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El millonario y la bailarina Maya Blake ¿La primera regla del chantaje? No perder nunca el control. Boda en el desierto Lynne Graham El jeque solo quería disfrutar cuanto antes de su noche de bodas. La última conquista Kim Lawrence Compartieron una noche de ciega pasión… y él quería repetirla. Susúrrame al oído Lucy Ellis Lo que Nik realmente quería era a Sybella en su cama.
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Seitenzahl: 738
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 147 - septiembre 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-961-8
Portada
Créditos
El millonario y la bailarina
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Boda en el desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La última conquista
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Susúrrame al oído
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
ALEXANDROS Christofides se quedó mirando el espacio vacío que solía ocupar la caja de terciopelo marrón donde guardaba su posesión más preciada. De algún modo, a pesar de las costosas medidas de seguridad que se habían instalado, se la habían arrebatado.
También faltaban otras cosas: varios fajos de billetes de cien dólares y unas cuantas joyas muy caras. Sin embargo, era la pérdida de aquella caja y lo que albergaba lo que más lo enfurecía.
Aquel collar que había dictado la historia de la familia había sido la piedra angular de su vida. Era más que una simple joya para él, y siempre lo sería. Y aunque, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, el collar había sido para su familia un símbolo del deshonor y la desgracia que lo había acompañado desde el principio, había acabado representando algo muy distinto para él. Y ahora alguien lo había sustraído; alguien de su confianza había entrado en su despacho y se había llevado lo que le pertenecía.
Unos pasos pesados se detuvieron cerca de su escritorio, pero Xandro no se volvió. Sospechaba lo que iba a oír a continuación.
–Se ha ido, señor –le informó Archie Preston, el jefe de seguridad.
A pesar de las luces de neón que se encendían y apagaban en Las Vegas Strip, al otro lado del ventanal de su despacho, de pronto su mundo se tornó oscuro y gris, como el cielo antes de una tormenta. Se giró con los puños apretados.
–¿Quién es y dónde ha ido? –preguntó.
–Un vigilante jefe, señor. Benjamin Woods. Había pasado las pruebas para el puesto y, siguiendo las normas de la empresa, le proporcionamos un pase para esta planta.
–¿Cuándo fue eso?
–Hace un mes, señor.
Xandro se clavó las uñas en las palmas de las manos.
–¿Ha tenido un mes para planear esto?
–A-así es, señor –fue la vacilante respuesta que recibió.
–¿Y cómo lo hizo?
–En las grabaciones de las cámaras de seguridad se le ve escoltando a su suite al último de los invitados VIP a las cuatro de la madrugada –le explicó Archie–. Luego tomó el ascensor y subió a esta planta. Quince minutos después se le ve saliendo de este despacho con una mochila. Abandonó inmediatamente el hotel y tomó un taxi justo delante de la entrada. Hemos localizado al taxista. Woods le pidió que lo dejara a tres manzanas de aquí, y según el taxista se alejó por una calle secundaria.
–O sea que sabía que seguiríamos la pista al taxi, y solo lo utilizó durante un trecho para despistarnos.
Preston asintió.
–He mandado a algunos de mis hombres a los aeropuertos y las estaciones de autobuses para…
–Dígame de qué servirá eso cuando nos lleva trece horas de ventaja, señor Preston –lo cortó él con aspereza.
–Solo puedo ofrecerle mis más sinceras disculpas, señor Christofides. Y darle mi palabra de que, esté donde esté, lo encontraremos.
Xandro se obligó a aflojar los puños.
–Sabemos cómo consiguió entrar en mi despacho, pero no cómo averiguó la combinación de la caja fuerte. Aunque la pregunta más importante es cómo vamos a encontrarlo antes de que venda lo que ha robado.
Archie frunció el ceño y se rascó la nuca.
–Si da su permiso, contrataré a una docena de detectives para empezar la búsqueda.
–Lo tiene. Y también quiero que recabe toda la información posible sobre ese hombre y cada uno de sus familiares.
–¿Sus familiares? Si no le importa que lo pregunte, ¿de qué podría servirnos eso? –inquirió Archie vacilante.
Xandro esbozó una media sonrisa.
–Porque la familia es y siempre será la principal debilidad de cualquier hombre.
Haría pagar a Benjamin Woods por lo que había hecho, y se valdría de cualquier medio a su alcance.
Tras reiterarle las promesas que le había hecho, Archie se retiró y Xandro se volvió de nuevo hacia el ventanal. Era el dueño de la cadena de hoteles y casinos más exitosa del mundo; no había llegado tan alto, ni había escapado de las garras de la violencia y la pobreza, para acabar perdiendo aquello que lo había ayudado a superarse y lo había convertido en el hombre que era.
LAS RÍTMICAS pisadas iban perfectamente acompasadas con la música. O casi. Pocas personas se habrían dado cuenta de que iban ligeramente por detrás, pero Xandro se percató de ello tras unos pocos segundos.
De niño le había faltado casi de todo, pero siempre había tenido la música. Cuando su abuela, que padecía del corazón, había fallecido en el cuchitril del Bronx en el que habían vivido, su madre había tomado el relevo de la tradición musical que tan enraizada estaba en su familia. Desde entonces cada día había comenzado con su madre interpretando temas de su cantante favorita, María Callas, y había terminado con las evocadoras operetas de compositores de otros tiempos.
Había crecido viendo óperas en la tele, y las grabaciones de su madre bailando ballet. Sus abuelos habían metido esas cintas de vídeo en la maleta antes de subir al barco que los llevaría a Nueva York con su hija embarazada de dieciocho años, la joven cuyos sueños de convertirse en bailarina habían sido cruelmente desbaratados.
Un único foco iluminaba al bailarín sobre el escenario, y el auditorio de la Escuela de Artes Escénicas de Washington D.C. estaba desierto salvo por un puñado de personas sentadas entre las dos primeras filas. Xandro se había fijado en las caras de las mujeres una por una cuando habían entrado, y lo había desanimado ver que ninguna de ellas era la que estaba buscando.
Había volado miles de kilómetros para encontrar a Sage Woods, la hermana del ladrón que había robado su posesión más preciada. Archie no había tenido tiempo de conseguirle una fotografía actual de la joven. La única de la que disponía había sido tomada hacía más de una década, cuando solo tenía catorce años.
Pero sus facciones perfectas y su melena pelirroja, tan llena de vida, la harían destacar aun en medio de un gentío, así que, a menos que hubiera cambiado muchísimo, no debería costarle reconocerla.
Esperó a que el auditorio se hubiera quedado vacío antes de sacar el móvil del bolsillo de la chaqueta. Archie se había redimido al haber rastreado a Sage Woods hasta Washington D.C. en un tiempo récord, pero no se sentía con ánimos de perdonarle. Claro que tampoco ayudaba que le hubiese informado de que Woods había conseguido la combinación de la caja fuerte pirateando su ordenador.
En vez de hacer una «visita» a los padres de Woods en Virginia, Xandro había optado por volar directamente a Washington D.C. desde Las Vegas. Aparte de que, por lo que sabía, creía que conseguiría presionar más a Woods a través de su hermana, los compañeros de trabajo de Woods a los que Archie había interrogado le habían dicho que mencionaba con frecuencia a su hermana, la bailarina.
Estaba a punto de llamar a Archie para asegurarse de que era allí donde se suponía que podría encontrarla, y que no se había equivocado, cuando una figura vestida con un maillot y medias negras salió al escenario de entre bastidores.
