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La novia suplantada Jane Porter Un novio implacable para una novia no solo de conveniencia... Amor pasajero Janice Maynard Cuando separar el placer del deber no es una opción, la única que queda es guardar secretos.
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 178 - noviembre 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-767-6
Portada
Créditos
La novia suplantada
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Amor pasajero
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Kassiani Dukas estaba inmóvil en el sofá blanco del salón, intentando hacerse invisible mientras su padre, Kristopher Dukas, paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda. Estaba furioso y lo último que quería era que esa furia se volviese contra ella.
Las cosas iban mal. Elexis se había ido. Su hermana mayor debía casarse con Damen Alexopoulos al día siguiente, pero Elexis había desaparecido por la noche. Se había escabullido de la villa de su prometido en la Riviera ateniense, donde se alojaban también su padre y ella, para viajar a Atenas con sus amigos, más que dispuestos a alejarla de una boda, y de un matrimonio, que ella nunca había querido.
Y ahora su padre estaba a punto de darle la noticia al poderoso magnate griego, un hombre brillante, ambicioso y peligroso cuando era traicionado.
Y acababa de ser traicionado.
La puerta se abrió en ese momento y Damen Alexopoulos entró en el salón, dejando a Kassiani sin aliento. Lo había visto antes, en San Francisco, durante la fiesta de compromiso con Elexis, pero no había hablado con él porque solo estuvo media hora, saludando a unos y a otros, antes de volver a Grecia.
Tenía unos penetrantes ojos grises, unas facciones marcadas y unos labios firmes y carnosos que la fascinaban. Era más alto de lo que recordaba y sus hombros parecían más anchos. Moreno, atlético, con unas piernas largas y poderosas…
Kass nunca había entendido por qué Elexis no encontraba atractivo a aquel fabuloso ejemplar de hombre, pero su hermana prefería a los jovencísimos modelos y actores que le daban coba, esperando beneficiarse de su dinero y su notoriedad.
–Me han dicho que querías verme –dijo Damen, con una voz profunda y ronca que le erizó el vello de la nuca a Kassiani.
–Buenos días, Damen –lo saludó su padre, intentando mostrarse despreocupado–. Bonita mañana, ¿verdad?
–Preciosa, pero he tenido que interrumpir una reunión importante para venir aquí porque me habían dicho que era algo muy urgente –replicó él, con tono impaciente.
–¿Muy urgente? –repitió su padre, intentando sonreír–. No, yo no diría eso. Siento mucho que te hayas preocupado.
–No estaba preocupado –se apresuró a decir Damen–. Pero ya que estoy aquí ¿para qué me has llamado?
Kassiani se aplastó contra el respaldo del sofá, como intentando hacerse invisible. No era fácil porque era una chica grande, rellenita, de curvas marcadas, pechos grandes y un generoso trasero que últimamente se llevaba mucho si tenías una cintura estrecha. Pero su cintura no era particularmente estrecha, su estómago no era plano y sus muslos se rozaban. Al contrario que su fotogénica hermana mayor, ella no tenía una cuenta de Instagram ni publicaba selfis porque no salía bien en las fotos.
Ella no formaba parte de los círculos de la alta sociedad, no viajaba en avión privado ni iba de fiesta a Las Vegas, el Caribe o el Mediterráneo.
Si su apellido no fuese Dukas, habría sido una chica normal. Si su padre no hubiera sido uno de los griegos más ricos de Estados Unidos, nadie se fijaría en ella.
Sería invisible.
Con el paso de los años, Kass había empezado a desear ser invisible de verdad porque serlo era mejor que ser visible y digna de compasión. Visible y desdeñada. Visible y rechazada. Y no solo por celebridades y frívolos miembros de la alta sociedad, sino por su propia familia.
Su padre jamás había mostrado el menor interés por ella. Solo le interesaba su hijo y heredero, Barnabas, y la preciosa Elexis, que lo había enamorado desde que nació con sus grandes ojos castaños y sus simpáticos pucheros.
Kass nunca había sido simpática. Para su familia, era una niña silenciosa, huraña e imposiblemente cabezota que se negaba a charlar con los importantes invitados de su padre. No quería cantar o tocar el piano. En lugar de eso, Kass quería hablar de política y economía. Desde pequeña le fascinaba la economía y hacía predicciones sobre el futuro de la industria naviera que horrorizaban a su padre. Daba igual que leyese mejor que cualquier niño de su edad o que fuese la mejor del colegio en matemáticas. Las buenas chicas griegas no opinaban sobre asuntos de interés nacional, política o economía. Las buenas chicas griegas se casaban con hombres griegos para crear la siguiente generación. Esa era su responsabilidad, ese era su valor, nada más.
Kassiani había dejado de ser incluida en las fiestas familiares. No la invitaban a cenas o eventos. Se convirtió en la hija olvidada.
–Te agradezco que hayas venido inmediatamente –estaba diciendo su padre–. Lamento haberte molestado, pero tenemos un problema.
El padre de Kassiani era un armador como Damen, pero grecoamericano, nacido y criado en San Francisco. Ella sabía que estaba nervioso, pero su voz no lo traicionó. Al contrario, parecía positivo y optimista.
Y Kass se alegraba de ello. Uno no debía traicionar sus miedos en las negociaciones y la fusión de la Naviera Dukas con el emporio Alexopoulos gracias al matrimonio de Damen y Elexis era una transacción comercial. Una transacción que, en ese momento, estaba en peligro.
