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Embarazo por contrato Maya Blake Aceptó su proposición sin imaginar el peligro que corría su corazón… Al cumplir los veinticinco, la tímida Suki Langston, que llevaba años enamorada de Ramón Acosta, vivió con él una ardiente noche de pasión. No esperaba quedarse embarazada, y mucho menos que ese embarazo fuera a tener un triste desenlace que acabaría con sus esperanzas de un futuro junto a Ramón. Un seductor seducido Kate Hewitt Seducida por su salvador… Desesperada por escapar de un hombre que pretendía propasarse con ella, a Laurel Forrester no le quedó más remedio que pedir auxilio a su hermanastro, Cristiano Ferrero, que la tenía por una cazafortunas y una manipuladora, como su madre. Atrapada en el lujoso ático de Cristiano, con quien tenía una química explosiva, Laurel pronto se dio cuenta de lo vulnerable que era a su fuerte magnetismo. El amante italiano Tara Pammi Su legado estaba en riesgo, pero, si se compraba una novia, podría salvarlo. Raphael Mastrantino, presidente de Vito Automóviles, tenía todo el poder en su mano. Hasta que apareció una heredera con la que no contaba, Pia Vito. Secuestrada por un millonario Louise Fuller Este bebé es mío también, Nola, y no voy a permitir que te marches.Cuando Nola Mason se dejó llevar por una explosiva noche de pasión con su jefe, el arrogante Ramsay Walker, creyó que no volvería a verlo y, mucho menos, que su tórrida aventura tendría una consecuencia nueve meses más tarde. Como conocía el dolor que podía producir una infancia traumática, Nola decidió criar a su hijo en solitario.
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Seitenzahl: 783
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca 2, n.º 140 - mayo 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-350-0
Portada
Créditos
Embarazo por contrato
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Un seductor seducido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
El amante italiano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Secuestrada por un millonario
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
No te gires, pero acaba de entrar el protagonista de tus sueños más tórridos y mis pesadillas.
Como era de esperar, Suki Langston no pudo evitar girar la cabeza hacia la entrada del pub a pesar de aquella advertencia. Desde el reservado de la esquina en el que Luis Acosta, su mejor amigo, y ella estaban sentados, observó como el recién llegado, Ramón, el hermano de él, paseaba su mirada incisiva por el local. Cuando finalmente dio con ellos, entornó los ojos, y Suki sintió que una ola de calor la invadía.
–Mira que te he dicho que no te giraras; no sé ni por qué me molesto en avisarte –comentó Luis.
Suki se volvió irritada hacia él.
–Pues sí, ¿por qué has tenido que hacerlo?
Luis, que estaba sentado frente a ella, la tomó de ambas manos y, con un brillo divertido en los ojos, la picó diciéndole:
–Solo quería ahorrarme el triste espectáculo de verte dar un respingo y estremecerte como un ratoncillo acorralado cuando apareciera detrás de ti. La última vez que coincidisteis casi te da un soponcio.
A Suki se le subieron los colores a la cara.
–No sé ni por qué te aguanto. Eres lo peor.
Luis se rio y aunque ella intentó apartar sus manos, él no se lo permitió.
–Me aguantas porque por algún capricho del destino nacimos el mismo día, porque te evité una reprimenda del profesor Winston el primer día de clase, en la facultad. Y eso sin olvidarnos del sinfín de veces que te he salvado el trasero desde entonces –apuntó él–. Y por eso creo que deberías darme las gracias aceptando ese puesto que te he ofrecido en la empresa de mi familia.
–¿Y tenerte todo el día encima de mí? No, gracias. Estoy encantada trabajando para Interiores Chapman porque me gusta decorar hogares, no hoteles de cinco estrellas.
Él se encogió de hombros.
–Lo que tú digas. Un día entrarás en razón.
–¿Ya estás viendo cosas otra vez en tu bola de cristal?
–No necesito una bola de cristal para eso. Ni para saber que te llevarías mejor con Ramón si te enfrentaras de una vez al hecho de que estás loca por él.
Suki intentó pensar una respuesta ingeniosa para ponerlo en su sitio, pero sabía que era una batalla perdida. Al dudoso don que tenía de que siempre se le ocurría la contestación perfecta pasadas horas o días, se le añadía su espantosa timidez, que escogía momentos como aquel para aflorar y le impedía pensar con claridad.
Y la razón por la que no podía pensar con claridad era el hombre que acababa de entrar en el pub. Podía sentirlo acercándose, podía… ¡Por amor de Dios, pero si ese día cumplía veinticinco años! Ya no era una adolescente ingenua; tenía que comportarse como una adulta. Tenía que levantar la cabeza y mirar a Ramón a la cara.
Alzó la barbilla y elevó la vista hacia aquel gigante de metro noventa y cinco, todo elegancia y poder contenido que acababa de llegar al reservado. Tenía que dejar de mirar embobada esa mandíbula cuadrada, y los rasgos perfectos, como esculpidos, de su cara. Tenía que mirarlo a los ojos…
–Feliz cumpleaños, hermano –le dijo Ramón a Luis en español.
Suki sintió que un cosquilleo le recorría la espalda al oír esa voz aterciopelada. Dios… Era tan guapo… Volvió a bajar la cabeza y tragó saliva.
–Gracias –le contestó Luis. Y luego, en inglés, añadió con una sonrisa irónica–: Aunque ya estaba empezando a pensar que no vendrías.
Ramón se metió las manos en los bolsillos.
–Apenas son las once –respondió en un tono tirante.
Suki levantó la vista tímidamente y pilló a Ramón mirando con los ojos entornados la mano de su hermano sobre la suya. Luego miró a este, que hizo una mueca y apartó la mano antes de encogerse de hombros.
–En fin, siéntate –le dijo Luis–. Iré por la botella de champán que he pedido que pusieran a enfriar.
Se levantó de su asiento, se dieron un abrazo y Ramón le dijo algo que Suki no oyó bien. Viéndoles así, el uno junto al otro, el parecido entre ambos era innegable. Solo se diferenciaban en el color de los ojos, Luis los tenía marrones y Ramón verdes; en la estatura, Ramón era más alto que Luis; y en el pelo, que Luis tenía castaño oscuro, mientras que el de Ramón era negro azabache. Sin embargo, mientras que Luis, con su cara y su estatura hacía que las mujeres se volvieran para mirarlo, Ramón cautivaba por completo a quien cometía el error de posar sus ojos en él.
Por eso, al poco de que Luis se alejara, y a pesar de que no hacía más que repetirse que debería mirarlo a la cara, Suki se encontró con que no podía levantar la vista. En un intento por disimular el temblor de sus dedos, apretó las manos contra su vaso de vino blanco con gaseosa, y se le cortó el aliento al ver que Ramón se sentaba a su lado en vez de ocupar el sitio de Luis, como había creído que haría.
Los segundos pasaron lenta y dolorosamente mientras los ojos de Ramón, fijos en ella, escrutaban su perfil.
–Feliz cumpleaños, Suki –le dijo en español.
Su voz tenía un matiz misterioso, oscuro, peligroso… O quizá fuera solo cosa de su febril imaginación. Se estremeció por dentro, y se remetió un mechón tras la oreja antes de volver a apretar con fuerza el vaso.
–Gracias –murmuró, aún con la cabeza gacha.
–Lo normal es mirar a una persona a los ojos cuando te habla –la increpó Ramón–. ¿O es que tu bebida es más interesante que yo?
