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Marcada por sus caricias Sara Craven ¿Se atrevería a decirle que tenía un heredero? Selena Blake no podía dejar de pensar en Alexis Constantinou. Antes de que sus expertas caricias le abrieran los ojos, no era más que una ingenua maestra. Desde entonces, soñaba todas las noches con una idílica isla del Mediterráneo y la tórrida aventura que le había robado la inocencia. Pero, del corto tiempo que habían pasado juntos, Selena conservaba un vergonzoso secreto. Y cuando, por motivos familiares, tuvo que regresar a Grecia, volvió a enfrentarse al hombre cuyas caricias la habían marcado para siempre. Al volver a ver a Alexis no pudo pasar por alto la pasión que los seguía consumiendo. Sin embargo, ¿se atrevería a contarle la verdad que había ocultado a todos? Reencuentro con el deseo Jennifer Hayward Aunque la química entre ellos seguía siendo tan intensa como siempre, ¿superarían ilesos su tempestuoso reencuentro? El mundo de Angelina se tambaleó cuando Lorenzo Ricci irrumpió en su fiesta de compromiso exigiéndole que cancelara la boda porque seguía casada con él. Dos años atrás, ella había abandonado al temperamental italiano para proteger su corazón, pero, dado que el negocio de su familia estaba en juego, tendría que aceptar las condiciones de su marido… Lorenzo estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que su esposa volviera al lecho matrimonial y le proporcionara un heredero. Incluso cancelaría su deuda si le devolvía el préstamo en… deseo. Novia a la fuerza Louise Fuller ¿Prefieres a la policía o a mí? Daisy Maddox, actriz en paro, era capaz de cualquier cosa por su hermano, incluso de entrar a escondidas en un despacho a devolver el reloj que este le había robado al millonario Rolf Fleming. Al ser sorprendida por él, Daisy había quedado completamente a su merced. Lo que Rolf necesitaba era una esposa para poder cerrar un trato.
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Seitenzahl: 721
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca 1, n.º 130 - octubre 2017
I.S.B.N.: 978-84-9170-794-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Marcada por sus caricias
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Reencuentro con el deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Novia a la fuerza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Una obsesión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
SELENA vio la carta en cuanto abrió la puerta. El sobre azul de correo aéreo destacaba sobre la estera marrón.
Se detuvo en seco al reconocer el sello griego y se le contrajo el estómago cuando apareció en su mente la imagen de altas columnas que se erguían bajo el cielo azul y la hierba oculta entre las piedras caídas a sus pies. Y el suave murmullo de una voz masculina bajo el sol, y la caricia de unas manos y unos labios, y el roce de una piel cálida y desnuda con la suya.
Ahogó un grito y soltó la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Los limones que había en ella rodaron por el vestíbulo. Selena pensó que la carta solo podía ser de Millie. La alarma que había sentido se vio sustituida por un creciente enfado.
Casi un año de silencio. Y ahora, ¿qué? ¿Otra sarta de recriminaciones y acusaciones como la que su hermana le había lanzado en la última y desastrosa conversación telefónica que habían tenido?
«Es culpa tuya», la había acusado Millie llorando. «Tendrías que haberme ayudado, pero te has portado como una idiota descerebrada y lo has echado todo a perder para las dos. No te perdono y no quiero volver a verte».
Y le había colgado el teléfono con tanta fuerza que el ruido había parecido provenir de la habitación de al lado, no de una taberna a miles de kilómetros, en una lejana isla griega. Y Selena sabía que no hubiera podido alegar mucho en su defensa, suponiendo que su hermana hubiera estado dispuesta a escucharla, ya que, en efecto, se había portado como una idiota.
Sin embargo, había sufrido por su comportamiento de un modo que Millie no podía imaginarse, porque, desde aquella llamada, no había habido ningún intento de comunicación hasta ese momento.
Estuvo tentada de dejar la carta donde estaba, pisarla y entrar en el salón para comenzar la nueva vida en la que había estado pensando mientras volvía a su casa en autobús.
Pero la carta no se desintegraría ni se evaporaría. Y, a pesar de todo, le picaba la curiosidad.
Se agachó y la recogió, cruzó el salón y la dejó en la encimera de la cocina antes de llenar el hervidor para calentar agua.
Pensaba haberse preparado una jarra de limonada fría y tomársela en el pequeño patio para celebrar tranquilamente que iba a comenzar de cero. Sin embargo, lo que necesitaba en aquel momento era cafeína, se dijo, al tiempo que sacaba el paquete de café del armario.
Mientras el agua se calentaba, volvió al vestíbulo a recoger los limones y los puso en el frutero.
Había sido una estúpida al asustarse de aquella manera. ¿Había pensado ni por un momento que…?
«No sigas por ahí», se dijo con dureza. «Ni ahora ni nunca».
Se preparó un café y salió al patio. Se sentó en el viejo banco de madera mientras recapitulaba los sucesos de la mañana e intentaba recuperar el optimismo.
Se había quedado sola en el aula de la señorita Forbes pensando, angustiada, en qué iba a ocupar las vacaciones de verano de seis semanas sin sueldo que la esperaban, cuando entró la señorita Smithson, la directora del colegio.
–Lena, la semana pasada nos enteramos de que Megan Greig ha decidido no reincorporarse cuando acabe la baja por maternidad. Su puesto de profesora de apoyo ha pasado a ser permanente, en vez de temporal, y hemos decidido ofrecértelo –sonrió–. Has trabajado mucho y te has convertido en un miembro del equipo. Todos queremos que continúes con nosotros y esperamos que lo hagas.
–Pues claro –Selena estaba aturdida, ya que esperaba volver a estar sin trabajo y, probablemente sin casa cuando llegara la Navidad–. Me parece estupendo.
La señorita Smithson sonrió aliviada.
–Entonces, todos contentos. La semana que viene recibirás la confirmación oficial. Nos vemos el trimestre que viene.
La euforia le había durado a Selena mientras volvía a casa y hasta que había abierto la puerta.
No le apetecía que su hermana le echara otro sermón ni, la otra posibilidad a tener en cuenta, que le pidiera dinero. Si era así, Millie se llevaría una desilusión, ya que estaba sin blanca.
«Además», pensó, «tengo que considerar cuáles son mis prioridades, como, por ejemplo, buscar otro sitio para vivir donde se permita tener niños y animales».
Recordó que Millie y ella siempre habían querido tener una mascota, pero la tía Nora se había negado, probablemente porque pensaba que ya era suficiente con hacerse cargo de sus dos sobrinas huérfanas.
Con el paso de los años, Selena se había dado cuenta de que la señorita Conway había ofrecido un hogar a las hijas de su difunta hermana por sentido del deber, no porque les tuviera afecto. Y también por interés personal.
Su papel como pilar de la comunidad de Haylesford se habría resentido si se hubiera corrido la voz de que había llevado a sus sobrinas a un orfanato. Mucha gente habría pensado que la caridad comenzaba por uno mismo.
A los once años, destrozada por la muerte de sus padres, atropellados por un conductor que se había dado a la fuga, a Selena no le había importado dónde fueran a parar Millie y ella ni lo que les fuera a suceder, siempre que estuvieran juntas, a pesar de que eran totalmente diferentes, tanto en el físico como en la forma de ser.
Millie, dos años más joven que ella, era guapa, baja, llena de curvas rubia y de ojos azules. Selena era alta y muy delgada. Tenía los ojos grises y el cutis mucho más pálido que el de su hermana. Pero la diferencia más grande entre ambas residía en el cabello, ya que Selena lo tenía tan rubio que era casi blanco plateado y le caía en una melena lisa hasta media espalda.