Su padre no podía devolver el dinero que Damen había invertido en la Naviera Dukas, que estaba al borde de la ruina debido a una mala gestión. La empresa se habría hundido sin una inyección de dinero y Damen había sido ese inversor. Había mantenido su compromiso, pero ahora Kristopher debía decirle que los Dukas no iban a cumplir su parte del trato.
Kass miró por la ventana de la villa. El sol se reflejaba en las brillantes aguas del mar Egeo, de un vibrante color turquesa, más claras que las turbias aguas del océano Pacífico.
–No sé si lo entiendo –dijo Damen entonces. Su tono era amistoso, pero Kass sabía que aquello solo era el preludio de la batalla.
Los boxeadores chocaban los guantes antes de empezar el combate, los jugadores de fútbol se daban la mano.
Damen y su padre estaban cruzando las espadas.
Kass miró de uno a otro. Damen no parecía un magnate. Era demasiado atlético, demasiado imponente. Tenía la piel bronceada y el aspecto de un hombre que trabajaba en los muelles, no frente a un escritorio. Pero era su perfil lo que más llamaba su atención, esas facciones esculpidas, tan severas como todo en él: la ancha frente, los altos pómulos, el puente de la nariz, que parecía haber sido roto más de una vez.
Era un luchador, pensó, y no se tomaría bien la noticia que su padre estaba a punto de darle.
–Tenemos un problema. Elexis se ha ido –anunció Kristopher entonces–. Espero que vuelva pronto, pero…
–No tenemos un problema, tú tienes un problema –lo interrumpió Damen.
–Lo sé –asintió su padre–, pero he pensado que deberíamos notificárselo a los invitados mientras haya tiempo.
–No vamos a cancelar la boda. No habrá promesas rotas ni humillación pública. ¿Está claro?
–Pero…
–Me prometiste a tu mejor hija hace cinco años y espero que cumplas lo prometido.
«Tu mejor hija».
Kassiani se mordió el labio inferior para contener el dolor y la humillación.
Vio entonces que Damen la miraba con expresión seria, con las largas pestañas negras enmarcando unos intensos ojos de color gris oscuro. No sabía qué pensaba, pero esa breve mirada intensificó su dolor.
Ella no era «la mejor hija» y nunca lo sería.
Damen se volvió hacia su padre esbozando una desdeñosa sonrisa.
–Nos veremos mañana en la iglesia –le dijo–. Con mi prometida.
Y luego salió del salón.
Era el perfecto día de mayo para una boda en la Riviera ateniense. El cielo era de un azul muy claro, sin nubes, el sol se reflejaba en las paredes de la diminuta capilla, con el mar Egeo y el templo de Poseidón como telón de fondo. La ceremonia y el banquete tendrían lugar en la histórica villa de Damen en cabo Sunión. La temperatura era perfecta, agradable, ni calurosa ni húmeda.
En circunstancias normales, una novia se sentiría feliz, pero Kassiani no era una novia normal. Ni siquiera debería ser una novia, pero esa mañana Kristopher Dukas tomó la drástica decisión de intercambiarla por su hermana y, por lo tanto, Kassiani estaba frente a la puerta de la capilla, esperando la señal para entrar con el estómago encogido.
Había muchas posibilidades de que aquello no terminase bien y temía que el novio la dejase plantada en el altar al ver que no era su hermana. Damen no era tonto. De hecho, era uno de los hombres más poderosos del mundo y no le haría gracia ser engañado.
Y ella no tenía por costumbre engañar a nadie. Era la hija menor de Kristopher Dukas, la menos notable en todos los sentidos. Pero, cuando su padre la acorraló esa mañana, exigiéndole que lo hiciese para salvar a la familia, tuvo que aceptar. Se casaría con Damen Alexopoulos, pero no para salvar la empresa de su padre, sino para salvarse a sí misma.
Casarse con Damen sería una salida. Escaparía de la casa de su padre, escaparía de su control porque, a los veintitrés años, estaba decidida a ser algo más que la deslucida, torpe y aburrida Kassiani Dukas.
Casarse con el magnate Damen Alexopoulos no cambiaría su aspecto físico, pero sí cambiaría cómo la veían los demás. Los obligaría a reconocerla como alguien importante, aunque sonase patético.
La música del órgano empezó a sonar en el interior de la capilla y su padre, bajito, rollizo, con el pelo canoso, le hizo un gesto impaciente.
Kass contuvo un suspiro. A su padre no le caía bien. De niña, no había entendido su frialdad hacia ella porque era muy cariñoso con Elexis, pero cuando se hizo mayor fue capaz de desentrañar el misterio.
Kristopher no era un hombre atractivo, pero ansiaba ser respetado. Tener dinero era una forma de conseguirlo, como lo era tener una familia atractiva. Y mientras Elexis era el clon de su difunta madre, que había sido modelo antes de casarse, ella desgraciadamente se parecía a su padre, de quien había heredado su constitución y su marcada mandíbula. Y eso no era lo que quería una mujer cuando su madre había sido una famosa modelo.
Kassiani exhaló un suspiro. Esos pensamientos no la ayudaban nada. Su autoestima, siempre escasa, estaba hundiéndose en ese momento. Y entonces su padre chascó los dedos.
Al parecer, había llegado la hora.
Temblaba de arriba abajo cuando su padre levantó el pesado velo de encaje para cubrir su rostro.
