E-Pack Jazmín Especial Bodas 1 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Jazmín Especial Bodas 1 E-Book

Varias Autoras

0,0
12,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Corazón al descubierto KAREN TEMPLETON ¡Aquel era el lugar perfecto para encontrar por fin el amor verdadero! El regreso de la novia CHRISTIE RIDGWAY Lo que empieza en Las Vegas… ¡acaba en amor! Una proposición de amor ALLISON LEIGH Solo fue un beso, destinado a librarse de un pretendiente no deseado. Y después, Gabriel Gannon le pidió a Bobbie Fairchild que se hiciera pasar por su prometida para conseguir la custodia de sus hijos. Un auténtico seductor RAEANNE THAYNE Él tenía una peligrosa reputación… Ella tenía que proteger la suya Grabado en el corazón MARIE FERRARELLA El rumor se había extendido por toda la ciudad: al guapísimo doctor Ben Kerrigan no solo se le daba bien atender a sus pacientes. La apuesta de la novia CHRISTIE RIDGWAY Y el premio era… ¿una boda?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Jazmin Especial Bodas, n.º 204 - julio 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-773-1

Índice

 

Portada

Créditos

Corazón al descubierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

 

El regreso de la novia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

 

Una proposición de amor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

Un auténtico seductor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

 

Grabado en el corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

 

La apuesta de la novia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 1

 

CON los ojos fijos en un corazón que alguien había grabado en la puerta hacía tiempo, Thea Benedict intentó cerrarse la cremallera de los vaqueros.

Imposible.

–¡Thea! –llamó Evangelista al otro lado de la puerta cerrada del servicio de señoras–. ¿Vas a salir antes del año que viene o qué?

–Sí, sí, sí –gritó Thea a su jefa, tirando hacia abajo de la horrible blusa que apretaba sus pechos.

Thea se dirigió al lavabo y observó su propia imagen, pálida como la muerte, en el estropeado espejo.

–¡Espero que no hayas enfermado por algo que hayas comido aquí!

Thea no quería ni oír hablar de eso. En esos día+s, el mero olor a comida mexicana le producía náuseas. Se lavó y secó las manos, se atusó el cabello rubio, que le llegaba por encima del hombro, y se puso un poco de brillo de labios.

Con las manos apretadas sobre la fría porcelana del lavabo, dejó escapar un suspiro. Johnny iba a tener los cachorritos que ella llevaba tanto tiempo esperando. Pero ¿cómo contarle a alguien con quien había roto hacía cuatro meses, alguien que agradecía a Dios no tener más que una hija, que estaba embarazada?

Thea esperaba con todo su corazón que él fuera lo bastante sensato como para no creer que se había quedado embarazada a propósito, pero con los hombres nunca se sabía. Quizá era cierto que había estado a punto de llegar a amarlo, pero no había llegado aún el día en que ella se propusiera atrapar a ningún hombre para casarse.

Ni para ninguna otra cosa.

Thea apretó los ojos, como si así pudiera calmar sus náuseas. Podía decir que no lo había sabido seguro, a causa de sus periodos irregulares y todo eso, pero no sería cierto. Lo que pasaba era que no había querido hacerse una prueba de embarazo porque… porque no quería.

–¡Thea! ¡Por favor!

Thea abrió de un portazo la puerta del servicio y Evangelista se apartó de un brinco hacia atrás sobresaltada.

–Dios mío. ¡Vas a asustar a los clientes con esa cara!

–¡Gracias, qué amable! –murmuró Thea sin enfadarse, pues sabía que su jefa era así de poco diplomática.

–¡No quiero que esparzas tus gérmenes por todas partes!

–Créeme, no es contagioso –repuso Thea, molesta.

–¿No?

–No –respondió Thea, y salió hacia el comedor, cuaderno de pedidos en mano, decidida a mostrarse alegre.

Así que se dedicó a sonreír, a bromear y a contener la respiración cuando servía los platos calientes de enchiladas, tamales y sopas a personas que conocía de toda la vida. Sin embargo, se sentía como si estuviera bajando sin frenos por una escarpada colina. Mientras la tarde avanzaba, se apoderó de ella una ciega determinación. No iba a dejar que un pequeño detalle, como estar embarazada de un hombre con el que nunca debió mezclarse, le hiciera irse abajo.

Pero horas más tarde, cuando aparcó su viejo todoterreno manchado de barro frente al destartalado rancho que Johnny Griego llamaba hogar y lo vio domando a un nuevo caballo entre los establos, su determinación comenzó a flaquear.

Thea miró hacia la casa, vieja, grande y sólida, salpicada por los últimos rayos del sol que se filtraban entre pinos y álamos. Muchas noches, se había sentado con Johnny y con su hija adolescente, Rachel, en el porche, observando la danza de relámpagos sobre la meseta o cómo el cielo se volvía en llamas momentos antes de que se ocultara detrás de docenas de montañas. Entonces, Thea había captado la mirada maravillada de Johnny porque aquello era todo suyo.

Andy Morales, el antiguo propietario del rancho, había sido más que el primer jefe de Johnny. También le había servido de modelo, pues el padre de Johnny los había abandonado a su madre y a él de niño. Thea no estaba segura de cómo Andy se había convertido en el padre adoptivo de Johnny, pero sabía que el que Andy le hubiera dejado el rancho a Johnny había sido un sueño hecho realidad para un hombre que una vez había vivido en una pequeña cabaña de adobe de dos habitaciones a las afueras del pueblo.

Con reticencia, Thea volvió a posar la mirada en el caballo y el hombre, cuyas siluetas resaltaban contra el vasto azul del cielo.

«Adelante», se dijo ella.

Thea salió del todoterreno, con los ojos fijos en el sólido y compacto cuerpo de Johnny, mientras él domaba con facilidad al poderoso semental. Bajo su sombrero de vaquero, Johnny ocultaba unos ojos mucho más jóvenes de lo que él era y una boca que podía decir más con un pequeño gesto de lo que la mayoría de los hombres podían decir con cien palabras. Una imagen que no tenía nada que ver con el muchacho inseguro que ella había conocido.

Johnny estaba demasiado lejos y demasiado inmerso en su tarea como para verla, pero ella se quedó casi sin respiración de todos modos. Saber lo lejos que él había llegado, todo lo que había superado… tenía que admitir que aquella seguridad tan duramente ganada lo hacía un hombre muy sexy. Pero, al acercarse a su corazón, al corazón del niño abandonado por su padre, del joven cuyo matrimonio había fracasado, la mayor parte de su seguridad se traducía solo en la férrea determinación de tener las cosas bajo control. A Johnny no le costaba tomar decisiones, cumplir sus promesas, mantener su palabra. Pero ¿y arriesgar su corazón?

De ninguna manera.

Thea arrugó la frente. Lo que iba a hacer no iba a ser agradable. Para ninguno de los dos. Había sido un error tener sexo con él, pensando que sería un modo de ejercitar, y exorcizar las hormonas sin tener que vadear un río de tumultuosas emociones. Al menos, ella había sido capaz de poner fin a sus encuentros mientras aún le había quedado un poco de sentido común, en el momento en que se había dado cuenta de que quería más de Johnny de lo que él nunca podría darle.

Algo que a Thea le había tomado por sorpresa, después de tantos años de estar tan a gusto sola.

Después de tantos años de negarse a llorar por un hombre.

Tomó aliento y miró hacia el potrillo.

–¡Thea!

Thea se giró y vio que la hija de Johnny se acercaba corriendo hacia ella, con los ojos brillantes con una mezcla de excitación y miedo. A ella se le encogió el corazón porque, aunque había roto con Johnny, no le había resultado tan fácil romper los vínculos con esa joven brillante y divertida a quien quería con todo su corazón.

La joven se lanzó a sus brazos, casi derribándola.

