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Deseo mediterráneo Miranda Lee Se había resistido a él en una ocasión… ¡pero aquel multimillonario jugaba para ganar! Amantes solitarios Jessica Lemmon Aquel sensual texano fue tan solo la aventura de una noche… hasta que se convirtió en su cliente y luego en su falso prometido.
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Editado por Harlequin Ibérica.Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 5628001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 158 - febrero 2019
I.S.B.N.: 978-84-1307-720-8
Portada
Créditos
Deseo mediterráneo
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Amantes solitarios
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LAURENCE sacudió la cabeza mientras leía el informe del detective por segunda vez. Se sentía frustrado y decepcionado. Había dado por hecho que su hija ya estaría casada a esas alturas. Casada, y con hijos. Tenía veintiocho años y era una belleza. Una verdadera belleza.
Estudió la fotografía que había en el informe y se sintió orgulloso de que sus genes hubiesen creado una criatura tan bella. Bella, pero sin hijos.
¡Qué desperdicio!
Suspiró y volvió a leer el informe.
Veronica había estado prometida tres años antes con un médico al que había conocido en el hospital infantil en el que trabajaba. Ella era fisioterapeuta y su prometido había sido cirujano ortopedista, pero este había fallecido trágicamente en un accidente de moto dos semanas antes de la boda. Desde entonces, que él supiera, Veronica no había salido con nadie. Ni siquiera parecía que tuviese muchos amigos. Se había convertido en una persona solitaria, que seguía viviendo con su madre y que, prácticamente, dedicaba toda su vida a su profesión que, en esos momentos, ejercía en casa.
Laurence comprendía su dolor. Él también se había quedado destrozado con la muerte de su esposa varios años atrás. Ambos habían imaginado que algún día sufriría cáncer, debido a su historia familiar, pero había sido un infarto lo que se la había llevado tras cuarenta años de matrimonio. Él se había encerrado en sí mismo durante mucho tiempo, se había mudado a la casa de vacaciones que tenía en la isla de Capri y no había vuelto a mirar a otra mujer, pero aquello le había ocurrido con setenta y dos años, no a la edad de su hija, que seguía siendo muy joven.
Pero Veronica no sería joven siempre, su reloj biológico no iba a esperar.
Él sabía mucho de eso porque era médico genetista, por eso había donado su esperma a la madre de Veronica, lo había hecho más por arrogancia que por cualquier otro motivo, porque no había querido irse a la tumba sin transmitir a nadie sus maravillosos genes.
Laurence sacudió la cabeza, se sentía culpable. Pensó que tenía que haberse puesto en contacto con su hija después de la muerte de Ruth. Y que tenía que haber estado a su lado cuando ella había perdido a su prometido.
Pero ya era demasiado tarde.
Él también se estaba muriendo, irónicamente, de cáncer. De cáncer de hígado. Ya no se podía hacer nada. El pronóstico no era bueno y toda la culpa era suya. Tras la muerte de Ruth, había empezado a beber demasiado.
–He llamado a la puerta –le advirtió una voz masculina–, pero no me has oído.
Laurence levantó la vista y sonrió.
–¡Leonardo! Cuánto me alegro de verte. ¿Qué haces por aquí tan pronto?
–Mañana es el setenta y cinco cumpleaños de papá –comentó Leonardo mientras entraba en la terraza y se sentaba al sol del atardecer, que hacía brillar el mar Mediterráneo–. Dio, Laurence. Eres muy afortunado de tener estas vistas.
Laurence miró a Leonardo y pensó que era muy guapo. Y que estaba lleno de vida. Era normal, solo tenía treinta y dos años y era un hombre con múltiples talentos, al que cualquier mujer encontraría fascinante e irresistible.
Aquello le dio una idea.
–Mi madre me ha dicho que te ha invitado a la fiesta, pero que no vas a venir. Al parecer, te marchas mañana a Inglaterra, al médico.
–Eso es –le confirmó Laurence mientras cerraba el informe para que Leonardo no lo viera–. Mi hígado no está bien.
–Estás un poco amarillo. ¿Es grave?
Laurence se encogió de hombros.
–A mi edad, todo es grave. ¿Has venido a jugar al ajedrez y a escuchar música decente, o a intentar comprarme la casa otra vez?
Leonardo se echó a reír.
–¿Podemos hacer las tres cosas?
–Puedes intentarlo, pero ya sabes que la casa no está en venta. Podrás comprarla cuando me muera.
Leonardo lo miró con sorpresa y se puso serio, algo poco habitual en él.
–Espero tardar muchos años, amigo mío.
–Eso es muy amable por tu parte. ¿Abro una botella de vino o no? –preguntó Laurence, poniéndose en pie con el informe en la mano.
–¿Estás seguro de que es lo más sensato, dadas las circunstancias?
Laurence sonrió con amargura.
–No pienso que una copa o dos vaya a cambiar nada a estas alturas.
VERONICA sonrió mientras acompañaba a su último cliente a la puerta. Duncan tenía ochenta y cuatro años, y novia, a pesar de su terrible ciática, pero no era de los que se quejaban.
–Hasta la semana que viene, Duncan.
–La semana que viene no podré venir, cielo. Me haces mucho bien, pero mi nieta cumple veintiún años y voy a ir a Brisbane a la fiesta. He pensado quedarme allí una semana o dos en casa de mi hijo. Allí hace mejor temperatura. Ya te llamaré cuando vuelva.
–De acuerdo, pásalo bien, Duncan.