A pesar de que lo llevaba recogido en un moño deslavazado, su cabello, rojo como el fuego, la delató de inmediato. La chica flacucha de la foto que tenía en su móvil se había convertido en una mujer escultural, capaz de parar el tráfico. Él desde luego se había quedado paralizado al verla; lo había dejado sin aliento.
En su mundo la belleza femenina venía en un envoltorio llamativo, como un objeto decorativo de plata, perfectamente pulido y bien presentado. La mujer que estaba ante sus ojos, en cambio, y que creía que estaba a solas, no llevaba ni pizca de maquillaje, ni tampoco joyas. Por no llevar, no llevaba ni zapatos. Y, sin embargo, no podía apartar los ojos de ella. Recorrió con la mirada su fina cintura, las femeninas curvas de sus caderas, sus muslos bien torneados, sus largas piernas y sus delicados tobillos.
Mientras la observaba, la joven se sacó un MP4 de la cinturilla elástica que llevaba encima del maillot. Con la cabeza agachada, desenrolló el cable de los auriculares y se metió uno en cada oreja.
Xandro se cruzó de brazos mientras la veía enganchar el aparato a la cinturilla y frunció el ceño, molesto por no poder escuchar la música que iba a utilizar. Sin embargo, cuando vio cómo pasaba de estar completamente quieta a una cautivadora explosión de movimiento, dejó caer los brazos y observó hipnotizado la energía y el control que exhibía, y que solo podían conseguirse tras años de dedicación y muchas horas de ensayo.
–Disculpe. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Xandro se sintió molesto consigo mismo. Tan absorto había estado en sus pensamientos, que no se había dado cuenta de que había abandonado la penumbra, delatando su presencia. Su irritación se tornó en enfado. No había ido allí para quedarse embelesado viendo a una extraña bailar.
–¿Es usted Sage Woods? –le preguntó con aspereza.
La vio tensarse y mirarlo nerviosa mientras se quitaba los auriculares y se los colgaba del cuello, como haciendo tiempo para dilucidar si era amigo o enemigo.
–Eso depende –contestó finalmente.
–¿De qué?
–De quién quiere saberlo. Y de que me diga primero qué está haciendo aquí –respondió ella.
–Estamos en un auditorio público. No necesito un permiso especial para estar aquí.
La joven frunció los carnosos labios.
–Sí, pero he reservado y pagado esta sesión privada, y hay un cartel fuera, sobre la puerta, que dice «no se admite público».
Xandro se encogió de hombros.
–Pues malas medidas de seguridad tienen cuando yo he entrado.
Ella se puso aún más tensa, y Xandro vio como sus ojos iban de él a la puerta antes de posarse en él de nuevo.
–Con lo trajeado que va, y esa expresión tan ceñuda, a menos que haya venido a una audición para interpretar a un director gruñón en una producción de Broadway, se ha equivocado de sitio. Márchese antes de que avise a seguridad.
En otras circunstancias, a Xandro lo habrían admirado sus agallas.
–¿Siempre se muestra tan suspicaz con los extraños, señorita Woods?
La joven lo miró de arriba abajo antes de alzar la barbilla desafiante.
–Es usted un poco presuntuoso. No he dicho que sea quien cree que soy.
–Niéguelo y me marcharé –la retó Xandro.
–Dudo que sea de los que aceptan un no por respuesta.
Xandro se acercó sin prisa hasta la primera fila.
–Me llamo Xandro Christofides. Deme las respuestas que necesito y dejaré que siga con su ensayo.
–¿Ha dicho que me… «dejará»? ¿Quién diablos se cree que es?
–Acabo de presentarme. Ahora le toca a usted.
–Yo… ¿qué es lo que quiere de… de Sage?
–Se trata de un asunto confidencial del que estoy seguro que ella no querría que hablase con nadie más. ¿O cree que querría que fuese por ahí, aireando sus trapos sucios? –la picó.
Esa vez no hubo una réplica ingeniosa y los ojos verdes de la joven lo escrutaron con recelo.
–Está bien, sí, yo soy Sage Woods. Y ahora, ¿le importaría decirme de qué va esto?
Xandro se subió de un salto al escenario y la joven, aturdida, retrocedió varios pasos.
–¿Qué… qué hace? Dígame ahora mismo por qué está aquí, o… –se calló y apretó los puños.
–¿O qué? –la instó Xandro.
–Dé un paso más y lo averiguará.
A pesar de su irritación, a Xandro le entraron ganas de reírse, pero entonces notó vibrar el móvil en su bolsillo, un recordatorio de que el hombre que le había robado el collar andaba suelto por ahí. Y la clave para encontrarlo era la joven que estaba ante él, preparada para defenderse con un rodillazo si hiciera falta.
–Hasta hace cuarenta y ocho horas su hermano, Benjamin, trabajaba como vigilante jefe en uno de mis casinos en Las Vegas. Robó una importante suma de dinero y varios objetos de valor, y luego desapareció. Quiero que me diga cuándo fue la última vez que hablaron y dónde puedo encontrarlo.
La joven palideció, pero recobró pronto la compostura y levantó la barbilla, desafiante.
–Disculpe, señor…
–Christofides. Xandro Christofides –repitió él con la mirada fijada en su rostro, pendiente de cualquier cambio en su expresión–. Soy el dueño de la cadena de hoteles y casinos Xei. Su hermano empezó a trabajar en mi casino de Las Vegas como crupier hace dieciocho meses y fue ascendiendo hasta ser nombrado vigilante jefe. Pero estoy seguro de que todo eso ya lo sabía.
–Pues se equivoca. No tengo la menor idea de dónde está mi hermano –le espetó ella, y le sostuvo la mirada un segundo antes de dar un paso atrás–. Si no se va usted, me voy yo.
Xandro la siguió con la mirada mientras se alejaba para recoger del suelo una pequeña mochila que se colgó del hombro. Luego giró la cabeza y añadió:
–Y aunque lo supiera, tampoco se lo diría.
SAGE sabía que no debería haber dicho eso. Había sido innecesario, y una provocación estúpida, una reacción visceral, cuando debería haberse mostrado indiferente y calmada. Lo que buscaban los abusones era precisamente eso: provocar esas reacciones viscerales. ¿Acaso no lo había aprendido por las malas siendo una adolescente?
Entonces, ¿por qué le había respondido de ese modo? Probablemente porque quería fastidiar a aquel hombre prepotente, igual que él la había fastidiado a ella interrumpiendo sus ensayos, la sesión que había pagado con el dinero que tanto le costaba ganar. Su objetivo era pasar una audición para ser admitida en la Compañía de Danza Hunter, por supuesto, pero para ella bailar siempre sería mucho más que una aspiración profesional. ¡Había sacrificado tanto para llegar hasta allí…!
Apretó el paso por el corredor que llevaba a los vestuarios. Era cierto que no tenía ni idea de dónde estaba su hermano. Aunque la llamaba una vez al mes, no esperaba saber de él hasta dentro de un par de semanas. «Por amor de Dios, Ben… ¿Qué has hecho?».
Lo cierto era que en el último año había visto a su hermano cada vez más resentido. Cuando habían hablado por teléfono no había hecho más que lamentarse sobre el que parecía haberse convertido en su tema favorito de un tiempo a esa parte: la desigualdad económica entre clases.
