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Trampa de amor Michelle Smart Contratada por su enemigo… y, sin embargo, tentada a decir sí, quiero. El multimillonario griego Andreas Samaras no tenía un pelo de tonto y su nueva empleada, la bella Carrie Rivers, una periodista de investigación que se hacía pasar por empleada doméstica, estaba jugando a un juego muy peligroso. La reina del jeque Caitlin Crews Me perteneces… y no podrás escapar. En el desierto, la palabra del jeque Kavian ibn Zayed al Talaas era la ley, así que cuando su prometida lo desafió escapando de él tras la ceremonia de compromiso, Kavian pensó que era intolerable. Ya había saboreado la dulzura de sus labios y tal vez Amaya necesitaba que le recordase el placer que podía darle. Resistiéndose a un millonario Robyn Donald No deberías quedarte sola esta noche. Aceptar su propuesta llevaba a una pecaminosa tentación… Elana Grange estaba predispuesta a que le cayera mal Niko Radcliffe… ¡su reputación de magnate arrogante le precedía! Viaje a la felicidad Lucy Ellis La secreta agorafobia de Lulu Lachaille no iba a impedirle acudir a la boda de su mejor amiga. Llegado el día, Lulu se sentía completamente fuera de lugar, pero no era eso lo que hacía que su corazón palpitara desbocadamente… El escéptico padrino y leyenda del polo, Alejandro du Crozier, odiaba las bodas… ¡Hasta que se quedó aislado en las Highlands escocesas con la seductora dama de honor!
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Seitenzahl: 764
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 141 - junio 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-351-7
Portada
Créditos
Índice
Trampa de amor
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La reina del jeque
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Resistiendose a un millonario
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Viaje a la felicidad
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
ANDREAS SAMARAS asomó la cabeza en el despacho anexo al suyo. Llevaba todo el día ocupado con una audioconferencia internacional y necesitaba hablar con su secretaria.
–¿Cómo va todo?
Debbie dejó escapar un suspiro.
–El planeta está a punto de irse al infierno.
–Ya –murmuró él. La tendencia de Debbie a dramatizar era famosa en Gestión de Fondos Samaras y Andreas la encontraría insoportable si no fuera la mejor secretaria que había tenido nunca–. Aparte de eso ¿hay algo que necesite saber? Me refiero al trabajo –se apresuró a añadir, para que no empezase a quejarse otra vez sobre la situación de los osos polares o el Ártico derritiéndose.
–Nada importante.
–Estupendo. ¿Cómo han ido las entrevistas? ¿Ya tienes una lista de candidatas?
Rochelle, su encargada doméstica, se había despedido. La tonta enamorada iba a casarse y había decidido que un trabajo que exigía viajar tanto sería un peligro para su felicidad marital. Él había ofrecido doblarle el sueldo y darle más días de vacaciones, pero Rochelle había rechazado la oferta. Andreas había remoloneado durante semanas antes de buscar a alguien que la reemplazase, con la esperanza de que cambiase de opinión, pero no había sido así y, por fin, había aceptado la derrota.
Debbie tomó varios currículos.
–He reducido las candidatas a cinco.
Andreas entró en el despacho. Le había encargado que hiciera las entrevistas preliminares porque ella sabía muy bien qué clase de persona estaba buscando para un puesto que, básicamente, consistía en organizar su vida doméstica. Era un trabajo para una interna que tendría que viajar con él y encargarse de que todo en su vida diaria fuese sobre ruedas. La persona que necesitaba debía ser leal, honrada, discreta y flexible, tener impecables referencias, permiso de conducir y carecer de antecedentes penales.
Andreas echó un vistazo a los currículos. Todos incluían una fotografía de la candidata, una exigencia en la que él había insistido porque le gustaba familiarizarse con su aspecto físico antes de conocerlas en persona para la última entrevista, que haría personalmente.
Sobre el escritorio había un montón de currículos que su secretaria había rechazado de antemano, pero la fotografía en el primero de ellos llamó su atención. Había algo familiar en esa mirada tan directa…
–¿Por qué has rechazado a esta? –le preguntó, tomando el currículo para estudiarlo. Esos ojos pardos parecían mirarlo fijamente. Unos ojos pardos que, por instinto, Andreas supo que había visto antes.
Debbie lo miró con el ceño fruncido.
–Ah, ella, Caroline Dunwoody. La entrevista fue bien, pero algo en ella no me ofrecía confianza. No sé qué era, más bien un presentimiento. Decidí comprobar sus referencias con más detalle y una de ellas resultaba creíble, pero tengo sospechas sobre la otra. Me dijo que había trabajado como ama de llaves en Hargate Manor durante dos años y aportó una carta de referencias. Hablé con la persona que escribió la carta, el mayordomo, y él lo confirmó.
–¿Entonces cuál es el problema?
–Que Hargate Manor no existe.
Andreas enarcó una ceja.
–¿Cómo que no existe?
–No hay ningún Hargate Manor en cien kilómetros de su supuesta ubicación.
Si Debbie decía que Hargate Manor no existía, entonces no existía. Su secretaria era la persona más concienzuda que conocía.
Andreas miró de nuevo la fotografía de Caroline Dunwoody, intentando recordar dónde la había visto antes. El pelo liso, de color castaño oscuro, le llegaba hasta los hombros y tenía una nariz corta y recta, el labio superior ligeramente más grueso que el inferior y una graciosa barbilla en forma de corazón. Sí, era un rostro bonito, pero no le resultaba familiar.
Sin embargo, estaba seguro de haber visto antes esos ojos.
Cuando iba a pedirle a Debbie que siguiera indagando sobre esa mujer, de repente se le ocurrió algo.
Indagar. Los periodistas indagaban mucho.
Caroline.
Carrie era un diminutivo de Caroline.
Carrie Rivers, la hermana periodista de la mejor amiga de su sobrina.
La periodista del Daily Times que se había hecho famosa sacando a la luz las prácticas ilegales y a menudo sórdidas de empresarios multimillonarios.
Su más reciente investigación clandestina en la empresa de James Thomas, un antiguo conocido suyo, había revelado que los negocios de James eran una tapadera para el tráfico de drogas, de armas y hasta de personas. Un mes antes, el meticuloso trabajo de Carrie había conseguido que James fuese condenado a quince años de cárcel. Andreas había leído la noticia en el periódico y se había alegrado. De hecho, esperaba que James se pudriese en prisión.
Con un nudo en el estómago, Andreas buscó información sobre Carrie en internet. No había fotografías y no era una sorpresa dada la naturaleza de su trabajo.
Pero era ella, estaba seguro.
Solo la había visto una vez, tres años antes, y había sido solo durante un segundo. Además, tres años antes, Carrie era una rubia de mejillas regordetas.
Sus ojos eran lo único que no había cambiado. Sus miradas se habían encontrado mientras salía del despacho de la directora del internado en el que estudiaba su sobrina. Carrie y su hermana Violet estaban esperando su turno para ser recibidas. Violet con la cabeza baja, avergonzada al verlo. Y Carrie debería haber bajado la cabeza también.
Ninguna de las dos sabía entonces que esa sería la última vez que iban a entrar en el despacho de la directora. Violet fue expulsada del internado de forma inmediata.
Y tres años después, Carrie solicitaba un puesto como empleada doméstica en su casa bajo un nombre supuesto y dando referencias falsas.
Eso no auguraba nada bueno y Andreas intentó entender la razón por la que lo había elegido como objetivo. Él dirigía un negocio limpio, pagaba sus impuestos, personales y corporativos, en las jurisdicciones correspondientes. Obedecía con creces las leyes de empleo y sus aventuras románticas siempre habían sido discretas porque las responsabilidades se anteponían a todo lo demás.
