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Heridas en el alma Melanie Milburne Su matrimonio estaba perdido… ¡Pero entonces él regresó a su vida! Solo por una noche Katherine Garbera Estaba a punto de obtener más de lo que había pedido.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 212 - septiembre 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-781-6
Portada
Créditos
Heridas en el alma
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Solo por una noche
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Si te ha gustado este libro…
HABÍA algo de irónico en llegar a la boda de tu mejor amiga como dama de honor con los papeles del divorcio en el bolso. Pero Juliette estaba decidida a no estropear el día de la boda de Lucy y Damon. Bueno, no solo el día de la boda, sino todo el fin de semana. En Corfú.
Y el marido del que se había separado era el padrino.
Juliette aspiró con fuerza el aire y trató de no pensar en la última vez que estuvo en un altar al lado de Joe Allegranza. Trató de no pensar en la cortísima ceremonia en la iglesia del pueblecito inglés frente a un puñado de testigos, el embarazo bastante obvio bajo el traje de novia vintage de su madre. El vestido que le picó durante todo el tiempo que lo llevó puesto. Trató de no pensar en la expresión de decepción de sus padres al ver a su única hija casarse con un completo desconocido tras haberse quedado embarazada en una aventura de una noche.
Trató de no pensar en su hija, la bebé que no llegó a respirar ni una sola vez…
Juliette se bajó del minibús y entró en el vestíbulo de la lujosa villa privada en Barbati Beach. La supereficiente organizadora de bodas, Celeste Petrakis, había planeado que la comitiva nupcial se alojara en la villa para que el ensayo general y otras actividades planeadas fueran lo más cómodas posibles. Juliette había pensado preguntar si podía quedarse en otro hotel cercano, porque no le apetecía encontrarse con Joe más de lo estrictamente necesario. Socializar educadamente con su exmarido durante el desayuno, la comida y la cena no era precisamente su escenario ideal. Pero la idea de enfadar a la organizadora de bodas, que lo tenía todo planeado al milímetro, le daba terror.
Juliette había pensado incluso en algún momento declinar el honor de ser la dama de honor de Lucy, pero eso habría hecho pensar a todo el mundo que no había superado lo de Joe.
Y desde luego que lo había superado. De ahí los papeles del divorcio.
–Bienvenida –la azafata elegantemente vestida la saludó con una sonrisa deslumbrante–. ¿Su apellido, por favor?
–Branco… digo… Allegranza –Juliette lamentó no haber cambiado oficialmente su apellido para recuperar el de soltera.
¿Por qué no lo había hecho? De hecho, seguía sin entender por qué había adoptado el de Joe en un principio. Su matrimonio no había empezado de forma normal. No hubo citas, ni cortejo, ni manifestaciones de amor. Nada de declaraciones románticas. Solo una noche de sexo salvaje y luego el hasta luego y gracias por los recuerdos. Ni siquiera se habían dado los números de teléfono. Cuando Juliette reunió el valor para buscar a Joe y decirle que estaba embarazada, él había insistido en casarse con ella. Solo habían vivido juntos como marido y mujer un total de tres meses. Tres meses de matrimonio y luego todo terminó… como el embarazo.
Pero cuando Joe firmara los papeles y se completara el divorcio, podría librarse por fin de su apellido. Sería libre de seguir con su vida, porque estar atrapada en aquel limbo era un asco. ¿Cómo iba a superar alguna vez el proceso de duelo sin tachar con una gruesa línea negra su tiempo con Joe?
Tenía que seguir adelante.
La recepcionista tecleó algo en el ordenador.
–Aquí está. J. Allegranza–. ¿Y la J corresponde a…?
–Juliette.
¿Por qué Lucy no le había dicho a la organizadora de la boda que Joe y ella estaban separados? ¿O acaso Damon y ella confiaban en que volverían a estar juntos por arte de magia?
Nada más lejos de la realidad. No tendrían que haber estado juntos desde un principio.
Si su amor de la infancia, Harvey, no hubiera optado por dejarla en vez de declararse, como Juliette esperaba, nada de todo aquello habría sucedido. Sexo de rebote con un guapo desconocido. ¿Quién habría pensado que ella era así? No era la clase de chica que se acercaba a hablar con hombres guapos y desconocidos en los bares pomposos de Londres. No era chica de aventuras de una noche. Pero aquella noche se había convertido en otra persona. Las caricias de Joe la habían convertido en otra persona.
Nota para sí misma: no pensar en las caricias de Joe. No hacerlo.
Su corta relación no iba a tener un final de cuento de hadas. ¿Cómo iba a tenerlo, si la única razón por la que se habían casado ya no existía?
Estaba muerta y enterrada, eternamente dormida en un pequeño ataúd blanco en un cementerio de Inglaterra.
–Su suite está preparada –dijo la recepcionista–. Spiros le bajará el equipaje del minibús.
–Gracias.
La recepcionista le dio una llave de tarjeta y le señaló los ascensores que estaban al otro lado del inmenso suelo de mármol.
–Su suite está en la tercera planta. Celeste, la organizadora de la boda, se reunirá con la comitiva nupcial para tomar una copa hoy a las seis de la tarde en la terraza y hablar del ensayo y el horario de la boda.
–Entendido –Juliette asintió educadamente con la cabeza y curvó ligeramente los labios, que era lo que más se acercaba a una sonrisa para ella en aquellos días.
Agarró la llave, se colocó la bolsa de viaje al hombro y se dirigió a los ascensores. Los papeles del divorcio asomaban por la parte superior de la bolsa, recordándole su misión de matar dos pájaros de un tiro.
Dentro de siete días, aquel capítulo de su vida habría terminado por fin.