Para empezar no debería haberse ido a vivir y trabajar a un sitio como Las Vegas. No cuando en los últimos seis meses se había hecho tan dolorosamente evidente que estaba empezando a tener problemas con el juego. Cuando lo había instado a que buscase ayuda, él había negado que tuviera ningún problema, aunque le había prometido a regañadientes que la llamaría una vez al mes para contarle cómo estaba y que no se preocupara.
Xandro Christofides no había respaldado con pruebas la acusación de que su hermano le había robado, pero en lo más hondo de su ser sabía que era muy probable que fuese cierto.
¿Debería haberse quedado a hablar con Christofides? ¿Haberle suplicado el perdón para su hermano aun no estando segura de que hubiera hecho nada malo?
No. No le debía nada a aquel tipo, y Ben había sido el único que la había apoyado, el único que había creído en ella, se recordó cerrando de un golpe la puerta de la taquilla, antes de colgarse de nuevo la mochila del hombro.
Cuando salió del edificio por la puerta lateral, que daba a una bocacalle, se encontró a Xandro Christofides esperándola allí. Su mano apretó el tirante de la mochila.
–Parece que no me equivocaba en que es de los que no aceptan un no por respuesta. ¿Qué va a hacer ahora, raptarme?
Él la miró pensativo.
–No tengo intención de hacerle ningún daño, señorita Woods. Y, aunque no es habitual en mí, sí que he aceptado una negativa en alguna ocasión. Lo que considero inaceptable, eso sí, son las mentiras, y sé que me ha mentido cuando dice que no sabe dónde está su hermano –le dijo en un tono impaciente.
–¿Y cómo pretende demostrarlo? –le preguntó Sage con desdén.
Christofides apretó la mandíbula.
–Le daré un consejo: no juegue conmigo; tengo muy poca paciencia. Su hermano se ha llevado algo muy valioso para mí, y cuanto antes se muestre dispuesta a colaborar conmigo para que pueda recuperarlo, más indulgente me mostraré con él.
Sage tragó saliva.
–¿Quiere decir que aún no lo ha denunciado?
–Me temo que su hermano no tendrá tanta suerte. La policía ya está al tanto del robo, y su hermano se enfrentará a las consecuencias de sus actos cuando lo encuentre, aunque usted puede mitigar el castigo que recibirá si me dice dónde está.
A Sage se le cortó el aliento.
–¿Quiere que lo ayude a meter a mi hermano entre rejas?
–Ha cometido un delito. ¿Es tan ingenua como para creer que sus actos no tendrán consecuencias? –le espetó él.
–¿Tiene alguna prueba de que le ha robado… lo que sea que dice que le ha robado?
–Se llevó cien mil dólares en efectivo, varias joyas por un valor total de otros cien mil dólares, y un recuerdo familiar que para mí no tiene precio.
A Sage no le pasó desapercibida la emoción en su voz al referirse a ese recuerdo familiar, y supo de inmediato que era eso lo que lo había llevado a cruzar el país para encontrarla.
–Lo siento, pero no puedo ayudarlo –respondió.
Pretendía alejarse calle abajo tras esas palabras, girar a la izquierda y entrar en la estación de metro para volver a Georgetown, el barrio donde compartía una vivienda de alquiler con otros bailarines, pero el modo amenazante en que la miró Christofides, como advirtiéndola de que reconsiderara su proceder, la mantuvo allí de pie, paralizada. No, se dijo, jamás traicionaría a Ben; jamás.
–Adiós, señor Christofides –le dijo con firmeza.
Durante unos segundos muy tensos, él permaneció en silencio.
–Buenas noches, señorita Woods –dijo finalmente.
No había inflexión alguna en su respuesta, nada que sugiriera que volverían a verse, pero, mientras se alejaba, sintió un cosquilleo en la nuca y tuvo el presentimiento de que no se daría tan fácilmente por vencido…
Ese presentimiento hizo que le costara conciliar el sueño durante las seis noches siguientes por más que tratara de tranquilizarse, repitiéndose que Christofides no tenía ningún poder sobre ella.
Y, sin embargo, había llamado a su hermano al móvil una y otra vez, dejándole un mensaje de voz tras otro hasta que el buzón se llenó, y tuvo que darse por vencida, al borde de las lágrimas de pura frustración.
Apenas conseguía dormir unas cuantas horas seguidas antes de tener que levantarse y prepararse para acudir a su trabajo de camarera en una cafetería. No había conseguido pasar la última audición de la compañía de danza, pero desde entonces había estado ensayando cinco horas extra a la semana, y estaría lista para volver a presentarse a las audiciones del mes siguiente. Tenía que estarlo, porque sus ahorros, de por sí escasos, se le iban en pagarse las comidas y su parte del desorbitado alquiler. Necesitaba esa plaza en la compañía.
No quería ni pensar qué haría si no lo conseguía. Volver a casa de sus padres no era una opción. Había cerrado esa puerta, y hasta que sus padres aceptaran sus decisiones, no retrocedería ni un paso.
Si se hubiese quedado en Virginia para ayudar a sus padres con el hotelito Bed&Breakfast que su familia había regentado durante generaciones, habría sido como rendirse y dejar que su espíritu se marchitara poco a poco.
En ese momento apareció Michael, su compañero de trabajo, que también era bailarín.
–Buenos días, preciosa. ¿Cómo hemos amanecido? –la saludó alegremente, colocándose tras la barra junto a ella–. Uf, vaya cara… –se quedó mirándola con el ceño fruncido–. ¿Estás bien?
Sage guardó su móvil en el bolsillo del delantal y esbozó una sonrisa.
–Claro –contestó ella–. Estoy perfectamente –añadió al ver que Michael la miraba con escepticismo.
–No sé si creérmelo, pero bueno, estoy seguro de que lo que voy a decirte te animará. ¡Te lo garantizo!
–Dispara. Soy toda oídos.
–¿Te acuerdas que nos dijeron que solo había tres plazas disponibles en la compañía para las audiciones del mes que viene?
El corazón de Sage palpitó con fuerza.
–Sí. ¿Y?
–Pues que según he oído… ¡ya no son tres, sino seis!
A Sage se le cortó el aliento.
–¿En serio? ¿Pero cómo puede ser?
–La compañía tiene un nuevo patrocinador.
Sage no quería hacerse esperanzas. No cuando tal vez solo fueran rumores.
–¿Estás seguro?
Michael se encogió de hombros.
–Bueno, hay mucho secretismo, pero la directora ha estado manteniendo reuniones a puerta cerrada durante los últimos dos días. Dicen que está dispuesta a hacer todos los cambios que sean necesarios con tal de complacer al nuevo patrocinador.
Sage frunció el ceño.
–Pero si son reuniones a puerta cerrada… ¿cómo puede haberse enterado nadie de eso?
Michael la miró algo dolido.
–Mi fuente es de fiar. Si dice que Hunter tiene a un nuevo patrocinador, me lo creo.
Ella suspiró.
–No es que dude de lo que me has contado, Michael. Es solo que ya hemos pasado por esto antes y…
–Sí, lo sé. Es verdad que la última vez que dijeron que había un nuevo patrocinador resultó que era mentira, pero esta vez la información viene directamente desde arriba.
Sage asintió, pero para sus adentros se mantuvo escéptica. Aun con seis plazas en vez de tres sus probabilidades seguían siendo escasas cuando eran veinte bailarines los que se las disputaban.
