty sonrió.
–No estoy en el despacho, pero estoy trabajando. Estoy investigando.
Lizzie dijo una palabra muy grosera.
–Bueno, solo espero que te hayas puesto protección solar. Ya sabes lo fácilmente que te quemas.
Kitty se miró la blusa de manga larga y la maxi falda que llevaba puestas y suspiró.
–Ahora el sol no quema tanto, pero llevo puesta tanta ropa y protección solar que seguramente voy a regresar más blanca de lo que me vine.
–¿Quién sabe? Tal vez decidas no regresar. Si ese guapísimo jefe tuyo decide por fin visitar su ciudad natal y vuestras miradas se cruzan a través de una vacía sala de juntas…
Al notar el tono jocoso en la voz de su hermana, Kitty sacudió la cabeza. A pesar de todo su pragmatismo, Lizzie creía firmemente en el amor a primera vista, pero tenía razón para ello. Había conocido a Bill en un karaoke en Kioto durante el año sabático que se tomó.
Kitty, por su parte, no había tenido ni siquiera que salir de su casa para conocer a Jimmy. Él vivía en la casa de al lado y se habían conocido incluso antes de que empezaran a andar, cuando la madre de él había invitado a la de Kitty a que fuera a tomar un té cuando los dos eran aún muy pequeños.
–Trabajo en los laboratorios, Lizzie. Ni siquiera sé dónde está la sala de juntas. Y, aunque efectivamente haya nacido en La Habana, no creo que mi «guapísimo jefe» sepa ni siquiera quién soy yo o que le importe.
Tras terminar la llamada y prometerle a su hermana que la llamaría más tarde, Kitty regresó hacia los árboles que bordeaban la arena. Siempre hacía más fresco allí que en ninguna otra parte.
No se dio prisa, y no solo porque las agujas de los pinos resultaran algo resbaladizas. Así era como la gente de Cuba hacía las cosas. Incluso en el trabajo, todo el mundo se marcaba su ritmo. Después de una semana de realizar su típico horario de nueve a cinco, como en Inglaterra, Kitty se había rendido ante el modo cubano. Al principio, le había resultado extraño y, además, tal y como el señor Mendoza le había dicho la primera vez que hablaron por teléfono, ella era su propia jefa.
Sin embargo, mientras avanzaba por un sendero alineado por arbustos y tamarindos, las mejillas se le caldearon. ¿Cómo podía decir algo así?
Como todo lo que había en aquella salvaje península, aquellos árboles, la playa e incluso hasta la estrella de mar, formaban parte de la finca El Pinar Zayas, una propiedad que pertenecía al jefazo, tal y como se referían a él todos sus empleados.
César Zayas y Diago.
Pronunciando aquel nombre, deslizando sobre la lengua las exóticas sílabas que lo componían, sintió que el estómago se le tensaba por los nervios, como si solo el hecho de pensar el nombre tuviera el poder de conjurar la presencia de Zayas y hacer que apareciera en aquella zona tan despoblada.
Imposible.
Lizzie podría imaginarse que iba a encontrarse con el dueño de Dos Ríos, pero, hasta aquel momento, Kitty ni siquiera había hablado con él por teléfono. Él le había enviado algunos correos electrónicos y una carta de bienvenida, pero ella estaba segura de que él ni siquiera los había visto. De alguna manera, no se imaginaba al distante y esquivo Zayas sentado en su lujoso despacho mordiendo el bolígrafo para tratar de encontrar las palabras exactas con las que brindar por su éxito. Seguramente, la firma que ella se había pasado tanto tiempo observando había sido perfeccionada a lo largo de los años por uno de sus asistentes personales.
En realidad, no le preocupaba su falta de interés. De hecho, le hacía sentirse aliviada.
Kitty se había mudado desde una pequeña ciudad de la tranquila costa inglesa hasta el vibrante Caribe, pero seguía siendo una muchacha provinciana y el hecho de conocer a su legendario y sin duda formidable jefe era una experiencia de la que prefería no disfrutar.
Él debía de sentir lo mismo sobre el hecho de conocerla a ella porque había realizado dos visitas a las oficinas centrales desde que Kitty había llegado y, en ambas ocasiones, se había marchado antes de que ella se diera cuenta de que su jefe había estado en el país.
En realidad, no había esperado conocerle. Tenía una hermosa casa de estilo colonial y las instalaciones de la destilería original en la finca, que era el cuartel general de Dos Ríos, pero sus negocios lo llevaban por todo el mundo. Según los compañeros de trabajo de Kitty, iba a La Habana muy de tarde en tarde y raramente se quedaba allí más de dos días.
Por supuesto, ella sentía una cierta curiosidad hacia él. ¿Quién no? Se había hecho cargo de una modesta destilería familiar y la había convertido en una marca de fama mundial. Y, al contrario de otros muchos empresarios, lo había hecho negándose a entrar en el juego con los medios de comunicación.
Pasó por debajo de la rama de un árbol, preguntándose por qué a pesar de su increíble éxito empresarial, César Zayas llevaba una vida tan reservada. Aparte de su ron, era famoso por la determinación con la que guardaba su intimidad, casi como si fuera un perro pit-bull.
Podría ser que fuera un hombre modesto. Eso era ciertamente lo que implicaba su biografía en el sitio web de Dos Ríos. Era breve hasta el punto de resultar minimalista. No había comentarios personales ni citas inspiradoras, tan solo un par de líneas, escondidas en un párrafo de carácter general sobre la historia de la empresa.
Incluso la foto que acompañaba al párrafo parecía escogida para no revelar nada del hombre que presidía la empresa. Estaba de pie, en el centro de un grupo de hombres que posaban en una galería con copas de ron en la mano. El color del líquido era idéntico al del enorme sol naranja que se ponía a sus espaldas. Era una fotografía informal, que capturaba perfectamente la camaradería que había entre ellos. Iban vestidos de manera casual, con las mangas enrolladas y los cuellos de las camisas abiertos. Los brazos descansaban en los hombros de quien estuviera al lado. Unos reían y otros sujetaban entre los dedos el otro producto más famoso de la isla: el cigarro cubano.
Todos miraban hacia la cámara. Todos excepto uno.