–Lo es. Me refiero… me refiero a que es lo normal, no a que mi bebida sea…
–Suki, mírame –la interrumpió él en un tono imperioso.
No habría podido negarse aunque hubiera querido. Cuando giró la cabeza, se encontró con sus intensos ojos verdes fijos en ella.
Apenas conocía a Ramón, solo de verlo unas cuantas veces. La primera había sido hacía tres años, cuando Luis se lo había presentado en la ceremonia de graduación en la universidad, y a cada vez que había vuelto a coincidir con él, más difícil se le hacía articular palabra. Era absurdo. Además, no era ya solo que Ramón estuviera completamente fuera de su alcance, sino que también estaba comprometido. La afortunada era Svetlana Roskova, una modelo rusa guapísima.
Sin embargo, una vez levantó la vista, ya no pudo despegar sus ojos de él, ni pensar en otra cosa que no fuera lo increíblemente irresistible que era: su piel aceitunada, su recio cuello, cuya base dejaban entrever dos botones desabrochados de su camisa azul marino, sus largos dedos…
–Mejor así –murmuró con satisfacción–. Me alegra no tener que pasar el resto de la noche hablándole a tu perfil, aunque no sea verdad eso de que si alguien te mira a los ojos mientras habla puedas saber si está siendo sincero.
Suki detectó en su voz un matiz evidente de resentimiento, envuelto en una ira apenas disimulada.
–¿Te… te ha pasado algo? –aventuró–. Pareces algo molesto.
Él se rio burlón.
–¿Tú crees? –le espetó.
Su tono tornó la perplejidad de Suki en irritación.
–¿Te divierte que me preocupe por ti?
Los ojos verdes de Ramón escrutaron su rostro, deteniéndose en sus labios.
–¿Estáis juntos mi hermano y tú? –le preguntó de sopetón, sin responder a su pregunta.
–¿Juntos? –repitió ella como un papagayo–. No sé a qué te…
–¿Quieres que sea más explícito? ¿Te estás acostando con mi hermano? –exigió saber.
Suki resopló espantada.
–¿Perdona?
–No hace falta que te finjas ofendida por mi pregunta. Con un sí o un no bastará.
–Mira, no sé lo que te pasa, pero es evidente que esta mañana al despertarte te has levantado de la cama con el pie izquierdo, así que…
Ramón masculló un improperio en español.
–Haz el favor de no hablarme de camas.
Suki frunció el ceño.
–¿Lo ves?, me estás dando la razón. Lo que me lleva a preguntarte por qué has venido al cumpleaños de tu hermano si de tan mal humor estás.
Ramón apretó los labios.
–Porque soy leal –le espetó–. Porque cuando doy mi palabra, la cumplo.
La gélida furia con que pronunció esas palabras la dejó sin aliento.
–No estaba cuestionando tu lealtad ni…
–Aún no has respondido a mi pregunta.
Suki, que no acababa de entender el giro que había dado la conversación, sacudió la cabeza.
–Probablemente porque no es asunto tuyo.
–¿Eso crees, que no es asunto mío? –le espetó él mirándola ceñudo–. ¿Cuando Luis te trata como si fueras suya, y tú me devoras con los ojos?
Suki lo miró entre espantada e indignada.
–¡Yo no…!
Ramón soltó una risotada cruel.
–Cuando llegué, hacías como que no te atrevías a mirarme, pero desde que te giraste no me has quitado los ojos de encima. Pues te haré una advertencia: por más que quiera a mi hermano, lo de compartir a una mujer con otro no me va, así que vete olvidando de que vayamos a hacer ningún ménage à trois.
–Eres… ¡Dios, eres despreciable! –exclamó ella.
No sabía qué la horrorizaba más: si que se hubiera dado cuenta de lo atraída que se sentía por él, o que no tuviese el menor reparo en soltárselo a la cara.
–¿No será más bien que te has llevado un chasco porque te he aguado esa fantasía que te estabas montando en la cabeza?
–Te aseguro que no sé de qué me hablas. Y lo siento si alguien te ha extraviado un puñado de millones, o le ha pegado un puntapié a tu perro, o lo que sea que te ha puesto de tan mal humor, pero estás a un paso de que te tire mi bebida a la cara, así que te sugiero que cierres la boca ahora mismo. Además, ¿cómo te atreves a hablarme de tríos? ¿No estás comprometido?
En ese momento apareció Luis con la botella de champán y tres copas.
–¡Madre de Dios!, ¿cuánto rato hace que me fui? –les preguntó–. Porque yo juraría que no hace ni cinco minutos, y vuelvo y os encuentro a punto de liaros a puñetazos. Me sorprendes, ratoncito; no lo esperaba de ti –picó a Suki.
Ella sacudió la cabeza.
–Te aseguro que yo no…
–Estaba dejándole claras unas cuantas cosas a tu novia –intervino Ramón.
Luis enarcó las cejas y se echó a reír.
–¿Mi novia? ¿De dónde has sacado esa idea?
Ramón relajó levemente la mandíbula antes de encogerse de hombros.
–¿Quieres decir que no lo es?
Suki apretó los dientes.
–¿Podríais dejar de hablar de mí como si no estuviera delante?
Ramón la ignoró y se quedó mirando a su hermano, como esperando una respuesta. Luis dejó las copas y la botella en la mesa para sentarse frente a ellos.
–Es como una hermana para mí y me preocupo por ella –le contestó Luis–. Es mi amiga, y como amigo suyo me considero con el derecho de darle una patada en el trasero a quien intente siquiera a hacerle daño. Es…
–De acuerdo, de acuerdo, lo he entendido –lo cortó Ramón.
–Bien. Me alegra que lo hayamos aclarado –contestó Luis.
Suki giró la cabeza hacia Ramón.
–¿Te ha quedado claro? –le preguntó entre dientes.
Ramón esbozó una media sonrisa, como si ahora que su hermano se lo había explicado lo encontrara divertido.
–Parece que malinterpreté la situación –dijo.
–¿Se supone que eso es una disculpa? –inquirió ella con aspereza.
Los ojos de él se oscurecieron.
–Si quieres que me disculpe, tendrás que darme algo de tiempo para encontrar las palabras adecuadas.
A Suki le costaba creer que alguien tan seguro de sí mismo pudiera quedarse sin palabras. Había convertido el negocio de sus padres, que habían empezado con algunos hoteles en Cuba, en la prestigiosa cadena internacional Acosta Hoteles, a la vez que se entregaba a su pasión: el arte. De hecho, según le había contado Luis, de la noche a la mañana sus cuadros y esculturas estaban muy solicitados.
–Pareces de peor humor que de costumbre, hermano –observó Luis mientras retiraba el aluminio que recubría el corcho de la botella–. Casi puedo ver el humo saliéndote por las orejas.
Ramón apretó los labios.
–¿Es así como quieres pasar el resto de tu cumpleaños?, ¿haciendo chistes a mi costa?
–Solo intentaba distender un poco el ambiente, precisamente porque es mi cumpleaños, pero si no quieres contarme qué te pasa, al menos contesta el maldito teléfono; debe llevar como cinco minutos vibrándote en el bolsillo.
Ramón le lanzó una mirada irritada, se sacó el móvil del bolsillo, y apenas lo miró antes de apagarlo.
Luis se quedó boquiabierto.
–¿De verdad has apagado el móvil? ¿Te encuentras mal? ¿O es que estás ignorando las llamadas de alguna persona en concreto?
–Luis… –dijo Ramón en tono de advertencia.
Su hermano, sin embargo, no hizo ningún caso.