Esa tarde, después de acabar su turno en la cafetería, volvió a la Escuela de Artes Escénicas a ensayar y estuvo tres horas perfeccionando su coreografía de siete minutos antes de tomarse el primer descanso. Volvía a sentir ese ligero hormigueo en la muñeca, fruto de una antigua lesión, pero se esforzó por dominar la inquietud que la invadió.
«Si no eres capaz de enfrentarte a una competición de patio de colegio, ¿cómo esperas hacer realidad esa aspiración tan egoísta de subirte a un escenario?».
Apartó de su mente aquellas duras palabras de su padre y se recordó lo lejos que había llegado. Era lo bastante buena y ya tenía la muñeca mucho más fortalecida. De hecho, era gracias a Ben que se había repuesto de aquella lesión, porque era el único que había creído que podía conseguirlo.
Algo desesperada por volver a oír su voz, volvió a llamarlo al móvil, pero su buzón de voz seguía lleno. Y como tenía una hora libre de por medio hasta poder seguir con sus ensayos, se puso a buscar información en Internet sobre Christofides.
A sus treinta y tres años el tipo era más rico que Rockefeller. Y si a eso se le sumaba ese aire misterioso y lo apuesto que era, no era de extrañar que hubiese montones de artículos sobre él. A los veintiún años, tras licenciarse en Harvard con un título de Ciencias Empresariales, había desarrollado un plan de negocio con el que en solo dos años se había hecho multimillonario, pero antes de eso no había ninguna información sobre su vida, salvo por el rumor de que se había criado en uno de los suburbios más marginales y peligrosos de Nueva York. Eso explicaría esa rudeza que emanaba de él a pesar de la ropa de firma que vestía y de la elegancia felina de sus movimientos.
Esa enigmática combinación era sin duda lo que atraía a todas las mujeres hermosas que aparecían a su lado en las fotos, sonriéndole. Él, en cambio, siempre miraba a la cámara con la misma expresión imperturbable, como si no supiese sonreír.
Un vistazo rápido a su trayectoria empresarial mostraba que todos los proyectos que había emprendido los había empezado en solitario, sin socios ni colaboración de ningún tipo. Incluso lo afirmaba en una entrevista: «Prefiero tener todo el control. No me gusta compartir. Lo que es mío, es solo mío».
De hecho, decía mucho de su forma de ser que hubiese viajado desde la Costa Oeste en busca de su hermano, cuando podría haber dejado que se encargasen la policía o los servicios de seguridad que tenía contratados.
Al darse cuenta de que llevaba cinco minutos mirando una foto suya en la pantalla del móvil, contrajo el rostro irritada y cerró el navegador para volver a sus ensayos.
Cuatro horas después, exhausta, llegaba a la casa de alquiler compartida en la que vivía. Como era viernes y eran casi las diez de la noche, no había nadie. Los demás seguramente habrían salido por ahí a divertirse.
Fue a la cocina a prepararse un sándwich, y cuando se lo hubo terminado sacó de su mochila la mancuerna de dos kilos que llevaba siempre consigo. Estaba a la mitad de los ejercicios que hacía para fortalecer la muñeca, cuando empezó a sonar su móvil. Sobresaltada, se quedó mirando un instante el número en la pantalla antes de contestar.
–¿Diga?
–¿Señorita Woods? –preguntó una voz femenina en un tono circunspecto.
–¿Sí?
–Soy Melissa Hunter, la directora de la Compañía de Danza Hunter.
–Ah… hola.
–Le pido disculpas por llamarla tan tarde.
–No pasa nada –Sage se aclaró la garganta y dejó la mancuerna en el suelo para agarrarse al borde de la encimera–. ¿En qué puedo ayudarla? –inquirió con cautela.
–Tengo novedades que comentarle respecto a las audiciones que estaban previstas para el mes que viene.
La mano de Sage apretó con fuerza el borde de la encimera, y el corazón le dio un vuelco.
–Las circunstancias de la compañía han cambiado un poco, y hemos decidido adelantar las audiciones. Al martes que viene, para ser exactos. Los candidatos que pasen las pruebas conseguirán una plaza en la próxima producción de la compañía, que está prevista para septiembre. Sé que es muy poco tiempo para tomar una decisión, pero si aún quiere presentarse a las audiciones necesito que me dé una respuesta esta noche.
Sage, que no salía de su asombro, se quedó un momento con la mirada perdida antes de que su cerebro volviera a ponerse en funcionamiento.
–Pues… claro, por supuesto. Mi respuesta es sí. ¡A todo!
–Estupendo. Mi secretaria se pondrá en contacto con usted mañana por la mañana para darle todos los detalles.
–Gracias, señorita Hunter.
–No hay de qué. Ah, y antes de que cuelgue… debe saber que las audiciones tendrán lugar en el extranjero.
–Ah, eso no supone ningún problema –se apresuró a responder Sage.
–Bien. Mi secretaria le pedirá la documentación que necesitará para el viaje, así que asegúrese de tenerla preparada porque vamos muy justos de tiempo.
–Por supuesto. Y gracias de nuevo –murmuró Sage.
–Bien, la dejo. Tengo que ponerme en contacto con los demás candidatos. Buenas noches –le dijo la señorita Hunter abruptamente antes de colgar.
Sage se quedó mirando el móvil en su mano. Pasó un minuto antes de que fuera consciente de la enormidad de lo que acababa de ocurrir, pero la sonrisa que afloró a sus labios se disipó cuando se dio cuenta de que no tenía con quien celebrar la noticia.
Llamar a sus padres estaba completamente descartado porque no les interesaría en absoluto. Habían desdeñado su pasión por la danza con la misma falta de sensibilidad con que habían quitado importancia al acoso que había sufrido en el instituto.
Como no quería sucumbir a la desesperanza que amenazaba con echar a perder ese momento de felicidad, volvió a tomar la mancuerna y terminó sus ejercicios. Ahora, más que nunca, no podía permitirse que la más mínima duda resquebrajase su confianza en sí misma.
Cuando Sage se despertó a la mañana siguiente, aún algo amodorrada, se dijo que era su preocupación por Ben lo que había hecho que esa noche soñase con el magnate de ojos grises.
Aún estaba intentando convencerse a sí misma de eso cuando volvió a sonar su móvil. Se abalanzó sobre él con la esperanza de que fuera Ben. No lo era, pero recibió con agrado el tono amable de la secretaria de Melissa Hunter… hasta que se dio cuenta de lo que estaba diciéndole.
–Perdón, ¿podría repetir eso último? –le pidió.
–He dicho que tendrá que meter en la maleta ropa como para una semana, o quizá algo más. Y que se lleve ropa fresca y protector solar. Aunque solo estamos a principios de mayo, tengo entendido que en esta época del año hace bastante calor en la isla.
Sage parpadeó.
–¿Qué isla? –balbució.
–Disculpe, señorita Woods, pero el destino exacto al que les llevamos es confidencial por razones de publicidad. Lo único que necesitan saber usted y los demás bailarines es que saldrán del aeropuerto de Dulles el lunes por la tarde. De todo lo demás, incluidos sus gastos, nos encargamos nosotros.
De pronto Sage se sintió algo inquieta.
–¿Esto tiene algo que ver con el nuevo patrocinador de la compañía?
La secretaria se quedó un momento en silencio antes de soltar una risita.