Y no tendría que volver a pensar nunca en Joe Allegranza.
Solo había una cosa que Joe Allegranza odiara más que una boda, y era un funeral. Ah, y los cumpleaños… el suyo, en particular. Pero no podía rechazar la invitación de ser el padrino de su amigo, aunque eso significara encontrarse cara a cara a su mujer, de la que estaba separado, Juliette.
Su mujer…
Resulta difícil creer que aquellas dos palabras todavía tuvieran el poder de abrirle un agujero en el pecho, un agujero doloroso que nada podía llenar. No podía pensar en ella sin sentir que había fallado de todas las maneras posibles. ¿Cómo había permitido que su vida se escapara a su control tan rápidamente?
A él, que era el rey del control. La mayor parte del tiempo podía tenerla lejos de su mente. La mayor parte del tiempo. Se refugió en el trabajo como algunas personas lo hacían en el alcohol o la comida. Había construido su carrera de ingeniería global gracias a su habilidad para arreglar fallos estructurales. Analizar pericialmente puentes y estructuras rotas y, sin embargo, no fue capaz de hacer nada para reparar su matrimonio roto.
Quince meses de separación, y no había seguido adelante con su vida. No podía. Era como si un muro invisible hubiera surgido delante de él, bloqueándolo. Miró el anillo de boda que todavía llevaba en el dedo. Podría habérselo quitado y haberlo guardado en la caja fuerte, como hizo con los anillos que Juliette dejó atrás. Pero no lo hizo.
No tenía muy claro por qué. Evitaba a toda costa pensar en el divorcio. La reconciliación era igual de desalentadora. Estaba atrapado en tierra de nadie.
Joe entró en la zona de recepción de la lujosa villa donde se iba a celebrar la boda y fue recibido por una sonriente recepcionista.
–Bienvenido. ¿Su nombre, por favor?
–Joe Allegranza –se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de la camisa–. La organizadora de la boda hizo la reserva.
La recepcionista escudriñó la pantalla y fue bajando con el ratón.
–Ah, sí. Ahora la veo. Me la había saltado porque pensé que la reserva era solo para una persona –la mujer sonrió todavía más–. Su esposa ha llegado hace una hora.
Su esposa. Joe sintió una losa en el pecho y le costó trabajo volver a respirar. Más que su esposa, habría que llamarla «su fracaso». ¿No le había llegado a la organizadora el correo sobre su separación?
La idea se le filtró a través de una grieta de la mente como una fisura en una roca, amenazando con desestabilizar su decisión de mantener las distancias.
Un fin de semana compartiendo suite con la mujer de la que se había separado.
Durante un segundo consideró la posibilidad de señalar el error de la reserva, pero primero dejó que su mente vagara… Podría volver a ver a Juliette. En persona. A solas. Podría hablar con ella cara a cara sin que ella se negara a responder a su llamada ni bloqueara sus mensajes. No le había respondido ni una sola vez. Ni una. La última vez que la llamó para decirle que había organizado un evento solidario para la fundación Muerte fetal, escuchó un mensaje informando de que no se podía conectar con aquel número.
Lo que significaba que Juliette ya no quería conectar con él. Su conciencia se despertó y le señaló con un dedo acusador.
«¿En qué diablos estás pensando? ¿No has causado ya suficiente daño?».
Ya era bastante locura estar allí para la boda, y mucho más pasar tiempo con Juliette, especialmente a solas. Le había arruinado la vida, igual que había hecho con su madre. ¿Tenía una maldición en lo que se refería a las relaciones? Una maldición que le había caído el día que nació: el mismo día que su madre había muerto. Su cumpleaños: el día de la muerte de su madre. ¿Acaso no era aquello una maldición?
Joe se aclaró la garganta.
–Debe haber algún error. Mi… mujer y yo estamos separados –odiaba decir aquella palabra tan fea. Odiaba admitir que era básicamente culpa suya que su mujer hubiera puesto fin a su matrimonio.
La recepcionista frunció el ceño.
–Oh, no… quiero decir, que siento lo de su separación. Y también tener que decirle que no nos quedan habitaciones libres…
–No pasa nada –Joe sacó el móvil–. Reservaré en otro sitio.
Empezó a bajar el dedo por las opciones del servidor. Tenía que haber hoteles de sobra disponibles. Dormiría en un banco del parque o en la playa si era necesario. De ninguna manera iba a compartir habitación con Juliette. Demasiado peligroso. Demasiado tentador. Demasiado todo.
–No creo que encuentre nada disponible –dijo la recepcionista–. Hay varias bodas en esta zona de Corfú durante el fin de semana, y además, Celeste quiere que todo el mundo esté cerca para darle a la boda un ambiente familiar. Se llevará un gran disgusto al saber que ha cometido un error con su reserva. Está trabajando muy duro para que la boda de su primo resulte realmente especial.
Joe recordó algo que Damon le había dicho sobre su joven prima, Celeste. Aquella boda era su primera incursión en el mundo laboral tras una larga batalla contra la leucemia. Y él no quería ser quien lo estropeara.
–De acuerdo, no le diga nada a Celeste hasta que encuentre un alojamiento seguro. Daré una vuelta y veré qué puedo encontrar.
Él se dedicaba a arreglar problemas, ¿verdad? Esa era su especialidad, arreglar problemas que nadie más podía arreglar.
Y arreglaría este o moriría en el intento.
Joe volvió a salir al sol y pasó casi una hora frustrándose más y más cada vez al ver que no había ningún alojamiento libre. Le resbalaban gotas de sudor por la frente y la espalda. Durante un momento sopesó incluso la posibilidad de hacer una oferta para comprar una propiedad para no enfrentarse a la alternativa de compartir habitación con su exmujer. Desde luego, tenía dinero para comprar todo lo que quisiera.