Al recordar la fotografía, Kitty sintió que se le secaba la boca. El presidente de Dos Ríos miraba hacia un lado, de manera que su rostro quedaba ligeramente desenfocado. Tan solo era posible adivinar los impecables pómulos y la esculpida mandíbula bajo la oscura sombra de la barba y un revuelto cabello negro.
No había manera de identificar quién era quién, pero no importaba. A pesar de estar desenfocados, sus rasgos y las limpias líneas de su carísima camisa reflejaban un inconfundible aire de privilegio, de tener el mundo a sus pies. Para él, la vida sería siempre fácil y rápida, demasiado rápida para que pudiera captarla el objetivo de una cámara. Solo su sonrisa, una sonrisa que Kitty nunca había visto pero que se podía imaginar sin dificultad, sería lenta… lenta y lánguida como un largo y fresco daiquiri.
Kitty tragó saliva. Casi podía sentir el sabor del ron y el punto ácido de la lima en la lengua. Ella no bebía daiquiris. Era un cóctel y ella no se había sentido nunca lo suficientemente cómoda o segura de sí misma para pedir uno. Ni siquiera allí en Cuba.
Todo el mundo era muy atractivo y moreno y parecían felices. Los hombres tenían miradas entornadas y se movían como panteras y las mujeres hacían que incluso algo tan sencillo como cruzar la calle o comprar fruta en el mercado pareciera un paso de mambo.
No se había atrevido aún a conocer La Habana nocturna, pero la había visitado tres veces durante el día y aún podía sentir las vibraciones de la ciudad en el pecho, hipnóticas y peligrosas, como si fueran un enjambre de abejas. Se había sentido cautivada no solo por la gente, sino por los eslóganes revolucionarios que, ya algo ajados, prometían desde las paredes Revolución para siempre y también por los relucientes coches, modelos de los años cincuenta, que alineaban las calles y las teñían de todos los colores.
Por todas partes había recordatorios del pasado, desde los balcones de estilo colonial hasta las imponentes escaleras. Era una ciudad viva, emocionante y ella había sentido la tentación de absorber la calidez de la ciudad en la sangre y explorar el laberinto de callejuelas que salían de las principales plazas, pero su sentido de la orientación era terrible.
Y hablando de eso…
Había llegado a una bifurcación del sendero. Se detuvo y miró dudando en ambas direcciones. No servía de nada utilizar el teléfono porque la cobertura solo era buena al lado del mar. Además, resultaba imposible ver por encima de los árboles que daban nombre a la finca. Si se equivocaba, tardaría una eternidad.
Sintió que el corazón comenzaba a latirle con fuerza.
Su casa estaba al borde de la finca. Normalmente, era la casa de una de las mujeres del servicio doméstico, pero ella se había marchado para cuidar de su madre enferma, por lo que estaba vacía. Andreas, el jefe de seguridad de Dos Ríos, le había dicho que tenía permiso para recorrer la finca, pero ella se había ceñido a la playa y al bosque alrededor de la casa. Nunca se había alejado demasiado.
Por suerte, solo le llevó unos diez minutos orientarse y reconocer por fin dónde se encontraba. Gracias a Dios. Desde aquel lugar, su casa estaba tan solo a diez minutos.
Respiró aliviada y se quitó el sombrero para abanicarse el rostro. Entonces, se quedó inmóvil. Medio escondidos por la vegetación, había un grupo de los caballos salvajes que vivían libres en la finca. El corazón se le detuvo en seco. Por conversaciones con Melenne, que iba tres veces por semana a limpiarle la casa, los caballos no eran peligrosos. Simplemente, no estaban domados. Vivían en libertad en los bosques y eso se les notaba en el hermoso pelaje y tonificados músculos.
Eran tan hermosos… Se acercó a ellos lentamente, extendiendo la mano hacia el más cercano. Contuvo el aliento cuando el animal pareció evaluarla con la mirada y entonces el pulso se le aceleró al sentir el suave y aterciopelado hocico del animal contra sus dedos.
Respiraba cuidadosamente y mantenía la mano extendida… cuando, de repente, se escuchó un fuerte ruido a sus espaldas y, como si fueran uno, los caballos se dieron la vuelta y desaparecieron entre los árboles.
Kitty se dio la vuelta hacia el ruido y levantó la mano para cubrirse los ojos del sol. El ruido se había convertido en un rugido y se vio un brillo de metal. Ella contuvo el aliento cuando, de repente, una moto apareció delante de ella. Le dio la impresión de que los ojos oscuros del piloto se entornaban al verla. De repente, todo pareció ir a cámara lenta. La moto derrapó para alejarse de ella y cayó de costado, deslizándose por la tierra hasta que se detuvo por fin.
Durante un instante, el tiempo pareció detenerse.
¿Se habría hecho daño? ¿Estaría…?
Ni siquiera quería pensar en aquella palabra. No se podía creer lo que había ocurrido. Entonces, con una mezcla de pánico y de miedo, echó a correr hacia la moto.
El piloto ya se había puesto de rodillas y estaba tratando de ponerse de pie. Al verla, lanzó una serie de maldiciones en español, o, al menos, ella asumió por el tono de su voz que estaba maldiciendo. Las clases de español de Kitty se habían centrado más en conjugar verbos que en aprender tacos. Se arrepintió de no haber estado en un lugar más visible. Si el motorista la hubiera visto antes, el accidente no habría ocurrido.
A pesar de todo lo ocurrido, el motorista parecía tranquilo. Apretaba la mano contra el chasis de la moto como si fuera uno de los caballos salvajes que él había espantado. El gesto hacía que los músculos le tensaran la tela de la elegante camisa blanca que llevaba puesta. Tenía un aspecto tan vivo y real… A ella le dolía haber podido ser la causa de que hubiera resultado herido y haber sido la causa del accidente. Sin embargo, si este no hubiera ocurrido, jamás lo habría conocido.
La respiración se le aceleró al darse cuenta de lo que estaba pensando. Hacía mucho tiempo que un miembro del sexo opuesto no había aparecido en su radar, pero aquel hombre resonaba.
–¿Se encuentra bien? –le preguntó.
Él levantó la mirada. Durante un instante, a Kitty se le olvidó respirar al ver que unos ojos verdes oscuros, del mismo color que los pinos que los rodeaban, la miraban con confusión. Entonces, ella se dio cuenta de que el motorista tal vez no la había entendido dado que se lo había preguntado en inglés.
