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El regalo del millonarioSharon KendrickUna noche, una cama… ¡y un bebé!Matrimonio a la fuerzaPippa RoscoeSu matrimonio se había terminado seis meses antes. ¡Y tenía doce horas para hacerla volver!El castigo del sicilianoDani CollinsEn deuda con el multimillonario… y unida para siempre por su venganzaConfesiones de amorSara CravenUna noche con él la marcó como si fuera de su propiedad… ahora había vuelto a reclamarla para siempre.
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Seitenzahl: 749
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca, n.º 152 - noviembre 2018
I.S.B.N.: 978-84-1307-255-5
Portada
Créditos
El regalo del millonario
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El castigo del siciliano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Matrimonio a la fuerza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Confesiones de amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
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SEÑOR Valenti?
La suave voz de la mujer se filtró en los pensamientos de Matteo, quien no hizo ningún esfuerzo por disimular su irritación al reclinarse en el asiento de cuero de su lujoso coche. Había estado pensando en su padre. Preguntándose si tenía intención de cumplir la amenaza que le había lanzado justo antes de que Matteo dejara Roma. Y en caso de que así fuera, si podría o no evitarlo. Suspiró con fuerza y se obligó a sí mismo a aceptar que los lazos de sangre eran los más profundos. Sin duda no habría aceptado algo así de alguien que no fuera pariente suyo, pero la familia era muy difícil de dejar. Sintió que se le encogía el corazón. A menos, por supuesto, que fuera la familia quien le dejara a uno.
–¿Señor Valenti? –repitió la suave voz.
Matteo chasqueó la lengua con irritación y no solo porque odiaba que la gente le hablara cuando estaba claro que no quería que lo molestaran. Tenía más que ver con el hecho de que aquel maldito viaje no había salido como esperaba. No había encontrado ni un solo hotel que quisiera comprar, pero lo peor era la mujer menuda que estaba tras el volante. Le irritaba profundamente.
–Cos’ hai detto? –inquirió. Pero el silencio que siguió le recordó que la mujer no hablaba italiano y que él estaba muy lejos de casa. En medio de la infernal campiña inglesa, para ser exactos, y con una mujer chófer.
Frunció el ceño. Tener una choferesa era una novedad para él. La primera vez que vio su complexión esbelta y los asombrados ojos azules, Matteo sintió la tentación de pedir que la reemplazaran por un hombre más robusto. Pero pensó que lo último que necesitaba era que lo acusaran de discriminación sexual. Expandió las fosas nasales de su aristocrática nariz y miró a los ojos a la choferesa a través del espejo retrovisor.
–¿Qué ha dicho? –le preguntó en su idioma.
La mujer se aclaró la garganta y alzó ligeramente los hombros. La ridícula gorra que insistía en llevar puesta sobre el pelo corto se mantuvo firmemente en su sitio.
–Digo que parece que el tiempo ha empeorado.
Matteo giró la cabeza para mirar por la ventanilla, donde el anochecer se veía casi oscurecido por una virulenta espiral de copos de nieve. Estaba tan sumido en sus pensamientos que apenas había prestado atención al paisaje, pero ahora podía ver que estaba desdibujado por una neblina decolorada.
–Pero podremos continuar, ¿no? –preguntó torciendo el gesto.
–Eso espero.
–¿Eso espera? –repitió Matteo con un tono más duro–. ¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Se da cuenta de que tengo un vuelo completamente equipado y listo para salir?
–Sí, señor Valenti. Pero es un jet privado y le esperará.
–Soy muy consciente de que se trata de un jet privado porque resulta que es mío –le espetó él con impaciencia–. Pero tengo que estar esta noche en una fiesta en Roma y no quiero llegar tarde.
Keira hizo un supremo esfuerzo por contener un suspiro y mantuvo la vista clavada en la carretera nevada. Tenía que actuar con calma porque Matteo Valenti era el cliente más importante que había tenido nunca, un hecho que su jefe le había repetido una y otra vez. Pasara lo que pasara no debía mostrar el nerviosismo que le había acompañado los últimos días… porque llevar a un cliente de aquel calibre era una experiencia completamente nueva para ella. Al ser la única mujer y uno de los conductores más noveles, normalmente le tocaban diferentes tipos de encargos: recoger paquetes urgentes o niños mimados del colegio para dejarlos en manos de sus niñeras en alguna de las exclusivas mansiones que rodeaban Londres. Pero incluso los clientes londinenses más ricos palidecían al lado de la fortuna de Matteo Valenti.
Su jefe había enfatizado el hecho de que era la primera vez que el multimillonario italiano utilizaba los servicios de su empresa y que era su deber asegurarse de que repitiera. A Keira le parecía estupendo que un magnate tan influyente hubiera decidido utilizar sus servicios, pero no era tonta. Estaba claro que solo se debía a que había decidido el viaje en el último momento, del mismo modo que le habían encargado el trabajo a ella porque ninguno de los demás chóferes estaba disponible con las vacaciones de Navidad tan cerca. Según su jefe, Matteo era un importante empresario hotelero que estaba buscando una zona de desarrollo en Inglaterra para expandir su creciente imperio. Hasta el momento había visitado Kent, Sussex y Dorset y habían dejado el destino más remoto para el final, Devon. Ella no lo habría organizado así, y menos con el tráfico pre vacacional tan intenso. Pero no la habían contratado para que le hiciera el plan, sino para llevarlo de un punto a otro sano y salvo.
Keira se quedó mirando el remolino salvaje de copos de nieve. Resultaba extraño. Trabajaba con hombres y para hombres y conocía la mayor parte de sus puntos débiles. Aprendió que para ser aceptada era mejor actuar como uno de ellos y no destacar. Aquella era la razón por la que llevaba el pelo corto, aunque no era el motivo por el que se lo cortó la primera vez. Por eso tampoco solía maquillarse ni llevar ropa que invitara a una segunda mirada. El aspecto masculino le iba bien, porque si los hombres se olvidaban de que una estaba allí tendían a relajarse… lamentablemente, aquella norma no se podía aplicar a Matteo Valenti. Nunca había conocido a nadie menos relajado.
Pero aquella no era la historia completa. Keira agarró con fuerza el volante, reacia a admitir la auténtica razón por la que se sentía tan cohibida en su presencia. Lo cierto era que la había deslumbrado en cuanto le conoció con aquel carisma tan potente como nunca había conocido. Resultaba perturbador, emocionante y aterrador, todo al mismo tiempo, y nunca antes le había pasado aquello de mirar a alguien a los ojos y escuchar un millón de violines en la cabeza. Miró los ojos más oscuros que había visto en su vida y sintió que podría ahogarse en ellos. Se encontró observando su denso pelo negro y preguntándose cómo sería acariciarlo con los dedos. Una vez descartado aquello le habría bastado con tener una relación laboral medio amistosa, pero aquello no iba a pasar. No con un hombre tan brusco, estrecho de miras y crítico.
Había visto su expresión cuando le asignaron el trabajo a ella, deslizando su negra mirada por Keira con una incredulidad que no se molestó en disimular. Tuvo incluso el valor de preguntarle si se sentía cómoda tras el volante de un coche tan potente. Ella le contestó con frialdad que sí, igual que se sentiría cómoda si tuviera que meterse debajo del capó y sacar el motor pieza a pieza llegado el caso. Y ahora Matteo la trataba sin disimular su irritación, como si ella tuviera poderes mágicos para controlar las condiciones meteorológicas.