–Oh, tesoro… ¿qué pasa? –preguntó Thea, pensando que aún no se había acostumbrado a que Rachel se hubiera teñido su hermoso cabello moreno con una mezcla de mechas rubio platino y rosa.

Rachel se enderezó, poniéndose un mechón de pelo rubio detrás de su oreja llena de piercings.

–¿No has oído mi mensaje en tu buzón de voz?

–¿Qué? Oh, no… Apagué el teléfono mientras estaba en el trabajo y olvidé encenderlo de nuevo…

La joven agarró a Thea de la mano y la llevó hasta un lado de la casa, donde el olor de las lilas en flor lo invadía todo.

–¡Estoy embarazada!

–¿Qué? –preguntó Thea al fin, tras un momento de confusión.

–Jesse y yo vamos a tener un bebé –dijo la joven insensata, sonriendo. Luego, se puso seria y le apretó la mano a Thea–. Pero ¿cómo se lo voy a decir a papá? ¡Me matará!

De pronto, una imagen del mencionado novio, del que Johnny no era exactamente un fan, le vino a la cabeza a Thea. Un tipo voluminoso con la cabeza rapada, cuyo pasatiempo favorito era dejar que le clavaran en el cuerpo agujas cargadas de tinta coloreada…

–¡Tienes que ayudarnos a decírselo a papá!

–Uh… No creo.

–Por favor, Thea… Jess estará conmigo, pero…

–¡Llevo meses sin ver a tu padre!

–¿Y?

Thea respiró hondo, intentando parecer fuerte ante aquella adolescente suplicante.

–¿Y Jesse lo sabe?

–Claro que lo sabe, se lo dije en el momento en que lo descubrí. Él está encantado.

Ya. Toda aquella tinta para tatuajes debía de habérsele metido en el cerebro, se dijo Thea. Porque aquella era la única manera en que un niño de diecinueve años podía estar «encantado» de convertirse en padre.

–Viene de camino para acá. Me alegro mucho de que estés aquí… Espera un momento –dijo Rachel–. Si no habías escuchado mi mensaje, ¿por qué estás aquí?

–Yo… bueno, tengo algo que hablar con tu padre.

Algo que no pensaba hacer hasta que el bebé tuviera la edad de Rachel, se dijo Thea, cambiando de opinión, mientras oía la moto de Jesse llegando.

Jesse desmontó, como un toro un poco torpe, y Rachel miró a su novio y luego a Thea. Pareció pensarlo mejor, como si la noticia pudiera convertir a su padre en un asesino.

–¿Lo que tienes que decirle puede esperar?

–Claro –respondió Thea, pensando que sería muy cruel lanzarle al pobre hombre las dos bombas el mismo día. Aunque ella no tenía mucho tiempo porque estaba a punto de estallar todos los pantalones. Sin embargo, si tenía que elegir entre ocultarle a Johnny la verdad durante un poco más de tiempo o hacer que le diera un ataque al corazón, se quedaba con la primera opción.

Jesse se acercó a Rachel por detrás, tapando el sol, y Thea pensó que quizá el muchacho no estaba tan encantado con todo aquello como Rachel quería creer. Tenía una mirada aterrorizada. Entonces, la parejita comenzó a ponerse melosa y a hacerse arrumacos, al menos Rachel, pues Jesse seguía pareciendo un poco aturdido.

Thea se sintió un poco celosa… hasta que entró en razón. «Al menos yo no tengo diecisiete años», se dijo.

Lo que, sin embargo, no le sirvió de mucho consuelo.

Sobre todo cuando Johnny apareció de repente, tras dar la vuelta a una esquina de la casa, lleno de sospecha y con un aire protector. Miró a Jesse y también a Thea, con aspecto de preguntarles qué diablos estaba pasando.

–¿Qué ocurre aquí? –rugió Johnny.

Al oír su voz, Thea casi se atragantó.

 

 

–¿Que estás qué?

–Embarazada –repitió Rachel.

Johnny pensó que ni la coz de un caballo en la cabeza podría hacerle ver más las estrellas. De pie en el despacho de su padre, con los pies separados, con sus zapatos de plataforma, las manos dentro del bolsillo delantero de su camisola y unas mallas pegadas a la piel que pronunciaban todas sus curvas, Rachel era la imagen del desafío. La imagen de su madre.

Ella también había sido una chica de diecisiete años, su chica. Y Rachel no debía ni pensar en bebés, a no ser para hacer de niñera.

–Me prometiste que no ibas a enfadarte.

–¿Enfadarme? ¡Voy a estallar! –gritó Johnny, mientras recordaba los consejos de Andy, que siempre le decía que no montara un drama por cualquier cosita. Pero aquello no era cualquier cosita. Era todo un desastre–. ¿Durante cuánto tiempo me has estado mintiendo sobre que no tenías sexo?

–Johnny –dijo Thea despacio, en tono de advertencia, detrás de él.

–¿Crees que iba a hablarte de algo así? –repuso Rachel, llena de lágrimas.

«Mi hija. Embarazada». Se dijo Johnny, y miró hacia la otra mitad de aquella locura, el novio de su hija, que parecía querer caerse muerto y había tenido el buen sentido de ponerse colorado.

–Vamos, papá. Piensa un poco. Jesse y yo llevamos dos años juntos. ¿Pensabas que íbamos a esperar para siempre?

–Sí.

–Señor…

–Tú –dijo Johnny, apuntando a Jesse con el dedo–. Hablaré contigo después. Ahora mismo, esto es entre mi hija y yo.

–Señor –repitió Jesse, pálido, posando su rechoncha mano sobre el hombro de Rachel–. No quiero discutir con usted ni nada, pero es que el bebé de Rachel es mi hijo. Así que creo que eso me da voz y voto en el asunto.

–Bien –replicó Johnny, y se cruzó de brazos–. Dime cómo planeas cuidar de mi hija y tu bebé. ¡Ni siquiera vas a la universidad, por Dios!

–¡Papá! –gritó Rachel, mientras su novio miraba a Johnny aterrorizado–. ¡Eso no es justo!

–Aún no lo he pensado –repuso Jesse, tragando saliva–. Ya sabe… me acabo de enterar. Pero… –comenzó a decir, con su cabeza pelada llena de sudor–. Pero… pero sé que yo… –balbuceó, y miró a Rachel, que lo miraba llena de confianza y adoración–. Pensaré en algo, señor.

Johnny sintió náuseas de ver cómo su hija miraba a aquel tipo. Sin embargo, pensó, hacía falta tener agallas para presentarse delante de alguien tan furioso que era capaz de romper el establo entero con las manos, sobre todo cuando el muchacho debía de sentirse como atrapado en un triturador de basura… ¿Acaso aquello no le traía recuerdos?

Johnny había estado cruzando los dedos durante los últimos dos años, rezando para que la relación entre su hija y Jesse terminara. No tenía ni idea de qué habría visto su hija en aquel punky. Aunque, al menos, el chico tenía agallas.

–Papá –dijo Rachel en tono desafiante y, cuando su padre la miró, continuó–: Yo no estoy disgustada por el embarazo.

Rachel nunca había sido abiertamente rebelde, aunque era muy tenaz. Ella había sido quien había decidido volver a Tierra Rosa para ir al instituto y no había querido saber nada del colegio privado de Manhattan al que su madre había querido llevarla. Una decisión que para Johnny no había tenido sentido y, menos aún, para Kat. ¿Qué chica en sus cabales renunciaría a la buena vida de la mejor zona de Manhattan para volver a un pueblucho perdido de Nuevo México? ¿Para vivir con su padre, que apenas había ido al instituto, en su rancho, que apenas daba algún beneficio?, se preguntó él.

Una voz en su interior le dijo que tenía que hacer algo para arreglar las cosas.

Como si hubiera podido hacerlo hacía dieciocho años, se dijo.

