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Sutil seducción Susan Stephens ¿Estaba listo para enfrentarse a la verdad que ella le estaba haciendo ver?. Heredero secreto Kate Hewitt Una inesperada noche con el sultán… Un juego de venganza Clare Connelly Vendida a un multimillonario. Compromiso incierto Melanie Milburne El apasionado despertar de una mujer inocente.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack 143 Bianca, n.º 143 - julio 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-925-0
Portada
Créditos
Índice
Sutil seducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Heredero secreto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Un juego de venganza
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Compromiso incierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
-CHE? BUON Dio!
Luca Tebaldi creía que nada podría ser peor que tener que asistir al entierro de su hermano, pero su padre acababa de sorprenderle con un nuevo desastre.
Lanzó una maldición y cerró la puerta del despacho de su padre ante los que habían acudido a Sicilia para darle el pésame y mostrarle su lealtad al clan de los Tebaldi más que para lamentar la pérdida del hermano pequeño de Luca en un accidente sin sentido. Los Tebaldi eran los reyes sin corona de Sicilia, pero, en días como aquel, el sentimiento de culpabilidad de Luca por haber dejado su tierra muy joven era más profundo y desagradable.
El entierro se iba a celebrar en la isla privada de los Tebaldi, frente a la costa de Sicilia, donde la familia había gobernado sin que nadie los cuestionara durante mucho tiempo. De joven, Luca se había rebelado contra el estilo de vida de su padre y de su hermano porque creía que su manera de comportarse pertenecía a otra época.
El éxito de Luca se basaba en astutas operaciones en los negocios y absorciones legítimas de otras empresas. En numerosas ocasiones, les había suplicado a su padre y a su hermano que cambiaran su manera de actuar antes de que fuera demasiado tarde. No obtuvo satisfacción alguna cuando se demostró que tenía razón.
–Si lo único sobre lo que tuviera que preocuparme fueran las deudas de juego de Raoul… –dijo el hombre al que el mundo entero aún llamaba Don Tebaldi mientras se desmoronaba sobre su butaca de cuero. Tenía un aspecto agotado y derrotado.
–Sea lo que sea lo que haya ocurrido, yo lo arreglaré –respondió Luca para tranquilizar a su padre–. No tienes nada de lo que preocuparte. Después de todo, la sangre era más espesa que el agua.
–Esto no lo puedes arreglar, Luca –le aseguró su padre.
–Claro que lo arreglaré –afirmó Luca con firmeza. Nunca antes había visto a su padre tan derrotado.
–Como si no tuviera bastante con las deudas de juego de tu hermano, a Raoul le pareció que sería divertido dejarle todo lo que tenía a una chica que conoció en un casino de Londres.
Luca no cambió la expresión de su rostro, pero la mente no dejaba de pensar en el asunto. Su hermano había sido un adicto al juego, que se había ido distanciando progresivamente de Luca. La última vez que se vieron, Raoul le había dicho a su hermano mayor que nunca le comprendería.
–Yo me marcho pronto a Florida –le recordó su padre–, así que tú tendrás que ir a Londres a solucionar este lío de Raoul. Quién mejor que tú para hacerlo, con tu visión tan moral sobre la vida.
El gesto de ira y burla que se reflejó en el rostro de Don Tebaldi revelaba el nivel de desprecio de un padre por sus hijos. Uno demasiado débil y el otro demasiado fuerte, solía decir.
A Luca le resultaba incomprensible que un padre odiara tanto a sus hijos. Lo observó y vio que, mientras movía sus artríticas extremidades detrás del escritorio, tenía el aspecto de un hombre que se había vuelto viejo de repente. Una vida de excesos parecía estar pasándole por fin factura. Luca sintió compasión, aunque nunca habían estado muy unidos. Dado que tenía tanto éxito en sus negocios, podría tomarse un descanso sin ningún problema. Tenía que hacerlo. Su padre lo necesitaba.
–Esto no habría ocurrido si tú me hubieras seguido en el negocio familiar –se quejó el padre mientras se ocultaba el rostro entre las manos.
–Unirme al negocio familiar nunca fue una opción para mí ni nunca lo será –replicó Luca.
Su padre se apartó las manos del rostro. La expresión de su rostro se endureció y se transformó en la máscara implacable que Luca recordaba tan bien de su infancia.
–No te mereces mi amor –le espetó–. No mereces ser mi hijo. Raoul era débil, pero tú eres peor porque podrías haberme sucedido y haber hecho que el apellido Tebaldi volviera a ser grande de nuevo.
–Yo haría cualquier cosa para ayudarte, pero eso no –replicó Luca con voz tranquila. No podía dejar de pensar en su viaje a Londres.
Su padre, por el contrario, seguía mirándolo con desdén. Cuando Raoul y Luca eran niños, Don Tebaldi les decía que ninguno de los dos se había visto bendecido con el instinto asesino de su progenitor, como si aquella fuera una cualidad a la que los dos debieran aspirar.
–Eres un necio testarudo, Luca. Siempre lo has sido.
–¿Porque no hago lo que tú dices?
–Correcto. En cuanto a Raoul…
Su padre hizo un sonido de desaprobación.
–Raoul siempre hizo todo lo posible por agradarte, padre…
–¡Pues fracasó! –exclamó con ira su padre mientras golpeaba la mesa con el puño para reafirmar sus palabras.
Luca guardó silencio. Había estado lejos durante mucho tiempo, trabajando en sus numerosos proyectos. Deseó haber estado por su hermano. Deseó que su padre pudiera mostrar sentimientos que no fueran el odio. Hasta el despacho apestaba a amargura y desilusión hacia sus hijos. A pesar de todo, Luca se sentía obligado a darle ánimo a su padre y lo habría hecho si la fría mirada del anciano no hubiera impedido todo contacto humano entre ellos. Era una expresión que carecía por completo de la calidez que debería existir entre un padre y su hijo.
–Déjame –le ordenó su padre–. Si no tienes nada positivo que ofrecer, ¡fuera de aquí!
–Nunca –dijo Luca con voz tranquila–. La familia es lo primero, tanto si me ocupo del negocio familiar como si no.
–¿Qué negocio familiar? –gritó su padre amargamente–. Gracias a tu hermano, no queda nada.
–Tenemos que proteger a los isleños –afirmó Luca con voz tranquila.
–¡Pues protégelos tú! –rugió su padre–. Yo ya he terminado aquí.
El hombre que había sido un gran líder, volvió a ocultarse el rostro entre las manos y comenzó a sollozar como un niño. Como gesto de respeto, Luca se dio la vuelta y esperó a que la tormenta pasara. No iba a ir a ninguna parte. Ni su padre ni Raoul habían podido aceptar nunca que él los amaría de todos modos, pasara lo que pasara.
Luca Tebaldi podría haber sido un digno sucesor del hombre que había gobernado en su feudo con mano de hierro durante más de cincuenta años. Con más de metro ochenta de estatura y el cuerpo musculado de un gladiador romano, Luca era un hombre muy atractivo. Con el intelecto de un erudito y la firme mirada de un guerrero, Luca poseía la actitud y la personalidad de un hombre nacido para gobernar. Sin embargo, era su inteligencia lo que le había reportado todo su éxito. Sus intereses empresariales eran totalmente legítimos y se habían creado muy lejos del imperio de su padre. Su atractivo sexual lo hacía irresistible para las mujeres, pero Luca no tenía tiempo para ese tipo de influencias en su vida, aunque su apasionada madre, ya fallecida, le había inculcado la apreciación por el sexo opuesto. Luca había aprendido a controlar férreamente su libido.