Lanzó una mirada nerviosa al plomizo cielo y sintió otra punzada de ansiedad cuando se encontró con su mirada en el espejo retrovisor.
–¿Dónde estamos? –preguntó él.
Keira miró el navegador por satélite.
–Creo que en Dartmoor.
–¿Cree? –repitió él con sarcasmo.
Keira se humedeció los labios y se alegró de que Matteo estuviera ahora más preocupado por mirar por la ventanilla que en clavar la vista en ella. Se alegró de que no pudiera notar el repentino aceleramiento de su corazón.
–El navegador ha perdido la señal un par de veces.
–¿Y no se le ocurrió comentármelo?
Keira contuvo la respuesta instintiva que le surgió: que él no era precisamente un experto en la zona rural del suroeste, porque le había dicho que había estado pocas veces en Inglaterra.
–Estaba usted ocupado con una llamada de teléfono en ese momento y no quise interrumpir –dijo–. Y usted dijo…
–¿Qué dije?
Ella se encogió ligeramente de hombros.
–Mencionó que quería volver por la ruta panorámica.
Matteo frunció el ceño. ¿Él había dicho eso? Era cierto que se distrajo pensando en cómo se iba a enfrentar a su padre, pero no recordaba haber accedido a una visita guiada por una zona que ya había decidido que no era para él ni para sus hoteles. ¿No se habría limitado sencillamente a acceder a su vacilante propuesta de una ruta alternativa cuando ella le dijo que en las autopistas habría mucha circulación con la gente yendo a su casa por Navidad? En cualquier caso, tendría que haber tenido el sentido común y el conocimiento para anticipar que algo así podría pasar.
–Y esta tormenta de nieve parece haber surgido de la nada –concluyó la joven.
Matteo hizo un esfuerzo por controlar el mal humor y se dijo que no conseguiría nada tratándola mal. Sabía lo erráticas y emocionales que podían ser las mujeres, tanto en sus puestos de trabajo como fuera, y siempre había odiado los despliegues exagerados de emociones. Seguramente se echaría a llorar si la increpaba y a continuación tendría lugar alguna escena poco digna mientras ella se sonaba la nariz con un pañuelo de papel arrugado antes de mirarle con ojos de tragedia. Y las escenas eran algo que Matteo procuraba evitar a toda costa. Quería llevar una vida libre de estrés y de traumas. Una vida a su manera.
Pensó brevemente en Donatella esperándole en aquella fiesta a la que no iba a poder llegar. La decepción de sus ojos verdes cuando se diera cuenta de que varias semanas quedando no iban a terminar en la habitación de un hotel de Roma como tenían planeado. Frunció los labios. La había hecho esperar para tener relaciones sexuales con él y seguramente se sentiría frustrada. Bueno, pues tendría que esperar un poco más.
–¿Por qué no nos lleva hasta ahí de la manera más segura posible? –sugirió Matteo cerrando su maletín–. Si me pierdo la fiesta no será el fin del mundo… siempre y cuando llegue a casa de una pieza para Navidad. ¿Cree que será capaz de conseguirlo?
Keira asintió, pero por dentro le latía el corazón más deprisa de lo deseable teniendo en cuenta que estaba sentada. Porque se daba cuenta de que estaban metidos en un lío. Un buen lío. Los limpiaparabrisas se movían a toda prisa, pero en cuanto quitaban una gruesa masa de copos blancos aparecían muchas más en su lugar. Nunca había sufrido una visibilidad tan mala y se preguntó por qué no se había arriesgado al atasco de tráfico y no había ido por la ruta más directa. Porque no había querido arriesgarse a sufrir la desaprobación que parecía tener siempre a flor de piel su multimillonario cliente. No se podía imaginar a alguien como Matteo Valenti parado en un atasco con niños haciéndole muecas desde el coche delantero con sus gorros de Papá Noel. Sinceramente, le sorprendió que no viajara en helicóptero hasta que él le dijo que se podían aprender muchas más cosas sobre la naturaleza de la tierra en coche.
Le había contado bastantes cosas. Que no le gustaba el café de las gasolineras y que prefería no comer que tomar algo «por debajo del estándar». Que prefería el silencio al interminable fluir de los villancicos de la radio del coche, aunque no protestó cuando ella cambió a una emisora de música clásica. Al mirar por el retrovisor vio que Matteo tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. El corazón le latió de manera errática.
Keira disminuyó la marcha cuando pasaron por delante de una casita con una figura de Papá Noel en trineo encima de un cartel que anunciaba: La Mejor Posada de Dartmoor. El problema era que no estaba acostumbrada a hombres como Matteo Valenti, seguramente mucha gente no lo estaría. Había visto la reacción de la gente cuando salía de la limusina para mirar otro hotel cochambroso que estaba a la venta. Había visto cómo las miradas de las mujeres se veían atraídas de manera instintiva hacia su poderoso físico. Había visto cómo abrían mucho los ojos, como si les resultara difícil creer que un hombre pudiera ser tan perfecto con aquellas facciones aristocráticas, la firme mandíbula y los labios sensuales. Pero Keira había estado muy cerca de él varios días y se dio cuenta de que, aunque parecía perfecto en la superficie, por debajo de él subyacía una actitud taciturna que anunciaba peligro. Y a muchas mujeres les excitaba el peligro. Apretó el volante con más fuerza y se preguntó si aquel sería el secreto de su innegable carisma.
Pero aquel no era el momento para preocuparse por Matteo Valenti o para pensar en las vacaciones que se acercaban a toda prisa y que tanto miedo le daban. Era el momento de reconocer que la tormenta de nieve estaba empeorando por segundos y que estaba perdiendo el control del coche. Sentía cómo las ruedas se clavaban contra el peso de los montones acumulados cuando la carretera se inclinó ligeramente. Sintió cómo le sudaba la frente cuando el pesado vehículo empezó a perder fuerza y se dio cuenta de que si no se andaba con cuidado…
El coche se detuvo y a Keira se le pusieron los nudillos blancos cuando se dio cuenta de que no había luces a lo lejos delante de ellos. Ni detrás. Miró al espejo cuando apagó el motor y se forzó a encontrarse con la furiosa mirada negra clavada en ella desde el asiento de atrás.
–¿Qué pasa? –inquirió él. Su tono le provocó un escalofrío en la espina dorsal.
–Nos hemos parado –dijo Keira volviendo a girar la llave y rezando para que se movieran.
Pero el coche se quedó donde estaban.
–Eso ya lo veo –le espetó él–. La pregunta es: ¿por qué nos hemos parado?
Keira tragó saliva. Matteo tendría que saber la razón. ¿Quería que la dijera en voz alta para poder echarle más culpa?
–El coche es muy pesado y la nieve es más densa de lo que pensé. Estamos en una colina, y…
–¿Y?
«Enfréntate a los hechos», se dijo con firmeza. «Sabes cómo hacerlo. Es una situación difícil, pero no es el fin del mundo». Giró la llave e intentó avanzar, pero a pesar de sus silenciosas plegarias, el coche se negó a moverse. Keira deslizó las manos por el volante y se giró.
–Estamos parados –admitió.
