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Cautiva del rey del desierto Annie West No pasaría mucho tiempo antes de que los dos cayeran presos del fuego que ardía entre ambos… Cuando la princesa Ghizlan de Jeirut regresó a casa, se encontró con que el jeque Huseyn al Rasheed se había hecho dueño del reino de su fallecido padre. Con su hermana como rehén, a Ghizlan no le quedó elección. Huseyn tenía intención de dominarla y convertirla en suya. Forzar a Ghizlan a casarse con él no sería suficiente para conquistar el cuerpo y el alma de la hermosa princesa. La voluntad de hierro de Huseyn se vio desafiada por la magnífica belleza y el fiero orgullo de Ghizlan. Hijo de la nieve Lynne Graham La deseaba como nunca había deseado a una mujer. El banquero italiano Vito Zaffari se había alejado de Florencia durante las Navidades, esperando que la prensa se olvidase de un escándalo que podría hundir su reputación. Para ello, había ido a una casita en medio del nevado campo inglés, decidido a alejarse del mundo durante unos días. Hasta que un bombón vestido de Santa Claus irrumpió estrepitosamente allí. La inocente Holly Cleaver provocó una inmediata reacción en el serio banquero y Vito decidió seducirla. Al día siguiente, cuando ella se marchó sin decirle adiós, pensó que sería fácil olvidarla… hasta que descubrió que una única noche de pasión había tenido una consecuencia inesperada. Rendida al deseo Cathy Williams Ella comenzó a sucumbir ante las expertas caricias de su amante… Samantha Wilson no había olvidado el dolor de haber sido rechazada por Leo Morgan-White en su adolescencia. Pero, cuando el imponente millonario le ofreció una forma de poner fin a las deudas de su madre, no pudo negarse. El trato que Leo le proponía era fácil. Samantha tenía que fingir ser su prometida para ayudarle a conseguir la custodia de Adele, hija de su difunto hermanastro.
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Seitenzahl: 762
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca 2, n.º 131 - octubre 2017
I.S.B.N.: 978-84-9170-795-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Cautiva del rey del desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Hijo de la nieve
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Rendida al deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Dulce venganza griega
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
LA AZAFATA se hizo a un lado, invitándola a salir del avión. Ghizlan se puso de pie y se estiró la falda y la americana verde musgo. Las manos apenas le temblaban.
Había tenido días para prepararse, días para aprender a enmascarar el asombro y la pena. Sí, la pena. Nunca había estado muy unida a su padre, un hombre distante, más interesado por su país que por sus hijas, pero su repentina muerte a los cincuenta y tres años a causa de un aneurisma cerebral había hecho temblar los cimientos de su mundo.
Ghizlan se irguió y esbozó la cortés sonrisa que su padre siempre había considerado apropiada para una princesa y, tras dar las gracias a la tripulación, salió del avión.
La fresca brisa de la tarde se le enredó en las piernas. Se preguntó brevemente lo agradable que sería poder viajar con ropa cómoda e informal en vez de llevar trajes de chaqueta y medias. El pensamiento se evaporó en el viento. Era la hija de un jeque. No disponía de esa libertad.
Se cuadró de hombros, se agarró al pasamanos y descendió por la escalerilla hasta el asfalto. Le temblaban las piernas, pero sabía que caerse no era una opción para ella. Jamás se le había permitido la torpeza y, en ese momento, más que nunca, era una obligación mostrarse tranquila. Hasta que se nombrara al heredero de su padre, ella era la cabeza visible de la familia, el rostro que todos conocían. Todos se apoyarían en la hija mayor del admirado jeque y confiarían en que ella se ocupara de que todo se desarrollara como era debido hasta que se confirmara el sucesor.
Se detuvo al llegar a la pista. Frente a ella, se extendían las montañas, a las que los últimos rayos del sol daban una tonalidad morada. Tras ella, las montañas desaparecían abruptamente para dar paso al Gran Desierto de Arena.
Respiró profundamente. A pesar de las graves circunstancias de su llegada a Jeirut, su corazón palpitaba alegremente al notar los familiares aromas de las montañas y de las especias, tan potentes que ni siquiera el olor a combustible de avión parecía poder erradicar.
–Mi Señora –le dijo Azim, el asistente de su padre. Se había acercado rápidamente a ella, sin dejar de retorcerse las manos y con el rostro compungido–. Bienvenida, señora. Es un alivio tenerla de vuelta.
–Me alegro de volver a verte, Azim.
Ghizlan decidió ignorar las formalidades y estrechó las manos de Azim. Ninguno de los dos lo admitiría nunca, pero ella se había sentido más unida a Azim que a su propio padre.
–¡Su Alteza! –exclamó él con preocupación mirando hacia un lado, donde los soldados protegían el perímetro de la pista.
Ghizlan no le prestó atención alguna.
–Azim, ¿cómo estás?
Sabía que la muerte de su padre debía de haber supuesto un duro golpe para Azim. Juntos habían trabajado sin descanso para conseguir que Jeirut entrara en el nuevo milenio con una combinación de hábiles negociaciones, profundas reformas y una voluntad de hierro.
–Estoy bien, Mi Señora, pero soy yo quien debería estar preguntando… Siento mucho su pérdida. Su padre no era simplemente un líder y un visionario. Era el sustento de nuestra democracia y el protector de su hermana y de usted.
Ghizlan asintió y soltó las manos de Azim para dirigirse hacia la terminal. Efectivamente, su padre había sido todas esas cosas, pero la democracia continuaría en el país después de su muerte. En cuanto a Mina y a ella, habían aprendido hacía ya mucho tiempo a no esperar ningún apoyo personal de su padre. Al contrario, estaban acostumbradas a que se las presentara como modelos a seguir para la educación, los derechos de las mujeres y otras causas. Tal vez su padre había sido un visionario al que se recordaría como un gran hombre, pero la triste verdad era que ni su hermana pequeña ni ella podían sentirse destrozadas por su fallecimiento.
Se echó a temblar por no sentir más.
Mientras se acercaban a la terminal, Azim volvió a dirigirse a ella.
–Mi Señora, tengo que decirle…
Se interrumpió inmediatamente al ver que unos soldados se dirigían hacia ellos. Entonces, volvió a tomar la palabra, pero lo hizo en un susurro apenas audible. Una gran urgencia parecía irradiar de él.
–Necesito advertirla…
–Mi Señora –dijo un oficial uniformado cuadrándose delante de ella–. He venido para escoltarla a palacio.
Ghizlan no lo reconoció. Se trataba de un hombre de aspecto duro de unos treinta años y que iba ataviado con el uniforme de la Guardia de Palacio. No obstante, llevaba lejos de allí más de un mes y los traslados de los militares se producían con frecuencia.
–Gracias, pero es suficiente con mis guardaespaldas –replicó ella. Se dio la vuelta, pero, para su sorpresa, no pudo ver a los miembros de su equipo de seguridad personal.
Como si le hubiera leído el pensamiento, el oficial, un capitán, volvió a hablar.
–Según creo sus hombres siguen ocupados en el avión. Hay nuevas normas referentes al control de equipajes, pero eso no debe retrasarla a usted. Mis hombres pueden escoltarla. Sin duda, está usted deseando ver a la princesa Mina.
Ghizlan parpadeó. Ningún empleado de palacio soñaría siquiera con comentar las intenciones de un miembro de la familia real. Aquel hombre era nuevo. Sin embargo, tenía razón. Le había preocupado mucho el tiempo que había tardado en regresar a Jeirut. No le gustaba pensar que Mina había estado sola.
Una vez más, se dio la vuelta, pero no vio a sus guardaespaldas. Su instinto le decía que no debía marcharse sin ellos. Sin embargo, al encontrarse por fin en Jeirut, la preocupación que sentía por Mina se había convertido en algo cercano al pánico. No había podido hablar con ella por teléfono desde el día anterior. Su hermana solo tenía diecisiete años y acababa de terminar sus estudios. ¿Cómo se estaba enfrentando a la muerte de su padre?
