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Bajo los cerezos en flor Jennie Lucas Su embarazo despertó en él un implacable deseo de asegurar lo que era suyo. La heredera engañada Dani Wade Él tenía motivos ocultos… pero ella no lo sabía.
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Bajo los cerezos en flor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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La heredera engañada
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 198 - mayo 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-449-5
Conversión ebook: Safekat, S. L.
NUBES rosas se deslizaban entre modernos rascacielos, mientras el sol salía en Tokio. Abril acababa de comenzar, y capullos rosas y blancos cubrían los cerezos como dulces besos.
Pero Hana Everly apenas se daba cuenta. Miraba por la ventanilla del Rolls Royce con el corazón desbocado y la piel sudorosa.
–Y busca a un ama de llaves para el ático de Nueva York, para sustituir a la señora Stone…
Oyó la voz de su jefe, sentado a su lado en la parte de atrás del coche, mientras le enumeraba la lista de cosas que debía hacer inmediatamente. Hana movió el bolígrafo sin fuerza, pero apenas registró sus palabras. Se estremeció.
No podía estar embarazada.
No podía ser.
Habían tenido cuidado. Y su jefe le había dejado muy claras las normas. Mientras sus labios, sensuales y calientes, la besaban, había murmurado: «Solo una noche. No va a haber ni idilio ni boda. Ni consecuencias. Mañana volverás a ser mi secretaria, y yo tu jefe. ¿Estás de acuerdo?».
Era un pacto con el diablo, pero ella había accedido.
En aquel momento, hubiera accedido a cualquier cosa. Él la había tumbado en la cama y ella experimentaba por primera vez aquella embriagadora sensualidad. Pero ni siquiera aquellas palabras habían bastado. Él la había mirado, con sus negros ojos fríos, incluso crueles.
«Debes marcharte antes del amanecer, Hana, y ninguno de los dos volverá a hablar de esto, ni siquiera entre nosotros».
Ella había asentido, perdida en un mar de placer, y Antonio había vuelto a besarla ardientemente.
Hana pensaba que sabía lo que hacía. Con veintiséis años, podía tener relaciones sexuales sin buscar un compromiso, porque Antonio Delacruz no podía ser su novio. Era su jefe, un despiadado multimillonario, consejero delegado de la compañía aérea de mayor crecimiento mundial. La razón de que CrossWorld Airways aplastara a sus competidores era que Antonio no se detenía ante nada con tal de conseguir lo que deseaba.
Pero no había sido él quien había cruzado la línea.
Ella lo había besado primero. Aún no se lo podía creer. Él se la había encontrado llorando una noche, en su palacio de Madrid, y la había abrazado para consolarla.
Y el deseo que Hana llevaba reprimiendo dos años estalló. Se puso de puntillas y lo besó entre lágrimas. Fue apenas un roce. Y aterrorizada ante su atrevimiento, comenzó a apartarse.
Pero él la detuvo y la atrajo hacia sí.
Hana llevaba dos meses intentando no recordar esa noche en Madrid, adoptar una actitud moderna al respecto y olvidar, como era evidente que Antonio había hecho.
Sin embargo, su cuerpo no se lo permitía. La noche de apasionado placer entre ella y su guapo, arrogante y rico jefe viviría con ella para siempre. Porque iba a tener un hijo de él.
Mientras el coche se dirigía hacia el norte de Tokio, Hana se llevó la mano a la mejilla. Estaba mareada a causa de las náuseas matinales y el miedo. Su hijo crecería sin padre o, peor aún, con un mal padre. Porque Antonio Delacruz no se había hecho rico preocupándose por los demás, sino siendo despiadado. No tenía familia y, en los dos años que llevaba trabajando para él, su relación sentimental más larga le había durado seis semanas.
Se le hizo un nudo en la garganta. No era así como se había imaginado que tendría un hijo. Pensaba casarse, establecerse y, después, quedarse embarazada.
Aquello había sido una equivocación. Ni siquiera tenía un hogar. No quería criar a su hijo como la habían criado sus padres, siempre viajando, sin quedarse nunca en ningún sitio el tiempo suficiente para echar raíces, marchándose cuando ella comenzaba a tener amigos.
No debería haberse acostado con Antonio, por muy increíble que hubiera resultado hacerlo. Debería haber esperado a tener una verdadera relación, un compromiso. No debería haber buscado consuelo en los brazos de Antonio y poner su futuro, y el de su hijo no nacido, en sus manos.
–¿Hana? ¿Eh? –la voz de su jefe sonó a su lado en el Rolls Royce.
–Sí –contestó ella, atontada, mirando sus notas–. Quiere el análisis de la expansión en Australia, las cuentas de la oficina de Berlín, contratar a una nueva ama de llaves en Nueva York y organizar la fiesta de Londres.
Él la miró durante unos segundos y ella se estremeció de miedo. Pero ni siquiera Antonio Delacruz, el temible multimillonario de misterioso pasado que había construido un imperio económico de la nada, sabía adivinar el pensamiento.
–Muy bien –dijo él de mala gana. Volvió a mirar la pantalla del portátil–. Y ponte en contacto con el arquitecto de la nueva sala de espera de primera clase de Heathrow.
Mientras el chófer los llevaba al distrito Marunouchi, ella luchó contra la desesperación que la invadía. Desde su infancia, había estado varias veces en Tokio. Le encantaba la ciudad. Allí había nacido su abuela, que después emigró a Estados Unidos. Ren, su mejor amigo, vivía allí, y la estación de los cerezos en flor era la más hermosa del año.
Pero ni los rascacielos ni los cerezos le levantaron el ánimo. Sentía pánico.
