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Boda inesperada Allison Leigh Axel Clay estaba volviéndola loca. Sueños mágicos RaeAnne Thayne Soñaba que él volvía con un niño en los brazos. Magia en el corazón Karen Templeton Iba a disfrutar de aquel encuentro al máximo. Atracción prohibida Marie Ferrarella Él pensaba que no se casaría por nada del mundo... pero entonces apareció ella. La extraña propuesta Allison Leigh ¡Quería ser amada por ella misma, no por el hijo que esperaba! Bailando bajo la luna RaeAnne Thayne Necesitaba que se alejara de ella porque estaba consiguiendo colarse en su maltrecho corazón…
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-Pack Jazmin Especial Bodas 2, n.º 215 - octubre 2020
I.S.B.N.: 978-84-1375-233-4
Portada
Créditos
Boda inesperada
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Sueños mágicos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Magia en el corazón
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Atracción prohibida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La extraña propuesta
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Bailando bajo la luna
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Quieres que te traiga otra margarita?
Tara Browning alzó la mirada hacia los compasivos ojos de la camarera y forzó una sonrisa, intentando disimular su fastidio por el plantón que le había dado su hermano.
—Claro.
—Ahora mismo te la traigo —la camarera se dirigió hacia la barra y desapareció entre los muchos clientes que abarrotaban aquella zona del bar.
Tara suspiró y miró hacia la puerta. Sloan continuaba sin aparecer.
No podía fingir que no estaba desilusionada. El mensaje que su hermano mellizo le había dejado en el teléfono era el primero que recibía desde hacía tres años. Y habían pasado cinco desde la última vez que le había visto en persona. Debería haberse imaginado que no iba a aparecer. Ni siquiera aquel día, el día en el que ambos cumplían treinta años.
Suspiró y cruzó involuntariamente la mirada con la de un hombre que la observaba desde la barra del bar. Tara desvió inmediatamente la mirada. No quería ligar con nadie. Aquello de sentarse en la barra de un bar era algo que no se permitía siquiera en Weaver, el lugar en el que vivía y trabajaba, y, por supuesto, no iba a hacerlo en Braden, que estaba a casi cincuenta kilómetros de distancia. Había ido allí por Sloan McCray. Punto.
—¿Le importa que me lleve este taburete? —le preguntó el chico que estaba en la mesa de al lado.
Tara se encogió de hombros. A esas alturas, ya no esperaba que su hermano apareciera.
El chico se levantó del taburete en el que estaba sentado para ir a buscar el de la mesa de Tara.
—Gracias, señora.
«Señora». Cumpleaños feliz, Tara.
El hombre de la barra continuaba mirándola, así que Tara se volvió mientras aceptaba la margarita que le acababa de llevar la camarera. En realidad no sabía por qué se había molestado en pedir otra copa cuando no era una persona aficionada al alcohol. Tampoco sabía por qué continuaba en aquel bar cuando era dolorosamente evidente que su hermano no iba a ir, dijera lo que dijera el mensaje.
Se levantó del taburete, tambaleándose ligeramente. No iba a pedir un taxi para volver a Weaver. Incluso en el caso de que tuviera la suerte de encontrarlo, se vería obligada a volver al día siguiente por la mañana para buscar su coche.
De modo que tendría que pasar la noche en el hotel que había al otro lado de la carretera.
Si se hubiera pedido un refresco de limón, habría podido volver esa misma noche a Weaver, el lugar en el que se encontraba supuestamente su hogar. Pero ni a ella misma se le escapaba lo irónico de su situación. Tampoco en Weaver había encontrado su lugar en el mundo. Aquélla era la triste historia de su vida.
—¿Ya te vas?
Tara se detuvo en seco cuando un hombre le interrumpió el paso. Rápidamente se dio cuenta de que no era el mismo que había estado mirándola desde la barra. Alzó la mirada hacia él, haciendo un esfuerzo por enfocarla. Le sacaba por lo menos unos quince centímetros e incluso en la penumbra del bar, sus ojos resplandecían como el oro viejo.
—¿Axel? ¿Axel Clay?
—Así que te acuerdas de mí —esbozó una ligera sonrisa—. Me conmueve.
Era imposible no acodarse de él. La familia Clay era la piedra angular de Weaver. Los hombres de la familia eran todos idénticos, altos y casi ridículamente atractivos y las mujeres eran tan bellas y distintas como las flores silvestres en primavera. Cualquier habitante de Weaver habría tenido que vivir debajo de una piedra para no conocer a los Clay.
—¿Qué haces por aquí?
—Tomar una copa, como todo el mundo —contestó, sonriendo y alzando su copa.
—Me refiero a que qué haces en Braden.
Estaba aturdida, y Axel olía maravillosamente bien. En medio de todos los que abarrotaban el bar, era como un golpe de aire limpio y fresco.