–Bueno, supongo que ya es un secreto a voces, ¿no? En fin, sí, la verdad es que sí –admitió con entusiasmo–. Si alguien le pregunta, no se lo he contado yo, pero este nuevo patrocinador se ha comprometido a una inversión con la que podremos hacer producciones durante los próximos cinco años. ¡Tres producciones al año como mínimo! ¿No es increíble? De haber sabido que las audiciones incluían viajes así, yo también habría estudiado danza en vez de estar aquí sentada, embarazada de ocho meses y sin poder moverme apenas.
Sage se rio, y respiró más tranquila ahora que una de sus preguntas había obtenido respuesta.
–Buena suerte con el bebé –le dijo–. Y gracias por contármelo.
–No hay de qué. Recuerde que pasarán a recogerla a la una en punto, así que no se retrase. ¡Y disfrute de la aventura!
Tres días después…
LA TERCERA audición había terminado hacía veinte minutos y había ido bien. Lo había sabido incluso antes de recibir los elogios de los dos coreógrafos de Broadway que habían acompañado a Melissa Hunter a la isla griega de Yante en medio del mar Egeo.
La villa en la que se alojaban y donde se llevaban a cabo las audiones solo se le antojaba menos impresionante cuando la comparaba con la deslumbrante belleza de la isla. De hecho, a su llegada con los otros diecinueve aspirantes, había pensado que debía estar soñando.
Cada estancia, cada rincón de la inmensa villa, exhibía una impresionante mezcla entre la arquitectura clásica griega y la arquitectura moderna. Estatuas de mármol de dioses griegos rivalizaban con obras de arte contemporáneo, y las puestas de sol, que lo dejaban a uno sin aliento, competían con la estudiada iluminación de la villa, que la convertía en un lugar mágico al caer la noche.
Pero toda esa belleza pasó a un segundo plano cuando volvió a entrar en el salón donde se hacían las audiciones, y sus ojos se posaron en el patrocinador misterioso, que había estado ausente hasta entonces y ahora de repente estaba allí sentado, tras una mesa alargada, con la señorita Hunter y el resto del jurado. Al verlo se le cayó el alma a los pies.
Era Xandro Christofides. Sentado en el centro de la mesa, entre Melissa Hunter y los dos coreógrafos, como si fuera el amo y señor de todo lo que lo rodeaba, la miró de arriba abajo, y Sage deseó haberse puesto una camiseta encima del maillot y los leggings.
El vello de la nuca se le erizó cuando la inquietud que había sentido en Washington D.C. la invadió de nuevo. De pronto empezaba a darse cuenta de que había habido demasiadas coincidencias, que aquello era demasiado bonito para ser verdad, y ya no pudo ignorar el temor creciente de que estaba siendo manipulada. Todo apuntaba a que Xandro Christofides no estaba allí por casualidad.
El brillo burlón en sus ojos grises le dio a entender que sabía exactamente el efecto que tenía en ella su presencia. La había conducido hasta su trampa, y estaba disfrutando enormemente con aquello.
–¿Qué hace usted aquí? –le espetó Sage.
Melissa Hunter se levantó como un resorte, y su rostro se contrajo con disgusto.
–¡Señorita Woods! Voy a dar por hecho que me engaña la acústica de la sala, y que no acaba de preguntarle al señor Christofides de un modo de lo más grosero qué está haciendo aquí.
Sage apretó los labios para no increparlo de nuevo con otras preguntas que le quemaban la lengua.
–Lo… Lo…
–Disculpas aceptadas –la interrumpió Christofides en un tono hastiado. El brillo burlón en sus ojos, sin embargo, se acentuó.
Sage bajó la vista para no mirarlo furibunda, e inspiró para intentar tranquilizarse.
–Por los truenos que parece de repente que retumban de fondo, diría que se conocen, ¿no? –inquirió con ironía Leonard Smith, uno de los coreógrafos, tras un tenso minuto de silencio.
–Sí, podría decirse que sí –respondió Xandro.
Los coreógrafos y la señorita Hunter se miraron, y Melissa Hunter carraspeó.
–Bien, pues como ya sabe que el señor Christofides es nuestro nuevo patrocinador –le dijo–, no creo que sean necesarias más presentaciones ni…
–Aunque sí tenemos que decir –la cortó el señor Smith sin el menor pudor– que su última audición, señorita Woods, fue tan impresionante como las dos anteriores. A mí me pareció tan buena, de hecho, que casi me siento tentado de darle un papel en mi próxima…
–¿Podríamos centrarnos en el motivo por el que la señorita Woods está aquí? –lo increpó Christofides en un tono áspero que lo calló de inmediato–. Porque está aquí bajo el auspicio de la compañía de danza, y si se desviara del propósito de estas audiciones, no se permitirá que siga adelante con ellas. ¿No es así, señorita Hunter? –inquirió sin apartar los ojos de Sage.
Melissa Hunter frunció los labios y miró irritada al coreógrafo.
–Así es. Y por eso te agradecería, Leo, que no tentaras a mis bailarines con esa clase de ofertas antes de que acabe el proceso de selección.
–Vaya, ¡qué susceptible está hoy todo el mundo! –farfulló el señor Smith, antes de guiñar un ojo a Sage y sonreírle con descaro.
–Como estaba diciendo… –continuó la señorita Hunter– queríamos que todos supieran que el señor Christofides es ahora nuestro patrocinador y que además, desde esta mañana, es el accionista mayoritario de la compañía. Lo cual significa que aquellos de ustedes que resulten seleccionados, responderán no solo ante mí, sino también ante él.
Las pocas esperanzas que le quedaban a Sage de que aquello fuera solo una pesadilla, de la que se despertaría en cualquier momento, se evaporaron.
Pero su pasión por la danza era lo que la hacía levantarse cada mañana, y no iba a permitir que Christofides destruyese sus sueños. Aunque para ello tuviera que dar un paso atrás. Habría más audiciones. Inspiró y, dirigiéndose a la señorita Hunter, le dijo:
–Gracias por haberme dado esta oportunidad. De verdad que le estoy muy agradecida. Que tengan un buen día.
Y tras despedirse con un asentimiento de cabeza, se dio media vuelta para abandonar el salón.
–Señorita Woods… –la llamó con aspereza Melissa Hunter.
Sage apretó los dientes y se giró de nuevo.
–¿Sí?
–No había terminado. El señor Christofides y yo revisaremos esta tarde las cintas de las audiciones, y anunciaremos en la cena los nombres de los doce finalistas.
Llena de frustración, Sage le dio las gracias a la señorita Hunter, miró a Christofides, y con una sonrisa forzada le espetó:
–Espero que encuentre lo que busca.
–Gracias. No tengo la menor duda de que lo haré –respondió él.
Aunque hubiera sonado como una respuesta serena y cordial, sus ojos daban a entender algo muy distinto: que no iba a dejarlo correr.
Cuando abandonó el salón, sabía que los demás bailarines estarían esperándola en la sala de estar donde solían reunirse tras las audiciones, impacientes por saber qué le habían dicho. Sin embargo, en ese momento no se sentía capaz de reunirse con ellos y responder a sus preguntas. No cuando estaba convencida de que Christofides había orquestado cada una de sus audiciones.
Subió directamente a su habitación y se puso a recoger sus cosas. Estaba metiendo la ropa en la maleta cuando llamaron a la puerta. Contrajo el rostro, contuvo el aliento y no contestó, rogando por que quien fuera pensase que no estaba allí y se marchara.
Pero al cabo de un rato volvieron a llamar, esta vez con más fuerza. Suspiró con resignación y respondió:
–Adelante.