«No va a haber ni idilio ni boda. Ni consecuencias. Ninguno de los dos volverá a hablar de esto, ni siquiera entre nosotros. ¿Estás de acuerdo?».
No se había imaginado que una noche juntos llevara a un embarazo. ¿Qué hacer? ¿Contárselo a él?
Se había enterado de que estaba embarazada solo unas horas antes, al hacerse la prueba en el jet privado que habían tomado en Madrid. Pero ya le parecía que el niño era real. Se llevó la mano al vientre. «Un bebé».
–¿Qué te pasa, Hana? ¿Por qué estás tan distraída?
Ella miró al guapo español sentado a su lado.
–Antonio, te tengo que contar una cosa.
El chófer y Ramón García, el guardaespaldas que solía viajar con Antonio, se miraron en el asiento delantero. Ninguno de los empleados del señor Delacruz se atrevería a llamarlo por su nombre de pila. Salvo la noche que habían pasado en la cama, ella tampoco se había tomado esa libertad, al menos en voz alta.
Él la miró con frialdad.
–¿Sí, señorita Everly?
Su voz ronca la puso en su sitio, al recordarle, como si ella lo necesitara, que solo era su empleada.
Se hallaban cerca del distrito Marunouchi, donde acudirían a una importante reunión negociadora. Antonio y ella, junto al resto del equipo de Tokio, llevaban dos meses preparándose. Antonio estaba obsesionado con negociar un código compartido con Iyokian Airways, una importante compañía regional, que le abriría rutas a Tokio y Osaka.
Tal vez debería dejar lo del bebé para más tarde.
Tal vez no debería contárselo.
Pero, aunque los rechazara a ella y al bebé, ¿no tenía derecho a saberlo? ¿No se merecía el bebé la oportunidad de tener un padre?
–Tengo que decirle algo –susurró. Miró con inquietud a los dos hombres sentados delante, que fingían no oírla–. Sobre… esa noche.
Él le dirigió una mirada gélida.
–¿De qué noche me habla?
¿De verdad no se acordaba? Su hermoso rostro tenía una expresión tan arrogante y fría que ella estuvo a punto de preguntarse si la noche en que había perdido la virginidad había sido una pesadilla.
Alzó la barbilla y dijo claramente:
–La noche que pasamos juntos en Madrid, hace dos meses.
Los hombres del asiento delantero se miraron con los ojos como platos. Antonio apretó el botón para cerrar la mampara de seguridad entre las partes delantera y trasera del vehículo. Después se volvió hacia ella con brusquedad.
–Me prometió que no hablaría de ella.
–Lo sé, pero…
–No hay peros que valgan. Me dio su palabra.
–Tengo un buen motivo.
–Me lo imagino. Borre esa noche de su cerebro, señorita Everly. No sucedió.
–Pero…
El coche se detuvo frente a un rascacielos y un portero le abrió la puerta a Antonio.
–No sucedió –repitió él y, sin molestarse en mirarla, bajó del coche.
Ella se echó el bolso al hombro y desmontó detrás de él. El corazón le latía deprisa. Sostuvo el bloc de notas y el portafolios con fuerza contra el pecho, como si pudieran protegerla.
–Bienvenido, señor –Emika Ito, la directora del equipo de Tokio los saludó con una respetuosa inclinación de cabeza. Era guapa y elegante. Sonrió a Hana, que intentó devolverle la sonrisa–. Todo a punto, señor.
Hana miró el edificio. En el vestíbulo vio al resto del equipo, que esperaba su llegada para subir a la nueva oficina, que ocupaba las tres primeras plantas.
–Gracias, señorita Ito.
La mujer se dirigió al vestíbulo dejando solos a Antonio y Hana, con el guardaespaldas a una prudente distancia.
–Entonces, ¿está de acuerdo? –preguntó él–. ¿Lo va a olvidar?
Hana notó la brisa en sus calientes mejillas. No podía decírselo. Asentiría y entraría en el edifico para ser la secretaria que necesitaba durante una importante reunión. Después, dejaría su puesto y desaparecería. Inclinó la cabeza.
–Muy bien –dijo él mientras se volvía hacia la puerta.
Ella intentó seguirle y no hablar.
Pero el corazón se lo impidió.
–Estoy embarazada, Antonio –le espetó.
¿Embarazada?
Antonio Delacruz se quedó inmóvil, convencido de que había oído mal.
Se volvió lentamente.
–¿Cómo?
–Ya me has oído.
–¿Bromeas?
–No es broma. Estoy embarazada.
Antonio se dijo que no sentía nada, que no podía experimentar la oleada de emoción que lo rodeaba como un depredador buscando una grieta en su armadura para invadirlo y destruirle el corazón.
Ella se había acostado con otro hombre.
Golpeó el techo del coche con más fuerza de la necesaria y el chófer se alejó. Se obligó a relajar los hombros, antes de decir:
–Creí que tenías más sentido común.
Las cejas de Hana se enarcaron sobre sus ojos castaños.
–¿Qué?
Él se preguntó quién podría ser el padre. Era virgen cuando… Suprimió ese pensamiento de inmediato. Pero debía de haber encontrado un nuevo amante justo después.
¿Esa misma semana?
¿Esa misma noche?
Para Hana sería fácil. Cualquier hombre la desearía. Sin querer, recorrió su figura con la mirada. Hana Everly era la mujer más hermosa que conocía, aunque llevaba dos años fingiendo que no lo era e intentando pensar en ella únicamente como su secretaria.
Su belleza era esquiva e indefinible. Todas las características de su herencia americana se combinaban con exquisita gracia. Él le había preguntado por sus antepasados.