Su padre levantó por fin la mirada.
–¿Cómo es posible que no supieras lo que le estaba ocurriendo a Raoul? Los dos teníais casa en Londres.
–Nuestros caminos raramente se cruzaban –admitió Luca. Su vida era muy diferente de la de su hermano–. ¿Hay algo que deba saber antes de marcharme a Londres?
Su padre se encogió de hombros.
–Raoul debía dinero a muchas personas. Tenía varias propiedades, aunque todas hipotecadas. ¡Es el fondo de inversión lo que me preocupa! ¡Eso se lo queda esa mujer!
Un fondo de inversión que valía millones y una de las pocas fuentes de dinero que Raoul no había podido malgastar. La razón era que no podía tocar el fondo hasta que cumpliera los treinta años, una fecha para la que aún le hubieran faltado seis meses.
–Ese fondo hará que la novia de Raoul sea realmente una mujer muy rica –murmuró–. ¿Sabemos algo sobre ella?
–Suficiente para destruirla –dijo su padre con gran placer.
–Eso no será necesario –repuso Luca–. Raoul no esperaba morir tan pronto. Probablemente redactó ese testamento bajo un impulso repentino, probablemente después de que tuvierais una discusión o algo así. Con toda seguridad, mi hermano habría cambiado sus intenciones a tiempo.
–Muy reconfortante –se mofó su padre–. Lo que necesito saber es lo que vas a hacer al respecto ahora.
–Preferiría que Raoul siguiera con vida –le recriminó Luca a su padre.
–¿Para que hubiera vivido a tu manera? –replicó su padre con gesto airado–. Trabajo duro y confianza en tus semejantes, a quien por cierto no les importas ni un comido. ¡Yo preferiría estar muerto que vivir así!
–Raoul ha pagado el precio más alto.
Se había cansado de tratar de hablar con un anciano egoísta. Él lamentaba la muerte de su hermano y ansiaba estar solo para poder recordar momentos más felices. Raoul no siempre había sido débil o un delincuente. De niño, con el mundo a sus pies, Raoul era confiado, divertido y travieso. Luca lo recordaba como un pilluelo de cabello revuelto al que le gustaba seguir a Luca y a sus amigos para demostrar a los chicos mayores lo osado que podía ser. Raoul nadaba tan rápido como ellos y bucear a la misma profundidad. En ocasiones, permanecía sumergido durante tanto tiempo que Luca tenía que ir a buscarlo. Aquella actitud molestaba mucho a Luca, pero la osadía de Raoul le había abierto las puertas del grupo. Luca y sus amigos fueron desprendiéndose poco a poco de aquella rebeldía a medida que fueron adquiriendo responsabilidades, pero Raoul jamás perdió su amor por el peligro y, en un último acto de rebelión, terminó por unirse a una banda que realizaba carreras ilegales. Murió en el acto en una colisión frontal entre dos coches. Milagrosamente, no hubo que lamentar más bajas, pero la muerte de Raoul supuso el horrible desperdicio de una vida.
–¡Qué tragedia! –murmuró Luca mientras recordaba los detalles que le relataron los oficiales de policía que acudieron al lugar del accidente.
–Qué lío, más bien –comentó su padre–. A veces creo que la única intención de tu hermano era hacerme daño.
«Siempre compadeciéndose de sí mismo», pensó Luca. Sin embargo, cuando vio que el puño de su padre agarraba un abrecartas y parecía estar a punto de clavarlo en el documento que tenía delante de él, que tan solo podía ser el testamento de Raoul, tuvo que intervenir.
–¿Podría verlo antes de que lo destruyas?
–Por supuesto –respondió su padre mientras empujaba los papeles a través del escritorio–. El abogado de Raoul estuvo aquí antes del entierro. Como cortesía para conmigo, me dijo… –añadió el anciano mientras hacía un gesto de desprecio–. Cuando los dos sabemos que solo le interesaban sus honorarios.
–No creo que se le pueda culpar por eso –comentó Luca mientras se sentaba para comenzar a leer–. Raoul no era muy rápido a la hora de pagar sus deudas. Y mucho menos ahora –añadió levantando brevemente la cabeza.
La expresión de su padre se endureció.
–No lo estás entendiendo, Luca. La visita del abogado fue una advertencia. Me vino a decir a mí, a mí, a Don Tebaldi, que no debía traspapelar accidentalmente ni destruir el testamento de Raoul dado que él ya le había puesto encima esos ojillos de comadreja que tiene.
–Raoul era libre para hacer lo que quisiera –comentó Luca–. Este documento está muy detallado. Esa mujer debió de haber significado mucho para él.
–Es poco probable que esa mujer estuviera enamorada de él –replicó su padre–. Más probablemente, era una mentirosa. Gracias a la mala gestión de Raoul, la familia Tebaldi ha perdido la mayoría de su poder e influencia, pero seguimos teniendo enemigos. ¿Y si uno de ellos envió a esa mujer para aprovecharse de él? Me lo estoy imaginando perfectamente…
–¿Se le ha comunicado a esa mujer la muerte de Raoul? –lo interrumpió Luca.
–Le he pedido al abogado que espere. Le he compensado generosamente por ello. Y esa mujer no se enterará por los medios de comunicación. La muerte de tu hermano no se ha hecho eco en la prensa internacional, dado que Raoul habría tenido que destacar en algo para que así hubiera sido. Así que no, no lo sabe todavía. En ese sentido, aún le llevas ventaja. Ve a Londres. Cómprala. Haz lo que haga falta…
Mientras su padre seguía hablando, Luca se enfrentó de nuevo al dolor por la pérdida de un hermano al que había amado de niño y con el que había perdido el contacto de adulto. En las pocas ocasiones en las que se habían visto antes del accidente, Raoul se había burlado del modo en el que Luca vivía su vida y Luca, por su parte, se había sentido muy frustrado por el hecho de que Raoul pareciera incapaz de escapar del círculo vicioso de apuestas y deudas. La última vez que se vieron, sintió que Raoul quería decirle algo, pero que no parecía capaz de confiar en él. No servía de nada preguntarle a su padre de qué se podría haber tratado, pero tal vez la mujer podría aclararle algo. Iría a Londres para averiguar quién era y lo que quería.
–¿Qué es lo que sabemos de esa mujer?
–Es una mosquita muerta –afirmó su padre con confianza–. No te supondrá problema alguno. Vive modestamente sin dinero, sin familia y sin medios para enfrentarse a nosotros.
–¿Eso te lo ha dicho el abogado? –quiso saber Luca frunciendo el ceño.
–Aún tengo mis contactos –dijo el padre colocándose un dedo junto a la nariz para demostrar lo astuto que era–. Trabaja en Smithers & Worseley, la casa de subastas que comercia con las finas gemas que yo colecciono. Prepara el té, limpia el polvo… pero por lo que me han dicho está estudiando algo de relumbrón –añadió con tono burlón–. Llamé a Londres esta misma mañana para averiguar todo lo que he podido sobre ella.
El hecho de que su padre pusiera el interés económico por encima de la mujer de su hijo el día mismo del entierro podría haber escandalizado a Luca. Desgraciadamente, conocía muy bien a su padre.