Ella parpadeó.
–Lo siento, quería decir… ¿se hecho daño?
El motorista negó con la cabeza lentamente sin dejar de mirarla. A Kitty le pareció que la confusión de su mirada se transformaba en irritación.
–¿Cómo…? Quiero decir, ¿puede…? ¿Ay, cómo se dice? –preguntó con frustración. Estaba demasiado nerviosa como para poder pensar en su propio idioma, y mucho menos en español.
–Supongo que eso depende de lo que esté tratando de decir.
Kitty sintió un nudo en el estómago. El motorista le había hablado en inglés. Un inglés fluido y prácticamente sin acento. De repente, el nerviosismo se transformó en ira.
–¿Cómo ha podido ser tan inconsciente? Podría haber resultado herido, o peor aún… –le dijo en tono acusador.
–No lo creo. No iba rápido. Además… –comentó mientras se levantaba con gesto casual la pernera del pantalón para mostrarle la cicatriz que tenía en el tobillo–. Me he visto en peores circunstancias.
Ella lo observó en silencio. Se sentía demasiado aturdida como para responder y asombrada por la facilidad con la que él cambiaba de idioma y la despreocupación que mostraba por su propia seguridad. Mientras él levantaba la moto y la sujetaba sobre el suelo, Kitty sintió que la ira se apoderaba de ella.
–¿Y usted?
Aún no se había vuelto a mirarla. Cuando lo vio, una fuerte vibración, como una descarga eléctrica, se extendió entre ellos. Las miradas de ambos se prendieron. La de él era tan verde e intensa que ella se sintió turbada.
–¿Se encuentra bien?
Ella lo miró. Las palabras del motorista parecían más una formalidad que una expresión de preocupación, pero Kitty casi no se fijó en lo que decía. Estaba demasiado distraída por su rostro. Era muy hermoso. Nariz recta y la mandíbula delineada en oro, con la piel clara y brillante como si fuera una llama recién encendida…
¿Como una llama recién encendida?
Se echó a temblar. Por suerte, solo había pensado aquellas palabras y no las había dicho en voz alta. ¿En qué estaba pensando?
Sin poder evitarlo, estaba pensando en cómo aquella boca se le apretaría contra la suya…
Frunció el ceño, atónita por la inesperada reacción que había tenido ante un desconocido. Un desconocido que ni siquiera se había molestado en darse la vuelta para mirarla.
El corazón comenzó a latirle rápidamente. De repente, sintió el impulso de darse la vuelta y echar a correr entre los árboles. Sin embargo, algo dentro de ella la empujaba a desear saber lo que ocurriría si se quedara.
–Estoy bien. Aunque me sorprende que se moleste en preguntar.
Ella habló rápidamente. Las palabras parecían estar escapándosele entre los labios. Ella no era por naturaleza una persona a la que le gustaran los enfrentamientos, un rasgo de carácter que se había reforzado con los meses que había pasado sentada en salas de espera de hospital y tratando con médicos y especialistas.
Sin embargo, había algo en aquel hombre… algo en sus modales… que le hacía soltar chispas como si fuera una cerilla contra la leña seca.
Él echó la cabeza hacia atrás y separó los labios ligeramente, como si estuviera preguntándose en voz baja qué era lo que había oído.
–¿Qué se supone que significa eso?
Hablaba suavemente, pero tenía una dureza en la voz que a Kitty le ponía el vello de punta. Al recordar cómo se habían espantado los caballos salvajes cuando él se acercó, se avivó su irritación.
–Significa que ha estado a punto de atropellarme.
–Sí, porque usted se colocó delante de mí. Solo me caí de la moto porque tuve que girar bruscamente para no chocarme contra usted.
Kitty se sonrojó y dudó. Era cierto. Ella se había apartado del sendero… Lo miró de nuevo y apretó los dientes. Ni siquiera llevaba casco. ¿Cómo podía ser tan arrogante?
De repente, su cuerpo se echó a temblar. Recordó a Jimmy, sentado en el sofá en pijama, con el rostro gris por el agotamiento. El corazón comenzó a latirle de ira. Jimmy había vivido muy cuidadosamente y, sin embargo, aquel hombre tan arrogante y descuidado, corría estúpidos riesgos, tentaba al destino y desafiaba su propia mortalidad.
–Bueno, no habría tenido que girar bruscamente si no hubiera ido tan rápido –le espetó ella. Entonces, le señaló la pierna que le había mostrado–. Algo que, evidentemente, tiene por costumbre hacer.
–Como he dicho, no iba rápido. Es una moto nueva. La he recogido hoy mismo, así que todavía estoy haciéndome a ella. Supongo que usted nunca ha tenido una moto.
No. Kitty nunca había tenido una moto. Eran ruidosas y peligrosas. Lo ocurrido aquel día era prueba evidente de ello. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse lo que sería montar en una con él. Se lo imaginaba perfectamente, sabía lo que sentiría al inclinarse contra aquella ancha espalda, cómo notaría los músculos tensándose contra ella mientras el piloto cambiaba de marchas o tomaba un giro.
Las manos le temblaban y, de repente, le costó respirar. Miró la moto y trató desesperadamente de aferrarse a su indignación
–No –dijo mientras se colocaba las manos sobre las caderas y fruncía el ceño–, pero eso no importa. No cambia el hecho de que debería tener más cuidado por dónde va. No estamos en una pista de carreras.
De repente, a Kitty se le ocurrió pensar cómo había entrado él en la finca. Las puertas tenían un código de seguridad. Tal vez había querido enseñarle su estúpida moto a una de las empleadas o tal vez había ido a recoger a alguien.
–Y debería llevar casco –añadió.
–Sí, debería –dijo él suavemente, mientras la observaba con los ojos verdes.
Hubo algo en aquella respuesta que hizo que Kitty contuviera la respiración. La situación, una mujer solitaria en un camino aislado con un desconocido, debería hacerle sentir una cierta intranquilidad, pero no era así o, al menos, no era él quien la asustaba. La única amenaza provenía de su propia imaginación.
El pánico volvió a apoderarse de ella.
El cuerpo se le había tensado de una manera que no comprendía y el cabello, sudado y pesado bajo el sol, parecía estar aplastándole el cráneo de tal manera que le resultaba imposible pensar.