«Soy americana. Mi familia procede de muchos sitios: Inglaterra, Irlanda, Brasil y Japón. ¿Y la suya?».
«Soy español», había respondido él, lo cual, probablemente, era verdad, aunque no estaba seguro.
Ahora, Hana lo miró. Tenía ojos castaños, labios carnosos, rostro ovalado y el cabello recogido en una cola de caballo. Llevaba un elegante y femenino traje de chaqueta blanco, sencillo y discreto, como correspondía a la secretaria de un multimillonario, para no llamar la atención.
Sin embargo, Hana siempre la llamaba. Incluso en aquel momento, en Tokio, los hombres pasaban por la calle y la miraban. Parecía tan inalcanzable como una estrella.
Era lo que él había creído…
–¿Es lo único que tienes que decirme? –preguntó Hana en voz dura y baja, con una expresión en que se mezclaban la ira y el dolor–. ¿Que creías que tendría más sentido común?
–Me has decepcionado.
–Te he decepcionado.
Él confiaba en ella, creía en ella. Y ahora estaba embarazada de otro hombre, y dejaría el trabajo para estar con él y criar a su hijo. Esa debía de ser la causa de la emoción que sentía, que lo impedía respirar. Hana era la mejor secretaria que había tenido e iba a perderla.
¿Cómo había conseguido ocultarle su relación amorosa? Habían trabajado juntos día y noche en Madrid y en todo el mundo, preparándose para negociar aquel acuerdo. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tenía un amante?
Antonio valoraba su trabajo de secretaria, por lo que, a pesar de la atracción que sentía hacia ella, había mantenido con ella una relación exclusivamente profesional, hasta aquella noche, en Madrid, en que la había encontrado llorando por razones que no quiso explicarle. Intentó consolarla cuando, como si fuera un milagro, ella se puso de puntillas y lo besó en los labios.
Ese beso…
Antonio apartó el recuerdo y enterró sus sentimientos con el resto de las cosas que no quería recordar.
Muy bien, ella se marcharía. Había sido una buena secretaria. Él intentaría alegrarse por ella. Al fin y al cabo, había dejado claro que quería el cuento de hadas doméstico completo: esposo, hijos y una casa. La despediría con un cheque por una cantidad lo bastante grande para pagar la universidad de sus hijos. Se lo merecía.
Y él seguiría adelante. Y, sobre todo, se aseguraría de no preguntarle…
–¿Quién es el padre? –se oyó decir, como si el cerebro ya no le controlara la boca.
Ella lo miró con incredulidad.
–¿Bromeas? ¡Sabes muy bien quién es!
–¿Ah, sí? –frunció el ceño–. En realidad, estoy asombrado. ¿Cómo te las apañabas para escabullirte y tener una relación amorosa, si trabajábamos veinte horas diarias? ¿Ese hombre trabaja para mí? ¿Es jardinero?, ¿chófer?
El rostro de Hana se enfureció.
–Ya basta, Antonio.
Él la miró, desconcertado por su enfado. Hana nunca se mostraba furiosa, sino paciente, amable y comprensiva. Era la persona más amable que conocía.
–¿Por qué estás enfadada?
–¡Porque eres tú, idiota! ¡Tú eres el padre!
Antonio notó el impacto de sus palabras en el cuerpo, antes de que el cerebro las comprendiera. Las recibió como un golpe.
–¿Qué?
–¡Por supuesto que eres tú!
Él extendió instintivamente la mano para agarrarse a una columna del edificio. Le temblaban las piernas.
–¿De verdad crees que me iba a acostar con otro después de haber estado juntos? Yo no puedo salir de una relación y entrar en otra tan deprisa, aunque tú sí puedas.
Si hubiera sido capaz de olvidarla… Si no significara nada para él…
Comenzaron a caer unas gotas y él notó una en la mejilla. Miró a Hana. Se sentía traicionado.
–Me encuentro mal desde el mes pasado. Creí que la regla se me había retrasado, debido al exceso de trabajo, al estrés y a la falta de sueño, pero… Me compré una prueba de embarazo en Madrid y, me la hice en el avión, justo antes de aterrizar. Estoy embarazada. Sé que no te interesa ni el matrimonio ni los hijos. Esto también ha sido una sorpresa para mí. Utilizamos preservativo, por lo que no debería haber pasado. Pero creía que tenías derecho a saber…
–Basta. No digas nada más.
–¿He hecho mal en decírtelo? –tenía los ojos empañados de lágrimas que parecían genuinas. Él las despreció, al igual que la despreciaba a ella. Y, sobre todo, se despreciaba a sí mismo por haber bajado la guardia, por pensar que ella era distinta, que podía confiar en ella como no había confiado en nadie.
Y, mientras, ella se estaba acostando con otro. Y ahora le mentía.
Eso suponiendo que estuviera embarazada de verdad, porque era posible que también fuera mentira.
De cualquier modo, ella debía haberlo planeado desde que comenzó a trabajar para él. Le había tendido una trampa para quedarse con parte de su fortuna. Y era probable que lo hubiera conseguido, salvo por un hecho decisivo que no conocía.
No podía haberla dejado embarazada. Era físicamente imposible.
–Ya no necesito sus servicios, señorita Everly –dijo abruptamente mientras le quitaba el portafolios y el bloc.
–¿Me estás despidiendo?
–Se le pagará una indemnización, como estipula su contrato. Pero quiero que se vaya.
–Pero, ¿por qué?
–Lo sabe perfectamente.
–¿Porque voy a tener un hijo tuyo?
–Porque me ha mentido –respondió él con dureza–. Ha intentado tenderme una trampa. Adiós, señorita Everly.