Una cosa que había aprendido en sus treinta y siete años era que cuando surgía algún problema había que mantener la cabeza fría y lidiar con él inmediatamente para que no se convirtiese en una catástrofe.
De inmediato se le ocurrió un plan y sonrió mirando a su secretaria.
–Debbie, quiero que llames a la señorita Dunwoody para una segunda entrevista.
Su secretaria lo miró como si le hubieran crecido dos cabezas.
–Y envíale una carta. Esto es lo que quiero que digas…
Carrie esperaba en la recepción del cuartel general de Gestión de Fondos Samaras en Londres, intentando llevar oxígeno a unos pulmones que parecían haber olvidado cómo respirar. Los frenéticos latidos de su corazón hacían eco en sus oídos y estaba tan nerviosa que tuvo que secarse las sudorosas manos en las perneras del pantalón.
Después de un sueño agitado, había despertado esa mañana con el estómago tan encogido que no fue capaz de comer nada.
Nunca había estado tan nerviosa, aunque llamar «nervios» a aquella sensación era como llamar río a un hilillo de agua. Pronto entraría en el despacho de Andreas Samaras y tenía que contener las virulentas emociones que amenazaban con ahogarla.
No había estado tan nerviosa mientras investigaba en secreto a James Thomas. Había sido fría como el hielo, totalmente concentrada en la investigación mientras iba sistemáticamente reuniendo las pruebas que necesitaba para desenmascararlo, usando la misma perspectiva que usaba en sus investigaciones habituales, sin perder nunca la concentración. El día que James Thomas fue condenado había sido el más feliz de esos tres últimos años de pesadilla.
Andreas podría no haberle dado a su hermana las drogas que habían destrozado su joven y frágil cuerpo, pero su contribución al descenso de Violet al infierno había sido tan letal como la de James y mucho más personal.
Y era el momento de hacer justicia.
No podía dejar que los nervios o la conciencia lo estropeasen todo, pero la situación era diferente.
Era de dominio público que James Thomas era un personaje turbio que merecía ser investigado a fondo. Conseguir permiso y apoyo para infiltrarse en su empresa había sido fácil porque todo el mundo en el DailyTimes había querido que ese sinvergüenza pagase por sus crímenes.
Andreas Samaras, inversor griego multimillonario y propietario de la empresa Gestión de Fondos Samaras, era totalmente diferente. Nada en su pasado sugería que no fuese una persona honrada, pero Carrie sabía que no lo era y cuando vio el anuncio solicitando una ayudante personal, unos días después de que James hubiera sido condenado, supo que el momento de Andreas Samaras había llegado. Sabía que infiltrarse en su vida personal era un riesgo mucho mayor que investigarlo como empleada en una oficina, pero era un riesgo que estaba dispuesta a correr.
Tres años antes había escritos dos nombres en un papel. Desde entonces había conseguido tachar el nombre de James Thomas y era el momento de tachar el nombre de Andreas.
Con objeto de conseguir el apoyo de su periódico para infiltrarse en la vida de Andreas había tenido que contar una pequeña mentira… algunos se habían mostrado escépticos, pero al final había recibido el visto bueno. Todos la habían creído.
Mientras se acercaba el momento de entrar en el despacho de Andreas, las ramificaciones de su mentira empezaron a asustarla. Si se descubriese la verdad, que estaba llevando a cabo una venganza personal, tendría que despedirse de su carrera.
El Daily Times era un periódico respetado, una publicación seria que, a pesar de los problemas y tribulaciones que había sufrido la prensa británica durante la última década, había conseguido mantener su reputación intacta. Y era un buen lugar de trabajo.
Si pudiesen publicar una fracción de lo que se sospechaba sobre algunas de las personas más poderosas del mundo tendrían que echar vodka en la red de abastecimiento de agua para que el público superase la impresión. Los ricos y poderosos usaban el dinero para silenciar a la prensa y librarse de los problemas. Forzaban a sus empleados a firmar acuerdos blindados de confidencialidad y eran implacables cuando alguien se saltaba las normas. Las demandas judiciales estaban a la orden del día.
Si conseguía el puesto entraría directamente en su vida personal, en su casa. Estaría más cerca de su objetivo que en ninguna otra de sus investigaciones. ¿Y quién sabía lo que podría averiguar? Cuando empezó a trabajar de incógnito en el departamento de contabilidad de la empresa de James Thomas sabía que era un drogadicto con predilección por las chicas adolescentes, pero no sabía nada de su implicación en el tráfico de personas o de armas. Andreas era amigo de ese criminal y a saber en qué delitos estaría involucrado.
A pesar del currículo amañado y las falsas referencias, sabía que tenía pocas posibilidades de conseguir el puesto. Sobre el papel parecía la candidata ideal, pero lo habían hecho todo muy deprisa para enviar la solicitud a tiempo y no podía dejar de preguntarse si habría cometido algún error.
La entrevista preliminar con su secretaria no había ido del todo bien y salió del edificio convencida de haber perdido la oportunidad, de modo que fue una enorme sorpresa recibir la llamada invitándola a una segunda entrevista.
Y en ese momento, mientras esperaba ser recibida, lo único que podía ver cuando cerraba los ojos era el odio en los ojos de Andreas la única vez que se vieron, tres años antes.
–¿Señorita Dunwoody?
Carrie levantó la mirada y encontró a la joven recepcionista mirándola con gesto de curiosidad.
Había usado el apellido Rivers durante tanto tiempo que se había convertido en parte de sí misma y su auténtico apellido le parecía extraño. Era conocida por el apellido Rivers desde que su madre volvió a casarse cuando ella tenía cuatro años y había seguido usándolo cuando se embarcó en una carrera como periodista de investigación. Había muchos locos por ahí y en el presente caso la decisión había sido más que afortunada. Nunca se había cambiado el apellido legalmente. Todo el mundo la conocía como Carrie Rivers, pero en la partida de nacimiento, en el permiso de conducir y en su pasaporte era Caroline Dunwoody.
El anuncio indicaba que el puesto exigía viajar a menudo al extranjero. Falsificar unas referencias era una cosa, falsificar un pasaporte era algo completamente diferente y, además, ilegal.
–El señor Samaras la recibirá ahora mismo.
La había hecho esperar durante una hora.
Tragándose una violenta oleada de náuseas, Carrie agarró la correa de su bolso y siguió a la recepcionista por un largo pasillo.
Había tardado un siglo en elegir el atuendo perfecto para aquella entrevista y, al final, se había puesto un jersey de cachemir de color crema, un pantalón informal de color gris y unos zapatos negros de tacón que le daban unos centímetros extra. Pero, de repente sentía como si llevara una camisa de fuerza y los tacones eran un estorbo porque le temblaban las piernas.
La recepcionista abrió una puerta y Carrie entró en un despacho dos veces más grande que el que ella compartía con el resto del equipo en el periódico y cien veces más lujoso.
Allí, tras un enorme escritorio de caoba, trabajando en uno de sus tres ordenadores, estaba Andreas Samaras.
Su corazón se aceleró dolorosamente y, por un momento, pensó que de verdad iba a vomitar.
Andreas no levantó la cabeza de la pantalla.
–Un momento, por favor –murmuró con esa voz profunda que recordaba de su única conversación telefónica, cinco años antes.
La hermana de Carrie y la sobrina de Andreas habían sido compañeras de habitación en el internado. Se habían hecho muy amigas y pronto habían querido pasar juntas los fines de semanas y las vacaciones. Andreas, que como ella era tutor de una adolescente huérfana y vulnerable, la había llamado para ponerse de acuerdo sobre ciertas reglas. Después de esa única conversación se enviaron varios mensajes para confirmar que Natalia iba a casa de Carrie el fin de semana o si Violet iba a la de Andreas. Se había convertido en una costumbre hasta que Andreas Samaras orquestó la forzosa expulsión de Violet del colegio.