Matteo asintió y se contuvo para no soltar la exclamación furiosa que tenía en la punta de la lengua porque se jactaba de ser bueno en las emergencias. Dios sabía que había pasado por suficientes a lo largo de los años como para convertirse en un experto en el manejo de las crisis. Aquel no era el momento de preguntarse por qué no había seguido su instinto y exigido un conductor varón que supiera lo que hacía en lugar de una jovencita sin fuerzas para llevar una bicicleta, así que mucho menos un coche de aquella envergadura. Las recriminaciones llegarían más tarde, y llegarían, pensó. Pero antes y más importante, tenían que salir de allí. Y para eso necesitaba conservar la calma.
–¿Dónde estamos exactamente? –preguntó con voz pausada, como si le estuviera hablando a un niño pequeño.
La mujer giró la cabeza para mirar durante unos segundos al navegador antes de volverse otra vez hacia él.
–La señal ha vuelto a perderse. Estamos en los límites de Dartmoor.
–¿Cerca de la civilización?
–Ese es el problema. No. Estamos a kilómetros de cualquier parte –Matteo vio cómo se mordía el labio inferior con tanta fuerza que parecía que se iba a hacer sangre–. Y no hay conexión Wifi –concluyó.
Matteo sintió ganas de darle un puñetazo a la ventanilla cubierta de nieve, pero se contuvo y respiró hondo. Tenía que controlarse.
–Muévete –dijo con aspereza quitándose el cinturón de seguridad.
Ella parpadeó y le miró con aquellos ojos tan grandes.
–¿A dónde?
–Al asiento del copiloto –le espetó él abriendo la puerta del coche para enfrentarse al torbellino de copos de nieve–. Yo me encargo.
Cuando volvió a entrar en el coche estaba cubierto de hielo, y al cerrar de un portazo le vino a la cabeza la extraña sensación de lo deliciosamente cálido que estaba el asiento tras tener el trasero de ella encima.
Furioso por dejar que le distrajera algo tan básico e inapropiado en un momento así, Matteo extendió la mano hacia la llave del coche.
–Sabes que no tienes que pisar muy fuerte el acelerador, ¿verdad? –dijo ella nerviosa–. Si no las ruedas empezarán a dar vueltas.
–No creo que necesite clases de conducir de alguien tan incompetente como tú –respondió Matteo.
Encendió el motor y trató de moverse hacia delante. Nada. Lo intentó hasta que se vio obligado a rendirse a lo inevitable, algo que en el fondo sabía desde el principio. Estaban atrapados y el coche no se movía. Se giró hacia la mujer que estaba a su lado y que le miraba nerviosamente.
–Muy bien. Bravo –dijo con una rabia que ya no era capaz de contener–. Te las has arreglado para que nos quedemos varados en uno de los lugares más inhóspitos del país en una de las peores noches del año, justo antes de Navidad. ¡Es todo un logro!
–Lo siento mucho.
–Sentirlo no va a ayudar.
–Seguramente me despedirán –murmuró Keira.
–Si está en mi mano, no lo dudes… eso si no te mueres congelada antes –le espetó él–. Para empezar, yo nunca te habría contratado. Pero las consecuencias en tu carrera profesional son lo último que tengo en mente ahora mismo. Tenemos que pensar qué vamos a hacer ahora.
Keira metió la mano en la guantera para sacar el móvil, pero compuso una mueca al ver la pantalla.
–No hay señal –dijo alzando la mirada.
–¿En serio? –preguntó Matteo con sarcasmo mirando por la ventanilla. Los copos de nieve no daban señales de abatimiento–. Supongo que no hay ningún pueblo cercano, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
–No. Bueno, acabamos de pasar una pequeña posada hace un momento. Ya sabes, uno de esos hostales pequeños que te ofrecen cama y desayuno.
–Estoy en el mercado hotelero –respondió él con sequedad–. Sé perfectamente lo que es una posada. ¿Estaba muy lejos?
Keira se encogió de hombros.
–A poco menos de dos kilómetros, creo. Pero no será fácil llegar con estas condiciones.
Matteo miró hacia el manto blanco que había al otro lado de la ventanilla y le dio un vuelco el corazón al darse cuenta del auténtico peligro de la situación. Porque ya no se trataba de perder el vuelo o de la decepción de una mujer que quería convertirse en su amante; aquello era una cuestión de supervivencia. Salir con aquellas condiciones sería peligroso, y la alternativa era quedarse a pasar la noche en el coche y esperar a que llegara la ayuda al día siguiente. Seguramente habría mantas en el maletero y dejarían la calefacción puesta. Pero si seguía nevando así no había ninguna garantía de que alguien los encontrara por la mañana.
Matteo deslizó la mirada por su uniforme de pantalones azul marino y fina chaqueta a juego con la gorra. La tela se curvaba sobre los senos y en los muslos, y desde luego no se le podía considerar práctica, al menos con aquel tiempo. Suspiró.
–Supongo que no tienes ropa de más abrigo, ¿verdad?
–Llevo un anorak en el maletero –la joven se quitó la gorra y se pasó la mano por el corto cabello oscuro. Matteo se sintió inexplicablemente irritado por la leve sonrisa que le iluminó el rostro.
¿Esperaba una alabanza por haber tenido la precaución de guardar un anorak?, se preguntó molesto.
–Bájate y póntelo –le espetó–. Y salgamos de aquí ahora mismo.
KEIRA tuvo que esforzarse para seguirle el paso a Matteo mientras se abría camino a través de la nieve profunda, porque su poderoso cuerpo se movía mucho más deprisa que el suyo a pesar de que había insistido en cargar con la maleta. Copos gruesos y helados se le metían en los ojos y en la boca, y se preguntó si no se estaría imaginando la pequeña casa iluminada en la distancia, como si fuera una extraña versión invernal de un oasis.
A pesar de que se había puesto los gruesos guantes de piel que Matteo había insistido en prestarle, sentía los dedos como témpanos. Soltó un pequeño grito de alivio cuando por fin llegaron a la casita. Matteo apartó una pila de nieve de la puerta de madera de la casa y la abrió. Keira temblaba de frío cuando siguieron el caminito hasta llegar a la entrada de la casa. Matteo llamó al timbre de la puerta.
Se escuchó ruido dentro de la casa y una mujer robusta de mediana edad con un delantal de flores cubierto de harina les abrió.
–Dios mío, no habéis venido a cantar villancicos, ¿verdad? –preguntó abriendo más la puerta y escudriñando la oscuridad.
–No –respondió él con brevedad–. Me temo que nuestro coche se ha quedado parado en la nieve.
–¡Oh, pobrecitos! Vaya una noche para estar fuera. ¡Pasad, pasad!
Keira sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas de gratitud cuando Matteo le puso la palma de la mano en la espalda y la guio hacia el iluminado vestíbulo. Durante el interminable camino hacia allí estaba convencida de que no iban a conseguirlo, y que sus dos cuerpos congelados serían descubiertos al día siguiente o al otro. Y no pudo evitar preguntarse si a alguien le importaría realmente que muriese.
Pero ahora estaban en un pequeño vestíbulo adornado con bolas y espumillón por todas partes. En la esquina había un árbol de Navidad con luces y una rama de muérdago colgaba de una lámpara central.
–Oh, Dios mío –murmuró mirando al suelo, en el que se estaban empezando a formar charcos de agua–. Le estamos destrozando el suelo.
–No te preocupes por eso, querida –dijo la mujer con tono cálido–. Aquí entra y sale gente todo el rato. Enseguida se secará.