Estaba aterrorizada y, sin embargo, experimentaba una extraña calma. Una vez que entrase en la capilla no habría vuelta atrás. Elexis había defraudado a su padre, a toda la familia. Ella no haría tal cosa.
Por una vez, podría hacer algo por el negocio familiar. Había querido trabajar en la Naviera Dukas desde que estaba en el colegio. Incluso había estudiado Dirección de Empresas y Derecho Internacional en la universidad de Stanford, pero su padre la había rechazado, negándose a contratarla o escuchar sus ideas. Era un hombre muy anticuado y creía que el puesto de la mujer estaba en casa, teniendo herederos, preferiblemente masculinos.
Después de veintitrés años siendo un bochorno para la familia, por fin podía ayudar a su padre salvándolo de la ruina y la humillación.
Kassiani tomó aire, levantó la cabeza y entró en la capilla ortodoxa. Era muy pequeña, solo cinco filas de bancos a cada lado del estrecho pasillo. Tardó un momento en acostumbrarse a la penumbra del interior, pero entonces vio al novio.
Damen Michael Alexopoulos estaba frente al altar con el pope. Con un elegante traje de chaqueta oscuro, tenía un aspecto más formidable que el día anterior.
¿Sospecharía algo? ¿Se habría dado cuenta de que no era Elexis? El velo era tan grueso que apenas podía ver a través del encaje, pero Damen no tardaría mucho en darse cuenta de la diferencia de estatura y constitución. Ella no podía ser Elexis, la reina de Instagram.
Incluso llevando aquellos incómodos zapatos de altísimo tacón, Kassiani seguía siendo bajita. Y el anticuado corsé, necesario para que le entrase el vestido de su hermana, no podía disimular sus rotundas curvas cuando Elexis era tan delgada.
–Lo sabe –murmuró.
–No lo sabe –replicó su padre, con los dientes apretados–. Y es demasiado tarde para echarse atrás. No puedes fallarme.
Kass apretó los labios. No iba a fallarle, no podía hacerlo, de modo que dio un paso adelante. No iba a dar marcha atrás. No iba a tener miedo.
Haría que aquello funcionase. Encontraría la forma de complacer a su marido y uniría a las dos familias. Y sería ella, Petra Kassiani, quien lo hiciera, no Elexis, que había salido huyendo, ni su hermano, Barnabas, a quien le importaba tan poco la familia que no se había molestado en acudir a la boda.
Podía hacerlo, estaba segura.
La cuestión era, ¿lo haría él?
En cuanto Kristopher Dukas entró en la capilla con la novia, Damen supo que era la hija equivocada.
Incapaz de creer la temeridad del estadounidense, observó al corpulento Kristopher avanzar por el pasillo con su hija, cuyo rostro estaba oculto bajo un pesado velo.
Al parecer, Dukas había tomado la salida más fácil. En lugar de buscar a la rebelde Elexis, sencillamente había intercambiado a sus hijas, sustituyendo a la mayor por la más joven.
¿Quién hacía algo así? ¿Qué clase de hombre trataba a sus hijas como si fueran ganado?
Incluso él, que era despiadado en los negocios, conocía la diferencia entre deshonestidad y traición. Y aquello era una traición.
Aquella chica no era Elexis y él había elegido a Elexis por muchas razones. La bella, refinada y ambiciosa Elexis Dukas era perfecta para él por su aspecto y su temperamento. Era conocida en todas partes, le encantaban los focos y la atención y era una renombrada anfitriona, algo que él necesitaba de una esposa porque detestaba los compromisos sociales.
Ella podría representarlo en los eventos importantes y nadie lo echaría de menos. ¿Por qué iban a hacerlo si la tenían a ella?
No sentía ningún afecto por Elexis, pero era la novia que había elegido y le había propuesto matrimonio conociendo sus virtudes y sus defectos. Elexis tenía un envidiable estilo de vida. Viajaba por todo el mundo con la jet set, iba a las mejores fiestas, llevaba ropa de diseño y se sentaba en la primera fila en los desfiles de moda. Su vida era una aparición en los medios de comunicación detrás de otra, pero eso le convenía.
Necesitaba una esposa que supiera cuál era su sitio y que no hiciese demandas emocionales porque él no toleraba demandas.
Pero ahora que Elexis había desaparecido y había una Dukas muy diferente a su lado, se le ocurrió que tal vez aquel había sido el plan de Kristopher desde el principio.
Tal vez Elexis nunca había estado dispuesta a casarse con él. Tal vez Kristopher no tenía intención de entregarle a su querida hija y había sido su intención desde el principio cargarlo con su hija menor, a la que se había referido en una ocasión como «el patito feo» de la familia.
Debería irse, pensó.
Pero cuando estaba a punto de soltar la mano de ese «patito feo» ella levantó la cara y susurró:
–Lo siento.
Después de la ceremonia, fueron a la antesala de la capilla para firmar el registro. Damen apretó los dientes, furioso al pensar que ni siquiera sabía el nombre de su esposa.
–¿Si no eres Elexis, con quién me he casado? –le preguntó, tomando un bolígrafo.
–Kassiani –respondió ella, con voz ronca.
–Ese no es el nombre que pronunció el pope.
–No, usó mi primer nombre, Petra, pero nadie me llama así. Me llaman Kass o Kassiani.