Excepto la felicidad.
Excepto la paz de espíritu.
Excepto la vida de su hijita…
El teléfono estaba casi sin batería cuando finalmente reconoció la derrota. No había nada disponible en un radio razonable. El destino había decidido que Joe compartiera habitación con Juliette.
Pero tal vez había llegado el momento de hacer algo respecto a su matrimonio. Mantener las distancias no había solucionado nada.
Tal vez aquella fuera una oportunidad para ver si había algo que él pudiera hacer o decir para poner un broche definitivo a su situación.
Joe volvió a la zona de recepción y la joven recepcionista le dedicó una sonrisa de «ya te lo dije».
–¿No ha habido suerte? –le preguntó.
–No –la suerte y Joe nunca habían sido buenos amigos. Enemigos, más bien
–Aquí tiene su llave –la recepcionista se la dio–. Espero que disfrute de su estancia.
–Gracias –Joe agarró la llave y se dirigió al ascensor.
¿Disfrutar de su estancia? Le daba terror volver a ver a Juliette sabiendo que era en gran medida responsable de su dolor, de su enorme tristeza. Pero al menos así, en la intimidad de su suite podría hablar con ella sin público. Le diría lo que tenía que decirle… y así los dos podrían seguir adelante con sus vidas.
JULIETTE se dio una ducha refrescante y se puso un esponjoso albornoz y un toalla a modo de turbante en el pelo. El albornoz tenía sus iniciales bordadas en la pechera derecha: J.A. Y era una pena, porque el albornoz era divino y odiaba la idea de tener que regalarlo. Pero a lo mejor cuando volviera a casa podría quitarle las letras y bordarle J.B.
Estaba claro que la organizadora de la boda había tirado la casa por la ventana. Había bombones artesanos con los nombres de los novios en la mesilla de noche, además de botellas de agua con la foto de la feliz pareja. Resultaba difícil mirar la sonrisa feliz de su amiga en la foto y no sentir envidia. ¿Por qué no pudo encontrar ella un hombre que la amara como Damon amaba a Lucy?
Juliette había creído que su ex, Harvey, la había amado. ¿Cómo había podido estar tan ciega tanto tiempo? Harvey había dicho tantas veces aquellas dos palabras y, sin embargo, no habían significado nada.
Ella no había significado nada.
Y Joe tampoco la había amado, pero al menos no le había mentido al respecto. Su relación no había sido por amor, sino una solución conveniente al problema de su embarazo accidental. Un matrimonio por deber. Un acuerdo sin amor para ofrecerle un hogar seguro y un futuro a su hijo. Juliette lo supo desde el principio, pero de todas formas se casó con él porque no podía soportar la expresión de decepción de sus padres. La decepción que había visto en sus rostros durante toda su vida, en cada informe del colegio, cada resultado de los exámenes, cada vez que no conseguía su aprobación… Cada vez que no conseguía alcanzar los estándares de sus hermanos mayores. Y sus padres, con sus múltiples carreras universitarias. Su misma existencia había sido un error. Era la hija de un matrimonio de edad media que creía que sus días de crianza habían terminado. Y realmente habían terminado, así que entregaron el cuidado de Juliette a una variedad de niñeras.
Juliette se llevó la mano al vientre plano y sintió una punzada de dolor al pensar en la preciosa vida que había alimentado allí durante siete meses. Tal vez su bebé hubiera sido un accidente, pero jamás pensaría en Emilia como un error. Dios, no debería decir su nombre ni en la mente. Le producía demasiado dolor, demasiado angustia pensar en su cuerpecito arrugado sus bracitos que nunca la abrazarían…
Juliette se centró en lo que tenía que hacer, decidida a controlar sus emociones. Tenía que seguir adelante, procesar el dolor de la mejor manera posible. Parte del proceso era superar aquel fin de semana y darle los papeles del divorcio a Joe.
Seguía pensado qué vestido ponerse para la copa y el ensayo y tenía las opciones desplegadas sobre la cama. Una cama muy grande con almohadas suaves y sábanas de algodón egipcio. Se parecía a la cama en la que Joe y ella habían tenido aquella aventura que había desafiado la escala de Richter del sexo.
Una noche que no podía borrarse de la cabeza ni del cuerpo.
Se apartó de la cama y agarró la bolsita de maquillaje de la maleta abierta. Necesitaba una armadura, y no solo del tipo cosmético. Necesitaba una armadura de rabia. La rabia era ahora su amiga. Su constante compañía. Bullía en su pecho como la lava de un volcán en erupción. La rabia era su manera de atravesar la capa de desesperación que casi acabó con ella tras perder a su bebé al séptimo mes de embarazo. Una desesperación tan profunda que había arrancado de su vida hasta la última partícula de luz. La felicidad era algo que vivían los demás. Ella no. Nunca. Una parte de ella había desaparecido.
Estaba rota. Hecha añicos.
Y nada ni nadie podría recomponerla.
Juliette iba de camino al baño desde la habitación para maquillarse cuando escuchó que llamaban a la puerta de la suite con energía. Pensó que se trataría del servicio de habitaciones que traía el té que había pedido hacia un rato.
–Adelante –dijo en voz alta–. Déjelo sobre la mesa. Gracias.
Y volvió a entrar en el baño y cerró la puerta.
Escuchó cómo se abría la puerta de la suite y el sonido de lo que parecía un carro. Luego la puerta volvió a cerrarse con fuerza.