–Utilicé mi encanto con el director de la casa de subastas –prosiguió en tono jocoso el anciano–. Él estuvo encantado de cotillear con Don Tebaldi, uno de sus mejores clientes…
Luca pensó que probablemente también el cliente más ingenuo. Su padre era como una urraca. Le encantaba coleccionar relucientes piedras preciosas.
Se le empezó a formar una idea en la cabeza. Recordaba haber leído algo sobre una fabulosa gema con una maldición que se iba a subastar en breve en Smithers & Worseley. Cuando una piedra tenía una maldición, su padre pagaba lo que fuera para conseguirla. La colección secreta de Don Tebaldi no tenía rival. Mantenía sus tesoros ocultos en la isla, donde solo él podía admirarlos.
–La mujer tiene otro trabajo. Es camarera del bar del casino al que tu hermano solía ir a jugar –continuó su padre mientras dejaba evidente el desprecio que sentía por aquella mujer con una sonrisa de desprecio–, Me imagino que aceptó el trabajo para poder relacionarse con hombres con dinero.
–Eso no lo sabemos –dijo Luca. Dudaba que una mujer con sentido común se fijara en un jugador compulsivo como lo había sido Raoul–. La encontraré. Dices que es una mosquita muerta, pero no tenemos pruebas de eso. Sea como sea, va a ser una mosquita muerta muy rica, lo que significa que podrá ir picoteando para abrirse paso a través de la seguridad que he levantado para protegerte del pasado.
–¿Del pasado? ¡Bah! Cuando me haya marchado a vivir en Florida, ninguna de esas sombras podrá alcanzarme ya. Yo soy parte del pasado. Estoy acabado –añadió con autocompasión–. Haz lo que tengas que hacer. Seducirla incluso, si es preciso.
Luca apartó la mirada. Tenía cosas más importantes que hacer que cumplir las fantasías de su padre.
–Se me ocurre una idea mejor.
–¿Cuál?
–Nos quedan seis meses hasta que se libere el fondo de inversión de Raoul. Ella no puede tocar el dinero hasta entonces. Y, por si acaso al abogado le da un ataque de conciencia, la mantendré alejada de él.
–¿Piensas traerla aquí a la isla?
–A mí me parece la solución evidente.
–¿Y cómo vas a convencerla para que haga algo así? –quiso saber su padre, muy interesado.
–Tú comprarás otra piedra.
–Ah… –dijo Don Tebaldi al comprender por fin a lo que se refería su hijo–. Es una solución brillante, Luca. Adelante. Pero diviértete también un poco. La vida no tiene que ser solo sobre principios y moralidad. Podría ser una chica muy guapa y está en deuda con nosotros por el estrés que me ha causado.
Luca se sentía asqueado, pero prefirió no comentar nada al respecto. Había llegado la hora de cazar a la mosquita muerta.
–¡Es la Noche de la Nostalgia en el club! –anunció en voz muy alta Jay-Dee. Normalmente, era camarero como Jen en el casino, pero, por una noche, iba a ser el maestro de ceremonias de la fiesta benéfica anual.
Jen pensó que Jay-Dee estaba en su elemento. Él tenía una manera de ser muy cálida y teatral, junto con tanta energía vital que todo el mundo lo adoraba.
Jen consideraba a sus amigos del club como gloriosas y coloridas señales de exclamación en su tranquila y ordenada vida. Cuando no trabajaba en la casa de subastas, estaba estudiando con los pies tan cerca del calefactor eléctrico de tres barras de su estudio que corría el peligro de que le salieran sabañones. Su objetivo era terminar sus estudios de Gemología. Su madre fue una afamada gemóloga, que les había transmitido a sus hijas la fascinación por los tesoros que escondía la tierra. Cuando eran niñas, les contaba historias sobre tesoros ocultos, por lo que no era de extrañar que Lyddie hubiera crecido deseando ponérselas en joyas, mientras que Jen ansiaba desesperadamente aprender todo lo que pudiera sobre ellas. Sin embargo, era el trabajo en el casino lo que, de algún modo, le daba un poco de picante a su vida y la ayudaba a reemplazar a la familia que había perdido. Sus padres murieron cuando Jen solo tenía dieciocho años en un accidente de coche. Los Servicios Sociales habían querido hacerse cargo de Lyddie, pero, en cuanto Jen se recuperó del duro golpe, decidió que trataría de hacer lo posible para que la vida de su hermana pequeña cambiara lo menos posible. Los trabajadores sociales insistieron que Jen era demasiado joven para hacerse cargo de una niña adolescente, pero la obstinación de Jen pronto consiguió que se saliera con la suya. No iba a permitir que se llevaran a Lyddie a una familia de acogida. Había oído lo que les podría ocurrir a las niñas de trece años y, mientras a ella le quedara aliento en el cuerpo, nadie iba a apartar a su hermana de su lado. Tan solo el destino podría hacerlo.
–¡Rascaos los bolsillos! –exclamó Jay-Dee, sobresaltando a Jen–. Sabéis que lo estáis deseando. ¡La ONG necesita vuestra ayuda! Tal vez nosotros podríamos necesitar que nos echen una mano algún día… ¡Buscad bien, amigos míos! Nuestro primer lote… –añadió mientras le indicó frenéticamente a Jen que se uniera con él en el escenario–. ¿Qué me dais por esta conejita regordeta, lista para la cazuela?
–¡Por el amor de Dios! –explotó Jen entre risas mientras comprobaba que llevaba las largas orejas de conejo en su sitio–. ¿Cómo se supone que voy a poder salir al escenario después de esa introducción?
–Con actitud –le dijo Tess, la jefa del casino y que, además, era una de las mejores amigas de Jen.
–¿Y tiene Jay-Dee que poner a los invitados presas de tal frenesí? Si esta Noche para la Nostalgia no fuera para recaudar dinero para una ONG tan merecedora de ello, jamás conseguiríais que me subiera ahí arriba.
Jen tenía una especial simpatía por aquella ONG. Sus voluntarios la habían ayudado mucho cuando su hermana murió. Uno de ellos había estado a su lado desde el momento en el que vio a Lyddie en coma en la UCI hasta el emotivo funeral por su hermana.
–Recaudar dinero para esta ONG es el único motivo por el que os he permitido que me vistáis con este corsé tan apretado y que me pongáis una colita de conejo en el trasero –dijo Jen mientras, en silencio, dedicaba la próxima hora a la hermana a la que tanto le habría gustado estar allí para animarla.
–Cuanto más interés generes, más pagarán –declaró Tess mientras se colocaba la pajarita que se había puesto, a juego con el traje estilo años cuarenta–. Lo disfrutarás más cuando tengas las luces sobre ti.
–¿Me das tu palabra de eso? –le preguntó Jen.
–¡Salta, conejita, salta! –le ordenó Tess haciendo como que blandía un látigo.
–Me siento como un conejo cegado por los faros de un coche mientras que los perros ladran desde el otro lado de la carretera…
–No me pareces menos de un tigre… aunque algo pequeño, eso sí –bromeó Tess–. Deberías estar orgullosa de tus atributos –añadió mirando con apreciación la redondeada figura de Jen.
–Con esas luces, al menos no veré a ninguno de los que estén pujando por cenar conmigo… es decir, si puja alguien, que lo dudo.
–Claro que pujarán –le aseguró Tess–. Ahora, ¡sal ahí y menea bien el trasero, señorita!
–¿Qué me dais por esta regordeta conejita lista para la cazuela? –volvió a decir Jay-Dee con un tono algo histérico mientras miraba repetidamente a su alrededor.