–¿Y el instituto? ¿Y la universidad? Tenías muchas ganas de ir a Standford…

–El instituto termina dentro de tres semanas. Y lo de Standford era idea de mamá, no mía.

Johnny levantó las cejas, sorprendido ante la noticia.

–¿Y dónde vas a vivir? ¿Lo saben tus padres? –inquirió Johnny, mirando a Jesse, que se puso colorado de nuevo. Volvió a dirigirse a Rachel–: ¿Tu madre lo sabe? Dios, Rach, ¿habéis pensado en lo que esto puede significar, lo que tener un hijo implicará en vuestro futuro?

–¡Claro que lo he pensado! –exclamó Rachel.

–Por favor, no me digas que te has quedado embarazada a propósito –dijo Johnny, sintiéndose derrotado.

Sonrojándose, Rachel miró a su novio y luego a su padre.

–No exactamente. No pensé que fuera a suceder tan rápido.

–Oh, Rach, no –dijo Thea con voz baja y triste.

Johnny se giró para mirar a su antigua amante, que tenía un aspecto extrañamente vulnerable. Lo cierto era que al principio a él no le había gustado que Thea y Rach hubieran seguido siendo amigas después de su ruptura, pero, al final, se había alegrado. Sabía que su hija necesitaba algún tipo de presencia femenina en su vida diaria…

–Esa parte no me la habías contado –observó Thea con un suspiro.

–¿Tú lo sabías? –preguntó Johnny.

–Lo supe unos tres minutos antes que tú…

–Nadie quiere ocultarte nada, papá –dijo Rachel, y se puso colorada de nuevo cuando su padre volvió a mirarla–. Por eso estoy aquí ahora. Para decírtelo. Porque quería que lo supieras. Pero no tenemos todas las respuestas. Lo cierto es que no tenemos ninguna respuesta. Todavía no. Excepto… –comenzó a decir, y tomó a Jesse de la mano– que queremos casarnos.

–De ninguna manera –repuso Johnny.

–¡Papá!

–¿De veras crees que voy a dejar que cometas dos errores?

–¡Papá! ¡Estás siendo muy injusto!

–La justicia no tiene nada que ver con esto…

–Es mi vida –dijo Rachel, llorando–. Y, ahora que voy a tener un bebé, ya no eres quien para decirme lo que tengo que hacer. ¡Ni tú, ni mamá, ni nadie!

Entonces, Rachel salió corriendo de la habitación. Jesse, con aspecto confundido, fue tras ella, y Johnny se dejó caer en un banco de madera y hundió la cabeza entre las manos.

 

 

–¡Jesse! ¡Jesse! –Rachel agarró la mano de su novio mientras él marchaba a toda prisa por el camino de salida del rancho.

Jess apartó la mano y siguió yéndose.

–¡Oh, Dios! ¿Qué pasa?

–¿Qué pasa? –rugió Jess, girándose hacia ella cuando los dos llegaron al final del camino.

Rachel dio un paso atrás y contuvo el aliento. Nunca en su vida le había visto tan furioso. Nunca jamás.

–¿Estás loca? ¿Me pusiste una trampa para quedarte embarazada?

–¡No! –dijo ella, poniéndose roja–. Quiero decir, no del todo.

–¿Y qué diablos significa eso? –gritó Jesse, y señaló hacia la casa–. Me engañaste, Rach. ¡Y me dejaste como un tonto ahí dentro, delante de tu padre, que ya me odia bastante!

–No te odia, Jess…

–Aquella vez que nos quedamos sin preservativos me dijiste que no pasaría nada, pensé que tomabas medidas. ¿Y qué me dices ahora? ¿Me engañaste?

–Te dije que pensaba que no pasaría nada. Pero… ¿cuál es la diferencia? Siempre hablamos de casarnos, de tener hijos…

–Algún día, Rach. ¡No ahora! ¡Aún no! ¡No estoy preparado para ser padre! –gritó él, y tragó saliva–. Y el que me hicieras esto…

–¿Que te hiciera esto? ¡Eh, fuiste tú quien se sentía demasiado perezoso como para ir a la tienda a comprar preservativos!

–Habría ido, Rach, pero tú dijiste… –comenzó a repetir Jess, negando con la cabeza–. Tengo que irme. Ahora mismo no puedo hablar contigo…

Jess se dio media vuelta y se dirigió a su moto. Rachel corrió para alcanzarlo.

–¡Jess, lo siento! –gritó ella mientras su novio se subía a la moto y se ponía el casco–. Creí… creí que no pasaría nada.

–¿Por qué diablos creíste eso?

Por primera vez, Rachel sintió algo parecido al miedo.

–Oh, vamos, Jess… ¡los dos sabíamos que existía un riesgo! ¡Incluso cuando usas preservativos! Y tú dijiste que aceptabas el riesgo –dijo ella, intentando tocarlo mientras él encendía el motor–. ¡Decías que no importaba porque nos amábamos! ¡Jesse! –gritó mientras él se alejaba–. ¡Jesse!

Llena de lágrimas de furia, Rachel agarró un puñado de tierra y lo lanzó en dirección hacia la moto que desaparecía en la distancia.

Al mismo tiempo, se dio cuenta de que no podía culpar a nadie por aquel lío. Solo a sí misma.

Capítulo 2

 

–AQUÍ tienes –dijo Thea, sirviendo un vaso de whisky, maravillada de que no le temblara la mano.

Despacio, Johnny levantó su preocupada mirada hacia ella. Entonces, Thea sintió deseos de que la envolviera entre sus brazos y que la apretara con fuerza. Después de un momento en silencio, él bajó la mirada de nuevo.

–¿Qué es eso?

–Algo que encontré en tu armario de las medicinas.

–Lo más probable es que ese whisky tenga más de diez años –observó él, haciendo una mueca.

–Entonces, estará más rico, ¿no?

Johnny la miró a los ojos, con extrañeza.

–¿Qué sucede? –preguntó ella.

–Estás muy pálida. ¿Te sientes bien?

–Estoy bien –dijo ella, y le tendió el vaso–. Bebe.

Johnny tomó el vaso, pero no pareció tener prisa por apurar su contenido.

–¿Y el tuyo?

–No soy yo quien necesita un respiro –repuso ella, pensando que era todo lo contrario.

–Yo no necesito…

–Oh, créeme, sí lo necesitas.

–Maldita mujer, ¿quieres matarme? –preguntó él, mirando el vaso lleno.

–Lo que quiero es sacarte de tu tristeza –dijo ella, y se sentó en el banco, aunque no demasiado cerca de él. Habitualmente, el olor de un hombre que había pasado todo el día bajo el sol, trabajando con caballos, no la molestaba. Sin embargo, durante los últimos meses…

–¿En calidad de qué has venido? –preguntó Johnny.

–Más o menos, como árbitro –dijo Thea tras una pausa. Entonces, posó la mano en la muñeca de él–. Oh, Johnny, lo siento tanto…

Medio sonriendo, Johnny se apoyó en la pared, en apariencia relajándose con un trago de whisky.

–Supongo que he sido un poco duro con los chicos.

–Tenías tus razones.

Johnny suspiró.

–¿Crees que debería salir a buscarla? ¿A buscarlos?

–A menos que hayas cambiado de idea en los últimos tres minutos, yo diría que no.

–¿Acaso crees que debería dejar que se casara con Jess?

–Ella está embarazada de él, tesoro. No estoy segura de que tú puedas opinar.

Johnny miró su vaso vacío.

–Por desgracia, aunque me acabe el whisky, Rachel no dejará de estar embarazada.

–Lo sé –dijo Thea con suavidad, sufriendo por él. Sobre todo, porque sabía que aún le esperaba la segunda noticia.

–Maldición, Thea –dijo él en voz baja–. Te echo de menos.

–Echas de menos el sexo –le corrigió ella.

