4,99 €
Enamorada de mi marido Kate Hewitt Se suponía que el matrimonio era solo de nombre… Interludio con el jefe Katy Evans William Walker siempre conseguía lo que quería, hasta que se encontró con la horma de su zapato.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 361
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 183 - enero 2020
I.S.B.N.: 978-84-1328-799-7
Portada
Créditos
Enamorada de mi marido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
Interludio con el jefe
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
DE LAS puertas abiertas del salón de baile salían risas y el tintineo del cristal más fino y caro. Se me aceleró el corazón y se me encogió el estómago. ¿De verdad podía hacerlo?
Sí, tenía que hacerlo porque la alternativa era volver a casa y pasar más años, probablemente muchos más, esperando y dudando.
He de admitir que en ese momento me sentía muy tentada de salir corriendo de ese lujoso hotel situado en la plaza más sofisticada de Atenas y volver a la seguridad de Amanos, pero no. Había llegado demasiado lejos como para salir corriendo como una niña asustada. Era una mujer, una mujer casada, y después de tres años de matrimonio por fin iba a plantarle cara a mi marido… aunque para eso primero tenía que encontrarlo.
Me puse derecha y me estiré el vestido que había comprado esa mañana en una de las boutiques más lujosas de Atenas. Las dependientas se habían mirado conteniendo la risa al oírme tartamudear cuando lo pedí; tenía mucho dinero pero poco conocimiento en cuanto a moda y estilo, y ellas lo habían sabido y se habían asegurado de que yo supiera que lo sabían.
Al verme en un espejo del vestíbulo del hotel me pregunté si el ajustado vestido sin tirantes color rubí era escandaloso o elegante. ¿Le sentaba bien a mi pelo y a mis ojos marrones? «Doña Corriente» me había llamado mi marido una vez y no podía culparlo. Él había querido una mujer que no destacara, que no exigiera, que no supusiera ningún inconveniente, y eso era exactamente lo que había tenido durante tres años. Pero ahora yo quería algo más, algo distinto, y había ido a conseguirlo.
Tomé aliento deseando que mis piernas dejaran de temblar y se movieran. Podía hacerlo. Había llegado hasta ahí, ¿verdad? Había tomado un ferri desde la remota isla en la que había pasado toda mi vida de casada y después un taxi desde Piraeus a Atenas. Había hecho una reserva en ese hotel manejando con torpeza la tarjeta de crédito bajo la desdeñosa mirada de la recepcionista y había logrado comprarme un vestido y unos zapatos yo sola.
Había logrado todo eso a pesar de lo mucho que me había costado. La vida en Amanos era mucho más sencilla y había pasado mucho tiempo sin ir a la ciudad; mucho tiempo sin ver a mi marido, un hombre al que apenas conocía.
Era la esposa de Matteo Dias, uno de los hombres más ricos y despiadados de Europa, además de uno de sus más conocidos playboys.
Incluso ahora, después de los papeles que había firmado y de los votos que había pronunciado, me parecía increíble. Durante los últimos tres años me había despertado cada mañana en una isla paradisíaca, lejos de la desesperación y las penurias de mi antigua vida en Nueva York, y me había parecido un sueño… hasta que había dejado de parecerme suficiente.
De pronto, me invadió cierta aprensión. ¿Estaba siendo poco razonable, avariciosa? ¿Estúpida? Tenía una casa preciosa, tanto dinero que no sabía ni qué hacer con él, y una vida satisfactoria; una vida que era mucho más de lo que nunca había tenido ni en mi infancia en Kentucky ni durante mi breve y desafortunado periodo en Nueva York. ¿De verdad podía pedir más?
Sí podía, porque la alternativa era renunciar al único sueño que había tenido en mi vida.
Ahora, mientras observaba el abarrotado salón de baile desde la puerta, me preguntaba si podría reconocer a mi marido. Había visto su foto en muchas publicaciones, casi siempre acompañado por alguna rubia despampanante, y había leído toda clase de especulaciones en relación a su matrimonio. Había tantos columnistas insistiendo en que no había mujer que pudiera domarlo como otros confirmando que los rumores eran ciertos y el soltero más codiciado de Grecia se había casado en secreto.
Por supuesto, todos tenían razón. Matteo estaba casado, pero yo no lo había domado. Ni siquiera había hablado con él.
Me había fijado en su corto pelo negro, en esos fríos ojos color gris acero y en su impresionante físico. Había recordado cómo, durante los breves momentos que habíamos estado juntos, me había sentido como si me hubiese quitado el aliento, como si solo tuviese que mirarme para que se me olvidara pensar.
–¿Señorita, va a pasar? –me preguntó un camarero con una bandeja de copas de champán.
–Sí –respondí intentando que mi voz sonara lo más firme posible–. Sí, voy a pasar.
Con los hombros hacia atrás y la barbilla bien alta, entré en el salón colmado de lo mejor de la sociedad europea. Nadie me miró y me sorprendió un poco. Incluso con un vestido y unos zapatos que habían costado más de lo que pagaba al mes por el alquiler de mi apartamento en Nueva York, seguía siendo la misma: una don nadie sacada de una cafetería de Nueva York. Una camarera sin pedigrí, sin educación, sin estilo, sin estatus. Doña Corriente.
Seguía siendo la simple Daisy Campbell que, nacida en la zona más humilde de Kentucky, había hecho autostop hasta Nueva York con la cabeza llena de sueños y había espabilado muy pronto.