Damen sacudió la cabeza, enfadado con ella y consigo mismo por no haber salido de la capilla antes de la ceremonia. ¿Por qué había dejado que su disculpa lo afectase de tal modo?
¿Por qué ese susurro de disculpa había evitado que la dejase plantada en el altar?
No sabía la respuesta y no estaba de humor para seguir pensando en ello.
–No lo pienses más –dijo después de firmar el documento, ofreciéndole el bolígrafo.
Ella lo tomó con expresión preocupada.
–Muy bien.
–¿Este era el plan desde el principio, intercambiar a las hermanas?
Kass se puso colorada.
–No.
–No te ofendas, pero yo no quería casarme contigo.
–Lo sé.
–No es mi intención insultarte.
–No me siento insultada.
En otras circunstancias, seguramente le habría caído bien porque era directa e inteligente, pensó Damen. Pero los Dukas lo habían engañado y no estaba de buen humor.
–Yo no soy de los que olvidan y perdonan.
Vio que una sombra cruzaba su rostro y casi sintió pena por ella, pero la sombra desapareció enseguida, dejando en su lugar una expresión serena y compuesta.
–Como puedes ver, yo no soy de las que dejan pasar la oportunidad de tomar un trozo de tarta. Parece que cada uno tiene que llevar su cruz.
Luego Kass se inclinó sobre el registro para firmar, con el largo velo cayendo sobre sus hombros como una cascada blanca.
Damen no sabía si habían sido sus palabras o su sentido del humor, pero sin saber por qué le levantó la barbilla con un dedo para apoderarse de su boca. No era así como un hombre debería besar a su flamante esposa en una capilla, pero nada en aquella boda era normal.
Kassiani paseaba por el lujoso dormitorio de la villa en el que se había vestido para la ceremonia, intentando calmarse. Tenía la impresión de que todo aquello podía hundirse de un momento a otro. La ceremonia no serviría de nada a menos que el matrimonio fuera consumado y no se podía imaginar a Damen interesado en acostarse con ella. Francamente, tampoco ella quería hacerlo y sintió un escalofrío al recordar su frialdad cuando le dijo que él no era de los que olvidaban y perdonaban.
Kass no lo dudaba.
Y por eso estaba en el dormitorio, escondida, acobardada. Había encontrado valor esa mañana para acudir a la capilla y ocupar el sitio de Elexis, pero ese valor se había esfumado.
Por suerte, la ceremonia había sido discreta, solo con algunos amigos y familiares presentes, pero el banquete sería fabuloso, con cientos de invitados que habían acudido desde todas las partes del mundo para ser testigos del matrimonio de Elexis Dukas y Damen Alexopoulos.
Kassiani dejó de pasear y se dobló sobre sí misma, a punto de vomitar. Los invitados se reirían al verla. Una cosa era hacerse pasar por Elexis en una oscura capilla, oculta bajo capas de encaje, y otra muy diferente hacerlo delante de aquellos que conocían a su hermana.
Se había convencido a sí misma de que podía hacerlo, pero solo había pensado en la ceremonia. No había pensado en aparecer en público como la flamante esposa de Damen Alexopoulos.
Su esposa.
Se le doblaron las rodillas y tuvo que dejarse caer sobre la cama.
¿Qué había hecho?
Estaba secándose las lágrimas cuando se abrió la puerta y Damen entró en la habitación. Ni siquiera se había molestado en llamar.
Esperó que él dijese algo, pero no dijo nada. La miraba en silencio y ese silencio era insoportable. Los segundos parecían minutos, horas.
–Por favor, di algo –murmuró por fin.
–Los invitados están esperando.
Kass se imaginó la terraza llena de mesas con manteles blancos, copas del más fino cristal y brillantes candelabros…
No, aquel no era su sitio. No era su boda, no eran sus invitados.
–No puedo bajar.
–¿Debo subir a los invitados aquí?
–No, por favor.
–¿Quieres que te lleve en brazos?
–¡No!
Kass no podía mirarlo siquiera. Lo que le había parecido un gesto de valentía esa mañana, ahora le parecía la peor idea de su vida.
–Es un poco tarde para echarse atrás.
–Estoy de acuerdo –murmuró ella.
Damen dejó escapar un suspiro de irritación.
–Si esperas compasión…
–No espero nada.
–Mejor, porque todo esto es culpa tuya.
Kass iba a decir algo, pero cerró la boca y apretó los labios. Porque él tenía razón. ¿Cómo iba a discutir?
–No puedes quedarte aquí todo el día.
Kass jugó con una perla bordada de la falda del vestido.
–No me gustan las fiestas.
–¿Aunque sea tu propia boda?
–Como los dos sabemos, no debía ser mi boda.
–Y ese es el problema.
Kass levantó la mirada, pero él la ponía tan nerviosa… No se parecía a su padre o a su hermano. No se parecía a nadie.
–¿Qué pensabas que iba a pasar? –le preguntó Damen en voz baja.
Kass odiaba sentirse tan patética, odiaba sentirse como un fracaso. No se había casado con él para ser un fracaso.
–No pensé en el banquete ni en los invitados –le confesó por fin–. La verdad es que ni siquiera se me ocurrió. Solo pensé en la ceremonia y luego… –Kass tomó aire y levantó la cabeza para mirarlo a los ojos– en todo lo demás.
–¿Y qué es todo lo demás?
–Pues… ser la esposa adecuada –respondió Kass–. Soy griega y sé lo que esperan los hombres griegos.