–No, te echo de menos a ti. Está bien, y el sexo. Tendría que estar muerto para no hacerlo.

–Está bien. Yo también te echo de menos –reconoció ella, suspirando.

–Entonces, ¿te gustaba tener sexo conmigo?

Qué típico de un hombre, estar continuamente buscando que le halagaran el ego, pensó Thea. Sobre todo, en lo que tenía que ver con los asuntos de alcoba. Cuando ella esbozó una sonrisa, Johnny dejó escapar una risita baja, como solía hacer cuando habían terminado y yacían entrelazados en la cama y ella se estiraba y él la miraba con esa mirada que siempre pedía más…

–¿Y? –preguntó él, sonriendo.

–El sexo no me gustaba tanto.

–Oh, tesoro, eso ha sido un golpe bajo.

Thea le dio una palmadita en la rodilla a Johnny, pensando que tenía que dejarle claro que no tenía ninguna intención de volver a tener una aventura con él. Por muchas ganas que tuviera.

–El pasado es pasado.

Johnny suspiró y frunció el ceño.

–¿Y cómo es que has venido? Llevamos meses sin hablarnos.

–Rach me llamó –dijo ella, contenta por no tener que mentir.

–¿Quería que la protegieras?

–En apariencia, sí.

–Es culpa mía –dijo Johnny, mirando al frente de nuevo.

–¿Por qué demonios dices eso?

–Debí haberla vigilado más de cerca. Debí… no sé –dijo él con gesto triste–. Kat se va a poner muy furiosa.

–Oh, ¿y acaso crees que no habría pasado lo mismo si Rachel hubiera estado bajo la vigilancia de tu ex? ¿Crees que las jóvenes no se quedan embarazadas en la ciudad de Nueva York? Los jóvenes tienen sexo, Johnny. Siempre lo han hecho. Yo lo hice. Y no, eso no quiere decir que justifique el sexo entre adolescentes. Pero no podemos negar la realidad. Así que no te fustigues por esto, ¿me oyes? ¿Por qué me miras así?

–Nunca me habías contado que habías tenido sexo de adolescente.

–Tenía dieciséis años, no fue con nadie que tú conocieras y fue un desastre –explicó ella, y se encogió de hombros–. Lo recuerdo como cuando te compras una ropa que crees que te sentará bien, pero, cuando llegas a casa y te la pruebas, no te queda como pensabas y no puedes devolverla porque la compraste en rebajas, así que lo único que puedes hacer es meterla en el armario y olvidarte de ella.

Johnny la miró confuso durante un momento.

–Pero esto es diferente. Rachel es mi niña…

–¡No es como si hubieras dejado cruzar la calle sola a una niña pequeña! ¡Ella sabía muy bien lo que estaba haciendo!

–¿Lo había hablado ella contigo? –preguntó Johnny, frunciendo el ceño.

Thea no podía contarle que Rachel la había elegido como confidente porque, según la chica, hablar con su padre era como hablarle a una piedra.

–Solo en términos generales. Hablamos de que una chica tiene que respetarse a sí misma lo suficiente como para no verse forzada a hacer nada que no quiera hacer –explicó ella, y lo miró a la cara de nuevo–. Y eso es lo único que se puede hacer. Aparte de encerrarla con llave.

–Se me había ocurrido hacerlo.

–Rach es una buena chica, Johnny –dijo Thea con suavidad–. Y Jess también.

Johnny la miró como si acabara de decir que había visto volara un caballo y ella se rio.

–Quizá no es tan inteligente como Rach y quizá está un poco loco con eso de los tatuajes, pero los conozco a él y a sus hermanos desde que eran pequeños. No bebe ni toma drogas y quiere de veras a tu hija.

–Solo tiene diecinueve años.

–Todos tuvimos esa edad alguna vez. Y lo hemos superado –puntualizó ella–. Pero los buenos chicos a veces hacen cosas estúpidas. Por otra parte, Rach no sería la primera chica que se casara con su novio del instituto y le funcionara.

–Tampoco sería la primera persona que se casa joven y a la que le sale mal.

La experiencia era inherente a la edad y no era mala en sí misma, pensó Thea. Pero, con la experiencia, llegaba también el miedo y la precaución excesiva, lo que podía ser una molestia si se convertía en impedimento para vivir la vida con plenitud.

En opinión de Thea, Johnny no seguía enganchado a su ex, lo que pasaba era que tenía mucho miedo de volver a fracasar de nuevo en una relación. Por otra parte, si ella iba a arriesgar su corazón, ¿acaso era mucho pedir que la amaran del mismo modo?

Sin embargo, a pesar de su ruptura con Johnny, Thea no había renunciado por completo a la idea del amor verdadero porque, sin esa idea, no tendría otra cosa que hacer que dejarse morir.

–Pero Rach y Jess no son Kat y tú –señaló Thea al fin–. Tú mismo me dijiste que tu ex y tú estabais predestinados a fracasar.

–Y solo nos casamos porque Kat se quedó embarazada. ¿En qué se diferencia de esto?

–En que Rach y Jess se aman el uno al otro –dijo ella con cuidado, observando que la mandíbula de él se tensaba.

Thea sabía que Johnny se había quedado destrozado después de romper con su ex. Pero también sabía que, aunque había sido él quien había pedido el divorcio, Kat no había ocultado que había sido un alivio para ella.

–Johnny, escúchame. Nadie puede culparte por que no quieras esto para Rach. Pero, si es lo que ella quiere, entonces tienes solo dos opciones: ayudarla o dejarla ir y ver si sale a flote.

Johnny la miró horrorizado.

–¡Nunca le daría la espalda a mi propia hija! ¡Diablos, Thea, creí que me conocías mejor! Lo que quiero decir es… –comenzó a decir él, y se levantó para servirse otro vaso–. No sé cómo pueden sobrevivir las personas que tienen más de un hijo, lo digo en serio. Si tuviera que pasar por todo esto de nuevo –dijo, y le dio un trago a su whisky–, creo que me suicidaría.

En ese momento, Thea pensó que lo mejor que podía hacer era irse. Lo malo era que, por desgracia, su cara reflejaba como un espejo todo lo que sentía. Y, a pesar de ser un hombre, Johnny siempre había sido muy observador.

Él dejó el vaso y la miró frunciendo el ceño.

–¿Thea? ¿Qué pasa? –preguntó Johnny, al mismo tiempo que Rachel irrumpiera en la casa como un huracán, maldiciendo, y daba un portazo tras entrar en su dormitorio.

«Salvada por la campana», pensó Thea.

Pero, después de mirar en dirección a Rach, Johnny volvió la vista hacia ella.

–Lo que me pasa a mí, te pasa a ti también –dijo Thea.

–Oh, cielos. ¿No estarás tú también…?

Tras un largo silencio, Thea asintió y Johnny se la quedó mirando durante diez segundos antes de romper a reír. Entonces, de pronto, se detuvo, como si le hubieran dado a un interruptor, y la miró de arriba abajo con preocupación.

–¿Estás… bien?

–Por ahora, más o menos –respondió Thea mientras él apartaba la vista, murmurando–. Sería mejor que fueras a ver a Rachel –añadió.

Johnny se giró hacia ella de manera tan repentina que Thea dio un paso atrás.

–Ni se te ocurra irte –le advirtió él, y salió de la habitación.

 

 

Johnny recorrió el pasillo, pensando que sería un milagro no sufrir un ataque al corazón. La única cosa positiva, si podía llamarse así, era que cada uno de los dos problemas le impedía concentrarse por completo en el otro, al menos lo suficiente como para que no le explotara la cabeza. Llamó a la puerta de su hija.

–¡Rachel! Déjame entrar.

–¡Ni lo sueñes! –gritó su hija.