Lo vio alejarse hacia su casa. La mayoría de sus pacientes eran personas mayores que vivían por la zona, aunque también trataba a estudiantes de la universidad de Sídney. Sobre todo, a hombres jóvenes que jugaban al rugby y al fútbol e iban a verla para que los ayudase con sus lesiones.
Sinceramente, prefería a las personas mayores, que no intentaban seducirla.
Aunque ella sabía bien cómo salir del paso, llevaba haciéndolo desde la pubertad. Eran las consecuencias de haber nacido guapa. No tenía sentido fingir que no lo era. Había tenido mucha suerte con su aspecto. Tenía un rostro bonito, el pelo moreno y ondulado, una buena piel y unos grandes ojos de color violeta.
Jerome siempre le había dicho que era una belleza natural.
«Jerome…».
Veronica cerró los ojos un instante e intentó no pensar en él, pero era imposible. La repentina muerte de su prometido había sido muy dura, aunque lo que más le había dolido había sido lo que había averiguado después.
Todavía no se podía creer que hubiese sido tan… retorcido.
Había sido muy ingenua. Y eso que había vivido de cerca el sufrimiento de su madre con el sexo opuesto y su cinismo en lo referente al tema. A ella siempre le habían gustado los hombres. Le habían gustado y los había admirado. También había sabido que a algunos les gustaba jugar, pero siempre había mantenido las distancias con esos.
Tampoco era una mojigata, pero no soportaba a los hombres que incumplían las normas de la sociedad solo porque sí, ni a los hombres irrespetuosos, insensibles o irresponsables. Su hombre perfecto, con el que siempre había querido casarse, no sería nada de aquello. Sería un hombre de éxito, y preferiblemente guapo, pero lo más importante era que fuese una buena persona. Al fin y al cabo, no solo iba a ser su marido, sino también el padre de sus hijos. Veronica quería tener por lo menos cuatro.
Cuando Jerome había fallecido, ella había pensado que había perdido al marido perfecto.
Pero no había sido perfecto, ni mucho menos.
Veronica apretó los dientes mientras iba hacia la cocina. Al menos, seguía teniendo su trabajo. Tal vez no tuviese vida personal, ni fuese a cumplir su sueño de formar una familia, tal vez ya no creyese en el amor, pero seguía teniendo vida profesional. Aliviar el dolor de otras personas era algo que la satisfacía.
Estaba poniendo agua a hervir cuando sonó su teléfono móvil.
Debía de ser un cliente, porque no solía recibir muchas llamadas personales.
–¿Dígame?
–¿Es usted la señorita Veronica Hanson? –preguntó una voz masculina con cierto acento. Posiblemente italiano.
–Sí, dígame –respondió ella.
–Me llamo Leonardo Fabrizzi –se presentó él.
Y a Veronica estuvo a punto de caérsele el teléfono. No podía haber muchos italianos llamados Leonardo Fabrizzi en el mundo.
–¿Leonardo Fabrizzi, el esquiador? –preguntó sin pensarlo.
Hubo varios segundos de silencio.
–¿Me conoce? –preguntó él.
–No, no –respondió ella enseguida, porque no lo conocía.
Aunque sí se habían visto en una ocasión, muchos años atrás, en Suiza, pero no los habían presentado, así que él no la conocía. Veronica lo conocía porque ya por entonces había ganado un campeonato del mundo y era famoso por su temeridad, dentro y fuera de las pistas. Se había ganado a pulso la fama de playboy y, aquella noche, ella había estado a punto de convertirse en una más de sus conquistas.
–He… oído hablar de usted –añadió con voz ligeramente temblorosa–. Es famoso en el mundo del esquí y a mí me gusta esquiar.
De hecho, durante una época había estado obsesionada con el esquí, que había empezado a practicar con una amiga que la había llevado con ella de vacaciones.
–Ya no soy un esquiador famoso –le explicó él bruscamente–. Hace tiempo que me retiré. Ahora solo soy un hombre de negocios.
–Entiendo –respondió ella.
Veronica tampoco había vuelto a esquiar desde la muerte de Jerome.
–¿Y en qué puedo ayudarlo, señor Fabrizzi? –le preguntó, pensando que tal vez estuviese en Australia por negocios y necesitase un masaje.
–Siento tener que darle una mala noticia –le dijo él.
–¿Una mala noticia? –repitió Veronica sorprendida–. ¿Qué mala noticia?
–Laurence ha fallecido.
–¿Laurence? ¿Qué Laurence? –preguntó ella, no conocía a ningún Laurence.
–Laurence Hargraves.
–Lo siento, pero ese nombre no me dice nada.
–¿Está segura?
–Sí.
–Pues qué extraño, porque él sí que la conocía. Es usted una de las beneficiarias de su testamento.
–¿Qué?
–Que Laurence le ha dejado algo en su testamento. Una casa en la isla de Capri.
–¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¿No me estará gastando una broma?
–Le aseguro que no es ninguna broma, señorita Hanson. Soy el albacea de su testamento. Si es usted Veronica Hanson y vive en Glebe Point Road, Sídney, Australia, es la dueña de una preciosa villa en la isla de Capri.
–Pero eso es increíble.
–Estoy de acuerdo –respondió él–. Yo era amigo íntimo de Laurence y nunca le oí hablar de usted. ¿Es posible que fueran familia lejana? ¿Tío abuelo suyo, o algo así?
–Supongo que sí, pero lo dudo –admitió Veronica.
Su madre era hija única y su padre, al que no conocía, no podía tener aquel apellido inglés. Que ella supiera, había sido un estudiante letón que había vendido su esperma por dinero.
–Le preguntaré a mi madre. Tal vez ella lo sepa.