En Jeirut, solo los hombres podían asistir a los entierros, aunque se tratara de funerales de estado, pero a Ghizlan le habría gustado estar presente para ocuparse de todos los detalles y recibir las condolencias. Sin embargo, la tradición había prevalecido y su padre había sido enterrado a los tres días mientras que ella estaba atrapada en otro continente.
–Le estoy muy agradecida –le dijo. Entonces, se volvió a Azim–. ¿Te importaría explicarles que me he ido a palacio y que estoy en buenas manos?
–Pero, Mi Señora… –objeto él mirando a los guardias que les habían rodeado–. Necesito hablar con usted en privado. Es crucial.
–Por supuesto. Tenemos asuntos muy urgentes de los que ocuparnos –repuso ella.
Efectivamente, la repentina muerte del jeque había dejado un panorama muy complicado. Sin un heredero claro, se podrían tardar semanas en decidir quién era su sucesor. Ghizlan sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Como mujer, no podía suceder a su padre, pero tendría un papel muy importante en el mantenimiento de la estabilidad institucional hasta que se decidiera la sucesión.
–Nos reuniremos dentro de dos horas –añadió. Entonces, asintió al capitán de la guardia.
–Mi Señora… –insistió Azim. Al ver que el capitán daba un paso hacia él con expresión sombría y gesto beligerante, guardó silencio.
Ghizlan le dedicó al capitán una mirada que había aprendido de su padre.
–Si usted va a trabajar en palacio, necesita aprender la diferencia entre solicitud e intimidación. Este hombre es una persona a la que tengo en alta estima y muy valorada por mí, por lo que espero que se le trate con respeto. ¿Ha quedado entendido?
El oficial dio un paso atrás.
–Por supuesto, Mi Señora.
Ghizlan deseó volver a tomar las manos de Azim entre las suyas. El asistente de su padre tenía un aspecto frágil y delicado. Sin embargo, necesitaba con más desesperación volver a encontrarse con Mina, por lo que le dedicó una afable sonrisa.
–Te veré pronto y podremos hablar de todo lo que desees.
–Gracias por escoltarme –dijo Ghizlan cuando se detuvieron por fin en el amplio atrio de palacio–. Sin embargo, en el futuro, no hay necesidad alguna de que ni usted ni sus hombres entren en el palacio.
Las normas de seguridad no incluían hombres armados en los pasillos.
El capitán inclinó suavemente la cabeza.
–Me temo que mis órdenes son distintas, Mi Señora. Ahora, si me acompaña…
–¿Órdenes? –le espetó Ghizlan. Tal vez aquel oficial era nuevo, pero debía saber que se estaba excediendo–. Hasta que se anuncie el sucesor de mi padre, soy yo quien da las órdenes en este palacio.
La expresión del capitán no se alteró en lo más mínimo. Ghizlan estaba acostumbrada a los militares, pero nunca antes había conocido a ninguno como aquel.
–¿Qué es lo que está pasando aquí? –añadió tratando de mantener la calma a pesar de que un gélido escalofrío le acababa de recorrer la espalda.
No se había dado cuenta antes, pero en aquel instante se percató de que los rostros de todos los guardias le resultaban desconocidos. Un rostro nuevo, tal vez dos, pero aquello…
–Tengo órdenes de llevarla al despacho del jeque.
–¿Al despacho de mi padre? –preguntó ella sin poder controlar ya los desbocados latidos de su corazón–. ¿Y quién ha dado esa orden?
El capitán no habló, pero le indicó que echara a andar.
La ira se apoderó de ella. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo, se merecía respuestas y tenía la intención de conseguirlas.
–Diga a sus hombres que se marchen, capitán –le ordenó –. Su presencia ni es bienvenida ni requerida en este palacio. A menos que se vea usted incapaz de guardar a una mujer sola.
Ghizlan no se dignó a esperar la respuesta del capitán. Echó a andar, taconeando con furia sobre los suelos de mármol. Debería haberle aliviado escuchar que los hombres se marchaban en la dirección opuesta, pero desgraciadamente sabía que el capitán seguía andando tras ella.
Algo iba mal, muy mal. Aquella certeza le oprimía el pecho y le erizaba el vello en la nuca.
Al llegar al que había sido el despacho de su padre, no se molestó en llamar. Al contrario de lo que se le había enseñado, abrió la puerta de par en par y entró con paso firme.
La frustración se apoderó de ella al comprobar que estaba vacío. La persona que, aparentemente, le había dado las órdenes al capitán, no estaba allí. Se detuvo frente al amplio escritorio y sintió que el corazón se le encogía de dolor con los recuerdos que aquella estancia le evocaba. El tiempo pareció volver atrás hasta el punto que todo lo ocurrido hasta entonces le parecía una pesadilla. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo, su padre ya no estaba.
Se irguió inmediatamente. No tenía tiempo para dejarse llevar por los sentimientos. Necesitaba descubrir qué era lo que estaba ocurriendo. Había empezado a pensar que los guardias la tenían prisionera en palacio en vez de estar protegiéndola. La intranquilidad se apoderó de nuevo de ella.
Estaba a mitad de camino de la puerta trasera del despacho cuando una voz la obligó a detenerse.
–Princesa Ghizlan.
Ella se dio la vuelta y contempló a un hombre muy corpulento que estaba cerrando la puerta por la que ella había entrado. Era mucho más alto que ella, a pesar de que Ghizlan llevaba puestos unos zapatos de tacón y era una mujer de gran estatura. La disparidad de las alturas de ambos la sorprendió. No solo era un hombre alto, sino también de anchos hombros y amplio torso, con largas piernas e imponente físico.
Llevaba ropas de jinete. Camisa blanca y pantalones metidos por dentro de unas botas de montar. Una capa en los hombros, echada hacia atrás, lo que le permitió a Ghizlan ver el puñal que llevaba en la cintura. No se trataba de la daga ceremonial que solía portar su padre de vez en cuando. Se trataba evidentemente de un arma.
–No se permiten las armas en este palacio –le espetó ella.
Prefería concentrarse en aquello que en la extraña manera en la que le latía el pulso. Esa respuesta física le preocupaba casi tanto como el inexplicable comportamiento de los guardias de palacio.
Sus ojos eran azules grisáceos. Aquella tonalidad no resultaba extraña en Jeirut, pero Ghizlan no había visto nunca unos ojos como aquellos. Mientras los observaba, vio cómo el azul desaparecía y aquellos ojos, enmarcados por unas cejas negras muy rectas, se volvían fríos como la bruma de las montañas. Su frente era amplia y poseía una nariz recta y unos labios que indicaban claramente desaprobación.
Ghizlan arqueó las cejas. Fuera quien fuera aquel hombre, parecía desconocer por completo las reglas de la cortesía, por no hablar de la etiqueta de palacio, dado que parecía haber salido directamente de los establos. Tenía el cabello alborotado y, además, llevaba barba de varios días. No se trataba de una barba cuidadosamente perfilada, sino de una barba que simplemente no se había afeitado en más de una semana.
Cuando se acercó a Ghizlan, ella captó un ligero aroma a caballo y a sudor masculino.
–No me parece que ese sea un saludo muy amistoso, Su Alteza –dijo él.
–No lo he dicho como saludo. Ahora, le ruego que guarde esa arma mientras esté aquí.
Él levantó una ceja como si nunca antes hubiera escuchado una petición similar. En silencio, se cruzó los brazos sobre el pecho. Parecía estar desafiándola.
Ghizlan, en vez de sentirse amenazada por él, adoptó un aire de superioridad para volver a dirigirse a él.
–Tanto sus modales como su aspecto dejan claro que es usted ajeno a este palacio y las reglas de la sociedad civilizada.