Antonio dio media vuelta y entró en el edificio, seguido del guardaespaldas, donde lo esperaba el equipo para negociar un acuerdo con Iyokan Airways. La dejó en la acera, tiritando de frío. Y no se volvió a mirarla.
EN ESTADO de shock, Hana observó que Antonio le daba la espalda con desprecio y la dejaba abandonada en una calle de Tokio.
Pero no solo la había abandonado. La había despedido.
Le había arrebatado su virginidad, le había cambiado la vida para siempre y, para colmo, la echaba de un trabajo que le encantaba.
Oyó un trueno y notó el aire frío. Elevó la vista al cielo gris mientras la llovizna se transformaba en lluvia.
Hana sabía que Antonio no reaccionaría como el héroe de una película romántica y la besaría, lleno de alegría, al recibir la noticia de su embarazo. Sin embargo, no se imaginaba que se fuera a comportar como un canalla.
Temblando, se secó las lágrimas. ¿Por qué estaba tan sorprendida? Como secretaria suya, había visto lo despiadado que podía ser, especialmente con sus amantes, de las que se aburría y cansaba en un plazo máximo de unas semanas, cuando no la misma noche.
A Hana la asombraban esas mujeres estúpidas que se interesaban por él, cada una de las cuales pensaba, por increíble que pareciera, que acabaría domando al indomable playboy. Las compadecía.
No obstante, era injusto decir que Antonio se portaba así solo con las mujeres. Trataba mal a toda el mundo, hombres y mujeres, pero, con ellos, su crueldad se manifestaba apoderándose de sus negocios… y de sus novias.
Hana había creído que era especial. Llevaba dos años trabajando para él, a veces doce horas diarias, siete días a la semana. Él la inspiraba, la desafiaba. Él éxito de él era el suyo.
Creía que eran una especie de socios, si no amigos. Pero ahora se daba cuenta de lo poco especial que era.
«Ha intentado tenderme una trampa. Adiós señorita Everly».
La gente la miraba al pasar. Todo el mundo llevaba paraguas. Probablemente pareciera una idiota, allí de pie, con la boca aún abierta. Así se sentía.
Por culpa de Antonio. No, eso era injusto. Por culpa de ella.
Pero no se podía imaginar que la despediría por estar embarazada. Consideraba que, en el fondo, era un hombre honorable, que, con independencia de como hubiera tratado al resto de sus amantes, no se comportaría así con ella.
Y ella, que se preciaba de ser una mujer práctica e inteligente, había hecho el más completo de los ridículos.
La lluvia, no las lágrimas desde luego, le empañó la vista al mirarse el traje blanco, pegado ahora a la piel.
Le había dedicado su vida, había sido sincera con él, a pesar de su miedo, ¿y así se lo pagaba?
La había insultado. La había despedido y, peor aún, había rechazado a su propio hijo.
Notó que en su interior crecía una fría cólera que no dejaba sitio a nada más.
Ella y el niño estaban solos.
Alzó la barbilla. Muy bien. No lo necesitaban. ¡Estaban mejor sin aquel imbécil sin corazón!
Por desgracia, su maleta seguía en el Rolls Royce que los había llevado hasta allí desde el aeropuerto. Lo único que tenía en el bolso era el pasaporte, las tarjetas de crédito y algo de dinero en efectivo. Pero estaba en Tokio, lo que implicaba que tenía algo más: a Ren.
Era su mejor amigo, a la que solo veía unas cuantas veces al año.
Hizo señas a un taxi. Cuando se le acercó, vio que el conductor vacilaba al mirarla bajo la lluvia, temiendo que le mojara la tapicería. Finalmente, suspiró y detuvo el vehículo.
–Sumisamen –dijo ella tragándose el nudo que tenía en la garganta. Le dio la dirección y se puso a mirar por la ventanilla. Ren Tanaka. Era una suerte que le hubieran partido el corazón en la misma ciudad en que vivía su mejor amigo.
Eran amigos de la infancia y se escribían mientras ella viajaba por el mundo con sus padres. Era el único amigo con el que había mantenido el contacto. Ella era hija única, ahora huérfana, ya que sus padres y abuelos habían muerto. En sus frecuentes conversaciones online, Ren se había convertido en su familia.
Al recordar la última vez que lo había visto, unos meses antes, en una breve visita a Tokio por negocios, se inquietó. Él se había comportado de forma extraña, no por lo que decía, sino por cómo la miraba. La había puesto nerviosa.
¿Era posible, que, tras tantos años de amistad, a Ren se le hubiera ocurrido pensar que estaba enamorado de ella?
De ningún modo, se dijo. Era su querido amigo, como siempre. Y la ayudaría. Trató de imaginarse lo que diría cuando se enterara de que estaba embarazada y de que su jefe la había abandonado y despedido. A Ren, Antonio le caía muy mal, aunque no se conocían. Este ni siquiera conocía la existencia de su amigo.
Cuando, en Harajuku, el taxi tomó la calle donde Ren dirigía el hotel de su familia, Hana respiró hondo. No lloraría por Antonio, no se lo merecía. Había demostrado que no era digno de ella ni del bebé.
Se centraría únicamente en el futuro. Se olvidaría de Antonio Delacruz y no volvería a pensar en él.
Pero volvió a oír la sensual voz de Antonio en la calurosa noche española.
«No habrá idilio ni boda. Ni consecuencias».
Y, pese a estar resuelta a no sentir nada, soltó un sollozo y volvió a odiarlo con nuevas lágrimas.
«¡Mentiroso!».
–¿Posible? –farfulló Antonio, atónito–. ¿Cómo que es posible?
–Se lo acabo de decir –el médico lo miró con gravedad–. Le hemos hecho la prueba, como nos pidió, y los resultados son concluyentes.
