4,99 €
Inocencia sensualCarol MarinelliElla le entregó su inocencia… ahora sería su esposa.Un fin de semana imborrableAndrea LaurenceUn accidente le robó la memoria. Un encuentro fortuito se la devolvió,
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid © 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 160 - marzo 2019 I.S.B.N.: 978-84-1307-722-2
Portada
Inocencia sensual
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Un fin de semana imborrable
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
MERIDA! ¡Menos mal que has venido!
Reece no podía disimular su alivio al verla entrar en la elegante galería de arte de la Quinta Avenida. Una fina lluvia primaveral la había perseguido desde la estación de metro y, como había salido de su apartamento a toda prisa, Merida Cartwright no llevaba un paraguas. Sus largos rizos pelirrojos tenían un aspecto particularmente salvaje, pero habría tiempo para atusarlos antes de que él llegase, pensó.
Su sonrisa era tan radiante que nadie podría imaginar que aparecer en el último momento para enseñarle la galería a un cliente especial era lo último que quería hacer esa noche.
Aunque trabajaba como ayudante en la galería, Merida era actriz tres noches a la semana y, sobre todo, de corazón. Había ido a Nueva York desde Inglaterra decidida a triunfar en Broadway y se había dado un año para hacer realidad ese sueño.
Ahora, diez meses después, el tiempo y los ahorros empezaban a evaporarse. Necesitaba el dinero, aunque al día siguiente tenía una prueba importante y habría preferido estar preparándola en su estudio.
–Ningún problema, Reece –le dijo, sin dejar de sonreír.
–Estaba a punto de cerrar cuando llamó Helene.
–¿Helene?
–La ayudante de Ethan Devereux. Es desesperante que vaya a venir a la galería y yo no pueda a estar aquí para enseñársela.
–¿A qué hora sale tu vuelo?
–A las nueve. Y si quiero llegar a tiempo, tengo que irme ahora mismo. ¿Has leído el manual que te envié sobre los amuletos?
–Claro que sí –asintió Merida mientras desabrochaba su gabardina. De hecho, había sido ella quien colocó los amuletos en las vitrinas.
–Esto tiene que salir bien. Intenté convencer a Helene para que pospusiera la visita hasta que volviese de Egipto, pero al parecer él ha insistido en venir esta misma noche. Sería una locura decirle que no a Devereux. Una mala referencia de él y nos hundiríamos.
Merida frunció el ceño.
–¿En serio? ¿Quién es ese hombre?
Reece dejó escapar una carcajada de incredulidad.
–A veces olvido que eres inglesa y no has crecido recibiendo información detallada sobre esa familia. Básicamente, los Devereux son nuestros patriarcas, cariño.
–¿Son los dueños del edificio?
–Los dueños de la mitad de la ciudad. Son la realeza de Nueva York. Jobe, el padre, y sus dos hijos, Ethan y Abe. Y todos son unos canallas. Pobre Elizabeth…
–¿Quién?
–Elizabeth Devereux, la difunta mujer de Jobe. Bueno, la segunda mujer y madre de sus hijos. Era un ángel y durante un tiempo casi fueron una familia feliz –Reece miró hacia la puerta, como para comprobar que no había entrado nadie–. Al parecer, descubrió que Jobe tenía una aventura con la niñera.
–¿Y rompieron?
–Ella se fue al Caribe y murió en un accidente haciendo esquí acuático. Desde entonces, los Devereux han ido de un escándalo a otro. No te dejes engañar por el atractivo de Ethan, ese hombre te aplastaría en la palma de su mano.
Merida hizo una mueca. Ella no iba a dejarse engatusar por ningún hombre, por atractivo que fuese.
–El champán está metido en hielo –siguió Reece–. Ábrelo en cuanto veas el coche. Han traído canapés de Barnaby’s…
–¿Cuántos invitados trae?
–No estoy segura. Seguramente vendrá con su última amante, así que lo he preparado todo para dos personas. He mirado en internet para averiguar quién podría ser, pero me he perdido en un cenagal de conquistas, así que tendremos que improvisar. Gemma te ha traído uno de sus vestidos, está en el almacén.
–¿Perdona?
Merida no sabía si había oído bien. Reece nunca le había dicho lo que debía ponerse.
–Es un sencillo vestido negro. Ah, y también te va a prestar un collar de perlas.
–¿Lo que llevo puesto no es adecuado?
Merida llevaba un jersey negro y una preciosa falda de cuadros escoceses. Tal vez era un poquito corta, pero la llevaba con leotardos negros y botas de ante. Todo iba bien con su tono de piel y era su atuendo favorito, el que solía reservar para las pruebas. Pero, dada la importancia del invitado, había hecho un esfuerzo especial esa noche.
–Estás guapísima, como siempre –dijo Reece–. Pero, aunque en general no me importa pasar por alto tus excentricidades, con Ethan Devereux…
–¿Excentricidades?
Reece cambió de tema inmediatamente.
–Mira, te agradezco muchísimo que hayas venido a última hora –le dijo mientras tomaba su maleta–. Estoy segura de que algún hombre me odia por haberte hecho trabajar esta noche.
Merida forzó una sonrisa. Había decidido tiempo atrás que no hablaría de su vida amorosa con Reece. O, más bien, de su falta de vida amorosa.
–¿Te importaría actualizar la página web cuando Ethan se marche? Clint no ha tenido tiempo de hacerlo.
–Muy bien.
Por fin, Reece salió de la galería y, con quince minutos para preparar la llegada del VIP, Merida se dirigió al almacén.