Me moví entre la multitud esforzándome mucho por mantener la cabeza bien alta. Tres años en una isla remota me hacían sentirme insegura en una situación así. En Amanos me sentía segura, pero ahí todo era distinto. Yo me sentía distinta.
Tenía que encontrar a Matteo lo antes posible, antes de que me diera un ataque de nervios o me rompiera un tobillo con esos tacones.
No me había hecho ilusiones con que se alegrara de verme, aunque al menos esperaba que no se enfadara demasiado. Habíamos llegado a un acuerdo y yo lo estaba rompiendo, pero tres años era mucho tiempo y no podía quedarme en Amanos para siempre, ¿no? Tenía que seguir adelante con mi vida.
Le había dado lo que quería y ahora había llegado el momento de que él me diera lo que yo quería.
–Buena suerte –me dije, y alguien se giró y me miró.
Siempre había tenido el extraño hábito de hablar conmigo misma y tres años en una isla remota no habían ayudado mucho a cambiarlo. Sonreí al desconocido y seguí avanzando.
¿Dónde estaba mi marido?
Y entonces lo vi y me pregunté cómo no lo había visto antes. Estaba en el centro de la sala, destacando por encima del resto de los hombres. Aminoré el paso y el corazón empezó a palpitarme con fuerza. En persona era mucho más impresionante de lo que recordaba.
Me quedé allí un momento mirándolo porque era una belleza, aunque habría preferido que no lo fuera porque sabía que su belleza me distraería y me desestabilizaría y, de hecho, ya lo estaba haciendo. Matteo Dias era un caballero oscuro, poderoso e imponente, con su esmoquin tensándose sobre sus anchos hombros y enfatizando sus largas piernas y su impresionante torso. Incluso desde donde estaba en el otro extremo, podía ver sus ojos grises brillando como la plata y su boca moviéndose mientras hablaba, fascinándome.
Nunca nos habíamos besado y apenas nos habíamos rozado, pero aun así en ese momento me sentí hechizada, atrapada por un magnetismo animal, como si compartiéramos una historia física e íntima. Como si pudiera recordar cómo era tocarlo y saborearlo a pesar de que en realidad no podía.
Nunca me había permitido llegar a imaginarme nada de eso porque nuestro matrimonio no había sido de esa clase. Desde el principio, Matteo había sido muy claro sobre ese aspecto.
Respiré hondo y avancé hacia él.
–Matteo.
Mi voz sonó más fuerte de lo que había pretendido y varias personas se giraron y murmuraron. Me puse roja, pero seguí con la cabeza bien alta como había hecho siempre por muy mal que me hubiera tratado la vida.
–Matteo.
Cuando se giró, por su gesto me quedó claro que no se alegró de verme, y aunque no me sorprendió, me sentí dolida. ¡Qué estúpida! Aun así, intenté disimularlo.
La mujer que tenía al lado ladeó la cabeza y, con una maliciosa carcajada, dijo:
–Matteo, querido, parece que alguien está colada por ti.
–Tenemos que hablar –dije mirándolo fijamente y negándome a dejarme intimidar por las mujeres que lo rodeaban como si fueran una bandada de elegantes cuervos y él su carroña.
–¿Hablar?
Fingió asombro y me di cuenta de que iba a fingir que no me conocía. ¡Ah, no, de eso nada! No después de tres años haciendo lo que él quería.
–Sí, Matteo –sonreí con dulzura, aunque por dentro estaba temblando–. Me recuerdas, ¿verdad? –y forzando la sonrisa aún más, empecé a pronunciar las temidas palabras–: Soy tu mu…
–Aquí no.
Me agarró del brazo y me sacó del salón. Mi marido no solo estaba molesto conmigo; estaba furioso. Y me quedó más claro aún cuando me llevó a una sala privada y cerró la puerta de golpe.
–Daisy –dijo entre dientes–, ¿qué cojones estás haciendo aquí?
Apenas la había reconocido. Era una persona fácil de olvidar, y precisamente por eso me había casado con ella. Solo recordaba su nombre por los ingresos que le hacía en su cuenta bancaria.
–Yo también me alegro de verte –murmuró con un ímpetu que no me había esperado.
–Teníamos un trato –le dije.
–¿El trato de hacerme prisionera en una isla mientras tú te paseas por toda Europa?
–¿Qué? ¿En serio esa es tu versión de los hechos?
–Estamos casados, Matteo.
Me quedé boquiabierto. No me podía creer que estuviera jugando a eso cuando era la que mejor sabía en qué consistía nuestro matrimonio.
–Firmaste el acuerdo, Daisy, y cobraste los cheques. Me dijiste que te parecía bien.
Apretó la mandíbula en un gesto de rebeldía. Nunca la había visto así… aunque, en realidad, prácticamente no la había visto nunca.
–Lo sé, pero han pasado tres años y ahora quiero algo distinto.
–¿Ah, sí?
Había aceptado el trato que le había ofrecido; un trato generoso, considerado y honesto que ella había aceptado, pero estaba claro que iba a tener que recordárselo.
–Así que quieres algo distinto y por eso decides acosarme en una fiesta…
–No te he acosado –contestó ella con brusquedad interrumpiéndome, lo cual nunca hacía nadie–. Leí que se iba a celebrar esta fiesta y decidí venir a buscarte.
–Pues yo a eso lo llamo «acoso».
–Técnicamente, no creo que se pueda acosar a tu propio marido.
–Hazme caso, se puede, sobre todo en un matrimonio como el nuestro.
–Que es precisamente de lo que quiero hablar.
Me lanzó una sonrisa ácidamente dulce antes de cruzar la habitación y sentarse.