–¡Dios!, ¿no me digas que hay problemas en el paraíso? ¿Los tacones de aguja han hecho tropezar a la gran Svetlana en la pasarela y ha caído en desgracia?
Las facciones de Ramón se endurecieron.
–Iba a esperar para decírtelo, pero ya que sacas el tema… desde esta mañana ya no estoy comprometido.
Un silencio atronador descendió sobre el reservado. Las palabras de Ramón rebotaban como una bala en la mente de Suki. Ya no estaba comprometido…
El brusco chasquido del corcho al salir disparado hizo a Suki dar un respingo. Luis le tendió una copa.
–Bébetela, ratoncito. Ahora tenemos dos… no, tres razones para celebrar –le dijo.
–Vaya, me alegra que nuestra ruptura te haga tan feliz –murmuró Ramón en un tono gélido.
Luis se puso serio.
–Desde el principio respeté vuestra relación, pero sabes que siempre he pensado que no era la mujer adecuada para ti. No sé si fuiste tú quien decidió romper o si fue ella, pero…
–Fui yo.
Luis sonrió.
–Pues entonces, celébralo con nosotros o aprovecha para ahogar tus penas.
Ramón levantó su copa, les deseó de nuevo feliz cumpleaños a los dos, y se la bebió de un trago. Suki solo tomó unos sorbitos de la suya, pero Luis se puso a servirse una copa tras otra, mientras la tensión entre Ramón y ella iba en aumento.
–Hora de empezar a lo grande mi segundo cuarto de siglo –anunció Luis de pronto, levantándose, con los ojos fijos en una despampanante pelirroja, que no hacía más que sonreírle desde otra mesa.
Suki, aliviada, empujó a un lado su copa.
–Pues yo creo que me voy a casa –murmuró.
–Quédate –le dijo Ramón. Y antes de que ella pudiera replicar se volvió hacia su hermano–. Tengo mi limusina fuera esperando. Dile al chófer a dónde quieres que os lleve.
Luis le plantó la mano en el hombro.
–Te agradezco el ofrecimiento, pero voy a ir con pies de plomo con esa florecilla; no quiero abrumarla con nuestros lujos de millonarios y que salga huyendo.
Ramón se encogió de hombros.
–Por mí como si quieres tomar el autobús. Mientras el lunes por la mañana llegues a la oficina a tu hora, sobrio y de una pieza…
–Lo haré, si tú me prometes que te asegurarás de que Suki llegue a casa sana y salva.
Ella sacudió la cabeza, agarró su bolso y se puso de pie.
–No hace falta, en serio. Llegaré bien.
Y ella sí que se iría en autobús; tenía que vigilar sus gastos. Al menos no le había sonado el móvil desde la última vez que había llamado al hospital, hacía cuatro horas, así que su madre debía estar pasando la noche tranquila. O eso esperaba.
–Siéntate, Suki –le dijo Ramón en un tono autoritario–. Tú y yo no hemos acabado de hablar.
Ella le lanzó una mirada desesperada a Luis, pero su amigo se limitó a inclinarse sobre la mesa para darle un abrazo y le susurró al oído:
–Es tu cumpleaños y la vida es demasiado corta. Date un respiro y vive un poco. Te hará feliz, y a mí muchísimo más.
Y antes de que pudiera responder, Luis se alejó en dirección a la mesa de la pelirroja, con esa sonrisa que hacía que las mujeres se derritieran.
–He dicho que te sientes –insistió Ramón.
Difícilmente podría salir del reservado con él bloqueando la salida. Con las palabras de Luis resonando en su mente, volvió a sentarse muy despacio.
–No sé para qué quieres que me quede –le dijo–; no tengo nada que decirte.
Ramón volvió a escrutar su rostro con esa intensa mirada que la ponía nerviosa.
–Creía que habíamos quedado en que te debía… algo.
–Una disculpa. ¿Tanto te cuesta decir la palabra?
Ramón se encogió de hombros y abrió la boca para responder, pero los ocupantes de una mesa cercana prorrumpieron en ruidosas risotadas, propiciadas sin duda por el alcohol.
Ramón puso cara de asco, se levantó y, haciéndose a un lado para que ella pudiera salir, le dijo:
–Ven, continuaremos esta conversación en otro sitio.
Suki obedeció, aunque no porque él se lo ordenase, sino porque cuando estuvieran fuera del local podría ponerle alguna excusa y escabullirse. Lo último que le apetecía era tener que seguir aguantando su malhumor.
Las experiencias que había tenido en el trato con el sexo opuesto, incluido su propio padre, la habían llevado a desconfiar de los hombres en general. Pero después de conocer a Luis había pensado que debía haber más excepciones a la regla como él y, desoyendo los consejos de su madre, había empezado a salir con su exnovio, Stephen, seis meses atrás. Por desgracia había resultado ser un canalla que salía con varias mujeres al mismo tiempo. Y la parte de ella que aún estaba dolida, estaba advirtiéndole de que debía evitar como a la peste a Ramón.
Por eso, al salir del pub al frío aire del mes de octubre, inspiró profundamente y echó a andar, pero antes de que hubiera dado tres pasos Ramón la agarró por el codo para hacer que se detuviese.
–¿Adónde crees que vas? –inquirió poniéndose delante de ella.
Aunque le temblaban las piernas por su proximidad y la ferocidad de su expresión, Suki lo miró a los ojos y respondió:
–Es tarde.
–Sé perfectamente qué hora es –murmuró él, y cuando dio un paso hacia ella se rozaron sus muslos.
A Suki le flaqueaban las rodillas.
–Tengo que… Debería irme.
Ramón dio un paso más, arrinconándola contra el muro del pub, y plantó las manos a ambos lados de ella, impidiéndole la huida.
–Sí, quizás deberías. Pero yo sé que no quieres irte.
Ella sacudió la cabeza.
–Sí que quiero.
Ramón se inclinó hacia ella y sintió su cálido aliento en el rostro.
–No puedes irte; aún tengo que disculparme contigo.
–¿O sea que admites que me debes una disculpa?
Ramón la miró con ojos hambrientos antes de bajar la vista a sus labios.
–Sí, pero no voy a ofrecerte mis disculpas aquí, en medio de la calle.
Aunque no lo creía posible en esa situación, Suki se encontró riéndose.
–Sabes cuántos años cumplo hoy; ya no me chupo el dedo.
Ramón apartó una mano de la pared para acariciarle la mejilla.
–Puedo decirte lo que quieres oír y dejar que te vayas… o puedes dejar que te lleve a casa, como le he prometido a Luis, y de camino disculparme como es debido. Imagino que querrás que mi hermano se quede tranquilo, ¿no?
–Ya soy mayorcita para volver sola; estoy segura de que Luis lo entenderá. Y lo único que quiero es una disculpa –insistió.
–Quieres más que eso. Quieres dejarte llevar, arrancar la fruta prohibida del árbol y darle un mordisco. ¿No es verdad, Suki?
«No». Abrió la boca para decirlo, pero la palabra se le quedó atascada en la garganta.
Ramón quitó la otra mano de la pared y retrocedió lentamente, como tentándola con lo que se iba a perder, y Suki no se dio cuenta de que lo había seguido al borde de la acera hasta que una limusina negra se acercó y se detuvo detrás de él. Ramón abrió la puerta trasera.
–Vas a subir al coche y a dejar que te lleve a casa, Suki. Lo que pase después, depende de ti. Solo de ti.
De acuerdo –murmuró Suki.
Nada más pronunciar esas palabras, su instinto le dijo que ya no había vuelta atrás.