Al contrario que la galería, que era un enorme espacio abierto pintado en tonos suaves, el almacén era un antro pintado de color marrón y abarrotado de cajas. Allí, en el diminuto cuarto de empleados, envuelto en plástico y colgando de la puerta, había un vestido negro. Y, sobre él, una bolsita que contenía un collar de una sola hilera de perlas.
Gemma también había dejado un par de zapatos negros de tacón de aguja y Merida apretó los dientes. Al parecer, ni siquiera se atrevían a dejar que ella eligiese el calzado. Reece a veces podía ser maliciosa, pero ella necesitaba el trabajo y no podía protestar.
De modo que se puso el vestido negro, con la espalda al aire. Gemma no había tomado en consideración que podría no llevar un sujetador apropiado y no tuvo más remedio que quitárselo, aunque por suerte no estaba particularmente bien dotada en ese aspecto.
Su maquillaje era el de siempre, un poco de máscara de pestañas para destacar el verde de sus ojos y un toque de colorete para animar su pálida piel. Llevaba en el bolso una barra de carmín de color coral y, después de pintarse los labios, dio un paso atrás para mirarse al espejo.
Vestida de negro tenía un aspecto más bien severo, pero su pelo rojo llamaba siempre la atención.
Le haría falta una semana para hacerse un peinado sofisticado, de modo que se lo atusó un poco y luego se hizo una coleta baja. Con eso tendría que ser suficiente.
Salió del almacén y bajó a la sala de los amuletos para comprobar que todo estaba en orden. Las paredes que llevaban a la asombrosa exhibición estaban revestidas de un terciopelo de color violeta oscuro y daba la impresión de entrar en otro mundo.
Por supuesto, Reece se había encargado de que todo estuviese impecable para la visita del señor Devereux, pero Merida quería comprobarlo por sí misma.
Unos minutos después, contenta al ver que todo estaba en orden, volvió a la planta principal y se sentó en un taburete tras el mostrador, intentando olvidar su indignación por las palabras de Reece.
¡Excentricidades!
Aunque actuar era su verdadera pasión, ella trabajaba mucho en la galería. Mucho más que el director, Clint, que solo pensaba en las comisiones y que, al parecer, esa noche tenía cosas más importantes que hacer.
Seguía enfadada cuando un lujoso coche negro se detuvo en la puerta de la galería. Merida saltó del taburete y abrió la botella de champán.
Y luego levantó la mirada.
Lo primero que vio fue un zapato de piel hecho a mano y un pantalón oscuro. Cuando bajó del coche se detuvo un momento para hablar con el chófer, de modo que solo vio un elegante traje de chaqueta. Desde luego, el señor Devereux parecía el propietario de la calle.
Merida abrió la botella de champán con tan mala suerte que algo del líquido se derramó en la bandeja. Aunque debería haber limpiado el desastre, eligió ese momento para mirar al hombre mientras tenía oportunidad.
No había mucho color en la paleta del artista cuando hizo aquella obra maestra. Su piel era pálida, su pelo negro como el azabache. Pura elegancia masculina. Era tan apuesto que se quedó un poco aturdida, y eso era muy raro en ella.
Siempre había hombres guapos y elegantes en la galería. Y, a veces, también ricos y famosos. Él, sin embargo, era más que eso, pero no era momento de examinar sus pensamientos… o más bien los sentimientos que aquel hombre despertaba en ella.
Secó la bandeja con una servilleta y sirvió dos copas de champan, esperando que alguna belleza saliera del coche.
Pero él entró solo en la galería.
Aunque le habían advertido sobre su atractivo, nada podría haberla preparado para su reacción. Merida descubrió que estaba clavándose las uñas en las palmas de las manos. Sorprendida, abrió las manos y se las pasó por el vestido, alegrándose de tener unos segundos para calmarse. Pero cuando la puerta se abrió y él entró en la galería fue como recibir un golpe que la dejó tambaleante.
La miraba directamente a los ojos. No miraba su cuerpo, por supuesto. Era demasiado sofisticado como para eso y, sin embargo, sintió un cosquilleo en la piel como si lo hubiera hecho.
–Señor Devereux… –Merida se aclaró la garganta, intentando usar su entrenamiento como actriz para no ponerse colorada mientras le ofrecía su mano–. Encantada de conocerlo. Soy Merida Cartwright.
–Merida –repitió él, con una voz ronca y profunda–. Ethan –se presentó, mientras estrechaba su mano.
El roce había sido breve, pero su firme apretón provocó una descarga eléctrica y la sensación se intensificó después del contacto. Merida tuvo que contenerse para no mirar si tenía una marca en los dedos mientras seguían las presentaciones.
–Soy la ayudante de la galería…
–¿Ayudante? –la interrumpió él abruptamente. Y, por su tono, estaba claro que había esperado algo más.
–Así es –Merida tragó saliva–. A Reece le habría encantado estar aquí para enseñarte la galería, pero ha tenido que irse a Egipto.
Ethan Devereux no estaba nada impresionado. Aunque Helene había llamado a última hora, esperaba que lo atendiese el director de la galería y no le gustaba nada ser recibido por una simple ayudante.
El jeque Khalid de Al-Zahan, el propietario de los amuletos, era un amigo personal. Se habían conocido en la universidad de Columbia y eran amigos desde entonces. Durante la cena la noche anterior, en Al-Zahan, Khalid le había dicho que le preocupaba que la galería a la que había prestado la colección real de amuletos no estuviese a la altura. Según sus fuentes, los empleados estaban mal informados, las visitas eran algo apresuradas y los clientes eran empujados hacia los artículos con potencial para conseguir mayores comisiones.