–Por cierto, ¿y ese vestido tan espantoso que llevas? –le pregunté sabiendo que estaba siendo grosero y sin importarme lo más mínimo–. Pareces una barra de pintalabios de un color feo.
Ella se sonrojó, pero su mirada no vaciló.
–Ya me imaginaba que esas dependientas me estaban tomando el pelo.
–¿Es que tú no has podido ver por ti misma que no te sienta bien? –aunque por muy horrible que era, sí que le sentaba bien. Mi mirada no pudo evitar sentirse atraída por las esbeltas curvas a las que se aferraba ese vestido escandalosamente ajustado–. ¿Qué es? ¿Cuero sintético?
–No lo sé. Me insistieron en que era el último modelo.
–Pues te han mentido.
No sé por qué, pero me molestó que unas dependientas se hubieran burlado de mi mujer. Por mucho que nuestro matrimonio no fuera como los demás, ella era una Dias.
–Me lo había imaginado –dijo encogiéndose de hombros–. Seguro que les he parecido una completa paleta.
–¿Qué estás haciendo aquí, Daisy?
–¿No querrás decir «qué cojones estás haciendo aquí»?
–Te he hablado así porque estaba sorprendido.
No solía tener la costumbre de justificarme ante nada, pero no sé qué me pasaba con ella que sentí la necesidad de hacerlo.
–Querrás decir «furioso» –enarcó una ceja y sus ojos castaños dorados resplandecieron como topacios. Era una mujer corriente, me dije mientras la observaba. Una mujer completamente olvidable. Pero entonces, ¿por qué no dejaba de mirarla?
–Teníamos un acuerdo –repetí.
–Que te venía bien.
–Y a ti. Casi dos millones de euros. Sabías en qué consistía y dijiste que te parecía bien.
Ella apretó los labios, unos labios sorprendentemente carnosos y rosados, y se cruzó de brazos sobre su pecho que, por alguna razón, no podía dejar de mirar a pesar de lo insignificante que era. Copa B como mucho, pero aun así…
–Bueno, pues ahora quiero modificarlo.
Solté una carcajada.
–Yo no negocio.
–¿Estás seguro?
La miré impactado. ¿De dónde estaba sacando toda esa confianza y seguridad en sí misma?
–Ya conoces los términos. Si quieres que se anule el matrimonio sin mi consentimiento, tendrás que devolver cada euro que has recibido de mí durante los últimos tres años.
Lo cual ascendía a casi dos millones; un millón al inicio y doscientos cincuenta mil euros por cada año que siguiera casada conmigo hasta que mi abuelo muriera. Después, no tendríamos nada que ver el uno con el otro. Se lo había dejado todo muy claro al proponérselo cuando la despidieron de una cafetería de una zona pésima de Manhattan y ella había aceptado sin dudarlo.
–¿A qué viene todo esto, Daisy?
Por un segundo, esa seguridad que estaba mostrando flaqueó. Le temblaron los labios y desvió la mirada.
–¿Tú qué crees?
–¿Qué quieres? Porque dudo que quieras devolver los dos millones de euros que ya te he dado.
–Un millón setecientos cincuenta mil euros –contestó ella recuperando su energía otra vez–. Además, según nuestro acuerdo estaríamos casados un máximo de dos años y ya han pasado tres.
–Y se te ha pagado debidamente.
Y por lo que había visto en la cuenta que le había abierto, ¡se lo había gastado todo!
–¿Qué quieres entonces? ¿Más dinero?
Ella abrió mucho los ojos y separó sus carnosos labios. Con ese vestido rojo parecía una sabrosa y apetecible manzana madura y me desconcertó. La última vez que la había visto llevaba un uniforme de camarera y el pelo recogido en una coleta, y tenía la cara brillante de la grasa de la comida que servía. En absoluto me había resultado apetecible entonces.
–¿Me darías más dinero? –preguntó más con curiosidad que con avaricia.
–No.
Di un paso atrás, alejándome de la tentación. Por muy sorprendentemente atractiva que me estuviese pareciendo ahora, estaba prohibida para mí. Lo último que quería era consumar… y complicar… mi matrimonio. Tenía muchas mujeres entre las que elegir, no la necesitaba a ella.
–Bien, porque tengo suficiente dinero.
–Pues pareces gastarlo en cuanto te lo transfiero a tu cuenta –apunté sarcásticamente–. Aunque no sé en qué te lo puedes gastar viviendo en una isla de unos trescientos habitantes.
–Eso no es asunto tuyo, ¿no crees?
Ahora de pronto tenía cierta mirada de culpabilidad y se había ruborizado. ¿En qué se gastaba el dinero? A lo mejor había redecorado mi villa diez veces, o se había comprado un barco o un helicóptero, o tenía un armario lleno de ropa de diseño. Aunque, viendo el vestido que llevaba, eso último no era muy probable.
–¿Qué es lo que quieres entonces?
Impaciente, miré el reloj. Daisy Campbell, o mejor dicho, Dias, me había quitado quince minutos de mi valioso tiempo y era demasiado.
Ella agachó la cabeza y apretó los labios ligeramente. ¿Intentaba coquetear? Si era así, lo estaba consiguiendo.
El deseo me invadió y aunque me sentí tentado a retroceder para ponerme a salvo, me mantuve firme donde estaba. No me dejaría acobardar por mi simple y corriente esposa.
–¿Y bien?
–Te diré lo que quiero.