–¿Eso es lo que te ha dicho tu padre?
–Sí.
Algo en la especulativa mirada de Damen le aceleraba el pulso y no sabía cómo controlar sentimientos tan nuevos y tan extraños para ella.
–¿Y qué esperan los hombres griegos?
Kass tragó saliva, intentando no traicionar su nerviosismo.
–Debo cuidar de ti, cuidar de la casa… o de las casas. Y debo darte hijos. Entiendo y acepto esas responsabilidades.
–Al menos una de las hijas de Dukas es responsable.
–Elexis y yo somos diferentes.
–A ella le gusta ir de fiesta.
–Le habría gustado el banquete, sí.
–Y los fotógrafos.
–La cámara la adora.
–¿Cómo te convenció tu padre para que ocupases el sitio de tu hermana?
Kass frunció el ceño.
–¿Perdona?
–¿Te amenazó o se trata de un chantaje? ¿Cómo consiguió que fueras a la capilla y tomases parte en esta farsa?
–No es una farsa, me he casado contigo –respondió ella, haciendo una pausa–. Por voluntad propia.
–¿Así que te presentaste voluntaria?
–No, eso no, pero cuando mi padre me explicó la situación me di cuenta de que mi familia estaba en deuda contigo. No quería que los Dukas te humillasen públicamente, así que acepté ocupar el sitio de Elexis para que la fusión del negocio y las familias tuviese lugar.
–¿Debo sentirme agradecido de que me hayan forzado a casarme con una virgen?
Kass hizo una mueca.
–No te estoy forzando a nada. Podemos anular el matrimonio hoy mismo si quieres. O mañana, cuando te parezca –replicó, levantando la barbilla–. Mientras no consumemos el matrimonio, eres libre de anularlo en cualquier momento.
–¿Eso es lo que esperas que haga?
–No, en realidad no. He hecho unas promesas y pienso cumplirlas. Espero que consumemos el matrimonio esta misma noche.
–¿Y si no me apeteciese consumarlo contigo?
Kass se mordió el labio inferior. Sabía lo decepcionante que era como mujer. Ella no podía compararse con Elexis, pero tenía sentimientos. Y esperanzas, y sueños.
–Haré todo lo que esté en mi mano, me esforzaré para que me desees.
Damen atravesó la habitación para acercarse a la ventana y mirar el antiguo templo de Poseidón, iluminado por los últimos rayos del sol. Esa noche habría otro ocaso espectacular. Los crepúsculos en cabo Sunión eran legendarios.
–Tal vez deberíamos olvidarnos de esta farsa ahora mismo –le dijo, de espaldas a ella, con la mirada clavada en el mar.
–Tal vez –asintió Kass–. No te llamaré cobarde si lo haces.
Él se volvió bruscamente, y la miró con gesto impaciente.
–Yo he cumplido mi parte del trato. Invertí en la Naviera Dukas, solucioné los problemas legales de tu padre, me despedí de mi amante y esperé pacientemente a tu hermana…
–Evidentemente, fue un error.
–No te estás ayudando nada, cariño.
–Tal vez deberías haber pasado más tiempo con tu prometida para saber si era la mujer apropiada.
–Tu padre me aseguró que Elexis era la esposa apropiada.
–Y ese es el problema, que confiaste en mi padre –dijo Kass, jugando con otra perla del vestido–. Soy realista, siempre lo he sido, y conozco bien a mi familia. Admiro sus virtudes, pero también soy consciente de sus defectos. Personalmente, yo no habría hecho negocios con mi padre, pero tú querías la Costa Oeste de Estados Unidos, querías los barcos, los puertos y los acuerdos. Bueno, pues ahora los tienes.
Damen dio un paso adelante y Kassiani intentó no acobardarse cuando estuvo frente a ella, tan alto que tenía que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.
–¿No tienes buena opinión de mí?
–Creo que has subestimado a la familia Dukas.
–No has respondido a mi pregunta.
Ella vaciló un momento antes de mirarlo a los ojos.
–No me habría casado con un hombre del que no tuviese buena opinión –respondió por fin.
Damen la miró en silencio durante unos segundos.
–A mí tampoco me gustan mucho las fiestas –dijo después–. Así que pasaremos del banquete y nos iremos ahora mismo.
Damen la llevó hasta la cocina por una escalera de servicio y, desde allí, salieron al jardín. Se abrieron paso entre los árboles frutales, atravesaron el huerto y pasaron bajo un arco de piedra para tomar un camino que llevaba al muelle, donde esperaba una lancha motora.
El piloto le ofreció su mano, pero Damen se adelantó tomándola en brazos. Cuando la dejó en el suelo de la lancha, Kass trastabilló sobre los altos tacones y buscó asiento a toda prisa. Damen se sentó frente a ella y el piloto arrancó a toda velocidad para alejarse de la villa. Kassiani se agarró al borde del asiento con una mano, intentando controlar el pesado velo con la otra mientras miraba la finca, y el banquete, que dejaban atrás.
La villa era grande, una de las más antiguas de la zona en la costa ateniense. Había sido construida frente al Egeo y el arquitecto se había asegurado de que todas las habitaciones tuviesen vistas al mar de color turquesa y al templo de Poseidón en la colina.
Desde allí, podía ver las suaves luces doradas en el jardín, las bombillas de colores colgadas de los árboles y los candelabros que iluminaban docenas de mesas. Desde allí, el banquete parecía mágico y Kassiani sintió una punzada de pesar. Aquella no era la boda que esperaban los invitados.