Khalid le había pedido que comprobase todo eso discretamente y Ethan le había recordado que, en Nueva York, él no podía hacer nada «discretamente», pero había aceptado acudir a la galería y que fuese recibido por una simple ayudante no auguraba nada bueno.
Que la ayudante fuese bellísima no cambiaba nada.
–Antes de empezar la visita, ¿te apetece tomar una copa?
–No, será mejor que empecemos cuanto antes.
Era brusco, inquieto e impaciente, pensó Merida. Y tampoco prestó ninguna atención a los canapés. Ethan Devereux no parecía interesado en el champán, los blinis con caviar o las suculentas fresas recubiertas de chocolate.
–Como he dicho, Reece se dirige hacia Egipto ahora mismo. Allí se encontrará con Aziza –le explicó mientras se dirigían a la primera vitrina–. Ella es la diseñadora de estas preciosas casas de muñecas.
«Casas de muñecas», pensó Ethan haciendo una mueca.
Al saber que su padre iba a ser operado al día siguiente, Ethan había volado de Al-Zahan a Dubái y luego a Nueva York. Viajaba en un cómodo avión privado, pero estaba cansado y no le apetecía mirar casas de muñecas, aunque las paredes estuvieran recubiertas con jeroglíficos dorados.
Tal vez debería tomar una copa de champán, pero eso solo serviría para prolongar la visita y el jet lag empezaba a hacer efecto. Solo quería ver los amuletos, pero para comprobar cómo funcionaba la galería dejó que ella siguiese parloteando.
Bueno, no estaba parloteando. De hecho, su voz era muy agradable, ronca y con acento británico. Esa voz ronca y sensual casi hacía que el tema fuese soportable.
–Estas casas de muñecas empezaron a hacerse con propósitos religiosos. La intención no era que se usaran como juguetes –estaba explicando–. Desde luego, no están hechas para jugar a las mamás y los papás.
Aunque él escuchaba en silencio, Merida se dio cuenta de que estaba aburrido, de modo que lo llevó a la zona de las alfombra de seda. Hechas, le explicó, por artesanos beduinos.
–Ubaid, que supervisa cada pieza, es un fiero protector del oficio.
Le habló de los tintes naturales, de los intricados patrones y de las interminables horas de trabajo que hacían falta para crear esa obra maestras, pero Ethan la interrumpió.
–Sigamos.
No era el primer cliente desdeñoso o aburrido que Merida había visto en la galería. A menudo la gente iba a esas visitas privadas por obligación, enviados por sus empresas o como acompañantes. Y luego estaba el tipo que, sencillamente, tenía que ser visto en cualquier evento.
Pero él iba solo y había sido él quien había insistido en la visita privada.
Merida siguió adelante, pero la impaciencia de Ethan era palpable, tanto que bostezó mientras le mostraba un anillo.
–Perdona –se disculpó luego.
Sabía que estaba siendo grosero, pero de verdad estaba agotado y no tenía el menor interés en la exposición.
La ayudante de la galería, sin embargo, era preciosa.
Poseía algo único, algo que lo intrigaba y, a pesar de su aparente calma, no estaba tan segura de sí misma como parecía. Sus ojos eran de color verde musgo, aunque parecía decidida a apartar la mirada. Era esbelta, con un rostro espolvoreado de pálidas pecas.
En cuanto a su pelo, tenía el color de dos de sus cosas favoritas, el ámbar y el coñac, e intentó imaginarlo liberado de la coleta.
–Y ahora vamos a mi vitrina favorita.
Merida esbozó una enigmática sonrisa. Ethan solía descifrar a las mujeres excepcionalmente bien y, sin embargo, no era capaz de descifrarla a ella.
–¿Y se trata de…?
–Los amuletos de Al-Zahan. Somos muy afortunados de que nos los hayan prestado.
–¿Durante cuánto tiempo?
–Los tendremos tres meses más, aunque esperamos que el plazo se amplíe –respondió ella–. Por aquí, por favor.
Merida pulsó el interruptor que encendía las luces de las vitrinas y señaló la escalera.
–Después de ti –dijo Ethan.
Era una simple cuestión de buenas maneras, pero Merida deseó que él bajase por delante.
El simple paseo que había hecho tantas veces de repente le parecía una tarea imposible. Las paredes forradas de terciopelo estaban demasiado cerca, las luces eran demasiado tenues y casi podía notar el calor de su cuerpo mientras bajaba tras ella.
La sensual oscuridad de esa zona de la galería estaba diseñada para crear un efecto en los clientes, por supuesto, pero esa noche era ella quien se sentía afectada.
Merida se había encargado personalmente de fijar el terciopelo en las paredes. El objetivo era crear una especie de portal, la sensación de ser transportado en el tiempo, pero nunca había imaginado que descendería las escaleras con un hombre como Ethan Devereux.
Caminaba con más cuidado del habitual y no tanto por temor a resbalar como porque si resbalaba sería él quien tuviera que sujetarla.
Ningún hombre le había afectado de ese modo. Había aceptado más de un beso esperando sentir un apasionado deseo… pero el deseo nunca había hecho aparición y su experiencia se limitaba a algunos besos.
Estaba convencida de que esa apatía era culpa suya, que le faltaba algo, o que el divorcio de sus padres la había hecho demasiado desconfiada como para bajar la guardia.
Podía fingir para el público. Sobre el escenario podía ser una mujer sensual. Y, de hecho, estaba interpretando en ese momento, fingiendo que lo tenía todo controlado y que él no la afectaba.