Con ese ridículo vestido rojo, su cabello castaño cayéndole sobre los hombros, el rostro ruborizado y la barbilla ladeada con gesto decidido era la encarnación de la terquedad y del deseo.
–Quiero una anulación. Quiero salir de esta farsa de matrimonio. Y para demostrarlo, te devolveré todo el dinero.
VI LA EXPRESIÓN de asombro de Matteo y cómo se tensó su poderoso cuerpo. Estaba claro que no se había esperado algo así. Seguro que pensó que me había gastado todo el dinero que me había dado. Si él supiera…
–¿Y por qué quieres una anulación?
–No es asunto tuyo.
Lo último que quería era exponer mi vulnerabilidad ante ese hombre. Quería salir de ese matrimonio porque quería tener la oportunidad de vivir una vida real, un amor real, y sabía que con Matteo Dias no lo tendría. Y por alguna estúpida razón eso me dolía porque, incluso ahora, cuando estaba siendo tan arrogante, yo deseaba que se hubiera fijado en mí como un hombre se fija en una mujer.
–Claro que es asunto mío. Estamos casados, Daisy.
–No es un matrimonio de verdad.
–Lo es sobre el papel.
–Estoy dispuesta a devolverte el dinero, Matteo. ¿Por qué ibas a oponerte?
Pero yo sabía por qué: porque un hombre como él no permitiría que una mujer le dijese qué hacer. No permitiría que fuese yo quien rompiera el acuerdo.
–Te aseguro que lo he pensado muy detenidamente. No devolvería a la ligera un millón setecientos cincuenta mil dólares.
–¿Cómo puedes seguir teniendo todo ese dinero?
–¿En qué me lo iba a haber gastado? –respondí, aunque no era cierto del todo.
–En serio, Daisy…
–Lo he invertido y los beneficios me permitirán devolvértelo y quedarme algo.
Él sacudió la cabeza lentamente, como si no se pudiera creer que fuera tan lista como para haber hecho algo así, ni tan valiente como para haberle pedido una anulación. Pero yo era ambas cosas y estaba orgullosa de serlo.
–No quiero una anulación –dijo cruzándose de brazos.
–Pues lo siento por ti.
Me fulminó con la mirada. Sabía que no debería haberlo provocado así, pero no iba a tolerar esa actitud despótica.
–Me resulta tremendamente inconveniente que anulemos nuestro matrimonio.
–Oh, querido, cuánto lo siento.
–No hagas esto, Daisy.
–¿Qué tal si tú no te interpones en mi camino?
–¡Esto es ridículo! ¿Qué vas a hacer cuando se anule? ¿Adónde irás?
–La verdad es que tengo intención de seguir en Amanos.
–¿Qué? ¡En mi casa no!
–No, claro que no. Alquilaré una en el pueblo –ya había visto una. Una pequeña casa blanca de un dormitorio.
–Si quieres seguir en Amanos, ¿por qué no puedes seguir casada conmigo?
No respondí y Matteo me miró con recelo.
–¿Has conocido a alguien? ¿Tienes una aventura?
–Tiene gracia que seas tú el que lo diga.
Las aventuras de Matteo plagaban todas las portadas y esa era la razón por la que yo debía ser invisible.
–¿Tienes una aventura, Daisy?
Parecía furioso, lo cual era totalmente injusto.
–Pues no, no la tengo.
Algo en mi tono debió de delatarme porque de pronto me preguntó con cierta comprensión:
–¿Pero te gustaría?
–La verdad es que no. No tengo ningún deseo de tener sórdidas aventuras como tú.
–¿Entonces qué?
–Vamos a centrarnos en la anulación.
–Necesito saber por qué.
–No lo necesitas.
–Sí lo necesito.
Levanté las manos exasperada.
–Matteo, tú no…
–Si no es por una aventura, tiene que ser por algo más.
¿De verdad nunca había contemplado la idea del amor verdadero y no se podía imaginar que yo o cualquier otra persona lo quisiéramos? ¿O acaso le resultaba tan poco atractiva que no se podía imaginar que alguien me quisiera?
–Tengo veintiséis años, Matteo, y algún día quiero tener un matrimonio de verdad. Una familia de verdad.
Oí dolor en mi voz y supe que él lo oyó también. Un bebé… Eso era lo que de verdad quería. Mi propia familia, algo que nunca había tenido.
–¿Una familia? –parecía sorprendido–. ¿Quieres hijos?
–Sí. ¿Tú no?
Se quedó en silencio un momento.
–Algún día necesitaré un heredero –dijo finalmente.
–¿Lo ves? Necesitamos algo más que un matrimonio de conveniencia, así que esta anulación nos beneficia a los dos.
–Ya te he dicho que a mí no.
–¿Por tu abuelo?
–Sí. Mientras viva, yo debo seguir casado, como ya sabes.
–Dijiste que cuando pasaran dos años eso ya no sería un problema.
–Porque pensé que para entonces ya habría muerto.
Me estremecí al oír eso, porque me resultó terriblemente frío. Matteo maldijo para sí, se dio la vuelta y se pasó la mano por el pelo. Era un hombre oscuro, poderoso e increíblemente carismático. Me sentía atraída por él como una polilla por el fuego, pero a diferencia de ese desdichado insecto, yo sí sabía que me acabaría quemando.
Y esa era precisamente una de las razones por las que quería la anulación.
Sin embargo, debería haber sabido que alguien tan masculino y poderoso como Matteo Dias rechazaría la idea de la anulación. Era un hombre que necesitaba tener el control y ahí estaba yo intentando tomar las riendas de la situación.