Se cruzó de brazos y se obligó a mirarlo. De repente, se echó a temblar, pero en aquella ocasión no de ira. Había algo tan íntimo, tan intenso en su mirada…
–Mire –dijo aclarándose la garganta–, no tengo tiempo para esto. Tengo que irme a mi casa –añadió mientras echaba a andar por el camino. Entonces se volvió–. Supongo que puedo ayudarlo a mover su moto.
–No será necesario.
El motorista la observaba con tranquilidad y aquella actitud, su seguridad, la atraía de tal manera que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Necesitaba escapar de la tensión que palpitaba entre ellos. Dio un paso atrás.
–Está bien. Como quiera –replicó frunciendo los labios deliberadamente con un gesto de desaprobación que quería sentir, pero que no le era posible–. Me da la sensación de que eso es lo que se le da mejor.
–¿Cómo ha dicho?
Kitty sintió una enorme satisfacción por haber conseguido por fin alterarle.
–Ya me ha oído…
No pudo seguir hablando. Las palabras se le murieron en la garganta como si fuera una actriz que hubiera olvidado su papel al ver la evidente mancha roja que se iba abriendo paso por la manga de su camisa, como si fuera una amapola abriéndose bajo el sol.
Sangre.
ESTÁ SANGRANDO!
César Zayas y Diago miró a la mujer que estaba frente a él. La frustración había hecho desaparecer momentáneamente el dolor que tenía en el brazo. No le molestaba la herida. Nunca le pasaba. Por muy intenso que fuera el dolor físico, tenía una vida muy corta. No le hacía cuestionarse a uno quién era.
–Está sangrando –repitió ella de nuevo.
Era inglesa, no estadounidense. Había reconocido el acento. Y, a juzgar por la ropa, una turista. Probablemente le habían vendido una excursión y luego se habían limitado a dejarla en la playa para que encontrara sola el camino a su alojamiento.
Tendría que hablar con su equipo de seguridad, pero, en aquellos momentos, necesitaba centrarse en lo que tenía entre manos, sobre todo en aquella intrusa de cabellos rojos.
Al observarle el rostro, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No era de extrañar que se hubiera distraído. Ella era increíblemente hermosa.
Durante los primeros segundos después de caerse de la moto había estado demasiado aturdido como para darse cuenta. Su cuerpo se había concentrado exclusivamente en el creciente dolor. Sin embargo, en aquel momento, cuando por fin tenía tiempo de fijarse bien en ella, le estaba resultando muy difícil apartar la mirada de su rostro.
Era esbelta, tal vez demasiado, al menos para su gusto, pero bajo la ropa tenía también femeninas curvas. Prácticamente sentía el calor que irradiaba de aquella nube de cabello de color fuego, que le llegaba prácticamente hasta los codos. Sin embargo, la contradicción entre aquella mirada gris y la sensual promesa de la fascinante y perfecta boca le estaba volviendo loco.
Los hombros se le tensaron. ¿Era deliberado?
Parecía poco probable. Le observó atentamente el rostro. Parecía nerviosa, menos segura de sí misma que cuando le había estado recriminando su manera de conducir, o al menos intentarlo, en su español de principiante.
Se miró el brazo derecho y apretó los dedos contra la húmeda tela con un gesto de dolor.
Aquel debería haber sido uno de los escasos e improvisados momentos de relajación. César había empezado el día en Florida. Se había levantado temprano para una sesión con su entrenador y luego había tenido una reunión de cuatro horas con sus abogados sobre una importación barata que estaba utilizando una botella casi idéntica a la de Dos Ríos. Recibió el correo electrónico sobre la moto justo cuando los abogados se marchaban y, siguiendo un impulso, había decidido dirigirse a La Habana.
Ni siquiera estaba seguro de por qué se le había ocurrido comprar la moto en primer lugar. Ir a Cuba suponía un esfuerzo y un secretismo que odiaba, pero que no podía evitar. Sus padres se disgustaban mucho cuando regresaba a casa. Sin embargo, tal vez inconscientemente, tal vez solo quería dejarse claro a sí mismo que sí podía.
Además, una motocicleta era una manera sencilla de satisfacer su necesidad de adrenalina, una necesidad que reconocía y que acogía de buen grado en los momentos en los que no estaba ocupado tratando de consolidad el dominio del mercado del ron.
Le había gustado la espontaneidad de poder librarse de su horario y de poder fundirse con la moto. Su cuerpo y su mente se habían visto inmersos en los ángulos de la carretera y en la fuerza del viento. Y de repente, apareció ella.
Como todos los accidentes, había ocurrido demasiado rápido para que él se diera cuenta de nada. Tan solo sintió que la moto se deslizaba, que la Tierra parecía inclinarse sobre su eje y que los rayos del sol entraban a través de las ramas de los árboles. Entonces, el sonido del metal golpeando el suelo. Después, solo silencio.
Incluso antes de ver la sangre, sabía que se había herido. Sin embargo, había sufrido ya suficientes lesiones como para poder diferenciar entre las que requerían solo una tirita y las que necesitaban atención médica. Además, después del susto inicial, se había sentido más preocupado por ella.
Se había mostrado tan agitada y disgustada que se había girado deliberadamente para que ella no viera la sangre. Solo cuando se había enfrentado a él como una gata, se le había olvidado lo mucho que le dolía el brazo. Nada le había importado más que borrar aquel gesto de desprecio y superioridad de su boca. A ser posible con la suya propia.
Sintió que el pulso se le aceleraba. «Cuidado», se advirtió. Tal vez sea hermosa, pero no necesitaba otra lección sobre las consecuencias de comportarse siguiendo impulsos y, con eso, no se refería a un paseo en moto.
El pánico se reflejaba en los ojos de ella.
–¿Por qué no ha dicho nada?
–Estoy bien –respondió él levantando las manos. Se arrepintió cuando una gota de sangre cayó sobre la tierra.
–¿Cómo puede decir eso cuando está sangrando de ese modo?
Ella lo miraba como si hubiera visto un fantasma. Durante un instante, César pensó en decirle que no era la primera vez que se caía de una moto, pero no lo hizo por si la alteraba aún más. De todos modos, era algo privado. Todo era privado: la búsqueda de la precisión, la transcendencia de sentirse uno con la máquina. ¿Cómo podía explicar lo que sentía perder todo el sentido de lo que era él mismo, su pasado, su puesto de director gerente, todo, por la velocidad y la emoción de montar en moto? ¿Y por qué iba a querer explicárselo?