–Admito que es extraño –dijo el italiano–. Tal vez Laurence fue paciente suyo, o familiar de un paciente. ¿Ha trabajado en Inglaterra? Laurence vivía allí antes de retirarse a Capri.
–No, nunca.
Aunque sí que había estado en la isla de Capri. Un día. Haciendo turismo. Mucho tiempo atrás. Y recordaba haber admirado las enormes villas y haber pensado que había que ser muy rico para vivir allí.
Se preguntó si Leonardo Fabrizzi seguiría siendo rico. Y si seguiría siendo un playboy.
«Eso no es asunto tuyo», se dijo.
–Es un misterio –continuó él–, pero el caso es que podrá tomar posesión de la propiedad cuando los papeles estén firmados y haya pagado los impuestos.
–¿Qué impuestos?
–Los impuestos de sucesión, que serán considerables, teniendo en cuenta la propiedad. Dado que no es pariente de Laurence, un ocho por ciento del valor de mercado de la casa.
–¿Y eso cuánto es exactamente?
–La villa debe de valer entre tres millones y medio y cuatro millones de euros.
–¡Cielo santo! –exclamó Veronica, que tenía una buena cantidad de dinero ahorrada, pero no tanto.
–Si eso es un problema, yo podría prestarle el dinero, que me devolvería después de vender la casa.
El ofrecimiento la sorprendió.
–¿Usted haría eso? Supongo que se tardaría un tiempo en vender semejante propiedad.
La solución parecía perfecta, pero Veronica prefirió ser cauta y no aceptar el ofrecimiento de inmediato.
Él debió de sentir que dudaba.
–Si lo que la preocupa es que intente engañarla –añadió–, puede pedir otra tasación. Yo la pagaré de mi bolsillo, en efectivo.
Veronica puso los ojos en blanco, no le gustaban las personas que se jactaban de tener mucho dinero. Los padres de Jerome habían sido muy ricos y siempre le habían hecho ver que ella era muy afortunada por ir a casarse con su único hijo.
–Tal vez quiera algo de tiempo para pensarlo –le dijo el italiano.
–Pues sí, esto me ha pillado por sorpresa, la verdad.
–Pero es una sorpresa agradable, ¿no? –le respondió él–. Dado que no conocía a Laurence personalmente, su muerte no la afecta. Y la venta de la villa le dará un buen dinero.
–Supongo que sí.
–Espero que no le incomode mi pregunta, señorita Hanson, pero necesito confirmar su fecha de nacimiento, que aparece en el testamento –añadió él, leyendo la fecha.
–Sí, es correcta, aunque no tengo ni idea de cómo la sabía el tal Laurence.
–Entonces, ¿cumplió veintiocho años el pasado junio?
–Sí.
–Es géminis.
–Sí. Aunque no la típica géminis –respondió ella–. ¿Cree en los signos del zodiaco, señor Fabrizzi?
–Por supuesto que no. Todos somos dueños de nuestro destino –declaró él con firmeza.
A Veronica le pareció un comentario arrogante, pero no se lo dijo.
–Entonces, ¿está segura de que no conoce a ningún Laurence Hargraves? –insistió Leonardo.
–Completamente segura. Y tengo muy buena memoria.
–Qué curioso…
–A mí también me lo parece. ¿Le importa si yo también le hago alguna pregunta?
–En absoluto.
–¿Qué edad tenía mi benefactor?
–Umm. No estoy seguro. Debía de estar cerca de los ochenta. Sé que tenía más de setenta cuando falleció su esposa, y de eso hace ya unos años.
–Entonces, era mayor, y viudo. ¿Tenía hijos?
–No.
–¿Hermanos?
–No.
–¿Y de qué falleció?
–De un infarto. Aunque, según la autopsia, también tenía cáncer de hígado. Unas semanas antes de morir me había contado que iba a ir al médico a Londres, pero hizo testamento y falleció cuando salía del despacho de su abogado.
–Vaya.
–Tal vez fuese mejor así, el cáncer ya estaba en fase terminal.
–¿Bebía mucho?
–Yo no diría eso, aunque ¿quién sabe lo que hace un hombre solo en privado?
De repente, Leonardo parecía muy triste. Eso hizo que le cayese un poco mejor.
Tal vez estuviese siendo injusta con él, quizá ya no fuese un playboy, podía haber cambiado.
–Si me da su dirección de correo electrónico –continuó él–, le enviaré una copia del testamento para que me dé una respuesta cuando lo haya leído. O puedo llamarla yo mañana a esta misma hora para que volvamos a hablar.
–Mañana a esta hora no me viene bien.
Los sábados solía ir a cenar temprano con su madre a un restaurante vietnamita.
–¿Qué hora es ahora en Italia? –preguntó–. Porque está en Italia, ¿verdad?
–Sí, en Milán, en mi despacho. Son las nueve y media.
–De acuerdo. Me gustaría hablar con mi madre antes y preguntarle si conocía a algún Laurence Hargraves. Tal vez ella pueda resolver el misterio. En cualquier caso, no tengo ningún problema en venderle la villa, señor Fabrizzi. Me encantaría poder ir de vacaciones a Capri, pero me temo que no me lo puedo permitir. Lo llamaré dentro de una hora más o menos.
–Estupendo. Estaré esperando su llamada, señorita Hanson.
Intercambiaron teléfonos y correos electrónicos y Veronica colgó y se dio cuenta de que estaba nerviosa después de haber hablado con Leonardo Fabrizzi.
Subió las escaleras hacia la zona de la casa que Nora había hecho construir varios años atrás, cuando había instalado su negocio allí.