Al ver entrar a Xandro Christofides se le cortó el aliento, y los labios del magnate se curvaron en una sonrisa burlona y sensual.
–¿A qué ha venido? –le espetó–, ¿a regodearse? Pues aproveche, porque no le honraré mucho más con mi presencia.
–¿Va a algún sitio? –inquirió él en un tono gélido.
Sage soltó una risa áspera.
–Por supuesto que me voy. ¿Acaso esperaba que me quedara? –le espetó–. Pero le felicito –añadió–. Me imaginé que tramaba algo, pero nunca pensé que sería capaz de algo así.
–¿A qué se refiere con «algo así»?
Sage le lanzó una miró furibunda.
–¿Va a negar que me ha manipulado para hacerme venir aquí? ¿Que no pretendía tentarme con una plaza en la compañía y divertirse viendo cómo me mataba para conseguirla, para luego arrancarme ese sueño de un plumazo? Pues no, no voy a quedarme para darle ese gusto. Detesto que me controlen, señor Christofides, así que sí, me marcho. Ahora mismo.
Él apenas se inmutó ante sus acusaciones.
–Aún no ha conseguido la plaza. Pero si insiste en marcharse antes de que terminen las audiciones, allá usted. Bastará con que me entregue el cheque antes de irse.
Sage se tensó.
–¿Qué cheque?
–El acuerdo de confidencialidad que firmó incluía una cláusula por la cual aceptaba que, si decidía retirarse del proceso de selección antes de que finalizara, tendría que abonar los gastos del viaje y el alojamiento. Si quiere puedo hacer que le calculen ahora mismo el total del billete de avión en primera clase, las comidas y el coste por el alojamiento de estos tres días.
A Sage se le encogió el estómago.
–¿No lo dirá en serio?
–Nunca bromeo sobre la letra pequeña, señorita Woods, se lo aseguro.
–Pero no puedo devolverle todo ese dinero… No tengo tanto dinero… –murmuró ella, y la asaltó la sospecha de que él lo sabía.
–Entonces quizá debería replantearse esas decisiones apresuradas que pretendía tomar, ¿no cree?
Sage apretó los labios.
–¿Para qué? ¿Para que pueda seguir jugando conmigo? ¿Para demostrarme quién manda? ¿O es ahora cuando aprovecha para presionarme un poco más para que le diga dónde está mi hermano?
–No, ahora es cuando usted deja esta pataleta, deshace esa maleta y vuelve abajo, a esperar la decisión del jurado, igual que los otros bailarines.
–Solo que los dos sabemos que, por sus tejemanejes, para el jurado yo no soy como ellos –replicó Sage.
–No, es verdad. Aunque todo el mundo tiene derecho a creerse especial, ¿no le parece?
–Yo no me creo especial. Pero sé lo bastante sobre usted como para cuestionar sus intenciones en lo que a mí respecta. ¿Puede mirarme a los ojos y decirme que nuestro encuentro de hace dos semanas no tiene nada que ver con mi presencia aquí?
–Pues claro que tuvo que ver. A raíz de ese encuentro decidí invertir en la compañía de danza. Una inversión que espero que dé sus frutos.
–Y esa inversión… ¿se le ocurrió así, por casualidad? –le espetó con sorna.
Christofides apretó la mandíbula.
–No, señorita Woods. Nada que merezca la pena ocurre por casualidad. No sería un buen empresario si no fuera capaz de reconocer una buena oportunidad cuando se presenta. La compañía Hunter tiene el potencial necesario para convertirse en una gran inversión si se marca el rumbo adecuado.
–Ya. O sea que esto no tiene nada que ver conmigo, ¿verdad? –insistió ella.
–No tengo por costumbre invertir millones de dólares en una compañía por un capricho. Interprételo como quiera –dijo él antes de alejarse hacia la puerta. Con una mano ya en el picaporte, se volvió hacia ella–. Si sigue pensando en marcharse hoy, tendrá que hacérselo saber al ama de llaves antes de una hora. Así tendremos tiempo para preparar la factura con la suma que debe –añadió, y salió, cerrando tras de sí.
Con menos de mil dólares en su cuenta, difícilmente podría afrontar esos gastos. Sage volvió a colocar la ropa en las perchas y estanterías del vestidor, guardó otra vez la maleta y se sentó desanimada en la cama.
Pasó un buen rato allí sentada, dándole vueltas al asunto, cuando una criada llamó a su puerta para anunciarle que se había dispuesto un bufé en el patio para el almuerzo.
Mientras bajaba las escaleras con pesadez, Sage se dio cuenta de que Christofides no le había revelado qué destino le deparaba. Igual que tampoco había llegado a decirle por qué había subido a su habitación.
Horas después descubriría que pretendía seguir con sus crueles jueguecitos, cuando al final de la cena Melissa Hunter le dejó entrever aquel sueño que durante tanto tiempo había acariciado, y del que ya solo la separaba una última audición.
–Está entre los doce finalistas, señorita Woods. Un paso más y podría ser parte de la compañía. Enhorabuena –anunció la directora, levantando su copa para brindar por ella cuando les hubieron retirado los platos.
Sage se obligó a responder a las felicitaciones de los demás, a asentir, y sonreír. Sin embargo, no pudo evitar que la asaltara un mal presentimiento. Tenía la sensación de que aquello iba a ser la peor de las pesadillas, porque Xandro Christofides era quien controlaba el timón.
ERA UNA buena actriz. Eso tenía que reconocérselo. Sus sonrisas cuando aceptó los buenos deseos de sus compañeros parecían auténticas. Pero Xandro había visto la aprensión dibujarse en su rostro al oír su nombre entre los de los finalistas. También atisbó un breve destello de tristeza en sus ojos. Probablemente por la ausencia de alguien con quien habría querido poder celebrarlo. No hacía falta pensar mucho para imaginar a quién echaba en falta: su hermano.
Tomó un sorbo de vino y sus ojos se encontraron con los de Sage, que estaba de pie, unas sillas más allá, junto a la larga mesa del comedor. Llevaba un vestido largo, de color verde oscuro, que resaltaba sus elegantes hombros y brazos y sus torneadas piernas.
La observó en silencio mientras felicitaba a aquellos de sus compañeros que también habían resultado finalistas. Uno de ellos agarró una botella de champán, le pasó un brazo por los hombros a Sage y la atrajo hacia sí.
–¿No tienen la siguiente audición mañana temprano? –inquirió Xandro a los bailarines, haciendo un esfuerzo por apartar la vista. Lo irritaba ver la mano de ese tipo colgando tan cerca del pecho de Sage.
Todos giraron la cabeza hacia él y las conversaciones se acallaron.
–Sí. A partir de las ocho –respondió una chica en el extremo más alejado de la mesa.
Xandro volvió a fijar la vista en Sage y en aquel tipo que seguía con el brazo apoyado en sus hombros.
–Pues quizá deberían beber un poco menos, ¿no? –sugirió Xandro–. Además, ¿no les parece descortés estar celebrando su éxito delante de los compañeros que no han tenido la suerte de ser elegidos para pasar a la última fase?
La mesa se quedó en silencio y algunos carraspearon.
–En esta compañía celebramos juntos nuestras victorias y nos consolamos en las derrotas –dijo Melissa–. Estoy segura de que estará de acuerdo en que en este negocio, como en cualquier otro, es esencial aprender a sobrellevar los reveses. Aquí no hay sitio para los egos delicados y los espíritus débiles.