Menos mal que Antonio estaba sentado, porque la noticia le había producido náuseas y mareo.
–No lo entiendo –tartamudeó–. Ya le dije que me hicieron una vasectomía hace dieciocho años, en un famoso hospital…
–Sí, pero parece que su cuerpo se ha repuesto por sí mismo.
Antonio lo miró en estado de shock.
A pesar de sus esfuerzos, había estado toda la mañana pensando en las mentiras de Hana, que había fingido estar embarazada de él, en un claro intento de conseguir dinero o una proposición matrimonial. Había intentado eliminar la idea de que lo había traicionado y la consiguiente ira, para centrarse en los detalles de la negociación con la compañía aérea japonesa.
La reunión había sido un desastre. No había podido encontrar los documentos adecuados en el portafolios ni hallar los puntos sobre los que tenía previsto hablar con sus abogados antes de hacer una oferta a Iyokian Airways. Hana era la encargada de resolverle los problemas.
Y ahora estaba solo. Lo había abandonado y traicionado.
La ira había ido creciendo en su interior hasta hacerlo explotar. Furioso, había dado un manotazo a los papeles en la sala de conferencias del último piso del rascacielos.
–Fijad otra fecha para la reunión –dijo antes de marcharse, sabiendo que su equipo se estaría preguntando si estaba borracho, había perdido el juicio o el valor. Sus rivales se aprovecharían de su debilidad. Él siempre atacaba a sus adversarios más débiles. Y no sabía lo que era estar en el otro lado desde que era joven, cuando estaba solo y se sentía impotente.
Apartó ese pensamiento. Aquello era culpa de Hana. No debería haberse acostado con ella. El éxito de la empresa era más importante que sus deseos sexuales. CrossWorld Airways era lo único que le importaba. La compañía era su familia, su amante, su religión y lo que daba sentido a su vida.
Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué, cuando ella lo había besado esa noche en Madrid, no había podido resistirse?
Hana era hermosa, desde luego, pero había algo más. Era diferente, puro fuego.
La había deseado entonces, y lo seguía haciendo.
Pero le había tendido una trampa, tomándolo por estúpido y atrayéndolo con su inocente belleza y su aparentemente buen corazón, para seducirlo y afirmar que estaba embarazada. Le resultaba increíble que lo hubiera engañado por completo.
Pero el problema era que todo el asunto resultaba difícil de creer.
Y, durante la reunión, cuanto más pensaba en ello, más distraído estaba, obsesionado por una pregunta:
¿Cómo era posible que todo lo referente a Hana fuera mentira?
Llevaban dos años trabajando juntos y había sido leal, sincera y muy trabajadora. ¿Cómo podía alguien fingir tan bien durante tanto tiempo?
Antonio no lo entendía.
Al marcharse furioso de la reunión, había concertado una cita con el mejor experto en fertilidad de la ciudad, para convencerse de una vez por todas que Hana era una mentirosa. Él no había hecho nada malo: era la víctima.
Y ahora aquello.
Había ido a la clínica buscando una confirmación y se encontraba con que su peor miedo era verdad. ¡No esperaba que le dijeran que era posible que fuera el padre del hijo de Hana!
–¡No! –le dijo al médico–. ¡Me hicieron una vasectomía!
–Se la hicieron muy joven. A veces, el cuerpo se recupera por sí mismo. No es habitual, solo en el uno por ciento de los casos. Pero sucede. Podemos volver a hacérsela…
–¿Para qué? ¡Ya es tarde! –Antonio se levantó y se marchó. Pensaba en la mirada afligida de Hana cuando la había abandonado; la sorpresa de sus ojos castaños.
Si verdaderamente estaba embarazada de él y la había tratado así…
Apartó el pensamiento de su mente. No era culpa suya. ¿Cómo iba a saber que la vasectomía que se había hecho siendo adolescente fallaría dos décadas después? Por supuesto que había pensado que Hana mentía. Siempre pensaba lo peor de la gente, y acertaba.
Y había hecho lo mismo con Hana, porque lo asustaba lo mucho que confiaba en ella.
Al salir de la clínica, la lluvia se había convertido en llovizna y el sol intentaba abrirse paso entre las nubes.
«¿Me despides porque voy a tener un hijo tuyo?».
–Señor Delacruz, si me permite decírselo… –su guardaespaldas de toda la vida, Ramón García, que lo esperaba en el vestíbulo, lo siguió hasta el coche–. Creo que ha cometido un error con la señorita Everly. Es buena persona. No se merecía que la tratara así.
Era lo que le faltaba. Y ahora que sabía que estaba equivocado, no quería oírlo.
–No es asunto suyo, García.
–Si no tenía intención de asumir las consecuencias, no debería haberse acostado con ella.
–Ya basta –se montó en el coche y García se sentó al volante.
–¿Adónde vamos, señor?
–Conduzca.
Miró por la ventanilla y se fijó en los cerezos. Hana estaba emocionada porque la negociación fuera a tener lugar en Tokio cuando los cerezos hubieran florecido.
«Florecen durante muy poco tiempo. Es muy hermoso, pero hay que disfrutarlo antes de que desaparezca».
Igual que la noche pasada juntos, se dijo.
Había pensado que acostarse con ella podía favorecer su relación laboral, porque dejaría de desearla. Incluso le había hecho prometer que ambos olvidarían aquella noche, una promesa que él no podía cumplir.