Intentó imaginarse su reacción cuando descubriesen que los novios habían desaparecido. ¿Se quedarían a cenar cuando supieran que los novios se habían ido? Tal vez se quedarían para aprovechar el espléndido banquete. Algunos se alegrarían de que no hubiese brindis y otros, aquellos que quisieran a Damen, se sentirían confusos y preocupados.
La boda había sido un desastre.
¿Cómo la había llamado Damen? ¿Una farsa? ¿Una pantomima?
De repente, Kass se sintió culpable y angustiada. Aquello era una locura. Y ahora se iban, pero no sabía dónde. Cuando el cabo empezó a desaparecer de su vista, el piloto aminoró la velocidad de la lancha para acercarse a un enorme yate. Había varios miembros de la tripulación esperándolos en una plataforma, sujetando una escalerilla.
–Quítate los zapatos –le aconsejó Damen–. Será mejor que no subas por la escalerilla con esos tacones. ¿Cuánto miden?
–No lo sé, son altísimos –admitió ella, quitándose los zapatos que le habían destrozado los pies durante toda la tarde.
Damen la tomó en brazos para colocarla sobre la plataforma.
–¿Puedes subir por la escalerilla con ese vestido? –le preguntó.
–¿Qué otra cosa puedo hacer, quitármelo?
–No –respondió él.
–Entonces, puedo subir por la escalerilla con el vestido.
Cuando llegó arriba, ayudada por los miembros de la tripulación, dejó escapar un suspiro de alivio. Un auxiliar la acompañó al interior, llevándola por varias escaleras y pasillos. Las paredes eran de brillante teca y los muebles elegantes y discretos. No tenía nada que ver con el yate de su padre, que lo había construido para su esposa. Lamentablemente, Kristopher Dukas jamás había entendido el gusto de su madre, de modo que el yate era exageradamente femenino, con paredes de color crema, superficies doradas, tapizados florales y horrendas columnas por todas partes para que el interior pareciese un templo griego. A Kassiani le parecía estridente y feo y odiaba que la obligasen a participar en los cruceros que hacían por el Mediterráneo, atrapándolos a todos en una celda flotante.
Contuvo el aliento cuando el mozo que la acompañaba se detuvo frente a una puerta. No sabía si era el dormitorio principal o un camarote para invitados, pero estuvo segura en cuanto puso un pie en la habitación. Tenía que ser el dormitorio principal porque era enorme, con una pared de cristal y una cubierta privada desde la que podía ver el templo de Poseidón, con sus majestuosas columnas brillantes como el oro. Las antiguas ruinas eran impresionantes y Kass salió a la cubierta para admirarlas, pero las luces de una villa al otro lado de la bahía competían por su atención.
La villa de Damen, donde tenía lugar el banquete.
Tal vez su sangre griega reconocía que había vuelto a casa porque, de repente, se llevó una mano al pecho, abrumada de emoción.
–¿Te arrepientes? –le preguntó Damen, a su espalda.
Kassiani se dio la vuelta, intentando esbozar una sonrisa.
–¿Y tú? ¿Te arrepientes? No soy la mujer que tú querías.
–No –respondió él, sin vacilar.
–Entiendo que te sientas decepcionado. Elexis es muy bella.
–Se parece a tu madre.
–Y yo me parezco a mi padre.
–No elegí a Elexis por su belleza.
Kassiani esbozó una sonrisa. No lo creía ni por un momento.
–En cualquier caso, supongo que eso ya da igual, ¿no?
Él miró el cabo Sunión, brillante y dorado, con el famoso templo de mármol construido en el año 440 a.C. Era increíble que todavía permaneciese en pie.
–Me imagino que tendrás hambre.
–¿Tengo aspecto de pasar hambre? –bromeó Kassiani
Él la miró en silencio un momento.
–Pediré que te traigan una bandeja.
–¿Tú no vas a comer nada?
–Tengo que atender unos asuntos.
Era su noche de bodas, pero no quería cenar con ella. No debería molestarla. Era la sustituta por obligación y él era el novio humillado. No debería sorprenderle que quisiera mantener las distancias.
–En ese caso, muchas gracias. ¿Puedo comer aquí fuera?
–Sí, claro. Pediré que preparen una mesa.
Kass iba a darle las gracias, pero Damen ya se había dado la vuelta y lo vio desaparecer con un nudo en la garganta.
Aquello no iba a ser fácil.
El despacho de Damen, en la cubierta del segundo piso, era similar a su dormitorio, con una pared de cristal, otra pared con estanterías llenas de libros, obras de arte de gran tamaño aquí y allá y un enorme escritorio mirando al mar.
Anhelaba el mar. Solo mirando el mar, el horizonte, podía relajarse y respirar a gusto.
Comió algo mientras estudiaba el acuerdo que había en la pantalla de su ordenador. Un acuerdo que se remontaba a tres años atrás, aunque la discusión sobre la fusión con Dukas había empezado cinco años antes, cuando Elexis todavía estaba en la universidad. Fue Kristopher quien le propuso ese matrimonio concertado, sugiriendo una fusión que los convertiría en un poderoso emporio que controlaría rutas de navegación por todo el mundo.
Damen se había sentido intrigado, pero no lo suficiente porque conocía la reputación de Kristopher Dukas, que solía hacer tratos demasiado apresurados y ambiciosos.