«Un cabello como los rayos de la luna…».
El recuerdo la asaltó a traición. Seguía vivo contra su voluntad.
Nadie volvería a decírselo. Se había asegurado de ello hacía tiempo, al dejar los mechones plateados en el suelo de la peluquería de Haylesford y salir con una corta melena que le enmarcaba el rostro y le destacaba los pómulos.
«Otra diferencia entre nosotras», pensó, «es que ella se parece a mamá y yo a la familia de papá, que siempre decía que sus antepasados eran vikingos y que por eso teníamos el cabello de ese color».
Pero fuese cual fuese la razón de la renuencia de la tía Nora a acogerlas, no podía ser que no le gustaran los niños, ya que dirigía un colegio privado femenino. De todos modos, su tía las matriculó en una escuela pública, pero no les habló de los planes a largo plazo que tenía para ellas, pensó Selena con amargura.
Tomó un sorbo de café mientras se preguntaba por qué volvía sobre lo mismo una y otra vez, sobre todo cuando se había dicho que lo mejor para sobrevivir era olvidar el pasado y pensar únicamente en el futuro.
La carta de Millie seguía en la cocina. Era hora de enfrentarse a ella. Apuró el café y entró.
La única hoja de papel que había en el interior del sobre parecía haber sido arrancada de un bloc de notas.
Lena, tenemos que hablar. Es una emergencia. Llámame, por favor.
Millie había añadido el número de teléfono.
Selena estaba convencida de que sería para hablar de dinero. O tal vez se hubiera aburrido de vivir en una islita griega y quisiera volver al Reino Unido. Pero, ¿para hacer qué?, ¿para vivir dónde? Desde luego no en su casa, que era minúscula.
Millie no estaba cualificada para realizar trabajo alguno, salvo el de camarera. Y probablemente ya estuviera harta de llevarlo a cabo.
Y no era probable que su hermana creyera que la tía Nora se había puesto en contacto con ella para decirle que las había perdonado. Si era así, podía esperar sentada, ya que su tía había desaparecido para siempre de la vida de ambas.
¿Y por qué no la había llamado Millie si quería hablar con ella con tanta urgencia?
El número de teléfono que aparecía en la carta indicaba que su hermana seguía viviendo con Kostas en la taberna, llamada Amelia en su honor.
Y aunque a Selena la tentaba la idea de fingir que no había recibido la carta, Millie era su hermana, a pesar de todo, y le pedía ayuda.
–No puedo dejarla en la estacada –dijo en voz alta.
Agarró el teléfono. Contestó una voz masculina.
–¿Kostas? Soy Selena.
–Ah, has llamado –Selena percibió el alivio en su voz–. Me alegro, aunque sabía que lo harías. Le dije a mi Amelia que no se preocupara.
–¿Está Millie? ¿Puedo hablar con ella?
–Ahora no. El médico le ha dicho que descanse. Está durmiendo.
–¿El médico? ¿Está enferma? ¿Qué le pasa? ¿Es grave?
–No te lo puedo decir. Es cosa de mujeres, y está asustada. Se siente muy sola. Mi madre está aquí, claro, pero… No es fácil, ya sabes.
«Seguro», pensó Selena, al recordar a Anna Papoulis, de eterno luto por su difunto marido y con una perenne expresión de amargura en el rostro porque su hijo se había casado con una extranjera.
Pero el matrimonio había perdurado, lo cual era un alivio.
–Quiere estar contigo –prosiguió Kostas–. No deja de repetirlo y de llorar. Si vienes y estás con ella durante un tiempo, se pondrá mejor enseguida, lo sé. He preparado una habitación para ti, con la esperanza de que lo hagas.
Selena se quedó muda de la sorpresa.
«¿En serio cree que voy a volver a Rimnos? ¿Después de lo que pasó? Debe de haber perdido el juicio».
–No, es imposible –dijo por fin–. Me necesitan aquí.
–Pero las cosas han cambiado –insistió él–. La gente se ha marchado. La isla ha cambiado. Estarás a salvo con nosotros.
«Creí estar a salvo y que Millie era la que corría peligro. Pero fue a mí a quien traicionaron. Aún tengo las cicatrices».
–Y mi Amelia está deseando verte y estar contigo. Y yo no soportaría que la decepcionaras.
Así había comenzado todo, porque no había que decepcionar a Millie. Porque dos de sus compañeras de clase, Daisy y Fiona, se iban de vacaciones a Grecia por primera vez sin sus padres y le pidieron que las acompañara. La tía Nora se había negado en redondo a darle permiso porque solo tenía diecisiete años.
Sin embargo, la señora Raymond, la madre de Daisy, de quien había partido la idea del viaje, le dijo a su tía que había que conceder a las chicas cierta independencia y demostrarles que confiaban en ellas, ya que, al año siguiente, se marcharían para ir a la universidad.
Al oírla, Selena había pensado que tal vez lo hicieran Daisy y Fiona, pero que Millie solo lo conseguiría si se ponía a estudiar en serio.
La señora Raymond había añadido que Rimnos era una isla pequeña y tranquila en la que no había discotecas, que el hotel era un negocio familiar que tenía buena reputación, que las chicas estaban deseando que Millie las acompañara y que esta se sentiría muy decepcionada si no lo hacía.
Aunque de mala gana, la tía Nora acabó accediendo. Selena se encogió de hombros pensando que no era asunto suyo. No sabía lo equivocada que estaba porque, de repente, puso su vida patas arriba.
Kostas volvió a hablar.
–Si el coste es un problema, te pagaré gustosamente el billete a Mikonos y el viaje en el ferry hasta Rimnos. Te pido que vengas por Amelia. Está deseando verte.
–No es la impresión que me dio la última vez que hablé con ella por teléfono –dijo Selena en tono seco.
–En todas las familias se dicen cosas, cuando se está enfadado, que luego se lamentan. Apelo a tu compasión por tu hermana enferma.
Dicho así, Selena se dio cuenta de que no podía negarse. Sin embargo, se sentía intranquila, a pesar de que Kostas le había dicho que las cosas habían cambiado.
«Pero yo no», pensó. «Ahora lo sé. Y no lo haré hasta que reúna el valor para enfrentarme a mis demonios. Tal vez haya llegado el momento».
–Muy bien, Kostas –dijo lanzando un doloroso suspiro–. Saldré en el primer vuelo que encuentre, que me pagaré yo misma. Gracias, de todos modos. Te llamaré cuando sepa algo. Y dile de mi parte a Millie que espero que se recupere.
Empleó el resto del día haciendo tareas domésticas al tiempo que intentaba no prestar atención a la vocecita en su interior que le decía que no había aprendido nada de los errores pasados y que volvía a comportarse como una idiota, porque sabía que era muy improbable que Millie hubiera hecho lo mismo por ella si la situación hubiera sido la opuesta.
«Pero ella podría seguir viviendo como si tal cosa, mientras que a mí me sería imposible, sobre todo si su enfermedad se agrava».
Y, en ese caso, ¿qué atención médica podría recibir en un lugar tan pequeño?
«Si tiene que volverse a Inglaterra conmigo, tendré que arreglármelas y buscar una casa más grande para vivir».
Decidió acostarse pronto debido a todo lo que debía hacer al día siguiente y, también, con la esperanza de acallar temporalmente la vocecita interior.
Mientras se desnudaba fue elaborando una lista mental de lo que tendría que llevarse a Rimnos teniendo en cuenta el calor que hacía allí en verano.
Mientras agarraba el camisón se miró al espejo preguntándose si los acontecimientos del año anterior la habrían cambiado de forma significativa. Pero, aparte del corte de pelo, no observó ningún otro cambio reseñable. Sus senos seguían erguidos y redondos, su cintura estrecha, el estómago liso y las caderas suavemente curvadas.