–¡Pues nada! –declaró Jen sabiendo que ya no podía demorar más su salida al escenario.
Se sintió expuesta bajo los potentes focos. El traje de raso tenía la forma de un traje de baño especialmente sugerente. Iba acompañado por unas medias de red color carne y unos zapatos con un tacón estratosférico. Hasta la propia Jen tenía que admitir que con su largo cabello rojizo suelto detrás de las orejas de conejo el efecto era asombroso, aunque muy diferente de su normal apariencia.
–Va por ti, Lyddie –murmuró.
Jay-Dee, que estaba vestido con unos llamativos pantalones de campana y botas de plataforma de los años setenta, respiró aliviado al verla aparecer por fin y la condujo al centro del escenario.
–¡Estás preciosísima! –exclamó mientras todos los presentes aplaudían con mucho entusiasmo.
–Estoy ridícula –repuso Jen entre risas. Entonces, decidió comportarse acorde el espíritu de la fiesta e hizo una pose.
MIENTRAS DETENÍA su vehículo frente al exclusivo club de Londres, Luca reflexionó que su padre solo confiaba en él cuando quería algo. Nunca habían estado unidos ni nunca lo estarían. Luca se había construido su vida lejos del hogar familiar, donde había crecido tras alambres de espino y guardas armados patrullando por los jardines.
Le dio al mozo una propina para que le aparcara el coche, se puso la americana, se alisó el cabello y se tiró de los puños de la camisa, adornados por gemelos de diamantes negros. Aquella era su imagen de Londres, la que le franqueaba el acceso incluso a los clubes más exclusivos, en los que solo se admitían socios. Aún no había llegado a la puerta cuando esta se abrió para darle la bienvenida. La primera impresión que le causó aquel elegante garito fue que era tan sombrío como el despacho de su padre. Tenues luces para crear ambiente y, aunque dudaba que los cristales fueran blindados, las sombras que lo rodearon le recordaron al hogar que prefería más bien olvidar.
–¿Ha venido a la subasta, señor? –le preguntó la recepcionista dedicándole su mejor sonrisa.
–Discúlpeme. No estaba prestando atención. ¿Una subasta?
–Sí, con fines benéficos, señor. Es para apoyar a los que tienen lesiones cerebrales y a los que cuidan de ellos o a los que se sienten desprotegidos –explicó la mujer con una sonrisa–. No crea que, por ello, la noche va a ser aburrida. Ni mucho menos. Hay un buen jaleo ahí dentro. Estoy segura de que lo pasará bien.
Luca lo dudaba. Le entregó a la mujer un billete de valor alto.
–Por las molestias…
–Que tenga buena noche, señor.
Luca lo dudaba también.
Tardó unos instantes en ajustar la mirada. Si la entrada al club estaba muy poco iluminada, la sala estaba prácticamente a oscuras. No estaba funcionando ninguna de las mesas de apuesta. Las miradas de todos los presentes se centraban en el escenario, que sí estaba muy iluminado. Allí, una chica ligera de ropa, ataviada con un bañador de raso y orejas de conejo que se le sostenían precariamente encima de la cabeza, daba vueltas y bailaba mientras los asistentes lanzaban sus apuestas.
–¿Qué es lo que está pasando? –le preguntó a un camarero que pasaba con una bandeja llena de copas.
–Se está subastando una cena para dos con la señorita Coneja.
–Gracias –dijo mientras le daba un billete de veinte y luego se apoyaba sobre una columna para poder observar.
Comprendió enseguida por qué había tanto interés. La señorita Coneja tenía algo único, que casi le hizo sonreír. No era que se le diera muy bien lo que estaba haciendo, más bien se le daba fatal, pero parecía importarle un comino que así fuera. Tenía sentido del humor a raudales, pero carecía por completo de ritmo y no sabía cómo andar con elegancia sobre aquellos zapatos de tacón tan alto. Se movía de un modo que hizo que Luca deseara quitarse la chaqueta para protegerla de todos los presentes, pero entonces miró a su alrededor y vio que todos estaban a su favor. Volvió a mirar al escenario.
Ella pareció notar el interés de Luca y las miradas de ambos conectaron brevemente. Una ceja levantada le indicó a Luca claramente que no se agradecería ningún intento de rescate.
Había fuego bajo aquel disfraz y ello fue suficiente para mantenerlo pendiente hasta el final de la actuación. Era una mujer atractiva, aunque no llamativa ni descarada, por mucho que se estuviera esforzando por parecerlo. Los clientes no hacían más que silbar y animarla aplaudiendo con manos y pies. Al ver a otro camarero, recordó la razón de su presencia en el club y, de mala gana, se apartó de la columna para preguntarle si una tal señorita Jennifer Sanderson trabajaba en el club.
–Jen es una de las camareras –le confirmó el camarero–, pero esta noche no –añadió mirando al escenario–. Solo por esta noche, Jen está participando en una subasta para fines benéficos. Es una causa a la que se siente muy unida. Es la que está en el escenario en estos momentos. Es sensacional, ¿verdad? Solo había visto a Jen antes con el uniforme de camarera o con vaqueros. Resulta sorprendente la diferencia que hacen un par de orejas.
No era las orejas lo que Luca estaba mirando.
Su plan acababa de cambiar. Tratar con una mosquita muerta era una cosa, pero, por el modo en el que estaba manejando a los espectadores del club, dudaba que la señorita Sanderson se pareciera en algo a lo que su padre se había imaginado. Tenía a todos los clientes del club comiendo de la palma de su mano. Cuanto más se movía por el escenario, más rendidos caían a sus pies. El camarero tenía razón. Era sensacional. Jennifer Sanderson tenía de mosquita muerta lo mismo que Luca.
Jen no se podía creer lo altas que estaban subiendo las apuestas.
–Sigue –le aconsejaba Tess desde el lateral del escenario.
Jen se colocó de espaldas a los espectadores y levantó el trasero para menear la colita de conejo con tanto entusiasmo que todos empezaron a apostar de nuevo.
–Creía que eras una feminista confesa –le recriminó Jen a Tess cuando salió del escenario en medio de un ruidoso aplauso.
–No me importa dejar mis principios a un lado cuando nos acabamos de embolsar diez mil libras para nuestra ONG –exclamó Tess.
–¡Diez mil libras! –gritó Jen mientras abrazaba a su amiga con gran alegría–. Estaba tan ocupada meneando el trasero que no escuchaba las apuestas. ¿Y quién ha pagado tanto dinero para cenar conmigo?
–Supongo que alguien a quien no le gusta perder el tiempo –sugirió Tess mientras se encogía de hombros–. Ahora, ha llegado el momento de que te pongas el uniforme y empieces a servir a esos hambrientos clientes –añadió–. Necesitarán algo para calmarse después de toda la excitación que tú les has dado.
Jen se marchó con una amplia sonrisa en el rostro. Estaba desando quitarse aquel disfraz tan apretado. Uno de los aspectos positivos del club era que se podía decir que no había dos noches iguales. Le encantaba su trabajo. Si no trabajara allí, no se enteraría de las cosas que se enteraba. Algunos clientes estaban muy solos y la única razón por la que apostaban era para combatir su soledad. Jen sabía que, para algunos, apostar era una enfermedad, pero siempre se le había dado bien escuchar y estaba agradecida a los clientes del club por haberla salvado cuando Lyddie resultó gravemente herida en un accidente de bicicleta. Hablar con la gente y tener una rutina a la que aferrarse había ayudado a Jen a salir del agujero negro al que la pena la había lanzado. Los voluntarios de la ONG le habían dicho que encerrarse en sí misma era lo peor que podía hacer. Tenía que salir y empezar de nuevo a vivir por su hermana. La vida era muy valiosa y no debería desperdiciar ni un instante. Tenían razón, y por eso se había disfrazado aquella noche. Haría lo que fuera para apoyarlos después de lo que habían hecho por ella.