Se giró para mirarme y ahora, en lugar de rabia, lo que vi en él fue una expresión tremendamente fría que endurecía los ángulos de su precioso rostro.
–No te voy a conceder la anulación.
–No tienes opción –contesté enérgicamente,aunque por dentro estaba temblando.
Matteo Dias tenía mucho más dinero y poder que yo. Devolverle el dinero me dejaría viviendo con lo justo, por mucho que le hubiera dicho lo contrario, pero tenía que ser libre. Tenía que tener la oportunidad de perseguir mi sueño de experimentar el amor y formar una familia.
Y, por supuesto, eso Matteo no lo entendía.
Ahora, mientras lo miraba y veía esa dureza en su mirada, en su alma, me pregunté qué lo habría hecho ser así y eso me recordó que no sabía nada de ese hombre más allá de lo que había leído en las revistas y lo que él había elegido contarme cuando nos conocimos.
Por aquel entonces yo estaba en mi momento más bajo. Llevaba seis meses viviendo en la ciudad, no tenía dinero y acababa de perder mi empleo por haberle apartado la mano de un golpe a un hombre que intentó toquetearme. Pero, por encima de todo, estaba desesperada y eso fue lo que me llevó a aceptar la escandalosa oferta de Matteo.
«Te propongo un trato». Esas fueron las primeras palabras que me dirigió. Yo estaba en mitad de la calle bajo una intensa lluvia esperando el autobús cuando salió de la cafetería de la que me acababan de despedir y vino hacia mí. Lo miré extrañada porque no era la clase de clientes a los que atendíamos. No sabía ni qué hacía una persona como él en una calle mugrienta ni qué quería de mí.
–¿Un trato? –respondí sabiendo que rechazaría cualquier cosa que me propusiera.
–Sí, un trato. He visto lo que ha pasado en la cafetería. Te han despedido simplemente por defenderte y eso no está bien.
Esas palabras me conmovieron. Desde mi llegada a Nueva York solo me había topado con gente que había querido algo de mí a cambio de nada y que había intentado engañarme, y esas palabras amables pronunciadas por ese desconocido significaron mucho para mí; más de lo debido.
–Gracias –dije con tanta dignidad como pude–. Pero, por desgracia, eso no cambia nada.
Tenía dinero para el autobús, pero poco más y llevaba un mes de retraso en el pago del alquiler. No tenía ni familia ni amigos y lo peor de todo era que eso ya ni me importaba.
–En realidad, sí que podría cambiar algo. ¿Me concedes unos minutos de tu tiempo?
Lo miré con desconfianza. Había llegado a esa ciudad llena de optimismo y dispuesta a creer y confiar en todo el mundo, pero había aprendido rápido. O, al menos, lo había intentado.
–No lo creo, señor.
Matteo esbozó una sonrisa que resultó algo tranquilizadora.
–No me refiero a esa clase de trato, confía en mí.
Por supuesto que no era esa clase de trato. Ese hombre estaba totalmente fuera de mi alcance y los dos lo sabíamos.
–Es algo perfectamente respetable y legal.
–¿Qué es?
–Quiero que te cases conmigo.
Me quedé boquiabierta y sin poder procesar esas cinco palabras. Después, cuando pasó el primer impacto, miré a mi alrededor. Seguro que era una broma. Sin embargo, Matteo debió de notar algo en mi mirada porque se apresuró a decir:
–No es ninguna broma. Hablo completamente en serio. ¿Por qué no nos protegemos de la lluvia y charlamos un rato?
Vacilé.
–Al menos deja que te invite a un café.
Y con eso me convenció. Estaba hambrienta, cansada y empapada, y ni siquiera tenía dinero para una taza de café.
–De acuerdo. Un café.
Unos minutos más tarde, estábamos sentados a una mesa de una agradable cafetería y tenía entre mis manos una taza de café con leche caliente, un capricho que hacía siglos que no me daba.
Matteo estaba sentado frente a mí tomándose un expreso. Tenía la chaqueta del traje mojada y desprendía un agradable perfume a cedro.
–Bueno, ¿de qué se trata?
–Necesito estar casado –sonrió–. «Necesito» es la palabra clave porque no estoy buscando una esposa.
–Entonces, ¿qué quiere?
–Solo un documento legal que diga que estoy casado. Te pagaré un millón de euros al principio y después doscientos cincuenta mil euros por cada año que permanezcamos casados. Tendrás alojamiento y todos los gastos pagados y nunca tendremos que volver a vernos.
Sacudí la cabeza intentando asimilar lo que dijo… e intentando asimilar su presencia porque resultaba abrumador, con su cabello oscuro, esos ojos de acero y ese cuerpo tan poderoso.
«Un millón de euros». ¡Qué locura! Y, sin embargo, no parecía un loco, sino un hombre alarmantemente cuerdo.
–¿Por qué necesita tanto casarse? –le pregunté con voz temblorosa.
–Porque mi abuelo me lo exige para poder hacerme cargo de su empresa, que es algo que estoy deseando hacer.
–Seguro que tiene alguien más apropiado a quien pedírselo.
–No quiero alguien «apropiado» –sonrió y se terminó el café–. Quiero una mujer corriente que se alegre de lo que le voy a dar, que no haga preguntas incómodas y, sobre todo, que se mantenga alejada de mi vida y del ojo público.
–Entonces, ¿quiere una esposa que no actúe como una esposa?
–Exacto.
–Seguro que hay muchas mujeres que aceptarían el dinero que está ofreciendo. No tiene necesidad de ofrecérselo a una desconocida como yo.