Por fin, él apartó la mirada del ordenador y se levantó del sillón. La estatura y el porte de aquel hombre eran tan abrumadores como lo había sido cuando pasó a su lado tres años antes.
–Encantado de conocerla, señorita Dunwoody.
Unos dedos largos y masculinos se apoderaron de los suyos durante unos segundos.
–Siéntese –le ordenó después con tono amistoso, mientras volvía a dejarse caer sobre el sillón.
Carrie sentía un cosquilleo en la mano que había tocado y tuvo que contener el deseo de frotarla contra su muslo mientras se sentaba, dejando escapar un imperceptible suspiro de alivio.
Seguía temiendo que pudiera reconocerla. Físicamente había cambiado mucho desde esa única y fugaz mirada tres años antes, frente al despacho de la directora del internado, cuando los ojos castaños de Andreas se habían clavado en los suyos con tal ferocidad que Carrie se había encogido en la silla. El estrés había hecho que perdiese quince kilos desde entonces y eso había alterado sus facciones y su figura. Además, había dejado de buscar el perfecto tono de rubio mucho tiempo atrás y había vuelto a su natural pelo castaño.
Si Andreas tuviese la menor idea de quién era en realidad, no estaría allí. No la habría llamado para una segunda entrevista.
No le parecía posible que la hubiera reconocido, pero en los cinco años de trabajo en el periódico había aprendido que nunca debía dar nada por sentado.
Los ojos de color castaño claro se clavaron en ella y Carrie supo que se había ruborizado. Por un momento, se le quedó la mente en blanco. No era consciente de nada salvo de los rápidos latidos de su corazón.
Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca. No podía negar que Andreas era un hombre increíblemente atractivo. Su pelo castaño era espeso, con un flequillo apenas domado cayendo sobre una frente cubierta de invisibles arruguitas, unos pómulos desde los que se podría esquiar, una mandíbula cuadrada, como esculpida, y una nariz aguileña muy masculina. Bronceado y curtido, parecía haber vivido a tope cada uno de sus treinta y siete años.
Era el hombre más viril y atractivo que había visto en toda su vida.
Entonces Andreas esbozó una sonrisa torcida.
Era como si el lobo feroz hubiera sonreído en el momento en el que se comía a la abuela.
–Enhorabuena por estar entre las cinco últimas candidatas –le dijo con su impecable acento.
Carrie sabía, como sabía tantas otras cosas sobre aquel hombre, que había aprendido su idioma en Grecia y lo había perfeccionado en una universidad americana. Lo hablaba con soltura, proyectando las palabras tan rápidamente que su acento sonaba como una cadencia musical.
–Si debo ser sincero, le diré que usted es mi candidata favorita.
Carrie no pudo disimular su sorpresa.
–¿Yo?
Los ojos de Andreas brillaron.
–Antes de entrar en detalles sobre los requisitos, hay algunas cosas que necesito saber sobre usted.
Carrie intentó esconder el miedo detrás de una sonrisa que no parecía querer formarse en sus heladas mejillas.
¿Había descubierto las mentiras en su currículo?
Después de un momento de silencio que parecía hacer eco en el despacho, Carrie consiguió hacer funcionar su garganta.
–¿Qué quiere saber?
–Las referencias y el currículo solo dan una perspectiva limitada sobre una persona y si le doy el puesto tendremos que pasar mucho tiempo juntos. Será mi mano derecha en todo lo que se refiere a mi vida personal y conocerá todos mis secretos, así que señorita Dunwoody…. ¿puedo llamarte Caroline?
–Sí, claro.
–Caroline, si te doy el puesto necesito confiar en ti y confiar en que podremos trabajar juntos –empezó a decir. Su tono relajado le decía que el engaño había funcionado, pero el aroma a peligro seguía flotando en el ambiente. Y el instinto le decía que tomase el bolso y el abrigo y saliera del despacho en ese mismo instante–. ¿Estás casada o tienes novio? Te lo pregunto porque si es así, debes saber que tendrás que separarte de esa persona durante mucho tiempo. Y no tendrás muchos días libres.
–No tengo novio –respondió Carrie. Nunca lo había tenido y nunca lo tendría. No se podía confiar en los hombres. Había aprendido eso antes de cumplir los diez años.
–¿Tienes hijos?
Ella negó con la cabeza, pensando inmediatamente en Violet, a quien había querido como si la hubiese traído al mundo.
–¿Hay alguien que dependa de ti, perros, gatos, peces de colores?
–No, tampoco.
–Estupendo –dijo Andreas, asintiendo con la cabeza–. No voy a engañarte, soy un jefe exigente y este es un trabajo al que hay que dedicar muchas horas. ¿Qué te contó Debbie sobre el puesto en la entrevista preliminar?
–Me dijo que consistía en llevar el día a día de las casas que tiene por todo el mundo.
Él inclinó a un lado la cabeza, mirándola con gesto pensativo.
–Así es como hemos anunciado el puesto, pero en realidad es más bien llevar mi día a día. El trabajo consiste en supervisar el buen funcionamiento de todas mis propiedades, pero no espero que hagas el trabajo manual personalmente, para eso está el personal de servicio. Trabajo muchas horas y cuando vuelvo a casa quiero estar cómodo. Necesito a alguien que atienda mis necesidades personales: servirme una copa, preparar mi ropa cada día, comprobar que haya toallas en el baño y tenerlo siempre todo a punto.
Lo que aquel hombre quería no era una encargada doméstica, pensó Caroline con muda indignación mientras escuchaba su seductora voz, sino una esclava.
–A cambio, ofrezco un salario muy generoso.
Cuando mencionó la cantidad Carrie parpadeó, sorprendida, porque era cuatro veces lo que ella ganaba en el periódico.
Imaginó que una candidata de verdad aceptaría sin pensarlo dos veces. Era una enorme cantidad de dinero a cambio de ser su burro de carga.
Andreas se echó hacia delante para mirarla fijamente y Carrie tragó saliva. Cuanto más miraba esos ojos, más bonitos le parecían. Eran de un color castaño claro casi transparente y brillaban de una forma intensa.
Si le daba el puesto tendría que andar con cuidado porque aquel hombre era peligroso.
–En fin, Caroline –dijo él entonces–. Hay una exigencia más para la persona a la que le ofrezca el puesto.
–¿Cuál es?
–Necesito a alguien que sea de naturaleza alegre.
Era el momento de marcharse, pensó Carrie. ¿Cómo iba a mostrarse alegre con el hombre que le había hecho tanto daño?
–Lo que quiero decir con eso es que mi trabajo es muy estresante y cuando llego a casa quiero ser recibido con una sonrisa y no ser molestado con problemas insignificantes. ¿Sabes sonreír?
Había hecho la pregunta con tan falsa seriedad que los músculos faciales de Carrie se suavizaron y la sonrisa que había intentado esbozar desde que entró en el despacho salió espontáneamente.
Los ojos de Andreas brillaron como respuesta.
–Mucho mejor –murmuró, echándose hacia atrás en el sillón y cruzándose de brazos. Los puños de la camisa se le subieron, revelando unos seductores antebrazos cubiertos de suave vello oscuro.
–Sí, creo que tú eres la candidata ideal. El puesto es tuyo si lo quieres.
Carrie hizo un esfuerzo para apartar la mirada de esos antebrazos tan… masculinos.
–¿El puesto es mío?
No había esperado que fuese tan fácil y su corazón empezó a galopar alocadamente.
Demasiado fácil.
Andreas no solo era uno de los hombres más ricos del mundo sino un hombre muy inteligente. Y el puesto que le ofrecía después de una entrevista de menos de quince minutos la llevaría directamente a su casa, a su intimidad.