«Parece que estoy sin estrenar», se dijo con ironía. Y la risa se le transformó en un sollozo.
Pasó una mala noche y, cuando sonó el despertador, estuvo tentada de apagarlo, taparse con las sábanas y quedarse donde estaba.
Era la salida de los cobardes, pensó, mientras se levantaba y se dirigía a la ducha.
Primero fue a la agencia inmobiliaria para hacerles saber sus requisitos para la nueva vivienda y, después, a comprarse varios pantalones cortos de algodón, camisetas y un bañador.
Como no sabía cuánto tiempo se quedaría ni si volvería sola, reservó un vuelo solo de ida en la agencia de viajes y compró euros, que tendría que gastarse con cuidado, ya que no disponía de fondos para comprar más.
Pero aún tenía pendiente la tarea más difícil, pensó al volver a salir a la calle, que la sometería a más presión. Sin embargo, esa vez, tenía una respuesta positiva que ofrecer, un plan de futuro factible.
En la calle, oyó que la llamaban. Era Janet Forbes, la profesora a la que ayudaba en la escuela, que se acercaba a ella sonriente.
–Me alegro de verte. Quería llamarte para charlar contigo. ¿Tomamos un café o tienes prisa?
–No, me parece estupendo.
Fueron a un café con terraza que daba al río. Sus orillas estaban llenas de gente que tomaba el sol, consumía helados y daba de comer a los patos.
–Quería decirte que estoy encantada de que sigamos trabajando juntas el próximo curso –dijo Janet mientras ambas tomaban un café sentadas bajo una sombrilla–. Megan es buena chica y muy seria, pero me daba la impresión de que el trabajo era para ella una forma de pasar el tiempo, mientras que tú…
Hizo una pausa.
–¿Nunca te has planteado sacarte el título de maestra? Creo que tienes cualidades. No es que quiera que dejes de trabajar conmigo. Ni se te ocurra pensarlo.
Selena estaba dispuesta a afirmar que estaba contenta con su suerte. Pero, cuál no sería su sorpresa cuando se oyó decir:
–Comencé a estudiar, pero no pasé del segundo año –se obligó a sonreír–. Por problemas familiares.
–¡Qué lástima! Siempre puedes retomar los estudios. Nunca es tarde para volver a comenzar.
–Tal vez algún día. Me encantaría, pero, en estos momentos, tengo otras prioridades.
–Pues piénsatelo para el futuro –la señorita Forbes se levantó–. Detesto que el talento se desperdicie. Tal vez cuando tus problemas familiares se hayan solucionado.
Mientras la veía alejarse, Selena pensó: «No te imaginas cuáles son. Y no puedo contarle ni a ti ni a nadie lo que pasó hace dos años».
«Ni que sigo luchando con las consecuencias».
SELENA pensó que debiera marcharse del café y volver a la tienda a comprarse más ropa, pero tendría que contentarse con lo mínimo, ya que era lo único que se podía permitir.
El hecho de estar acostumbrada a vivir con poco la ayudaría si su vida cambiaba en la dirección que esperaba.
No «si su vida cambiaba», sino cuando su vida cambiara.
Para celebrarlo, pidió otro café con hielo.
Era curioso que, mientras ella se había dedicado a observar con atención a Janet Forbes y a admirar su forma de dar clase, su paciencia y su habilidad para motivar a los niños, esta la hubiese estado observando y hubiera decidido animarla a que estudiara.
Selena tenía dieciséis años y estaba encantada con sus notas cuando la tía Nora dejó caer la bomba: pagaría sus gastos en la universidad, y los de Millie si acababa yendo, con la condición de que ambas dieran clase en, Meade House, su escuela privada, cuando acabaran los estudios.
En caso contrario, Selena podía olvidarse de ir a la universidad. Tendría que dejar el instituto y ponerse a trabajar.
–Tengo que saldar las últimas deudas de tus padres y compensar los gastos que he tenido en vuestra educación –dijo su tía con frialdad–. Espero que tanto Amelia como tú me los devolváis.
Hizo una pausa para dejar que lo asimilara y añadió:
–No pongas esa cara, porque no te he condenado a muerte. En Meade House, tu hermana y tú tendréis garantizadas casa, carrera y seguridad. No te vendría mal mostrarte un poco agradecida.
Selena se había preguntado qué cara pensaba su tía que iba a poner cuando todos sus sueños y planes de marcharse de Haylesford y valerse por sí misma se habían evaporado.
Estuvo tentada de mandar todo al infierno y arriesgarse, pero sabía que no podía tomar decisiones que afectaran el futuro de Millie, que entonces tenía catorce años. Sería injusto.
Una vez que hubo aceptado, el estricto régimen de la tía Nora se relajó, lo que, al final, se tradujo en el permiso que dio a Millie, años después, para irse de vacaciones con sus amigas.
Selena había encontrado trabajo durante las vacaciones de verano en un café, donde no estuvo mucho tiempo porque su tía se resbaló en el jardín, un lluvioso día de julio, se cayó y se rompió una pierna.
La tía Nora la recibió en el hospital con gesto agrio.
–No me dejarán volver a casa hasta que no aprenda a usar las muletas. Pero, incluso con ellas, necesitaré ayuda. Y Amelia se marcha a Grecia dentro de diez días.
«¡Qué suerte tiene Millie!», pensó Selena.
Su tía era todo menos paciente y la tuvo de un lado para otro desde por la mañana hasta por la noche, con la ayuda de una campanilla que tenía en la mesilla.
Además, Millie cambiaba continuamente de opinión sobre lo que meter en la maleta, por lo que había pedido que la dejaran usar la lavadora y la tabla de planchar de forma exclusiva, lo cual fue un nuevo motivo de queja para la tía Nora.
Selena se sintió aliviada cuando la señora Raymond llegó con Daisy y Fiona para llevarlas al aeropuerto.
–El doctor Bishop dice que necesitaré sesiones de fisioterapia cuando me quite la escayola –le anunció su tía a la semana siguiente–. Me ha dado una lista de fisioterapeutas que atienden a domicilio.
–¿No pueden dártelas en la Seguridad Social?
–No de la forma que necesito –dijo su tía–. El doctor Bishop afirma que la fractura ha sido tan grave que probablemente tendré que volver a aprender a andar.
Selena pensó que el doctor Bishop decía a su tía lo que quería oír. Esperaba que el fisioterapeuta fuera más sensato.
Millie, salvo una postal en la que decía que Rimnos era estupenda, no había vuelto a dar señales de vida.
La tarde en que las chicas volvían, ella tuvo que ir al centro a pedir prestados en la biblioteca unos libros para su tía. Cuando volvió, esperaba que Millie hubiera llegado, pero el equipaje no estaba en el vestíbulo.
Pensó que el vuelo se habría retrasado. Oyó que su tía la llamaba a gritos. Parecía enfadada. La encontró sentada en la cama, con las mejillas arreboladas.
A Selena la asaltó el terrible recuerdo del accidente de sus padres, y el estómago se le contrajo de miedo.
–¿Ha… ha pasado algo?
–Pues sí –respondió su tía temblando de furia–. Parece que tu hermana se ha liado con un gamberro de esa isla y ha decidido quedarse. No puedo hacer nada al respecto, así que tendrás que irte y traerla de vuelta antes de que el mal sea irreparable.
Selena se dejó caer en la silla más cercana. Era típico que su tía contemplara la situación en términos de la vergüenza que le supondría personalmente en vez de pensar en el peligro que suponía para Millie y su futuro.
–¿Quién es ese hombre? ¿Lo conocen Daisy y Fiona?