—Hace más de un año que no pasas por Weaver —se sonrojó al instante—. Por lo menos eso es lo que he oído en la tienda.
Axel agarró a Tara del codo y la apartó para que pudiera pasar la camarera.
—He estado fuera del país.
Sí, eso también lo había oído. Había oído hablar de sus viajes, de su talento para la cría de caballos y de que se había convertido en un soltero tan codiciado como inalcanzable.
Axel volvió a sonreír y Tara comenzó a sentir que le daba vueltas la cabeza. Eso le pasaba por llevar la vida de una monja, se regañó. Tomaba una copa, veía a un hombre atractivo y de pronto se descubría intentando reprimir una fuerte oleada de deseo.
—¿Y qué tal va Classic Charms?
Tara se humedeció los labios deseando no haber dejado la margarita en la mesa. Por lo menos le habría servido para hacer algo con las manos.
—Me sorprende que te acuerdes del nombre de la tienda —había pasado muy pocas veces por allí, y normalmente acompañado por su madre.
—Bueno —por un momento, fijó la mirada en sus labios—, tú no eres la única que tiene memoria. Me acuerdo de muchas cosas…
Tara nunca había tenido tanta sed.
—El negocio va bien. Pronto tendré que contratar a alguien para que me ayude.
—¿Sigues teniendo esa cabina de teléfono en medio de la tienda?
—Eh, sí…
Era una cabina telefónica de color rojo intenso que utilizaba como expositor para la ropa interior un tanto subida de tono.
—Ya te he dicho que me acuerdo de muchas cosas —Axel apuró el resto de su copa—. ¿Y qué estás haciendo tú en Braden?
—Se suponía que había quedado con mi hermano, pero parece que no ha podido venir.
Axel le pasó el brazo por los hombros y Tara se quedó de piedra, hasta que se dio cuenta de que la estaba apartando para que pudiera pasar la camarera.
—Él se lo pierde y yo salgo ganando. Vamos a sentarnos.
Por mucho que intentara evitarlo, la tentación era casi insoportable.
—No creo que quede ninguna mesa libre—ya habían ocupado la que ella acababa de dejar.
—Entonces, vamos a bailar.
Antes de que pudiera protestar, la agarró de la mano y la condujo entre la gente hasta una pista de baile minúscula.
Clavar los pies en el suelo no funcionó. Se vio indefectiblemente atrapada por el terremoto de Axel.
—No sé bailar —le advirtió por encima del sonido de la música.
Axel le hizo apoyar la mano en su hombro derecho y la agarró por la cintura.
—Todas las mujeres guapas saben bailar.
Tara jamás se había considerado una mujer guapa, pero ya fuera por sus palabras o por la mano que sentía en la cintura, se sintió de pronto ardiendo de la cabeza a los pies.
La música vibraba a su alrededor mientras el cantante se lamentaba por los deseos insatisfechos, y sentía cada una de las huellas dactilares de los dedos de Axel atravesando su blusa roja. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero tenía la sensación de que aquellos dedos se flexionaban sutilmente contra ella, como si fueran las garras de un enorme gato de pelo dorado preparando a su presa.
Tara llevaba cinco años viviendo en Weaver, pero no había tenido ninguna relación sentimental con nadie de allí. En realidad, tampoco las había tenido antes; no había vuelto a salir con nadie desde que se había ido a pique su matrimonio cerca de mil años atrás.
—Tú eh… ¿habías quedado con alguien?
—A mí también me han dejado plantado —le susurró Axel al oído.
—¿Pero quién te va a dejar plantado a ti? —preguntó Tara sin pensar, y se ruborizó hasta la raíz del cabello.
—En este momento me cuesta recordarlo, porque no esperaba nada especial de la velada. Y aun así —dijo, mientras se estrechaba ligeramente contra ella—, mira cómo estamos.
Tara volvió a sentir que le daba vueltas la cabeza, pero la sensación no fue en absoluto desagradable. Axel deslizó el pulgar por la palma de su mano y un fuego líquido comenzó a correr por sus venas. Estaba tan paralizada como si le hubiera dado un beso en la boca.
—Hoy es mi cumpleaños —dijo estúpidamente.
Axel clavó la mirada en su rostro:
—¿Has apagado las velas y has pedido un deseo?
Sí, había pedido un deseo: volver a ver al único familiar que tenía. Y teniendo en cuenta que no tenía manera de ponerse en contacto con Sloan y que había sido él el que le había dejado aquel mensaje, pensaba que era algo que también su hermano quería. Pero era evidente que se había equivocado.
—No he tenido ni tarta ni velas —contestó.
Axel volvió a deslizar el pulgar por la palma de su mano.