Ramón la ayudó a subir al coche, se sentó a su lado, y cuando se cerró la puerta los envolvió un silencio cargado de tensión sexual.
–¿Dónde vives? –le preguntó.
Ella le dio la dirección, y Ramón se la repitió al chófer antes de subir la pantalla que los separaba de él para que pudieran tener intimidad.
–Debe haber dos docenas de pubs entre donde tú vives y donde vive Luis. ¿Por qué escogisteis para quedar un sitio en las afueras? –le preguntó mientras se ponían en marcha.
–Un amigo de la universidad acaba de heredar el local de sus padres. Luis le prometió que vendríamos para celebrar nuestros cumpleaños –respondió ella, aliviada por aquel inofensivo tema de conversación.
Por desgracia, sin embargo, aquel respiro no le duró demasiado.
–¿Y siempre haces lo que dice mi hermano? –le preguntó Ramón, en un tono muy distinto.
Los dedos de Suki apretaron el asa del bolso sobre su regazo.
–¿Estás intentando provocar otra discusión? Porque, si no recuerdo mal, aún me debes una disculpa.
Ramón le arrancó el bolso, lo arrojó a un lado, y hundió los dedos en su pelo. Al ver el brillo resuelto en sus ojos, Suki se notó de pronto la boca seca. Ramón se quedó mirándola una eternidad, y estaba tan cerca de ella que el aliento de ambos se mezclaba.
–Lo siento –murmuró–. Lamento lo poco acertado que he estado en mis conjeturas respecto a mi hermano y a ti. Y aunque no estoy de muy buen humor esta noche, no es excusa para el comportamiento que he tenido, así que espero que aceptes mis disculpas.
Sus palabras parecían sinceras, y silenciaron momentáneamente la voz de alarma que se había disparado en su cerebro.
–Es-está bien –balbució.
Los dedos de Ramón se movieron en círculos, masajeándole sensualmente el cuero cabelludo, y Suki sintió como afloraba un calorcillo en su vientre.
–¿Satisfecha? –le preguntó Ramón.
–Eso… eso depende.
Ramón enarcó una ceja.
–¿De qué?
–De si vas a empezar otra discusión o no.
–No, preciosa –murmuró él–, estoy a punto de empezar algo completamente distinto, y lo sabes.
–Yo no…
–Basta, Suki. Ya te he dicho que lo que pase a partir de este momento depende de ti, pero tengo la impresión de que tengo que darle a esto un empujoncito antes de que uno de los dos muera de impaciencia. La única palabra que quiero oír de esos apetitosos labios tuyos ahora mismo es un «sí» o un «no». Te deseo… Dejando a un lado mi poco ejemplar comportamiento de esta noche, ¿me deseas tú también a mí? ¿Sí o no?
A Suki se le subió el corazón a la garganta. Llevaba tres largos años encaprichada con aquel hombre, pero hasta entonces jamás había albergado la más mínima esperanza de que un día lo tendría frente a sí diciéndole esas cosas.
Sacudió la cabeza. Aquello no era una buena idea… Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
Los dedos de Ramón se tensaron y un ruido ahogado escapó de su garganta. A punto de pronunciar la palabra que la liberaría de aquella locura, Suki bajó la vista. No podía decirlo mirándolo a la cara. Sus labios estaban tan cerca, y ella se moría por un beso… Solo un beso…
¿Por qué no? Así se daría cuenta de que no era un dios, de que únicamente lo había elevado a esa categoría porque se sentía sola y por sus absurdas fantasías de cuento de hadas.
–Suki…
Su nombre en labios de Ramón era como una cadena que tirara irremediablemente de ella.
Se notaba los senos pesados y una sensación cálida y húmeda entre las piernas, donde parecía haberse alojado un ansia irrefrenable.
–Sí…
La palabra se había resbalado de sus labios; había sucumbido a la tentación.
A Ramón no le hizo falta que se lo dijera dos veces. Con una brusca exhalación la atrajo hacia sí y su boca, apremiante, se abalanzó sobre la de ella.
Le acarició los labios con la lengua, atrevidamente, una y otra vez, antes de urgirla, sin mediar palabra, a que abriera la boca. Suki claudicó, temblorosa, sin poderse creer aún que estuviese besando a Ramón Acosta.
Un cosquilleo eléctrico la recorrió de la cabeza a los pies, arrancando gemidos de su garganta, que eran sofocados por los labios de Ramón, fusionados con los suyos. La habían besado antes, las suficientes veces como para saber que no había un beso igual a otro, y que había quien besaba mejor y peor, pero nunca la habían hecho gemir, y aquel beso no podía compararse a ningún otro.
Cada caricia de la lengua de Ramón, cada caricia de sus labios le provocaba un estallido de placer y la hacía apretarse contra él, suplicando más.
Cuando la necesidad de respirar los obligó a separarse, Ramón apenas le concedió unos segundos de descanso, acariciándole fascinado los labios con la yema del pulgar y murmurar, antes de tomar su boca de nuevo y hacer el beso más profundo:
–Dios mío, eres preciosa…
Sus palabras la liberaron de unas ataduras de las que hasta ese instante ni siquiera había sido consciente, y relajó las manos, con las que había estado aferrándose al asiento, y se atrevió a levantar una y ponerla en el muslo de Ramón.
Este se tensó, y notó como se endurecían los músculos de su pierna. Despegó sus labios de los de ella y la atravesó con una mirada salvaje. Aturdida, Suki hizo ademán de apartar la mano, pero él la retuvo.
–Quieres tocarme, ¿no? Pues tócame.
–Ramón…
Él aspiró bruscamente.
–Creo que es la primera vez que te oigo decir mi nombre.
–¿Cómo? –balbució ella.
Era imposible; lo había dicho tantas veces… en sus fantasías.
La otra mano de Ramón, que seguía en su pelo, le empujó la cabeza hacia él.
–Dilo otra vez –murmuró contra sus labios.
–Ramón… –susurró ella agitada.
Él se estremeció de arriba abajo, y sus labios volvieron a sellar de nuevo los de ella. La mano que cubría la suya subió por su brazo, deteniéndose a cada pocos centímetros para acariciar su piel desnuda. A medio camino, sin embargo, descendió a su cadera y subió por el costado hasta la parte inferior del pecho. Permaneció allí, tentadoramente cerca de sus senos, que ansiaban ser acariciados, y de sus pezones, que se habían endurecido, demandando su atención.
La respiración de Suki se había tornado entrecortada de deseo. Frotó la palma de la mano contra el muslo de Ramón y al subir un poco se topó con el enorme bulto bajo la cremallera, y se quedó paralizada al oírlo gemir atormentado.
–No… No pares… Tócame –le ordenó él contra sus labios.
Suki cerró la mano sobre su miembro, y Ramón soltó una ristra de palabras en español. Cuando la mano de él, hambrienta, atrapó uno de sus senos y comenzó a masajearlo, Suki gimió extasiada.
No estaba segura de en qué momento la empujó contra el asiento de cuero, ni cuándo tiró de sus caderas hasta el borde del asiento, ni en qué instante le bajó la cremallera del vestido y le subió la falda. Pero entre beso y beso lo encontró de rodillas entre sus muslos, con las manos ascendiendo por sus piernas. Llevaba unas medias de seda, y cuando los dedos de Ramón se toparon con la franja de encaje que las remataba soltó otra acalorada retahíla de palabras en español. Luego siguió el borde con las yemas de los dedos y acarició la piel desnuda por encima de las medias, haciéndola estremecer. Tras un último beso, Ramón levantó la cabeza.