También él era ambicioso, pero llevaba su negocio con integridad. Sin embargo, dos años después, cuando supo que Kristopher estaba ofreciendo a su hija de nuevo a otro armador griego, viajó a San Francisco para discutir un matrimonio que podría ser beneficioso para los dos.
Damen no sentía nada por Elexis, a quien apenas conocía. Solo era un medio para lograr un fin. Y, sin embargo, cuando por fin la conoció pensó que, además de ser una buena esposa y la madre de sus herederos, podría ser un activo valioso para él. La gente se sentía atraída por Elexis y eso sería muy útil para entretener a los clientes.
Ella podría dedicarse al aspecto social y, de ese modo, él podría concentrarse en los negocios.
El amor nunca había formado parte del acuerdo porque Damen no amaba a nadie. Necesitaba a ciertas personas en su vida para conseguir cosas. Respetaba a la gente que trabajaba para él, pero no toleraba debilidades. Cuanto más beneficioso fuese alguien, más lo valoraba. Era así de sencillo.
Era frío y no tenía sentimientos, pero jamás se disculparía por ser pragmático y estratégico.
Eso lo había llevado desde los olivares de Chios al timón de la Naviera Egeo, que se convirtió en Naviera Alexopoulos cuando el anciano señor Koumantaras murió. A la familia no le había gustado, pero Damen no tenía remordimientos. Los hijos de Koumantaras no querían trabajar en el negocio familiar. Lo único que querían era vivir de los beneficios. ¿Por qué iba a importarles que la empresa cambiase de nombre?
Algún día, la Naviera Dukas también perdería el nombre y sería parte de la poderosa Naviera Alexopoulos.
Damen cerró el ordenador para mirar el oscuro cielo por la ventana.
Las luces del templo de Poseidón se apagarían a medianoche, pero solo eran las diez y seguían encendidas.
Damen tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla, intentando calmar su mal humor. Detestaba que Kristopher Dukas hubiese jugado con él. Había tardado muchos años en aprender a controlar su mal carácter, su ira, pero aquel día estaba poniéndolo a prueba. Aquel día quería dar rienda suelta a su cólera.
Pensó en Kassiani en el dormitorio principal y cerró los ojos, sacudiendo la cabeza.
Debería dormir en un camarote para invitados. Lejos de él para que pudiese olvidarla.
Pero estaba en su habitación, esperando que volviese.
Se le encogió el estómago.
No la deseaba. No quería ofenderla, pero no la deseaba. Ella no era la novia que le había sido prometida. Kristopher le había prometido a su mejor hija y él había creído que cumpliría su palabra. Por eso había invertido en la Naviera Dukas, en la edificación de puertos en la Costa Oeste, en la construcción de nuevos barcos, sabiendo que esa inversión estabilizaría ambos negocios en el futuro.
Pero el matrimonio sería anulado.
Y, por lo tanto, el acuerdo no tendría validez.
Ya le había enviado un correo electrónico a su abogado para que empezase el proceso de disolución de la sociedad. Ahora solo tenía que devolver a Kassiani a su padre y encargarse del papeleo legal.
Cuando terminó de cenar, Kassiani volvió al interior del lujoso dormitorio principal. Damen tendría que volver en algún momento. Y entonces estarían solos.
Allí, en el dormitorio.
Tenía que encontrar confianza en sí misma para acostarse con él porque, si el matrimonio no era consumado, Damen lo anularía y los Dukas lo perderían todo.
Ella no era la hija favorita, pero era leal a su familia y quería proteger la empresa de su padre. Había aceptado casarse con Damen para que la Naviera Dukas no fuese destruida por interminables demandas legales. Y Damen podría destruirlos. Sus demandas de restitución dejarían a la empresa en la ruina.
Como había dicho su padre esa mañana, no podía devolverle el dinero a Damen. La boda debía tener lugar y el matrimonio debía ser consumado.
Y eso significaba que debía seducir a Damen esa noche.
Aunque no sería fácil. No solo porque era virgen, sino porque no tenía ninguna experiencia. Solo la habían besado una vez, un torpe beso tan húmedo y desagradable que no había querido volver a besar a nadie.
Comparado con ese violento asalto, el beso en la capilla había sido… emocionante. Cuando Damen le levantó la barbilla para besarla, Kass había sentido un cosquilleo de anticipación. Sus labios eran firmes y frescos y, sin embargo, ella había sentido un estremecimiento.
Temblaba de arriba abajo cuando se apartó, y se encontró deseando que el beso hubiese durado más.
Tal vez así habría sido capaz de procesar sus pensamientos y todas esas sensaciones desconocidas.
A ella le gustaban los datos, los análisis. La información era de gran ayuda y necesitaba más información.
¿Cómo iba a seducir a Damen cuando no sabía nada sobre el asunto? Por supuesto, sabía cómo era el cuerpo de un hombre porque había estudiado anatomía. Además, Internet estaba lleno de fotografías y películas.
Sabía que a los hombres les gustaba que una mujer hiciera un striptease bailando para ellos. Al parecer, eso los excitaba. Y también tener a las mujeres de rodillas, obedientes y dispuestas a complacerlos.
Kass intentó imaginarse de rodillas frente a Damen, con las manos sobre sus muslos, moviendo los dedos hacia la cremallera de su pantalón…
Esa imagen le provocó un torrente de sensaciones desconocidas: se le erizó la piel, se le hincharon los pechos y notó un latido entre los muslos. Estaba nerviosa y excitada al mismo tiempo.