–Es el barman del hotel Olympia, que es donde se alojan. Se llama Kostas –la tía Nora pronunció su nombre con disgusto al tiempo que le tendía un papel que había arrugado con la mano–. Tu hermana nos manda esta nota. La señora Raymond ha sido incapaz de mirarme a los ojos. Toda la culpa es suya por, en primer lugar, permitir ese viaje y por insistirme en que dejara ir a Amelia. Pero eso, desde luego, no le impedirá contar a toda la ciudad lo ocurrido. Seguro que ya ha empezado.
Selena leyó la nota con el ceño fruncido. Millie se limitaba a decir que no iba a volver a Inglaterra porque quería a Kostas y se iba a quedar con él.
–Como ves, no hay tiempo que perder. Así que tienes que marcharte, encontrarla y traerla de vuelta. No hay más que hablar.
Sin embargo, añadió:
–No voy a consentir que un encaprichamiento infantil arruine mis planes para el futuro de la escuela. Deberían encarcelar a los hombres como ese barman.
Selena intentó razonar con ella diciéndole que Millie no era una niña y que sería mejor dejar que se diera cuenta por sí misma de su error y que regresara por voluntad propia. Además, ¿cómo iba su tía a arreglárselas sin ella? Esta le dijo que ya había contratado a una persona para cuidarla.
–Me va a salir muy cara. Espero que Amelia se dé cuenta de las molestias que me causa.
Dos días después, Selena se hallaba a bordo del ferry al que había subido en Mikonos contemplando el puerto de la isla de Rimnos. No estaba de humor para apreciar la vista. En lo alto de la colina que descendía hasta el puerto divisó el hotel Olympia.
Agarró la bolsa de viaje y se la echó al hombro. Al desembarcar la recibió un coro de silbidos de los jóvenes que remendaban las redes de pesca o estaban sentados en las tabernas.
Selena pensó que no era de extrañar que Millie, liberada de la reclusión a la que las sometía su tía, hubiera sido presa fácil de un lugareño sin escrúpulos.
Daisy y Fiona le habían dado, de mala gana, algunos detalles sobre él: se llamaba Kostas Papoulis, era joven, guapo, pagado de sí mismo y sexy.
Además, Daisy había añadido con malicia que no creía que estuviera interesado por Millie, sino que para él era un simple pasatiempo. Selena hubiera querido abofetearla. Por otro lado, si Millie ya se había dado cuenta, la tarea de Selena sería mucho más fácil.
El corto camino cuesta arriba hasta el hotel le hizo desear tomarse un vaso de agua helada, debido al calor asfixiante que hacía.
El vestíbulo era espacioso y aireado, con el suelo de mármol y un mostrador de recepción en el que no había nadie. Selena se dirigió hacia la puerta en que se leía «Bar», suspiró y entró.
También parecía desierto. ¿Dónde estaba todo el mundo?
Mientras vacilaba, oyó el borboteo de una cafetera al otro extremo de la barra y un inconfundible tintineo de botellas que procedía de detrás de una cortina al fondo del bar.
Se acercó a la barra, dejó la bolsa de viaje en el suelo y tosió con fuerza. Como no obtuvo respuesta alguna dijo en voz alta:
–¿Hay alguien?
Un hombre con una tablilla en la mano apartó la cortina y la miró con impaciencia y el ceño fruncido. Selena deseó que no se diera cuenta de su sorpresa al mirarlo, ya que no se parecía al joven y arrogante semental que Daisy le había descrito ni a los jóvenes sonrientes del puerto.
En primer lugar, era mayor, cerca de la treintena, alto, de tez morena, necesitaba un corte de pelo y un afeitado y tenía un cuerpo musculoso que cubrían unos vaqueros y un polo rojo descolorido que realzaba la fuerza de su pecho y sus hombros.
No era guapo desde un punto de vista convencional, pensó, mientras se daba cuenta de que tenía la garganta seca. Ojos oscuros y brillantes, nariz y barbilla muy marcadas y una boca esculpida con una firmeza que indicaba que ejercía un férreo control sobre sí mismo y lo que lo rodeaba. Un hombre con presencia. Y algo más.
Él rompió el silencio con una voz profunda dirigiéndose a ella en alemán.
–No le entiendo –dijo Selena y vio que él la examinaba con más detenimiento.
«Si crees que podría causarte problemas, estás en lo cierto», lo informó ella en silencio.
Su inglés era excelente, con un leve acento extranjero.
–Discúlpeme, me he equivocado por su cabello –su mirada se posó en la melena que le caía por los hombros y, durante unos segundos, a ella le pareció que se la había acariciado–. Le decía que el bar está cerrado a esta hora, a menos que desee un café.
Ella alzó la barbilla.
–No, gracias. Solo he venido a buscar a mi hermana.
–Entonces, tendrá que buscar en otro sitio. La mayor parte de nuestros huéspedes está en la piscina o en la playa. ¿Está su hermana alojada aquí?
–Dígamelo usted. Al fin y al cabo, es usted el único que puede decirme dónde se encuentra.
Selena consultó su reloj.
–¿Y si nos dejamos de jueguecitos? Lléveme adonde esté y se librará de ella. Nos marcharemos a Mikonos en el próximo ferry.
–Un plan excelente. Pero hay un problema: no sé quién es su hermana ni dónde está. Es evidente que aquí no.
Selena se quedó sin aliento.
–¿Es que se ha marchado ya? ¿Está volviendo? –lo fulminó con la mirada–. Debiera estarle agradecida, pero me resulta difícil.
–No es necesario. No sabía que estuviera aquí ni que se hubiera marchado. Le sugiero que pregunte en otro sitio –dijo él resueltamente al tiempo que se giraba para volver a entrar al almacén.
–Y yo le sugiero que responda mis preguntas –Selena fue tras él, consciente de que temblaba internamente, y no porque la hubiera despedido de aquella manera–. Si no lo hace, iré a la policía y les diré que se ha aprovechado de una muchacha de diecisiete años, que la ha retenido aquí para acostarse con ella, que ha obligado a sus amigas a volver al Reino Unido sin ella y que ha causado una enorme preocupación a su familia. Creí que los griegos respetaban a los turistas –añadió con desprecio.
–Lo hacemos, aunque sus compatriotas femeninas no siempre nos lo ponen fácil –respondió él con el mismo desprecio y el ceño fruncido–. ¿Su hermana y sus amigas se alojaban aquí? ¿Cómo se apellidan?
–Raymond, Marsden y Blake –replicó ella con un leve temblor en la voz.
–Ah, sí. Recuerdo haber oído algunos comentarios del personal sobre ellas –afirmó él en un tono que indicaba que no habían sido precisamente elogiosos.
–Fueran cuales fueran esas opiniones, nada justifica su conducta, señor Papoulis –apuntó ella. E iba a añadir que le dijera dónde estaba Millie cuando él comenzó a reírse–. Me alegro de que lo encuentre divertido. Tal vez la policía no comparta su sentido del humor.
–Puede que sí, cuando se enteren de que me ha confundido con mi barman. Y estoy seguro de que le dirán que, al entrar aquí, con las pistolas listas para disparar, tendría que haber estado segura de que apuntaba al blanco correcto –le tendió la mano–. Permítame que me presente. Soy Alexis Constantinou, el dueño del hotel. Kostas es uno de mis empleados. Al menos esta vez sé por qué no está trabajando y que no puede ponerme la excusa de que está enfermo.
Profundamente avergonzada y consciente del brillo burlón de sus ojos oscuros, Selena le estrechó brevemente la mano.