–Nos gustaría usar su teléfono si no le importa –dijo Matteo–. Necesitamos salir de aquí lo más rápidamente posible, y me gustaría organizarlo cuanto antes.
La mujer le miró, asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa.
–Creo que eso no va a ser posible, querido. Esta noche no conseguirás que venga nadie a rescataros. Es imposible que ningún vehículo circule con estas condiciones.
Aquella era la confirmación de sus peores miedos, y Matteo no tenía más remedio que aceptar los hechos. Estaba atrapado en medio de la nada con su incompetente conductora. Una conductora con unos ojos que de pronto le parecían muy oscuros en su piel pálida. Frunció el ceño.
De todas las mujeres del mundo, ¿por qué tenía que verse atrapado con alguien como ella? Sus pensamientos se dirigieron una vez más a la elegante fiesta que se estaba perdiendo, pero los desechó, aspiró con fuerza el aire y se forzó a decir lo inimaginable:
–Entonces parece que vamos a tener que quedarnos aquí. Alquila habitaciones, ¿verdad?
La mujer sonrió todavía más.
–¿En diciembre? ¡Me temo que no! Tengo todas las habitaciones ocupadas. Me va muy bien durante todo el año, pero especialmente en esta época –añadió con orgullo–. A la gente le encanta pasar unas Navidades románticas en Dartmoor.
–Pero necesitamos algún sitio para quedarnos –intervino Keira de pronto–. Solo hasta mañana. Con suerte para entonces habrá dejado de nevar y podremos seguir nuestro camino.
La mujer asintió, deslizó la mirada por las pálidas mejillas de Keira, le tomó el anorak que tenía en las manos y lo colgó en el perchero.
–Bueno, no voy a dejaros en la calle en una noche como esta, ¿verdad? Y menos en esta época del año… seguro que encontramos sitio para vosotros en la posada. Puedo alojaros en la antigua habitación de mi hija, que está al fondo de la casa. Es el único espacio que me queda disponible.
Keira estaba paralizada cuando los llevaron por unas escaleras de caracol al fondo de la casa, y siguió igual cuando la mujer, cuyo nombre era Mary, abrió la puerta con una reverencia.
–Aquí estaréis cómodos –dijo–. El baño está siguiendo el pasillo, pero no queda mucha agua. Si queréis daros un baño tendréis que compartir. Voy a ir a poner la tetera al fuego abajo. Sentíos en vuestra casa.
Mary cerró la puerta al salir y a Keira se le aceleró el corazón al darse cuenta de que estaba a solas en aquel espacio claustrofóbico con Matteo Valenti. «¿Sentíos en vuestra casa?». ¿Cómo diablos iban a estar cómodos en una habitación tan pequeña y con una sola cama?
Keira se estremeció.
–¿Por qué no le dijiste que no queríamos compartir cuarto?
Él le lanzó una mirada impaciente.
–Somos dos personas y solo tiene una habitación. Haz números. ¿Qué alternativa había?
Keira miró a su alrededor. Era una habitación demasiado pequeña para tener una cama doble, pero habían conseguido meterla, y dominaba la estancia con su colcha hecha a mano y un cabecero con dibujos de Disney. Concretamente de Cenicienta.
Alzó los ojos y se cruzó con la fría mirada de Matteo.
–Lo siento –murmuró.
–Ahórrate los lamentos –contestó él con sequedad sacando el móvil del bolsillo de los pantalones–. No hay señal. Y tampoco hay Wifi, claro.
–Mary ha dicho que podemos usar la línea fija si queremos.
–Ya lo sé. Llamaré a mi asistente cuando me haya quitado esta ropa mojada –se aflojó la corbata antes de lanzarla sobre el respaldo de una silla cercana–. Por el amor de Dios, ni siquiera tenemos baño propio. ¿En qué siglo se supone que estamos?
Keira se preguntó si Matteo no estaría ignorando deliberadamente algo mucho más perturbador que el baño… o tal vez ella fuera demasiado sensible al respecto, teniendo en cuenta su incómoda historia. Se pasó los dedos por el pelo de punta y se preguntó por qué no era como las demás mujeres. Por qué las dos únicas ocasiones en las que había compartido cama con un hombre, uno de ellos se había desmayado de borracho… y el otro la miraba con irritación.
Matteo estaba asintiendo con la cabeza como si le hubiera leído el pensamiento.
–Ya lo sé –murmuró sombrío–. También es una pesadilla para mí. Compartir una cama pequeña con una empleada no está en cabeza de mi lista de deseos navideños.
«No reacciones», se dijo Keira con rotundidad. «Y no te lo tomes como algo personal. Actúa con indiferencia y no hagas un mundo de esto».
–Supongo que sobreviviremos –dijo con frialdad. Luego se frotó los brazos a través de la fina chaqueta y empezó a temblar.
Matteo la observó y comentó con un inesperado tono de empatía:
–Tienes frío –detuvo la mirada en sus muslos durante una fracción de segundo–. Y los pantalones empapados. ¿No tienes nada más que puedas ponerte?
La vergüenza hizo que Keira se pusiera a la defensiva y le miró, consciente del calor que le teñía las mejillas.
–Sí, claro. Siempre llevo una muda entera de ropa cuando viajo de Londres a Devon –afirmó–. Todos los conductores lo hacemos.
–¿Por qué no te ahorras el sarcasmo y vas a darte un baño caliente? –sugirió él–. Yo te puedo dejar algo de ropa.
Keira le miró con recelo, sorprendida por la oferta y sin terminar de creérsela. Se había quitado el abrigo de cachemira y estaba resplandeciente con un traje gris oscuro que parecía hecho a medida. Seguramente lo era, porque los trajes estándar no servían para hombres de hombros tan anchos y piernas tan largas. ¿Qué diablos podía llevar Matteo Valenti en la maleta que le sirviera?
–¿Viajas con ropa de mujer en la maleta?
Una sonrisa inesperada asomó a los labios de Matteo, y a ella se le aceleró tanto el corazón al verlo que confió en que no sonriera con demasiada frecuencia.
–Tal vez te parezca raro, pero no –dijo abriendo la cremallera de la maleta de piel–. Pero tengo un suéter que te puede valer. Y una pastilla de jabón. Toma.
Sacó las cosas de la maleta y se las dio. Keira se sintió de pronto abrumada por la gratitud.
–Gra-gracias. Es muy amable por tu parte…
–Ahórrate los agradecimientos –la interrumpió él apretando los labios–. No lo hago por amabilidad. Este día ha sido un desastre y no quiero empeorarlo contigo pillando una pulmonía.
–De acuerdo, haré todo lo posible por no ponerme enferma –le espetó Keira–. No me gustaría causarte más molestias.
Keira agarró el suéter y salió de la habitación rumbo al cuarto de baño tratando de controlar la rabia. Matteo era la persona más odiosa que había conocido en su vida y tendría que aguantar una noche entera con él.
Colgó el suéter en la parte de atrás de la puerta y echó un rápido vistazo al baño. Por suerte estaba acostumbrada a lo básico. Para ella, el lavabo color verde aguacate y el baño no eran nada del otro mundo. Cuando ella era pequeña vivía con su madre en sitios con mucha peor fontanería. Sintió una punzada de nostalgia. Aunque aquellos fueron tiempos duros, al menos entonces sabía lo que era la seguridad emocional, antes de que su madre muriera.