De repente, se le pasó por la cabeza una idea bastante disparatada acerca de quién podía ser Laurence Hargraves. Se le aceleró el corazón y se le hizo un nudo en el estómago. Se dijo que su madre nunca le habría mentido, sobre todo, en algo así.
Respiró hondo varias veces y llamó a la puerta del despacho de su madre, le temblaban las manos, tenía la boca seca.
–¿Sí? –preguntó su madre.
Ella giró el pomo de la puerta y entró en la habitación.
Su madre, que estaba sentada delante del ordenador, no levantó la cabeza.
Ella se acercó al escritorio y se agarró con fuerza a él.
–Mamá, ¿te dice algo el nombre de Laurence Hargraves?
Su madre palideció y ella ya no sintió miedo, solo decepción.
–Era mi padre, ¿verdad? –preguntó con un hilo de voz.
Nora gimió y asintió con tristeza.
Veronica cerró los puños e intentó evitar que la invadiese la emoción. No había estado tan enfadada desde que había descubierto la verdad acerca de Jerome.
–¿Por qué no me contaste la verdad? –inquirió–. ¿Por qué me contaste esa historia de que mi padre era un estudiante pobre de Letonia? ¿Por qué no te limitaste a admitir que habías tenido una aventura con un hombre rico?
–¡Yo no tuve una aventura con Laurence! –negó su madre–. No fue así. No lo comprendes…
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Por primera vez en su vida, Veronica no sintió lástima por ella.
–Entonces, ¿cómo fue, mamá? –le preguntó en tono frío–. Haz que lo comprenda.
–No podía contártelo, porque le di mi palabra a Laurence de que no lo haría.
–Pues debes saber que tu Laurence ha muerto –le espetó ella–. Y que me ha dejado algo en el testamento. Acaba de llamarme su albacea. Ahora soy la propietaria de una villa en la isla de Capri. ¡Qué suerte la mía!
Nora se limitó a mirarla.
–Pero… ¿y su esposa?
–También falleció. Al parecer, hace unos años.
–Oh…
–¿Oh…?
Su madre estaba allí, aturdida, en silencio.
–Me parece, mamá –dijo Veronica, intentando contener las emociones–, que ha llegado el momento de que me cuentes la verdad.
LEONARDO envió por correo electrónico una copia del testamento e intentó concentrarse en los diseños de la siguiente colección de invierno, pero no fue capaz. No podía dejar de pensar en la llamada que acababa de hacer a Sídney, Australia.
¿Quién era la tal Veronica Hanson? ¿Por qué Laurence no le había hablado nunca de ella?
¿Por qué le había dejado la villa y había donado el dinero a la investigación sobre el cáncer?
Era todo un misterio.
Con un poco de suerte, la madre de la señorita Hanson podría darles algo de información.
Se miró el reloj y se dio cuenta de que habían pasado menos de diez minutos. Por desgracia, no podía esperar que Veronica Hanson le devolviese la llamada tan pronto.
Suspiró. Sabía que no iba a poder concentrarse en nada hasta que no hablase con ella. La paciencia nunca había sido una de sus virtudes, pero no tenía más alternativa que esperar.
Aunque no tenía por qué esperar allí sentado.
Si bien le había dicho a la señorita Hanson que era un hombre de negocios, y no podía negar que había disfrutado creando su propia empresa de ropa de deporte, seguía siendo un deportista, un hombre de acción. Y en realidad odiaba estar encerrado en un despacho.
Decidió salir a tomar un café y se sintió mejor al aire libre. Brillaba el sol y había una ligera brisa. Milán a finales de agosto era un sitio precioso, aunque las calles estuviesen llenas de turistas.
Leonardo respiró hondo y fue hacia su cafetería favorita, que estaba algo escondida y nunca había demasiada gente. Allí ya lo esperaba su café expreso cuando llegó a la barra. Se lo bebió de un trago, como de costumbre. La camarera le sonrió y lo miró de manera insinuante. Era una chica atractiva.
–Grazie –le dijo él, volviendo a dejar la taza vacía en la barra y sonriendo brevemente, sin la más mínima insinuación porque no quería que la chica lo malinterpretase.
En su juventud no habría dejado pasar una oportunidad así, pero por suerte en esos momentos era capaz de controlar sus hormonas. Además, tenía mucho cuidado de no dejarse atrapar por ninguna cazafortunas, como había estado a punto de ocurrirle unos años atrás.
Salió de la cafetería y se dirigió de nuevo al trabajo.
Pensó que nunca habría llegado a casarse con aquella chica, ni aunque hubiese sido cierto que estaba embarazada. Aunque lo hubiesen educado para que cumpliese con sus responsabilidades y sus padres le habían dicho en repetidas ocasiones cuando era joven que, si dejaba embarazada a una chica, tendría que casarse con ella. Y, si no lo hacía, que no volviese a casa.
Leonardo adoraba a sus padres y no habría soportado no volver a verlos, así que, sí, se habría tenido que casar. Y habría querido a su hijo, pero su vida no habría sido como él la había planeado. No quería casarse ni tener hijos hasta que no se sintiese preparado para ello. Y por aquel entonces no lo había estado.
Después de aquello, nunca se había olvidado de utilizar protección.
Y, como precaución añadida, solo salía con mujeres independientes, que tuviesen su propio dinero. Y cabeza.
Él no tenía intención de casarse hasta que no conociese al amor de su vida. Nunca había sentido lo que se imaginaba que debía sentir uno cuando estaba locamente enamorado. Le gustaba el sexo, sí, pero para él no había nada comparable a la sensación de bajar esquiando una montaña cubierta por la nieve, sabiendo que era más rápido que sus contrincantes.