Él entornó la mirada. Entonces, con un rápido movimiento, se sacó la daga del cinturón y la lanzó. Ghizlan sintió que el aliento se le helaba en la garganta, pero permaneció inmóvil mientras la daga caía sobre el escritorio, a poca distancia de ella. Lentamente, se dio la vuelta y miró el profundo arañazo sobre la hermosa madera del escritorio y sintió que la ira se apoderaba de ella. Intuía que la puntería de aquel desconocido era impecable. Si hubiera querido hacerle daño, no habría fallado.
Con aquel gesto él tan solo había querido dejar constancia de su grosería. Y, por supuesto, había querido intimidarla. Sin embargo, no era miedo lo que le hervía a Ghizlan en las venas. Era rabia.
Su padre había dedicado su vida, y la de ella, a su pueblo. No había sido un padre cariñoso, pero se merecía más respeto tras su muerte. Y por eso, Ghizlan se negaba a sentirse amedrentada.
–Bárbaro.
Él ni siquiera parpadeó.
–Y tú eres una niña mimada e inútil. Sin embargo, no vamos a permitir que los insultos molesten para poder tener una conversación sensata.
Ghizlan deseó haber agarrado la daga para poder intimidarle. No estaba acostumbrada a que la trataran de aquella manera. Con un bofetón seguramente tan solo conseguiría hacerse daño en la palma de la mano cuando esta entrara en contacto con aquella mejilla tan prominente, pero con una daga…
Respiró profundamente para tratar de recuperar la compostura. No podía dejar de pensar que algo terrible había ocurrido en su ausencia, algo que había supuesto la irrupción de rostros desconocidos y de guardias armados en el palacio real.
¡Mina! ¿Dónde estaba su hermana? ¿Estaría a salvo?
El miedo se apoderó de ella, aunque no lo demostró. No quería que aquel hombre notara su debilidad. Aquellos ojos azules no dejaban de examinar su rostro, como si estuvieran buscando su debilidad.
Tratando de controlar el temblor que tenía en las rodillas, Ghizlan atravesó la delicada alfombra y se sentó en la butaca que su padre había ocupado frente al escritorio. Tomó asiento con aplomo y se acomodó en los reposabrazos como si el mundo estuviera a sus pies. Si tenía que enfrentarse a algo terrible, lo haría desde una posición de poder.
–¿Quién eres? –le preguntó, aliviada al comprobar que su voz no reflejaba ninguno de los sentimientos que la atenazaban por dentro.
Él la observó un instante y luego hizo una inclinación muy elegante. Ghizlan no pudo evitar pensar qué era lo que hacía cuando no estaba ocupando palacios que no le pertenecían o amenazando a mujeres indefensas. Le rodeaba un magnetismo que lo hacía inolvidable.
–Me llamo Huseyn al Rasheed. Vengo de Jumeah.
Huseyn al Rasheed. Ghizlan sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Aquel hombre representaba problemas. Problemas con mayúsculas.
–La Mano de Hierro de Jumeah –dijo ella. El miedo se había apoderado de ella.
–Así me llaman algunos.
–¿Y quién podría culparlos? –replicó–. Tu reputación solo habla de destrucción y de fuerza bruta.
Huseyn al Rasheed era el hijo del jeque de Jumeah, líder de la provincia más alejada de la capital. Aunque formaba parte de Jeirut, Jumeah disfrutaba de una cierta autonomía y tenía reputación de contar con temibles guerreros.
Huseyn al Rasheed controlaba las continuas escaramuzas que se producían en la frontera con Halarq, el vecino más molesto de la nación. El deseo más ferviente del padre de Ghizlan había sido que los tratados de paz que había estado negociando tanto con Halarq como con Zahrat, el otro país con el que Jeirut compartía fronteras, terminaran con años y años de enfrentamientos. Huseyn al Rasheed y su padre no hacían más que fomentar esos enfrentamientos con su comportamiento.
–¿Te ha enviado tu padre?
–No me ha enviado nadie. Mi padre, como tu padre, su primo, está muerto.
Efectivamente, los dos eran primos segundos. A Ghizlan le hubiera gustado negar el parentesco que compartían, pero contuvo su respuesta.
–Te doy mi más sentido pésame por la muerte de tu padre –dijo ella, aunque no había nada en aquel duro rostro que denotara pena.
–Y yo a ti las mías por la muerte del tuyo.
Ghizlan asintió. No le gustaba el modo en el que él la miraba, como un enorme felino que hubiera encontrado una apetitosa presa.
–¿Y cuáles son tus razones para entrar aquí, armado y sin invitación alguna?
–He venido para reclamar la corona de Jeirut.
Ghizlan sintió que el corazón se le detenía en seco y luego reanudaba su marcha frenéticamente.
–¿Con la fuerza de las armas?
Era admirable la capacidad que ella tenía de parecer tranquila cuando el miedo la atenazaba por dentro. ¿Un hombre como la Mano de Hierro al mando de su amado país? Estarían en guerra en una semana. Todo el trabajo de su padre, y el de ella misma, habría sido en vano.
–No tengo intención alguna de iniciar una guerra civil.
–Eso no responde a mi pregunta.
Él se encogió de hombros y ella observó, como hipnotizada, el gesto.
Terror, ira, furia. Eso debería estar sintiendo. Sin embargo, el hormigueo que experimentaba entre los senos y que le llegaba hasta el vientre no parecía ninguna de esas cosas. Decidió no prestarle atención alguna. Se sentía estresada y ansiosa.
–No tengo intención de enfrentarme a mi propio pueblo por conseguir ser jeque.
–¿Acaso crees que los ancianos votarán a un hombre como tú para que sea nuestro líder? –le preguntó. Ya no pudo permanecer más tiempo sentada. Se puso de pie y apretó los puños para apoyarse encima del escritorio. ¿Cómo se atrevía a hacer tal afirmación?
–Estoy seguro de que comprenderán que soy el más adecuado, en especial dada la otra feliz circunstancia.
–¿Feliz circunstancia? –preguntó Ghizlan frunciendo el ceño.
–Mi boda. Esa es la otra razón que me ha traído a la capital. He venido a reclamar a mi esposa.
Ghizlan sentía un profundo desprecio por aquel aire de superioridad que había en su profunda voz. Sintió pena por su prometida, fuera quien fuera, pero evidentemente Huseyn quería impresionarla. Decidió que lo mejor sería dejarse llevar al menos hasta que llegara al fondo de todo aquel asunto.
–¿Con quién te vas a casar? ¿La conozco?
Él sonrió. Ghizlan vio el brillo de aquellos fuertes dientes y sintió miedo.
–Eres tú, mi querida Ghizlan. Voy a tomarte a ti como esposa.
GHIZLAN abrió los ojos de par en par. La satisfacción de Huseyn se hizo pedazos. Había esperado asombro, pero no el horror absoluto que se reflejó en su rostro.
Era un soldado duro y dispuesto, pero no era un monstruo. Aquella expresión le hacía sentirse como si la hubiera amenazado con abusar de ella en vez de planear un honorable matrimonio.
La culpa era suya. No debería habérselo dicho de aquella manera, pero la altanera y poderosa princesa lo había provocado como nunca nadie había conseguido hacerlo.
Debería haber esperado lo inesperado. Antes de entrar en el despacho, Selim le había advertido que ella no era lo que habían pensado. Tenía agallas. La princesa había recriminado a Selim, la mano derecha de Huseyn y que era en aquellos momentos el capitán de la Guardia Real, su falta de modales y le había desafiado a pesar de estar rodeada de guardias.
A Huseyn le habría encantado ver esa escena.
Se negaba a mirar su atractivo cuerpo, pero ya era demasiado tarde. Los recuerdos le turbaban y amenazaban con distraerlo.
Cuando entró en el despacho, la encontró apoyada sobre el escritorio. Había podido admirar las esbeltas piernas y el hermoso y redondeado trasero ceñido por una apretada falda. Cuando se dio la vuelta, se enfrentó a él, mirándolo como si fuera un insecto al que podía aplastar con la suela de su zapato.