Se metió en el minúsculo compartimento de la ducha y dejó que el agua le cayera directamente por la cabeza, enjabonándose con el increíble jabón de Matteo. Y entonces ocurrió algo de lo más extraño. Sintió bajo los dedos masajeantes cómo los pezones se le endurecían y se convertían en dos nudos tirantes y por un momento cerró los ojos y se imaginó a su poderoso cliente tocándola allí.
Entonces apartó las manos horrorizada. ¿Qué diablos le pasaba?
Salió de la ducha y empezó a secarse con virulencia. ¿No era bastante mala la situación para encima fantasear con un hombre que sin duda se aseguraría de que la despidieran en cuanto volvieran a la civilización?
Se puso el sujetador, le dio la vuelta a las braguitas y se metió el suéter de Matteo por la cabeza. Estaba calentito y muy suave, lástima que solo le llegara a media pierna por mucho que tirara de él. Se miró al espejo. ¿Y cuál era el problema? ¿Tan ingenua era como para pensar que el magnate italiano se fijaría en lo que llevaba puesto? A juzgar por la actitud que tenía hacia ella, seguramente podría bailar el vals completamente desnuda delante de él y ni siquiera parpadearía.
Pero Keira se equivocaba, igual que se había equivocado al tomar la desviación hacia Dartmoor. Porque, cuando entró de nuevo en la habitación, Matteo Valenti se giró desde la ventana por la que estaba mirando y la contempló con una expresión tan helada como el tiempo que hacía fuera. Fue maravilloso observar aquel parpadeo inconfundible cuando la vio, algo que normalmente no sucedía cuando Keira entraba en una estancia. Matteo entornó los ojos y se le oscureció la mirada. Algo en el ambiente pareció cambiar. No estaba acostumbrada a ello, pero no podía negar que sintió la piel caliente por el placer. A menos, por supuesto, que hubiera malinterpretado completamente la situación. No sería la primera vez, ¿verdad?
–¿Va todo bien? –preguntó con incertidumbre.
Matteo asintió en respuesta, consciente de que el pulso le había empezado a martillear en las sienes. Acababa de terminar una conversación telefónica con su asistente y por eso estaba a miles de kilómetros de allí, mirando por la ventana hacia el desolado paisaje campestre y con la extraña sensación de que nadie podría llegar hasta él… una sensación que le había proporcionado una sorprendente oleada de paz. Había visto a su conductora dirigirse al baño con su soso uniforme azul marino, pero cuando regresó…
Se la quedó mirando y tragó saliva porque se le había formado un nudo en la garganta. Resultaba inexplicable. ¿Qué diablos había pasado?
El corto cabello oscuro estaba húmedo, y el calor de la ducha debía de ser el responsable del sonrojo de sus mejillas que contrastaba con aquellos grandes y brillantes ojos de color zafiro. Pero fue el suéter el responsable de aquella repentina punzada sexual que hubiera preferido evitar. Un sencillo suéter de lana que parecía una prenda completamente diferente puesta en ella. Era tan pequeña y menuda que prácticamente la envolvía, pero apuntaba al cuerpo de caderas estrechas que había debajo y a las piernas más perfectas que había visto nunca. Tenía un aspecto…
Matteo sacudió ligeramente la cabeza. Tenía un aspecto sexy, pensó resentido mientras el deseo se le disparaba en la entrepierna. Daba la impresión de que Keira quería que la tumbara sobre la cama y empezara a besarla. Como si le estuviera tentando con la pregunta de si llevaba o no braguitas. Sentía que estaba dentro de la fantasía de un colegial, y se sintió tentado de pedirle que se agachara a recoger algún objeto imaginario de la alfombra para poder ver si tenía el trasero desnudo. Y luego dio marcha atrás porque la situación ya era bastante mala sin tener que enfrentarse a incontables horas de frustración y fantasías con una mujer que no podía tener… aunque no fuera la clase de hombre que se dejara llevar por aventuras de una noche.
–Sí, todo va estupendamente. Fantástico –añadió con sarcasmo–. Acabo de llamar a mi asistente y le he pedido que se disculpe en mi nombre en la fiesta de esta noche. Me ha preguntado si tenía otro plan mejor y le he dicho que no, que de hecho estoy atrapado en un páramo nevado en medio de la nada.
–Te he dejado un poco de agua caliente –dijo ella con tirantez ignorando su ironía.
–¿Seré capaz de contener la emoción? –respondió Matteo mientras agarraba la ropa que había sacado de la maleta y salía de la habitación.
Pero cuando volvió se había calmado un poco. Llevaba vaqueros y un suéter, y se la encontró agarrando una tetera para encontrarle espacio en una bandeja con sándwiches y tartaletas de fruta.
–Mary nos ha traído esto de cena –dijo Keira mirándole–. ¿Tienes hambre?
A Matteo le resultó difícil mirarla a la cara, porque solo quería centrarse en sus piernas y en la pregunta de si llevaría o no ropa interior bajo su suéter. Matteo se encogió de hombros.
–Supongo que sí.
–¿Quieres un sándwich?
–¿Cómo podría negarme?
–Es muy amable por parte de Mary haberse tomado la molestia de prepararnos algo de comer, sobre todo porque está cocinando un pavo grande para ocho personas –le reprendió Keira con suavidad–. Lo menos que podemos hacer es estar agradecidos.
–Supongo.
Keira trató de mantener una sonrisa educada mientras le pasaba una taza de té y un sándwich de queso, diciéndose que no conseguiría nada siendo ella también maleducada. De hecho, si se empezaban a pelear solo empeoraría las cosas. Era ella quien se había equivocado y cuyo trabajo peligraba. Si seguía contestándole, ¿quién le decía que no llamaría a su jefe para hablarle de su incompetencia? Si llevaba las cosas con dulzura, tal vez Matteo no haría una montaña de la situación, podría incluso olvidar lo sucedido. Necesitaba aquel trabajo porque le encantaba, y había tan pocas cosas en su vida que le encantaban que no podía dejarlas ir sin luchar.
Se dio cuenta de que Matteo no decía nada mientras comía, su expresión sugería que estaba simplemente alimentando su impresionante cuerpo en vez de disfrutar de lo que se le ofrecía. Pero a Keira se le había quitado completamente el apetito. Le dio un mordisco a una tartaleta y el azúcar le proporcionó una rápida ráfaga de placer, pero en lo único en lo que podía pensar era en cómo iban a pasar las siguientes horas. No había ni una radio en la habitación, y mucho menos una televisión. Observó cómo la luz de la lámpara dibujaba sombras en el rostro de su cliente, la dureza de sus facciones en contraste con la sensual curva de sus labios… y se preguntó qué sentiría al ser besada por un hombre así.
«Basta», se urgió furiosa. «No fuiste capaz de mantener el interés de ese mecánico con el que saliste en el taller… ¿de verdad crees que tienes alguna posibilidad con un italiano multimillonario?».
Una nota de desesperación le tiñó la voz cuando trató de pensar en algo que pudieran hacer y que la distrajera de su masculinidad.
–¿Quieres que baje y le pregunte a Mary si tiene algún juego de mesa?
Matteo dejó la taza vacía en la mesa y entornó los ojos.
–¿Perdona?
–Ya sabes –Keira se encogió de hombros–. Cartas, Scrabble, el Monopoly, algo. Porque no podemos pasarnos la noche mirándonos el uno al otro y temiendo la noche que nos espera, ¿verdad? –añadió.
Matteo alzó sus oscuras cejas.