–Así que Kostas ha engatusado a su hermana para llevársela a la cama –prosiguió él en tono divertido–. Es raro, ya que normalmente centra su atención en mujeres mayores, solteras o divorciadas, así que debe de haberle causado una honda impresión.
–No me sirve de consuelo –dijo ella en tono seco.
–A mí tampoco me serviría, si fuera mi hermana.
Se volvió hacia el estante sobre el que estaban las botellas.
–Creo que necesita un trago, y yo también –vertió un líquido de color ámbar en dos vasos y le dio uno a ella–. Es un excelente metaxá, un remedio universal, sobre todo para los estados de shock.
–Pues usted no parece muy sorprendido por la conducta de su empleado.
–No, aunque resulta irritante.
Salió de detrás de la barra y llevó los vasos a una mesa al tiempo que le hacía un gesto para que lo siguiera. Ella lo hizo de mala gana y se llevó la bolsa consigo.
Alexis Constantinou la miró divertido.
–Viaja usted ligera de equipaje, señorita Blake.
–Va a ser una visita corta, señor Constantinou. Mi intención es buscar a mi hermana y convencerla de que abandone a ese Casanova de medio pelo y vuelva conmigo a casa.
–Es una buena definición de Kostas, señorita –afirmó él, que parecía estarse divirtiendo cada vez más.
–Gracias –contestó ella con sequedad–. Y si no le importa que se lo diga, debiera vigilar más las actividades extralaborales de sus empleados.
–Me aseguro de que hagan su trabajo. No soy el guardián moral de nadie. Tal vez su hermana y sus amigas sean las que necesiten orientación.
–¡Cómo se atreve! –explotó ella–. Millie carece de experiencia por completo. Ese tipo se ha aprovechado de su inocencia.
–Una historia muy emotiva –replicó él, sin dar señal alguna de que lo hubiera emocionado–. Bebamos –alzó el vaso y lo hizo chocar contra el de ella–. Yamas, que significa «a nuestra salud».
A ella no le gustó que el brindis pareciera unirles, pero tomó un sorbo con precaución y reprimió la tos cuando se lo tragó.
–¿Qué es? –preguntó cuando pudo hablar.
–Coñá, para darle fuerza y tranquilizarla.
–Estoy muy tranquila, gracias –y deseó que fuera cierto. Porque, de repente, fue consciente de que él la miraba. Desvió la vista y la posó en la mano masculina que sostenía el vaso, en los largos dedos de uñas cuidadas y en el modo en que el pulgar jugueteaba con el vaso.
Incluso aunque la mesa se hallara entre ellos, Selena pensó que él estaba demasiado cerca.
Prosiguió apresuradamente.
–Si me da la dirección del señor Papoulis, me marcharé y dejaré que siga haciendo lo que estuviera haciendo cuando he llegado.
–Estaba haciendo inventario. En cuanto a la dirección de Kostas, dudo que le sirva de mucha ayuda. Como el resto de los empleados, tiene una habitación aquí para cuando trabaja, pero me han dicho que lleva días sin usarla.
Era evidente lo que implicaban sus palabras. Selena tragó saliva.
–¿Y cuando no trabaja?
–Vive con su madre viuda. Pero es muy piadosa, por lo que dudo que vaya usted a encontrar a Millie allí.
–Entonces, ¿qué voy a hacer?
–Estoy seguro de que no me está pidiendo consejo. Pero se lo voy a dar de todos modos. Vuelva a casa y espere a que su hermana recupere la cordura.
Ella tomó otro trago de coñá.
–¿Y si él la está reteniendo contra su voluntad?
–Se está dejando llevar de nuevo por su gusto por el melodrama. Le aseguro que Kostas no necesita recurrir a la fuerza.
–A usted, todo esto le parece muy divertido –dijo ella con voz temblorosa–. Pero yo estoy muerta de preocupación y no puedo marcharme sin ella. Tendré que acudir a la policía.
–Preferiría que no lo hiciera.
–¿Lo está protegiendo? –preguntó ella, indignada, elevando la voz.
–No, protejo la reputación del hotel. Por eso estoy dispuesto a ayudarla. Deme un par de días para averiguar el paradero de Kostas y si su hermana está realmente con él. A partir de ahí, será usted la que decida. ¿Le parece bien?
Selena fijó la vista en la mesa. A pesar de sí misma, sintió el calor del coñá y que la esperanza crecía en su interior, lo cual, dadas las circunstancias, era ridículo.
–¿Cómo sé que puedo fiarme de usted?
–Porque hacer inventario me aburre. Quiero que vuelva mi barman. Su ausencia me resulta inconveniente.
Ella lo fulminó con la mirada.
–En ese caso, trato hecho –agarró la bolsa y se levantó–. Gracias por la copa. Espero que su plan tenga éxito.
–Espere. Dígame dónde puedo localizarla –la miró entrecerrando los ojos–. Porque supongo que habrá reservado habitación en algún sitio.
Ella titubeó.
–Aún no, pero ya encontraré algo.
–No lo dudo. Con ese cabello y esos ojos, pedi mu, le lloverán las ofertas desde el primer momento. De hecho, es probable que su hermana, dondequiera que se halle, esté más a salvo.
Ella se quedó conmocionada ante la referencia a su físico.
–Soy estudiante universitaria, señor Constantinou –respondió con frialdad–. Sé cuidar de mí misma. Preguntaré y me las arreglaré sola.
–De todos modos, señorita, no va a ir al pueblo a buscar una habitación para alquilar. No lo consentiré. Además, ¿cómo va a preguntar si no sabe griego?
Alexis se levantó.
–El hotel está lleno, pero tengo un pequeño piso en la última planta para mi uso personal. Puede alojarse ahí.
–En mi país tenemos un refrán –lo miró a los ojos y alzó la barbilla–: «Salir de Guatemala para meterse en Guatepeor». Puede que lo conozca.
–No debiera sacar conclusiones precipitadas, pedi mu. Yo me iré a mi casa, Villa Helios, al otro lado de la isla. ¿No le parece una distancia segura?
Ella hubiera querido decirle muchas cosas, pero solo consiguió darle las gracias a regañadientes.
Él asintió.
–Voy a hablar con el ama de llaves sobre su alojamiento. Acábese el coñá, si quiere.
Mientras él se dirigía a la puerta, Selena le preguntó:
–¿Por qué ha cambiado de idea tan de repente? No lo entiendo.
–¿No cree que debiera preocuparme el bienestar de una chica inocente e inexperta?
–Hace un momento me ha dado a entender que los problemas de Millie eran culpa suya.
–Y lo sigo pensando. Pero la chica inocente a la que me refiero no es su hermana, sino usted.
Y Alexis salió del bar mientras Selena lo miraba fijamente.
DISCULPE, ¿va a tomar algo más? Hay gente esperando para las mesas.
El tono ofendido de la camarera hizo que Selena volviera al presente.
–Ya he terminado, gracias. Lo siento, pero estaba en otra parte.
Muy lejos, pensó, mientras la camarera recogía la mesa y se alejaba.
De vuelta a la dulce trampa que había confundido con amabilidad, atrapada por un hombre que no era inocente ni inexperto.
Y tenía que volver adonde todo había sucedido, a Rimnos, el lugar donde le habían arruinado la vida y partido el corazón.
Al mismo tiempo, el viaje le ofrecía la oportunidad de demostrarse que había sobrevivido y que, incluso, lo había superado.
Al salir pasó al lado de la joven pareja que esperaba para tomar su mesa y vio que el hombre llevaba un bebé colgado del cuello de solo unas semanas de vida, y que tenía la cabeza, cubierta por un sombrero, inclinada sobre el rostro colorado, arrugado y dormido del niño.