Ningún hombre se atrevía a mirarlo de aquella manera y mucho menos una mujer. Estaba acostumbrado a tenerlas más bien suspirando por sus músculos y su apostura.
Cuando la princesa arqueó las cejas, lo único que él sintió fue pasión.
Y curiosidad.
–¡Eso es absurdo! Además, yo no soy tu querida ni te he dado permiso para que me llames Ghizlan.
La ira enfatizaba su belleza y le ruborizaba los marcados pómulos, le llenaba los ojos de brillo y conseguía que todo su cuerpo vibrara de energía. Gracias a las fotos había sabido que era encantadora, pero las imágenes tomadas en eventos sociales no le hacían justicia.
La había subestimado. El modo en el que se había enfrentado a él, sin acobardarse cuando Huseyn arrojó la daga, le hizo reconsiderar su postura. Ella le había desafiado a pesar de saber que se encontraba en desventaja. Huseyn la admiraba por ello.
–¿Y cómo voy a llamarte si no es Ghizlan?
Le gustaba el regusto que pronunciar su nombre le dejaba en los labios. Se preguntó cómo sabría ella. ¿Dulce o picante y ardiente como parecían indicar sus profundos y oscuros ojos? La había considerado una herramienta, una necesidad para alcanzar sus propósitos. No había esperado sentir deseo.
Eso era algo que ella tenía en su favor. Era una mujer apasionada, a pesar de lo mucho que ella se esforzaba por ocultarlo. Y una mujer con experiencia. A sus veintiséis años, y tras vivir en los Estados Unidos y en Suecia, no era una inocente doncella. El vientre se le tensó de anticipación. No quería casarse, pero dado que era necesario, prefería una esposa que pudiera satisfacer sus necesidades físicas.
–Mi Señorasería la forma correcta.
Huseyn contempló sus hermosas facciones. Ella tenía la cabeza muy erguida y alta, como si llevara una corona. Como si estuviera mirando a un hombre que había estado trabajando toda la vida al servicio de su padre el jeque y de su pueblo. Aquella actitud por parte de una mujer que jamás había trabajado un día en toda su vida, que nunca había hecho nada más que vivir a expensas de la generosidad de su nación, le escandalizaba.
Miró con deliberación su esbelta figura, deteniéndose en los pechos y la estrecha cintura, que dejaba paso a la curva de muslos y caderas como si se tratara de un reloj de arena. Luego contempló su rostro, que se había ruborizado. La expresión no revelaba nada, a excepción de unos labios muy tensos.
Resultaba evidente que no le gustaba que la mirara. Debería estar agradecida de que solo la mirara. Aquella actitud desafiante era una irresistible invitación. Tal vez eran enemigos, pero presentía que los dos disfrutarían haciendo algunas cosas…
–¿Te hacen esas palabras sentirte superior a un simple soldado, aunque se te llame así simplemente por haber nacido en una cuna privilegiada?
Huseyn había conocido a muchos que se creían mejores que él. Era hijo ilegítimo. Su madre había sido una mujer pobre y sin educación alguna, aunque su belleza había cautivado al padre de Huseyn. Había pasado mucho tiempo desde que alguien se atrevió a mirarle de ese modo, desde que tuvo edad suficiente para luchar y demostrar que era un guerrero de fuerza y honor.
–Creo en la cortesía –replicó ella mirándole sin temor alguno. Para sorpresa de Huseyn, él sintió lo que parecía ser… vergüenza–. Como has señalado, mi título es honorario. Algunos dirían que llevo toda la vida dignificando y mereciendo ese título, pero estoy segura de que a ti eso no te interesa –añadió ella irguiéndose con resolución–. ¿Cómo debería llamarte a ti?
–Huseyn será más que suficiente.
Él era el jeque de su provincia, pero pronto sería el regente de la nación entera y Ghizlan sería su esposa. Aunque el matrimonio fuera por razones políticas, descubrió que quería escuchar su nombre en los labios de la que iba a ser su mujer.
Inesperadamente, se la imaginó desnuda debajo de él, su cuerpo cálido y suave acogiéndolo, con la respiración agitada y aferrándose a él con pasión y por fin gritando su nombre, presa del éxtasis. No podía recordar haber sentido una lujuria tan inmediata y abrasadora desde hacía tiempo. Seguramente se debía a los meses en los que había estado demasiado ocupado para estar con una mujer.
–Bien, Huseyn –dijo por fin con voz gélida–. Sean cuales sean tus planes, casarte conmigo no es una opción.
–¿Por qué? –replicó él cruzándose de brazos–. Tú estás disponible desde que te abandonó el jeque de Zahrat.
Aquel había sido el escándalo de la década, un desprecio que Huseyn no volvería a consentir cuando fuera el jefe del Estado. Ya iba siendo hora de que las naciones colindantes les mostraran respeto.
Ghizlan se cruzó de brazos también. Durante un instante, Huseyn se distrajo por el ligero abultamiento de los senos. Aquella mujer contaba con armas más peligrosas que las pistolas o las dagas.
–No me abandonó –dijo ella fríamente–. Entablé amistad con el jeque Idris como parte del deseo de mi padre por tener un acuerdo comercial y de paz con Zahrat. En cuanto a lo de casarnos… Disfruté mucho asistiendo a la ceremonia de su compromiso en Londres.
–Pero no a su boda…
–No me fue posible. Tenía otros compromisos empresariales.
No fue una mentira muy convincente, pero había que reconocer que ella se esforzaba por que así fuera. ¿Qué había sentido por Idris? La idea de que ella siguiera teniendo el corazón roto le resultaba vagamente… turbadora.
–¿Trabajo?
–Por extraño que pueda parecerte, sí.
–Y eres libre para casarte.
Ella alzó las cejas con altanería. Ante aquel gesto, Huseyn deseó enredar el brazo alrededor de la cintura de Ghizlan y besarla. Aquel aire de condescendencia hacia él lo excitaba profundamente. No podía comprenderlo. Jamás le habían gustado las mujeres ricas y mimadas.
–No tengo planes de hacerlo.
–No hace falta. Ya los he hecho yo.
–Pero…
–¿O es que acaso me he equivocado? ¿No estás en venta, dispuesta a irte con el mejor postor? ¿Acaso no eras parte del precio que tu padre planeaba pagar por el tratado con Zahrat?
El rostro de Ghizlan permaneció tan impasible como siempre, pero algo se reflejó en sus ojos que le indicó a Huseyn que le había hecho daño. ¿Por qué? A ella la habían educado para ser moneda de cambio.
–Al contrario de las costumbres trasnochadas de tu provincia, Huseyn, yo no soy una esclava ni una propiedad. Gracias a mi padre, las mujeres tienen voz en esta zona del país. Yo soy dueña de mi propia voluntad. Y no tengo miedo. No tengo miedo de ningún hombre.
Ella se irguió un poco más, traicionando la ansiedad que tanto había tratado de ocultar.
–Yo no te haré daño, Ghizlan.
–¿Y a mi hermana? ¿Le has hecho daño a mi hermana?
–¡Por supuesto que no! –exclamó él dolido. Estaba claro que Ghizlan pensaba de él que era un ser sin civilizar–. La princesa Mina está en sus habitaciones.
–Gracias por asegurármelo –dijo ella con altanería–. Lo agradezco dada la presencia ilegal de hombres armados en el palacio.
Huseyn frunció el ceño.
–Los guardias están aquí realizando tareas de protección.
–¿Y los guardias que había aquí antes?
–Se les ha relevado temporalmente de sus deberes.
–Si le has hecho daño a alguno de ellos…
–Nadie ha sufrido ningún daño –dijo él–. No ha habido lucha alguna.
No había sido necesario. Huseyn había visitado el palacio para presentar sus respetos al fallecido jeque. Una vez dentro, y con la princesa Mina como rehén de su buen comportamiento, había resultado fácil convencer a la Guardia de Palacio de que cedieran el mando.