¿Por qué no se lo pedía a alguien con estatus social y belleza?
Matteo se recostó en su silla, se cruzó de piernas y me miró fijamente.
–Probablemente, pero tengo prisa y no querría arriesgarme a ofrecérselo a alguien que no aceptara mi oferta con gratitud. Me gustaría mantener el matrimonio en secreto. No quiero que… interfiera… en ninguna de mis actividades.
–¿Quiere decir que no quiere que afecte a sus otras relaciones?
–Yo no las llamaría «relaciones» –respondió sonriendo–, pero sí, has captado lo esencial.
De pronto entendí que me lo había pedido a mí porque estaba desesperada y me sentiría patéticamente agradecida por lo que me ofrecía y no me importaría que fuera por ahí acostándose con otras mujeres mientras yo permanecía en silencio y en la sombra.
Estaba desesperada, tanto como para plantearme seriamente su oferta. Y al menos Matteo, a diferencia de otras personas que había conocido desde que me había mudado a la ciudad, estaba siendo sincero sobre sus intenciones.
–Entonces, ¿nos casamos y usted sigue con su vida? ¿Y ya está?
–No del todo. Necesito que te traslades a la isla de Amanos, en la costa de Grecia, donde tengo una villa. Es un lugar muy bonito y mi casa es tremendamente cómoda. No te faltará de nada.
Era un gran añadido a su oferta y, además, nada me ataba a esa ciudad por mucho que yo hubiera intentado crear algún vínculo con ella. Nada me ataba a ningún sitio. Aun así, me mostré cauta. Había aprendido a serlo.
–¿Y por qué allí?
–Al hacerme esa pregunta no estás cumpliendo con mi segundo requisito.
–¿En serio cree que voy a aceptar una oferta así y mudarme a un país extranjero sin preguntar nada antes?
–Muy bien, te lo explicaré todo detalladamente, aunque es bastante sencillo.
Su mirada plateada me dejó clavada en mi asiento.
–Solo habrá que firmar un documento y no habrá expectativas de relación ni física, ni emocional, ni de ningún tipo. Permanecerás en Amanos para que yo sepa dónde estás y pueda llamarte si es necesario, pero estarás fuera del ojo público. Dentro de un año, dos como mucho, el matrimonio se anulará y podrás marcharte y seguir con tu vida siendo un poco más rica.
–¿Me llamará «si es necesario»? ¿Qué significa eso?
–Por si mi abuelo necesita algún tipo de prueba o quiere verte para asegurarse de que de verdad estoy casado. Es una mera precaución, nada más.
Y también un modo de controlarme, porque sospechaba que Matteo Dias era un hombre que necesitaba tener el control de todo, incluso de mí, a lo cual yo me resistía.
–¿Y por qué anularlo dentro de un año o dos?
–A mi abuelo le han diagnosticado cáncer y no le han dado mucho tiempo de vida –dijo con excesiva frialdad–. Como te podrás imaginar, no estamos muy unidos.
–Entonces, ¿quiere que me case con usted y después me vaya a vivir a una isla remota durante un máximo de dos años?
Dicho así, no sonaba tan mal, ya que me faltaba poco para vivir en la indigencia, pero, por otro lado, aceptar la oferta sería como vivir en una prisión y cederle todo el control de la situación a ese hombre.
–Seguro que hay cosas peores.
Por supuesto que las había. Pero aun así…
–¿Por qué debería confiar en usted? ¿Y si acepto y al momento me encierra en la parte trasera de una furgoneta?
A Matteo se le iluminaron los ojos de ira, como si no le hubiera gustado que lo acusara de ese modo.
–Si necesitas garantías, te las daré.
–¿Cómo?
–Todo quedará redactado en un contrato legal.
–Eso no me vale. ¿Cómo puedo fiarme de que no se aprovechará de mí?
–Hazme caso, no me aprovecharé de ti.
Me sonrojé y centré mi mirada de humillación en el café.
–Pero, si te hace sentir mejor, podemos hacerlo todo en público, la firma del contrato, la boda, el traslado a la isla. Reservaré un billete en primera clase en una línea aérea comercial.
Vacilé porque todo sonaba demasiado bonito para ser verdad y ya había pasado por algo así. Solo el recuerdo de Chris Dawson bastaba para que se me revolviera el estómago. ¿Seguro que había espabilado y aprendido desde aquello?
–Tiene que haber alguna trampa –protesté.
–No la hay.
–Siempre la hay.
–Esta vez no.
Puso una mano en mi brazo y me sobresalté. Una cálida ráfaga de deseo me recorrió sorprendiéndome con su intensidad a pesar de que su caricia fue claramente de empatía más que de pasión. Al menos era lo suficientemente inteligente como para saber que ese hombre no pensaba en mí de ese modo y que probablemente nunca lo haría, lo cual era bueno porque suponía una complicación menos.
Me lanzó una mirada de comprensión y compasión y su calidez aumentó mi deseo hasta hacerme sentir profundamente incómoda. Una cosa era sentirse atraída físicamente por un hombre como Matteo Dias y otra muy distinta era conectar con él emocionalmente. Eso sí que era muy muy peligroso.
Me aparté y él bajó la mano.
–Entiendo que estés preocupada. Has pasado por una mala experiencia recientemente y hoy en día es muy fácil que se aprovechen de ti, sobre todo cuando eres una mujer joven y estás sola. Porque estás sola, ¿verdad?
Me dolió que resultara tan obvio que no tenía a nadie en mi vida; ni novio, ni familia, ni amigos.