Miró hacia la carretera vacía. ¿Por qué estaba ella allí? Sola. Tan solo era una turista y estaba allí, en medio de un drama. No era de extrañar que pareciera totalmente perdida.
La situación le hizo sentirse irritado y protector a la vez. Entonces, se enfadó consigo mismo por sentir algo en absoluto. Los sentimientos, los suyos en particular, eran peligrosos y de poco fiar. César tenía las cicatrices que lo demostraban. Y no hablaba de las que tenía en su cuerpo.
–Mire, no me he roto nada. Tan solo es un rasguño.
–Aunque así sea, debería ir a que lo viera un médico. No merece la pena correr el riesgo.
César apretó la mandíbula. Estuvo a punto de decirle exactamente quién era, que aquella era su finca y que ella era una intrusa, pero eso solo confundiría aún más la situación.
–¿Es una opinión profesional?
Ella lo miró con desaprobación y levantó la barbilla.
–No tengo coche, pero podría llamar a una ambulancia.
¿A una ambulancia? César sacudió la cabeza con incredulidad.
–Por supuesto que no. Puedo esperar hasta que llegue a mi casa.
–No creo que deba esperar. ¿Qué ocurrirá si se siente mareado o no deja de sangrar? –le preguntó ella. Entonces, dudó. César pudo ver el conflicto en su mirada, las dudas por sugerir algo que pudiera ayudar. Hacía algún tiempo, había resultado igual de fácil leer los pensamientos de César, pero él había aprendido con dureza y humillación que era mejor mantener ocultos sus sentimientos o, mejor, aún, evitarlos por completo.
–Mire, podemos ir a mi casa con la moto –añadió observándole con sus ojos grises–. No está lejos de aquí. Tengo un botiquín y sé limpiar una herida. Al menos, deje que eche un vistazo.
Entonces, ella vivía cerca. César se preguntó dónde se alojaría. Le parecía recordar que había un par de casas al otro lado del bosque, pero le parecía un lugar extraño para pasar unas vacaciones. La mayoría de los visitantes de La Habana preferían estar más cerca del centro y de las atracciones turísticas. Sin embargo, aquella mujer tenía algo que le hacía pensar que tal vez no estaba allí para visitar el Malecón, el Gran Teatro o la Plaza Vieja.
¿Por qué estaría allí?
La respuesta no debería importarle, pero, por alguna razón, sí que le importaba.
–Está bien –dijo.–. Puede echarle un vistazo. Pero nada de ambulancias.
Tardaron menos de diez minutos en llegar a su casa. Una vez en el interior, ella le indicó un sofá de aspecto muy cómodo.
–Siéntese y le traeré un vaso de agua.
César se sentó y tuvo la sensación de haber vivido ya aquella situación. Era exactamente el mismo tipo de casa en la que sus abuelos habían crecido, aunque en su caso había sido el hogar de al menos diez personas. A ellos no parecía haberles importado. Para ellos, al igual que para sus padres, la familia lo era todo.
Se rebulló en el asiento. De repente, el dolor que sentía en el corazón era más agudo que el del brazo. Sabía que sus padres estaban muy orgullosos del negocio que había construido, agradecidos de la comodidad y la seguridad que él les había dado, pero lo que más querían, lo que haría que renunciaran de buen grado a su vida de lujos sin dudarlo, sería un nieto al que poder mimar. Por supuesto, ellos nunca se lo habían dicho, o, al menos, su madre no, pero sentía la esperanza que se despertaba en ellos cada vez que César mencionaba el nombre de una mujer.
Sintió un nudo en el estómago. Los niños requerían padres y, por supuesto, dos personas que se amaran la una a la otra. Eso era algo que no iba a ocurrirle a él. Tal vez la mujer adecuada para él estaba en alguna parte. Sabía que, lógicamente, así debía de ser. Sin embargo, la lógica no podía contrarrestar el hecho de que él no confiaba en sí mismo para elegirla, no después de lo que le había ocurrido con Celia.
–Aquí tiene.
Ella había vuelto. Le entregó un vaso de agua y se sentó a su lado con un bol de agua, una toalla y una caja de plástico. Cuando ella le dijo que tenía un botiquín en casa, César se había imaginado que se refería a algo más de andar por casa. Sin embargo, aquella caja, parecía estar a la par con los botiquines que tenían en la destilería.
–Está muy bien preparada –le dijo él suavemente.
–Tan solo es lo básico –replicó ella mirándolo con acusación–. Usted debería llevar uno en la moto.
En realidad, así era. Estaba a punto de decírselo, pero, de repente, se distrajo por el modo en el que sus hermosas cejas doradas se arqueaban con concentración mientras rebuscaba en la caja.
Sacó un paquete y lo miró a los ojos. Entonces, desvió la mirada a la mancha roja que tenía en el brazo.
–Tengo que ver si ha dejado de sangrar.
–Está bien.
César asintió, pero, de repente, se vio demasiado distraído por los pies de la mujer. Ella se había quitado los zapatos y los dedos desnudos resultaban muy atractivos. Apartó inmediatamente la mirada y la fijó en el rostro de ella. Vio que se había sonrojado.
–Necesito que se quite la camisa –dijo ella con voz ronca.
Kitty tragó saliva.
«Necesito que se quite la camisa».
Las palabras resonaban una y otra vez en su cabeza. Bajó la mirada y deseó haber ignorado las objeciones del motorista y haber llamado a una ambulancia. Tras el accidente, al ver que la camisa se le teñía de sangre, no había pensado en otra cosa más que en ayudarlo. Ciertamente, no se había imaginado que él terminaría quitándose la camisa. Sin embargo, ¿cómo iba a poder curarle una herida que tenía en la parte superior del brazo?
Se aclaró la garganta.
–También podría cortar la manga –sugirió.
Él no contestó. Se limitó a mirarla fijamente. De repente, Kitty se olvidó de la camisa y de la herida. Nadie la había mirado nunca con tanta intensidad. Era como si estuviera tratando de ver dentro de ella, de leer sus pensamientos. Kitty sintió que los músculos se le tensaban con una repentina oleada de calor. Nadie la había mirado nunca así, ni siquiera su esposo. Era una mirada íntima, seductora, una intrusión y una caricia a la vez.