Había sido inútil, ya que, al despertarse con su suave cuerpo en sus brazos, se dio cuenta de que su deseo no había disminuido, sino aumentado. Su necesidad de ella había sido una tortura constante durante los dos meses siguientes. Y supo que volver a tocarla destruiría todo lo que le importaba. Su empresa quedaría perjudicada al perderla y él, desde luego, la perdería. Su relación laboral podía sobrevivir a la aventura de una noche, pero no a una relación duradera. A él no le duraban las amantes. ¿Y cuántas veces le había dicho Hana que soñaba con tener una casa, un esposo e hijos? Cosas, todas ellas, que él no podría darle ni a ella ni a ninguna otra.
Así que él había hecho lo imposible: fingir que podían olvidar la noche pasada juntos, que él la había olvidado.
Vio que tenía el móvil en la mano y, sin pensarlo, marcó el número de Hana.
Ella no contestó. Volvió a intentarlo, con el mismo resultado.
No era de extrañar. La había despedido. Ya no estaba obligada a contestar.
–Búsquela –ordenó a su guardaespaldas.
Este se volvió a mirarlo con una sonrisa torcida.
–Su mejor amigo vive en Tokio. Probablemente esté con él.
–¿Quién es? –preguntó Antonio con voz tensa.
–Se llama Ren Tanaka. Su familia tiene un hotel en Harakuju.
¿Su mejor amigo? ¿Un hombre? Mientras García se dirigía hacia allí, se dijo que no estaba celoso, sino que sentía curiosidad. Hana era virgen, no le cabía la menor duda. Y él no podía reclamarle nada.
Pero iba a tener un hijo suyo.
Después de todo lo que había hecho para evitar ser padre, iba a tener un hijo. Se le hizo un nudo en la garganta.
Era evidente que sería mejor que Hana lo criara sin él. ¿Qué sabía de ser padre? No había tenido padres. Lo mejor era centrarse en su empresa y su fortuna, como había decidido tiempo atrás.
Se había hecho una vasectomía porque carecía de la capacidad de comprometerse con alguien para toda la vida. No estaba hecho para el matrimonio ni la paternidad. A Hana no le extrañaría, ya que lo conocía mejor que nadie. Podía ofrecerle ayuda económica. No sería difícil convencerla.
Con tal de no tocarla. Si lo hacía, la poseería. Y no una noche más. Si daba rienda a su deseo reprimido, no podría parar. La haría su amante hasta que su cuerpo estuviera completamente saciado, tardara días, semanas o incluso meses. El sexo para él era algo físico, como comer o dormir. Pero Hana tenía un corazón cálido, no helado como el suyo, y tal vez se enamorase de él, por lo que, cuando su relación acabara inevitablemente, su amor se transformaría en odio.
Y tal vez enseñara a su hijo a odiarlo también.
No, no podía volver a tocarla.
–Hemos llegado –dijo García.
Al bajarse del coche, Antonio recordó que la maleta de Hana estaba en el portaequipajes y la sacó. Volvió a avergonzarse al recordar cómo la había despedido, sin siquiera su ropa.
El sol comenzaba a salir entre las nubes. Observó el hotel de siete plantas. García hizo ademán de seguirlo, pero le indicó con un gesto que se quedara. Quería hablar con Hana a solas.
Lo último que deseaba era hacerle daño a ella o al bebé, pero era un canalla egoísta, y eso no iba a cambiar.
Hana sería una madre excelente. El bebé no echaría de menos a un padre. Al fin y al cabo, ¿qué podía ofrecerle él, salvo su fortuna? Entregaría a Hana una enorme suma de dinero para que no tuvieran problemas en toda su vida.
Ahora, lo único que debía hacer era convencerla de que la aceptara.
En el vestíbulo, detuvo a un empleado.
–¿Hay una mujer americana alojada en el hotel? ¿Una invitada de Ren Tanaka?
El hombre asintió y le indicó un tranquilo y oscuro bar, más allá del vestíbulo.
–Están ahí.
–Que se la suban a su habitación –dijo Antonio entregándole la maleta.
–Muy bien, señor.
Los ojos de Antonio tardaron unos segundos en adaptarse a la penumbra del bar. Contuvo la respiración al ver a Hana sentada sola a una mesa del vacío local. Su cuerpo experimentó una descarga eléctrica.
–Hana.
–¿Antonio? –se puso de pie–. ¿Qué haces aquí?
–Tenía que verte –contestó él buscándole los ojos.
Ella, inquieta, desvió la mirada.
–¿Por qué?
Al mirarla, se olvidó de sus razones, que había pensado cuidadosamente. Contra su voluntad, se fijó en sus temblorosos labios carnosos y en sus senos, que le parecieron más grandes. ¿Cómo no lo había notado antes?
Porque no había querido hacerlo.
El deseo lo invadió de repente de forma salvaje. Quería agarrarla y empujarla contra la pared, sin importarle el coste para su empresa y su tranquilidad de espíritu.
–Delacruz… Es usted, ¿verdad?
Antonio se volvió y vio acercarse a un joven japonés, alto y guapo, vestido con un elegante traje y unos diez años más joven que los treinta y seis de Antonio.
–¿Quién es usted? –preguntó, aunque lo había adivinado.
–Me llamo Ren Tanaka.
–Así que es su mejor amigo –dijo Antonio midiéndolo con la mirada.
–Y usted es el canalla de su jefe que la ha dejado embarazada y la ha abandonado como si fuera una… –dijo la palabra en japonés, pero Antonio, aunque no lo hablaba, la entendió. Ren Tanaka parecía dispuesto a estrangularlo con sus propias manos.
El sentimiento era mutuo. Mientras Ren le daba un vaso de agua a Hana y se situaba delante de ella, como si quisiera protegerla de él, Antonio cerró los puños.
Observó la expresión de miedo y preocupación del rostro de Hana al mirarlos. Y vio que temblaba.