Cuando volviese al escenario ese fin de semana se inspiraría en lo que había sentido al estar cerca de Ethan.
Pero en el mundo real, todos esos sentimientos eran nuevos para Merida.
A MERIDA le faltaba el aliento cuando entraron en el espacio en penumbra. A pesar del centelleo de las joyas no había ventanas para orientarse y el sutil aroma a bergamota y madera de la colonia de Ethan Devereux parecía envolverla cuando se acercó para mirar la primera vitrina.
Merida se aclaró la garganta.
–Estos son los amuletos de Al-Zahan.
Ethan había esperado joyas fabulosas o antiguas figuras talladas, pero era una colección de gemas incrustadas en piedras, aún en su forma original. Y, en lugar de aburrirse, rara vez se había sentido tan fascinado como cuando Merida empezó a contarle su historia.
–Esta colección era una pasión de la difunta reina Dalila de Al-Zahan. Hasta el día de su muerte, hace veinte años, seguía buscando tesoros olvidados.
–¿Cómo murió? –le preguntó Ethan.
–Durante un parto. Creo que era su cuarto hijo, pero puedo comprobarlo.
–No es necesario.
Merida no estaba tan segura. Sentía como si estuviese poniéndola a prueba.
–El día de su matrimonio recibió como regalo este amuleto…
En la primera vitrina había un intricado nudo de esmeraldas y mineral de cobre. Perfectamente iluminado, giraba lentamente sobre su eje y Ethan lo miró durante un rato.
–Los matrimonios eran, y siguen siendo, acordados en Al-Zahan –siguió Merida–. Los amuletos celebran el futuro amor y propician la fertilidad. Dicen que son un regalo lleno de posibilidades que aún no han sido cumplidas.
Él parecía algo más interesado, pensó Merida mientras seguían adelante.
–Este amuleto es de lapislázuli, el color usado en el cuadro Noche Estrellada de Van Gogh. Cuando la entonces princesa estaba estudiando aquí, en Estados Unidos, vio el cuadro en un museo y dicen que fue el recuerdo del cuadro lo que la hizo emprender la misión de encontrar los amuletos perdidos.
–¿Y encontró muchos?
–En el momento de su muerte había conseguido reunir una gran colección.
–¿Y estudió aquí? –preguntó Ethan, más que interesado.
–En la universidad de Columbia.
Era la universidad en la que Khalid y él se habían conocido y le sorprendió descubrirlo a través de una extraña. Claro que su amigo siempre había sido enigmático.
–La princesa Dalila volvió a Al-Zahan para casarse, pero su cariño por Nueva York es la razón por la que su hijo, el jeque Khalid, aceptó que los amuletos fueran expuestos aquí.
Ethan siguió adelante, pero ya no estaba aburrido y se quedó mirando un rubí incrustado en mármol en la siguiente vitrina.
–Este es uno de mis favoritos –dijo Merida, poniéndose unos guantes negros y ofreciéndole otro par mientras le contaba la historia–. Hace trescientos años hubo una boda secreta en Al-Zahan –le explicó en voz baja, como si estuviera compartiendo un secreto–. Debido a la disputa entre las dos familias no se entregó ningún amuleto. Por fin firmaron la paz, pero dos años después, cuando ella no quedó embarazada, decidieron que esa era la razón. El rey, desesperado por perpetuar su linaje, pidió que se excavara para encontrar las mejores gemas. Tardaron tres años hasta que encontraron lo que a él le pareció una ofrenda adecuada.
–Es una historia asombrosa –dijo Ethan. Y también lo era la voz que la había narrado.
Ella le ofreció la piedra en forma de huevo y él la sostuvo entre el pulgar y el índice para examinarla de cerca.
–Cuidado –le advirtió Merida–. Asegura la fertilidad.
–Para una gallina quizá –bromeó Ethan.
Ella esbozó una sonrisa. El brillo de sus ojos era tan cautivador como el amuleto y hubo un momento perfecto en aquel día horrible.
Horrible porque debería estar en Dubái, relajándose por fin, pero en lugar de eso tendría que ir al hospital, donde su padre iba a ser operado al día siguiente.
No sabía nada más. En una hora averiguaría lo que pudiese, pero por el momento olvidaría sus problemas. Por el momento, se concentraría en la sensual voz de Merida y en la historia de la hermosa piedra que propiciaba el amor y la fertilidad, dos cosas en las que él no estaba interesado.
–¿Y funcionó? –le preguntó mientras le devolvía el amuleto.
Merida asintió con la cabeza.
–La princesa tuvo mellizos.
La visita siguió hasta su conclusión y Ethan la observó mientras cerraba las vitrinas.
–Estos amuletos son preciosos. Aunque, por supuesto, todo es un cuento de hadas.
–Yo no estoy tan segura. Todos los matrimonios vinculados a estos amuletos fueron matrimonios felices.
–La reina murió durante el parto –señaló Ethan.
–No prometen la vida eterna –dijo Merida–. Pero yo sigo pensando que hay algo mágico en ellos.
–Bueno, sobre eso no vamos a ponernos de acuerdo.
Ethan no creía en el amor, sencillamente. ¿Pero en el deseo? Desde luego que sí.
Sentía la tentación de decirle que él era amigo de Khalid y que el jeque tenía un hermano mellizo para hablar un rato más con ella.
–¿Desde cuándo trabajas en la galería? –le preguntó mientras subían a la primera planta.
–Casi un año, pero es un trabajo a tiempo parcial.
–Entonces es más una afición, ¿no?