¿Tendría que haberle dado una propina al camarero? Seguramente no, porque iba vestida con un albornoz, aunque fuera la tela más suave que le había rozado jamás la piel. Y tampoco es que tuviera mucho dinero para andar repartiendo propinas. Se negaba por principio a tocar la obscena cantidad de dinero que Joe ingresaba cada mes en su cuenta bancaria. ¿Dinero culpable?
No. Aquellos eran fondos de alivio. Del alivio de Joe. No había llegado a tiempo para el parto, pero cuando llegó media hora más tarde, Juliette no vio a un padre afligido por la muerte de su hija. Vio el alivio reflejado en sus facciones. Vio a un hombre aliviado porque la farsa de su matrimonio ahora tenía una excusa para terminar.
Su bebé había muerto, y con ella toda esperanza de seguir juntos.
Habían sido una mala pareja desde el principio. ¿No lo había sabido Juliette a cierto nivel? Joe era sofisticado y superinteligente. Un hombre hecho a sí mismo que solo rendía cuentas ante él. Su frío distanciamiento la había atraído peligrosamente como una polilla a la luz de una vela.
Y al final la había quemado. Incluso después de tres meses viviendo juntos como marido y mujer, Joe siempre mantenía una distancia emocional, lo que había reforzado todos los miedos que Juliette albergaba respecto a sí misma. Reflejaba la distancia emocional que había vivido con sus padres cuando era niña. La sensación de no ser suficiente para ellos, ni lo bastante inteligente ni lo bastante guapa. Siempre sintió que la mantenían a cierta distancia.
Juliette agarró el botecito de maquillaje, le quitó la tapa y suspiró. Joe había hecho lo mismo. Había viajado al extranjero la mayor parte del tiempo que estuvieron casados, dejándola sola en su villa de Positano. No había visto que hiciera ningún reajuste en su vida al casarse con ella. Había esperado que fuera Juliette quien los hiciera todos. Se había cambiado de país, había dejado a su familia y amigos atrás para vivir en una villa gigantesca sin otra compañía que el personal de servicio que enviaba una agencia de trabajo y por tanto rotaba constantemente. Ninguno se había quedado el suficiente tiempo para que Juliette pudiera aprenderse sus nombres.
Juliette volvió a suspirar. Por supuesto, ella siempre estaba allí esperando a Joe cuando regresaba, y no podía echarle la culpa a su relación física. Era tan excitante y placentera como siempre, pero Juliette no podía evitar la sensación de que Joe pasaba más tiempo fuera que en casa. ¿Qué decía eso de ella? ¿No había sucedido lo mismo con sus padres? Tantos viajes, congresos, dejándola sola en el internado.
Juliette se puso un poco de maquillaje para cubrir las oscuras sombras que parecía tener de forma permanente bajo los ojos.
Se puso después un poco de rímel, pero dejó el lápiz de labios para después del té. Se quitó la toalla de la cabeza y sacudió el cabello. Al mirarse en el espejo, no descubrió ninguna señal de que había tenido un embarazo de siete meses. Había recuperado su peso… bueno, su nuevo peso, porque su apetito no podía considerarse precisamente envidiable en aquella época. Le había crecido el pelo y lo tenía más fuerte tras caérsele mucho debido al estrés y las hormonas.
Parecía la misma persona… pero no lo era.
Juliette salió del baño y se dirigió a la zona de estar. Al instante vio el carrito del té al lado de una mesa, junto a la ventana. Exhaló un profundo suspiro de alivio. Una tetera como era debido con colador de plata. Nada de bolsitas de té rancias y agua tibia para los invitados a la boda.
Juliette podía aspirar los matices de bergamota del té Earl Grey de gran calidad… y algo más. Algo que le tocó una fibra sensible de la memoria e hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal.
Se giró y se encontró con su exmarido, Joe Allegranza, sentado en el sofá. Abrió la boca para gemir, pero el sonido se le quedó retenido en la garganta. Se llevó la mano al pecho para mantener a raya su agitado corazón.
–¿Qué diablos haces en mi habitación? –preguntó en un hilo de voz con el pulso latiéndole en las sienes.
Joe se levantó del sofá con expresión imposible de descifrar.
–Al parecer es nuestra habitación –su tono de barítono con acento italiano le provocó un nudo en el estómago.
Juliette frunció el ceño.
–¿Nuestra habitación? ¿Qué quieres decir con eso?
–Ha habido un error con la reserva.
Ella entornó los ojos hasta convertirlos en dos rayas.
–¿Un error?
Lo sabía todo sobre errores. Joe era el mayor de los que había cometido. Se abrazó a sí misma y lamentó estar desnuda bajo el albornoz. Ojalá tuviera una mayor protección contra aquel hombre alto y prácticamente desconocido que tenía delante. Necesitaba unos tacones altos para acercarse a su más de metro noventa de altura. Necesitaba tener la cabeza preparada para asumir lo guapo que estaba con aquellos vaqueros oscuros y la camisa azul cielo abierta a la altura del cuello que acentuaba su tono aceitunado.
Se quedó embobada viendo sus facciones, odiándose por ser tan débil. La mandíbula fuerte, los pómulos aristocráticos, las cejas negras como la tinta que enmarcaban unos ojos del color del carbón. La boca sensual que había provocado tal caos en sus sentidos desde el momento en que la sonrió, y más aún cuando la besó.
Pero no iba a pensar en sus besos.
No. No. No.
Ni en su increíble modo de hacer el amor.
No. No. No.
Lo que tenía que hacer era concentrarse en su rabia.
Sí. Sí. Sí.
–Juliette –su voz tenía una nota autoritaria que hizo que se pusiera tensa–. Tal y como yo lo veo, aquí tenemos dos opciones. Bajar, montar un lío y atraer toda la atención sobre nosotros, o aguantarnos y dejar las cosas como están.