Leonardo suspiró. Qué tiempos aquellos, antes de lesionarse y tener que retirarse con veinticinco años. Sí, como la señorita Hanson había dicho, él había sido un famoso esquiador. Pero la fama era efímera y ya hacía siete años que había cambiado de vida. Siete años de éxitos, pero también de frustración. Fabrizzi Sport Snow & Ski iba muy bien y él se había convertido en un hombre rico por su propio derecho, ya no era solo el nieto mimado de un multimillonario.
Pero no se sentía satisfecho. En ocasiones, se sentía completamente vacío, hiciese lo que hiciese.
Y hacía muchas cosas. Seguía esquiando en invierno, aunque no compitiese. Navegaba y hacía esquí acuático en verano, practicaba escalada y rápel. Y recientemente se había sacado la licencia para pilotar pequeños aeroplanos y helicópteros. Sus frecuentes vacaciones estaban repletas de actividad, pero cuando terminaban volvía al trabajo sin haber sido capaz de encontrar la serenidad.
Solo se relajaba cuando estaba en Capri, en la terraza de Laurence, mirando al mar y bebiendo una de las excelentes botellas de vino de su amigo.
Volvió a pensar en la misteriosa heredera de Laurence. Esperaba que lo llamase pronto y le confirmase que iba a venderle la casa. Porque no solo la quería, sino que la necesitaba.
Se miró el Rolex una vez más y se apresuró a subir a su despacho. No quería responder a la llamada de la señorita Hanson en la calle.
VERONICA se tumbó en la cama, dando vueltas a lo que acababa de descubrir, casi incapaz de procesar sus sentimientos. No sabía si estaba enfadada o terriblemente triste. Lo que su madre le había contado tenía sentido y comprendía que le hubiese prometido a Laurence que guardaría el secreto.
Pero lo que más la sorprendía era el testamento. Su padre había debido de saber que traería problemas y dejaría muchas preguntas sin responder.
«Su padre…».
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había tenido un padre. Un padre de verdad, no un donante de esperma anónimo. Además, había sido un conocido científico, un hombre brillante. Deseó que su madre se lo hubiese contado mucho tiempo atrás.
Pero Nora había dado su palabra y Veronica la entendía. Las buenas personas cumplían sus promesas. Pero su padre estaba muerto y ya nunca podría verlo ni hablar con él. Jamás podría conocerlo.
–¿Estás bien, cariño? –le preguntó su madre desde la puerta.
Veronica se limpió las lágrimas y se giró en la cama para sonreírle, consciente de que aquello también había sido una sorpresa para ella y de que debía preocuparle que su querida hija no la perdonase jamás.
A pesar de que seguía dolida, Veronica no le guardaba rencor, aunque sí que estaba enfadada con Laurence Hargraves, que podía haberse ido a la tumba sin levantar el secreto y sin haberle dejado nada en herencia. Así ella habría podido seguir viviendo tranquilamente en la ignorancia.
–No te preocupes –le dijo a su madre–. Es que no me lo esperaba.
–Lo sé. Y lo siento mucho. No entiendo por qué te ha incluido Laurence en su testamento. En cierto modo, ha sido un detalle por su parte, pero tenía que saber que saldría a la luz toda la verdad.
–La gente hace cosas extrañas cuando está a punto de morir –comentó Veronica, que conocía varios casos por su trabajo.
–¿Quieres que te prepare un café? –le preguntó su madre.
–Sí, gracias –respondió ella, aunque lo que le apetecía en realidad era estar sola. Necesitaba pensar.
Su madre desapareció y ella intentó imaginar los motivos por los que su padre había decidido darse a conocer demasiado tarde. Ella lo habría dado todo por haber tenido un padre de niña, cuando estaba en el colegio y sus compañeras se reían de ella. No era de sorprender que siempre hubiese buscado en los chicos a sus mejores amigos.
Lo que le hizo pensar en otro chico, ya crecidito, al que tenía que devolverle una llamada.
Leonardo Fabrizzi.
No le apetecía nada contarle que Laurence Hargraves era su padre biológico.
Pero lo cierto era que tenía muchas preguntas que hacerle. Si era su albacea, debía de haberlo conocido bien. Tal vez pudiese enviarle alguna fotografía, para ver cómo había sido físicamente.
Veronica no se parecía en nada a su madre. Nora Hanson era de corta estatura, tenía el pelo castaño, los ojos grises y era una persona que, en general, no llamaba la atención. Veronica siempre había dado por hecho que se parecía a su padre biológico y en esos momentos tenía la oportunidad de comprobarlo.
Entonces se le ocurrió una idea que hizo que se incorporase bruscamente y corriese escaleras abajo, hacia la cocina, donde había dejado el teléfono.
–¡Vaya! ¿A quién llamas? –preguntó su madre.
–Al italiano del que te he hablado. Leonardo Fabrizzi. Le prometí que lo llamaría después de hablar contigo.
–Ah… pero no se lo vas a contar todo, ¿verdad? Quiero decir, que no tiene por qué saber que eres hija de Laurence, ¿no? ¿No puedes venderle la villa sin más?
–No, mamá –respondió ella con firmeza–. Le voy a decir que soy la hija de Laurence. Para empezar, porque los impuestos son distintos si soy familiar. Y, para seguir, porque no voy a venderle la villa tan rápidamente. Antes quiero hacer algo.
–¿El qué?
Y Veronica se lo contó a su madre.