–No, en realidad no –respondió ella, sin añadir nada más.
Ethan Devereux estaba allí para visitar la galería, no para conocer la historia de su vida.
Una vez arriba volvió a ofrecerle el champán y los canapés y, de nuevo, él los rechazó.
–¿Quieres otra cosa? –inquirió, como hacía siempre. Y, sin embargo, aquel día le parecía diferente. El aire sensual, seductor, que rodeaba la vitrina de amuletos parecía envolverlos y contuvo el aliento mientras esperaba su respuesta.
–Solo una –dijo Ethan.
«Cenar juntos».
No lo dijo en voz alta, pero la vio parpadear rápidamente y pensó que lo había entendido. Sabía cuál sería la respuesta porque para él siempre era afirmativa. Sin embargo, vaciló y no sabía por qué. No era porque tuviese que ir al hospital. Podría ofrecerse a recogerla en una hora.
Pero no lo hizo.
En lugar de eso, se recordó a sí mismo que estaba allí por Khalid.
–Si encargase una de esas alfombras, ¿cuánto tiempo tardarían en hacerla?
–Depende del tamaño.
–Una como esa.
Merida debería estar dando saltos de alegría. La comisión por una de aquellas alfombras sería un dineral y debería estar encandilándolo con los detalles. Sin embargo, en lo único que podía pensar era en la cena.
En la cena que él no había mencionado.
Recordó entonces la advertencia de Reece, pero le daba igual porque, de repente, quería estar con aquel hombre más de lo que había querido nada en toda su vida.
Salvo Broadway, con lo que había soñado desde siempre.
Ethan Devereux acababa de convertirse en lo segundo más importante.
Merida intentó ordenar sus pensamientos para responder a la pregunta.
–Yo creo que unos dieciocho meses.
–¿Y si la quisiera antes?
–Si se concentrasen en una sola pieza, tal vez un año…
–¿Y si la quisiera antes de un año? –insistió él.
–Me temo que se tarda mucho tiempo en hacer estas alfombras. Hace falta paciencia.
Reece nunca le perdonaría que no hubiese prometido una cantidad ilimitada de artesanos para complacer a aquel hombre, pero no hablaban de alfombras. Estaba completamente segura.
Y él también.
–No tengo paciencia –dijo Ethan con cierta brusquedad. Ahora sabía por qué no la había invitado a cenar.
Porque solo sería una cena. Y luego otra cena. No, él no tenía paciencia para eso, de modo que, en lugar de insistir, decidió despedirse.
–En fin, gracias por la visita. Ha sido muy interesante.
Inesperadamente interesante.
Merida lo acompañó a la puerta y sonrió mientras estrechaba su mano. Podía sentir sus dedos, largos y fuertes, cerrándose sobre los suyos y respiró por la boca, en lugar de por la nariz, porque el aroma masculino hacía que quisiera acercarse un poco más.
–Encantada de conocerte, Ethan –le dijo, conteniéndose para no ponerse de puntillas y darle un beso.
¿Qué le pasaba?
–Lo mismo digo.
–Gracias por venir –agregó, cuando lo que quería era gritar: «vete, vete, vete».
Él no volvió a darle las gracias. Y tampoco le dio las buenas noches. Sencillamente, se marchó.
Dejando una vorágine dentro de ella.
Vio al chófer abrirle la puerta del coche y, mientras desaparecía en el interior, Merida respiró de nuevo.
El diablo había salido del edificio.
EL CONDUCTOR lo llevó a la puerta trasera del hospital para que nadie lo viese entrar.
Nadie debía conocer la noticia.
Al día siguiente, Jobe Devereux iba a sufrir una operación sin gran importancia, pero eso podría ser suficiente para asustar a los accionistas.
Su ayudante, Helene, le había indicado cómo llegar a la habitación y tomó el ascensor del ala privada del hospital.
Jobe Devereux podría estar en su despacho, pensó cuando entró en la habitación. Abe estaba allí y también Maurice, el director de Relaciones Publicas.
–¡Ethan! –exclamó su padre, sentado en un sillón de piel–. ¿Qué puedo hacer por ti?
¿Qué podía hacer por él?
No era una bienvenida, y tampoco una invitación para sentarse. Su relación siempre había sido tensa, tal vez porque se parecían mucho y no solo físicamente.
–He venido a verte –respondió Ethan–. Y para ver si necesitabas algo.
–No es nada. El lunes estaré de vuelta en la oficina.
–¿Qué tal en Dubái? –le preguntó Abe–. ¿Has visto el emplazamiento del hotel?
–Sí, pero estaba pensando… –Ethan no terminó la frase. Estaba más interesado en el potencial de Al-Zahan, pero decidió que no era el momento para hablar de ello–. Helene está redactando un informe.
–Muy bien –asintió su hermano–. Maurice y yo nos vamos a cenar, ¿vienes?
–No, gracias. Ya he cenado.
En realidad, solo había comido algo en el avión horas antes, pero no estaba de humor para hablar de negocios.
Cuando se quedó a solas con su padre se sintió incómodo. Aunque podía parecer un elegante despacho o una habitación de hotel, el equipamiento médico y el olor a antiséptico en el aire dejaban claro que era un hospital.
–¿Dónde está Chantelle?
Ethan no solía preguntar por las amantes de su padre, pero cinco minutos después de llegar ya no tenían nada que contarse.
–Hemos roto.
–¿Cuándo?
–¿Te pregunto yo por tu vida amorosa? –replicó Jobe.
–No, porque no la tengo –respondió Ethan.