–Necesito verte, Suki –le dijo con voz ronca–. Tocarte como tú me has tocado…
Los dedos de Ramón siguieron el reborde de sus braguitas de encaje y satén.
Se suponía que solo iba ser un beso… Claro que quizá debería hacer caso a Luis y vivir un poco, solo por esa noche… Pero es que las probabilidades de que volviera a ver a Ramón después de aquella noche eran casi…
–Debo estar perdiendo facultades si tu mente escoge justo este momento para ponerse a divagar –observó Ramón–. ¿En qué estás pensando? –exigió saber, acercando peligrosamente el pulgar a su sexo.
Suki se estremeció.
–En… en nada.
Ramón deslizó el pulgar de la otra mano por el lado contrario.
–No me mientas, Suki. Ya he tenido bastantes mentiras por hoy. ¿Estabas pensando en otro hombre? –la increpó–. ¿Mientras estás aquí, con las piernas abiertas ante mí, estabas pensando en otra persona? ¿En tu novio, tal vez?
Ella lo miró indignada y trató de incorporarse, pero él se lo impidió.
–¿Crees que estaría haciendo esto contigo si tuviera novio? –le espetó ella.
–Contesta a mi pregunta –la desafió él, en un tono cada vez más gélido.
Suki sacudió la cabeza.
–No, no tengo novio. Estaba pensando en ti.
La tensión que se había apoderado de él se disipó un poco. Sus ojos brillaron.
–¿Y qué pensabas exactamente? –insistió, deslizando los dedos por debajo de la fina tela para acariciar su carne húmeda.
Suki gimió y exhaló temblorosa.
–En que después de esta noche no volveré a verte.
Ramón se quedó quieto y escrutó su rostro con el ceño fruncido.
–¿Y eso es lo que quieres? ¿Que lo pasemos bien esta noche y que cuando amanezca nos olvidemos el uno del otro? –le preguntó.
Había una nota de censura en su voz, pero también parecía excitado, como si no fuese totalmente contrario a aquella idea. Se inclinó hacia ella.
–Contesta, Suki. ¿Es eso lo que quieres? –repitió, escudriñando en sus ojos con esa mirada penetrante.
–¿No es también lo que tú quieres? –le espetó ella. Y luego forzó una risa irónica y añadió–: Vamos, ¿no irás a decirme que imaginas que entre nosotros podría haber algo más… que esto?
Ramón permaneció callado unos segundos, aunque a ella le pareció una eternidad. Luego bajó la vista a sus hombros, a su escote, que dejaba entrever más ahora que tenía el vestido suelto, a sus manos inquietas, apoyadas en el asiento, a ambos lados de ella, y finalmente a sus piernas abiertas y a las braguitas negras que cubrían su sexo.
Volvió a acariciarla con los pulgares, haciéndola estremecer de nuevo.
–Sí, tienes razón; de esto no puede salir nada más.
La punzada que Suki sintió en el pecho al oír sus palabras se desvaneció cuando Ramón le arrancó las braguitas. Fue algo tan salvaje, tan erótico, que sintió que sus pliegues se humedecían aún más.
Y entonces Ramón inclinó la cabeza, estaba muy claro para qué. Suki, que estaba mirándolo con unos ojos como platos porque no se creía lo que estaba a punto de hacer, le puso las manos en los hombros para apartarlo.
–Ramón, yo no… –comenzó a protestar. Pero perdió por completo el hilo de lo que iba a decir cuando los labios de él se cerraron sobre su sexo, provocándole una descarga de placer–. ¡Oh! –gimió, enredando los dedos en el corto cabello de su nuca.
Ramón levantó la cabeza y sopló delicadamente sobre sus pliegues.
–¿Quieres que pare?
–No –balbució ella de inmediato.
Al oír la suave risa de Ramón se le pusieron las mejillas ardiendo, pero la vergüenza se le pasó por completo cuando a darle placer con lametones descarados, posesivos, y se encontró jadeando palabras incomprensibles mientras le hincaba los dedos en el cuero cabelludo, instándole a que no parara, suplicando más.
Ramón se prodigó con generosidad, haciéndole descubrir nuevas cotas de placer con la lengua y los labios. Cuando finalmente se concentró en su hinchado clítoris, Suki arqueó la espalda y un grito ahogado de placer escapó de su garganta antes de que todo su cuerpo se viera sacudido por una ola tras otra de auténtico éxtasis.
Cuando bajó de nuevo a la Tierra la envolvía el olor a cuero y a sexo, y Ramón estaba medio desnudo. Se había quitado la chaqueta, tenía la camisa abierta y los pantalones desabrochados.
Su brillante pelo negro estaba todo despeinado, lo cual le daba un aire muy sexy, como si alguien, ella, seguramente, aunque no lo recordara, se lo hubiera revuelto con las manos.
Su corazón, al que apenas le había dado tiempo a calmarse, empezó a palpitar de nuevo más deprisa cuando vio que se estaba poniendo un preservativo. Luego le bajó el cuerpo del vestido, dejando libres sus brazos, le quitó el sujetador, y al ver sus generosos pechos farfulló algo en su idioma, extasiado.
Como si quisiera comprobar que era real, deslizó la mano desde el cuello hasta el estómago. Luego asió sus pechos por debajo con ambas manos, y frotó sin piedad las yemas de los pulgares contra sus pezones endurecidos antes de tomar uno en su boca. Y Suki, que iba camino de otro orgasmo, gimió al sentir sus dientes rozándole el pezón.
Ramón le pasó un brazo por la cintura y la arrastró hacia abajo hasta que sus nalgas quedaron fuera del asiento. Estaba ya a un paso del clímax cuando Ramón levantó la cabeza.
Sus ojos verdes sostuvieron los de ella mientras hacía que le pusiera las piernas sobre los hombros. Luego, con un gruñido, la agarró por la cintura y la penetró hasta el fondo de una embestida.
El grito de placer de Suki fue ahogado por un beso, y Ramón la sujetó mientras empujaba las caderas de nuevo.
–Dios… estás tan húmeda… –murmuró con una voz ronca que apenas se le entendía.
Dominaba su cuerpo como un músico virtuoso domina su instrumento, llevándola hasta las notas más altas y haciendo que las sostuviera, una y otra vez.
–Ramón… Ramón…
Suki no sabía cuántas veces gimió su nombre, pero sí que de repente se encontró a horcajadas de él, que seguía de rodillas en el suelo. Los dos se movían, jadeantes y sudorosos, cuando de pronto Suki sintió como se desencadenaba en su interior un estallido de placer, y se quedó quieta, aferrándose a esa intensa sensación que parecía estar arrastrándola las profundidades de un vórtice sin fondo.
Ramón le mordió el lóbulo de la oreja antes de alcanzar el clímax él también, y masculló entre dientes una ristra incomprensible de palabras.
Aún no habían recobrado el aliento cuando el coche tomó una curva y al poco se detuvo. Ramón la subió de nuevo al asiento y la ayudó a ponerse bien el vestido.
Incapaz de mirarlo a los ojos, ni de sofocar la sensación de incomodidad que la invadía, Suki recogió del suelo del coche sus braguitas desgarradas y el sujetador y los metió en el bolso.
Ramón, que ya había terminado de volver a vestirse, se sentó de nuevo a su lado.
–Esto… gracias por traerme –murmuró ella cuando al cabo de un rato él seguía sin decir nada.