–Bien, en ese caso no pondrás objeción alguna a que yo vea al capitán de la guardia verdadero –exigió ella–. A menos que tengas miedo de permitirme esa cortesía –añadió al ver que Huseyn permanecía en silencio.
Aquella mujer sabía muy bien cómo turbarle. ¡Él, la Mano de Hierro de Jumeah asustado! Ningún hombre se habría atrevido a pensarlo siquiera.
Ghizlan suspiró temblorosamente. Hablar con Huseyn era como hacerlo con una pared de ladrillo, a excepción del brillo que se le reflejaba en los ojos cada vez que la miraba.
Debería sentirse petrificada, ansiosa en especial por Mina, pero, al mismo tiempo, era poseedora de más energía de la que había tenido en mucho tiempo.
Tensó los labios y trató de recuperar la compostura. No había nada mejor que un golpe de estado y la amenaza de verse encarcelada para turbarla.
–¿Qué es lo que pasa?
Huseyn había fruncido el ceño. Si Ghizlan no lo hubiera creído imposible, habría pensado que él parecía preocupado. La idea era risible.
Huseyn era un bruto, un oportunista que tan solo buscaba beneficiarse de la muerte de su padre. La consideraba una propiedad, una esclava.
«Igual que mi padre».
Aquel recuerdo le escocía. Huseyn tenía razón. Su padre había considerado que Mina y ella eran monedas de cambio para conseguir sus planes. Casarla con un jeque vecino había sido parte de las negociaciones. Le dolió mucho cuando su padre se lo dijo, aunque se la había educado para esperar que su matrimonio fuera concertado.
Durante años, se había mostrado obediente, consciente de su deber. Siempre había puesto las necesidades de su país en primer lugar. Sin embargo, eso nunca le había reportado el cariño y el aprecio de su padre. El difunto jeque lo había dado por sentado, sin pararse a considerar nunca su felicidad.
Preferiría estar muerta antes de que Huseyn le dijera con quién tenía que casarse. Tal vez los vínculos de amor y servidumbre que le unían a su país fueran muy fuertes, pero, por primera vez, era libre de vivir como eligiera. Y no iba a elegir atarse a un bruto sin civilizar.
Rodeó el escritorio y se colocó frente a frente con él, levantando la barbilla para mirar aquellos increíbles ojos azules. El evocador y masculino aroma que emanaba de su piel se filtraba en sus sentidos. Lo ignoró, igual que ignoró el hecho de lo atractivo que él resultaba a pesar de su barba, de su cabello revuelto y de su arrogancia.
–¿Y me preguntas qué es lo que pasa? –replicó ella con una carcajada–. ¿Y qué me podría pasar? –añadió con ironía–. Aparte del hecho de que te has erigido en dueño y señor del palacio mediante una especie de revolución y exiges casarte conmigo. Además de que me impides ver a mi hermana y a mis antiguos empleados. ¿Cómo sé que están bien?
–Porque tienes mi palabra. Y yo no te he impedido ver a tu hermana.
–¿Puedo verla entonces? –preguntó aliviada.
–Por supuesto. Podrás verla cuando terminemos nuestra conversación.
–¿Es así como lo llamas?
Huseyn torció la boca y ella se preguntó si sería ira o frustración. No le importaba. Estaba demasiado cerca de perder la compostura. Se había esforzado mucho por mantenerla sabiendo que era el único modo de conseguir sus exigencias para las personas que dependían de ella. Sin embargo, ya no estaba segura de poder seguir así mucho tiempo.
–Desde luego –contestó él.
Descruzó los brazos y, de repente, Ghizlan fue consciente de lo cerca que estaban el uno del otro y lo corpulento que él era. El calor emanaba de su cuerpo, caldeándola a pesar del frío que le atenazaba los huesos.
Jamás había estado tan cerca de un hombre tan masculino, no solo por su tamaño y fuerza, sino por un algo más, potente y desconocido para ella, que hacía que su cuerpo quisiera echarse a temblar y deshacerse al mismo tiempo.
–Quiero ver primero al capitán de la guardia. Tengo que comprobar que todo el personal se encuentra bien. Y mis guardaespaldas. Necesito asegurarme…
–Todos están bien.
–Me perdonarás si te digo que necesito verlo con mis propios ojos. Luego, iré a ver a mi hermana.
Ghizlan hizo ademán de marcharse, pero el largo brazo de Huseyn se extendió de repente y unos fuertes dedos agarraron la muñeca de ella.
El pulso comenzó a latirle con fuerza. No le gustaba que él pudiera sentirlo. Odiaba en particular la efervescencia que irradiaba por todo su cuerpo desde aquel punto de unión entre ellos.
–Prefiero que no se me maltrate.
–¿Que no se te maltrate? –replicó él con una sonrisa en los labios.
Ghizlan se dio cuenta de que le divertía. Aquello le enfurecía.
–Yo no soy objeto de juego, Huseyn. Ya descubrirás que a la mayoría de las mujeres no les gusta que se les toque en contra de su voluntad.
–A la mayoría de las mujeres les gusta que les toque yo –murmuró él con seguridad. Sus ojos parecían de plata.
Evidentemente, se consideraba irresistible. Las mujeres de Jumeah debían de ser dignas de lástima.
–Si tú lo dices… Sin embargo, no puedo dejar de pensar que la mayoría de las mujeres fingirían disfrutar de la intimidad cuando un hombre tiene… mucho más poder que ellas. Comprenderás que es una cuestión de autodefensa.
Huseyn dejó caer las manos como si algo le hubiera picado.
–¡Yo jamás utilizaría la fuerza contra una mujer! –gruñó.
–¿De verdad? –repuso ella dando un paso atrás hasta que se topó con el escritorio–. En ese caso, ¿cómo denominarías a tu exigencia de que nos casemos? Si es una petición, te recuerdo que la he rechazado.
Ghizlan vio que él apretaba la mandíbula. Los músculos de sus fuertes brazos se tensaron. Sin embargo, ella se negó a tenerle miedo.
–Es un intento por evitar un derramamiento de sangre.
–Pues tendrás que esforzarte un poco más. Jeirut es una monarquía democrática y estable. El Consejo Real votará para elegir al nuevo jeque y después lo hará el parlamento. No habrá derramamiento de sangre. La verdad es que tú quieres la corona y has recurrido a la fuerza para conseguirla.
–No se trata de fuerza, sino de un movimiento táctico. Incluso tú debes admitir que soy la mejor opción para ocupar el trono. Tengo relación de sangre con el anterior jeque. Soy el único que puede decir algo así y, más importante aún, es que soy fuerte, decidido. Un guerrero. Y tengo experiencia como administrador. Nuestro matrimonio simplemente hará que la decisión sea más fácil y acelerará el proceso.
Ghizlan arqueó una ceja.
–Si eres la elección perfecta, el Consejo te votará.
–Pero eso llevará tiempo… Un tiempo que Jeirut no tiene.
–Tal vez tengas muchas ganas de ascender al trono, pero…
–¿Acaso crees que esto tiene que ver conmigo? Se trata de mantener a salvo a Jeirut. Con la muerte de tu padre, Halarq está dispuesto a invadirnos.
–Tonterías –le espetó ella–. Mi padre estaba a punto de firmar un acuerdo de paz tanto con Zahrat como con Halarq.
–Pero ahora tu padre no está y el emir de Halarq ha visto su oportunidad. Sus tropas se están movilizando. Los Servicios de Inteligencia sugieren que comenzarán reclamando los territorios en disputa para luego entrar todo lo que puedan en Jeirut.
–Ese territorio pertenece a Jeirut desde hace más de doscientos años.
–Sin embargo, yo llevo enfrentándome a ellos en escaramuzas por toda la frontera desde que tenía la edad suficiente para empuñar un arma. Tal vez no te hayas percatado de eso aquí, en la seguridad de la capital, pero mi provincia lleva sufriendo las ambiciones de nuestro enemigo desde hace años. Créeme, está preparado para actuar y, cuanto más tardemos en elegir a un nuevo líder, mejor para él.