–Tienes miedo de la noche que nos espera, ¿verdad, Keira?
Su voz tenía una nota burlona, y Keira se dio cuenta de que no solo era la primera vez que la llamaba por su nombre, sino que lo había dicho de un modo como nunca antes nadie lo había pronunciado. Sintió que se le sonrojaban las mejillas y supo que tenía que dejar de actuar como una boba sin mundo.
–Bueno, ¿tú no? –le desafió–. No me digas que no se te cayó el alma a los pies al saber que teníamos que pasar la noche aquí.
Matteo consideró la pregunta. Hasta hacía unos minutos le habría dado la razón, pero había algo en la chica del pelo negro y de punta que le estaba haciendo reconsiderar su postura inicial. Era una situación nueva y él era un hombre cuyos apetitos habían sido más que satisfechos a lo largo de los años, por lo que la novedad no debía perturbarle. Y Keira no era su tipo de mujer. No se comportaba como hubieran hecho la mayoría de las mujeres en sus circunstancias. Había sugerido que jugaran a algo como si realmente lo pensara, sin poner ningún énfasis cariñoso en la palabra «jugar», sin dejar lugar a dudas de cómo quería que progresara el «juego»: con él entrando en su cuerpo. La gente le llamaba arrogante, pero Matteo prefería verse como un hombre realista. No se le podía acusar de subestimar sus atributos, y uno de ellos era su capacidad para hacer que el sexo opuesto se derritiera sin intentarlo siquiera.
Clavó los ojos en ella y le gustó ver la competitividad en su mirada, lo que sugería que su pregunta había sido sincera.
–Claro –respondió–. Juguemos a algo.
Keira agarró la bandeja y bajó las escaleras para volver a aparecer un poco más tarde con una pila de juegos de mesa, una botella de vino tinto y dos vasos.
–No hay necesidad de ponerse tiquismiquis con el vino –dijo ella al ver la expresión que ponía al mirar la etiqueta–. Es muy amable por parte de Mary ofrecernos esta botella y yo me voy a tomar un vaso aunque tú no lo hagas. Esta noche no tengo que conducir y no quiero ofenderla.
Matteo agarró la botella y la abrió. Sirvió los dos vasos y se forzó a beberse el contenido de un solo trago mientras se sentaba en la silla más incómoda en la que había estado en su vida.
–¿Preparado? –le preguntó Keira sentándose en la cama con las piernas cruzadas, con una manta discretamente colocada sobre los muslos.
–Supongo que sí –gruñó él.
Jugaron al Monopoly, y naturalmente ganó él. Por algo se había pasado toda su vida adulta comerciando con propiedades, y había aprendido que no había producto más valioso que la tierra. Pero se quedó sorprendido cuando ella le propuso una partida de póquer, y más sorprendido todavía con su habilidad con las cartas.
Matteo se preguntó después si no se habría distraído al saber que tenía las piernas desnudas bajo la manta, o mirándole las largas pestañas negras, que no tenían ni un gramo de maquillaje. Porque la verdad era que encontraba a su conductora tamaño llavero más fascinante a cada momento que transcurría. Se las estaba arreglando para mantener la cara de póquer cuando miraba las cartas, y Matteo sintió el deseo de besar aquellos labios que no sonreían.
Tragó saliva. ¿Era Keira consciente de que su frialdad le provocaba una ráfaga sexual que crecía más y más a cada segundo? No lo sabía. Lo único que sabía era que para cuando se terminaron casi la botella le había ganado, y aquello era una experiencia desconocida para él.
–¿Quién te enseñó a jugar así? –le preguntó entornando los ojos.
Ella se encogió de hombros.
–Antes de ser conductora trabajé como mecánica de coches… sobre todo con hombres –añadió–. Y a ellos les gustaba jugar a las cartas en los ratos libres.
–¿Trabajaste de mecánico?
–Pareces sorprendido.
–Lo estoy. No pareces lo suficientemente fuerte como para cargar con las piezas de un coche.
–Las apariencias pueden engañar.
–Está claro que sí – él agarró la botella y vació lo que quedaba, fijándose en que a Keira le temblaban los dedos cuando le tendió el vaso. Ella también debió de notar aquella corriente eléctrica cuando sus dedos rozaron los suyos.
Matteo cruzó las piernas para ocultar la erección mientras trataba, sin conseguirlo, de pensar en otra cosa que no estuviera relacionada con los labios y el cuerpo de Keira.
Keira no tenía muy claro cómo expresar lo que pensaba. El alcohol la había vuelto más osada de lo habitual, algo que explotó completamente durante la partida de cartas. Sabía que ganar a Matteo Valenti no era lo más inteligente que podía hacer, pero algo la llevó a demostrarle que no era tan inútil como él pensaba. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que el valor la abandonaba. Igual que era consciente de que la tensión había ido creciendo en la agobiante habitación desde que ella salió del baño.
Sentía los pechos tirantes y las braguitas húmedas. ¿Se habría dado cuenta Matteo? Tal vez estuviera acostumbrado a que las mujeres reaccionaran de aquella manera al estar cerca de él, pero ella no era una de esas mujeres. Los hombres la habían llamado frígida antes, cuando en realidad lo que tenía era miedo de hacer lo que su madre siempre le había advertido que no hiciera. Pero nunca había sido un problema con anterioridad porque el contacto cercano con el sexo opuesto siempre la había dejado fría, y la única vez que terminó en la cama con un hombre se quedó dormido por el alcohol y empezó a roncar antes incluso de que su cabeza tocara la almohada. Entonces, ¿cómo se las arreglaba Matteo para hacer que se sintiera así, como si todos los poros de su piel gritaran que la tocara?
Keira tragó saliva.
–No hemos hablado de cómo vamos a dormir.
–¿Qué tienes en mente?
–Bueno, parece que vamos a tener que compartir la cama… así que tendremos que llegar a algún tipo de acuerdo –Keira exhaló profundamente el aire–. Y estoy pensando que podíamos dormir al revés.
–¿Al revés? No entiendo.
Ella movió los hombros en un gesto de incomodidad.
–Es fácil. Yo duermo con la cabeza en un extremo de la cama y tú duermes con la tuya en el otro. Solíamos hacerlo en las chicas exploradoras. A veces la gente incluso ponía almohadas en medio para mantenerse en su lado y no invadir el espacio de la otra persona.
Keira decidió seguir, aunque no le resultaba fácil con él mirándola fijamente con incredulidad.
–A menos que estés dispuesto a pasar la noche en esa silla.
Matteo fue consciente de la dureza del asiento, que le hacía sentir como si estuviera sentado en alambres de hierro.
–¿De verdad crees que me voy a pasar la noche sentado en esta maldita silla?
Ella le miró desconcertada.
–¿Quieres que yo duerma en la silla?
–¿Y que me tengas toda la noche despierto mientras te mueves intentando encontrar una postura? No. Te voy a decir lo que va a pasar, cara mia. Vamos a compartir la cama como sugirió la amable dama. Pero no te preocupes, romperé mi costumbre de toda la vida de dormir desnudo y tú puedes dejarte el suéter puesto. Capisci? Y puedes quedarte tranquila, estarás a salvo de mis intenciones porque no te encuentro atractiva en absoluto.
No era del todo cierto, pero… ¿por qué empeorar todavía más una situación ya de por sí mala?
Se puso de pie y empezó a desabrocharse el cinturón. Vio cómo ella abría la boca.