Johnny se apoyó en la puerta, jadeando un poco. Tuvo que admitir que quizá había dramatizado demasiado hacía un rato. Tanto que aún no había podido asimilar la noticia de Thea.

Poco a poco, se dijo, y llamó de nuevo a la puerta de su hija.

–Siento haberme puesto así, tesoro –dijo él con suavidad–. ¿Rach? Vamos, cariño… abre la puerta. No voy a gritarte, te lo prometo.

–Esta vez no puedes arreglar las cosas, papá. Tienes razón. ¡Me equivoqué y nadie puede enderezar este lío, sino yo! Déjame sola –gritó Rachel y se sonó la nariz–. Estaré… bien –añadió con voz asustada.

A Johnny se le rompió el corazón.

–No voy a irme a ninguna parte hasta que no abras la puerta y sepa que estás bien.

Y, como sabía que su hija era más testaruda que una mula, Johnny se dejó caer en el banco que había frente a su puerta, en el pasillo, para esperar. Algo que, en su lista de actividades favoritas, quedaría en los últimos puestos, junto a ayudar a parir a una vaca a las tres de la madrugada bajo una terrible tormenta de nieve. Al menos, eso era hacer algo y era mejor que estar allí sentado con nada que hacer, excepto pensar. Y preocuparse. Por Rach. Por Thea. Oh, cielos, Thea…

Johnny se inclinó hacia delante, tapándose la cara con las manos al recordar la mirada culpable de Thea justo antes de que él adivinara su secreto. Maldición. ¿Qué había dicho él sobre no querer otro hijo? No había dicho ninguna mentira: la idea de comenzar de nuevo con los biberones y los pañales le hacía quedarse frío. Pero podría hacerlo. Igual que lo había hecho antes.

Johnny se sobresaltó al oír abrirse el pestillo de la puerta de Rachel. Su puerta se abrió despacio. Al ver sus ojos hinchados y enrojecidos, él se puso en pie al instante, abrazando a su hija antes de que ella cerrara la puerta de un portazo otra vez.

Para alivio de su padre, Rachel se abrazó a él, como solía hacer cuando era pequeña. Cuando confiaba en él.

–Superaremos esto, pequeña –susurró Johnny, con la boca apoyada en el pelo tricolor de su hija–. Si Jesse y tú queréis casaros…

Entonces, Rachel se apretó aún más contra su pecho, llorando desconsolada, y Johnny pensó que quizá él no era el malo de la película después de todo. Lo que no le hizo sentirse mejor en absoluto.

Guio a su hija para que se sentara sobre la colcha rosa de su cama, a juego con las paredes llenas de pósteres violetas con estrellas de rock y a juego con los mechones de pelo de aquella niña-mujer, la única persona del mundo a la que había entregado todo su corazón.

–¿Tienes problemas? –preguntó él, acariciándole el hombro.

–¿Nos has oído?

–No. Solo lo adivino.

–Por favor, no te regodees en ello, ¿de acuerdo?

–Juro que no lo hago. Tesoro, te prometo que me tomaste por sorpresa. Tenías que intuir que no iba a tomármelo bien. No me pareció una buena noticia. Y sigue sin parecérmelo. ¿Cómo iba a…? –comenzó a decir Johnny, y se rascó la barbilla–. Bueno, es como si la historia se repitiera de nuevo.

–¿Te refieres a mamá y a ti? –preguntó Rachel, y alcanzó un pañuelo de papel de su mesilla.

–Sí, mira, sé que crees que Jesse y tú sois diferentes…

–Te equivocas. Creía que Jesse y yo éramos diferentes.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Johnny.

Haciendo un puchero, Rachel sacó tres pañuelos de papel más de la caja, con aspecto de estar más enfadada consigo misma que triste.

–Creo que… no aclaré las cosas con Jesse tan bien como creía. Sobre tener un hijo. Sobre casarnos. Dice que es muy joven.

–Por una vez, tengo que admitir que estoy de acuerdo con él. Los dos sois muy jóvenes –dijo él y, cuando su hija hizo una mueca, añadió–: ¿Por qué, Rach? Podías haber sido cualquier cosa que hubieras querido.

–Vaya, papá… ¿no lo entiendes? ¡Esto es lo que quiero! ¿Por qué crees que elegí venir a vivir contigo cuando cumplí doce años y descubrí que podía opinar al respecto? Odiaba Nueva York. Y, ahora, probablemente soy la única adolescente que quiere seguir en su pueblo, pero… Este es mi hogar, papá. Igual que es el tuyo. Ya sé cuáles son mis opciones. Y he hecho mi elección.

–Te das cuenta de que tu madre se va a sentir decepcionada…

Rach agarró un osito de peluche que había tenido desde niña y se abrazó a él.

–De acuerdo, admito que respeto a mamá y admiro lo que ha conseguido. Pero es su vida. No la mía. Sin duda, ha tenido éxito y supongo que es feliz… pero yo no sería feliz así. Durante mucho tiempo, me sentí culpable por no tener su ambición de ser… No sé. Algo diferente de lo que soy. Entonces, conocí a Thea y me di cuenta de que no había nada de malo en ser yo misma.

–¿Thea?

Rachel se acomodó sobre la cama, cruzando las piernas, con ojos brillantes.

–Ella está contenta con quién es, ¿sabes? Dice que solo se trata de no complicar las cosas.

–¿Tú crees que la maternidad no es complicada?

–No, claro que no lo creo. Pero es real. Y eso es lo que yo quiero. Lo único que quiero. Lo que he querido desde niña. Y no me avergüenzo de ello –aseguró Rachel, y abrazó a su padre–. Y voy a ser la mejor madre del mundo. Aunque tenga que hacerlo sola.

Suspirando, Johnny abrazó a su hija también.

–¿Qué te hace pensar que tendrás que hacerlo tú sola?

–Eres el mejor –susurró Rachel–. De verdad.

Johnny cerró los ojos, lleno de dolor.

 

* * *

 

«Ya está bien», pensó Thea tras diez minutos sola en el despacho de Johnny. No pensaba quedarse allí como una niña castigada esperando ver al director del colegio.

Así que se dirigió a la cocina, donde Ozzie, el cocinero octogenario de Johnny, estaba poniendo una olla al fuego, con su aroma dominando sobre el perpetuo olor a café cargado y a cebollas fritas.

En la mesa que había en el centro de la cocina, estaban esparcidos los ingredientes de una tarta de manzana. Al final de la mesa, Carlos, el capataz de Johnny, solo un poco más joven que Ozzie, apuraba una taza de café y un trozo de tarta. Ambos hombres habían formado parte del rancho desde siempre y vivían allí: Ozzie, en una cabaña de tres dormitorios a unos cien metros de la casa y Carlos en un acogedor apartamento sobre el establo de las yeguas.

Dos pares de miradas llenas de curiosidad se posaron en ella.

–¡Señorita Thea! –dijo Carlos con su marcado acento español, con la cara tan arrugada como una pasa–. Hacía mucho que no la veía. ¿Está bien?

–Claro que sí, Carlos. Gracias –repuso ella con una sonrisa forzada.

Sintiendo que la observaban, Thea se dirigió a la nevera y abrió la puerta. Nadie que pusiera los pies en esa enorme cocina salía con hambre. Sus comidas caseras estaban pensadas para llenar el estómago y calentar el alma.

–¿Qué diablos estás haciendo aquí?

–Busco algo para comer. ¿Hay algo bueno?

–¿Estás mirando en mi nevera y tienes el atrevimiento de preguntar si hay algo bueno?

–Oh… ¡Qué maravilla! ¿Qué es eso? ¿Pollo frito?

–Es probable, eso es lo que cenamos anoche. Creo que hay patatas cocidas y salsa también, si nadie se las engulló después de que yo me fuera a la cama.

Cargada con recipientes con patatas, salsa y pollo frito, Thea cerró la puerta de la nevera con un golpe de cadera, lo dejó todo sobre la refregada encimera de madera y sacó un plato del armario.