LEONARDO se sobresaltó al oír, por fin, el teléfono, y se puso a correr sin saber por qué, de repente, estaba tan nervioso. No era una persona nerviosa. La prensa lo había llamado Leo el León por su valentía y, cuando se había retirado de la competición, había escogido a ese animal como imagen de su empresa.
–Gracias por su llamada, señorita Hanson –respondió mientras se sentaba en su butaca de cuero e intentaba sonar tranquilo y profesional–. ¿Ha podido contarle su madre algo esclarecedor?
–Pues sí –respondió ella en tono todavía más profesional que el de él–. Al parecer, Laurence Hargraves era mi padre biológico.
Leonardo se inclinó hacia delante.
–¿Cómo dice?
–El señor Hargraves vino a Australia hace unos treinta años para realizar unos estudios genéticos en la universidad de Sídney. Mientras estuvo aquí le ofrecieron una casa para que se alojase y mi madre fue su ama de llaves.
–¿Y tuvieron una aventura? –preguntó Leonardo con incredulidad, ya que sabía que Laurence siempre había sentido devoción por su esposa.
–No, no, en absoluto. Aunque mi madre dice que se hizo amiga de Laurence durante los dos años que trabajó para él. Y también de Ruth, que, al parecer, era una señora maravillosa.
–Entonces, no lo entiendo.
–Mi madre me tuvo por fecundación in vitro. Yo pensaba que mi padre era un estudiante letón que había cedido su esperma por dinero, pero eso era mentira. El donante fue Laurence.
–Bueno… eso lo explica todo, supongo.
–¿Usted sabía que la esposa de Laurence no podía tener hijos?
–No exactamente. Solo sabía que no los tenían, pero desconocía el motivo.
–Al parecer, en la familia de Ruth había muchos enfermos de cáncer y ella había decidido hacerse de joven una histerectomía. Se habían casado muy enamorados y a Laurence no le había importado no tener hijos. Le bastaba con tener a Ruth, y su trabajo. De hecho, su trabajo fue el motivo por el que se convirtió en mi padre biológico.
–¿Qué quiere decir?
–Cuando mi madre le contó a Laurence que quería tener un hijo por fecundación in vitro en una clínica en particular, él se mostró horrorizado.
–¿Horrorizado? ¿Por qué?
–Porque no se sabía lo suficiente acerca de los posibles donantes. Laurence le advirtió a mi madre que no había información sobre el historial médico, mientras que él conocía muy bien el suyo propio.
Leonardo asintió. Ya entendía lo que había ocurrido.
–Sí. Al principio mi madre se negó, pero Laurence la convenció.
–Laurence podía llegar a ser muy persuasivo. A mí me aficionó a la música clásica. Así que comprendo que convenciese a su madre diciéndole que así estaría segura de que el bebé tenía buenos genes, pero ¿y Ruth? Supongo que ella no sabía nada de esto.
–No. Laurence insistió en que lo mantuvieran en secreto. Y mi madre se lo prometió.
–Vaya, visto así, se diría que Laurence fue bastante despiadado.
–Eso pensaba yo, pero mi madre me ha dicho que no. Laurence le compró la casa en la que vivimos, pero tuvo que criarme sola. Así que Laurence no quiso disgustar a su esposa, que no podía tener hijos, pero ¿por qué no se puso en contacto con mi madre y conmigo cuando ella falleció? ¿Por qué prefirió que me enterase de que era mi padre cuando ya había muerto?
–Lo siento, no puedo responder a esas preguntas, señorita Hanson. Estoy tan sorprendido como usted. Al menos, le dejó la villa en herencia.
–Sí, también he estado pensando acerca de eso. ¿Por qué me dejó una villa en Capri? Debía de tener un motivo. Según tengo entendido, era un hombre muy inteligente.
A Leonardo le vino a la mente el último día que había hablado con Laurence, pero no supo por qué. Ya lo pensaría tranquilamente más tarde.
–Tal vez quisiera dejarle algo de valor –sugirió.
–En ese caso, ¿por qué no me dejó dinero?
–Yo he pensado lo mismo, señorita Hanson.
–Por favor, deje de llamarme así, me llamo Veronica.
–Está bien, Veronica –respondió él, sonriendo–. Llámame tú a mí Leonardo. O Leo, si lo prefieres.
–Prefiero Leonardo –dijo ella–. Suena más… italiano.
Él se echó a reír.
–Es que soy italiano.
–El caso es que he tomado una decisión acerca de la villa. Te agradezco la oferta, Leonardo, y te la venderé, pero todavía no. Antes necesito averiguar todo lo que pueda acerca de mi padre…
VERONICA tenía un nudo en el estómago cuando el ferry dejó Sorrento para realizar el trayecto de veinticinco minutos que llevaba hasta Capri. Hacía un día precioso, no había ni una sola nube en el cielo y el agua azul no podía brillar más.
Había tardado dos semanas en organizar el viaje. No había querido dejar plantados a sus pacientes, así que les había contado que necesitaba unas vacaciones.
Todos habían sido muy comprensivos y cariñosos, y habían pensado que seguía sufriendo por la muerte de Jerome.
Y lo había hecho durante mucho tiempo, pero ya no.
Después de haber descubierto quién era su padre, había decidido que no podía seguir viviendo como una viuda. Y se había comprado ropa nueva para ir a la isla.
Se negaba a admitir que el esfuerzo que había realizado por mejorar su aspecto tenía algo que ver con Leonardo Fabrizzi. Por muy agradable que hubiese sido con ella por teléfono, seguía siendo un playboy.
Por curiosidad, Veronica había buscado información acerca de él en Internet, y había estado muy entretenida. Desde que se había retirado de las pistas de esquí, Leonardo se había hecho un hueco en el mundo de la moda y tenía boutiques en las principales ciudades de Europa.