Tenía una vida sexual y estaba decidido a que siguiera siendo así porque había visto el daño que causaban las relaciones sentimentales. La historia marital de su padre podría compararse con la de Enrique VIII. Bueno, sin las decapitaciones y con el hecho añadido de que ninguno de los matrimonios de Jobe había sobrevivido.
Pero había habido muchos divorcios. Y su madre había muerto.
Ethan nunca lo perdonaría por eso. No por su muerte sino por las circunstancias de su muerte.
Tenía cinco años cuando su madre murió, once cuando por fin decidió descubrir si los rumores sobre la aventura de su padre eran ciertos. Los periódicos de entonces hablaban de una gran discusión y decían que Elizabeth Devereux había salido de casa llorando en dirección al aeropuerto.
Ethan había mirado innumerables fotografías de la familia feliz que habían sido una vez y se había enfrentado con su padre.
–Lo tenías todo y te lo has cargado. Por eso se marchó Meghan –le espetó, antes de salir del estudio dando un portazo.
–¡Ethan, vuelve aquí!
–¡Vete al infierno! –gritó él, quitando una de las fotografías familiares que colgaban en la pared para tirársela a la cara–. Te odio por lo que has hecho.
Nunca volvieron a hablar del asunto. La fotografía había vuelto a adornar la pared y hasta aquel día seguía allí. Y ellos seguían sin hablar de ningún tema personal.
Pero ahora, dado que su padre iba a ser operado, Ethan lo intentó.
–Bueno, ¿qué va a pasar mañana?
Quería algún dato concreto, pero Jobe se negaba a dárselo.
–Solo es una operación sin importancia –respondió, encogiéndose de hombros–. Una exploración.
–¿Y no pueden hacerte un escáner o algo menos invasivo?
–¿Ahora eres un experto en Medicina?
–Solo digo que no entiendo por qué tienen que operarte si es algo sin importancia.
–De eso es de lo que nos vamos a enterar. Me llevarán al quirófano a las ocho de la mañana y estaré de vuelta aquí a las nueve. Yo quería quedarme en casa, pero el doctor Jacobs insistió en ingresarme esta noche.
–Porque si te hubieras quedado en casa te habrías saltado sus instrucciones de cenar algo ligero y no tomar alcohol.
–Cierto –admitió su padre–. Mira, si quieres hacer algo por mí puedes acudir a la gala de los Carmody.
La gala de los Carmody era un evento anual en el calendario de su padre desde siempre y que le pidiese que ocupara su sitio hizo que sintiera un escalofrío de aprensión, pero intentó disimular.
–Muy bien, de acuerdo.
–Tendrás que llevar una acompañante –dijo Jobe.
–No creo que eso sea un problema –respondió Ethan–. Vendré a verte mañana.
–No, no lo hagas. La maldita prensa se huele algo, estoy seguro.
–¿Qué se huele?
Unos ojos negros idénticos a los suyos se clavaron en él durante un segundo, pero Jobe no estaba dispuesto a abrirle su corazón a nadie.
–Haced vuestra vida normal. Le he pedido al cirujano que llame a alguno de mis chicos cuando salga del quirófano.
«Chicos».
Su padre seguía refiriéndose a Abe y a él como «chicos» cuando tenían treinta y treinta y cuatro años respectivamente. Pero no había afecto en ese término. De hecho, todo lo contrario.
Cuando salió de la habitación, Ethan giró a la derecha sin saber bien dónde iba…
Y se detuvo de golpe.
Porque había estado allí antes.
Miró hacia el final del pasillo y casi podía verse a sí mismo, un niño de cinco años con el uniforme del colegio, acompañado por Abe y por su niñera para visitar a su madre.
Para despedirse de ella.
Subió al ascensor intentando apartar de sí ese recuerdo, pero cuando salió al vestíbulo volvió a recordar. La prensa estaba esperando en la puerta, pero sus instrucciones aquel día eran distintas a las habituales: «no saludéis, no sonriáis. Mostraos tristes».
¿Quién les había dicho eso?, se preguntó mientras salía del hospital. ¿Quién demonios les había dicho cómo actuar, cómo reaccionar, el día que su madre murió?
Pero enseguida tuvo la respuesta: la nueva niñera.
Su chófer estaba esperando en la puerta, pero Ethan le hizo un gesto con la mano. Quería dar un paseo para librarse del olor del hospital.
De repente, veinticinco años después, estaba reviviendo la angustia que había sentido entonces.
El dolor y el sentimiento de culpa.
Porque no había echado de menos a su madre como pensaba todo el mundo.
Meghan.
Era a su niñera, Meghan, a quien echaba de menos.
La página web de la galería era una constante espina en el costado de Merida.
Clint debería haberla actualizado antes de irse a la feria de arte, pero no lo había hecho y, con Reece de viaje, Merida era la encargada de actualizar los horarios. No iría a la galería al día siguiente porque tenía una prueba para una serie de televisión y estaba increíblemente nerviosa. Tenía que conseguir ese papel. Aunque el teatro era su pasión, necesitaba créditos y, además, le encantaba la serie. Sería un gran empujón para su carrera y a saber qué puertas podría abrirle.
De modo que actualizó el horario de apertura y cierre y luego, en lugar de apagar el ordenador, no pudo resistir la tentación de buscar información sobre Ethan.
Dios, qué guapo era.
Esos ojos negros, ligeramente velados, taciturnos. No sonreía en ninguna foto, como si se negase a hacerlo.
Como se había negado a sonreírle a ella.
Merida se tomó la copa de champán, los blinis con caviar y las fresas recubiertas de chocolate que Ethan no había probado mientras se informaba sobre el hombre que tanto la intrigaba.