Ghizlan abrió la boca para protestar, pero la cerró enseguida. Había una cierta verdad en lo que Huseyn había dicho.
–En ese caso, habla con el Consejo y úrgeles a que tomen una decisión rápidamente.
–La mayoría están a mi favor, pero al Consejo le gusta deliberar. Consideran que una decisión rápida no es adecuada y hay otros dos candidatos, aunque sus candidaturas no son tan fuertes. Si Halarq nos invade, el proceso se llenará de confusión. Necesito actuar inmediatamente y convencer al Consejo de que debe elegir al mejor hombre para proteger al país.
Ghizlan observó su determinación y el brillo de sus ojos y estuvo a punto de creerle, hasta que pensó en su hermana y en la situación que reinaba en palacio.
Comenzó a aplaudir lenta y deliberadamente.
–¡Menuda actuación! He estado a punto de creerme que estabas sacrificándote por el país al reclamar el trono. Sin embargo, si esperas que yo sacrifique mi libertad y me case contigo, estás muy equivocado. Tu retórica no me conmueve.
–¿No vas a hacer esto por tu país?
–¿Por mi país o por ti? –replicó Ghizlan sin poder ocultar su desdén.
–Debería haberme imaginado que no podía esperar demasiado de ti. Ni siquiera te diste prisa en regresar a casa cuando murió tu padre. Evidentemente, tus prioridades están en otra parte.
Ghizlan contuvo la respiración. Era cierto que había evitado regresar a Jeirut cuando se anuló su compromiso con el jeque Idris. Sin embargo, eso había ocurrido a petición de su padre, para evitar que se siguiera hablando de aquel escándalo. Desde entonces, había estado cultivando contactos en el mundo de los negocios que Jeirut necesitaba desesperadamente, ya que quería continuar modernizándose.
Por supuesto, un hombre como Huseyn, cruel y sin educación alguna, no podría comprenderlo.
–Resulta evidente que las noticias tardan mucho en llegar a tu provincia. El polvo en suspensión de un volcán en Islandia canceló miles de vuelos durante días –dijo ella. Había estado a punto de regresar de Nueva York volando hacia el Pacífico, pero no lo había hecho esperando que las predicciones sobre la dispersión de la nube fueran ciertas. Se habían equivocado durante dos días consecutivos–. Vine en el primer vuelo.
Se le entrecortó la voz. Aquello era ridículo. Ella jamás se había sentido cerca de su padre. Ni una vez le había dicho él que la quería. Sin embargo, sintió que se le partió el corazón cuando comprendió que no podría estar presente en su entierro ni para acompañar a Mina.
–No es que me importe tu opinión. Sencillamente jamás me casaría con un hombre al que despreciara a primera vista.
–¿Despreciaras?
–Por supuesto –dijo ella levantando la barbilla.
Huseyn se acercó un poco más a ella. Ghizlan aspiró el aroma a establo y a hombre.
–En ese caso, ¿cómo te explicas esto, MiSeñora?
Unas manos grandes e implacables le agarraron los brazos. Entonces, vio cómo el rostro de él se acercaba al suyo.
GHIZLAN agitó la cabeza de un lado al otro, pero no consiguió zafarse de él. El vello de su rostro rozaba su piel con una caricia completamente desconocida que le provocaba pequeños escalofríos. Unos cálidos labios, más suaves de lo que se había imaginado, le besaban la mejilla, robándole el aliento.
No iba a gritar. No le daría el placer de revelar temor. En vez de eso, permaneció completamente rígida entre sus brazos.
Sin embargo, no fue miedo lo que experimentó mientras los labios de Huseyn iban dejando un rastro de seducción hasta su oreja. Ghizlan parpadeó, sorprendida ante la extraña sensación que se le estaba formando en el vientre.
Aquello ya había durado más que suficiente.
Movió con fuerza los brazos hacia atrás, tratando de zafarse de él, pero era como luchar contra un gigante. Los dientes de él le mordisqueaban el lóbulo de la oreja. Ella saltó, horrorizada ante la oleada de sensaciones que aquel gesto le producía desde la oreja hasta el vientre, como si él tuviera los hilos y ella, cual marioneta, respondiera. Los pezones se le irguieron, firmes e hipersensibles, contra el sujetador. ¿Sentía él lo mismo?
–¡Basta ya!
Le colocó las manos sobre el torso y se echó hacia atrás, tratando de escapar. Sin embargo, Huseyn era mucho más alto y fuerte que ella. Con un rápido movimiento, agarró las dos manos de Ghizlan y, con la otra, le agarró fuertemente la cabeza e, inexorablemente, levantó el rostro de ella hacia el de él.
Ghizlan vio el reflejo de los ojos azules de Huseyn antes de sentir la boca de él sobre la suya.
Pasión, poder, el rico aroma de la piel de un hombre. La suave abrasión que ejercía la barba contra su piel contrastaba con la fuerza de la boca apretándose contra la de Ghizlan. Todo ello produjo un asalto sobre sus sentidos por parte de un hombre decidido a dominar.
El miedo se apoderó de ella hasta que, de repente, se dio cuenta de que, a pesar del poder de aquel musculoso cuerpo, él se había retirado un poco. De repente, la presión sobre sus labios se alivió y la mano que le agarraba la parte posterior de la cabeza se hizo más suave y comenzó a masajearle suavemente el cabello.
Ghizlan lo miró fijamente, tratando de centrarse en el azul de sus ojos, pero él estaba demasiado cerca. Huseyn se movió ligeramente, atrayendo la parte inferior del cuerpo de Ghizlan hacia la suya hasta que a ella no le quedó duda alguna de la monumental prueba de su excitación. Contuvo la respiración, aturdida. Se dio cuenta de que era demasiado tarde para ocultar su error. Huseyn aprovechó la oportunidad para volver a poseer su boca. Aquella vez, no exigió, sino que sedujo. Sus movimientos eran firmes, pero suaves. La lengua acariciaba la de ella, aprendiendo su tacto y su sabor. Del mismo modo, Ghizlan descubrió que él sabía a almendras y algo más, que resultaba delicioso muy a su pesar. Se dio cuenta también de que disfrutaba de las sensaciones que le producía aquella lengua. Luchó como pudo contra el placer que le producían aquellos lentos y seguros movimientos de labios y lengua, que ya no la forzaban, sino que la invitaban.
La habían besado antes. Besos perfectos y agradables de caballeros también perfectos y agradables. Besos dulces, incluso ansiosos. Sin embargo, nadie la había besado nunca así. Nadie le había exigido tanto para luego seducirla y provocarle sensaciones más peligrosas que ninguna otra cosa que Huseyn pudiera desatar en ella.
Aquel beso la invitaba a relajarse, a seguir la atracción del placer. A ser egoísta, solo una vez. La mano que tenía detrás de la cabeza la sujetaba y también la relajaba, enviándole oleadas de lánguida delicia por todo el cuerpo.
Además, aquel cuerpo tan fuerte contra el suyo… Eso era totalmente nuevo para ella. Resultaba una experiencia eléctrica. Ghizlan había besado y salido con otros hombres cuando era estudiante, pero, siempre consciente de lo que se esperaba de ella y del escándalo que podía producirse si se la sorprendía públicamente, nunca había ido más allá.
Ningún hombre le había hecho sentir el potente anhelo de querer más. Trató de ser fuerte, de no responder hasta que oyó y saboreó el gruñido de satisfacción de Huseyn. Era un asalto sensual, tan real como la mano que la sujetaba o la lengua que la acariciaba. El modo en el que las sensaciones le recorrían todo el cuerpo, despertando una potente excitación, no se parecía en nada a lo que hubiera conocido de antes.