—Eso no está bien. En mi familia no falta nunca la tarta en un cumpleaños.
A Tara no le sorprendió. No había una sola persona que viviera en Weaver y no supiera lo unido que estaba a aquel clan. Aquella familia era la antítesis de la suya.
—Cuando estás solo, lo de la tarta y las velas parece insenesario —le explicó, frunció el ceño y se corrigió—, innecesario.
—Bueno, pero esta noche ya no estás sola —replicó Axel con los ojos entrecerrados.
Ya no estaba acariciándola con el pulgar. En aquel momento, tenía el dedo en el centro de su mano, contra su palma y Tara lo sentía como si una corriente eléctrica la atravesara directamente desde allí hasta el corazón.
Axel volvió ligeramente la cabeza, como si quisiera contemplar sus manos unidas.
—A mí me parece que ahora somos dos.
El corazón le latía con una fuerza atronadora. Tara se sentía como si todas sus terminales nerviosas estuvieran a punto de estallar.
—De acuerdo —su palabras fueron poco más que un suspiro, pero Axel curvó los labios en una lenta y satisfecha sonrisa.
Entrelazó los dedos con los suyos y antes de ser siquiera consciente de lo que estaban haciendo, Tara sintió el frío aire de una noche de octubre contra su rostro y se descubrió frente a la puerta abierta del local. Se acordó entonces de que se había olvidado la chaqueta, pero no le importó, porque cuando todavía no se habían apartado de la puerta, Axel le hizo volverse entre sus brazos, la estrechó contra él y cubrió sus labios con la boca.
En el interior de Tara estalló todo el calor de una tarde de verano.
Axel posó la mano en su cuello y fue deslizándola lentamente hasta su barbilla. Después, alzó la cabeza y fijó la mirada en sus ojos.
—Dejemos los deseos a un lado, ¿qué quieres de regalo de cumpleaños, Tara Browning?
Tara se humedeció los labios, saboreando al hacerlo el gusto que Axel había dejado en ellos.
—A ti —se le escapó. Qué descaro. El rostro le ardía—. Lo siento, puedes echar la culpa a las margaritas.
—Me habría gustado tener también algo que ver en ello —le acarició la espalda y la estrechó de tal manera contra él que ni el frío aire de Wyoming pudo interponerse entre ellos.
Tara tomó aire. Toda ella se sentía tan suave, tan blanda…, mientras que él… Él era todo lo contrario.
Axel le rozó la barbilla con los labios y continuó deslizándolos hasta su oreja.
—Tenerme a mí es la parte más fácil. Pero antes —esbozó una sonrisa traviesa— tendremos que celebrar tu cumpleaños como es debido.
Si no hubiera sido porque Axel la tenía abrazada, Tara habría vuelto a tambalearse.
—¿Celebrarlo?
—Por lo menos no pueden faltar la tarta y las velas —se quitó la cazadora con un rápido movimiento y se la echó por los hombros.
Tara notó a su alrededor el peso del cuero y la intensidad de la fragancia de Axel. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no terminar convertida en un charquito a sus pies mientras se sujetaba la cazadora con una mano. Axel le tomó la otra y la condujo por el aparcamiento hasta su camioneta.
—Si conseguimos encontrar una tarta a estas horas, soy capaz de comerme un sombrero —dijo Tara, intentando dominar la emoción que corría por sus venas.
—Hay cosas mucho más sabrosas.
Axel le abrió la puerta, agarró a Tara por la cintura y la alzó, deslizándola a lo largo de su cuerpo.
—Desde que tenía quince años, no había vuelto a sentir la tentación de hacer el amor con una mujer en un aparcamiento.
Tara tragó saliva, impactada por el eco húmedo y ardiente que sus palabras tenían en ella.
—Yo… no suelo hacer este tipo de cosas.
—¿Te refieres a celebrar tu cumpleaños? —susurró Axel contra su cuello.
—Me refiero a invitar a un hombre a mi habitación. Estaba pensando en quedarme a dormir en el hotel que hay al otro lado de la carretera.
Tara no sabía si eran Axel o las margaritas las que le hacían tan audaz, pero la verdad era que no le importaba. Al fin y al cabo, eran dos personas adultas.
—Estupendo —contestó Axel, deslizando los labios sobre los suyos con un beso que le aceleró a Tara nuevamente el pulso—. Ya tenemos un lugar al que ir con nuestra tarta —la sentó en el asiento de la camioneta—, y también en el que comerla.
A Tara le dio un vuelco el corazón en el instante en el que Axel cerró la puerta. Le siguió con la mirada mientras él rodeaba la parte delantera de la camioneta y en el momento en el que sus ojos se encontraron, el tiempo pareció detenerse… Hasta que Axel continuó caminando, abrió la puerta y se sentó tras el volante.
—¿Lista?