Reece había dicho la verdad, su fama de mujeriego estaba bien documentada. También el de su hermano mayor, Abe, aunque él parecía haber sentado la cabeza. En cuanto a su padre…
Al parecer, todos los Devereux tenían multitud de amantes a las que descartaban con gran facilidad.
Merida abrió uno de los artículos más recientes: Hace veinticinco años.
Había una fotografía de los Devereux con traje oscuro y corbata en lo que parecía un funeral. Merida leyó que, un cuarto de siglo antes, su madre había sufrido un accidente en el Caribe. La habían llevado a Nueva York, pero había muerto dos días después. Y hubo rumores y acusaciones contra su marido.
Merida volvió a llenar su copa mientras descubría que Jobe Devereux había tenido una aventura amorosa con la niñera, y que esa era la razón por la que Elizabeth se había ido al Caribe.
Enarcó una ceja mientras leía los jugosos cotilleos. Si había encontrado a su marido con la niñera debería haberlo echado de casa en lugar de irse ella.
Había fotografías de los dos hijos de Devereux, acompañados de su niñera, llegando al hospital para despedirse.
Qué horrible, pensó Merida. Tan concentrada estaba en la lectura que apenas levantó la cabeza cuando se abrió la puerta de la galería.
–Está cerrado –anunció.
Y luego giró la cabeza y se quería morir. Porque había pocas cosas más bochornosas que encontrarte con el objeto de tu deseo al mismo tiempo que estabas leyendo sobre él en el ordenador.
Había un botón de alarma bajo el mostrador y Merida sintió la tentación de pulsarlo. No porque se sintiese amenazada sino porque todas las células de su cuerpo se habían puesto en alerta.
–Hola –lo saludó, moviendo el ratón de forma frenética, y probablemente deshaciendo todos los cambios que había hecho en la página, para borrarlo de la pantalla–. ¿Has olvidado algo?
–Tú sabes que sí.
Merida tragó saliva, pensando que debería haber mirado alrededor para buscar unas llaves o cualquier cosa que pudiese obligarlo a volver, pero en el fondo sabía lo que estaba a punto de preguntar.
Y él no la decepcionó.
–¿Cenamos juntos?
Había muchas razones por las que debería rechazar la invitación. Estaba advertida sobre su reputación y no solo por la prensa, sino por Reece. Y el vello que se había puesto de punta en sus brazos debería ser otra razón para declinar la oferta.
Sin embargo, ese escalofrío no era solo de nervios. Él la hacía consciente de su cuerpo. Sin decir una palabra, Ethan Devereux le recordaba que no llevaba sujetador porque, de repente, sus pechos parecían hinchados y pesados. Ethan Devereux, sin decir una palabra, hacía que desease soltarse el pelo y decir que sí. A todo.
–Antes tengo que cerrar.
–Sí, claro.
Merida sintió que se le doblaban las piernas mientras bajaba del taburete. Todo lo que hacía le parecía nuevo y poco familiar. Desde respirar a caminar.
–Tengo que cambiarme de ropa.
–Muy bien.
En la sala de empleados, Merida se preguntó si a Gemma le importaría que se llevase el vestido y el collar de perlas a la cena. En fin, cualquier mujer lo entendería, ¿no?
Nerviosa, se atusó la coleta y volvió a pintarse los labios. Guardó la falda, el jersey y las botas en una bolsa y se puso la gabardina. Cuando salió, él estaba mirando su móvil.
–Tengo que cerrar.
–Muy bien. Te espero fuera –murmuró Ethan, sin dejar de mirar el móvil.
Merida apagó el ordenador y las luces, activó el código de la alarma y echó el cierre con diligencia. Cuando la galería estuvo segura, salió a la calle… y allí estaba.
Se quedó mirando al hombre más apuesto que había visto en toda su vida, apoyado en la pared de la más hermosa calle de Nueva York, deseando tener un código para proteger su corazón.
Ethan se apartó de la pared para acercarse a ella, los largos faldones de su abrigo aleteando con el viento.
–Hay algo más que había olvidado –le dijo.
–¿Qué?
Merida tardó un segundo en entender a qué se refería. No solo estaba invitándola a cenar. Ethan había olvidado darle un beso.
Bajo un cielo que parecía pintado de un tono rosa oscuro, era el marco perfecto para una fotografía y Merida querría capturar la luz del atardecer, el amarillo de los taxis, cómo era el mundo un segundo antes de que la besara. Porque iba a besarla y ese momento quedaría sellado en su memoria para siempre.
Ethan tomó su cara entre las manos, mirándola fijamente. En sus ojos negros había una profundidad, una complejidad que la emocionó.
Era perfecto.
Y también lo fue el beso.
Sus labios eran firmes, pero con trazas de ternura. Quería mantener los ojos abiertos para capturar cada segundo, pero no pudo hacerlo porque el beso era tan exquisito que sus ojos se cerraron por voluntad propia para disfrutar de ese momento mágico.
Ethan tiró de ella y Merida se sintió envuelta en el calor de sus brazos. Se sentía mareada, pero segura a su lado, sus sentidos inflamados por el sutil aroma de la colonia masculina.
Le devolvió el beso con el ardor que había faltado en todos los demás besos y luego, cruel pero necesariamente, antes de que la caricia se volviese indecente, Ethan se apartó.
Su cita había empezado con un beso.
BUENAS noches, señor Devereux –lo saludó el portero–. Buenas noches, señorita.