–Será mejor que cierres esos grandes ojos azules –le sugirió con un toque burlón mientras veía cómo palidecía–. Al menos hasta que esté a salvo entre las sábanas.
KEIRA estaba tumbada en la oscuridad deslizando la lengua por los labios, que sentía tan secos como si hubiera corrido un maratón. Lo había intentado todo. Respirar profundamente. Contar hacia atrás desde mil. Relajar los músculos desde los dedos de los pies hacia arriba. Pero hasta el momento nada había funcionado, y en lo único que podía pensar era en el hombre que tenía al lado. «Matteo Valenti. A mi lado en la cama».Tenía que seguir repitiéndolo en silencio para recordarse lo imposible de la situación… y también la innegable tentación que sentía.
De su poderoso cuerpo irradiaba un calor animal, despertando en ella el deseo de retorcerse debido a una extraña frustración. Quería agitarse, pero se obligó a quedarse lo más quieta posible, aterrorizada ante la idea de despertarle. No dejaba de repetirse que llevaba en pie desde la seis de la mañana y que debería estar agotada, pero cuanto más buscaba el sueño, más la esquivaba.
¿Sería porque aquella mirada robada de su cuerpo cuando iba a subirse a la cama había reforzado las fantasías que estaba intentando no tener? Sí, se había cubierto con una camiseta y unos boxers de seda, pero… no servían para ocultar su abdomen musculado y las piernas cubiertas de duro vello. Cada vez que cerraba los ojos podía ver aquellos músculos duros y fuertes y una oleada de deseo le atravesaba el cuerpo, dejándola casi sin aliento.
Los sonidos procedentes de abajo no ayudaban. La cena que Mary había mencionado estaba en pleno apogeo y le molestaba de una manera en la que prefería no pensar. Escuchaba los gritos de emoción que sobresalían entre la charla, y luego las voces de los niños cuando empezaron a cantar villancicos. Keira se los podía imaginar a todos alrededor de la chimenea como una postal navideña, y sintió una oleada de tristeza porque ella nunca había vivido algo así.
–¿No puedes dormir? –aquella voz sedosa con acento italiano le atravesó los pensamientos, y supo por el cambio de peso en el colchón que Matteo Valenti había girado la cabeza para hablar con ella.
Keira tragó saliva. ¿Debería fingir que estaba dormida? Pero no tendría mucho sentido. Sospechaba que Matteo descubriría la farsa al instante, y además suponía un alivio no tener que seguir quieta.
–No –admitió–. ¿Y tú?
Matteo soltó una breve carcajada.
–No esperaba hacerlo.
–¿Por qué no?
–Creo que ya lo sabes –murmuró con voz grave–. Es una situación poco habitual compartir cama con una mujer atractiva y tener que comportarse de una manera casta.
Keira se alegró de que estuviera oscuro para que no se le viera el repentino rubor de placer. ¿La había llamado «atractiva» el guapísimo y arrogante Matteo Valenti? ¿Estaba realmente insinuando que le costaba trabajo mantener las manos alejadas de ella? Tal vez solo estuviera intentando ser educado… pero no había sido precisamente un modelo de buena educación hasta el momento.
–Creía que habías dicho que no me considerabas atractiva.
–He estado intentando convencerme de ello.
Ella sonrió de placer en la oscuridad.
–Podría bajar y preparar un poco de té.
–Por favor –gruñó él–. No más té.
–Entonces supongo que tendremos que resignarnos a pasar una noche en blanco –Keira ahuecó la almohada y suspiró antes de volver a apoyar la cabeza en ella–. A menos que tengas una sugerencia mejor.
Matteo sonrió con frustración porque su comentario le había sonado sincero. No estaba preguntándoselo de un modo que indicara que él se incorporara y le diera una respuesta con los labios. Como tampoco le estaba rozando de manera accidental una de sus bonitas piernas contra la suya, tentándole con su contacto.
Tragó saliva. Su actitud virtuosa no suponía ninguna diferencia porque estaba duro desde el momento en que se metió entre las sábanas, y ahora estaba como una piedra. Por una mujer con un pelo espantoso por cuya incompetencia se veía varado en aquel agujero. Un tipo de frustración diferente se apoderó de él hasta que recordó que culpar a la mujer no le serviría de mucho.
–Supongo que podemos hablar –sugirió.
–¿De qué?
–¿De qué les gusta hablar a las mujeres? –preguntó Matteo con sorna–. Puedes contarme algo de ti.
–¿Y de qué servirá eso?
–Seguramente me ayude a dormir –admitió él.
Escuchó cómo ella se reía entre dientes. Y eso le hizo sonreír a él.
–Cuéntame dónde vas a pasar las Navidades… ¿no es eso lo que todo el mundo pregunta en esta época del año?
Keira abrió y cerró los dedos bajo la sábana, pensando que de todas las preguntas que pudo haberle hecho, aquella era la que menos le apetecía contestar. ¿Por qué no le había preguntado sobre coches para que pudiera deslumbrarle con sus conocimientos mecánicos? O hablarle de su sueño de llegar algún día a convertirse en restauradora de coches antiguos, aunque siendo realista aquello no iba a pasar nunca.
–Con mi tía y mi prima, Shelley –murmuró malhumorada.
–Y no te apetece mucho, ¿verdad?
–¿Tanto se me nota?
–Me temo que sí. A tu voz le falta cierto… entusiasmo.
–Pues no, no me apetece.
–¿Y por qué no pasas las Navidades en otro sitio?
Keira suspiró. En la oscuridad era muy fácil olvidar el barniz de despreocupación que siempre se ponía cuando la gente le hacía preguntas sobre su vida personal. Mantenía los hechos reducidos al mínimo porque así era más fácil. Si se dejaba claro que no se quería hablar de algo, la gente terminaba por dejar de preguntar.
Pero Matteo era distinto. No volvería siquiera a verlo después del día siguiente. ¿Y no estaría bien decir por una vez lo que sentía en lugar de lo que sabía que la gente esperaba oír? Sabía que tenía suerte de que su tía se hubiera quedado con ella cuando aquel conductor borracho atropelló a su madre al volver del trabajo con el perro de peluche que había comprado para el cumpleaños de su hija. Por suerte no había tenido que ir a una casa de acogida. Pero saber algo no siempre servía para cambiar cómo se sentía alguien por dentro. Y no cambiaba la realidad de que Keira se sintiera una imposición. De tener que estar constantemente agradecida por que le hubieran dado un hogar. De intentar ignorar las sutiles pullas porque Keira era más guapa que su prima, Shelley. Aquella era la razón por la que se cortó el pelo un día y se lo dejó corto.
–Porque las Navidades son para estar en familia y ellas son la única que tengo –dijo.
–¿No tienes padres?
–No –y como pareció que quedaba un hueco que había que rellenar, eso fue exactamente lo que hizo–, no conozco a mi padre y mi tía se quedó conmigo cuando mi madre murió, así que le debo mucho.
–Pero no te cae bien, ¿no?
–Yo no he dicho eso.
–No hace falta decirlo. No es un delito admitirlo. No tiene que caerte bien alguien solo porque haya sido amable contigo, Keira, aunque sea un pariente.