—Sí —contestó Tara con voz ahogada.
Dios santo, ¿en qué lío se había metido?
Pero Axel la miró de reojo, sonrió y le estrechó la mano, borrando todas sus preocupaciones, disolviendo todos sus temores. En ese momento, comprendió que estaba exactamente donde quería estar: con Axel.
Había corazones por todas partes. Si alguien hubiera entrado en aquel momento en el gimnasio de la escuela preguntándose qué se estaba celebrando, definitivamente, los corazones habrían despejado todas sus dudas.
—¿Cuánto valen estos pendientes?
Tara le sonrió a la adolescente que acababa de acercarse a su puesto. Aunque era trece de febrero, estaban celebrando el día de San Valentín. Los organizadores habían decidido que para los habitantes de Weaver, era preferible organizar la feria un sábado.
—Te los puedes llevar a cambio de una lata de comida para la campaña de recogida de alimentos —el resto del dinero que ganara estaba destinado al proyecto de ampliación de la escuela.
—Prométeme que no los venderás, ¿de acuerdo? Ahora mismo vengo.
—Te lo prometo —Tara observó a la chica alejarse a toda velocidad por un gimnasio repleto de puestos en los que se podía encontrar desde besos hasta galletas.
Todos los comercios de Weaver tenían algo interesante que ofrecer para la feria. Incluso Tara, a pesar de que lo último que le apeteciera celebrar fuera el amor.
Permanecía sentada en un taburete detrás de su mesa. Dos horas más y podría llevar de nuevo sus cosas a Classic Charms, sintiéndose satisfecha por haber participado en el último ejercicio destinado a enaltecer el espíritu de la comunidad.
No tenía ningún motivo para quedarse después en el gimnasio. La feria terminaría con una cena y un baile, pero el hecho de haber comprado la entrada para ambas cosas no la obligaba a asistir.
Porque lo único que le apetecía hacer aquella noche era meterse en la cama. Sola.
—Buenas tardes, Tara —Hope Clay, una de los organizadoras de la fiesta y miembro de la junta del colegio, se detuvo ante su puesto—. Parece que ha ido bien el negocio —señaló la mesa, casi vacía—. Es la primera vez que me acerco a tu puesto. Quería comprarles algo a mis sobrinas.
Tara esbozó una sonrisa. Ya había visto por allí a sus sobrinas.
—Leandra ha entrado con Lucas en brazos en cuanto han abierto la puerta del gimnasio.
Hope se echó a reír; era una mujer que no aparentaba los cincuenta años que tenía.
—Aunque sólo tenga dos años, ese niño lleva la sangre de los Clay en las venas. Tristan y yo nos quedamos con él y con Hannah hace unas semanas. Cuando Leandra y Evan vinieron a buscarlos estábamos agotados —sacudió la cabeza sin dejar de sonreír—. Pero no puedo decir de Lucas nada que no tenga que decir del resto de los bebés de la familia.
Hope se fijó entonces en uno de los brazaletes del expositor de cristal.
—Es precioso. ¿Es una amatista?
Tara lo sacó para enseñárselo.
—Sí, de hecho, Sarah —explicó, refiriéndose a otra de las sobrinas de Clay—, le ha comprado uno a Megan hace una hora, pero de olivina.
—Me pregunto si será normal que una vieja dama como yo tenga el mismo gusto que su sobrina.
—No eres una vieja —protestó Tara con sinceridad—. Y teniendo en cuenta que los brazaletes los he diseñado yo, me gustaría pensar que eso significa que las dos tenéis un gusto excelente.
—Muy bien dicho —Tristan, el marido de Hope, se detuvo en aquel momento al lado de su esposa y posó la mano en su cuello con un gesto de cariño que hablaba de años de profundo amor.
Hope se volvió sonriente hacia su marido.
—Creía que ibas a pasar toda la tarde de reuniones. ¿Ha ido todo bien?
—Inesperadamente bien —Tristan se volvió entonces hacia Tara con una sonrisa—. Bueno, Tara, ¿cuánto va a costarme esta vez el excelente gusto de mi esposa?
Tara le dijo el precio del brazalete y él sacó la cartera y el dinero. Cuando Tara comenzó a hacerle un recibo, lo rechazó con un gesto. En realidad, a Tara no le sorprendió, teniendo en cuenta que su empresa de juegos de ordenador, CESID, había financiado ya gran parte del proyecto de expansión del colegio. En general, los Clay eran muy generosos cuando se trataba de apoyar a la comunidad. Aunque había otros Clay que eran expertos en darse a la fuga.
Apartó rápidamente aquel pensamiento de su mente y terminó de envolver el brazalete.
—Aquí lo tienes. Espero que lo disfrutes.