–Sí. ¿Cómo lo sabe?
Matteo se encogió de hombros.
–Veo en ti cierta bruma de… soledad.
Miré a otro lado porque odiaba que se me hubieran saltado las lágrimas ante un comentario tan sorprendentemente compasivo y brutalmente sincero. «¿Una bruma de soledad?». Sí, la sentía empapándome con su tristeza a pesar de no querer estar triste. Siempre había intentado ver el lado positivo de las cosas, ser optimista incluso cuando no tenía motivos para serlo. A veces me parecía que era lo único bueno que tenía, pero demasiadas experiencias malas me habían quitado la esperanza y la alegría. Y ahora eso…
–Te aseguro que esta oferta es totalmente sincera. Redactaré un contrato que protegerá tus derechos tanto como los míos. Si vienes a los juzgados dentro de una hora, podrás leer y firmar el acuerdo, y después ingresaré el dinero en tu cuenta y organizaré el viaje a Atenas. Puedo hacer que alguien te recoja allí o puedes organizar tú misma el viaje, si así te sientes más segura. Tú tendrás el control de todo, no correrás ningún riesgo.
Su boca se curvó y sus blancos dientes brillaron cuando leyó mi nombre en la chapa de mi uniforme de camarera.
–Confía en mí, Daisy, hoy es tu día de suerte.
Y lo fue, aunque una hora después, cuando me reuní con él en los juzgados, me sentí más nerviosa que ilusionada.
Repasamos el contrato minuciosamente.
–¿Estás segura? –me preguntó muy serio.
De nuevo esa sorprendente compasión suavizó su mirada animándome a decirle que sí, pero entonces, al ver su expresión triunfante, vacilé y me pregunté si estaba loca. ¿Estaba desprendiéndome de mi vida, de mi libertad e incluso de mi seguridad? ¡No conocía a ese hombre!
Y, aun así, a pesar de su dureza e innata arrogancia, tenía algo que me hacía confiar en él. ¡Qué estúpida era! Por mucho que había aprendido a no confiar en la gente, una testaruda parte de mí insistía en hacerlo.
Por otro lado, Matteo había dicho que yo tendría el control de todo. Vi cómo transfería el dinero a mi cuenta y reservaba el billete en primera clase a Atenas unos minutos después de que se celebrara el matrimonio, que fue un visto y no visto. No intercambiamos anillos, pero Matteo me agarró la mano entre las suyas, tan cálidas y extrañamente reconfortantes, me miró a los ojos y sonrió.
–Gracias, Daisy –dijo con una voz llena de calidez.
El corazón me palpitó con fuerza al oírlo.
¡Tonta de mí!
Tonta, sí, porque las siguientes palabras que salieron de su boca fueron:
–Con suerte, nunca tendremos que volver a vernos.
SIGO sin entender por qué quieres la anulación.
Daisy Campbell, no Daisy Dias, me había sorprendido demasiadas veces esa noche y esa sorpresa fue la más desagradable de todas. ¿Por qué querría devolver todo lo que le había dado? Era lo último que me había esperado, lo último que quería que sucediera.
Me casé con ella tanto para complacer a mi abuelo como para molestarlo y me resultó una experiencia muy agradable lanzar el certificado de matrimonio al escritorio de Bastian Arides e informarle de mi nuevo estado civil.
–Me pusiste una condición y ahora la he cumplido.
–¿Y tu mujer? –preguntó atónito.
Me reí al contarle la verdad.
–Una camarera regordeta que he recogido de una cafetería de Nueva York. Ahora mismo está residiendo en Amanos, por si sientes la necesidad de comprobarlo.
Bastian se quedó boquiabierto; se había esperado que me casara con alguien de la alta sociedad para poder añadirla a su pedigrí familiar y justificar así de algún modo mi lugar en su vida, el lugar de su nieto bastardo. Qué poco me conocía. No tenía ni idea de lo profunda que era mi necesidad de venganza, de justicia.
–He ganado, viejo –dije al salir de su despacho–. He cumplido con la condición que exigiste.
–¡No me refería a esto, Matteo, y lo sabes!
–Es una pena que no fueras más específico en su momento.
La cláusula del acuerdo era clara: casarme y permanecer casado para obtener el sesenta por ciento de las acciones de Arides Enterprises y, así, tener el control absoluto de la empresa. El comité ejecutivo había accedido, todo el mundo había firmado y yo había hecho lo que él me había pedido.
Poseía el control de Arides Enterprises, la empresa que su padre había levantado de la nada, la que había querido cederle a su nieto legítimo, Andreas, pero había tenido que entregarme a mí, su único heredero y la única persona de la empresa capaz de dirigir una compañía multimillonaria. La persona que la había actualizado y la había llevado al siglo XXI.
Ahora, mientras miraba a mi esposa, la «camarera regordeta», me di cuenta de que no lo era. Estaba resplandeciente, y no solo por lo que brillaba el vestido. Sus ojos relucían como dos topacios y tenía las mejillas sonrojadas. Todo en ella resultaba impactantemente vibrante. Deseable.
–Como te he dicho, quiero tener la oportunidad de vivir un matrimonio real y de formar una familia.
–¿Una familia? ¿Es que te está llamando el reloj biológico?
–Algo así.
Yo podría darle un bebé.