El beso se fue ralentizando, profundizando y se hizo cada vez más lánguido. Los huesos de Ghizlan parecieron perder la dureza. Las manos le ardían contra aquel fuerte torso y, de repente, sin que ella pudiera impedirlo, comenzaron a deslizarse hacia los anchos hombros y a enredarse en los revueltos rizos, abriéndose paso entre ellos para agarrar por fin con fuerza la cabeza de él.
Ghizlan se movió suavemente, colocando la boca de manera que pudiera devolverle cómodamente el beso. Entonces, sintió que le faltaba el aliento cuando la erección se alineaba provocadoramente contra ella.
Huseyn lanzó un profundo gruñido y le rodeó la cintura con un fuerte brazo, levantándola contra él para que el contacto se hiciera aún más descaradamente sexual. Y delicioso.
Ghizlan gimió de placer. Su cerebro, al igual que su cuerpo, parecía estar completamente acelerado. Una parte de su ser era consciente de que estaba cediendo, de que estaba provocando aquel comportamiento tan poco apropiado. La otra, gozaba con la fuerza del hombre que podía levantarla con un solo brazo como si ella estuviera hecha de algodón. Sin embargo, principalmente, se centraba en el provocador y delicioso beso que deseaba que durara para siempre.
Aquello estaba mal en muchos sentidos, en tantos que casi no podía empezar a contarlos.
De repente, la parte de su conciencia a la que se había preparado desde el nacimiento a centrarse en el deber, a ser un buen ejemplo y a hacer siempre lo adecuado, se despertó y gritó horrorizada. Apartó las manos de los hombros de Huseyn y lo empujó con todas sus fuerzas. Trató de apartar la boca, pero solo consiguió invitarle a mordisquearle el cuello.
–No quiero esto. ¿Me oyes? ¡No lo quiero! –exclamó con desesperación–. Suéltame.
Dejó de empujar para comenzar a darle puñetazos en los hombros. Por fin, muy lentamente, Huseyn levantó la cabeza. La miró fijamente a los ojos. Su mirada era del color del cielo después del atardecer, ese azul fugaz cuando aparecen las primeras estrellas antes de que el cielo se vuelva oscuro.
Huseyn parpadeó. Una. Dos veces. Miró los labios de Ghizlan y ella se sintió horrorizada al darse cuenta de que aquella mirada le parecía una caricia.
–Suéltame…
En aquella ocasión, su voz sonó más suave. No comprendía cómo podía mirarle a los ojos. Los dos sabían que, a pesar de la ira con la que había respondido, se sentía perdida en la magia de aquel beso.
La pasión le rugía en las venas, pero se avergonzaba de haberse rendido tan fácilmente a un hombre como Huseyn.
Se dijo que había respondido así por su inexperiencia. Si hubiera sabido lo que esperar, seguramente habría estado más preparada. Sabía que se tenía por un buen amante y, evidentemente, él utilizaba a su favor la gran experiencia con la que contaba.
–Bueno, eso ha sido muy interesante…
–Ahora ya me puedes soltar.
Huseyn sonrió de un modo que Ghizlan deseó odiar porque el gesto estaba provocado por el orgullo masculino. Estaba encantado consigo mismo porque ella no había podido resistirse. Lo más extraño de todo era que aquella sonrisa aceleraba aún más los latidos del corazón de Ghizlan.
–¿Estás segura de que te puedes mantener en pie?
Aquellas palabras provocaron en ella una reacción visceral. Movió rápidamente la rodilla, apuntando directamente al lugar en el que se centraba su enorme ego masculino. Sin embargo, Huseyn reaccionó más raudo que ella. La rodilla de Ghizlan rozó suavemente los pantalones de él, pero Huseyn ya se había apartado fuera de su alcance con los reflejos propios de un hombre acostumbrado a la lucha y a pelear sucio.
Entonces, la soltó. Ghizlan, con la respiración acelerada, se apoyó contra el escritorio. Rápidamente, se recompuso y se atusó el cabello con celeridad.
–Ya te has divertido a mi costa –dijo ella con voz firme–. Ahora, me gustaría ver al capitán de la guardia, a mis guardaespaldas y a mi hermana.
–Después de que hayamos concluido nuestra conversación.
–Eso puede esperar –afirmó ella.
Esperó ver alguna señal de que él cedía, pero no se produjo ninguna. Huseyn permaneció inmóvil e implacable.
Ghizlan suspiró.
–Supongo que comprenderás que debo verlos. Son mi responsabilidad. Como mi padre ya no está, es mi deber ocuparme de su bienestar –añadió. No se podía permitir seguir mostrándose débil–. Tú sentirías lo mismo respecto a los soldados que están a tu cargo.
Huseyn tenía que admitir que Ghizlan tenía razón. Ella lo comprendía mejor de lo que había esperado. Había apelado a su sentido del deber para con sus hombres, tal y como él hubiera esperado de un rival honorable, de un general al que debía respetar, aunque estuvieran en bandos opuestos.
Jamás hubiera pensado que una hermosa princesa, mimada desde su nacimiento y criada rodeada de lujos, pudiera comprender ese sentimiento de responsabilidad y mucho menos compartirlo.
La observó atentamente. En aquella ocasión, trató de fijarse en más que en la deliciosa boca, la impecable figura, la piel perfecta o el brillante cabello oscuro que había parecido seda entre sus dedos.
Huseyn descubrió una mirada firme, unos hombros tan rectos como los de un soldado haciendo patrulla y una expresión tan fría como la nieve de las montañas más altas de Jeirut. Solo el pulso que le latía con fuerza en la garganta traicionaba aquella fachada. Prendía una llama de satisfacción en él al comprobar que ella se sentía tan afectada por lo ocurrido como el propio Huseyn.
La admiración competía con la impaciencia y el deseo. Quería volver a sentir la boca de Ghizlan contra la suya, ansiosa y generosa, y su delicioso cuerpo apretado contra la potente masculinidad.
Sacudió la cabeza. No había tiempo para dejarse llevar. El futuro de su provincia y de su país estaban en peligro.
–¿Qué es lo que quieres? ¿Que te suplique? ¿Es eso lo que necesitas para sentirte satisfecho?
–¿Lo harías?
Se la imaginó de rodillas ante él, aunque el gesto no tenía nada que ver con las súplicas. Lo que deseaba de aquella orgullosa princesa era algo más satisfactorio, más terrenal.
Ella abrió aquellos labios enrojecidos, libres ya de la coloración del lápiz de labios y, de repente, Huseyn llegó a su límite. La tendría en su cama muy pronto, como su esposa. Así debía ser. Hasta que llegara aquel momento, se negaba a seguir jugando con ella. Sus instintos eran honorables y él lo respetaba.
–No. No espero que me supliques. Espera aquí. Haré que te los traigan a todos para que te puedas convencer con tus propios ojos de que se encuentran bien.
–Sería más fácil si fuera yo misma a…
–No.
Huseyn no iba a permitir que ella anduviera por palacio hasta que todo estuviera solucionado.
–Dame tu teléfono y haré que todos vengan a verte aquí.
–¿Mi teléfono? –preguntó ella perpleja.
–No quiero que te pongas en contacto con nadie en el exterior de palacio hasta que hayamos concluido este asunto –dijo él. Vio cómo Ghizlan miraba de soslayo al teléfono que había sobre la mesa del despacho–. Todas las líneas se han desconectado temporalmente. Todos los aparatos electrónicos han sido confiscados.
–Mientras tú llevas a cabo tu golpe de estado.
–Mientras salvo la nación.
El bufido de desdén que Ghizlan lanzó fue de todo menos regio. Huseyn no pudo evitar una sonrisa.
Ella se dio la vuelta y ofreció a Huseyn una vista de su perfecto trasero mientras se inclinaba para recoger su bolso.
–Toma –dijo ofreciéndole el teléfono–, pero espero que me lo devuelvas intacto. Estoy realizando unas importantes negociaciones y quiero que todos mis contactos y mis mensajes estén intactos.
¿Negociaciones? ¿Con quién? ¿Con su estilista? ¿Con su peluquero? A Huseyn no le importaba. Ella estaría incomunicada hasta que él lo decidiera.