—Aquí está la lata —la adolescente regresó casi sin aliento y le tendió una enorme lata y un montón de monedas—. No has vendido los pendientes, ¿verdad?
Tara sacó los pendientes y se los tendió.
—Te había prometido que te los guardaría.
—Sabía que sería una buena idea lo de la feria —dijo Hope mientras tomaba la lata y la dejaba en el cubo que tenía Tara al lado del puesto—. Te veré más tarde en el baile —y se alejó del brazo de su marido.
Tara tuvo que reprimir la punzada de envidia que sintió al ver marcharse a la pareja e intentó concentrarse en su joven cliente.
—Pero sabes que para ponerse esos pendientes necesitas tener agujero.
—Sí, me hice los agujeros en las orejas el mes pasado —miró emocionada sus pendientes nuevos—. En cuanto pueda quitarme los que me pusieron entonces, éstos serán mis primeros pendientes de verdad. Por fin —elevó lo ojos al cielo—. Pensaba que mi padre nunca iba a dejarme ponerme pendientes.
Tara se identificaba plenamente con ella. A pesar de sus frecuentes ausencias, su padre la había educado con mano de hierro.
—Así son los padres —envolvió los pendientes en papel de seda y los guardó en una cajita—. Aquí los tienes.
—Gracias.
La chica se alejó sosteniendo la cajita como si fuera un tesoro.
Tara se sentó de nuevo en el taburete y miró el reloj. Una hora más y podría comenzar a recoger.
Desgraciadamente, la hora se le hizo eterna, porque cada vez eran menos los clientes.
Tenía la botella de agua casi vacía, la vejiga llena y lo único digno de observación era la cola que había en el puesto de besos de Courtney Clay.
Al cabo de un rato, Tara se volvió, se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo y buscó debajo de la mesa las cajas en las que había llevado el material para el puesto aquella mañana. Todavía no había pasado una hora, pero ya tenía más que suficiente.
Colocó la primera caja encima del taburete y comenzó a guardar la ropa que no había vendido. La descolgaba de las perchas y la doblaba con mucho cuidado. Cuanto más cuidado tuviera, menos trabajo tendría en el momento de volver a colocarlos en la tienda.
Llenó la primera caja y la dejó en el suelo. Después, se agachó para buscar la segunda.
—¿Tienes a alguien enterrado debajo de la mesa? —preguntó una voz grave, profunda, divertida.
Y dolorosamente familiar.
El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho mientras se iba incorporando. Desvió la mirada de Axel y sacó otra caja, recordándose que debía evitar sus ojos. Que, precisamente, había sido al mirarle a los ojos cuando habían empezado todos sus problemas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
No fue un saludo muy hospitalario, y deseó haber sido capaz de disimular. Habría preferido que pareciera que no daba ninguna importancia a su inesperada aparición.
—Tenemos que hablar.
—¿Después de cuatro meses de silencio? Me temo que no.
Maldita fuera, aquello tampoco sonaba muy despreocupado. Agarró el resto de la ropa y la guardó en la caja de cualquier manera. Quería salir cuanto antes de allí.
—Tara…
Pero Tara ya se había agachado para buscar una tercera caja. Y aprovechó que estaba oculta debajo de la mesa para suspirar.
Sólo era un hombre como cualquier otro, se había dicho millones de veces desde que aquella noche de pasión que habían pasado en Braden se hubiera convertido en un fin de semana. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas encerrados en una habitación diminuta. Y durante esas cuarenta y ocho horas, había comenzado a pensar estúpidamente en cosas que no tenía ningún derecho a pensar. Había comenzado a pensar en imposibles.
Pero la brusca desaparición de Axel, que no estaba ya en la cama cuando ella se había despertado la última mañana, había puesto freno a todas sus ilusiones.
Lo único que había dejado tras él era una nota en la que le decía que la llamaría. Había garabateado el mensaje en la caja de la tarta de chocolate que había conseguido encontrar la primera noche, después de recorrer tres tiendas diferentes. Una tarta que habían compartido durante aquellos dos días de todas las maneras imaginables.
Pero Axel no sólo había desaparecido de su cama, sino que después de aquello, tampoco había vuelto a aparecer por Weaver. Ni al día siguiente, ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente…
Los pensamientos que habían compartido, las risas, la pasión, nada de eso parecía tener para él la menor importancia.
Pero ella ya era una mujer adulta. De modo que tenía que ser capaz de asumir las consecuencias.
Agarró la caja, la sacó y cuadró los hombros mientras se levantaba.
Desgraciadamente, Axel continuaba apoyado contra uno de los expositores del puesto, y sus hombros parecían más anchos que nunca con aquel jersey de cuello vuelto que llevaba.
La última vez que Tara había visto aquellos hombros, estaban desnudos y brillantes por el sudor mientras Axel y ella hacían el amor como si fueran incapaces de detenerse.