–¿Aceptas o no? –la retó él, rompiendo el silencio.
–Sí –respondió Carrie, intentando mostrar un entusiasmo que no sentía y haciendo un esfuerzo para sonreír–. Sí, por supuesto que sí. Gracias.
–Estupendo –dijo Andreas, esbozando una sonrisa de lobo–. ¿Has traído tu pasaporte?
–Sí, claro.
La carta que había recibido pidiéndole una segunda entrevista insistía en que llevase el pasaporte y había pensado que querrían hacer una fotocopia para comprobar su identidad.
Andreas se levantó entonces.
–Entonces, vamos. Tenemos que ir al aeropuerto.
Carrie lo miró sin entender.
–¿Ahora mismo?
–En la carta que te envió mi secretaria decía que la candidata que consiguiese el puesto empezaría a trabajar inmediatamente.
–Sí, lo sé, pero… –Carrie no había pensado que «inmediatamente» significase «inmediatamente»–. ¿Nos vamos ahora mismo?
El brillo del que estaba empezando a desconfiar asomó a sus ojos de nuevo.
–Sí, ahora mismo. ¿Algún problema?
–Ningún problema –se apresuró a decir ella. Al parecer, el puesto era suyo y no pensaba darle ninguna razón para que se echase atrás. Practicaría la sonrisa en cuanto encontrase un espejo–. Es que no he traído una muda de ropa…
–No te preocupes por eso, tendrás todo lo que necesites cuando lleguemos allí. Dile a Debbie tu talla antes de irnos y ella se encargará de todo.
–¿Dónde vamos?
–A una de mis casas, en un sitio en el que no está lloviendo –respondió Andreas. Y mientras decía eso abrió la puerta del despacho e hizo un gesto para que lo precediera.
EN EL jet privado, mientras Andreas trabajaba en su ordenador portátil, Carrie estudiaba una gruesa carpeta que contenía los detalles de todas sus propiedades.
Todas excepto una, a la que se dirigían en ese momento.
–¿En cuál debo concentrarme? –le había preguntado ella cuando le dio la lista para saber cuál era su destino.
–Todas ellas –había respondido él, sonriendo–. Te haré un examen cuando lleguemos.
–¿Y cuándo será eso?
Andreas había mirado su reloj.
–En aproximadamente once horas.
Carrie no había hecho ningún comentario, pero podía leer sus pensamientos y disfrutaba viendo cómo se mordía la lengua para no hacer preguntas.
También había disfrutado enormemente en la reunión, mucho más de lo que esperaba. Saber que la había pillado antes de que pusiera un pie en su despacho lo alegraba tanto que era capaz de disimular su rabia.
La rabia nublaba todo pensamiento racional y él necesitaba tener la cabeza fría si iba a seguir yendo un paso por delante de aquella víbora.
Había pensado que irse de Inglaterra, alejarla de su casa y de su auténtico trabajo tan rápidamente como fuera posible, era la mejor manera de proceder. Tenía que desorientarla, ponerla en desventaja sin que ella se diera cuenta. Y entonces, cuando fuera incapaz de escapar o ponerse en contacto con el mundo exterior, exigiría respuestas. Quería saberlo todo, por qué estaba investigándolo, qué esperaba descubrir y quién le había pedido que lo hiciera. Había hecho sus propias pesquisas entre sus contactos en los medios de comunicación, pero no había descubierto nada. Nadie había oído el menor rumor de un escándalo sobre él.
El instinto le decía que las razones de Carrie para estar allí eran, en parte, de naturaleza personal. La coincidencia era demasiado grande para encontrar otra explicación.
Descubriría la razón a su debido tiempo, pero en lugar de interrogarla inmediatamente había decidido pasarlo bien con ella durante unos días. Hacerla sufrir un poco. Era lo mínimo que merecía.
¿De verdad pensaba que era tan inútil que necesitaba una persona para servirle copas y secar el sudor de su frente? A él le gustaba la comodidad, pero no era ningún niño mimado y había visto un brillo de sorpresa en sus ojos cuando le explicó cuáles serían sus supuestas obligaciones; unas obligaciones que había inventado para ver cómo reaccionaba.
Durante los días siguientes haría el papel de hombre-niño mimado y la obligaría a tratarlo a cuerpo de rey. Sabía que Carrie odiaría cada minuto.
Estupendo.
Él disfrutaría de cada minuto.
La vio apartar el cuaderno en el que había estado tomando notas mientras leía los documentos y sacar el móvil del bolso discretamente. Un minuto después vio que empezaba a tocarse el pelo en un gesto nervioso.
Andreas sonrió, disfrutando de su silenciosa frustración al descubrir que no podía entrar en internet. Él lidiaba con información confidencial y para usar la wi-fi del jet era necesaria una contraseña. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en rendirse y preguntarle cuál era.
Pero tardó tres horas en levantar la cabeza y aclararse discretamente la garganta.
–¿Sería posible que me diera la contraseña de wi-fi?
–No sabía que tuvieras a nadie con quien ponerte en contacto –comentó él, disfrutando al ver el rubor que cubría su esbelto cuello.
–No quería ponerme en contacto con nadie –respondió Carrie sin la menor vacilación–. Solo quería comprobar mi correo.
–¿Esperas algo importante?
Ella negó con la cabeza.
–No se preocupe. Lo comprobaré más tarde.
Carrie Rivers, Caroline Dunwoody, fuera cual fuera su nombre, tenía un cuello precioso. En persona era mucho más atractiva que en fotografía, sus facciones más suaves, su piel fresca y dorada. Era preciosa.
Recordó entonces a la joven regordeta que había visto fugazmente tres años antes. Se había fijado en sus ojos, pero estaba tan enfadado que no podía pensar con claridad y mucho menos fijarse en cualquier otro detalle. Ese día estaba más furioso que nunca. La noche anterior, cuando volvió a casa, había descubierto a su sobrina y a su mejor amiga borrachas en su habitación. Lo que ocurrió después había sido casi igual de horrible.
Convertirse en tutor de una adolescente huérfana nunca había sido una tarea sencilla, pero ese fin de semana fue el más angustioso de su vida. Más aún que la noche que recibió la llamada en la que le informaron de que su hermana y su cuñado habían muerto o el día que descubrió que sus padres estaban en la ruina.
¿Dónde estaba el manual que te guiaba paso a paso, que te enseñaba cómo lidiar con el descubrimiento de que tu sobrina, tu responsabilidad, había empezado a tomar drogas o qué hacer cuando su amiga de dieciséis años aparecía desnuda en tu dormitorio con intención de seducirte? ¿Dónde había aprendido Violet ese comportamiento? ¿De su hermana mayor? ¿La aparentemente formal y estirada mujer que estaba sentada a unos metros de él sería tan lasciva y temeraria como lo había sido su hermana?
A pesar de haberlo intentado no había descubierto nada importante sobre Carrie. La página web del Daily Times enumeraba sus premios y sus logros, pero nada de naturaleza personal. Solo sabía su edad por su antigua conexión personal. Veintiséis años. Muy joven para haber conseguido tanto en su carrera profesional. Para eso hacía falta un gran compromiso y una dedicación total, unas cualidades que hubiese admirado si no fuesen contra él. Pero, al contrario que los otros hombres, y todos habían sido hombres, que había llevado ante la justicia, él no tenía nada que esconder. Su negocio era limpio y no entendía por qué lo había convertido en su objetivo. ¿Por qué la laureada periodista de investigación Carrie Rivers estaba tras él? ¿Era algo personal?
Fuese cual fuese la razón, la descubriría y cortaría el problema de raíz. El viejo dicho de mantener a tus amigos cerca, pero a tus enemigos aún más cerca era uno en el que siempre había creído.