Tras ponerse el uniforme blanco y negro de camarera, Jen se abrió paso a través de los clientes que se reunían en torno a la barra del bar.
–Perdone –le dijo a un hombre que le impedía el paso.
El cuerpo de Jen reaccionó violentamente de aprobación. Demasiado bronceado y demasiado en forma para ser uno de los habituales en el club. Era alto, moreno y atlético, con un espeso cabello negro. Esbelto y musculado, su actitud exigía obediencia. Podría ser que se tratara de alguien importante. Ciertamente, su presencia resultaba muy intimidante y tenía algo que hacía temblar a Jen en su interior. Tenía una masculinidad descarada. Debía de ser eso. Además, a Jen le pareció que lo conocía de alguna parte. Había estado apoyado contra una columna mientras ella bailaba y habían intercambiado un par de miradas. Sin embargo, al verlo de cerca, Jen se preguntó si lo habría visto antes en el club.
–Le agradecería mucho poder hablar con usted en privado –le dijo él.
–¿Conmigo? –preguntó Jen. Miró a su alrededor, pensando que un cliente tan importante debería preguntar por la directora.
–Sí. Con usted. A solas.
Seguramente era el hombre más atractivo que había visto nunca, pero no tenía intención alguna de hablar con él en privado.
–Lo siento, pero tengo que trabajar.
El desconocido no se tomó bien el rechazo. Levantó una ceja mientras Jen miraba a su alrededor en busca de uno de los miembros del equipo de seguridad.
–No los va a necesitar –dijo él como si pudiera leerle el pensamiento–. No quiero hacerle ningún daño.
–Eso espero –comentó ella forzando una sonrisa–. Lo siento, pero tengo que marcharme –añadió mientras trataba de dejarlo atrás. Sin embargo, él permaneció inamovible.
–He pagado mucho dinero para poder cenar con usted.
–Ah, ha sido usted… –dijo ella mientras recordaba las diez mil libras. De repente, recordó por qué le resultaba familiar.
Jen levantó una ceja mientras él la miraba de arriba abajo, calentándole la piel por donde pasaba.
–Usted es italiano, ¿verdad?
–Siciliano para ser exacto.
–Muy glamuroso –comentó ella distraída, mientras pensaba lo que aquello podría significar
–No lo creo.
Su cuerpo se estaba volviendo loco. Aquel desconocido exudaba feromonas, pero el celibato se había convertido para Jen en un hábito que no había visto razón alguna para romper. Ciertamente, estaba pagando por tantos años de negación en aquellos momentos.
Él frunció el ceño mientras inclinaba la cabeza ligeramente para mirarla.
–¿Qué le hace pensar que los sicilianos somos glamurosos?
–Bueno, ya sabe… Sicilia me parece un destino de vacaciones muy glamuroso. Fabuloso paisaje, un mar de color esmeralda, arenosas playas, el Padrino…
–Eso es tan solo una película –la interrumpió él.
–Lo sé. Bueno, ¿hay algo más que pueda hacer por usted antes de ponerme a trabajar?
–Sí. Confirmar la fecha de nuestra cena.
–Bueno, me temo que no podrá ser esta noche. Lo siento mucho, pero estoy segura de que podremos solucionarlo de algún modo.
Jen esperó que él aceptara la indirecta y se apartara para ir a hablar con Tess o con Jay-Dee. No se movió.
–Podría hablar con la directora del casino, que se llama Tess, sobre su premio. Ella está allí, junto a la puerta –dijo ella, señalando.
–Preferiría hablar con usted –replicó él, de un modo que le erizó todos los cabellos de la nuca a Jen.
No iba a ceder. Había pagado mucho dinero que iría a parar a las manos de la ONG favorita de Jen. Ella no debía hacer nada que pusiera eso en peligro.
–Solo unos minutos de su tiempo –insistió él con una sonrisa.
–Es que voy a llegar tarde a mi trabajo.
–Estoy seguro de que, en esta ocasión, se lo pasarán por alto. Ya ha estado trabajando en otra cosa.
–Sí, pero ahora que la subasta ha terminado, estamos algo escasos de personal…
–Una pena…
Él sonreía de un modo muy atractivo y cálido, pero, desde el cuello de su camisa hecha a medida hasta la punta de los zapatos, irradiaba dinero, poder y éxito. ¿Por qué un acaudalado y guapo siciliano estaba dispuesto a gastarse diez mil libras en cenar con una camarera? Sin duda, podría elegir entre las mujeres más bellas del mundo. ¿Acaso era que tenía un corazón inclinado a realizar obras benéficas y había dado la casualidad de que entrara en el club precisamente aquella noche?
Jen estaba empezando a tener un mal presentimiento.
Le recordaba a Raoul Tebaldi, un jugador empedernido al que Jen había conocido en el club. Todo el mundo sabía que Raoul era el hijo de un hombre que había sido un famoso mafioso en su tiempo, pero Jen le había tomado aprecio al callado siciliano. Ella había perdido a su hermana y él estaba distanciado de su familia. La separación de su hermano era lo que más le dolía porque habían estado muy unidos cuando eran jóvenes. Aquella sensación de pérdida los había ayudado a establecer un vínculo y se habían hecho amigos. Jen había esperado ver a Raoul en el club, pero él no había ido desde hacía bastante tiempo. De repente, sintió miedo al pensar que le podría haber ocurrido algo a Raoul, pero vio que el jefe de camareros requería su presencia y comprendió que tenía que dar por finalizada aquella conversación.
–Le prometo que cenaremos otra noche –le aseguró al siciliano.
–No puedo esperar mucho tiempo.
Jen sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Entonces, comprendió que seguramente a lo que él se refería era a que no iba a estar mucho tiempo en Londres y no al hecho de que sintiera impaciencia por estar con ella.
–No le defraudaré –le prometió.
El siciliano entornó la mirada, como para advertirle que era mejor que no lo hiciera.
–Hagamos que nuestra cena sea en un momento y en un lugar que yo elija –sugirió él–. Así, será una sorpresa.
–Debería ser aquí –dijo ella–. Eso es por lo que ha pagado.
–Mientras le pongamos fecha antes de que me vaya…
–Estoy segura de que será posible.
Aquella mujer era tan inocente como parecía o era muy buena actriz. Ninguna de las dos posibilidades podía explicar los actos de Raoul. La inocencia no había sido algo que Raoul pudiera conocer bien y si ella, de algún modo, lo había manipulado, eso significa que Jennifer Sanderson podría representar un problema. Tal y como su padre había predicho, la tragedia no había llegado a las noticias internacionales, por lo que lo más probable sería que ella desconociera que Raoul había muerto. Luca no podía estar seguro si su hermano pequeño habría compartido los contenidos de su testamento con ella, pero no tardaría en descubrirlo.
–Le gustará la comida de aquí –afirmó Jen–. Además, será gratis.
«Si diez mil libras se puede considerar gratis», pensó Luca mientras la balanza se inclinaba hacia el lado de la inocencia.