Tara borró rápidamente aquel recuerdo de su mente y miró hacia el expositor.
—¿Te importa?
Axel retrocedió ligeramente. Ignorando que tenía su pecho a sólo unos centímetros de distancia, Tara abrió el expositor y sacó una de las bandejas.
—Puedo explicarte lo que ha pasado durante estos cuatro meses —se excusó Axel.
—No necesito ninguna explicación —le aseguró Tara—. Lo que pasó, pasó —por fin había sido capaz de responder de forma natural y despreocupada—. ¿Cuándo has vuelto?
—Esta mañana. Pretendía llamarte.
Demasiado poco y demasiado tarde. Cuatro meses tarde, de hecho.
—No tiene ninguna importancia —dijo en el mismo tono de ligereza.
Era una mujer adulta. Habían iniciado una aventura de una noche que había terminado convirtiéndose en un fin de semana. Lo único que en aquel momento le importaba era el hecho de que le hubieran molestado aquellos cuatro meses de silencio.
Mentirosa.
Ignorando el insistente susurro de su conciencia, vació los contenidos de la bandeja en una caja sin ningún cuidado. Ya lo ordenaría todo cuando regresara a la tienda.
—Me surgió algo importante —insistió Axel.
Tara cometió el error de mirarlo, porque pudo ver la mueca que cruzaba aquel rostro tan injustamente atractivo.
—Soy consciente de cómo suena lo que acabo de decir.
—No importa cómo suene o cómo deje de sonar. Todo eso ocurrió hace meses. No es para tanto. Apenas… —estuvo a punto de atragantarse—, apenas me acuerdo.
Axel curvó ligeramente la comisura de los labios.
—¿Sabes que tienes cinco pecas en la nariz? ¿O sólo te salen cuando mientes?
Tara colocó la bandeja vacía en el expositor y sacó la siguiente.
—Bueno, te agradezco que me hayas dado una explicación pero, como puedes ver, estoy ocupada.
—No creo haber explicado nada.
—En ese caso, no hace falta que pierdas el tiempo. Los dos sabemos lo que ocurrió.
Habían pasado un fin de semana juntos y ella había estado a punto de perder el corazón. Él, por su parte, había puesto pies en polvorosa en cuanto había decidido que había llegado el momento de hacerlo.
Axel le quitó la segunda bandeja antes de que hubiera podido dejar los contenidos en la caja.
—Tara…
Tara no iba a comenzar a jugar a un tira y afloja con la bandeja. Pero tampoco tenía ganas de continuar una conversación sobre lo que había pasado entre ellos delante de tanta gente.
De modo que soltó la bandeja, sacó la última y la vació en la caja.
Axel musitó un juramento.
—Tara…
—Axel Clay, ¿eres tú? —se oyó una alegre voz femenina en el otro extremo del gimnasio.
—Hablaremos de esto —le advirtió Axel a Tara antes de volverse hacia una rubia de pelo rizado que caminaba en aquel momento hacia él—. Hola, Dee. ¿Cómo estás?
La rubia le abrazó sin ningún pudor.
—Voy a tener que castigar a Sarah. No me había dicho que venías. Todos pensábamos que continuabas en Europa, intentando comprar algún caballo. Hola, Tara —añadió con aire ausente.
En otras circunstancias, a Tara incluso le hubiera divertido la actitud de Deidre Crowder. Pero aquel día se había agotado todo su buen humor.
Aun así, consiguió responder a su saludo con naturalidad y aprovechó aquella distracción para terminar de vaciar el expositor de joyas. No pudo evitar oír que Axel le explicaba a Dee que su prima no estaba al tanto de su llegada. Y tampoco pudo evitar fijarse en cómo agarraba Dee a su amigo del brazo.
—Perdona —le dijo a Dee, que tenía la mano apoyada en el expositor.
—Lo siento —contestó Dee. Apartó la mano, pero no desvió la mirada de Axel—. ¿Y cuánto tiempo piensas quedarte por aquí? Podríamos quedar.
Tara levantó el tablero de la mesa y lo colocó encima de las cajas. Después, sacó el taburete. Todavía tenía que desmontar el perchero, pero no tenía ganas de oír cómo quedaba Dee, una auténtica devora hombres, con Axel.
Sin mirarles siquiera, se dirigió al almacén para retirar el carro que había dejado allí después de organizar su puesto. Lo sacó e intentó desplegarlo.
—Déjame ayudarte.
Tara dejó caer los hombros. Dee no había conseguido retener la atención de Axel durante el tiempo suficiente.
—No necesito ayuda —estiró la manilla del carro—, ¿lo ves?
Le rodeó con el carrito y regresó hacia su puesto. Pero sus piernas no eran tan largas como las de Axel y éste consiguió adelantarla.