También vio el orgullo con el que el joven padre contemplaba a su hijo para, después, sonreír a la mujer que estaba a su lado.
Selena sintió un terrible dolor en su interior, como si una mano le estuviera oprimiendo el corazón. Se dio la vuelta lentamente y se alejó para enfrentarse al último problema, el más importante.
La entrevista había sido todo lo difícil que se esperaba, pensó con tristeza mientras volvía a casa andando.
La señora Talbot se había mostrado radicalmente en contra.
–¿Se va de vacaciones? ¿Cree que es adecuado?
–Me temo que es inevitable. Y no son vacaciones. Mi hermana está enferma.
–De todos modos, perderá las visitas establecidas, lo que supone un trastorno para todos.
Selena se sintió tentada de anular el viaje, pero, al final, mandó un mensaje a Kostas con la hora de llegada del vuelo.
Se preparó una ensalada de queso antes de vaciar y limpiar la nevera. Después metió la ropa sucia en una bolsa y fue a una lavandería cercana.
Se había llevado un libro para leer, pero le resultó difícil concentrarse porque la asaltaron otros pensamientos y recuerdos que la obligaron a volver al primer día que pasó en Rimnos, el de su fatídico encuentro en el hotel Olympia.
Una vez se hubo quedado sola en el bar, bebió otro sorbo de coñá para después apartar la copa. Ya había cometido un error estúpido, y no necesitaba sentirse aún más confusa, puesto que tenía que decidir con rapidez si se quedaba allí y aceptaba la oferta de Alexis o agarraba la bolsa y se iba.
Al principio, su misión le había parecido sencilla: llegar al hotel, enfrentarse a Kostas y convencer a Millie de que una aventura estival no suponía un compromiso de por vida, por lo que había llegado el momento de volver a casa.
No se le había ocurrido, ni posiblemente tampoco a la tía Nora, que la pareja hubiera desaparecido.
De todos modos, ¿adónde iba a ir ella? Si el hotel estaba lleno, tal vez no fuera fácil encontrar una alternativa respetable, aunque el ofrecimiento que le había hecho Alexis Constantinou de su piso no se podía calificar de tal, a pesar de sus intentos de tranquilizarla.
Y fiarse únicamente de su diccionario de griego no le iba a servir de mucho para seguir la pista de los fugados.
Y puesto que estaba allí y que su preocupación principal era encontrar a Millie, probablemente necesitaría la ayuda de Alexis, por mucho que la mortificara.
«Da igual», se dijo. «Cuanto antes encuentres a Millie, antes podrás marcharte».
Se levantó y se dirigió a las puertas de cristal que había en uno de los lados del bar y salió a la terraza desde donde unos escalones conducían a una zona ajardinada llena de flores. Más allá se extendía el azul infinito del Egeo.
«Si me hallara aquí por un motivo distinto, si fuera un huésped más, probablemente no querría marcharme», pensó.
Se quedó donde estaba dejando que la sensación de paz la invadiera hasta que un ruido procedente de la barra del bar detrás de ella hizo que se girase a toda prisa. Vio a un hombre alto y delgado, con un gran bigote negro, que depositó una bandeja con una cafetera y un aperitivo en la mesa a la que se había sentado.
–Para usted, señorita. El señor Alexis dice que falta mucho para la cena.
–Ah –dijo Selena desconcertada–. Gracias –recordó inmediatamente una de las palabras que había aprendido en el avión y dijo–: Efjaristó.
El hombre inclinó la cabeza.
–Parakaló –contestó–. Me llamo Stelios y dirijo el hotel para el señor Alexis. Si desea algo, no dude en pedírmelo.
Probablemente, eso no incluyera una hermana desaparecida, penó Selena mientras el hombre se alejaba.
El café estaba muy cargado y el aperitivo eran deliciosas tartaletas de queso recién sacadas del horno. Selena no dejó ni las migas.
Acababa de tomarse la última taza de café cuando llegó una mujer de mediana edad vestida de negro y con una pose de una inconfundible autoridad.
–Soy Androula, señorita, el ama de llaves. Su cuarto la espera.
Agarró la bolsa y esperó a que Selena la siguiera.
El ascensor del vestíbulo las llevó a la tercera planta. Androula la condujo por un pasillo hasta una doble puerta que había al final. La abrió y se hizo a un lado para que Selena entrara en un espacioso salón con cómodos sillones y sillas tapizadas de lino azul alrededor de una enorme mesa cuadrada.
Mientras miraba a su alrededor, dos muchachas salieron de otra habitación, una con una cara maleta de cuero; la otra, con la cesta de la ropa sucia.
Al pasar al lado de Selena, le sonrieron tímidamente, pero la miraron con curiosidad.
Ella pensó que se estarían preguntando por qué les habían mandado que recogieran el piso. Sin embargo, parecía que su jefe era un hombre de palabra. Lo único que ella deseaba era sentirse más cómoda en aquella situación.
El dormitorio era muy masculino, con contraventanas en vez de cortinas, muebles oscuros y una enorme cama con sábanas de lino y, a los pies, una colcha marrón y dorada con un dibujo griego.
En una esquina había una puerta que daba al cuarto de baño, casi tan grande como el dormitorio, con ducha, bañera y dos lavabos, lo que podía indicar que el dueño a veces tenía compañía.
Se dijo rápidamente que eso no era asunto suyo.
De todos modos, parecía que su breve estancia allí estaría rodeada de lujos, aunque tendría que dejar claro al señor Constantinou, cuando volviera a verlo, que pagaría el alojamiento.
La tía Nora le había dado dinero para ello, por lo que no tendría que deberle más de lo necesario.
Se volvió hacia Androula.
–Gracias, es muy bonito.
El ama de llaves hizo una cortés inclinación con la cabeza.
–Descanse. Le mandaré a alguien a las ocho para que la acompañe al restaurante.
La mujer salió y cerró la puerta y, a continuación, la cerró con llave. Selena se quedó horrorizada.
Estaba a punto de correr hacia ella y golpearla para que la volviera cuando se dio cuenta de que había otra llave en la mesa. Gimió con alivio por no haberse puesto totalmente en ridículo.
«Tiene razón», pensó. «Necesito descansar y, también, tranquilizarme».
Sacó una bata de algodón del equipaje y fue al cuarto de baño, donde se dio un largo y gratificante baño. Después se tumbó en medio de la enorme cama y cerró los ojos. Se durmió en cuestión de minutos.
Eran más de las siete cuando se despertó. Se quedó mirando lánguidamente la luz del crepúsculo que entraba por las contraventanas.
Tenía que arreglarse, pero no tardaría mucho, ya que no tenía mucha elección sobre cómo iba a vestirse para la cena: podía ponerse la falda vaquera y una camiseta blanca o la falda vaquera y la otra camiseta blanca.
Viajar con poco equipaje tenía sus ventajas, se dijo mientras se levantaba.
La más guapa de las dos doncellas que había visto antes fue la que llegó para acompañarla al restaurante de la planta baja. Sus miradas de soslayo, aunque corteses, le indicaron que su ropa no le había causado mucha impresión, ni tampoco la trenza en que Selena, de forma impulsiva, se había recogido el cabello, la forma preferida de la tía Nora.
«Pero estoy aquí por negocios, no para impresionar a nadie».
El comedor era grande y espacioso. La mayor parte de las mesas se hallaba ocupada. Selena no llamó la atención mientras un camarero la conducía a un rincón apartado, parcialmente separado del resto de la sala por varios tiestos con plantas de gran follaje.
Al sentarse, Selena se percató de que era la primera vez que iba a comer sola en un hotel. Y se burló para sí de la vida recluida que llevaba.