–¿Cenar aquí? –preguntó frunciendo el ceño.
–¿Y por qué no? –replicó ella mientras levantaba el rostro hacia él de un modo que despertó los sentidos de Luca.
La había acompañado hasta el límite del restaurante, pero el casino era un recordatorio demasiado potente de todo en lo que se había equivocado con respecto a su hermano. Quería marcharse para no ver la barra en la que Raoul habría bebido demasiado o las mesas en las que su hermano había tirado el dinero. Había querido mucho a Raoul y había deseado de corazón que llegara el momento en el que los dos pudieran volver a estar juntos, pero Raoul lo había apartado de su lado. Desgraciadamente, ya era demasiado tarde.
–No se sentirá desilusionado –afirmó Jen. Había malinterpretado la expresión del rostro del siciliano–. Los chefs son excelentes.
–Tal vez a usted le gustaría cambiar –dijo él–. Podríamos ir a cualquier parte, y me refiero a cualquier parte del mundo.
Jen se quedó atónita. Aquel hombre era lo suficientemente rico como para pagar una fortuna para cenar con ella por una razón desconocida y, además, le estaba sugiriendo que debería dejar que él la llevara a cualquier lugar desconocido. ¿Sería tan estúpida como para aceptar?
El corazón se le aceleró de excitación. El cuerpo tampoco la ayudó mucho. Por suerte, tenía sentido común. Aquel hombre podría tener a cualquier mujer que deseara. Ella ni siquiera recordaba la última vez que había tenido una cita. Había llegado el momento de volver a la realidad.
–Es muy amable de su parte –le dijo cortésmente–, pero, dado que no nos conocemos, estoy segura de que usted comprenderá que yo le diga que me siento más segura aquí.
–¿Acaso no confía en mí?
Jen no respondió. Centró su pensamiento en la ONG y sugirió:
–¿Qué le parece mañana a las siete en punto aquí? Antes de que el club se llene demasiado. ¿Le viene bien?
–Ya estoy deseándolo –contestó, con otro brillo sospechoso en la mirada.
–Estupendo. Yo también. Ahora, de verdad que tengo que marcharme.
–Por supuesto.
Con esto, él se dio la vuelta. Jen lo observó con admiración mientras se marchaba, hipnotizada por la imagen de aquellas largas y fuertes piernas y la corpulenta espalda. Solo cuando él desapareció de su vida, se dio cuenta de que ni siquiera se habían presentado. ¿Tendría alguna relación con Raoul Tebaldi o no?
Jen razonó que él debía de haber dado algún nombre cuando ganó la subasta. Nadie se desprendía de una cantidad tan grande de dinero sin dar su nombre.
–¿Ocurre algo?
Jen se dio la vuelta y se encontró frente a frente con Tess, que la estaba mirando con preocupación. El sexto sentido de la directora en lo que se refería a sus empleados era infalible.
–No te estaría molestando, ¿verdad? –insistió Tess.
–No. Quería disfrutar de su cena esta misma noche y, como hoy andamos algo cortos de empleados, le dije que no podía. ¿No te recuerda a nadie? –añadió frunciendo el ceño–. ¿Te acuerdas de Raoul, ese hombre tan solitario que jugaba en las mesas hasta que se quedaba sin dinero?
Tess se encogió de hombros.
–Veo miles de hombres aquí todos los días. Ninguno de ellos me llama la atención por mucho tiempo, a menos que se quejen sobre algo. ¿Por qué lo preguntas?
–Por nada… Probablemente esté equivocada. De todos modos, me siento mejor habiendo dejado claro algunas cosas.
–Eso lo podría haber hecho yo en tu nombre –dijo Tess–. Solo tenías que pedirlo.
–Me puedo ocupar de los hombres como él –le aseguró Jen con más seguridad de la que en realidad sentía–. No me merecería un trabajo aquí si no pudiera…
–¿Pero? –quiso saber Tess, que se había percatado de la duda de Jen.
–Pero me ha parecido que ese hombre no juega según las reglas.
–¿A menos que las escriba él?
Jen no contestó. No quería cargar a Tess con sus preocupaciones y no servía de nada estar pensando en ella. Esperó que el trabajo la ayudara a olvidarse de aquel hombre tan misterioso.
Fue un alivio marcharse del club. Luca atravesó el frío aire de la noche como si fuera oxígeno puro. Se sentía como si hubiera tenido la cabeza debajo del agua durante la última media hora. Se culpó de nuevo por no haber sido capaz de detener la caída de Raoul. No se podía creer que hubiera estado tan ciego como para no ver los problemas de su hermano o cómo habían empeorado las cosas.
Las deudas de Raoul eran terroríficas. Luca se había encargado de pagarlas en el club y luego había hecho su donación a la ONG. Después, había estado tratando de analizar la historia de una mujer que se acababa de convertir en heredera de una fortuna de la que no sabía nada. No había tomado ninguna decisión sobre Jennifer Sanderson. Ella le atraía con sus desafíos y las rotundas curvas de su cuerpo. Resultaba demasiado fácil imaginársela entre sus brazos en un momento de pasión. Tal vez esa no fuera la razón que lo había llevado hasta allí, pero fue el pensamiento del que no se pudo desprender mientras se alejaba del club.
ENTREGÓ ESE hombre con el que estaba hablando el dinero de la subasta? –le preguntó Jen tan casualmente como pudo al final de la noche.
–Las diez mil libras –confirmó Tess–. Y pagó las deudas de juego de su hermano.
–¿De su hermano?
–Raoul Tebaldi.
Jen sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Tal y como había sospechado, el desconocido siciliano era el hermano de Raoul. Este le había confesado que se encontraba en una espiral que lo absorbía y lo hacía caer y que solo se arrepentía de no tener relación con su hermano. Recordó que él le había contado cómo le habría gustado poder seguir confiando en Luca como lo hacía cuando eran niños…
Luca.
–No sé nada más sobre él –dijo Tess–. Supongo que vendrá para disfrutar de lo que ha pagado.
–Qué pena… –replicó Jen.
–¿A quién estás tratando de engañar? –le preguntó Tess–. No ocurre todos los días que un hombre venga al club y pague una fortuna por cenar contigo, y mucho menos un hombre que tenga ese aspecto.
–Por eso precisamente tengo mis sospechas –confesó Jen–. Estoy segura de que no soy en absoluto su tipo.
–Bueno, es un hombre generoso con mucho dinero –repuso Tess–. ¿Por qué buscarle tres pies al gato? Mi trabajo aquí es conseguir que todo el mundo esté feliz y que las cosas vayan bien, mientras que el tuyo es hacer que todo el mundo se sienta bienvenido. Nada más. Has encontrado perfectamente el equilibrio, Jen, y por eso eres tan popular.
En lo único en lo que podía pensar Jen era en qué le habría ocurrido a Raoul. No tenía buenos presentimientos. La coincidencia que suponía que su hermano hubiera pujado por aquella cena con ella era bastante sospechosa. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué era lo que quería? ¿Le habría hablado Raoul de ella? No parecía muy probable. ¿Sería posible que mientras ella seguía con su vida se hubiera desencadenado otra tragedia?
El viernes por la mañana, Jen llegó a su trabajo de día. Oficialmente, según su vida laboral, era una estudiante a tiempo parcial que estudiaba para ser gemóloga y que trabajaba para conseguir experiencia de trabajo con piedras preciosas. En la realidad, iba a la universidad tres días a la semana, era recadera y servía el té a los distinguidos miembros del consejo de dirección de la casa de subastas Smithers & Worseley en Londres.