Juliette descruzó los brazos y abrió los ojos de par en par.
–¿Te has vuelto loco? ¿Por qué no podemos bajar a recepción y decir que han cometido un error monumental? Pero espera… ¿esto no es un error de la organizadora de la boda? Celeste Petrakis es la que organizó el alojamiento. Le están pagando una suma impresionante de dinero para que se asegure de que todo vaya como la seda. Esto –puso el dedo entre ambos–. No es lo que yo llamo ir como la seda.
Joe frunció todavía más el ceño, se miró el brazo y se quitó una pelusa imaginaria. El brillo de oro del anillo de casado detuvo el corazón de Juliette durante un instante.
¿Todavía llevaba puesto el anillo? ¿Por qué? Ella había dejado el suyo en la villa de Positano, pero no pasaba un día en que no se pasara el pulgar buscándolo como un niño deslizaba la lengua por el espacio vacío de un diente caído.
Joe volvió a dirigir la mirada hacia ella.
–Celeste es la prima de Damon. Este es su primer trabajo tras haber sufrido un cáncer de sangre. Si hacemos un drama de esto, Dios sabe cuántos parientes se entristecerían. Los griegos son muy de la familia. Además, esta es la boda de Lucy y Damon y no quiero que atraigamos una atención innecesaria sobre nuestra situación.
Juliette se mordió el labio inferior, consciente de que había mucho de verdad en lo que estaba diciendo. Se suponía que la comitiva nupcial tenía que ser un grupo de apoyo, no los protagonistas del evento. Y tenía sentido no armar mucho revuelo teniendo en cuenta el tema de la salud de Celeste. Admiraba a la joven por su entrega y dedicación al trabajo.
Juliette no había sido capaz de ilustrar ningún otro libro infantil desde que perdió al bebé. Su editor y Lucy, que escribía los libros con ella, habían sido extremadamente pacientes, pero, ¿cuánto tiempo podría continuar esto?
–¿Y si uno de nosotros se queda en otra habitación? ¿En otro hotel? Hay muchos hoteles en…
–No –la interrumpió Joe con firmeza–. He pasado casi una hora tratando de encontrar algo sin éxito. Lucy y Damon querían que la comitiva nupcial estuviera en un único sitio. Y aquí no quedan habitaciones libres. Así que tendremos que compartir esta.
Juliette se dio la vuelta y empezó a recorrer la estancia abrazándose otra vez a sí misma.
–Esto es ridículo. No puedo creer que esté sucediendo. ¿Compartir contigo la suite durante un fin de semana? Es… impensable.
–Has compartido mucho más que una suite conmigo en el pasado. Nuestra primera noche juntos la pasamos en una habitación muy parecida a esta, ¿verdad?
Aquella afirmación tan seca disparó una tormenta de fuego en su cuerpo. No quería pensar en aquella noche y en cómo su cuerpo había respondido a él de un modo tan ávido. Cómo su sentidos se habían rendido a sus caricias. ¿Cuántas mujeres habrían disfrutado desde su ruptura de la presión de su boca, la delicada pero firme embestida de su cuerpo, la sensual caricia de sus manos? Una punzada de celos le atravesó el vientre, provocando un dolor tan profundo en su cuerpo que tuvo que contener un gemido.
Juliette le lanzó una mirada lo bastante furibunda para derretir la pintura de las paredes.
–¿Con cuántas mujeres has compartido habitación de hotel desde que nos separamos?
Algo atravesó las facciones de Joe como un ciclón.
–Con ninguna. Todavía estamos técnicamente casados, cara –afirmó él con un tono bajo y ronco.
Clavó la mirada en ella de un modo que Juliette encontró perturbador. Porque le resultaba casi imposible apartar los ojos.
Ella frunció el ceño y cerró y abrió la boca haciendo un esfuerzo por encontrar algo que decir. ¿Ninguna? ¿No había tenido amantes desde ella? ¿Qué significaba eso?
Tragó saliva y finalmente consiguió hablar.
–¿Has sido célibe todo este tiempo? ¿Durante quince meses?
Su media sonrisa le provocó una pequeña punzada en el corazón.
–¿Tan sorprendente te parece?
–Bueno, sí, porque eres… –Juliette guardó silencio. Sintió cómo se le sonrojaban las mejillas y apartó la vista.
–¿Qué soy?
Ella apretó los labios y volvió a mirarlo.
–Eres muy bueno en el sexo, y pensé que lo echarías de menos y querrías encontrar a alguien más, o a muchas más cuando rompimos.
–¿Tú has encontrado a alguien? –una línea de tensión recorrió la boca de Joe.
Juliette contuvo una carcajada. ¿Acostarse ella con alguien? La idea no se le había pasado siquiera por la cabeza. Lo que era extraño, si lo pensaba bien. ¿Por qué no lo había pensado? Se suponía que ya había superado a Joe. ¿No significaba eso que debería estar interesada en reemplazarlo? Pero sin saber por qué, la idea le resultaba repugnante.
–No, por supuesto que no.
Joe mantuvo la mirada fija en ella.
–¿Y por qué no? Tú también eres muy buena en el sexo. ¿No lo echas de menos?
Su tono profundo y grave era como melaza vertida sobre gravilla.
Juliette no solo tenía las mejillas sonrojadas… todo su cuerpo estaba en llamas. Llamas temblorosas de deseo renovado ardiendo en cada una de sus zonas erógenas. Zonas erógenas que reaccionaban ante la presencia de Joe como si se ajustaran a la perfección a su radar. El cuerpo de Juliette lo reconocía de mil maneras. Incluso su voz tenía el poder de derretirle los huesos. Su piel recordaba sus caricias como si las tuviera grabadas en cada poro. El anhelo de su contacto era como un latido de fondo en su sangre, pero cada vez que sus miradas se cruzaban le aceleraba el pulso.