–No has respondido a mi pregunta –insistió Ozzie, mientras Thea se servía en el plato comida suficiente para veinte personas–. No te veo desde enero y, de pronto, aquí estás, en mi cocina, como un fantasma, comiéndote mi comida. ¿Tienes a un fugitivo escondido en el establo o algo?

«En el establo, no», pensó Thea.

–No he comido mucho hoy –mintió ella, metiendo el plato cargado en el microondas, el único aparato de la cocina que tenía menos de veinte años de antigüedad.

Entonces, Thea miró a la cara al viejo, con los brazos cruzados. En la década de 1950, Ozzie y su esposa, Delores, se habían mudado a Nuevo México desde alguna parte del sur, encontrando refugio en un estado que llevaba medio siglo tratando de asimilar la diferencia racial. Además, habían encontrado a un jefe que se había encargado de que sus cuatro hijos pudieran ir a la universidad. Ozzie parecía más viejo que Dios, casi tan listo y sin duda igual de entrometido.

–¿Acaso no has estado en el pasillo escuchando lo que decíamos?

Ozzie levantó la vista desde la tarta de manzana y sonrió, acentuando sus arrugas.

–Escuché lo esencial.

El microondas sonó. Thea sacó el plato y le dio un mordisco a un muslo de pollo antes de cerrar la puerta.

–No parece que estés muy sorprendido –farfulló ella mientras masticaba.

Ozzie se encogió de hombros a cámara lenta.

–Cuando llegas a mi edad, pocas cosas te sorprenden. Los jóvenes han estado cayendo en la tentación desde el principio de los tiempos. Eso no tiene nada de nuevo. La señorita Rachel no es diferente de los demás. Aunque yo podría haberle dicho a su padre hace meses que su niña se encaminaba en esa dirección.

–¿Escuchaste lo de que quieren casarse? –preguntó Thea.

Su interlocutor dio un respingo.

–¿Te perdiste la pelea? –inquirió Ozzie a su vez.

–¿Qué pelea?

–Al final del camino. No pude escuchar exactamente qué decían, pero apuesto a que nuestro chico, Jesse, no está muy contento con su paternidad forzada. Si lo recuerdas, no fue Jesse quien habló de matrimonio. Por la dramática entrada de Rachel hace unos minutos, adivino que las cosas no le están saliendo como pensaba.

–Oh, diablos.

–Eso es.

–Vaya lío –murmuró ella, mientras masticaba, incapaz de saciar su hambre.

–¿Y tú de cuánto estás? –preguntó Ozzie.

Thea dejó el hueso en el plato y se chupó los dedos.

–También escuchaste esa parte, ¿no?

–La verdad es que no. Me fui antes de eso. Pero después de observar a una mujer embarazada cuatro veces, te familiarizas con los primeros síntomas. Por ejemplo, eso de que comas como si no hubieras visto nunca antes la comida… Y además tienes algunas curvas. Te sientan bien.

–Yo pensé que estaba consiguiendo ocultarlas.

–No de alguien que sepa a qué se parecen. Pero supongo que nuestro Johnny sabe reconocer mejor a una yegua preñada que a una mujer.

–Está un poco preocupado.

–Seguro que sí. Debe de ser increíble llevarse dos sustos como esos el mismo día –observó Ozzie, miró a Thea y apartó la vista–. Nunca entendí por qué dejasteis de salir juntos.

–Porque era una… locura, Ozzie. Eso de caer en la tentación no solo les pasa a los jóvenes –dijo ella–. Yo ya tuve bastante, eso es todo.

–Ajá –dijo Ozzie, levantando las cejas–. Así que has venido para decirle a Johnny que va a ser padre de nuevo –señaló, llevando la tarta recién hecha al horno– y la señorita Rachel te robó el protagonismo.

–Sí, más o menos –repuso Thea, y apartó su plato vacío para apoyar los codos sobre la mesa. Hundió la cabeza entre las manos–. Me siento muy mal por Johnny, Ozz. Las cosas ya eran lo bastante difíciles sin este bache.

Ozzie cerró la puerta del horno de un portazo y levantó la tapa de una olla para oler su contenido.

–Pero ¿tú quieres quedarte con el bebé?

–No tienes ni idea de lo mucho que quiero a este niño. Es el resto lo que no quiero.

–Entonces, es importante que sepas que Dios aprieta pero no ahoga. ¿Y por qué ibas a sentirte mal por Johnny? No creo que te hayas quedado embarazada tú sola.

–Sí, bueno. Pero tampoco estábamos buscando este niño, ya sabes.

–Oh, sí, lo sé –repuso Ozzie, riéndose suavemente–. También sé que, si hay alguien capaz de arreglar las cosas, ese es Johnny. Las mayores sorpresas en la vida suelen convertirse en las mayores bendiciones. Así que ni se te ocurra pensar que este niño, ni el de la señorita Rachel, son un error. Una sorpresa, quizá. Pero ningún niño es un error.

Thea se dijo que le gustaría saber en qué había estado pensando Dios al enviarle aquella bendición y, sobre todo, por qué había elegido precisamente a Johnny…

–¿Te ha visto el médico? –quiso saber Ozzie–. ¿Cómo está el bebé?

–Umm… No, todavía no –contestó ella.

–Mi Naomi ha vuelto a vivir aquí hace un par de meses y ha puesto una consulta en el norte del pueblo.

–¿De veras? Mamá me llevó a verla un par de veces cuando era niña. Es muy buena persona.

Ozzie se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una tarjeta, sin ocultar lo orgulloso que estaba de tener una hija médico.

–Tómala, yo puedo conseguir más –ofreció él.

Thea tomó la tarjeta con reticencia, sintiendo una oleada de aprensión. No era a causa de Naomi Wilson, no. Por lo que ella recordaba, era una mujer muy amable y atenta. Era por todo lo que implicaba su embarazo. Sin embargo, ya había retrasado demasiado la visita al médico.

–Es de ayer –informó Ozzie, mostrándole una tarta de chocolate de cuatro pisos–. Pero todavía está fresca. ¿Quieres un trozo mientras esperas?

–Quizá deberías preparárselo para que se lo coma de camino –intervino Johnny desde el quicio de la puerta.

Thea se sobresaltó y, luego, frunció el ceño.

–¿Primero me dices que te espere y ahora me echas?

Johnny sonrió, como si le costara un gran esfuerzo hacerlo.

–Nada de eso. Pero tenemos que hablar y yo tengo trabajo por hacer. Podemos intentar hacer ambas cosas a la vez.

–Aquí tienes –dijo Ozzie, tendiéndole un gran trozo de tarta en una fiambrera de plástico, con una servilleta y un tenedor–. ¿Te quedas a cenar? Hay mucha comida.

Thea miró a Johnny, que tenía la expresión de un hombre esperando despertarse de una pesadilla.

–Te lo digo luego –respondió ella, y siguió a Johnny fuera, deseando que se la tragara la tierra.

Capítulo 3

 

–PENSÉ que íbamos a hablar –le espetó Thea mientras caminaba a toda prisa tras él, metiéndose trozos de tarta en la boca a toda velocidad, y se distraía mirando el glorioso trasero de Johnny.

–Estoy pensando en ello –repuso él, y se giró de pronto, con el ceño fruncido–. ¿Tienes idea de cómo me siento ahora mismo? Entre mi hija y su novio, que la ha plantado y mi antigua novia…

–Amante –le corrigió Thea.

–… embarazadas –continuó él, sin oírla–. Cuando parece que las cosas no pueden ir peor, sí lo hacen.

Sí, esa era la reacción que Thea había esperado. En cierto modo, era un alivio porque, a partir de ahí, solo podía ir a mejor.

–¿Está bien Rachel? Ozzie dice que tuvo una pelea con su novio.