Al parecer, también había sido muy activo en su vida social y se le había relacionado con modelos, actrices y herederas varias.
Veronica se dijo que había querido mejorar su aspecto por orgullo femenino, nada más. Porque a las mujeres les gustaba sentirse atractivas, en especial, en compañía de un hombre tan guapo y carismático como Leonardo Fabrizzi.
Estaría con él en media hora. Leonardo le había dicho por teléfono que iría a recogerla al embarcadero para conducirla directamente a la casa que, al parecer, estaba justo encima del Hotel Fabrizzi, un pequeño establecimiento que los padres de Leonardo habían regentado durante más de una década.
Aquello la había sorprendido, ya que Veronica había leído en Internet que los Fabrizzi procedían de Milán y que el abuelo de Leonardo había creado una empresa textil después de la guerra y se había hecho muy rico con ella. Había tenido dos hijos y herederos, Stephano y Alberto. Lo que Veronica no sabía era qué había ocurrido tras la muerte del abuelo, no había buscado tanto. En realidad, iba a Capri a averiguar la historia de su propio padre, no del de Leonardo.
Volvió a pensar en el motivo por el que hacía aquel viaje y se le aceleró el corazón. Pronto averiguaría cómo había sido su padre biológico, tanto física como personalmente.
Ya no estaba enfadada con su madre. Lo hecho, hecho estaba.
Lo que quería era saber por qué su padre biológico le había dejado la villa en herencia.
«¿Por qué lo has hecho, papá?», y se dio cuenta de que, en su cabeza, llamaba a Laurence Hargraves «papá».
Los ojos se le llenaron de lágrimas y la chica que iba sentada enfrente de ella en el ferry la miró con curiosidad. Veronica consiguió sonreír y parpadeó con fuerza mientras sacaba el teléfono del bolso. Le había prometido a su madre que haría fotos y se las enviaría.
Así que empezó por el ferry, el mar y la isla.
Leonardo no estaba esperándola en el muelle. En su lugar había un hombre de mediana edad con un cartel con su nombre. Su aspecto era… italiano: pelo moreno y rizado y ojos oscuros.
Cuando Veronica se acercó a él y se presentó, el hombre sonrió de oreja a oreja.
–Signora Hanson, es usted molto bella. Leonardo debería habérmelo dicho.
Veronica sonrió ante el cumplido.
–¿Dónde está Leonardo? –preguntó, decepcionada por su ausencia.
–Me ha pedido que me disculpe en su nombre. Lo han retenido los negocios, pero volará pronto.
–¿Volará? Si no hay aeropuerto en Capri.
–Hay un helipuerto. En Anacapri. Se lo enseñaré todo de camino a recogerlo. Permita que lleve su equipaje.
Veronica no se atrevió a decirle que no quería que le enseñase nada, así que sonrió y respondió:
–Estupendo, gracias.
Y después subió a la parte trasera de un descapotable amarillo que parecía sacado de una película de Elvis Presley.
Agradeció haberse recogido el pelo en una coleta porque la brisa procedente del mar y la conducción deportiva de Franco habrían hecho mella en su aspecto. Intentó disfrutar de las vistas, pero en realidad no estaba de humor. Se sentía demasiado decepcionada por la ausencia de Leonardo. Rechazó educadamente una visita a la Gruta Azul y admitió que ya había estado en Capri mucho tiempo atrás.
–Ahora hay mucha más gente –comentó, fijándose en la fila de barcos que esperaban para visitar la gruta.
Franco frunció el ceño.
–Demasiada. Aunque se estará mejor a finales de septiembre. Los cruceros dejan de parar aquí. ¿Se quedará hasta entonces?
–Desgraciadamente, no.
Acababa de empezar septiembre y tenía el vuelo de vuelta para unas tres semanas más tarde.
–Hace demasiado calor –decidió Franco, apretando un botón para poner la capota al coche y protegerla del sol.
Una vez superado el disgusto inicial, disfrutó del paseo. Franco era un guía muy agradable y sabía mucho de la isla porque había nacido y crecido allí. Además, estaba casado con la hermana mayor de Leonardo, Elena. Tenían tres hijos, un niño y dos niñas.
Veronica se preguntó si Leonardo le habría contado que era la hija de Laurence. Era posible que no, así que se contuvo para no hacerle preguntas acerca de su padre. Tal vez en otra ocasión.
Por fin, Franco recibió un mensaje y puso rumbo al helipuerto de Anacapri.
Veronica intentó convencerse a sí misma de que no tenía motivos para estar nerviosa, pero no podía evitarlo. Cuando llegaron a lo alto de la colina y Franco aparcó, ella decidió que no podía quedarse allí sentada y bajó del vehículo mientras se aleccionaba sola.
«Sí, es muy atractivo, pero es un playboy, Veronica. Que no se te olvide. No te dejes engatusar. Has venido aquí para saber más de tu padre, no para derretirte delante de Leonardo Fabrizzi».
Vio acercarse un helicóptero y se hizo sombra en los ojos aunque llevaba gafas de sol. Como los cristales eran tintados, no pudo ver quién había en su interior. Por suerte, se había puesto unos pantalones blancos nuevos y no un vestido, porque el helicóptero causó un minitornado al aterrizar. Cuando por fin estuvo en tierra, se abrió la puerta y salió un hombre, un hombre alto y de pelo moreno, vestido con un traje gris y camisa blanca abierta en el cuello, sin corbata.