Tara tensó los labios, se volvió hacia el perchero y quitó las ruedas para guardarlas. Sin hacer caso a Axel, agarró el carro ya cargado y se dirigió hacia la salida del gimnasio.
Pero todavía no había llegado a la puerta cuando Joe Gage, el director de la escuela de primaria, hacía su entrada en el gimnasio.
—¿Ya has cerrado la tienda, Tara? —le sostuvo la puerta.
—Sí, ya me voy. Gracias, Joe —maniobró con el carrito para cruzar la puerta.
—Bueno, supongo que te veremos esta noche en el baile. Este pobre viejo espera poder bailar contigo —le sonrió.
Era un hombre muy agradable, que siempre había sido muy amable con ella. Tara le sonrió, esperando que no se diera cuenta de que no le había contestado.
Por encima del hombro de Joe, pudo ver a Axel, que la seguía a grandes zancadas.
—Eh, Axel —oyó que Joe le saludaba—. No sabía que habías vuelto al pueblo.
Tara aceleró el paso y no pudo oír la respuesta de Axel. Cuando por fin llegó hasta su coche, apenas podía respirar. Sacó las llaves a toda velocidad, pero acababa de abrir la puerta del maletero cuando llegó Axel, cargó las tres cajas, dobló el carro y lo colocó al lado de las cajas.
Cerró el maletero de un portazo y clavó sus penetrantes ojos en Tara.
—Puedes hablar conmigo ahora o dejarlo para más tarde. Pero hablaremos, Tara. Hay algunas cosas que tienes que saber.
Pero había otra cosa que Tara no quería que él supiera. No por primera vez, se descubrió preguntándose por qué no se marchaba de Weaver para siempre. La tienda era lo único que la unía a aquel lugar. Eso y el hecho de que fuera el único lugar en el que su hermano podía localizarla.
—Quiero llevar estas cosas a la tienda antes del baile.
—En ese caso, te acompañaré.
—¡No! —exclamó con más dureza de la que pretendía—. Podemos vernos esta noche en el baile —mintió mientras se dirigía a la puerta de pasajeros.
—No creo que ése sea el mejor sitio para hablar.
—Lo tomas o lo dejas —replicó Tara mientras se sentaba en el coche y cerraba la puerta.
Intentando disimular el temblor de sus manos, metió la llave en el encendido y se alejó de allí como si la persiguieran todos los demonios del infierno. Aunque, por supuesto, Axel Clay no era ningún demonio.
Solamente era el único hombre con el que se había costado desde que, a los dieciocho años, se había embarcado en un matrimonio que apenas había durado un mes.
Pero lo peor de todo era que era el padre del hijo que llevaba en su vientre.
Axel ahogó un juramento mientras la veía alejarse en el coche. Alzó la mirada hacia el cielo invernal y soltó una exhalación. A pesar de lo que Tara le había dicho, dudaba de que fuera al baile aquella noche. Pero, ¿qué esperaba? ¿Que le diera la bienvenida con los brazos abiertos?
Había tenido muchas aventuras a lo largo de su vida; siempre con mujeres que jugaban con las mismas reglas que las suyas. Pero el fin de semana con Tara había sido algo diferente. Ella era diferente. Siempre lo había sido. Lo había sabido desde el día que la había conocido, cinco años atrás.
Comenzó a vibrar el móvil que llevaba en el bolsillo y lo sacó rápidamente.
—¿Has hablado con ella? —le preguntó su tío.
—No exactamente.
—Pues la situación no está para ese tipo de respuestas. Sloan es un hombre muy valioso para nosotros y le di mi palabra de que continuaría ocupándome de su hermana. Quiero informes a diario.
Tristan Clay no era sólo el tío de Axel. Era también su jefe y lo había dejado bien claro después del desastroso final de su última misión para Hollins-Winword.
La principal preocupación de aquella agencia de agentes secretos era la seguridad, ya fuera a escala nacional o internacional. En algunas ocasiones, manejaban incluso asuntos que las agencias del gobierno no podían asumir por los canales normales. Aquél había sido el caso de la última misión de Axel, que había sido un auténtico fracaso.
No había conseguido garantizar la seguridad de nadie, y menos la de la amante de Sloan McCray.
Como resultado, Tristan había hecho exactamente lo que debía: le había expulsado temporalmente de la agencia. Y así había estado hasta ese mismo día. Aquella mañana había ido a ver a su tío. Tristan pretendía que renunciara a su trabajo, que era, lo que en realidad, el propio Axel había estado pensando desde que había sido expulsado. Pero, curiosamente, no había querido renunciar.
Al contrario, se había descubierto suplicándole a su tío que le asignara una última misión. No sólo por lo que había pasado con Sloan McCray, sino por la propia misión: Tara Browning.