Y tenía la sensación de que Joe lo sabía muy bien.
Juliette se pasó las palmas de las manos, repentinamente húmedas, por el frente del albornoz y se giró para darle la espalda.
–Esa es exactamente la razón por la que no quiero compartir habitación contigo este fin de semana.
–Porque todavía me deseas.
No era una pregunta, sino una afirmación grabada en piedra.
Juliette se giró para mirarlo, la rabia le subía como si fuera una olla exprés a punto de estallar. El cuerpo le temblaba, la sangre amenazaba con estallarle en las venas. ¿Debería mencionar los papeles del divorcio que le quemaban en la bolsa? La idea le pasó por la mente, pero la desechó. Tenía pensado dárselos cuando Lucy y Damon se hubieran marchado el domingo por la mañana a su crucero de luna de miel. Estropearía las celebraciones si se pronunciaba la odiosa palabra «divorcio».
Pero Joe había mencionado otra palabra peligrosa que empezaba también por D. Deseo.
–¿Crees que no puedo resistirme a ti? –la voz le tembló por el esfuerzo de contener la rabia.
Joe llevó la mirada hacia su boca como si estuviera recordando cómo le había complacido con ella en el pasado. Volvió a mirarla y Juliette sintió un nudo en el estómago.
–No quiero pelearme contigo, cara.
–¿Qué quieres entonces? –Juliette no tendría que haber hecho semejante pregunta, a juzgar por la respuesta del brillo de sus ojos color chocolate.
Joe acortó la distancia entre ellos con pasos mesurados, pero ella no se movió.
Sentía que no le funcionaban las piernas, que no podía recuperar la fuerza de voluntad, no podía pensar en una sola razón por la que no debería estar allí y disfrutar de la exquisita expectación de tenerlo lo suficientemente cerca como para tocarlo.
Joe le puso la mano en la cara y deslizó el dedo índice por la curva de su mejilla por debajo de la oreja hasta la barbilla. Fue un contacto de lo más ligero, apenas un roce, pero cada célula de su cuerpo se despertó como un corazón muerto con las palas de un desfibrilador.
Cada gota de sangre de sus venas se puso las zapatillas de correr. Cada átomo de su fuerza de voluntad se disolvió como una aspirina en el agua. Podía oler las notas de lima de su loción para después del afeitado. Podía ver la sombra sensual de la barba incipiente de su mandíbula cincelada, y Juliette tuvo que apretar los puños para evitar tocarlo.
–Adivina lo que quiero hacer –la voz de Joe era áspera y tenía la mirada entrecerrada. El aire se cargó de pronto de posibilidades eróticas.
Juliette sintió cómo su cuerpo se balanceaba hacia él como si alguien la estuviera empujando inexorablemente desde atrás. Ya no tenía los puños cerrados, sino plantados en la dura pared de su pecho, la parte inferior de su cuerpo pulsando con deseo. Joe le puso las manos en las caderas, el calor de sus dedos grandes se deslizó por su piel con la potencia de una droga poderosa. Su mirada, oscura como la noche, se dirigió a su boca, y no pudo evitar humedecerse los labios con la punta de la lengua.
Joe aspiró con fuerza el aire como si su acción hubiera activado algo primitivo en su interior, algo fiero. La atrajo todavía más cerca, la apretó contra la pelvis, y el cuerpo traicionero y necesitado de Juliette se encontró con su dura entrepierna.
La boca de Joe fue a parar a escasos milímetros de la suya.
–Esto nunca fue un problema entre nosotros, ¿verdad, cara? –su aliento fresco a menta le acarició los labios, y su fuerza de voluntad se rindió ante la situación.
A Juliette le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que se le iba a salir del pecho.
–No hagas esto, Joe… –la voz no le salió ni con la mitad de fuerza que pretendía.
Joe frotó suavemente la nariz contra la suya, un toquecito de piel con piel que provocó una oleada de deseo en todo el cuerpo de Juliette.
–¿Qué estoy haciendo? Mmm… –los labios de Joe rozaron las comisuras de los suyos. No llegó a ser un beso propiamente dicho pero casi, y sus labios se estremecieron.
Juliette entreabrió los labios y bajó las pestañas, su boca se acercó a la suya, pero entonces le surgió una señal de stop en la mente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Suplicarle prácticamente un beso como si fuera una adolescente enamorada por primera vez? Aspiró con fuerza el aire y dio un paso atrás, mirándolo fijamente.
–¿Qué diablos crees que estás haciendo? –nada como intentar desviar la atención de su propia debilidad.
La fría compostura de Joe fue un insulto añadido a las confusas emociones que le atravesaban el cuerpo.
–Solo te habría besado si tú hubieras querido. Y querías, ¿no es verdad, cariño?
Juliette quería darle una bofetada. Quería clavarle las uñas en la cara. Quería darle patadas en las espinillas hasta que se le destrozaran los huesos. Pero lo que ocurrió fue que los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió como si le estuvieran apretando el pecho con un torniquete.
–Te… te odio –la voz se le quebró en la garganta–. No te haces idea de cuánto.
–Tal vez eso sea algo bueno –la expresión de Joe volvió a transformarse en una máscara estática. Ilegible. Inalcanzable.
¿Por qué no estaba Juliette intentando librarse de su agarre? ¿Por qué no ponía distancia entre sus cuerpos? ¿Por qué sentía como si aquel fuera el lugar al que pertenecía, entre la cálida protección de sus brazos?