Ramón, en vez de contestar, se quedó mirándola con los ojos entornados, así que apretó el bolso en su mano y se movió en el asiento hacia la puerta.
–Buenas noches, Ramón –le dijo–. Que llegues bien a… bueno, a donde sea.
Alargó el brazo hacia la manivela para abrir la puerta, pero él la detuvo agarrándola por la muñeca y la hizo volverse hacia sí.
–No hemos terminado; ni de lejos –le dijo.
Se bajó del coche con la gracia de un felino y le tendió su mano. Suki vaciló. De pronto, lo que le esperaba fuera la intimidaba más que la increíble sesión de sexo que acababan de compartir en el coche.
–Sal, Suki –le dijo Ramón.
Ella se bajó, diciéndose que no lo estaba haciendo porque se lo hubiera ordenado, sino porque no podía quedarse para siempre en la limusina.
En cuanto salió, Ramón cerró la puerta y dio un par de golpes con los nudillos en el capó del vehículo. Mientras este se alejaba, Ramón la atrajo hacia sí y le dio un beso largo y ardiente que bastó para reavivar en ella la llama del deseo.
Ramón alzó la vista hacia su casa y le dijo:
–Invítame a pasar.
Y así lo hizo Suki, pero antes incluso de que hubiera cruzado el umbral de su hogar, supo que aquella no sería la experiencia inolvidable que había pensado que sería.
Diez meses después
Cuando Suki volvió a leer el e-mail, el temblor de sus manos no era nada comparado con el dolor que laceraba su corazón. A la mitad del primer párrafo se le empañaron los ojos, y al parpadear un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.
Se celebrará un servicio religioso privado en memoria de Luis Acosta y sus padres, Clarita y Pablo Acosta. Se trata de un evento estrictamente familiar al que solo pueden asistir quienes hayan sido expresamente invitados.
Los abogados de la familia Acosta requieren además su presencia para la lectura del testamento de Luis y, seguidamente, una reunión privada con su hermano Ramón. Su asistencia es absolutamente necesaria.
Nuevas lágrimas se le agolparon en la garganta. Apartó la vista de aquellas palabras que no quería aceptar y pinchó en el archivo adjunto. Para su sorpresa, la llevó a la página web de una compañía aérea. Tragó saliva. Era la confirmación de una reserva a su nombre. La reserva de un billete de avión de ida y vuelta a Cuba en primera clase.
El e-mail se lo enviaba un bufete de abogados de La Habana, los mismos abogados con los que, desesperadamente, había intentado ponerse en contacto desde que se había enterado de la horrible noticia de la muerte de Luis y sus padres en un accidente de coche. Los mismos abogados que durante dos meses se habían negado a devolverle las llamadas y a responder sus cartas.
A pesar del giro imprevisto de los acontecimientos tras su noche juntos, había intentado llamar a Ramón al morir Luis. Al principio, imaginando lo que debía estar sufriendo por la muerte de sus padres y su hermano, había respetado que no contestara ni devolviera sus llamadas.
Pero luego se había enterado por las redes sociales de que varios de sus compañeros de universidad habían sido invitados al funeral, mientras que ella se había visto obligada a llorar la muerte de su mejor amigo a solas.
Quería odiar a Ramón por haberle negado el último adiós al único amigo de verdad que había tenido, pero estaba tan destrozada con todo por lo que había pasado en esos diez meses, que era incapaz de albergar un solo sentimiento negativo más.
Durante semanas había llorado, rezado, y luego maldecido al destino, a la ciencia… Tras aceptar finalmente la dura realidad había perdido las ganas de seguir luchando, había llorado durante varios días más, y creía haber tocado fondo. Pero entonces la vida también le había arrebatado a Luis, y su muerte la había dejado desolada. Y aun así había tenido que mantenerse fuerte por su madre, aunque en ciertos momentos aún le entrase la llorera, como la semana anterior, durante una entrevista con la responsable del Departamento de Recursos Humanos de su empresa.
Tras el aborto le habían dado una baja de tres meses. Todavía le quedaba un mes, pero como sus finanzas empezaban a tambalearse por el costoso tratamiento de su madre, había solicitado que le permitieran reincorporarse antes, y la responsable del Departamento de Recursos Humanos había accedido a recibirla para hablarlo. El problema fue que en medio de la conversación se le habían saltado las lágrimas, y ya no había podido parar.
No la había extrañado que la gerente hubiese sentido lástima de ella y le pidiese un taxi que la llevara a casa, pero nunca se habría esperado la carta que recibió unos días después, informándole de que le habían ampliado la baja un mes más con la mitad de sueldo porque no la consideraban apta para tratar con los clientes en su estado actual.
Suki estaba demasiado agotada como para protestar por esa valoración, y en el fondo sabía que, aunque la enorgullecía ser diseñadora de interiores para una de las empresas más prestigiosas de Londres, necesitaba que cicatrizaran sus heridas antes de retomar su rutina.
Cerró el portátil, se levantó de su pequeño escritorio y fue a la cocina a tirar por el fregadero el té que apenas había probado. Lavó la taza de forma mecánica y la puso en el escurreplatos.
Fuera trinaban los pájaros y zumbaban los insectos mientras Vauxhall, el distrito del sur de la ciudad donde vivía, disfrutaba de aquel soleado festivo nacional del mes de agosto.
Suki le dio la espalda a la ventana y se llevó la mano al vientre, como tantas otras veces, recordando con dolor el embarazo que no había podido llevar a buen término. Resistió el impulso de subir a su dormitorio, acurrucarse bajo la colcha y olvidarse de todo, y pensó en el e-mail y el billete de avión.
Aunque había estado dispuesta, dos meses atrás, a gastar parte de sus pocos ahorros en ir a Cuba a darle el último adiós a Luis, había tenido que desistir de esa idea cuando habían vuelto a ingresar a su madre porque el cáncer se le había reproducido. Había tenido que usar casi todo su dinero para poder pagar los gastos médicos, y pronto ese viaje a Cuba se había convertido en un sueño lejano.
No iba a rechazar aquel billete de avión, aunque la hiriese un poco en su orgullo. Estaba más que dispuesta a dejar su ego a un lado a cambio de poder despedirse de su amigo, y en cuanto volviese al trabajo le devolvería a Ramón cada penique.
Esa decisión disolvió algo su apatía y la hizo volverse de nuevo hacia la ventana para permitir que el sol acariciase su rostro. Sin embargo, no podía dormirse en los laureles; tenía que prepararse para ir al hospital, así que fue a vestirse y poco después salía de casa.
Cuando llegó al ala en la que estaba ingresada su madre, se repuso como pudo del lacerante dolor que la asaltó, intentó ignorar el olor a desinfectante y se obligó a esbozar una sonrisa antes de entrar en la habitación.
Moira Langston estaba adormilada, pero al sentir la presencia de su hija abrió los ojos.
–Te dije que no vinieras a visitarme –la reprendió con un suspiro–. Sé lo duro que es para ti venir aquí.
Suki se acercó y puso su mano sobre la de su madre.
–No pasa nada, mamá; estoy bien.
Moira frunció los labios.
–No me mientas. Sabes que no soporto las mentiras.
Antes de que ella naciera, su madre había visto traicionada su confianza por mil mentiras que le habían destrozado el corazón. Era el motivo por el que no había dejado que ningún otro hombre se acercara a ella desde entonces, para que no pudieran volver a hacerle daño. El mismo motivo por el que siempre la había machacado con que debía proteger su corazón a toda costa.