Al extender la mano para tomar el teléfono, rozó levemente la mano de Ghizlan. Una inesperada sensación le recorrió el brazo. Frunció el ceño. No le gustaba lo que había sentido.
Ghizlan retiró la mano y volvió a colocarse la máscara de tranquilidad y paz que llevaba puesta cuando algo la molestaba. Mejor. Le gustaba saber que ella también se sentía tan turbada como él mismo.
–El teléfono se te devolverá intacto mientras obedezcas las órdenes.
Ghizlan arqueó las cejas, pero no dijo nada. Estaba aprendiendo.
–Después de que te hayas asegurado de que todos están bien, volveremos a hablar –dijo él.
Con eso, se dio la vuelta y se marchó. Tenía asuntos de los que ocuparse. Se ocuparía de Ghizlan más tarde.
–Te juro que estoy bien –dijo Mina apretando la mano de Ghizlan–, pero me alegro de que estés aquí. Todo ha sido bastante duro.
Ghizlan asintió. Mina solo tenía diecisiete años. Ya era bastante duro perder a su padre sin, además, verse prisionera en su propia casa.
–¿Estás segura de que no te han hecho daño? Me lo dirías, ¿verdad?
–Por supuesto. Te aseguro que no me han hecho daño. Tan solo me quitaron el teléfono y el portátil y me dijeron que no me podía marchar de palacio. Sin embargo, necesito acceder a Internet, Ghizlan. Es vital.
–¿Vital?
Había sido un alivio ver que su hermana se encontraba bien, al igual que el capitán de la guardia y sus guardaespaldas. Huseyn se había hecho el dueño de palacio con la precisión de un consumado profesional.
El líder de un golpe de estado. Ghizlan no debía olvidarlo. Y un prepotente. Solo había que recordar cómo la había manoseado….
–¿Me estás escuchando, Ghizlan?
–Por supuesto –respondió ella con una sonrisa–, pero aún me estoy acostumbrando a tu nuevo aspecto.
Mina se acarició el cabello oscuro, que dejaba al descubierto el blanco cuello.
–Cuando papá murió, me di cuenta de que al menos podía hacer lo que quería y dejar de fingir que soy alguien que no soy. Yo no soy como tú, Ghizlan. No puedo ser la perfecta diplomática y cumplir con mi deber tal y como se espera de mí. Traté de agradar a nuestro padre, pero no lo conseguí nunca. En cuanto a lo de estudiar Económicas…
–Estás bien como estás, Mina. Eres inteligente, entusiasta y con talento.
En cierto modo, parecía una traición pensarlo, pero con la muerte de su padre Mina era por fin libre para seguir sus inclinaciones y conseguir la vida que quería. Su padre ya no podía constreñirla en una vida diseñada para conseguir un objetivo político tal y como lo había hecho con Ghizlan.
–En realidad, me rebelé hace ya algún tiempo… Antes de que papá muriera, pero él nunca lo supo… Ya sabes que no quiero estudiar Económicas…
–Lo sé…
Su padre había querido mostrar que las mujeres de Jeirut podían triunfar fuera de los campos tradicionales. Por eso, Ghizlan tenía una licenciatura en Ingeniería Química. En su caso, al menos a ella le interesaba la ciencia…
–¿Y qué es lo que has hecho?
–He solicitado plaza en Bellas Artes. Hay una escuela fabulosa en Francia. Ya sabes que ese siempre ha sido mi sueño. En secreto, envié una solicitud y ya han salido las listas, pero no puedo mirar mi correo electrónico. Si me hacen una oferta y no respondo, no me esperarán. Le darán la plaza…
–Tranquilízate, Mina. Estoy segura de que te darán tiempo para responder.
–¿Y si estamos en esta situación durante meses? ¿Y si Huseyn no nos suelta hasta dentro de mucho tiempo? ¿Y si…?
–No te preocupes. No nos puede retener indefinidamente. Su plan es conseguir que se le nombre jeque lo antes posible.
Y ella formaba una parte vital de ese plan. Sin embargo, él descubriría muy pronto que no era un inocente peón. Ghizlan jamás se casaría con él.
–¿De verdad lo crees? Me moriría si tuviera que hacer lo que papá quería para mí.
–Nadie te va a obligar a hacer nada, Mina. Tranquilízate.
El pensamiento se reveló ante Ghizlan con la fuerza de un relámpago. Era cierto. Cuando se proclamara el nuevo jeque, las dos se podrían marchar de palacio. Huseyn no podría obligarla a casarse con él. Lo único que tenía que hacer era permanecer firme. Cuando él se rindiera, las dos podrían marcharse y hacer lo que quisieran con sus vidas. Mina podría estudiar Arte y ella… Frunció el ceño. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pensó en lo que quería en vez de en lo que se esperaba de ella que, así, de repente, no sabía lo que quería hacer con el resto de su vida.
–¿Qué te pasa, Ghizlan? Tienes un gesto muy extraño en la mirada.
Ella sonrió llena de excitación.
–Es porque me acabo de dar cuenta de que, cuando Huseyn al Rasheed consiga lo que quiere, nosotras quedaremos libres para hacer lo que queramos. Nadie podrá detenernos.
–¿Has reclamado mi presencia?
Ghizlan levantó la barbilla para enfrentarse a aquellos ojos azules. El enorme tamaño de aquel hombre podría acobardarla si ella se lo permitiera. Prefirió pensar en eso y no en el modo en el que se le había acelerado el pulso cuando las miradas de ambos se cruzaron.
Antagonismo, desconfianza. Eso era lo que sentía. La extraña excitación que había experimentado cuando él se dio la vuelta del escritorio de su padre fue porque se había dado cuenta de que Mina y ella pronto serían libres de un modo que nunca hubieran creído posible. No tenía nada que ver con los recuerdos de los besos de Huseyn ni con aquella extraña sensación en el vientre cuando él la estrechó entre sus brazos. Además, ella prefería la inteligencia a la fuerza.
–Tan encantadora como siempre –dijo él mirándola de arriba abajo mientras se dirigía a la puerta del despacho para cerrarla.
–¿Acaso quieres que finja que tus matones y tú no habéis invadido la capital o que me olvide de que nos tenéis prisioneras a mi hermana y a mí?
Ghizlan respiró profundamente. Se sintió momentáneamente incómoda cuando noto que él miraba atentamente, como si estuviera fijándose en su cuerpo.
Tonterías. A él no le interesaba. La escena que había representado hacía unas horas había tenido más que ver con el poder que con la atracción. Los hombres como Huseyn al Rasheed disfrutaban así.
–No te rindes, ¿verdad? –dijo él apoyándose contra el escritorio del padre de Ghizlan como si fuera suyo.
–¿Acaso esperas que te trate como a un invitado?
–Francamente, mis modales son la menor de tus preocupaciones, MiSeñora. Deberías estar más preocupada por la amenaza que Halarq supone para Jeirut.
–Ah, pero, según tú, yo soy simplemente una inútil. Una princesa mimada, ¿no? Resulta evidente que, por lo que a ti se refiere, de esos asuntos tan importantes solo pueden ocuparse hombres armados. La clase de hombres que burlan la ley y encarcelan a los ciudadanos que respetan las normas.
Los ojos de Huseyn reflejaron ira y murmuró algo entre dientes. Ghizlan entrelazó las manos a la espalda, obligándole a poner bien recta la espalda y a levantar la barbilla.
–¿Te podría hacer una sugerencia? –prosiguió–. ¿Podrías dejar libres a la mayoría de los rehenes? Yo me quedaré, por supuesto, pero mi hermana es solo una adolescente y el personal se podría marchar también mientras esto se soluciona.
–¿Mientras se soluciona? Hablas como si yo estuviera aquí tan solo temporalmente. Te aseguro, MiSeñora, que no va a ser así. Ahora, este palacio es mi hogar.
–Una vez que el Consejo te nombre jeque.