–Lo hizo lo mejor que pudo, y no debió de ser fácil. El dinero no sobraba –afirmó ella–. Y ahora que mi tío ha muerto solo quedan ellas dos, y creo que mi tía se siente sola en el fondo. Así que me sentaré a la mesa con ella y con mi prima y fingiré disfrutar del pavo seco. Como hace la mayoría de la gente, supongo.
Se hizo una pausa tan larga que Keira se preguntó si Matteo no se habría dormido realmente. Así que cuando volvió a hablar se sobresaltó.
–¿Y qué te gustaría hacer en Navidades? –le preguntó con tono suave–, si el dinero no fuera un problema y no tuvieras que estar con tu tía.
Keira se subió la sábana hasta la barbilla.
–¿De cuánto dinero estamos hablando? ¿El suficiente para alquilar un jet privado y volar al Caribe?
–Si eso es lo que te apetece…
–No particularmente –Keira miró al techo. Hacía mucho tiempo que no jugaba a las fantasías–. Reservaría una habitación en el hotel más lujoso que pudiera encontrar. Y vería la televisión. Ya sabes, una de esas pantallas enormes que ocupan toda una pared. Nunca he tenido televisión en el cuarto. Vería todas las películas cursis navideñas allí tumbada comiendo helado y palomitas hasta reventar.
A Matteo se le tensó el cuerpo bajo la sábana, y no solo por el tono melancólico de su voz. Hacía mucho tiempo que no recibía una respuesta tan sencilla de alguien. Y su candor resultaba refrescante. Tan refrescante como su cuerpo joven y esbelto y aquellos ojos de un azul profundo, del color del mar oscuro. Se le había acelerado el latido del corazón y sintió un renovado latigazo de erección. Y de pronto la oscuridad se convirtió en un peligro porque le cubría con la capa del anonimato. Le hacía olvidar quién era él y quién era ella. Le tentaba a hacer cosas en las que no debería siquiera pensar. Porque sin luz eran simplemente dos cuerpos tumbados uno al lado del otro a merced de sus sentidos… y en aquel momento sus sentidos estaban disparados.
Matteo extendió el brazo y encendió la luz, de modo que la minúscula habitación quedó cubierta de un suave brillo. Keira, que seguía con la sábana hasta la barbilla, parpadeó y le miró.
–¿Por qué has hecho eso?
–Porque la oscuridad me resulta… molesta.
–No lo entiendo.
Matteo alzó las cejas.
–¿No?
Se hizo una pausa. Matteo vio el recelo reflejado en sus ojos mientras sacudía la cabeza, pero también vio algo más, algo que le aceleró el ritmo cardíaco.
–No –respondió ella finalmente.
–Creo que será mejor que después de todo me vaya a dormir a la maldita silla –dijo Matteo–. Si me quedo aquí más tiempo voy a besarte.
Keira le miró asombrada. ¿Acababa de decir Matteo Valenti que quería besarla? Se quedó allí tumbada durante un instante, disfrutando de la sensación de ser el objeto de atracción de un hombre tan guapo mientras el sentido común libraba una cruenta batalla contra sus sentidos.
Se dio cuenta de que a pesar del comentario de la silla no se había movido, y la pregunta sin formular parecía estar en el aire. En algún lugar distante de la casa se escuchó un reloj marcando la hora, y aunque no era medianoche sonó como la hora encantada. Como si la magia pudiera suceder si la dejaba. Si escuchaba lo que quería en lugar de a la voz de la precaución, que había sido una presencia constante en su vida desde que tenía uso de razón.
Había aprendido de la manera más dura lo que les sucedía a las mujeres que caían con el hombre equivocado… y Matteo Valenti tenía la palabra «error» escrita en cada poro de su cuerpo. Era peligroso, sexy y un multimillonario que estaba fuera de su alcance. ¿No debería apartarse de él y decirle que sí, que por favor se fuera a la silla?
Pero no hizo nada de eso. Lo que hizo fue cerrar los ojos y deslizar la punta de la lengua por el labio inferior. Le resultaba imposible apartar la mirada de él. Podía sentir el calor derretido en el vientre, que le provocaba una tirantez excitante. Pensó en las vacaciones que tenía por delante. La forzada comida navideña con su tía hablando orgullosa del trabajo de su hija, Shelley, como esteticista y preguntándose cómo era posible que su única sobrina hubiera acabado siendo mecánica de coches.
Keira cerró los ojos un instante. Se había pasado la vida entera tratando de ser buena, ¿y qué había conseguido? No se daban medallas por ser buena. Había sacado el mejor partido a su dislexia y a la habilidad que tenía con las manos. Era capaz de desmontar un motor y volver a armarlo. Había encontrado trabajo en un mundo de hombres que le permitía llegar a fin de mes, pero nunca había tenido una relación larga. Nunca había tenido relaciones sexuales, y si no se andaba con ojo podría terminar anciana y melancólica, recordando aquella noche nevada en Dartmoor en la que Matteo Valenti quiso besarla.
Lo miró fijamente.
–Adelante –susurró–. Bésame.
Si creía que él iba a vacilar, estaba muy equivocada. No siguió ninguna pregunta sobre si estaba segura. Matteo le tomó el rostro entre las manos y en cuanto deslizó los labios sobre los suyos no hubo más que decir. El trato se selló y no había vuelta atrás. Matteo la besó hasta que se quedó mareada de placer y derretida de deseo. Hasta que empezó a moverse entre sus brazos inquieta, buscando la siguiente fase, aterrorizada por el temor de que en algún momento pudiera darse cuenta de lo inexperta que era y la rechazara. Le escuchó reírse suavemente al deslizar los dedos bajo el suéter y encontrarse con el sujetador que le cubría los senos.
–Demasiada ropa –murmuró él desabrochándoselo.
Keira pensó en la cantidad de veces que sin duda habría hecho Matteo aquel gesto, y que tal vez debería confesarle su inexperiencia. Pero entonces él empezó a acariciarle los pezones suavemente en círculos con el pulgar y el momento pasó. El deseo se le acumuló en la entrepierna como si fuera miel y Keira soltó un pequeño grito de placer.
–No grites –la urgió él suavemente mientras le quitaba el suéter por la cabeza y lo tiraba a un lado. El movimiento fue seguido rápidamente por su propia camiseta y los boxers–. No queremos despertar a toda la casa, ¿verdad?
Keira sacudió la cabeza, incapaz de responder porque ahora él le estaba bajando las braguitas y una llamarada de deseo se le extendió por todo el cuerpo.
–Matteo –jadeó cuando sus dedos se le acercaron al vientre y empezaron a explorar su piel ardiente.
La acarició con una delicadeza tentadora, cada caricia íntima hacía que se deslizara más profundamente en un nuevo mundo de intimidad. Y que a la vez le resultaba extrañamente familiar. Como si supiera exactamente lo que tenía que hacer a pesar de ser novata. ¿Le dijo él que abriera las piernas o se le separaron solas? No lo sabía. Lo único que sabía era que cuando empezó a acariciarle con la yema de los dedos los húmedos y cálidos pliegues pensó que se iba a desmayar de placer.
–Oh… –susurró maravillada–. Esto es… increíble.
–Lo sé. Ahora tócame –la urgió Matteo contra la boca.
Keira tragó saliva. ¿Se atrevería? Era tan grande y firme que realmente no sabía qué hacer. Contuvo los nervios, lo tomó entre los dedos pulgar e índice y empezó a acariciarle arriba y abajo con un movimiento suave que estuvo a punto de hacerle saltar de la cama.
–Madonna mia!