–Resulta que Rach y Jess no están en el mismo barco.

–Oh, no… pobre Rach –dijo Thea, y se metió otro trozo de tarta en la boca–. Pensé que tú no querías que se casaran, de todas maneras…

–No sé qué es lo que me parece más horrible, si que Rach pase a engrosar las estadísticas de madres solteras adolescentes o que se case con Jess. En parte, me siento tan furioso que no puedo ni pensar y, en parte, tengo el corazón roto por ella. ¿Por qué me estás mirando así?

–Me preguntaba si estás furioso conmigo.

–Estoy furioso y punto –respondió él–. Sobre todo, conmigo mismo, por haber dejado que las cosas se me escaparan de las manos. ¿Sabías que Rach te ve como un modelo a seguir?

–¿Cómo dices?

–No por lo del embarazo –puntualizó él–. Respecto a sentirse satisfecha con lo que tiene.

–Puede que ella confunda estar satisfecha con ser realista. Yo no estaba haciendo publicidad para que amara el pueblo en que vive ni nada parecido. Y te aseguro que nunca le dije nada que la desanimara para estudiar. Lo juro.

Johnny le lanzó una mirada dubitativa mientras llegaban al establo. Una docena de gatos los miraron desde allí, algunos estaban tumbados al sol, otros en el sucio suelo, incluso uno les ofreció un suave maullido a modo de saludo.

–Lo que este sitio necesita es un perro. O dos –dijo ella.

–Puede que los gatos no estén de acuerdo contigo –observó Johnny, mientras abría la puerta de las caballerizas.

Thea recordó que, aunque estaba loco por los animales, a Johnny no le gustaban demasiado los perros. Los pequeños y mimados chihuahuas de la madre de él le habían hecho hartarse de los perros para siempre.

–Hola, tesoro –saludó Johnny a una yegua blanca y marrón, con largas crines rubias.

Thea se derritió al ver el cambio que se había operado en Johnny. Él le puso las riendas a la yegua preñada, le susurró algo al oído y comenzó a acariciarle el vientre hinchado, con cuidado.

–¿Cómo está mi chica hoy? –dijo él, mientras la yegua se revolvía inquieta, moviendo las orejas atrás y adelante–. Vaya, cariño. No hace falta que te pongas así. Solo quiero ver cómo está tu bebé, ¿de acuerdo?

«Malditas hormonas», pensó Thea cuando unas lágrimas inesperadas poblaron sus ojos. Hacía mucho, mucho tiempo que no se permitía desear lo que no podía tener y se obligaba a sentirse satisfecha con lo que tenía. Pero, al ver a Johnny ponerse tan tierno y tan dulce con la yegua…

«Ya está bien», se reprendió a sí misma en silencio.

–¿Cómo se llama?

–Bella. Viene de Isabella –respondió él, lanzándole a Thea una mirada de confusión por lo lejos que se había colocado.

Thea sentía mucho respeto por aquellos animales tan grandes, además, no quería percibir demasiado su olor.

–No pasa nada. No te hará daño –dijo Johnny.

–Me gusta ser prudente. Y te diré algo, si yo estuviera tan embarazada como esa yegua no me gustaría que ninguna extraña invadiera mi espacio personal –añadió, mirando al caballo, que parecía llevar un tractor dentro del vientre–. Diablos, ni siquiera parece demasiado de acuerdo con que tú la toques, y eso que te conoce bien.

–No tan bien, la verdad. No es mía. Solo la estoy cuidando hasta que para.

–¿No te parece que es un poco vieja para tener potrillos? –preguntó Thea, frunciendo el ceño.

Johnny le lanzó una mirada de curiosidad, como si le sorprendiera que ella se hubiera fijado en eso. Luego, posó la mano en el vientre de la yegua.

–Parece que están de moda los embarazos inesperados.

–Ja, ja.

–El semental vecino saltó la valla y llegó hasta ella –explicó Johnny con una breve sonrisa.

–Y tú no te negaste, ¿verdad? –dijo Thea al animal.

–Sus dueños estarán fuera durante todo el verano, así que estoy haciendo de niñera hasta que regresen. Lo siento, chica –le dijo a la yegua–. Parece que aún te quedan un par de días.

Bella meneó la cabeza, con aspecto de estar contrariada. Johnny se rio y acarició de nuevo el cuello del animal antes de salir de la caballeriza.

–Bueno, ¿has comprobado que el bebé esté bien? –preguntó él a Thea, con voz cauta.

–La verdad –dijo Thea, controlando su tentación de mentir– es que aún no he ido al médico.

–¿Estás loca? Por Dios santo, Thea, creía que tú… sobre todo con tu historial…

–Todos esos abortos tuvieron lugar después de que fuera al médico –puntualizó ella–. En todas las ocasiones, me dijeron que no había abortado por algo que yo hubiera hecho mal, sino porque el feto no estaba bien. ¿Por qué iba a ser distinto en esta ocasión? Y no me mires así. Después de tener tres abortos, aprendes a no albergar esperanzas.

–Pero…

–Pero ¿qué? ¿Sabes lo que hicieron los médicos? Darme vitaminas y un folleto sobre qué comer en el embarazo y decirme que debería intentar evitar tener sexo durante el primer trimestre y que volviera un mes después. Ah, y que si empezaba a sangrar los avisara.

–¿Eso es todo?

–Sí –respondió ella con lágrimas en los ojos–. ¿Ahora lo entiendes?

Johnny le lanzó una de esas miradas de impotencia que los hombres esgrimían cuando las cosas se ponían demasiado sentimentales y salió de los establos.

Suspirando, Thea lo siguió a uno de los sitios preferidos de Johnny: al borde de la dehesa, desde donde había unas vistas impresionantes de las montañas Sangre de Cristo, al sur, junto a un estanque sombreado por los árboles.

–¿Te imaginas lo que habría pensado tu madre si hubiera vivido lo suficiente como para verte con todo esto? –preguntó Thea con suavidad.

–¿Te importa dejarme un momento?

–No, claro, tómate tu tiempo –respondió ella, y se sentó sobre la hierba, aprovechando para terminarse la tarta.

Thea sabía muy bien que era mejor no presionar a Johnny. Poco después de que ella se hubiera mudado a Tierra Rosa y mucho antes de que hubieran llegado a intimar, Johnny le había hablado de sus años de adolescencia rebelde, cuando había estado siempre a la defensiva y furioso por todo, años que él consideraba como un periodo improductivo de su vida, que casi le había hecho perderlo todo, sobre todo el respeto hacia sí mismo. Ella sabía que, como consecuencia, Johnny se sentía muy incómodo cuando alguna emoción lo tomaba por sorpresa, aunque él nunca lo admitiría.

En ese aspecto, los dos tenían mucho en común. Sí, la vida los había endurecido a ambos y les había enseñado que la mejor defensa contra el sufrimiento era no mostrarse nunca vulnerables. Por eso, los sentimientos fuertes, como el amor, como la rabia, les daban mucho miedo.

Thea sabía mucho de eso. Durante muchos años, había visto cómo su madre había luchado para mantener a flote un matrimonio que no valía la pena. Sin embargo, ella misma cometió el error de casarse con un hombre que controlaba todos sus movimientos mientras que, al mismo tiempo, se dedicaba a visitar otras camas distintas del lecho conyugal.

Thea clavó el tenedor en lo que quedaba de la tarta, descargando su rabia. Disgustada y ya sin apetito, dejó a un lado los restos y entrelazó las manos alrededor de las rodillas dobladas, apretando los muslos contra su creciente vientre.

Otro temor la conmocionó. El mismo que la había hecho evitar buscar nombres para niños o visitar las secciones de ropa para bebés. El mismo que la atenazaba, temiendo ver sangre cada vez que iba al baño.