Hasta que descubriese la verdad, mantendría a Carrie lo más cerca posible de él y luego…
Y luego, a menos que se le ocurriese un plan mejor, la retendría a su lado durante el tiempo que fuera necesario.
Ya había oscurecido cuando aterrizaron y las tormentas primaverales de Londres eran un distante recuerdo mientras Carrie desembarcaba y miraba un cielo cubierto de estrellas.
–¿Dónde estamos? –le preguntó. Había estudiado diligentemente el archivo que Andreas le había dado y, por las horas de vuelo, se había convencido a sí misma de que su destino era Tokio. Pero aquello no parecía Tokio.
–Las islas Seychelles –respondió Andreas–. Bienvenida a Mahe, la isla más grande del archipiélago.
Carrie miró alrededor. ¿Cómo podía habérsele pasado una casa en las islas Seychelles? Había leído todos los documentos tres veces y no había nada sobre una casa en las islas Seychelles. Y tampoco había encontrado nada sobre esa propiedad durante la investigación previa.
–No sabía que tuviera una casa aquí.
–La mantengo en secreto –respondió Andreas en voz baja. Estaba tan cerca que el aroma de su exclusiva colonia la afectó de una forma inesperada.
Carrie, tragando saliva, se apartó de él discretamente.
–¿Qué hora es?
–La una de la mañana. Llegaremos a casa después de un corto vuelo en helicóptero.
Pasaron a toda prisa por el control de seguridad y veinte minutos después de aterrizar subían a un brillante helicóptero.
–¿Has viajado alguna vez en helicóptero? –le preguntó Andreas mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
¿Había seis asientos para elegir y tenía que sentarse precisamente a su lado?
Carrie negó con la cabeza, apartando discretamente las piernas para no rozarlo.
–Es una experiencia agradable y la forma más rápida de llegar a mi isla.
–¿Su isla?
Andreas hizo una mueca.
–Bueno, es más bien una pequeña península pegada a otra isla, pero los terrenos me pertenecen por completo.
Carrie maldijo en silencio mientras el helicóptero se elevaba del suelo.
No sabía nada sobre esa isla. ¿Qué más cosas le habrían pasado desapercibidas durante su investigación? ¿Quién había comprado la propiedad? ¿Estaría a nombre de una empresa fantasma? Tendría que ponerse a investigar en cuanto fuera posible. Y también necesitaba hablar con su editor para hacerle saber dónde estaba. Pero lo haría después de darse una ducha y, con un poco de suerte, unas horas de sueño. Cuando se vistió esa mañana no se le ocurrió pensar que terminaría en la famosas islas Seychelles, un paraíso para los recién casados, y llevaba todo el día con la misma ropa.
En cambio, Andreas se había duchado una hora antes de aterrizar y se había cambiado el traje de chaqueta por una camisa blanca bien planchada y un elegante pantalón gris…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una brusca maniobra del piloto, que la lanzó contra el costado de Andreas. El contacto provocó una oleada de emoción tan intensa, repentina e inesperada que Carrie se quedó muda.
Fue como una descarga eléctrica y durante unos segundos no se veía capaz de respirar.
Una mano grande cubrió la suya.
–No te preocupes –murmuró Andreas, entrelazando sus dedos con los suyos–. Es solo una pequeña turbulencia.
Carrie tragó saliva, haciendo un esfuerzo para calmarse e intentando desesperadamente que su trastornado cerebro formase un pensamiento coherente. Solo estaba cansada, se dijo a sí misma, mientras se clavaba las uñas en la palma de la mano libre.
«Vamos, Carrie, siempre has querido viajar en helicóptero. Al menos intenta disfrutarlo».
Violet también había querido siempre viajar en helicóptero. De niña, cada vez que veía uno volando sobre sus cabezas movía frenéticamente los bracitos, convencida de que los pilotos le devolvían el saludo.
¿Qué estaría haciendo en ese momento? Su hermana llevaba tres meses en California recuperándose de su adicción, pero era un proceso lento y ella era muy frágil. Carrie la había llamado un par de días antes, pero sus conversaciones semanales eran incómodas y forzadas desde que Violet despertó del coma y quedó claro lo cerca que había estado de la muerte. Cada vez que hablaba con su hermana era como hablar con una extraña. La niña cuya primera palabra había sido «Cawwie» y que la seguía como una sombra desde el momento que empezó a andar había desaparecido. En realidad, había desaparecido mucho tiempo atrás y se le rompía el corazón al recordar lo dulce y cariñosa que había sido antes de que las drogas destrozasen su vida.
Pestañeando rápidamente para contener las lágrimas por todo lo que había perdido, Carrie miró por la ventanilla. Podía ver pequeñas masas de tierra en medio del Océano Índico y poco después volaban sobre una playa que parecía blanca a la luz de la luna. La silueta de una casa grande emergió entre las sombras cuando el piloto empezó a descender.
Andreas bajó primero y le ofreció su mano, mirándola a los ojos con una intensidad que la hizo tragar saliva.
–Gracias –murmuró, alegrándose de que la oscuridad ocultase sus mejillas encendidas.
–De nada –Andreas apretó su mano antes de soltarla y luego volvió a subir al helicóptero para hablar con el piloto.
Sola por un momento, Carrie inhaló profundamente y sus sentidos se llenaron del embriagador aroma de unas flores que no podía ver. La fresca brisa del océano era tan agradable que tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos y disfrutar de la deliciosa sensación.
Disfrutar de la sensación tendría que esperar porque unas luces se encendieron de repente y Carrie se encontró frente a una villa, una mansión, no sabía cómo describirla.
Era impresionante.
Era solo de dos plantas, pero compensaba en extensión lo que le faltaba en altura. Parecía un templo budista de piedra blanca, con un porche que daba la vuelta a toda la casa. El clásico tejado de tejas rojas le daba un aire acogedor a un edificio que de otro modo podría parecer demasiado imponente.
Andreas volvió a su lado entonces. Podía sentir sus ojos clavados en ella, como si estuviera esperando su reacción.
¿Qué clase de reacción debería mostrar una empleada?
Carrie optó por ser sincera.
–Es preciosa.
–¿Verdad? –Andreas sonrió–. Espera a verla de día. Yo me enamoré de ella por una fotografía. Estaba buscando una casa de vacaciones y este es el sitio perfecto. Aquí puedo alejarme del mundo, pero la isla principal está a poca distancia en lancha y allí hay gente y vida nocturna.
–¿Viene aquí de vacaciones?
–Por supuesto –respondió él con gesto de sorpresa–. ¿Quién querría hacer negocios en un paraíso como este?
–¿Cuánto tiempo estaremos aquí?
–¿Por qué? ¿Tienes que ir a algún sitio?
–No, no, es solo que… –Carrie sintió que se ponía colorada.
–Relájate, estoy bromeando. Sé que no tienes compromisos que atender o me lo habrías dicho en la entrevista. Nos quedaremos aquí unos días. No he tenido vacaciones en mucho tiempo y necesito recargar baterías.
Tampoco ella había tenido vacaciones en mucho tiempo. Al menos una década, dos o tres años antes de que su madre muriese.
Pero esas no eran unas vacaciones para ella. Estaba allí para trabajar. Su trabajo era encargarse de que todo fuera sobre ruedas en la hermosa mansión y atender todos los caprichos de su propietario mientras, de forma clandestina, intentaba descubrir sus oscuros secretos. Qué clase de secretos descubriría en la casa de vacaciones de Andreas Samaras, no tenía ni idea. Seguramente tendría que esperar hasta que se trasladasen a otra de sus propiedades, un sitio donde hiciese negocios, para descubrir algo que mereciese la pena.