Se acababa de dar cuenta de que la mesa estaba puesta para dos cuando Alexis Constantinou atravesó el comedor a paso ligero sonriendo y saludando a los comensales mientras se dirigía sin lugar a dudas al rincón en que se hallaba ella.
«No, por favor», pensó Selena al tiempo que apretujaba la servilleta que tenía en el regazo.
–Kalispera –dijo él mientras se sentaba frente a Selena–. Significa «buenas tardes».
–Sí, he aprendido algunas palabras durante el vuelo. Esa es una de ellas.
En aquel momento, nadie lo hubiera confundido con el barman del hotel. Se había afeitado, y el elegante traje gris que llevaba contrastaba con la camisa negra de seda, abierta en el cuello, por donde se le veía la piel bronceada y el vello oscuro.
No, no era guapo, pensó ella, sino increíble y alucinantemente atractivo. Nunca había conocido a nadie igual.
Por contraste, ella debía de parecer un trapo arrastrado por el suelo.
–Excelente –él le sonrió–. Tal vez podamos ampliar su repertorio mientras nos veamos.
–Dudo que haya tiempo –contestó ella al tiempo que colocaba un tenedor perfectamente colocado y, disgustada, sentía que la cara le ardía–. Espero que tenga noticias.
–He preguntado a los empleados, pero, de momento, sin resultado alguno.
–Puede que lo estén protegiendo.
–No creo que se le tenga tanta simpatía –observó él en tono seco–. Parece que, esta vez, se ha tomado la molestia de obrar con discreción.
–Esta vez –repitió ella casi para sus adentros al tiempo que se estremecía.
Él se dio cuenta y dijo en tono más suave:
–Perdóneme. Lo que quería decir es que esta vez podría estar verdaderamente enamorado.
–¿En dos semanas? –objetó ella con vehemencia–. Eso es ridículo. Nadie se enamora tan deprisa.
–¿Le parece imposible?
–Por supuesto. Las personas primero tienen que caerse bien, ser amigas y disfrutar de la mutua compañía. Compartir intereses y aprender a respetar la opinión del otro –«¡por Dios!», pensó, «parezco mi tía».
Él enarcó las cejas.
–¿Eso es lo que le ha pasado a usted? –preguntó él con interés.
¿Y qué podía contestarle? ¿Que los hombres con los que había salido, todos ellos sin la menor trascendencia, podía contarlos con los dedos de una mano?
Pensó que lo mejor y más seguro era hacerle creer que tenía una relación.
–Sí, desde luego –contestó desafiante.
–Muy bien, pedi mu.
Se imponía un cambio de tema.
–¿Qué es eso que no deja de llamarme?
–Significa «mi pequeña».
–Pues no vuelva a llamármelo. Es degradante. No soy una niña.
–Entonces, ¿por qué se recoge su hermoso cabello como una colegiala?
–Porque estoy más fresca y voy mejor peinada. Además, lo único que me importa es el bienestar de mi hermana. ¿Qué vamos a hacer para encontrarla?
–Actuar con cautela. Es otra razón para no ir a la policía. La gente habla y las noticias vuelan. Es mejor que su hermana no sepa que está aquí para llevársela, para que Kostas y ella no huyan a otra isla o incluso al continente, lo cual aumentaría sus dificultades.
Hizo una seña a un camarero y este les llevó una botella de champán y dos copas.
–¿Champán? –preguntó ella con incredulidad–. ¿Qué celebramos?
–Nada todavía, así que vamos a brindar por el inicio de nuestra búsqueda y su éxito final.
Ella no pudo negarse, aunque se sentía perdida y atrapada en una rápida e inquietante corriente a la que debiera resistirse.
Tomó un sorbo de champán mientras otros camareros comenzaban a llevarles los platos y una bandeja con una especie de gruesos cigarros verdes.
–Son dolmades –le explicó él mientras se los servían–. Hojas de parra rellenas de carne de cordero, arroz e hierbas.
Ella probó una con precaución. Sorprendida y encantada, se llevó un bocado mayor a la boca y lo saboreó a conciencia. Vio que él le sonreía
–¿Están buenas?
–Buenísimas.
También lo estaba el pez espada a la brasa con patatas y ensalada que tomaron después. Y, por supuesto, el champán, cuyas burbujas parecían bailar en el interior de Selena.
El postre fueron melocotones e higos dulcísimos que, le explicó él, procedían del jardín de su casa.
–Debe de tener muchos árboles –comentó ella al tiempo que miraba el comedor, ya lleno de gente.
–No son para todo el mundo. Los he encargado para usted especialmente, para darle la bienvenida a Grecia.
Ella se sonrojó.
–Efjaristó, señor Constantinou.
–Parakaló. ¿Debemos seguir tratándonos tan formalmente? Ya le he dicho que me llamo Alexis.
–Creo que es mejor seguirnos tratando de usted, dadas las circunstancias.
–¿A pesar de que va a pasar la noche en mi cama? –preguntó él en voz baja. Ella se sonrojó aún más e intentó recuperar la compostura.
–Por favor, deje de decir esas cosas. En Gran Bretaña, se consideraría acoso.
–Pero estamos en Grecia –respondió él encogiéndose de hombros–. Y he dicho la verdad, a no ser que vaya a dormir en el sofá o en el suelo –hizo una pausa–. Dígame una cosa. ¿Por qué no vino de vacaciones con su hermana?
–Porque tenía un trabajo durante las vacaciones. Además, ella vino con sus amigas.
–¿Y sus padres se lo permitieron?
–Mis padres murieron en un accidente de coche. Nuestra tía es nuestra tutora y, aunque al principio no le hacía gracia lo de las vacaciones, la madre de una de las amigas de mi hermana la convenció de que no les pasaría nada en una isla tan pequeña.
–Sin embargo, la naturaleza humana es igual en todas partes. ¿Y ha tenido que dejar el trabajo?
–Ya lo había hecho. Mi tía se había caído en el jardín y se había roto una pierna, por lo que me necesitaba en casa.
–¿Y cómo se las arregla ahora sin usted?
–Ha contratado a una persona. ¿Puedo preguntarle algo?
–Claro.
–¿Cómo habla inglés tan bien?
–Mi madre nació en Estados Unidos. Aunque vino a Grecia para que yo naciera aquí, su único hijo, mis padres vivieron sobre todo en Nueva York y continuaron haciéndolo después de divorciarse, por lo que tuve que dividirme entre los dos.
–Eso debió de ser difícil.
–El divorcio siempre es complicado para un niño. Es mejor resolver los errores del matrimonio antes de que nazca.
Ella se quedó callada durante unos segundos.
–Supongo que en ese sentido tuvimos suerte –dijo por fin–. Mis padres se adoraban. y crecimos rodeadas de felicidad. Cuando desaparecieron de aquel modo, fue terrible para nosotras. Pero, después, he llegado a la conclusión de que fue bueno que murieran juntos, que, si solo lo hubiera hecho uno de ellos, el otro no lo habría superado. Formaban parte de una unidad.
Selena se detuvo bruscamente, asustada por lo que acababa de decir, por lo que acababa de revelar a ese inquietante desconocido en el que ni siquiera sabía si podía confiar.
Recordó que, cuando era mucho más joven, había intentado decir algo parecido a la tía Nora, y la fría respuesta que esta le había dado.
–Perdone –añadió inmediatamente intentando sonreír–. Sé que mis palabras parecen morbosas.
–No, en absoluto. ¿Su tía se porta bien con ustedes?
–Sí, claro. No debe de haber sido fácil para ella lidiar con dos preadolescentes, pero lo ha hecho estupendamente.
–Tan bien que su hermana se moría de ganas de escapar del modo que fuera.