Con los ojos cerrados, Thea levantó los dedos y se apretó las sienes, respirando hondo. Se negaba a llorar. No quería sentir lástima de sí misma. Y no iba a ser tan estúpida como para dejar que sus sentimientos por Johnny, por muy fuertes que fueran, la avasallaran ni la obligaran a ceder el control de su vida en manos de otro hombre de nuevo.

Ni siquiera al padre del hijo que ella aún no se atrevía a considerar una realidad.

 

 

Apoyado en la valla, Johnny observó a Thea, que tenía los ojos cerrados y se apretaba el vientre con los brazos. Casi podía oler el miedo de ella, que podía equipararse al suyo propio.

Volvió a mirarla, pensando en lo asustada que debía de estar. Sí, los abortos que había tenido habían sido antes de los tres meses. Aun así… Sabía que ella había deseado aquellos niños, los había amado y, aunque ya habían pasado cinco años desde el último aborto, seguía llorando por ellos. No era una obsesión, ni interfería en su vida, pero el dolor no había sanado.

En aquellos tiempos, Johnny se compadeció de ella, pero de un modo distante, en parte, porque no eran sus hijos y no se sentía vinculado a ellos y, en parte, porque Thea le había dejado claro que no quería su lástima. Él lo entendía muy bien. Era casi imposible superar las cosas mientras los demás sentían lástima por ti.

Pero en ese momento, las cosas eran diferentes. Sí se sentía vinculado. Y sentía el miedo. Por ella, por él… incluso por el bebé cuya existencia acababa de descubrir hacía solo una hora.

Por supuesto, no iba a contarle a Thea nada de eso.

Johnny no había tenido nada en absoluto que decir cuando Thea había roto la relación entre los dos. Porque ella había tenido razón: aquello no iba a ninguna parte. Él había estado muy enamorado una vez antes, se había dejado llevar por sus sentimientos, se había sentido vulnerable y, cuando las cosas habían salido mal, el dolor casi lo había matado. Odiaba recordarlo. El amor era demasiado impredecible y escurridizo.

Antes de llegar a intimar, él le había explicado su punto de vista a Thea y ella se había mostrado de acuerdo. Aun así, las mujeres… Quizá podían decir que les parecía bien tener una aventura sin más, pero esas cosas casi nunca funcionaban en la práctica. Él lo había sabido y, sin embargo, eso no lo había detenido.

¿Qué era lo que más se había resentido? Su amistad. Antes de que se hubieran desnudado juntos, habían compartido una relación sincera y verdadera. El tipo de amistad que no era frecuente entre personas del mismo sexo y, mucho menos, entre un hombre y una mujer. Ella le había hecho olvidar. Le había hecho sentir… casi completo. Pero todo había cambiado…

En el presente, tenían que andar con sumo cuidado, escogiendo las palabras. Una estupidez.

–¿Estás listo para hablar? –preguntó ella con suavidad.

–Eres tú quien se ha tomado su tiempo. ¿Por qué has tardado tanto en contármelo?

–No empieces –dijo ella, cansada.

–Así que Rachel no tuvo nada que ver con que vinieras al rancho, ¿no es así?

–No. No sabía nada de Rachel hasta que llegué aquí. Y, cuando me lo contó… casi me voy sin decírtelo.

–No me lo dijiste tú. Yo lo adiviné.

–Sí. Pero pensaba hacerlo.

–¿Qué te hizo cambiar de opinión?

–El pensar en que, si no te lo decía ahora, me iba a costar más tener que reunir todo mi valor más tarde.

Johnny soltó una carcajada y pensó que nadie le hacía reír tan a menudo y en momentos tan inapropiados como aquella mujer. Y pensó que, incluso en esas circunstancias, se sentía mejor a su lado que sin ella.

–Pero sigo sin entender por qué no me lo contaste antes.

–Quizá porque tenía que asimilarlo yo misma antes de meterte en el lío a ti.

–¿Cómo dices? ¿Meterme en el lío?

–De acuerdo, elegiré otras palabras. No tengo ninguna intención de obligarte a nada. Sobre todo, cuando no venía al caso… hasta ahora –dijo ella.

–Quizá podría haberte ayudado.

–¿Cómo? –preguntó ella con incredulidad.

–Tal vez solo con estar a tu lado. Para que no tuvieras que pasar todas las preocupaciones sola.

Thea apartó la mirada.

–Que ya no estemos juntos no significa que me haya olvidado de la relación que teníamos antes. Nuestra amistad, quiero decir.

Ella lo miró decepcionada y él apartó la mirada.

–No es que no me importes, Thea –continuó él–. Pienso que seguimos siendo amigos. Y te echo de menos…

Entonces, un pensamiento repentino lo dejó helado.

–Si… si hubieras perdido el niño, ¿me lo habrías dicho?

–No lo sé –repuso ella, y lo miró a los ojos–. Tal vez. Puede ser… Maldición, te lo he dicho ahora solo porque tienes derecho a saberlo. Pero ya que has dejado bien claro lo que piensas sobre tener otro hijo y ahora que Rach también está embarazada…

–Antiguamente, solía ser capaz de enfrentarme a más de un problema al mismo tiempo. ¿Acaso crees que te voy a dar la espalda? ¿O a mi propio hijo?

–Un hijo que no deseas.

–Maldición, Thea, soy capaz de adaptarme a las circunstancias, ¿de acuerdo?

–Pero no te hace feliz.

–Acabo de descubrir que voy a ser padre de nuevo y abuelo. Me siento como si un caballo me hubiera desmontado y hubiera caído de cabeza. «Feliz» no es la palabra, no. Pero puedes contar conmigo para cualquier cosa que tengamos que hacer. Y lo sabes muy bien.

–No tienes por qué sentirte obligado –insistió ella, apartando la mirada.

–Ni este niño ni tú tendréis que preocuparos nunca de que yo os escatime nada. Una suerte que muchos niños y sus madres no tienen.

–Bueno… gracias –dijo ella tras unos segundos.

Johnny asintió y su voz se suavizó.

–Siento que hayas estado sintiéndote mal. A Kat también le pasó con Rach. No debería ser así.

–Podría ser peor, supongo. Solo he faltado un par de mañanas al trabajo –explicó ella–. Además, sentirse mareada es buen síntoma.

–¿No te habías sentido mareada… las otras veces?

–Nunca me duraron los embarazos lo suficiente como para sentirme mareada.

–Se acabó lo de servir mesas, eso sí.

Thea rompió a reír.

–¿Quién lo dice? Ahora me siento bien. Casi. Y sabes que me volvería loca si no pudiera estar al corriente de todos los rumores que corren en el restaurante.

–Si es por el dinero…

–Tengo algo ahorrado. No me falta dinero por ahora. Pero en las otras ocasiones, cuando supe que estaba embarazada… dejé de hacer mi vida cotidiana. Esta vez, ni siquiera me había enterado hasta los tres meses. Ni siquiera había pensado en esa posibilidad, la verdad, así que he seguido con mi vida normal. Y pretendo seguir haciéndolo. Quiero vivir mi vida normal y eso incluye servir mesas mientras pueda.

–Debes de ser la única mujer del mundo a la que le gusta servir. ¿Y si el médico te dice que lo dejes?

Thea se puso en pie y se sacudió el polvo de los pantalones.

–Entonces, seguiría su consejo –dijo ella, y se agachó para agarrar el tenedor.

–¿Y entre tanto vas a poner a ese bebé en peligro?

–En tres ocasiones, me comporté como si estuviera hecha de cristal. Y en las tres ocasiones perdí el bebé. Esta vez, he seguido haciendo mi vida como siempre y, sorprendentemente, sigo embarazada. Así que, si no te importa, seguiré haciendo lo que me funciona.

–¿Y todas esas… cosas que tú haces? ¿Crees que no pasará nada porque respires toda la pintura y el barniz?