Esperaba que algún empleado saliese a recibirlos porque tenía al menos tres internos en cada una de sus propiedades, pero se quedó un poco desconcertada al entrar y descubrir la casa envuelta en silencio. Sí, era medianoche, pero los empleados no se retirarían a sus habitaciones sabiendo que el jefe estaba a punto de llegar ¿no?
–Ven, voy a enseñarte la casa y luego te llevaré a tu habitación –dijo Andreas, precediéndola por un largo pasillo.
Carrie olvidó sus recelos mientras admiraba la belleza de la casa, de techos altísimos, que conseguía ser a la vez lujosa y acogedora. Las paredes eran blancas, pero los suelos de mosaico eran de colores vivos. El espacioso comedor estaba dominado por una enorme y pulida mesa de caoba y la cocina era tan grande como toda su casa.
–Estos son los dominios de Brendan –le informó Andreas.
–¿Brendan en el chef?
–Así es. Si tienes hambre puedo llamarlo y enseguida te preparará algo de comer.
–No, gracias, no hace falta.
El auxiliar de vuelo había servido la cena en el avión y Carrie, con un nudo en el estómago, había tenido que hacer un esfuerzo para comer.
Él se encogió de hombros.
–Si necesitas algo antes de mañana estoy seguro de que podrás encontrarlo. Imagino que la cocina es una cocina normal.
–¿Lo imagina? –repitió ella.
Andreas hizo una mueca.
–Contrato empleados para no tener que hacer las tareas yo mismo.
–¿Cuándo fue la última vez que usó una cocina? –le preguntó Carrie, sin pensar. Estaba segura de que no le gustaría que sus empleados lo cuestionasen, pero ya no podía retirar la pregunta.
Su preocupación demostró ser errónea.
–Durante mi época universitaria en Estados Unidos. Estudié en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y descubrí que era un cocinero espantoso, así que conseguí un trabajo como camarero en un restaurante italiano donde, además, me daban de comer. No he cocinado desde entonces.
–¿Un restaurante italiano?
–No había restaurantes griegos decentes donde yo vivía. Había algunos bares de tapas, pero no ofrecían desayunos, así que opté por un restaurante italiano.
Se dirigió a una escalera voladiza y subió los escalones de dos en dos. Carrie iba tras él, intentando disimular un bostezo. El viaje y las pocas horas de sueño el día anterior la habían dejado agotada.
–Mi habitación –Andreas abrió la puerta de un dormitorio del mismo tamaño que la cocina, que contenía de todo lo que un mimado multimillonario pudiera necesitar. Carrie se quedó en el pasillo hasta que él le hizo un gesto con el dedo, mirándola con un brillo burlón en sus ojos castaños–. No seas tímida, Caroline. Tienes que familiarizarte con mi habitación.
¿Familiarizarse con su habitación? Lo único que podía ver era una enorme cama de cabecero labrado cubierta de almohadones y, de repente, imaginó a Andreas desnudo, deslizándose entre unas sábanas de satén azul marino con esa incomparable gracia masculina…
Carrie apretó los dientes mientras intentaba apartar esa imagen de su cerebro. Nunca había imaginado a un hombre desnudo y la turbaba tener unos pensamientos tan inconvenientes sobre aquel hombre en particular.
Andreas poseía un enorme magnetismo sensual; estaba en cada movimiento, en cada palabra, en cada gesto, y eso aumentaba la creciente sensación de peligro.
Vaya, de verdad, de verdad necesitaba dormir un poco.
–¿Qué otras personas trabajan aquí? –le preguntó. Una vez que conociese a todo el mundo dejaría de sentirse atrapada en una jaula de oro de la que solo Andreas tenía la llave.
Todo había sido tan rápido que no había tenido tiempo para recelos, pero allí, en medio de la habitación de Andreas, en su casa secreta a medianoche, tan lejos de Londres, sus recelos empezaban a convertirse en auténtica aprensión.
–Heredé a la mayoría del personal del anterior dueño. Enrique y su hijo mayor cuidan del jardín. La mujer de Enrique, Sheryl, y un par de amigas suyas se encargan de la limpieza.
–¿Dónde están las habitaciones de los empleados?
–No hay habitaciones para empleados. Brendan y su ayudante viven en una casita al otro lado del jardín, pero los demás viven en la isla principal.
Carrie empezó a escuchar campanitas de alarma.
–¿Entonces quién vive en la casa?
Tenía que haber malinterpretado sus palabras. No podía estar diciendo que iban a vivir bajo el mismo techo los dos solos.
–Nosotros, tú yo.
–¿Solo usted y yo?
–Así es –los ojos de Andreas parecían arder–. Mientras estemos en este paraíso, la noche nos pertenece a ti y a mí, los dos solos.
ANDREAS DISFRUTÓ al ver que Carrie intentaba esconder su horror ante tan desagradable revelación.
–Compré esta casa para alejarme del mundo y se lleva de forma más relajada que el resto de mis propiedades –le explicó–. Mientras tenga a alguien a mano que se encargue de atenderme, no necesito mucho más y esa, matia mou, es la razón por la que tú estás aquí. Considéralo un comienzo fácil. La casa prácticamente se lleva sola, así que podrás dedicarme todo tu tiempo y así nos conoceremos mejor.
Carrie estaba pálida, sus ojos pardos abiertos de par en par.
Comprensible, pensó él. No querría que indagase sobre su vida con preguntas que la pondrían en un aprieto. No querría meter la pata contando mentiras en las que podría pillarla fácilmente.
Pero, a pesar del tumulto de emociones que brillaban en sus ojos, no perdió la compostura. Si no supiera nada sobre su verdadera identidad seguramente no se habría percatado de su apuro. Si no supiera la verdad pensaría que era una persona tímida y cohibida.
Estaba deseando saber hasta dónde podía llegar antes de que apareciese la auténtica Carrie.
–Tu habitación ya está preparada.
Pero no preparada como lo habría estado para Rochelle, que siempre había dormido al otro lado de la casa. No quería que Carrie, el cuco en su nido, la espía, tuviese ninguna intimidad durante aquel engañoso interludio.
Andreas empujó una puerta anexa a su dormitorio y le mostró una habitación mucho más pequeña. Diminuta, de hecho.
–¿Lo ves? Aquí tienes todo lo que puedas necesitar. Una cama, una cómoda, un armario y tu propio cuarto de baño.
Pero nada de televisión u otras formas de entretenimiento. Andreas quería ser su único entretenimiento mientras estuvieran allí.
En aquella ocasión, el color que teñía sus mejillas era de rabia, pero Carrie mantuvo la compostura mientras preguntaba con un cierto temblor en la voz:
–¿Voy a dormir en una habitación anexa a la suya?
–¿Cómo vas a encargarte de atender todas mis necesidades si duermes al otro lado de la casa? Solía ocuparla el hijo de los antiguos propietarios y admito que es pequeña porque fue diseñada para un bebé, pero yo creo que es perfectamente adecuada.
Adecuada para un bebé, poco adecuada para una mujer adulta, incluso para una tan delgada como Carrie. Había pensado convertirla en otro vestidor y se alegraba de no haber tenido tiempo para hacer la reforma.
–¿Dónde está el cerrojo?
–No hay cerrojo, así será fácil para ti pasar de una habitación a otra –Andreas le guiñó un ojo–. Pero no te preocupes, yo soy un caballero y solo entro en la habitación de una señora cuando he sido invitado.
Y cuando ella sintiera la tentación de entrar en su habitación sin haber sido invitada, algo que sin duda haría ya que su único propósito era espiarlo, él lo sabría porque había hecho instalar cuatro cámaras microscópicas que controlarían cada uno de sus movimientos.
Había pensado poner una cámara en su habitación, pero había límites que nunca debían traspasarse y poner cámaras ocultas en el dormitorio de una mujer era uno de ellos, aunque esa mujer fuese una espía. Además, después de haber pasado el día encerrado en un avión con ella, se alegraba doblemente de no haberlo hecho.