Su mundo se había puesto patas arriba.
Había ido a Atenas cinco días antes esperando acudir a la boda de su hermana, pero el día de la ceremonia su padre la despertó muy temprano para decirle que debía suplantar a Elexis y casarse con Damen Alexopoulos.
Y ella, desesperada por conseguir la aprobación de su padre, lo había hecho. Ahora, en lugar de volver a San Francisco, debía permanecer en Grecia y ser la esposa de Damen Alexopoulos, un desconocido.
Kassiani se miró en el espejo. Seguía llevando el vestido de novia de Elexis y las costuras estaban a punto de reventar. Incluso llevando el corsé, el vestido era demasiado estrecho.
Nunca había soñado con el día de su boda, pero si lo hubiera hecho no habría elegido un vestido que la hacía parecer más voluptuosa y gruesa.
No, ella habría elegido algo sencillo, una túnica de satén con un hombro al descubierto para disimular su amplio busto. Sin capas y capas de tela, sin ese escote y sin pedrería.
Kassiani pasó los dedos por sus curvas. Sus pechos eran más que voluptuosos. Siempre había odiado sus anchas caderas, sus muslos y su estómago redondeado, como si practicase la danza del vientre a menudo en lugar de pasar horas corriendo en la cinta, paseando o haciendo ejercicio para parecerse a su hermana y a su madre.
Pero ella nunca sería delgada. Su aspecto era el que era y, aunque su marido estuviese decepcionado, tenía que demostrarle que pensaba ser una buena esposa, que era capaz de serlo.
Encontraría la forma de satisfacerlo.
¿Pero cómo?
¿Y si no conseguía excitarlo?
Kass sacó el móvil del bolso y, mientras intentaba quitarse el vestido, la faja y el corsé, tecleó en el buscador Cómo excitar a los hombres. Encontró varias páginas que ofrecían consejos sobre cómo complacer a un hombre en la cama. Desde Doce zonas erógenas que no deberían ser ignoradas al más práctico y útil artículo: Cinco trucos para el mejor sexo oral de tu vida.
Desnuda, se dirigió al cuarto de baño y, con cuidado para no mojarse el pelo, aún sujeto sobre la cabeza en un elaborado recogido, intentó quitarse las marcas del corsé, que no parecían dispuestas a desaparecer por mucho que frotase.
Después de ducharse se puso un albornoz blanco que colgaba de la puerta, se sentó en el borde de la bañera y empezó a leer todo lo que pudo sobre cómo complacer a un hombre.
Seguía leyendo cuando oyó un golpecito en la puerta del baño y se levantó de un salto para abrir, cerrando las solapas del albornoz con una mano.
–Me he puesto tu albornoz, espero que no te importe. Es que no he traído ropa.
Damen asintió con la cabeza.
–Kassiani… esto no va a funcionar. Le pediré a un auxiliar que busque algo de ropa y luego te llevaré de vuelta a la villa de Sunión.
Ella tragó saliva.
–¿Tan decepcionado estás?
–No, no es eso.
–Entonces, ¿por qué me despides sin darme una oportunidad?
–Porque estaba comprometido con Elexis, no contigo.
–Pero Elexis se ha ido y yo estoy aquí.
–¡Las hermanas Dukas no son intercambiables!
–¿Porque no soy guapa como ella?
–Porque no eres dura como ella –Damen pronunció esas palabras con tal ferocidad que Kass dio un respingo–. Yo quería una esposa que no sintiera nada, una mujer a la que no pudiese hacer daño. No te conozco bien, Petra Kassiani, pero el instinto me dice que tú sientes profundamente.
Kass sintió que le ardía la cara de vergüenza porque tenía razón. Sentía profundamente, pero odiaba ese aspecto de su personalidad porque ella prefería el intelecto a las emociones.
–Entiendo qué clase de matrimonio quieres. No espero romance, ni flores, ni poesías…
–¿Ni ternura, ni amabilidad, ni paciencia?
–No creo que tú seas capaz de todo eso.
–Pues lo soy, te lo aseguro.
–Ibas a casarte con Elexis para salvar la Naviera Dukas.
–Iba a casarme con Elexis para desmantelar la Naviera Dukas.
Kass lo miró con los ojos muy abiertos.
–No te creo.
–Si te quedas, si te conviertes en mi esposa de verdad y el acuerdo se mantiene, no habrá Naviera Dukas en cinco años. Será la Naviera Alexopoulos.
Ella lo miró, escéptica, pero recelosa.
–¿Esa es tu forma de decir que debo volver con mi padre?
–Yo no soy nada para ti, Kassiani. Y tú no eres nada para mí.
–Me he casado contigo. Eres mi marido.
–Pero no me conoces. No me debes lealtad alguna.
–Prometí cuidar de ti y ser una buena esposa y pienso cumplir esa promesa.
–¿Aunque quiera destruir el negocio de tu padre?
Ella se tomó unos segundos antes de responder:
–Desde el principio esto era una fusión entre dos familias y dos negocios. El más poderoso siempre gana en las fusiones y tú eres el socio más fuerte, así que el cambio era inevitable.
Suspirando, Damen dio media vuelta para salir a la cubierta y Kass lo vio pasarse una mano por la cara una y otra vez. Estaba luchando consigo mismo, pensó.