–No, no pasa nada. Me la quitaré.
Kitty observó cómo trataba de desabrocharse los botones, pero estos estaban pegajosos por la sangre. Sin pararse a pensar, se inclinó hacia delante y le apartó las manos.
–Permítame.
A medida que iba desabrochándole los botones, el corazón le latía con más fuerza. Sentía el calor que emanaba de él y, por mucho que lo intentara, no podía evitar que los ojos se le prendieran de la preciosa y bronceada piel que iba dejando al descubierto.
Al llegar a la hebilla del pantalón, dudó. Entonces, evitando la mirada de él, levantó las manos y se echó hacia atrás.
–Dejaré que a partir de ahí se encargue usted.
Él sacó el hombro izquierdo primero y, entonces, sacó el brazo derecho de la manga con mucho cuidado. Durante un momento, Kitty lo observó en silencio. El corazón le latía en la garganta. Hacía tanto tiempo que no contemplaba el cuerpo desnudo de un hombre o, al menos, un cuerpo como aquel.
Anchos hombros que se iban estrechando hasta llegar a una esbelta cintura, fuertes músculos, pero no excesivamente desarrollados, un ligero vello que partía en dos el torso y el abdomen… Además, tenía la piel suave y bronceada, en la que dos cicatrices que corrían casi paralelas al abdomen llamaron su atención. Evidentemente, no había estado bromeando cuando le dijo que había tenido heridas peores. Kitty no comprendía por qué, después de haber sufrido unas heridas tan grandes, era capaz de correr más riesgos. No obstante, guardó silencio. Aquella no era la clase de pregunta que podía hacerle a un desconocido que estaba sentado en su sofá con el torso desnudo.
–¿Qué le parece?
A Kitty le sorprendió la pregunta y lo miró sin saber a qué se refería.
–¿Que qué me parece? –repitió. El cerebro parecía haberle dejado de funcionar.
–El brazo.
Kitty deslizó la mirada por la curva del bíceps y respiró profundamente. Él había estado en lo cierto. La piel estaba dañada y estaba cubierta de tierra del camino, pero era tan solo un rasguño.
–Creo que no es nada importante, pero podré estar más segura cuando la haya limpiado –dijo con una ligera sonrisa–. Dígame si le hago daño.
Había bastante sangre, pero ella no se asustaba fácilmente. Ya no… Después de todo lo que había visto y había tenido que hacer por Jimmy… Además, resultaba más fácil no pensar en lo que podría haber ocurrido si tenía algo práctico que hacer.
–De acuerdo.
Él la miró a los ojos y Kitty sintió que, después, deslizaba la mirada por toda su piel. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Una sensación con la que ya estaba muy poco familiarizada le surgió en el vientre.
Se obligó a ignorar aquel cuerpo perfecto y se centró en tratar de limpiar la herida con la mayor delicadeza posible, lavando la sangre y retirando con cuidado la arena que había sobre la herida. Ya solo quedaba un poco…
Sentía el pulso de él vibrándole en la piel. Al pensar que aquel pulso podría haber dejado de latir en el bosque, experimentó un fuerte sentimiento de pérdida y de ira, ira por la injusticia de la vida.
Se inclinó un poco más, mordiéndose el labio, y se apoyó sobre el muslo de él para tratar de encontrar el equilibrio.
–Lo siento… –susurró al notar que él contenía la respiración. Al mirarlo, vio que se estaba mordiendo los labios–. ¿Le he hecho daño?
–No exactamente –respondió él–. ¿Ha terminado ya?
–Casi –afirmó ella mientras le secaba la herida con la toalla–. No creo que vaya a volver a sangrar, pero le pondré un apósito para que no tenga que preocuparse –añadió. Entonces, le vio la mano–. ¡Vaya, casi se me había olvidado! –exclamó. Le agarró la mano y comenzó a limpiarle la sangre seca de los dedos–. Ya está.
–¿Tiene hijos?
–¿Cómo? –le preguntó ella mirándolo con confusión.
–Se me ha ocurrido que usted parece estar acostumbrada a cuidar de la gente y está muy bien preparada.
El corazón de Kitty latía con fuerza. No tenía ningún sentido, pero, durante un alocado instante, estuvo a punto de decirle la verdad a él, a un desconocido. En realidad, no se lo parecía. Parecía que aquel hombre la conocía muy bien.
Sintió un nudo en la garganta y apartó la mirada recordando los meses que Jimmy y ella habían tratado de conseguir que se quedara embarazada. Kitty había deseado desesperadamente darle un hijo, pero su cuerpo no cooperaba. Cuando decidieron mirar las opciones médicas que tenían, Jimmy recibió su diagnóstico y, después, nada había importado ya. Desde que llegó a Cuba su ciclo había sido muy irregular.
Levantó la barbilla y descubrió que él la estaba mirando. Negó con la cabeza.
–No, no tengo hijos. No puedo tenerlos –admitió.
Antes, en Inglaterra, incluso le había dolido pensar en aquella frase, pero decírsela a él en voz alta parecía dolerle menos. Era una locura. Y también algo muy injusto para sus padres, para sus amigos y para Lizzie. Todos se habían esforzado mucho por hablar con ella y, de repente, ella se lo había contado todo a un desconocido semidesnudo.
–Lo siento. No necesitabas saber eso.
–No tienes por qué sentirlo. Yo te hice una pregunta y tú la respondiste.
Kitty se repitió aquellas palabras en la cabeza. Él hacía que todo pareciera tan sencillo… Y así era. Todo era sencillo entre ellos. No había historia ni pasado ni futuro. Nada más que una conexión al azar en un polvoriento camino. No obstante, una extraña sensación le estaba despertando en el estómago.
Si ella hubiera estado buscando el amor o una aventura romántica, todo podría haber sido diferente. Sin embargo, nunca habría nadie como Jimmy. Lo que había sentido por él había sido único, pero había terminado. Por suerte, porque sabía también lo que se sentía al perder al amor de una vida y no deseaba volver a experimentar aquella sensación de pérdida nunca más.
Él se movió y, de repente, el pulso de Kitty se desbocó.