Alzó la vista para mirarlo muy despacio, tenía las emociones tan emboscadas que no era capaz de encontrar la rabia. ¿Dónde estaba la rabia? La necesitaba. No podía sobrevivir sin la rabia corriéndole por las venas. Parpadeó para librarse de las lágrimas, decidida a no llorar delante de él.
–No sé cómo manejar esta… situación –tragó saliva y dirigió la mirada hacia el cuello de la camisa de Joe–. No quiero estropear la boda de Lucy y Damon, pero compartir esta suite contigo es… –se mordió el labio inferior, incapaz de expresar su miedo con palabras.
Joe le levantó la barbilla con un dedo y clavó la mirada en la suya.
–¿Y si te prometo que no te besaré? Eso te tranquilizaría, ¿verdad?
«¡No! Quiero que me beses».
Juliette se quedó impactada consigo misma. Sorprendida y avergonzada por sus ingobernables deseos. Se apartó de Joe y se rodeó el cuerpo con los brazos antes de sentir la tentación de traicionarse todavía más.
–Bien. Eso suena razonable. Vamos a poner algunas reglas básicas.
Estaba orgullosa de su tono de voz ecuánime. De haber recuperado la fuerza de voluntad.
–Nada de besos. Ni nada de tocarse.
Joe asintió despacio.
–Me parece bien –se dirigió al sofá y se sentó, cruzando un tobillo sobre otro.
¿Le parecía bien?
Toda la parte femenina de Juliette se sintió ofendida por la facilidad con la que aceptó las normas.
¿No podría haberse resistido un poco?
Pero tal vez Joe tenía a alguien más a quien quería besar y tocar y hacer el amor ahora. Tal vez estaba cansado del celibato y se veía preparado para seguir adelante con su vida. Después de todo, habían pasado quince meses. Era mucho tiempo para que un hombre en su apogeo sexual estuviera sin una amante. Juliette sintió una opresión en el pecho que le bajó directamente al estómago. Se le formaron varios nudos que le dificultaban la respiración.
Debía hacer un esfuerzo por contenerse. No tenía derecho a estar celosa. Ella había puesto fin a su matrimonio. Tenía los papeles del divorcio en la bolsa, por el amor de Dios.
–Bien –murmuró con los dientes apretados–. Pero por supuesto, eso nos deja con el problema de qué vamos a decirles a Lucy y a Damon cuando se den cuenta de que estamos compartiendo suite.
Juliette se acercó al mueble bar y sacó una botella de agua. Le quitó el tapón y se sirvió un vaso. Lo agarró y se giró para mirarlo.
–¿Alguna sugerencia?
La expresión de Joe seguía siendo inescrutable, pero percibió un recelo interior. Su postura era demasiado despreocupada, demasiado relajada y contenida.
–Podríamos decir que estamos dándole una oportunidad a la reconciliación.
Juliette le dio un sorbo al vaso de agua para no dejarse llevar por la tentación de arrojárselo a la cara. Luego lo dejó con un golpe seco sobre la encimera.
–¿Una reconciliación? ¿Para un matrimonio que no tenía que haber existido desde un principio?
Un nudo de tensión apareció en la boca de Joe. Tenía los ojos clavados en ella.
–No fui yo quien rompió nuestro matrimonio.
Juliette se acercó a las ventanas que daban a las dunas blancas de arena y el agua turquesa de la playa. Aspiró con fuerza el aire.
–No, porque tú ni siquiera estabas implicado en él desde el principio.
El silencio se hizo tan largo que fue como si el tiempo se hubiera detenido.
Juliette escuchó el sonido de la ropa de Joe cuando se levantó del sofá. Contó sus pasos a medida que se acercaba a ella, pero no se dio la vuelta. Joe se colocó a su lado con la mirada clavada en la playa, como ella.
Tras un largo instante, Joe giró la cabeza para mirarla con labios apretados.
–Si fueras sincera verías que tú tampoco estabas ahí del todo, Juliette. Todavía estabas olvidando a tu ex. Por eso nos conocimos, porque no podías soportar la idea de pasar sola la noche en la que él iba a casarse con la que considerabas tu amiga.
Juliette deseó poder negarlo, pero cada palabra que había dicho Joe era cierta. La traición de Harvey la había destrozado. Salían juntos desde que eran adolescentes. Hacía meses que tenía una aventura con Clara, y Juliette no lo había visto venir ni por asomo. La noche que pensó que Harvey le iba a pedir matrimonio, él le dijo que la dejaba. Harvey Atkinson-Lloyd, la elección de sus padres como marido perfecto para su única hija. La hija que, a diferencia de sus exitosos hermanos Mark y Jonathon, no había conseguido hacer nunca nada para ganarse su aprobación.
Juliette apretó los dientes, dividida entre la rabia que sentía hacia Joe por haber señalado su estupidez y la ira hacia sí misma por hacer que una situación mala fuera todavía peor al haberse acostado aquella noche con él.
Se giró para mirarlo con la barbilla levantada y los ojos echando chispas.
–¿Y cuál es tu excusa para haberte ido conmigo aquella noche? ¿O tienes la costumbre de acostarte con desconocidas totales cuando estás trabajando en Londres?
Una emoción cruzó el rostro de Joe como una interrupción. Una pausa. Un reajuste.
–Era el aniversario de la muerte de mi madre.
Su tono era frío, sin intención. Pero había una nota de tristeza bajo la superficie.
Juliette lo miró sin comprender.
–Pero no lo entiendo… me habías dicho que tu madre emigró a Australia. ¿No era esa la razón por la que no vino a nuestra boda?
–Esa es mi madrastra. Mis padres están los dos muertos.