–La petición del comprador es bastante razonable –anunció el presidente de la prestigiosa casa de subastas. Entonces, miró a través de los cristales de sus gafas de lectura–. Don Tebaldi, nuestro venerable cliente de Sicilia. Puede que algunos de ustedes hayan oído hablar de él.
¿Sicilia? Jen prestó mucha atención.
El presidente realizó una pausa dramática, durante la cual se escuchó una serie de murmullos de crítica por toda la sala. Todo el mundo conocía la reputación del infame Don Tebaldi, un hombre que supuestamente estaba retirado, aunque, en el mundo en el que él habitaba, ¿quién se jubilaba realmente?
–Ha pedido que uno de nuestros empleados lleve el Diamante del Emperador a Sicilia, donde ese mismo empleado montará una exposición de la colección privada de Don Tebaldi, en la que la pieza principal será esta famosa piedra.
–Así, Don Tebaldi no tendrá necesidad de tocar dicha piedra –comentó uno de los directores con una risotada–. Tal vez sea un viejo mafioso, pero tiene tanto miedo de la supuesta maldición como cualquiera.
El presidente esperó a que las risas generalizadas se detuvieran
–Su hijo, el signor Luca Tebaldi…
Al oír aquel nombre, Jen levantó la cabeza. ¡Luca Tebaldi! El hombre que había conocido en el club.
–,.. se ocupará de la seguridad –prosiguió el presidente–, tanto para el transporte de la gema como para la gema en sí misma –dijo. Entonces, miró directamente a Jen–. ¿Estoy en lo correcto al pensar que tú aprobaste el módulo de presentación de una exposición con un certificado de excelencia, Jennifer?
–¿Yo? No… sí. Es decir, sí señor.
Volver a escuchar el nombre de Luca la había descolocado por completo. Y oírlo en la misma frase en la que se hablaba de un viaje a Sicilia para montar una exposición para su padre resultaba ciertamente alarmante. Había tenido la sensación de que los acontecimientos iban a apoderarse de ella desde el momento en el que lo vio de pie en el club.
–No es de extrañar que Don Tebaldi no quiera ni tocar esa piedra –comentó otro de los directores–. ¿Quién quiere? Por lo que he oído, a Don se le ha acabado ya la suerte.
Las crueles risas que sonaron alrededor de la mesa dolieron a Jen.
–Su negocio lleva ya algún tiempo cayendo en picado –dijo el presidente–, pero eso es algo que puede cambiar de la mañana a la noche y no hay razón para pensar que los Tebaldi no van a seguir siendo buenos clientes nuestros…
¿Aquello era lo único que le importaba?
–Por alguna razón que no comprendo –prosiguió el presidente–, Don Tebaldi ha pedido que seas tú, Jennifer, la que lleve la piedra a Sicilia y la que se encargue de la exposición con el resto de las gemas.
–¿Yo? –preguntó ella débilmente.
–Le expliqué que aún estabas estudiando –dijo el presidente por encima de los murmullos de sorpresa que resonaron en la sala–, pero Don Tebaldi ha insistido. Parece que ha investigado a todos los empleados y que, tras haber leído el informe de la universidad y descubrir que eres la mejor de este año, ha insistido en que seas tú.
–Pero no puedo…
–Claro que puedes –la interrumpió el presidente–. Don Tebaldi ha amasado una colección de gemas de incalculable valor a lo largo de los años y es un gran honor para ti haber sido seleccionada para esta tarea. Piensa cómo quedaría en tu currículo.
Y en el registro de la casa de subastas. El presidente no hacía nada que no beneficiara su negocio. Sin embargo, ¿por qué elegir a una estudiante cuando el mundo estaba lleno de expertos? ¿Qué era lo que ocurría?
–Está todo acordado –le informó el presidente–. Don Tebaldi no va a aceptar a nadie más, así que viajarás a Sicilia con el Diamante del Emperador y cuando llegues allí, catalogarás su colección y le prepararás una exposición.
Jen se percató de que aquello no pareció sentarles muy bien a los miembros del consejo. ¿A quién no iba a sorprenderle cuando expertos mundiales estaban sentados a esa mesa?
–Sí, a mí también me ha sorprendido mucho –admitió el presidente mientras se quitaba las gafas para pellizcarse el puente de la nariz–, pero entonces recordé que Jennifer trabaja también en el casino y me pregunté si podría ser que ella hubiera conocido allí a uno de los miembros de la familia Tebaldi…
Jen se sonrojó cuando todo el mundo se volvió a mirarla.
–Podría ser –admitió.
–Bueno, yo no tengo queja alguna de tu trabajo aquí, así que espero que no dejes en mal lugar a Smithers & Worseley.
Jen esperó de todo corazón que las ideas que le habían reportado reconocimiento en la universidad se tradujeran en algo que agradara a su cliente.
–Esto no debería ser un problema para ti, ¿no? –le preguntó el presidente.
Jen dedujo que, en realidad, a él no le importara quién fuera. Solo le interesaba que uno de sus empleados entrara en el mundo secreto de Don Tebaldi. La oportunidad de oír de primera mano los tesoros que él había mantenido ocultos desde hacía años lo cegaba a todo lo demás. Fuera lo que fuera lo que sospechaba sobre lo ocurrido, había decidido que Jen sería el cordero que ofrecería en sacrificio.
¿En cuanto a las sospechas que ella misma tenía? Jen se animó a seguir pensando en aquella resplandeciente reseña en su currículo.
–Estaré encantada de catalogar la colección de Don Tebaldi y de prepararle la exposición.
–Bien. En ese caso, decidido –dijo el presidente con satisfacción–. Te estás convirtiendo rápidamente en una persona indispensable para nosotros, Jennifer. Considera este viaje como unas vacaciones pagadas –añadió–. Puede ser tu paga extra del año.
Eso no significaba que fuera a conseguir un aumento de sueldo. Seguiría tomando el autobús para ir a trabajar dentro de veinte años mientras que los miembros del consejo irían al trabajo en sus Bentleys con chófer.
–Te reunirás con el signor Luca Tebaldi a las tres en esta sala –añadió el presidente.
¿Tan pronto?
Jen no oyó mucho más durante el resto de la reunión. Le habría gustado tener un poco más de tiempo para preparar la reunión. La desaparición de Raoul, la venta de una valiosa y famosa piedra a un hombre que resultó ser el padre de Raoul y, además, el hecho de que el hermano de Raoul hubiera pujado en una subasta para poder cenar con Jen… ¿Debía creer que todo era una coincidencia?
–Jennifer, ¿me estás escuchando? Le estaba diciendo que el signor Tebaldi espera ver la última compra de su padre y después le dará los detalles para el transporte del Diamante del Emperador y de ti misma.
–Por supuesto. Muchas gracias por la oportunidad, señor.