–Por supuesto. Pero creo que hay más elegancia y dignidad en saberse vencedor sin sentir la necesidad de restregárselo en las narices a los demás, ¿no?
–Muy cierto –dijo el coreógrafo inglés. Apuró su whisky de un trago y se levantó–. Con esas sabias palabras, me retiro. Felicidades de nuevo, querida –dijo acercándose a Sage para besarla en ambas mejillas.
La marcha del coreógrafo provocó un éxodo apresurado de los otros bailarines que no habían sido seleccionados.
–Yo también me voy a la cama –dijo Sage–. Buenas noches.
Melissa le había dicho a Xandro que quería hablar con él después de la cena. En realidad era evidente que tenía en mente más que eso, pero él no estaba interesado en tener con ella nada más allá de una relación estrictamente profesional.
Por eso, cuando detrás de Sage se marchó también el bailarín que tantas confianzas se tomaba con ella, y llevándose la botella de champán además, Xandro se levantó y salió a su vez del comedor con un seco «buenas noches» a Melissa, que lo siguió con la mirada, decepcionada y contrariada, mientras se alejaba.
Al llegar al pie de la escalera, Xandro se detuvo, algo preocupado por las intenciones que lo habían llevado a abandonar el comedor. ¿Por qué lo había hecho? La siguiente fase de su plan ya estaba en marcha; solo tenía que sentarse y dejar que las cosas siguieran su curso.
Sin embargo, la idea de quedarse sentado y esperar no hacía sino ponerlo de peor humor. Comenzó a subir las escaleras, y se detuvo de nuevo al oír unos pasos en el pasillo que conducía al ala este. Volvió a bajar los escalones que había subido, fue en esa dirección, y al poco olió en el aire el perfume de Sage. La encontró saliendo de la cocina con un botellín de agua en la mano. Al verlo, se paró en seco y lo miró recelosa.
–Es evidente que ha venido hasta aquí buscándome –observó–. ¿Va a decir algo, o va a quedarse mirándome?
Xandro se metió las manos en los bolsillos y apretó los dientes.
–¿No le ha dicho nadie que debería controlar esa lengua?
Avanzó lentamente hacia ella. Cuanto más se acercaba, más seductor le resultaba el aroma de su perfume, una mezcla de lilas y rosas. Sus ojos descendieron por el elegante cuello hasta el valle entre sus senos, y luego a las muñecas, preguntándose en cuáles de esos puntos se habría aplicado el perfume.
–Dígame dónde está su hermano.
Su abrupta pregunta hizo que Sage diera un respingo, y aquel movimiento atrajo la atención de Xandro a su pelo rojizo, que llevaba recogido en su habitual moño. Lo asaltó el impulso de liberar su cabello, de ver cómo era de largo, y averiguar si era tan sedoso como parecía.
–Ya se lo he dicho: no lo sé. Y por más que intente manipularme, no le daré una respuesta distinta.
Xandro dio un paso más hacia ella.
–No la creo. Si no recuerdo mal, me dijo que no me diría dónde estaba aunque lo supiera.
Sage le sostuvo la mirada.
–Eso fue porque… estaba molesta con usted.
–¿En serio? ¿Por qué?
–Ya sabe por qué. Porque se estaba mostrando tan controlador como en este momento.
–Continúe, no se corte.
Sage frunció los labios.
–¿Disfruta haciendo sentir incómodos a los demás, señor Christofides? –le preguntó.
–Me gusta decir las verdades a la cara, y que cuando hago un pregunta me respondan con la verdad. ¿La hago sentir incómoda?
Ella apretó los labios, y Xandro no pudo evitar fijarse una vez más en lo sensuales y carnosos que eran.
–En absoluto. Aunque no creo que pueda decirse lo mismo de todos los que estaban en el comedor hace diez minutos.
–¿Le parece reprochable lo que dije?
Sage parpadeó y bajó la vista.
–No exactamente. Pero sí me parece que podía haber sido un poco menos moralista. Hizo que la mitad de los que estábamos allí se sintieran cohibidos por no haber pasado la audición, y la otra mitad culpables por haberla pasado.
–Siempre digo lo que pienso; no le veo sentido a suavizar las palabras para no incomodar. Lo cual me lleva a mi siguiente pregunta: ¿se acuesta con él?
Sage abrió mucho los ojos.
–¿Con quién?
–Matt… Mark… Ese bailarín –respondió él con un ademán desdeñoso.
Sage enarcó las cejas.
–¿Michael?
–Como se llame. ¿Se acuesta con él? –insistió Xandro.
Ella resopló ofendida.
–¿Acaso es asunto suyo?
–Una relación de ese tipo entre dos miembros de la compañía podría alterar la dinámica de grupo, así que sí, es asunto mío. Responda a la pregunta, señorita Woods.
–¿O qué?
–O le sacaré a él la respuesta.
Mientras esperaba a que contestara, la irritación de Xandro, lejos de disiparse, aumentó.
–No, no me acuesto con él. Solo es un amigo.
–¿Y deja a todos sus amigos que la toquen de esa manera? ¿O solo a aquellos que creen que tienen posibilidades de llegar a meterse en su cama?
Sage frunció el ceño.
–Toda esta conversación es absurda. Y si de verdad le preocupa la dinámica de grupo, le aseguro que, cuando se me exige que dé el cien por cien de mí, lo hago.
–Eso es encomiable, pero una relación implica a dos personas. Y si iniciase una relación de esa naturaleza con otro miembro de la compañía, ¿cómo evitaría los efectos adversos que podría tener su ruptura en el rendimiento de la otra persona cuando la relación terminase? Porque a ustedes los bailarines no se les conoce precisamente por su temperamento equilibrado, ¿no es cierto?
–¿Qué es lo que quiere?, ¿que le diga que no tengo intención de empezar una relación con ninguno de mis compañeros ni ahora, ni en un futuro próximo?
Xandro se quedó mirándola hasta que, consumido por la necesidad de exigirle precisamente eso, se encontró encogiéndose de hombros. Ella lo miró boquiabierta antes de recobrar la compostura.
–¿Va en serio?
–Si entra a formar parte de la compañía, será un sacrificio que tendrá que plantearse.
Quizá debería darle instrucciones a Melissa para que añadiera una cláusula con esa condición al contrato.
Sage sacudió la cabeza.
–No puedo creer que esté teniendo esta conversación con usted. Ni siquiera han terminado las audiciones. Y los dos sabemos que si usted así lo decide, no pasaré la última audición, así que… ¿qué más le da con quién me acueste?
–Se equivoca. El proceso de selección no depende de mí. Melissa es quien tiene todo el control sobre quiénes serán los escogidos. Su destino está enteramente en sus manos.
Había un escepticismo palpable en los ojos de ella.
–Venga ya… ¿Va a decirme que se ha convertido en el accionista mayoritario de la compañía para quedarse a un lado y mantenerse al margen de las decisiones? ¿Usted, que en una entrevista dijo que en lo que respecta a los negocios, prefiere tener siempre el control absoluto?
Xandro sintió cierta satisfacción al saber que había estado investigando acerca de él, y casi lo divirtió verla sonrojarse cuando enarcó una ceja.
–¿Ha estado buscando información sobre mí? –inquirió.
Ella se puso aún más colorada.
–Me preparé por si se negaba a dejarme tranquila.