¿Lo había entendido mal Juliette cuando estaban juntos? Intentó recordar la conversación, pero no se acordaba de un solo detalle. Sabía que su padre había muerto unos años atrás, pero Joe no había mencionado apenas a su madre. Tenía la sensación de que era un tema del que no quería hablar mucho, y por eso no había insistido. No habían hablado demasiado de sus familias, sobre todo porque Joe pasaba mucho tiempo fuera de casa. Sus breves y apasionados encuentros cuando volvía a casa entre viajes eran puestas al día físicas, no emocionales.
Juliette había deseado algo más que intimidad física, pero no supo cómo llegar a él. Había fracasado en todos sus intentos, y Joe siempre terminaba yéndose a cumplir otro compromiso laboral. Era como si percibiera la necesidad de conexión emocional de Juliette y le resultara extremadamente amenazadora. Pero siendo justa, ella también era bastante vaga respecto a sus propios asuntos familiares. No quería que Joe supiera lo fuera de sitio que se sentía en su brillante y académica familia.
–Lo siento –dijo frunciendo el ceño–. No debí escucharte correctamente cuando me hablaste de eso.
Los labios de Joe esbozaron una sonrisa que le llegó a los ojos.
–Mi padre volvió a casarse cuando yo era un niño. Pero cuando él murió, mi madrastra y mis dos hermanastros emigraron a Melbourne, donde ella tenía familia.
–¿Tienes contacto con ellos? ¿Teléfono? ¿Correos electrónicos? ¿Felicitaciones de cumpleaños… esas cosas?
–Lo imprescindible.
Juliette empezaba a darse cuenta de que no sabía mucho del hombre con el que se había casado con tanta precipitación. ¿Por qué no se había esforzado un poco más en ayudarlo a que se abriera? El repentino embarazo la había lanzado a una espiral de emociones. Y cuando por fin reunió el valor para llamarle y decírselo, Joe voló directamente a Londres y se presentó en su apartamento con una proposición de matrimonio. Una proposición que Juliette se había sentido obligada a aceptar para paliar algo de la vergüenza que había provocado en sus padres al quedarse embarazada tras una aventura de una noche.
Volvió a mirarlo, preguntándose cómo era posible estar físicamente tan cerca de alguien sin saber nada de él.
–¿Cuántos años tenías cuando murió tu madre?
Joe consultó el reloj y maldijo suavemente entre dientes.
–¿No tenemos esa historia de la copa pronto?
–Cielos –Juliette dijo una versión mucho más suave de la palabrota–. No estoy vestida y no me he peinado.
Joe agarró un mechón de su caballo castaño y jugueteó con él entre los dedos.
–Está precioso tal y como está –Joe bajó un tono la voz. Sus ojos eran de un negro infinito.
Juliette tragó saliva e hizo un esfuerzo por no mirarle la boca.
–Ejem. Me estás tocando. ¿Recuerdas las reglas?
Joe le soltó el mechón y dio un paso atrás con una sonrisa fría.
–¿Cómo iba a olvidarlas?
JOE SE pasó una mano por el pelo cuando Juliette se metió en el cuarto de baño. Nada de tocarse. Nada de besos. Sí, claro que podría atenerse a esas normas. Pero no había sido consciente de que sería tan difícil. Ya había sido bastante duro intentar borrar el recuerdo de su contacto cuando vivía a miles de kilómetros de distancia. Pero compartir una suite con ella ese fin de semana iba a poner a prueba su determinación de maneras en las que no estaba preparado.
No esperaba que la química siguiera allí. No esperaba que aquella punzada de deseo lo agarrara de un modo tan brutal. No esperaba sentir nada aparte de la culpabilidad por cómo habían sucedido las cosas entre ellos. La culpa seguía allí, extendiendo sus crueles tentáculos por su intestino como una enredadera venenosa y estranguladora. Tentáculos que le subían hasta el pecho y le rodeaban el corazón, apretándolo como un puño maligno.
Lo cierto era que casi había sentido alivio al ver que Juliette no respondía a sus mensajes y correos. Eso significaba que no tenía que enfrentarse al descarrilamiento que había provocado. Cuanto más avanzaba su embarazo, más tiempo pasaba Joe fuera de casa por trabajo. Un trabajo que sus empleados podrían haber hecho perfectamente en su nombre. Pero no, él había querido, había necesitado lanzarse a la distracción del trabajo porque ver cómo su hijo crecía en el vientre de Juliette le había aterrorizado en secreto. ¿Y si moría dando a luz? ¿Y si, como le había sucedido a su madre, sufría una complicación y nadie podía salvarla?
¿Había causado Joe la pérdida de su hija al no estar allí? ¿Había provocado su ausencia en Juliette un estrés innecesario? Mirar hacia atrás estaba muy bien, pero en su momento pensó que estaba haciendo lo correcto. No tenían una relación de amor. Se habían casado por el bien del bebé, y a Juliette le parecía bien el acuerdo. Ofrecer estabilidad y seguridad había sido el objetivo de Joe.
Y su objetivo desde la separación había sido canalizar sus esfuerzos en recaudar fondos para la investigación de la muerte al nacer. Aquella había sido su manera de lidiar con su propio dolor. Le parecía mucho más productivo que convertirse en un guiñapo como había hecho su padre. Joe quería el dinero recaudado para ayudar a otras personas, para evitar que otros sufrieran la devastación de perder a un hijo al nacer. La investigación era cara y los servicios de acompañamiento y consejo apenas contaban con fondos. Pero eso estaba cambiando como resultado de sus esfuerzos. Sus propias donaciones regulares y los programas de recaudación de fondos que había organizado ayudarían con suerte a reducir las muertes en el parto en todo el planeta.