Lo que deseaba en aquellos momentos era a él. A aquel hombre. A un desconocido sin nombre. Ansiaba sentir el tacto de sus manos y sus labios caldeándole la piel como si fueran los rayos del sol.
Sintió que los dedos de él se cruzaban con los suyos y se tensó. El aliento se le atascó en la garganta.
Olía su colonia, una mezcla de sándalo y limón junto con el aroma natural de su piel, limpio y masculino, que iba acompañado por la sala y los ardientes rayos del sol. El pulso se le aceleró aún más al notar que él la estaba observando con aquellos maravillosos ojos verdes.
Él estaba demasiado cerca, pero Kitty no se podía mover. No quería hacerlo. Quería acercarse aún más a él, tocarle la curva de los labios, sentir la tensión de su piel, el abultamiento de los músculos. Quería tomarlo entre sus brazos y que él la abrazara a ella, compartir la cálida y sólida intimidad de aquel cuerpo apretándosele contra el suyo.
–Estás temblando –dijo él frunciendo el ceño–. Creo que es una reacción tardía al accidente. Deja que te…
De repente, Kitty se sintió desesperada. El corazón le palpitaba con fuerza. No quería que él se marchara.
–No, no… No es eso…
Durante un segundo, los dos se miraron fijamente. Él estaba muy cerca, lo suficiente para que ella pudiera notar de nuevo el calor de su piel y ver las tonalidades de ámbar que también adornaban sus ojos. No era un recuerdo ni una fantasía. Era un hombre hermoso, lleno de vida y energía, cálido, sólido y real.
Y él también estaba temblando. Kitty lo sentía. Y ella se sentía casi mareada por el deseo.
–No, no es eso… –susurró–. Es esto…
Se inclinó hacia adelante y apretó la mano contra su pecho. Él tenía la piel muy cálida, suave y tensa, tal y como Kitty había imaginado. Por debajo, sentía que el corazón le latía al ritmo del de ella.
Él contuvo el aliento y tensó la mandíbula. En sus ojos, Kitty también podía ver dibujado el deseo, un deseo que trataba de controlar. Cuando él le acarició la mejilla, sintió que toda su resolución desaparecía.
Durante un momento, las miradas de ambos se cruzaron. Entonces, Kitty se inclinó hacia delante y rozó los labios ligeramente contra los de él. Sentía la boca torpe al tocar la de él.
–Ni siquiera sé tu nombre –susurró él.
–No importa.
Kitty volvió a besarlo y él se apartó un poco. Kitty sospechaba que le estaba dando tiempo para pensar, para poder cambiar de opinión. Sentía el corazón completamente desbocado. ¿Debería decir algo? ¿Decirle que ella no solía comportarse así normalmente? ¿Que había cambiado de opinión? No podía hacerlo porque si lo hacía, sería una mentira. Y pararían y ella no quería parar. No quería tener tiempo de pensar o de hablar. Solo quería perderse en aquel momento, perderse en él, porque, en aquellos instantes, ella era así y era a él a quien deseaba.
Le enredó los dedos en el caballo y tiró de él. Inmediatamente, él la estrechó entre sus brazos, y profundizó el beso. Le deslizó las manos por debajo de la blusa y la acarició la espalda hasta llegar al broche del sujetador. Inmediatamente, le quitó la ropa y se la colocó sobre el regazo, de manera que ella quedó sentada a horcajadas. Bajó los labios y le besó los senos, rozándole los pezones con la lengua. En cuestión de un segundo, el cuerpo de Kitty se volvió líquido.
La intensidad de su deseo fue tanto una sorpresa como una revelación para ella. Antes siempre había sido un lento progreso. Con aquel desconocido, fue como echar una cerilla a un bidón de gasolina, un fuego ardiente, rápido, que lo borraba todo a excepción del deseo de sentir más.
Él le había colocado las manos en la cintura, sujetándola. La boca buscaba la de ella e instintivamente, Kitty buscó la hebilla del cinturón.
Él le agarró inmediatamente las muñecas.
–Vayamos primero a tu dormitorio…
–No… –replicó ella zafándose de él. Le desabrochó el cinturón y luego la cremallera. Sintió que el cuerpo del desconocido se tensaba cuando le agarró el miembro.
Una vez más, él le agarró las manos.
–No tengo preservativos.
–Yo tampoco.
Durante un momento, Kitty se quedó en estado de shock. Se había olvidado de aquel detalle. Por sus palabras, él demostraba que era un amante responsable y el hecho de que la estuviera refrenando demostraba que podía confiar en él.
–No pasa nada…
Se inclinó de nuevo sobre él y le rodeó el cuello con los brazos para volver a besarlo. Con un gruñido, él levantó las caderas y se liberó de los pantalones. Entonces, se reclinó hacia atrás, arrastrando a Kitty con él.
Las pupilas se le dilataron y, durante un segundo, Kitty le montó con cuidado, rozando ligeramente la firme masculinidad y gozando con el poder de excitarlo. Entonces, se agarró a los hombros de él para colocarse mejor, separó un poco más las piernas y lo guio dentro de ella.
Él contuvo la respiración. Tenía la mandíbula tensa por la concentración. Los músculos de brazos y torso se tensaron cuando ella comenzó a moverse, con la respiración agitada. Entonces, él le colocó los dedos entre los muslos, moviéndolos al ritmo que ella marchaba, despertando en ella un ferviente y vibrante deseo.
Él la miró a los ojos.
–¡Mírame! –le ordenó con voz ronca.
Kitty trataba de mantener el control. El deseo estaba a punto de estallar dentro de ella. Se agarró frenéticamente a los brazos de él, tirando y luego empujándolo, necesitando dejarse llevar, pero deseando también que aquello durara eternamente.
Contrajo los músculos y le aprisionó con su cuerpo. Sintió que él le enredaba las manos en el cabello y, de repente, ya no pudo soportarlo más. Se arqueó contra él y se tensó contra la firmeza de su miembro y comenzó a temblar sin poder controlarse. Él lanzó un gruñido y se hundió un poco más dentro de ella, buscando el centro de su cuerpo. Entonces, jadeando dentro de la boca de Kitty, empujó hacia arriba una última vez.
LENTAMENTE, César respiró profundamente y abrió los ojos. Durante un momento, no supo dónde estaba. Entonces se acordó. Debía de haberse quedado dormido durante un instante, acunado por la lánguida calidez de su cuerpo y la repentina pesadez de sus propias extremidades.