Sí, necesitaba un heredero, pero con el tiempo. Era algo que había ido posponiendo porque de momento no me había parecido ni urgente ni necesario. Aun así, tenía treinta y seis años y estaba empezando a perder el interés por mi estilo de vida. Ya estaba casado, ¿por qué molestarme en cortejar a otras mujeres cuando tenía a la mía justo delante y, por mucho que me sorprendiera, me resultaba muy deseable?
Sin embargo, tenía que meditarlo un poco, planearlo. Lo último que quería era precipitarme y lanzarme a un compromiso de por vida con alguien que era prácticamente una desconocida.
Por otro lado, Daisy era bastante aceptable. ¿Por qué no modificar ligeramente los términos de nuestro matrimonio de conveniencia?
–Aún eres joven. Un año más no cambiaría mucho tus planes.
–¿Seguro que sería un año más? Hace unos meses leí que tu abuelo va a celebrar su inesperada recuperación total, de lo cual me alegro, por supuesto.
¡Malditos tabloides!
Le habían confirmado que, más que curada por completo, su enfermedad estaba en remisión, pero tampoco iba a discutir eso con ella. Lo cierto era que había durado mucho más de lo que nadie se había esperado.
–Y, si no recuerdo mal, tienes que seguir casado mientras él siga vivo.
Sus ojos dorados me miraron desafiantes.
–¿Tenías pensado informarme de que la duración de nuestro matrimonio sería algo más larga de lo que me habías dicho?
–Suponía que estabas conforme con el acuerdo –respondí con frialdad.
–Pues suponías mal.
Su tono era tan frío como el mío. ¿Desde cuándo tenía tanta confianza en sí misma, tanto aplomo? Sentí un atisbo de admiración por ella, pero lo contuve al instante.
–¿Por qué no puedes esperar un año más? Así no tendrás que devolver el dinero. Estás renunciando a mucho, Daisy, a cambio de ¿qué? ¿De la oportunidad de tener algo que puede que no suceda siquiera?
–Vaya, muchas gracias –me contestó alzando la barbilla y con dolor en la mirada.
–No hay nadie en tu vida ahora mismo, ¿verdad? Y dices que tienes intención de seguir en Amanos. ¿De verdad crees que vas a encontrar al hombre de tu vida allí?
–Al menos si no estoy casada contigo tendré más posibilidades de hacerlo. Aunque, si te niegas a aceptar, puede que actúe como si el matrimonio estuviese anulado de todos modos.
Me recorrió una intensa rabia… y algo más. Algo ardiente y salvaje. Aunque sospechaba que sus palabras no eran más que una amenaza vacía, tuvieron el poder de enfurecerme.
–No vayas por ahí, ¿queda claro?
Se encogió de hombros y el movimiento hizo que el tejido del vestido se tensara sobre sus pechos.
–Nuestro acuerdo no dice nada sobre eso. No tengo que serte fiel dado que está claro que tú no lo has sido. Incluso podría tener un hijo sin ti.
–No voy a convertirme en un cornudo solo porque tú quieras tener un hijo ilegítimo –dije alterado e invadido despiadadamente por los recuerdos.
«No eres más que un bastardo. Naciste bastardo, aún lo eres, y morirás siéndolo».
–Dudo que ese sea el tema que estamos tratando aquí.
Daisy tenía la barbilla alzada, pero le temblaban los labios. No estaba tan segura de sí misma como fingía, lo cual me produjo satisfacción aunque también una sorprendente chispa de decepción porque en el fondo me había gustado ver su descaro y atrevimiento.
–Además, no podrías ser un cornudo si tenemos en cuenta que nosotros nunca hemos… –miró a otro lado.
–¿Nunca hemos…?
La sangre me hervía en las venas y ese vestido parecía estar suplicándome que se lo arrancara de su curvilíneo cuerpo. De pronto, lo que siempre había creído que nunca haría me parecía una buena idea. La mejor idea posible.
–Ya sabes a qué me refiero –respondió ella con poco más que un susurro.
–Lo que sé –dije mientras me acercaba tanto que los dos pudimos sentir el calor que emanaban nuestros cuerpos– es que hace unos minutos me has dicho que querías un hijo.
–Pero no tuyo.
–Soy tu marido. Lo más sensato sería que quisieras un hijo mío.
–No.
Su piel era de un tono dorado claro con pecas y olía a vainilla y almendras. Deliciosa. Levanté la mano y dibujé la línea de su clavícula con la punta de mi dedo. Se estremeció bajo mi caricia y dio un paso atrás.
–¿Qué ha pasado con eso de que nuestro matrimonio es solo de nombre?
Sí, ¿qué había pasado con eso? Los propósitos originales de mi matrimonio habían sido molestar a mi abuelo y seguir viviendo mi vida tal como quería, aunque, también, entre todo eso había estado el deseo de hacer algo bueno por alguien y ser honrado.
Sin embargo, todos mis propósitos y mis ansias de venganza se esfumaron al ver a Daisy ahí de pie delante de mí, como una llamarada de belleza encendiendo mi propio deseo. En ese momento lo único que quería era ella.
–Tal vez deberíamos renegociar los términos de nuestro acuerdo.
Los ojos de Matteo se volvieron del color del humo mientras daba otro deliberado paso hacia mí; sus intenciones se reflejaban claramente en cada ángulo de su cuerpo. Yo me quedé clavada en mi sitio, incapaz de moverme, de pensar. Jamás me habría esperado eso, el calor de sus ojos, el roce de su mano. Esa mínima caricia de su dedo sobre mi clavícula había hecho que me recorrieran unas sensaciones exquisitas. Si volvía a tocarme…
–Matteo, dejaste muy claro qué clase de matrimonio tendríamos.