Al menos así, tendría oportunidad de llegar al fondo de ese misterio. Decidió que, además, lo haría por Lyddie. Poco antes de su fallecimiento, hacía dos años ya, Lyddie acababa de empezar su carrera como modelo. Había insistido en ir en bicicleta por todo Londres, ya que consideraba que ese era el mejor método de transporte. Al menos Lyddie había tenido la oportunidad de lucir las joyas que tanto le gustaban, dado que había conseguido un contrato con una exclusiva joyería. Iba de camino a la sesión de fotos para la colección de diamantes de la siguiente temporada cuando un coche se llevó por delante su bicicleta. Por ello, Jen haría su trabajo en memoria de todos los que había perdido y lo convertiría en un tributo a su hermana y a los padres que tanto había adorado. Sonrió al recordar cómo Lyddie no podía pasar nunca por delante de un escaparate de una joyería sin gritar de excitación al ver alguna rara piedra que su madre les hubiera descrito. Las piedras preciosas se convirtieron en un vínculo entre ellas cuando su madre murió, dado que les recordaba los momentos en los que su madre les contaba sus historias y las tres estaban juntas y a salvo.
–Informaré a la universidad y les pediré que te den permiso para ausentarte de las clases, por lo que no tendrás nada de lo que preocuparte. Además, ya falta poco para las vacaciones de verano –le dijo el presidente–. Solo una cosa más. Queremos asegurarnos de darle al signor Tebaldi la bienvenida con la mayor hospitalidad.
Jen frunció el ceño. Eso de la mayor hospitalidad parecía implicar mucho más que simplemente llevar una piedra preciosa a Sicilia. Se mostraría profesional y cortés. Nada más. Si el presidente esperaba algo más de ella, como conseguir futuros contratos, se iba a llevar una gran desilusión.
–El padre del signor Luca Tebaldi ha sido un destacado contribuyente a nuestros beneficios –añadió el presidente, confirmando así los temores de Jen–. Por eso, esperamos que su hijo se convierta en un cliente igual de valioso en el futuro.
Jen miró a su alrededor mientras todos los presentes se pusieron a hablar sobre cómo tentar a la familia Tebaldi a gastar más dinero en futuras compras. Ella, por su parte, sintió un escalofrío mientras trataba de convencerse de que sería estupendo cambiar su estudio lleno de corrientes de aire por un viaje a la soleada Sicilia y que no había modo mejor de honrar la memoria de Lyddie. Sin embargo, nada era nunca tan sencillo y aquel viaje estaba lleno de incertidumbres.
–¿Conoces la historia del Diamante del Emperador? –le preguntó el presidente.
Por fin algo de lo que ella estaba totalmente segura.
–Da la casualidad de que sí –afirmó. Siempre le interesaban las piedras raras que llegaban a la casa de subastas y se tomaba su tiempo estudiándolas–. En una ocasión, lo enviaron por correo en un sobre marrón normal y corriente y llegó a su destino sin contratiempos. Estoy segura de que mi viaje a Sicilia transcurrirá igualmente sin novedad –concluyó, tranquilizando así a todos los presentes menos a sí misma.
«Yo soy ese sobre marrón», pensó Jen mientras el presidente acogía sus comentarios con una tenue sonrisa.
Melvyn Worseley, el presidente, fue a verla más tarde. Le dijo a Jen que, dado que el Diamante del Emperador estaba valorado en treinta y cinco millones de libras, era muy importante cuidar todos los detalles. Jen estaba completamente de acuerdo y confiaba plenamente en sus habilidades. Si había algo que a ella se le daba bien era la iluminación y la colocación de las joyas. Crear un efecto que dejaba sin palabras a quien viera la joya era lo que le había reportado un premio en la universidad. Al menos eso fue lo que le dijo el vicerrector cuando se lo entregó.
–Tal vez podrías ir a arreglarte un poco y a ponerte algo de maquillaje antes de que llegue Luca Tebaldi.
Ella miró de reojo al presidente. Ahí estaba de nuevo la sutil, o tal vez descarada, indirecta. Claro que se asearía, pero un poco de agua fría sería suficiente. No era un concurso de belleza, sino tan solo un cliente que iba a examinar una piedra preciosa de mucho valor. En su caso, no se podía dejar sin palabras a nadie. Se alisó el cabello delante del espejo y comprobó que la coleta estaba en su ligar. Entonces, regresó a la sala de reuniones donde el presidente la estaba esperando.
–Si andas justa de dinero –le dijo mientras observaba el barato atuendo que ella llevaba puesto–, estoy seguro de que te podremos conceder una pequeña cantidad para gastos. Es fundamental crear buena impresión, ¿no te parece?
A Jen le parecía que iba vestida adecuadamente para ir a trabajar. Llevaba puesta una falda gris que le llegaba por la rodilla y una blusa blanca. Tenía que admitir que había lavado tantas veces la blusa que la tela estaba prácticamente rala, pero si se abrochaba la chaqueta…
El presidente tomó el estuche de terciopelo que contenía la valiosa gema y, con un ademán muy dramático, levantó la tapa. Incluso Jen contuvo la respiración. Fue como si la luminosidad del diamante, tras haber estado tanto tiempo en la caja a oscuras, saltara al exterior en un maravilloso espectáculo de luz. Jen conocía que la física era al revés y que, sin luz, el diamante no era nada. Fuera como fuera, en aquel instante, lejos de estar maldito, el Diamante del Emperador parecía ser poseedor de una fuerza mágica. Tuvo que recordarse que ella no creía en aquellas cosas.
–Estoy seguro de que harás un buen trabajo para poder exponerlo al público –le dijo el presidente, cuando Jen se acercó más al estuche, atraída por la maravillosa piedra
Mientras lo examinaba, a Jen le parecía que un diamante tan hermoso no podía traer nada que no fuera buena suerte. Si ella podía evitarlo, jamás volvería a estar oculto. Recordó que su madre decía que las piedras excepcionales deberían mostrarse al público para que pudieran disfrutar de ella el mayor número de personas.
–¿No te parece un diamante maravilloso? –murmuró el presidente, igual de impresionado que ella, mientras los dos examinaban con admiración una de las maravillas de la Naturaleza.
–Y el techo aún no se ha caído –bromeó Jen.
–Todavía no –afirmó el presidente mientras los dos compartían una sonrisa.
En algún lugar del edificio victoriano, debió de abrirse una puerta, como si hubiera entrado una bocanada de viento.
–El viento del cambio –bromeó ella para tratar de ocultar su aprensión mientras daba un paso atrás.
El presidente prácticamente no tuvo tiempo de guardar el diamante cuando la puerta de la sala se abrió y entró la persona a la que habían estado esperando. De algún modo, Luca Tebaldi había conseguido tener un aspecto más impresionante a la luz del día que la noche del club. Parecía más alto, más misterioso y mucho más peligroso de lo que Jen recordaba. El corazón comenzó a latirle con fuerza cuando él la miró atentamente. ¿Por qué tanto interés? No se podía decir que ella fuera una de las maravillas de la Naturaleza. Era del montón. Sí, iban a cenar juntos aquella noche, pero él estaba allí para ver la fabulosa piedra preciosa que su padre había adquirido. ¿No debería estar concentrándose en eso?
–Signor Tebaldi –dijo el presidente mientras avanzaba para saludar a su invitado.
Luca Tebaldi llevaba puesto un precioso traje oscuro, con una impecable camisa blanca adornada con unos elegantes gemelos de zafiros en los puños, lo que le daba el aspecto de un experto en la materia. Comprendió entonces por qué el presidente esperaba que Luca Tebaldi se convirtiera en una fuente de ingresos tan lucrativa para su negocio como lo había sido su padre. Observó cómo los dos hombres intercambiaban un firme apretón de manos y luego vio cómo la atención de Tebaldi volvía a centrarse en ella.
–Jennifer Sanderson, la persona que ustedes han elegido –dijo el presidente a modo de introducción.