Estaban en el suntuoso vestíbulo de un lujoso hotel que alojaba uno de los mejores restaurantes de Nueva York. Ethan era recibido en todas partes por su nombre y, claramente, ese nombre no exigía una reserva previa.
Alguien se llevó su gabardina y su bolsa y el maître los acompañó a su mesa.
El restaurante era fabuloso, con la elegancia del viejo Nueva York, música suave y una pista de baile. A pesar de los candelabros y la enorme lámpara de araña que brillaba sobre la pista, la iluminación era lo bastante tenue como para sentirse envueltos en un capullo de intimidad.
Merida intentó respirar mientras el maître servía dos copas de champán, intentando creer que estaba en un escenario porque era más fácil que la realidad de estar sentada en aquel sitio, frente a Ethan Devereux.
Lo primero que hizo él fue apagar el móvil y ese pequeño gesto le dijo que no serían interrumpidos.
–Bueno, aquí estamos –dijo luego, levantando su copa–. Me alegro de estar aquí otra vez.
–¿Otra vez? ¿Vienes mucho por aquí?
–Me refería a Nueva York. Llevo varias semanas fuera.
–¿De vacaciones?
–No, trabajando –respondió Ethan. Siempre estaba trabajando.
La comida era deliciosa, pero no fueron los canapés lo que mató su apetito sino la abrumadora presencia masculina.
Merida pidió ravioli con mantequilla y salvia y Ethan un bistec. El camarero no le preguntó cómo lo quería porque ya debía saberlo.
–Así que llevas casi un año en la galería –comentó él entonces.
–Diez meses –dijo Merida–. Pero solo trabajo a tiempo parcial. En realidad, soy actriz.
Ethan la miró guiñando un poco los ojos. Había salido con muchas actrices y, en general, no se fiaba de ellas porque la mayoría solo querían engancharse a él para aprovechar sus quince minutos de fama cuando todo terminase.
Como ocurría de forma inevitable.
–Es lo que siempre he querido ser –admitió Merida–. En casa no estaba consiguiendo nada, así que decidí probar suerte en Nueva York.
–¿Tu casa está en Inglaterra?
–Sí, en Londres. Aunque, como dice mi padre, si no pude conseguir trabajo en Londres, Nueva York no tiene por qué ser diferente. En fin, es un sueño. Ahora mismo tengo un pequeño papel en una obrita…
–¿Cómo se llama?
–No la conoces, es un teatro muy pequeño.
–¿Qué papel interpretas?
–Flecha –respondió Merida–. Soy una flecha, pero nunca alcanzo mi objetivo.
–¿Y vas vestida como una flecha?
–No, voy vestida de negro de los pies a la cabeza. Llevo unos leotardos negros y una peluca negra larga.
–Pues yo creo que se han perdido una buena oportunidad. Una flecha roja sería más contundente.
–La protagonista lleva una peluca roja –Merida sonrió–. La flecha es más bien como su sombra. Es un papel pequeño.
–Pero importante –dijo Ethan–. Aunque, por supuesto, puede que yo sea parcial.
A Merida le tembló un poco la mano mientras tomaba un sorbo de agua. Era tan discreto, tan parco en palabras que la sugerencia de parcialidad hacia ella la dejó sorprendida.
Ethan solo la miraba a ella, dejando claro que no quería estar en ningún otro sitio, pensó Merida cuando llegó el primer plato. No tenía la sensación de que estuviera a punto de irse, como solían hacer sus padres cuando llamaba. Reece también. Y no miraba por encima del hombro para ver si había alguien más interesante a quien contemplar, como hacían sus compañeros de profesión.
–¿Echas de menos a tu familia?
–A veces –Merida sonrió de nuevo–. Mis padres están divorciados y los dos han vuelto a casarse.
No dijo nada más, pero a Ethan le gustaría que lo hiciese. Era raro que quisiera saber algo más sobre una mujer con la que pronto iba a acostarse.
Porque esa era su intención.
Había tomado esa decisión cuando despidió a su conductor y volvió andando a la galería.
Era preciosa, pensó. Nada que ver con las sofisticadas bellezas con las que solía salir. La salvaje melena pelirroja y esos labios carnosos lo tenían tan fascinado como sus seductores ojos verdes. Sí, quería saber más cosas sobre ella, pero también le gustaría poder hablar de sus problemas como haría cualquiera que estuviese preocupado por un ser querido.
Pero ese tipo de conversación estaba prohibido cuando eras un Devereux, de modo que habló del pasado, de cosas que eran conocidas por todos.
–Yo tengo cierta experiencia con los divorcios. Mi padre ha estado casado cuatro veces, una vez antes de mi madre y dos después.
–¿Y sigues viendo a todas tus madrastras?
–No, por favor –respondió él, fingiendo un escalofrío–. Aparte de su matrimonio con mi madre, el resto fueron muy cortos.
–Así que no tenías una relación muy estrecha con ellas.
–No, en absoluto. No creo que ninguno de ellos fuese un matrimonio por amor. Esas mujeres buscaban estabilidad económica y lo comprendo. Mi padre solo quería una esposa a la que llevar del brazo cuando tenía que acudir a un evento. Nunca estaba en casa.
–¿Entonces quién te crio?
–Niñeras draconianas –respondió Ethan. Y luego hizo una pausa, percatándose de que había contado más de lo que solía contar–. ¿Cuántos años tenías cuando tus padres se divorciaron?
–Diez años cuando rompieron… y luego pasaron los siguientes dos años peleándose por conseguir mi custodia. Yo creo que ninguno de los dos estaba interesado, pero no querían que el otro ganase la batalla.