–A mi hermana, como usted mismo ha reconocido, la ha seducido un mujeriego y probablemente esté asustada por las consecuencias. Vivimos en una ciudad pequeña y habrá habladurías. Así que he venido a limitar los daños, no a aburrirlo con la historia de mi familia.
–No me aburre –hizo una seña a un camarero–. Le sugiero que, después del café, suba al piso y se acueste. Ha tenido un día largo y problemático, y mañana comenzaremos la búsqueda.
–Gracias, pero creo que dormiré mejor sin el café –se levantó y él la imitó–. Buenas noches, señor Constantinou.
–Buenas noches, señorita Blake –dijo él sonriendo con ironía–. Hasta mañana. Que duerma bien.
Esa vez no añadió «en mi cama», pero era como si lo hubiera hecho, pensó Selena mientras cruzaba el comedor. Y sabía que, si miraba hacia atrás, la estaría observando.
Cuando la secadora hubo acabado, Selena sacó la ropa y la dobló. Le temblaban las manos.
«Tendría que haberme marchado al día siguiente», se dijo por diezmillonésima vez. «Tendría que haber madrugado y haberme ido, tras dejar una nota en la recepción para darle las gracias y decirle que iniciaría la búsqueda yo sola».
En lugar de ello, al día siguiente estaba en el restaurante desayunando mientras veía por la ventana el sol brillando en el agua. Se había prohibido mirar a su alrededor cada vez que el leve crujido de la doble puerta anunciaba que alguien llegaba.
Pero cuando hubo acabado de desayunar sin que Alexis Constantinou hubiera dado señales de vida, no supo qué hacer.
Se dijo que tal vez él se lo hubiera pensado mejor, ya que, al fin y al cabo, dirigía un hotel. Seguiría por tanto el plan A: ir a la policía a pesar de que se arriesgara a que las habladurías alertaran a Millie y a su amigo.
Pero cuando llegó al vestíbulo, él la esperaba en el mostrador de recepción vestido de manera informal con chinos de color crema y una camisa negra arremangada hasta los codos y desabotonada casi hasta la cintura. Ella notó que tenía la boca seca.
–Kalimera –él le miró los pantalones cortos blancos y la blusa azul oscuro y luego se fijó en su cabello, una vez más recogido, a propósito, en una larga trenza. Pero no hizo comentario alguno–. ¿Ha dormido bien?
–Sí, gracias.
–Y ya ha desayunado, así que podemos irnos.
Salieron del hotel, cruzaron el jardín y se dirigieron a un todoterreno aparcado en la puerta.
–¿Adónde vamos?
–A buscar a Adoni Mandaki, un pescador que es amigo de Kostas –la ayudó a subir al vehículo y se sentó al volante–. Anoche oí en un bar que su barco no estaba, pero que a él lo habían visto en el pueblo bebiendo, como si su ausencia no lo inquietara y no tuviera que ganarse la vida con él.
–Un barco… ¿Cree que Kostas y Millie se han marchado de la isla?
–Eso es lo que espero que nos diga – respondió él mientras se dirigían, colina abajo, al puerto.
–Entonces, después de mandarme a la cama, anoche se dedicó a hacer indagaciones sobre mi hermana. ¿No se le ocurrió que me hubiera gustado estar presente para oír las respuestas? ¿E incluso para hacer preguntas?
–Se me ocurrió, pero no me pareció buena idea.
–Así que descartó mi derecho a estar presente.
–¿Y qué hubiera hecho? ¿Gritarle a todo el mundo en inglés hasta que le dijeran lo que quería oír? Créame, no habría servido de nada. Y pensé que necesitaba descansar.
–Pues, en el futuro, le agradecería que me consultara antes de tomar más decisiones arbitrarias.
–Intentaré recordarlo. A cambio, me gustaría que me llamara Alexis y que me dijera su nombre.
–¿Para qué?
Él se encogió de hombros.
–Porque indicaría que estamos en términos amistosos.
–Creo que implicaría mucho más que eso –afirmó ella en tono glacial.
–¿Y qué pasa porque la gente me vea pasar el día con una guapa turista? Cuando hayamos encontrado a su hermana, la convencerá de que vuelva con usted y se marcharan. Punto y final. Sin duda, eso compensará el inconveniente temporal de mi compañía.
–Parezco una desagradecida –reconoció ella de mala gana.
–No, lo que creo es que está asustada, y tiene motivos para estarlo. No es fácil lo que le han encargado: ir sola a un lejano país extranjero, sin saber el idioma ni dónde buscar. Lo entiendo y sé que debiera ser más paciente. Pero usted debiera intentar confiar en mí.
–Sí, gracias, Alexis –titubeó–. Me llamo Selena.
–Selena –repitió él–. En nuestra lengua, se dice Selene, que es la diosa de la luna.
–Pero me suelen llamar Lena.
–Qué sacrilegio para alguien que tiene el cabello del color de la luz de la luna.
Ella se sobresaltó y se puso colorada.
–Y Millie se llama Amelia. Puede que también sea un nombre de diosa.
–Pues no. Pero tal vez para Kostas sea la propia Afrodita. Pronto lo sabremos.
–Eso espero –dijo elle con sinceridad.
Porque se acababa de dar cuenta de que, por muy asustada que estuviera por Millie, también ella se hallaba en peligro y necesitaba marcharse de allí con la misma urgencia.
SIN EMBARGO, allí estaba, dispuesta a acudir de nuevo al rescate de Millie, pensó mientras, de vuelta a su casa con la ropa lavada, comenzó a hacer el equipaje. Pero esa vez la situación era muy distinta, porque no tendría la angustiosa posibilidad de volver a ver a Alexis.
Como Kostas le había confirmado, se había ido para siempre, tal y como le habían dicho en aquella horrible entrevista de muchos meses atrás.
Y, sin duda, ella podría mirar el futuro con esperanza, no con pesar.
«¡Qué estúpida fui!», pensó con amargura. «Me dijo que confiara en él y fui tan ingenua que lo hice».
Y no era una excusa decirse que, en aquel momento, no había tenido más remedio.
Porque, incluso la primera mañana en que condujeron por el muelle en busca de Adoni, podría haber cambiado de idea y decir a Alexis que la llevara a la comisaría.
Pero no lo hizo porque comenzaba a luchar por mantenerse a flote en una vorágine de emociones desconocidas.
Al mismo tiempo, el bullicio del puerto resultaba fascinante. En el aire aún se percibía el aroma de las parrilladas de la noche anterior. Los pescadores descargaban la pesca entre gritos y risas. Los dueños de las tiendas de recuerdos y de ropa bajaban los toldos y sacaban el género a la calle; y en las tabernas se ponían los manteles en las mesas, se regaban los suelos de baldosas y los tiestos de geranios.
Mientras el todoterreno avanzaba, la gente sonreía y saludaba a Alexis, que, a su vez, devolvía los saludos con la mano.
«Como en un desfile real», pensó ella.
–¿Siempre te reciben así? –preguntó.
Él se encogió de hombros.
–Solo cuando he estado un tiempo fuera. Muchos de los habitantes de Rimnos consideran que el mundo fuera de aquí es peligroso, por lo que se alegran de ver que he regresado sano y salvo y de que todo haya vuelto a la normalidad –Alexis le lanzó una rápida mirada–. ¿Te parece extraño?
–Todo en esta situación me lo parece.
–Pronto te acostumbrarás, te lo prometo.
«Pero no quiero acostumbrarme a este lugar, ni a esta forma de vida», se dijo ella. «No puedo permitírmelo».
Llegaron a un destartalado almacén que tenía las puertas abiertas. Alexis aparcó con habilidad entre dos camiones y apagó el motor.