–Ya. Pues, en respuesta a su pregunta, mi éxito en los negocios se debe a que sé ceder el control a aquellos que en ciertos ámbitos tienen más experiencia que yo. Y si me he convertido en accionista de la compañía, es porque espero que me dará beneficios, pase usted o no la última audición. No tengo nada contra usted –le aseguró él–. Pero hasta que no coopere conmigo para que pueda encontrar a su hermano, pretendo recurrir a todos los mecanismos a mi disposición para conseguirlo –hizo una pausa al ver que Sage estaba frotándose la muñeca derecha–. ¿Qué le ocurre? ¿Le duele?
Ella se tensó y bajó la vista, como sorprendida, y dejó de masajearse de inmediato la muñeca.
–No me ocurre nada. Nada de nada.
Que lo negara con tanta rotundidad no hizo sino hacerle sospechar que sí le ocurría algo, pero antes de que pudiera insistir, Sage volvió a hablar.
–¿Hemos terminado? ¿Puedo irme ya?
–¿Dónde está su hermano, señorita Woods?
Sage apretó la botella de agua que tenía en la mano.
–Por última vez: no sé dónde está. He intentado ponerme en contacto con él, pero no me ha devuelto las llamadas. Cuando intento dejarle un mensaje me salta un aviso de que tiene lleno el buzón de voz. Y otras veces directamente tiene el móvil desconectado.
–Pero debe tener alguna idea de qué lugares suele frecuentar. Los sitios donde podría esconderse.
–No, no lo sé. Y no tengo nada más que decir. Buenas noches.
Lo rodeó, y Xandro dejó que se alejara unos pasos antes de llamarla.
–Cada día que pasa sin que recupere lo que me robó su hermano, se me agota un poco más la paciencia, señorita Woods. Debería poner de su parte. Consúltelo con la almohada.
La espalda de la joven se tensó, pero no se detuvo, ni respondió en modo alguno a su advertencia.
Xandro la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista. Por motivos en los que no quería ahondar demasiado, se sentía atraído por Sage Woods. Lo cual era una locura, teniendo en cuenta que detestaba a los mentirosos casi tanto como a los ladrones. Las mentiras habían hecho sufrir mucho a su familia, y la mayor culpa recaía en el hombre cuya sangre corría por sus venas.
MIENTRAS hacía sus estiramientos antes de la última audición, Sage intentó ahogar el recuerdo de la profunda y sensual voz de Xandro Christofides. Necesitaba clavar esa audición, y bastante tenía ya con lidiar con los nervios que le atenazaban el estómago.
La puerta del salón de baile se abrió y salió la compañera que acababa de hacer la prueba.
–Te toca, Sage –dijo señalando tras de sí con el pulgar.
Michael le deseó suerte y, tras inspirar profundamente, Sage entró en el salón, donde esperaban Melissa y los coreógrafos. Advirtió de inmediato la ausencia de Christofides, y eso rebajó un poco su tensión.
–Cuando quiera, señorita Woods –le dijo Melissa–. Use bien el tiempo del que dispone.
Sage buscó en su MP4 la pista de música que iba a utilizar, y lo colocó en la base conectada a un altavoz que se ponía a su disposición para la prueba.
Inspiró lentamente para serenarse y llenar de oxígeno sus pulmones. Se olvidó por completo de Christofides. Hasta se le olvidaron las ligeras molestias de la muñeca con que se había levantado cuando se dejó llevar por los acordes de la opereta de Vivaldi que inundaron el salón, haciéndola sentir tan viva como la primera vez que había asistido a la clase de danza de la señora Krasinky en el instituto.
Sus padres la habían tachado de melodramática cuando les había dicho que bailar era lo único que hacía que quisiera levantarse cada mañana. Abandonar la danza habría sido dejar que ganaran la partida las chicas que la habían acosado.
Ben la había apoyado. La había animado a cultivar ese talento y la había protegido, como un sólido muro, de la creciente presión de sus padres. Pero, aun así, ellos habían continuado atacándola, y más de una de sus pullas habían hecho mella en su ánimo: «Las bailarinas nacen, no se hacen»; «si de verdad tuvieras talento, no tendrías que practicar tantas horas»; «el día que se te pase este capricho, te arrepentirás de no haber cumplido con las responsabilidades que tenías para con tu familia»; «no esperes que te recibamos con los brazos abiertos cuando quieras volver».
Le dolía muchísimo que sus padres siguieran pensando que su pasión no era más que un capricho pasajero, a pesar de que llevaba años dedicándose en cuerpo y alma a la danza. Y su comportamiento cuando más los había necesitado le había causado aún más angustia porque la había obligado a tomar una dolorosa decisión: alejarse de ellos. Pero lo había hecho creyendo que era mejor marcharse que quedarse en Virginia y dejar que el rencor la consumiera.
Cuando terminó la coreografía una ligera capa de sudor le cubría la piel y le faltaba el aliento, pero pasara o no la audición, la libertad y la felicidad que sentía cuando bailaba ya había hecho que mereciera la pena.
–Bravo, señorita Woods –la aplaudió Leonard Smith–. En el caso improbable de que Melissa decida no contar con usted, lo cual sería una locura por su parte… recuerde que mi oferta sigue en pie.
–Leonard, está empezando a agotárseme la paciencia –le advirtió Melissa.
Él hizo un ademán desdeñoso y sonrió a Sage, que le devolvió la sonrisa, aunque se dijo que era mejor no hacerse ilusiones. Ya había pasado antes por situaciones parecidas, de promesas y ofertas que al final quedaban en nada.
–Puede irse, señorita Woods –dijo Melissa.
–Y le prometemos que no la mantendremos en suspense mucho tiempo –dijo el coreógrafo inglés, ganándose una mirada furibunda de Melissa.
Sage se reunió con el resto del grupo en el patio, donde se había servido el desayuno, y estaba acabándose una tostada con huevos revueltos cuando apareció un sirviente para informarles de que Melissa quería verlos. Las miradas de unos y otros se cruzaron con una mezcla de esperanza y preocupación, y se aprestaron a volver al salón de baile para colocarse frente a Melissa y los coreógrafos, que les hicieron esperar un minuto más mientras cuchicheaban entre ellos.
Al cabo Melissa se inclinó hacia delante y los miró a todos antes de aclararse la garganta.
–Ya hemos decidido quiénes de ustedes serán los seis que a partir de ahora formarán parte de la compañía –les anunció, y entrelazó las manos para leer los nombres de los elegidos.
Igual que la noche anterior, al oír su nombre, a Sage la sacudió una mezcla de euforia, incredulidad y pavor. Lo había conseguido… Había hecho realidad el sueño por el que había estado empleándose al máximo durante los últimos tres años. Sin embargo, la ansiedad que sentía en la boca del estómago no se disipó, y el origen de sus temores entraba en el salón poco después.
Esa mañana Christofides iba vestido de un modo informal, pero no por ello resultaba menos intimidante, ni tampoco menos cautivador. No eran solo esos hombros tan anchos, sus marcados rasgos y ese perfil casi regio; es que aquel hombre tenía el porte de un dios del Olimpo.
Contrajo el rostro, irritada consigo misma por esos pensamientos, y posó su mirada en Melissa, que sonrió a Christofides cuando ocupó el asiento libre a su lado.
Sage estaba segura de que el amargor que sentía de repente en la boca se debía a los nervios y a lo aturdida que estaba aún por haber pasado la audición, y no a los celos, como sugería una vocecilla en su mente.
–