Por eso se había enfadado tanto cuando le había contado lo de su embarazo, aunque se le había acabado pasando, y se había olvidado de sus problemas de salud para darle su apoyo y reconfortarla cuando había tomado la dura decisión de poner fin al embarazo.
Suki tragó saliva y apretó la mano de su madre.
–¿Cómo no iba a visitarte, mamá?
Su madre suspiró y su expresión se suavizó.
–Lo sé, pero me siento mejor, así que seguramente me dejen irme pronto a casa.
Aunque la notable pérdida de peso de su madre le decía lo contrario, Suki no replicó y charlaron de cosas intrascendentes durante un rato antes de que los ojos de su madre se posaran suspicaces sobre ella.
–Algo te preocupa.
Ella iba a negar con la cabeza, pero decidió que sería mejor contarle la verdad.
–He recibido un e-mail de los abogados de Ramón.
Moira entornó los ojos.
–¿Y? ¿Qué tenía que decirte? –inquirió con aspereza.
–Sus abogados me han enviado un billete de ida y vuelta para ir a Cuba, para que asista a un servicio en memoria de Luis y sus padres.
–¿Y vas a aceptarlo?
Ella asintió despacio.
–Quiero despedirme de él.
Moira se quedó callada un buen rato.
–Luis era un buen hombre, esa es la única razón por la que no te diré que no vayas. Pero ten cuidado y mantente alejada de su hermano. Bastante daño te ha hecho ya.
El insoportable dolor y la necesidad de llorar a solas la pérdida de su bebé le habían impedido a Suki contarle a su madre que Ramón no había llegado a saber siquiera que iba a ser padre. Pensaba decírselo en un futuro, cuando no se le desgarrase el corazón cada vez que pensaba en su bebé.
–La señora Baron viene a visitarte todos los días –le recordó a su madre–, y yo estaré de regreso antes de que te des cuenta.
Como si la hubiera invocado con solo decir su nombre, la señora Baron, la vecina de su madre, llegó en ese momento. Era viuda y al menos quince años mayor que su madre, pero era una mujer jovial y llena de vida. Su buen humor resultaba tan contagioso, que pronto estaba haciendo reír a su madre, y una hora después Suki las dejaba charlando y volvía a casa.
Al mirar en el buzón encontró varias cartas. Agradeciendo aquella pequeña distracción, entró en casa y se dirigió a la cocina mientras las miraba. Dos de los sobres eran propaganda, pero el tercero hizo que se le subiera el corazón a la garganta. Lo rasgó con manos temblorosas, sacó la carta que contenía y la leyó nerviosa. El gemido ahogado que escapó de su garganta resonó en el pequeño pasillo. Obligándose a calmarse, volvió a leer la carta: Ha sido aceptada (…) primera cita: 15 de septiembre (…)
Dobló la carta y la apretó contra su pecho mientras trataba de contener las lágrimas. Tenía que dejar de llorar por todo. Llorar no resolvía los problemas. Además, acababan de concederle una oportunidad única.
Tener que renunciar a su bebé la había destrozado. El día del alta, cuando la enfermera le había dado un montón de folletos que según ella podrían ayudarla, había estado a punto de tirarlos a la basura. Habían pasado días antes de que se decidiera siquiera a echarles un vistazo.
Al principio había desechado aquella asociación benéfica que se ofrecía a sufragar procedimientos de inseminación artificial a mujeres con pocos recursos, pero luego había cambiado de opinión. Aunque había perdido a su bebé, aún le quedaba amor que dar. Además, esa vez sería un embarazo por decisión propia y haría las cosas a su manera, sin el temor de un hombre que no permanecería a su lado, como le había ocurrido a su madre.
Y ella que había pensado que no tendría suerte porque la asociación solo aceptaba a veinticinco mujeres en su programa cada año… Volvió a desdoblar la carta y sus labios se curvaron despacio en una leve sonrisa mientras absorbía aquellas palabras de salvación.
Fue por su portátil y se lo llevó a la cocina, bañada por la radiante luz del sol. Lo primero que hizo fue contestar a los abogados de Ramón, y después envió un e-mail de confirmación de la cita a la clínica de fertilidad.
Luego, con una sonrisa esperanzada, subió a su dormitorio, sacó la maleta del armario y empezó a hacer el equipaje.
La llovizna que había envuelto al avión mientras aterrizaban en el aeropuerto José Martí de La Habana ya había pasado cuando Suki fue a recoger su maleta.
Entre la gente vio a un hombre vestido de chófer que sostenía una cartulina con su nombre. Le entregó su maleta y lo siguió fuera del aeropuerto. Una hilera de taxis de los años cincuenta, pintados de un amarillo brillante, aguardaban junto a la acera. El chófer se había detenido junto a una limusina plateada que atraía las miradas de los viandantes. Cuando subió al vehículo, las lunas tintadas y el olor a cuero de la tapicería le recordaron vívidamente a la limusina a la que se había subido aquella noche con Ramón, solo que esa vez estaba sola, igual que cuando le habían dicho que era poco probable que su bebé sobreviviera.
Apartó esos sombríos pensamientos y miró fuera mientras se ponían en marcha, camino del hotel Acosta Habana, donde se alojaría. La mayoría de los edificios pertenecían a la era pre-comunista, y muchos estaban muy deteriorados por la menos que floreciente economía, pero en cada rincón se apreciaban esfuerzos por devolver el antiguo esplendor al rico patrimonio cultural de la ciudad: estatuas, plazas con suelo de mosaico, una catedral barroca…
Una media hora después se detenían a la entrada del hotel, un impresionante edificio de diez plantas en una avenida flanqueada por palmeras, donde convergían la Habana antigua y la moderna. El hotel, que antaño había sido un palacio barroco, había sido rehabilitado, pero saltaba a la vista que se había hecho un esfuerzo por respetar al máximo el estilo original de la hermosa fachada.
El interior era igual de espectacular. En el vestíbulo, que tenía maceteros de palmeras de interior y elegantes sillones de cuero, destacaban el techo, decorado un intrincado mapa del mundo hecho con láminas de pan de oro, y las bellísimas lámparas de araña.
Cuando llegaron al mostrador, el chófer cruzó unas palabras en español con la recepcionista, que llamó a un botones y se volvió hacia ella.
–Bienvenida a La Habana, señorita Langston –la saludó en inglés con una sonrisa–. Esperamos que disfrute de su estancia con nosotros. Este es Pedro –añadió señalando al botones–; se ocupará de su equipaje y la llevará a su suite.
La suite no podría ser más amplia y lujosa. Hasta tenía esperándola un almuerzo ligero en la terraza bañada por el sol. Suki, que no tenía mucha hambre porque estaba nerviosa ante la idea de volver a ver a Ramón, solo picoteó un poco de la ensalada de marisco.
Se levantó de la mesa y volvió dentro. Miró su correo en el móvil y vio que le había llegado otro e-mail del bufete, notificándole que pasarían a recogerla a las nueve de la mañana para llevarla al servicio en memoria de Luis y sus padres.
Pasó el resto de la tarde deshaciendo la maleta, se dio un baño y, aunque era temprano, se metió en la cama. Mejor estar descansada para lo que la aguardaba.
A la mañana siguiente Suki se levantó temprano. Se dio una ducha, se puso un vestido negro sencillo y unos zapatos de tacón a juego y se recogió el cabello en un moño. Pidió que le subieran el desayuno, pero estaba tan nerviosa que le estaba costando tragar los huevos revueltos que se había servido en el plato.