Carrie tenía un encanto que despertaba sus sentidos como ninguna otra…
Y también tenía unos ojos enrojecidos de cansancio.
–Veo que estás agotada. ¿Hay algo que quieras preguntar antes de irte a dormir?
Ella negó con la cabeza, apretando los suaves y deliciosos labios. Evidentemente, estaba abrumada por la situación y Andreas lo entendía. Cuando entró en su oficina en el distrito financiero de Londres esa mañana no podía haber imaginado que terminaría el día alejada de todo lo que le era familiar, en el paraíso de las islas Seychelles, y sin duda se sentiría vulnerable.
Estupendo.
Podía entender su angustia, pero no debía compadecerse de ella. Carrie era un buitre, un buitre precioso sí, pero un buitre en cualquier caso.
No merecía nada menos que lo que la esperaba.
–En ese caso, buenas noches. La ropa que te prometí llegó antes que nosotros. Sheryl la habrá guardado en el armario y recuerda…
Ella enarcó una bonita ceja.
–¿Sí?
Andreas le hizo un guiño.
–Me gusta que me den los buenos días con una sonrisa.
Cuando cerró la puerta que conectaba las dos habitaciones sonrió para sí mismo al imaginar su reacción al ver la ropa que había elegido para ella.
La diversión acababa de empezar.
Carrie tiró el contenido de su nuevo vestuario sobre la pobre excusa de cama y rebuscó entre las prendas con creciente ansiedad. Había esperado un uniforme de doncella, algo parecido a lo que llevaban las camareras de hotel, no unos vestidos de seda.
El armario y la cómoda estaban llenos de suaves y vaporosos vestidos veraniegos, blusas, pantalones cortos que ponían el énfasis en la palabra «corto», bikinis y pareos de seda. También había ropa interior, todo de color negro y de encaje.
Y todas las prendas llevaban la etiqueta de un famoso diseñador.
Le ardía la cara cuando tomó unas bragas, preguntándose si Andreas las habría elegido personalmente.
¿Pero cómo iba a hacerlo? No se había apartado de su lado desde que salieron de su despacho en Londres. Debía haber sido su secretaria, Debbie, a quien le había dado su talla de ropa y zapatos antes de que Andreas la sacase a toda prisa del edificio.
Carrie tragó saliva, con una mezcla de consternación y miedo.
Aquello no era normal. Y para empeorar la situación, la señal del móvil parecía inexistente. El mensaje que había intentado enviar a su editor cuarenta minutos antes aún estaba en espera.
¿Quién sabía que estaba allí? Andreas y su secretaria, Debbie, el piloto, el auxiliar de vuelo y los empleados de la casa. Ninguno de sus amigos sabía que estaba allí, solo gente pagada por Andreas Samaras.
Frotándose los ojos, intentó pensar que estaba preocupándose por nada. Había sido un día increíblemente largo y estaba muerta de sueño. La falta de sueño le hacía cosas raras al cerebro.
La carta que había recibido dejaba bien claro que la candidata que consiguiese el puesto tendría que empezar a trabajar inmediatamente. Era culpa suya no haber tomado la carta al pie de la letra.
Estaba precisamente donde quería estar, más cerca del hombre al que quería investigar que en sus mejores sueños. Pero también Andreas tenía acceso a ella y Carrie miró la puerta que conectaba las dos habitaciones con el estómago encogido.
Había dicho que no iba a entrar en la habitación a menos que ella lo invitase, pero no confiaba en su palabra.
La miraba de una forma… ¿miraría a todas sus empleadas de ese modo, con esa misma intensidad, como si estuviera desnudándolas con los ojos?
¿O su conciencia culpable estaba jugando con ella, haciéndole ver cosas que no existían?
Un ruido en la habitación de Andreas hizo que contuviese el aliento.
Seguía despierto. Estaban a unos metros el uno del otro y ni siquiera podía cerrar la puerta con cerrojo.
Carrie tuvo que hacer un esfuerzo para respirar.
Necesitaba darse una ducha, pero había esperado un tiempo que le pareció razonable, convencida de que Andreas se habría dormido. Una hora después, nada sugería que fuera así.
¿Qué iba a hacer?, se regañó a sí misma. ¿Entrar en su habitación mientras ella se duchaba? Las perversiones sexuales eran los secretos más fáciles de descubrir. Andreas Samaras podía ser muchas cosas, pero nunca había oído rumores de que fuera un perverso.
Al parecer, apenas hacía vida social y cuando salía con alguna mujer siempre era discreto. Si hubiese algo extraño en su comportamiento, algo de lo que ella debiera preocuparse, habría oído rumores. Y los periodistas se enteraban de muchos rumores.
Estaba preocupándose tontamente y no debería.
O quizá sí. Porque mientras volvía a dejar las caras prendas en su sitio se dio cuenta de cuál era el auténtico problema: aquellas eran las prendas que un hombre le regalaría a una amante, no a una empleada.
Carrie despertó en una extraña y diminuta habitación minutos antes de que sonase el despertador en la mesilla. Alguien había puesto el despertador para ella, alguien a quien pronto conocería, pensó, una persona con quien tendría que fingir ser alguien que no era.
Mentir durante una investigación nunca le había provocado problemas de conciencia porque hasta ese momento siempre había sido trabajo de oficina y las oficinas eran sitios donde todo el mundo llevaba una máscara. Ella se había puesto la suya sin problemas y sin sentirse culpable, sabiendo que todo era por una buena causa.
Pero aquello era diferente. Aquella era la casa de Andreas.
Sabía que era la oportunidad perfecta, pero sentía como si hubiera traspasado una línea invisible.
«Andreas se lo merece», se dijo a sí misma, pensando en el demacrado cuerpo de Violet y en el responsable de su adicción. «Merece todo lo que le pase».
Tomó su teléfono y suspiró al ver que el mensaje a su editor aún no había sido enviado. Su habitación debía estar en un punto negro de la casa.
Después de una ducha rápida bajo un decepcionante hilillo de agua en su baño privado, solo mitigado por los caros y maravillosos productos de aseo, era hora de elegir un atuendo para ese día.
Carrie miró su nuevo vestuario por enésima vez y eligió un vestido azul oscuro con diminutos lunares. Era de una tela casi transparente, con unos tirantes finos, y caía hasta medio muslo, pero al menos le cubría el escote. Y debía admitir que era muy bonito.
Rebuscando en su bolso, encontró una cinta para el pelo y se hizo un moño suelto. No había llevado maquillaje y normalmente eso le daría igual ya que apenas se maquillaba, pero aquel día sentía que necesitaba algo de camuflaje.
Vestida, y sintiéndose algo más animada, abrió las cortinas y dejó escapar una exclamación.
La vista que la recibió parecía una postal.
Si hubiese abierto las cortinas por la noche habría visto que la habitación tenía un balcón privado. Salió al balcón, con el corazón acelerado, y dejó que el sol de la mañana acariciase su piel.
Cerró los ojos para saborear la sensación y luego volvió a abrirlos para mirar el maravilloso cielo sin una sola nube y el fabuloso océano de color azul turquesa que acariciaba una playa de suave arena blanca. A corta distancia había un islote lleno de palmeras al que casi podría llegar caminando. Un artista no podría haber pintado un paisaje más hermoso…
–Buenos días, Caroline.
La voz profunda y alegre la asustó de tal modo que tuvo que agarrarse a la barandilla antes de girar la cabeza.
Tan fascinada estaba con la vista que no había notado que el balcón conectaba las dos habitaciones.
Con el pelo mojado y llevando solo un pantalón corto bajo de cintura, Andreas se colocó a su lado.