Hizo un gran esfuerzo para contenerse. Bastante mal se había portado ya con ella ese día. Y Tanaka le daba igual. No estaba allí por él.
–¿Podemos hablar? –preguntó a Hana en voz baja.
–No tienes que irte con él a ninguna parte –dijo Tanaka–. Váyase de mi hotel. No es bienvenido.
–Será mejor que no se meta en esto, amigo.
–Ya le ha hecho bastante daño. No voy a darle otra oportunidad.
–¿Por qué? –preguntó Antonio con desdén–. ¿La quiere para usted?
–¿Y si así fuera?
–Váyase o le daré una paliza.
–Me gustaría verlo.
–¡No! –Hana se interpuso entre ellos y los miró con ojos implorantes–. ¡No, por favor!
Ambos hombres se fulminaron con la mirada. Antonio estaba atónito ante su propia ira. Nunca había sentido semejante instinto de posesión por ninguna otra mujer.
Pero Hana era distinta. Y, de repente, supo que no dejaría que Ren Tanaka ni ningún otro hombre la tuviera.
Hana era suya.
CÓMO se habían descontrolado las cosas tan deprisa?
–¡Parad! –gritó Hana–. ¡Así no se soluciona nada!
Las últimas horas habían sido agotadoras, desde que Antonio la había abandonado en la calle hasta que había llegado al hotel y hablado con Ren. Nunca olvidaría la expresión de su amigo al contarle que estaba embarazada de su jefe.
«Lo sabía», había dicho con los ojos llenos de furia. «Voy a matarlo».
A Hana no le había resultado fácil disuadirlo de irlo a buscar para pelearse con él. Tenía gracia que ella hubiera ido al hotel buscando consuelo y que se hubiera tenido que pasar las horas anteriores intentando que Ren se sintiera mejor.
Él le había preguntado varias veces si estaba segura de estar embarazada. Para convencerlo, había dejado que la viera el médico del hotel. Acababan de volver de la visita, que había confirmado a Hana lo que ya sabía: estaba embarazada de dos meses y medio.
Había oído latir el corazón del bebé por primera vez, lo que le había producido un sentimiento agridulce, al pensar que Antonio debería haber estado ahí, aunque después había recordado que los había rechazado a los dos.
Ren no le había servido de mucho consuelo, ya que no había dejado de hacerle preguntas.
«¿Y se lo has dicho a Delacruz? ¿Pero te ha abandonado? ¿Niega ser el padre y te ha despedido?».
Unos minutos antes de la llegada de Antonio, Ren había vuelto a asegurar que iba a buscarlo y a hacer que se arrepintiera de haberla tratado tan mal. Para distraerlo, Hana le había pedido un vaso de agua y que la llevara a un sitio tranquilo. Él la había conducido al bar y había ido a por el agua.
Después había aparecido Antonio y, ahora, ambos hombres parecían dos ciervos dispuestos a darse cornadas.
–No se entrometa, Tanaka –Antonio se volvió hacia ella y le preguntó con voz suave–: ¿Podemos ir a hablar a algún sitio?
–¿Qué más tienes que decirme? –preguntó Hana, al tiempo que Ren observaba en tono desdeñoso:
–¡No quiere hablar con usted!
–Por favor –rogó Antonio mirándola. Ella respiró hondo.
–Muy bien –agarró a su amigo por el brazo para contenerlo–. Voy a hablar con él.
–No se lo merece.
–Es el padre de mi hijo –se volvió hacia Antonio–. ¿Aquí?
–Sígueme –contestó él al tiempo que negaba con la cabeza.
Afuera, el sol, por fin, había salido. Hana miró el hermoso rostro de Antonio.
–Muy bien ¿Qué quieres?
–Vayamos a un sitio donde no haya tanta gente.
Hana lo siguió hasta un gran parque. Anduvieron un rato en silencio por un bosque. Hana se dio cuenta de que temblaba mientras esperaba que él hablara. ¿Qué más podía decirle que le hiciera daño? Nada.
–¿Qué le has dicho a Tanaka de mí? –preguntó él, por fin.
–La verdad.
–¿Que soy un monstruo sin corazón que te ha seducido, dejado embarazada y abandonado?
–No le he dicho que me sedujeras. ¿Para eso me has seguido por Tokio? ¿Para reprocharme que haya llorado en el hombro de un amigo?
–¿Un amigo? –repitió él, incrédulo. ¡Ese hombre está enamorado de ti!
Ella no pudo negarlo. Apartó la mirada.
–No sé qué le pasa. Nos conocemos desde niños.
–¿Es tu amante?
–¡No seas ridículo! ¡Es como si fuera mi hermano!
–Pues no te miraba como tal.
¿Estaba celoso? Imposible. Ninguna mujer le importaba lo suficiente para sentir celos.
–¿Acaso te importa’
–No.
–Si has venido únicamente para gritarme, me voy.
–Espera, por favor –dijo él con voz ronca.
–¿A qué? ¿A que vuelvas a insultarme y a herirme? Ya he tenido bastante.
–¡No, maldita sea! He venido… –respiró hondo–. He venido a decirte que lo siento –se le acercó–. Deja que me explique, por favor.
–Adelante –dijo ella con la boca seca.
–No es fácil –sus negros ojos mostraban una vulnerabilidad desconocida para ella–. Te he tratado mal, muy mal.
–Tuve que reunir todo mi valor para decirte que estaba embarazada. Te conozco, por lo que sabía que no te pondrías a dar saltos de alegría, pero no pensé que fueras a acusarme de mentirte. Sabes que, incluso con preservativo, hay riesgo de embarazo. Y, además, me conoces. ¿Cómo pudiste hacerlo?