De pronto llamaron a la puerta. Miró su reloj. Llegaban temprano para recogerla, pensó levantándose; eran poco más de las ocho.
Se apresuró a tomar su bolso de mano para ir a abrir, y el corazón la dio un vuelco al encontrarse a Ramón frente a sí. Vestido de luto parecía aún más intimidante. Sus fríos ojos verdes se clavaron en ella.
–¿No vas a saludarme? –le preguntó en un tono gélido.
A Suki se le hizo un nudo en el estómago al oír su voz, y no pudo evitar recordar lo distinta que había sonado aquella noche, tan aterciopelada y embriagadora…
–Buenos días, Ramón. Es que… no era a ti a quien esperaba.
–¿Ah, no? –contestó él, con sus ojos aún fijos en ella–. ¿A quién esperabas entonces?
–No sé… yo… –Suki se calló, irritada por encontrarse balbuceando como una tonta de repente–. Lo que quiero decir es que esperaba a tu chófer, no que vinieras tú en persona a recogerme.
–Ya veo. Pues me temo que no te queda otra que soportar mi molesta compañía –le dijo él con aspereza.
Suki levantó la barbilla.
–No me molesta tu compañía, pero imagino que tendrás cosas más importantes que hacer que llevarme personalmente a la iglesia –dijo haciéndose a un lado para dejarlo pasar.
Ramón entró y cerró tras de sí.
–Sí que tengo una agenda muy apretada –respondió–, aunque puede que estuviera impaciente por volverte a ver, para asegurarme de que eres de carne y hueso.
Algo en el modo en que pronunció esas palabras inquietó a Suki. Nerviosa, escrutó su rostro, pero este se había tornado en una máscara inescrutable.
–¿A qué te refieres?
Ramón apretó los labios.
–A que me vienen a la mente otras maneras de describir a alguien como tú.
–Sigo sin saber de qué hablas, pero te aseguro que soy tan real como la última vez que nos vimos –contestó.
Él entornó los ojos.
–Lo que no sé es si en tu pecho hay un corazón o un pedazo de hielo.
Suki contrajo el rostro.
–Mi corazón no es asunto tuyo –le espetó.
Ramón resopló.
–Por el bien de ambos, por ahora lo dejaremos estar. Iremos a la iglesia y recordaremos juntos a mi hermano; luego, ya hablaremos.
El corazón le dio un vuelco a Suki.
–Si es por lo del testamento de Luis y va a ser motivo de disputas entre nosotros, quiero que sepas que estoy dispuesta a renunciar a lo que me haya legado.
Los labios de Ramón se curvaron en una mueca cruel.
–Se trata de mucho, mucho más que eso. Pero no te preocupes; pronto lo averiguarás.
Sus palabras no hicieron sino inquietarla aún más, y el trayecto de algo más de diez minutos a la catedral se le hizo eterno por el tenso silencio entre ellos.
Dentro del templo se habían colocado en varios caballetes fotografías de gran tamaño de Luis y sus padres. La vivaz sonrisa de su amigo en algunas de ellas hizo que una honda pena se apoderara de ella, y no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que Ramón, a su lado, le tendió un pañuelo. Ella alzó la mirada para darle las gracias, pero las palabras se le atragantaron al ver su perfil impasible.
La ceremonia terminó tras poco más de una hora, con los invitados encendiendo velas para despedirse de aquellas tres vidas segadas antes de tiempo.
Suki estaba depositando su cirio encendido en el portavelas de hierro forjado cuando Ramón apareció a su lado. Con la esperanza de que se hubiera disipado su acritud, se aclaró la garganta y se volvió hacia él.
–Gracias por permitirme asistir, y por hacer que me enviaran el billete de avión –le dijo–. Te prometo que te devolveré el importe tan pronto como vuelva al trabajo el mes que viene.
Los labios de Ramón se curvaron en una mueca.
–¡Qué considerado por tu parte! Dime, ¿por qué no mostraste esa misma consideración cuando decidiste deshacerte del bebé sin enviarme siquiera un mensaje al móvil?
Suki se puso lívida y se tambaleó ligeramente. Abrió la boca, tratando de hallar el modo de explicarse, pero era como si se hubiera bloqueado por completo, y un sudor frío le recorrió la espalda cuando Ramón dio un paso hacia ella, iracundo y amenazante.
–¿Nada que decir, Suki? –la interpeló, antes de agarrarla por la muñeca para tirar de ella hacia sí. Aunque no era así, cualquiera que estuviera observándolos pensaría que solo estaba consolándola. Ramón se inclinó y le susurró al oído–: Tranquila, yo sí tengo mucho que decir. Y si crees que devolviéndome el dinero del billete de avión es lo único por lo que tienes que preocuparte, estás muy equivocada.
A Suki no le pasaba nada, se aseguró Ramón mientras se alejaban de la catedral en su limusina. Aunque estuviera pálida, aunque se estremeciese de cuando en cuando y no hiciese más que retorcer las manos en su regazo. No tenía frío, ni se encontraba mal. No le pasaba nada.
Era todo fingido. Suki Langston no era más que una vil mentirosa con el corazón de piedra. Siempre se había preguntado qué había visto Luis en ella, por qué la amistad entre ellos había durado tantos años.
Al final había acabado concluyendo que lo había engañado igual que a él. Y no solo eso, sino que además lo había convencido para que le ocultara algo que no debería haberle ocultado.
No sabía si alguna vez llegaría a sentirse agradecido con él por haber roto su promesa y habérselo contado. ¿De qué servía que le dijeran a uno que le habían arrebatado algo que ni siquiera había sabido que tenía?
Al principio se había quedado aturdido. Había usado preservativo al hacer el amor con ella, y aunque era consciente de que los preservativos no eran seguros al cien por cien, no podía aceptar que Suki hubiera decidido, sin consultarle, sobre algo que también le pertenecía a él.
Apretó los puños, lleno de ira y de rabia, y Suki tuvo que escoger ese momento para girar la cabeza hacia él y mirarlo con esos grandes ojos azules tan falsos.
–¿Desde… desde cuándo lo sabes? –le preguntó, casi en un murmullo.
No iba a dejarse engañar tan fácilmente; por desgracia conocía muy bien esas tretas femeninas. Se había cruzado con muchas mujeres como ella, que se fingían frágiles para dar pena y salirse con la suya. Era algo que había acabado por detestar, y un arte en el que Svetlana había resultado ser toda una maestra.
–¿Eso es lo que te preocupa? –le espetó–. ¿Cuánto tiempo pasó hasta que lo descubrí? ¿No cómo me sentí al saber que te deshiciste del bebé?
Suki palideció aún más, pero él no estaba de humor para mostrarle piedad. Ella no había tenido la menor piedad con él cuando había arrastrado a su hermano a encubrir sus actos.
–¿Eres consciente de lo que me has arrebatado? ¿Sabes que el hacer a Luis cómplice de tus mentiras nos enfrentó, que me robó tiempo que podría haber pasado con él en los meses antes de su muerte?
A Suki se le escapó un sollozo.
–Por favor, por favor no digas eso…
Ramón sintió que la ira se apoderaba de él.
–¿Por qué no? ¿Porque te resulta demasiado duro oírmelo decir?
Ella apretó un puño contra sus labios y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
–¡Sí, me duele oírte decir eso! –admitió con voz entrecortada.
El coche se detuvo. Habían llegado a su helipuerto privado. Allí les esperaba un helicóptero que los llevaría a la parte más oriental de la isla, donde estaba su residencia. Las hélices ya habían empezado a girar, pero aún no había acabado con ella.