Miró el techo y frunció el ceño. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido a una mujer así. Más de una década. Sin embargo, aquel día había sido excepcional por muchas razones.
Sintió un nudo en el pecho cuando notó que la más excepcional de esas razones se movía a su lado. Miró el cuerpo desnudo acurrucado junto al suyo y sintió que el pulso se le aceleraba. Había hecho lo que se había jurado que jamás volvería a hacer. Había dejado que su libido dictara sus actos.
Hizo un gesto de decepción. No necesitaba que nadie le recordara las consecuencias de aquella humillante indiscreción de juventud. Estaban marcadas en su conciencia y a pesar de los años, aún era capaz de sentir el shock y la desilusión de sus padres. Después de haber hecho el ridículo con Celia, se había jurado que no volvería a permitir que ninguna mujer le afectase en modo alguno. Y había mantenido su promesa.
Hasta aquel día. Hasta…
¡Maldita sea! Gracias a su repentina y completa pérdida de control, muy impropia de él, ni siquiera sabía su nombre. La fuerza y la intensidad de su deseo le había pillado desprevenido. Debería haberla dejado en la carretera. Debería haber llamado a Andreas, su jefe de seguridad, para que se ocupara de ella. después de todo, ese era su trabajo. En vez de eso, había dejado que una boca rosada y sugerente le hiciera perder el control.
Debería haber parado lo que estaba ocurriendo cuando ella le besó con aquella boca, pero, en cuanto sintió aquellos labios sobre los suyos, el cerebro, el cuerpo y su autocontrol habían dejado de funcionar. Su pasado y sus promesas habían quedado olvidados. Nada había importado más que ella. Todo su ser se había visto apresado por la necesidad de tocar y besar cada centímetro de su cuerpo. Incluso en aquellos momentos su cuerpo reclamaba más.
Torció la boca. ¿Qué iba a pasar a continuación?
Como si estuviera escuchando sus pensamientos, la mujer se movió de nuevo. Inmediatamente, la entrepierna de César cobró vida. Como no quería que ella viera la habilidad que tenía para excitarlo, empezó a apartarse, pero ella ya se había incorporado y había recogido toda la ropa que había en el suelo con un rápido movimiento.
¿Tenía experiencia en situaciones así?
Aquel pensamiento se apoderó rápidamente de su cabeza, pero lo apartó con la misma velocidad. No era asunto suyo. Además, no estaba en posición de juzgar.
–Toma –murmuró ella–. Esto es tuyo.
Se metió la blusa por la cabeza. Cuando César vio brevemente sus redondos pechos, sintió un hormigueo en la piel y su deseo cobró vida con un repentino apetito. Ella era muy sexy. De repente, los minutos de tórrida pasión que habían compartido antes le pareció el aperitivo del plato principal.
Deseaba más. Deseaba volver a sentir aquella suave piel junto a la suya, escuchar el susurro de su aliento contra la boca…. Su última relación había terminado hacía poco más de siete semanas. Desde entonces, había estado centrado en el trabajo y había descuidado su vida personal. Sin embargo, dado lo mucho que se esforzaba por mantener sus límites, tal vez sería mejor decir «vida impersonal».
Fuera como fuera, hacía mucho tiempo que no había tenido sexo y aquella hermosa y desinhibida mujer había despertado su apetito.
¿Y qué si había sido así?
Había ocurrido y había sido increíble. Mejor que increíble, recordó al mirar el sofá. No iba a funcionar que no volvería a tumbarla en aquel sofá para seguir donde lo habían dejado. Tampoco iba a negar que ella fuera atractiva o que no se sintiera atraído por ella. Sin embargo, fuera lo que fuera aquello que estaba sintiendo, no iba a volver a dejarse llevar, por mucho que fuera el deseo que sentía.
De hecho, aquella respuesta física sin precedentes solo acrecentaba su determinación de permanecer frío y distante. Ya había cometido el error de confiar su cuerpo antes y había resultado que su libido no había sabido juzgar el carácter de nadie con mucho acierto.
Se miró las cicatrices que le recorrían el pecho y el abdomen. Tal vez provenía de una clase diferente de comportamiento alocado, pero las había adquirido con honestidad, y no como resultado de un engaño o de una debilidad emocional.
Habría otras mujeres y, la próxima vez, se andaría con más cuidado.
Recogió los pantalones y la camisa que ella le ofrecía y empezó a vestirse.
En su experiencia, las mujeres normalmente trataban de extender aquel momento. Era una de las razones por las que siempre había preferido tener sus encuentros en un lugar neutral. Sin embargo, aquella mujer ni siquiera había querido saber su nombre y el hecho de haber mantenido relaciones sexuales con él no parecía cambiar ese hecho.
Era una experiencia completamente nueva para él, una experiencia que, en teoría, le debería resultar bienvenida. Sin embargo, se encontraba algo agraviado por su falta de curiosidad.
Pero el hecho de que no conocieran ni siquiera sus nombres era en realidad una ventaja. Por primera vez en su vida había tenido relaciones sexuales con una mujer que no sabía ni le importaba quién fuera él. Lo más extraño era que César parecía confiar en ella más por eso.
Aquel encuentro no había sido un plan cuidadosamente diseñado para seducirlo. No había nada falso. Ella no le había dicho que lo amara ni que fuera especial. Tampoco le había hecho promesas. Los dos habían conseguido lo que querían y ya podían volver a su vida normal.
Se abrochó el cinturón y comenzó a ponerse la camisa.
–¿Tienes el brazo mejor?
Al mirarla, sintió que el pulso se le aceleraba. Un mechón de aquel glorioso cabello rojo le caía por la frente. Tuvo que contenerse para no extender la mano y apartárselo del resto.
–Sí. Como nuevo.
Ella le dedicó una tensa sonrisa.
–Me alegro.
Se produjo un momento de silencio y, entonces, ella se aclaró la garganta.
–Mira, en realidad no sé lo que es normal para esta situación. No suelo hace estas cosas, ¿sabes?
–Yo tampoco –dijo él encogiéndose de hombros.
Cuando César vio la tensión que había en el rostro de la mujer, supo con toda seguridad que él le gustaba. Lo que no comprendía era por qué aquello le importaba.
Ella se sonrojó.