–¿Qué te dije de la vista a la luz del día? Te deja sin aliento, ¿verdad?
Carrie volvió a mirar el mar mientras asentía con la cabeza.
–Es fabulosa.
Pero era el hombre que estaba a su lado quien la había dejado sin aliento. Era más atlético de lo que parecía a primera vista. Tenía unos hombros anchos, musculosos sin exagerar y profundamente bronceados. Parecía mantenerse en forma nadando y disfrutando de la vida al aire libre, no levantando pesas en un gimnasio. No era un cuerpo esculpido por vanidad.
–¿Has dormido bien? –le preguntó él, apoyando los brazos en la barandilla.
Carrie inhaló profundamente mientras asentía con la cabeza, intensamente consciente de su penetrante mirada.
Y ella culpando al sueño por su inexplicable reacción ante aquel hombre…
–Bien, gracias.
–Me alegro. ¿Lista para empezar a trabajar?
Ella asintió de nuevo.
–Entonces, vamos a presentarte a los demás y, sobre todo, a desayunar. No sé tú, pero yo estoy muerto de hambre.
–Muy bien.
Carrie se dio la vuelta para entrar en la habitación.
–¿Caroline?
–¿Sí?
–¿Has olvidado el requisito más importante?
Ella frunció el ceño, intentando no mirar el fino vello oscuro que cubría su torso y descendía por su duro abdomen hasta perderse bajo la cinturilla del pantalón corto…
Andreas sacudió la cabeza en un gesto burlón.
–¿Dónde está la sonrisa?
–Aún está intentando despertar –respondió ella sin pensar.
La sonrisa de Andreas era tan amplia como para eclipsar el sol.
–Ah, veo que tienes sentido del humor. Y me alegro. Venga, vamos a desayunar.
Después de eso volvió a entrar en su habitación y Carrie estaba a punto de soltar una risita histérica cuando de repente lo vio todo con claridad.
Estaba allí.
Había conseguido el puesto.
Por fin podría llevar a cabo su investigación, con la que había soñado durante tres años, y lo último que quería era perder esa oportunidad siendo despedida antes de empezar.
Daba igual la extraña reacción que Andreas provocaba en ella, tenía que ignorarla y hacer su trabajo.
Él había dejado bien claros los requisitos del puesto: debía mostrarse alegre y atender todos sus caprichos. Y podía hacerlo. Haría lo que tuviese que hacer y tendría siempre una sonrisa en los labios. Se ganaría su confianza y descubriría los secretos ocultos de Andreas Samaras.
Y luego los haría públicos.
Y entonces, por fin, encontraría algo de paz. Violet habría sido vengada y los dos hombres que habían destrozado su vida habrían sido destruidos también.
Con ese alegre pensamiento, se apresuró a reunirse con él.
Habían servido el desayuno en la soleada veranda; un surtido de panes, bollería, frutas, verduras frescas y yogur.
–Yo tomo el café solo, sin azúcar –dijo Andreas mientras se sentaba a la mesa.
Le había contado la verdad sobre Carrie a Enrique y Sheryl, que se habían mostrado indignados al saber que una periodista de investigación estaba intentando infiltrarse en su vida. Los dos eran personas honradas y respetables y sabía que tendrían que hacer un esfuerzo para esconder sus sentimientos hacia ella.
Le gustaba pensar que también él era una persona honrada, pero lidiar con los granujas y sinvergüenzas del mundo financiero le había enseñado cómo jugar a un juego que la gente de aquella isla nunca podría entender.
Carrie, de pie, le sirvió el café. Incluso lo sirvió con una sonrisa en los labios.
–Tomaré melón y yogur –anunció Andreas.
Ella tomó un cuenco y, sin dejar de sonreír, empezó a servir porciones de melón.
–Dígame cuándo debo parar.
Su actitud desde que la sorprendió en el balcón había cambiado considerablemente, y para mejor. Pero estaba seguro de que esa nueva y alegre disposición era falsa.
Notó que las manos de Carrie eran muy delgadas, las uñas largas y bien cuidadas. Ah, el primer error. Si mirase las manos de cualquiera de sus empleadas vería que ninguna de ellas llevaba las uñas largas y se daría cuenta de que eso la delataba. Era evidente que no había pasado su vida haciendo trabajos domésticos.
–Y ahora, cuatro cucharadas de yogur –le dijo con tono amable.
De nuevo, Carrie obedeció.
–¿Quiere algo más?
Aunque sintió la tentación de pedirle que le llevase la cuchara a la boca, solo para ver que la sonrisa desaparecía de sus labios, se contuvo.
–Eso es todo por el momento. Si necesito algo más, te lo diré.
Mientras comía, Andreas la miraba de forma abiertamente admirativa, algo que jamás haría con una empleada normal.
Era más bien bajita y el discreto vestido que había elegido mostraba unas piernas de modelo y unos pechos que nunca hubiera imaginado tan generosos en una mujer tan delgada. El sol de la mañana se reflejaba en su cara, destacando el tono rosado de su piel.
Carrie no necesitaba maquillaje porque era preciosa sin él.
Era una suerte que no fuese una empleada normal, pensó, sintiendo una presión en la entrepierna. Las relaciones jefe-empleada siempre terminaban en desastre y él había evitado cualquier cosa que pudiese dañar su negocio y su reputación. En el clima de hoy en día, donde volaban las acusaciones por acoso sexual, era demasiado consciente de su posición como para arriesgarse.
Pero allí, y en tan extrañas circunstancias, podía dejar de lado su ética personal. Carrie no era una empleada sino una serpiente. Una serpiente hermosa, atractiva e increíblemente sexy que quería destruirlo.
–¿No vas a sentarte? –le preguntó, sin dejar de comer. Ella frunció el ceño ligeramente, pero no dejó de sonreír–. ¿No piensas comer? No me gusta comer solo, matia mou. Mientras estemos aquí prefiero que comas conmigo, así que, por favor, siéntate, sírvete un café y come algo. Además, si comemos juntos te será más fácil atenderme.
–Cualquier cosa que haga su vida más fácil –dijo ella sin perder la sonrisa, aunque apretando los dientes disimuladamente–. Estoy aquí para servirle.
–Así es –asintió Andreas–. Y estás preciosa haciéndolo. ¿Te gustan los vestidos que han elegido para ti?
–Sí, gracias. Aunque… en fin, pensé que sería una ropa algo más práctica.
Pobre Carrie. Qué desconcertante debía haber sido para ella abrir el armario y descubrir que no había ningún uniforme bajo el que pudiera esconderse, ningún disfraz que la ayudase a colarse discretamente en las sombras de su vida.
–¿Ropa práctica en un paisaje tan precioso como este?
–Es muy generoso por su parte y me asombra que todo esto haya llegado aquí antes que nosotros.
–Es un servicio de internet que usa mi sobrina. Vino aquí a pasar las vacaciones de Navidad, pero le perdieron las maletas. Doce horas después, esa empresa le envió un nuevo vestuario de diseño –Andreas hizo un gesto compungido–. Francamente, me pregunté si Natalia habría perdido las maletas a propósito para renovar su armario.
Carrie intentó disimular una mueca cuando mencionó el nombre de su sobrina. Si Andreas no hubiera estado observándola tan detenidamente no se habría dado cuenta y le alegraba saber que estaba retorciéndose por dentro.
–En fin, ya que estamos hablando de ropa, tendrás que cambiarte cuando terminemos de desayunar.
–¿Por qué?
–En esta época del año la corriente aquí es demasiado fuerte para nadar, pero hay una playa perfecta en la isla Tortue. Iremos en mi lancha, nadaremos un rato y así nos conoceremos mejor. ¿Suena bien?
Carrie tragó saliva mientras intentaba sonreír.
–Nada me gustaría más.