–Hace dieciocho años me hicieron una vasectomía, Hana.
–¿Cómo? ¡Pero si eras un adolescente! ¿Por qué te hiciste algo que era permanente?
–No importa por qué –contestó él negando con la cabeza–. Y ha resultado que no era permanente. Después de que me dijeras que estabas embarazada, no podía pensar en nada más. Así que anulé la reunión…
–¿Qué?
–Y fui al médico, que me dijo que mi cuerpo se había recuperado por sí mismo. Que era poco frecuente, en menos de un uno por ciento de los casos, pero que sucedía. Y me ha sucedido a mí.
Hana lo miraba boquiabierta.
–¿Has anulado la reunión?
–¿Eso es lo que te sorprende? –preguntó él sonriendo.
–Llevas meses trabajando como un loco…
–Tuve que hacerlo. Creía que te conocía. ¿Cómo podías ser una cazafortunas que me había seducido para llevarme a la cama y que me casara contigo?
–¡No lo soy! –exclamó ella, indignada.
–Pero no había otra explicación. Me había hecho una vasectomía, por lo que no podía ser el padre del bebé. Por tanto, no me estabas diciendo la verdad. Fui a la clínica para demostrar, de una vez por todas, que mentías. Pero resultó que estaba equivocado y que tenías razón.
Una suave brisa le despeinó el flequillo, y ella tuvo que contenerse para no peinárselo con los dedos.
–Me equivoqué al acusarte de mentirme. Lo siento. No voy a insultarte pidiéndote una prueba de embarazo. Sé que el bebé es mío.
–¿Y ya está?
–Y ya está.
Se miraron a los ojos durante unos segundos y la mirada de él le llegó al corazón.
–Pero ambos sabemos que no sabría criar a un bebé –dijo él apartando la vista.
–Sí, lo sé –contestó ella. Volvía a tener un nudo en la garganta.
–¿No vas a discutírmelo?
–Te conozco, Antonio –le sonrió con tristeza–. Por supuesto que no quieres criar al bebé. Solo te dije que estaba embarazada porque era lo correcto. Pero sé que no te interesa ser padre ni esposo.
–Te daré una suma importante para la manutención del bebé…
–No quiero tu dinero –era lo que se esperaba, así que ¿por qué estaba dolida? Claro que le ofrecería dinero. ¿Qué otra cosa podía darle? ¿Su tiempo? ¿Su amor?–. Nos las arreglaremos.
–Desde luego que te daré el dinero. Te lo mereces. Te lo has ganado.
–¿Cómo me lo he ganado? –preguntó ella, airada–. ¿Tumbada en tu cama?
–No quería decir eso –dijo él con el ceño fruncido.
–Lo sé –había sido una grosería por su parte, pero le dolía el corazón al pensar lo diferente que hubiera sido compartir la alegría por la noticia del embarazo. Si hubiera seguido el consejo de su abuela y hubiera esperado a estar casada… Si hubiera esperado a encontrar pareja y un hogar…
–Me pagabas un buen sueldo y llevo un año ahorrando buena parte de él. Al trabajar y viajar tanto, no he tenido tiempo de gastármelo. Eso es lo que me he ganado. Y hasta que consiga un nuevo empleo, el bebé y yo estaremos bien.
–No eres razonable.
–Es lo que he decidido. No quiero tu dinero de compensación.
–No es una compensación.
–Desde luego que sí.
–¿Qué quieres, Hana? ¿Que nos casemos? Sabes que eso no va a suceder.
Ella se rio con amargura.
¿Crees que deseo casarme contigo? Debe de resultar increíble ser tú, Antonio, siempre seguro de ser el centro del mundo.
–Vamos, Hana. Llevas dos años a mi lado. Ya sabes cómo soy.
Sí, lo sabía. Recordaba a todas las mujeres que habían intentado desesperadamente casarse con él en los dos años anteriores. A ella siempre la había atraído su jefe, peo había prestado atención a las señales de aviso. Él nunca la querría.
Ya era malo de por sí haberse pasado, como empleada suya, dos años de su vida atendiendo sus necesidades. Había viajado cuando él lo hacía, vivido donde él vivía y trabajado cuando él trabajaba. Era lo opuesto a la vida que deseaba.
Desde la infancia, en que no había echado raíces en ningún sitio, había anhelado tener un hogar de verdad. Cuando su querida abuela se puso enferma, dejó la universidad y buscó trabajo para proporcionar a Sachiko los mejores cuidados en un buen hospital. Renunció a sus sueños y aceptó trabajos de secretaria cada vez más exigentes y con mejor sueldo.
Su abuela había muerto hacía un año. Podía haber dejado de trabajar entonces, pero no lo hizo.
Porque, a pesar del desafío que le suponía trabajar para Antonio, le encantaba. Y su casa en Madrid se había convertido en la de ella.
Y no debería haber sido así, ya que solo pasaban allí cortos periodos, debido a sus viajes constantes. Y el palacio no era muy hogareño, sino enorme, con un salón de baile y largos pasillos.
Dos meses antes, Antonio le anunció que iba a vender la vivienda de Madrid y a trasladar la oficina central de la empresa a Nueva York. A ella le dolió de un modo que no se esperaba.
«Es hora de seguir adelante», había dicho él mirando el despacho en que habían pasado innumerables horas juntos. «No hay nada que me interese ya en Madrid».
Horas después, se quedó sorprendido al encontrársela llorando en el vestíbulo del palacio. Le preguntó el motivo, pero ¿cómo iba Hana a explicárselo, cuando ni siquiera ella lo entendía?
De repente, se puso de puntillas y lo besó. El la miró conteniendo el aliento y la besó apasionadamente.