Veronica reconoció a Leonardo a pesar de que llevaba el pelo muy corto. Le sentaba bien porque se le veía mejor la cara.
En persona era todavía más guapo que en las fotografías. Las imágenes en dos dimensiones no le hacían justicia. Además de su belleza estaba su manera de moverse y de andar, la posición de sus anchos hombros, el ángulo de su cabeza. Era todo él. Un hombre arrogante, seguro de sí mismo y muy, muy sexy.
Cuanto más se acercaba a ella, más se le aceleraba el corazón.
Veronica se preguntó exasperada si les ocurriría aquello a todas las mujeres. Era muy posible.
Respiró hondo varias veces e intentó tranquilizarse.
«Solo tienes que pensar en Jerome».
Leonardo la estaba mirando, Veronica lo sabía a pesar de sus gafas de sol. Podía sentir su mirada penetrante a través de los cristales oscuros y se alegró de llevar gafas oscuras ella también. Así no podía verle los ojos que, para Veronica, eran los espejos del alma.
Aunque más que su alma, el problema lo tenía su cuerpo, que llevaba demasiado tiempo sin los reconfortantes abrazos de un hombre.
–¿Veronica? –preguntó él con aquella voz tan sexy que ella ya conocía.
Ella forzó una sonrisa.
–Sí –le confirmó.
Él sonrió levemente.
–Tenía que haber sabido que serías muy bella –comentó Leonardo–. Laurence era un hombre muy guapo. Bienvenida a Capri.
Y le dio un abrazo.
Su calor la penetró y Veronica se olvidó de su determinación de comportarse con sensatez. Sintió que se derretía entre sus brazos, que le ardía la sangre en las venas. Notó que se ruborizaba.
–¡Vaya! –exclamó, apartándose–. Se me había olvidado lo expresivos que sois los italianos.
Leonardo arqueó las cejas.
–¿En Australia no os saludáis con un abrazo?
–Sí, pero solo cuando saludamos a amigos o a familiares.
–Qué extraño. Si me he excedido, lo siento. Ven. Hace demasiado calor para permanecer al sol.
La agarró del codo y la llevó de vuelta al coche. Franco seguía al volante.
Veronica no apartó el brazo por no parecer maleducada. Al fin y al cabo, Leonardo solo se estaba comportando como un caballero. Aunque lo que a ella le preocupaba era la sensación tan placentera que la había invadido al sentir el contacto de su mano.
–¿No traes equipaje? –le preguntó cuando llegaron al vehículo.
–No. Tengo ropa aquí, en el hotel de mis padres. La llamo mi ropa de Capri. Aquí no me pongo trajes de chaqueta, ¿verdad, Franco? –comentó, abriendo la puerta trasera y dejándola pasar primero.
–Verdad, Leo. Aquí eres un hombre diferente.
–¿Has cuidado de nuestra invitada? ¿Le has enseñado los lugares más conocidos de nuestra isla?
–Sí, pero no ha querido ir a la Gruta Azul.
–Ya había estado –intervino ella–. Vine en una excursión de un día cuando tenía poco más de veinte años. Es un lugar muy bonito, pero no quería tener que esperar para volver a verlo.
Leonardo asintió.
–Es comprensible. En realidad, la única manera de ver bien la isla es desde el cielo. Mañana te daré una vuelta en helicóptero.
–No es necesario –respondió ella, encantada y, al mismo tiempo, aterrada por la idea.
–Insisto. Te encantará. Vamos, Franco. Estoy seguro de que Veronica está deseando ver la casa de su padre.
«La casa de su padre», pensó ella mientras el coche arrancaba. El motivo por el que estaba allí. Y lo último en lo que había pensado desde que el apuesto Leonardo Fabrizzi se había bajado del helicóptero.
LEONARDO se instaló en el asiento trasero del taxi e intentó actuar con normalidad, como si la chica que tenía al lado no le pareciese irresistiblemente atractiva. Sobre todo, porque no quería sentirse atraído por nadie.
Al mismo tiempo, le debía a su amigo ser hospitalario con su hija. Y satisfacer la curiosidad de Veronica, que le parecía natural, acerca de un padre al que no había conocido. No obstante, era una pena que fuese tan atractiva. A Leonardo le encantaban las mujeres morenas, altas y esbeltas, en especial con el pelo largo. Además, tenía un bonito rostro ovalado, la piel clara, de porcelana, los labios carnosos. En conjunto, habría sido capaz de tentar a un santo.
Y él no era ningún santo.
Tuvo la esperanza de que, cuando Veronica se quitase las gafas, apareciesen tras de ellas unos ojos pequeños y feos y una nariz torcida. Aunque los ojos de Laurence habían sido una de sus mejores características y había tenido la nariz recta. Si Veronica se parecía en todo a él, sería toda una belleza, con un cerebro prodigioso y una mente curiosa.
Las horas que Leonardo había pasado con Laurence habían sido de las mejores de toda su vida adulta. Leonardo suspiró al darse cuenta de lo mucho que echaba de menos a su amigo.
–Siento no haber llegado a recogerte al ferry, Veronica –le dijo–. Me surgió un imprevisto en la boutique de Roma y tuve que solucionarlo.
Ella se giró a mirarlo y su pierna rozó ligeramente la de él.
–¿Algo grave?
–Sí y no. La encargada estaba… ¿Cómo decirlo? Metiendo la mano en la caja.
–Eso es terrible. ¿Has hecho que la detengan?
Leonardo se echó a reír.
–Me habría gustado, pero me ha amenazado con arruinarme si lo hacía.
–¿Cómo va a arruinarte?
Leonardo se encogió de hombros.