El hecho de que fuera la hermana de McCray sólo complicaba la situación para él y era extraño que Tristan se hubiera mostrado de acuerdo. Aun así, había aceptado su propuesta y aunque McCray pusiera el grito en el cielo cuando se enterara, no estaba en situación de negarse.
—Tendrás informes diariamente —le aseguró Axel.
Colgó el teléfono antes de que Tristan pudiera arrepentirse y recorrió el aparcamiento a grandes zancadas para llegar a su camioneta. Apenas acababa de meter la llave en el encendido cuando volvió a sonar el teléfono.
—¿Sí?
—¿Así es como contestas normalmente el teléfono?
Axel esbozó una mueca al oír la voz de su madre y puso la camioneta en marcha.
—Supongo que ya te has enterado —en Weaver las noticias corrían como la pólvora.
—¿Estás en el pueblo? Supongo que podrás imaginarte lo contenta que estoy de haberme enterado de que estás aquí por boca de otros. He recibido tres llamadas de personas diferentes diciéndome que habían visto tu camioneta por la calle principal.
—Lo siento, tenía un asunto del que ocuparme.
—Con Evan, supongo —concluyó Emily, haciendo que Axel se sintiera mucho más culpable.
—Todavía no he hablado con Evan —admitió.
Sabía perfectamente que Emily ya estaba enterada. Evan Taggart era el veterinario del pueblo, además de su cuñado, pero habían decidido dedicarse juntos a la cría de caballos incluso antes de que Evan se hubiera casado con Leandra, la hermana de Axel.
El negocio iba cada vez mejor y además era una tapadera perfecta para las otras actividades de Axel, de las que, por cierto, Evan siempre había estado enterado.
—¿Y cuándo piensas pasarte por la granja?
La granja era la Granja Clay, un importante criadero de caballos que sus padres tenían a las afueras del pueblo. Era allí donde él había crecido y el lugar al que siempre regresaba, pero nunca hasta entonces había regresado al pueblo con un cargo de conciencia como aquél y no podía negar que se sentía sin fuerzas para volver a la casa familiar.
—Pronto, todavía tengo que ocuparme de algunos asuntos en Weaver.
—Esta noche hay un baile en el instituto por el día de San Valentín. Tu padre y yo estaremos por allí.
—Sí, ya lo sé, he pasado por el gimnasio.
—Entonces habrás visto a Courtney. Es increíble, pero ha sido la encargada del puesto de besos de este año.
La última vez que Axel había visto a su prima, ésta estaba llorando desconsoladamente en el funeral que sus padres habían organizado en recuerdo de su hermano Ryan, que había desaparecido en una misión.
—Tenía una cola que daba la vuelta al gimnasio —dijo Axel.
—Me encanta verla de nuevo feliz. Ha pasado un año muy duro.
Axel no fue capaz de decirle nada a su madre. No podía explicarle en aquel momento la verdadera razón por la que había evitado a la hermana pequeña de Ryan. Ryan le había obligado a prometer que no diría nada.
—¿Has visto a Hope o a Tristan? —continuó su madre.
—En el gimnasio no —por lo menos eso era cierto. Se había encontrado con Tristan en su despacho de CeeVid.
—Entonces, si estás todavía en el pueblo, pásate por el baile.
Si creyera que Tara tenía intención de ir al baile se pasaría por allí, pero lo dudaba muy seriamente.
—Ya veré.
—Supongo que eres consciente de que mañana es domingo —continuó Emily—. Si no te vemos esta noche en el baile, espero verte mañana a la hora de comer.
—¿Quién se encarga de la comida este domingo? —su madre y sus tías se turnaban cada domingo para organizar una comida familiar.
—Mañana cocina Jaimie —contestó su madre—. Iremos todos a su casa.
Su casa era el rancho Double-C, en el que se habían criado sus padres y sus tíos y en el que todavía vivían Squire, su abuelo y su esposa, Gloria, junto con los tíos de Axel, Matthew y Jaimie. Aquel lugar iba a recordarle el peso de la traición tanto como su propia casa.
—¿Y piensa ir todo el mundo?
—Ha pasado casi un año desde la última vez que estuviste por aquí, cariño, ¿a ti qué te parece?
—Si no me ves hasta mañana a la hora de la comida, no te preocupes.
—Yo siempre me preocupo por ti. No se le puede pedir otra cosa a una madre.
Axel se despidió de ella y colgó el teléfono. No quería pensar en madres e hijos en aquel momento. Y eso tenía mucho que ver con la razón por la que no tenía ninguna gana de regresar a Weaver. Tenía una buena familia. Ninguno de sus miembros se merecía el secreto que guardaba sobre Ryan. Pero si no mantenía aquel secreto, Axel temía que ocultara con más celo su paradero y ya le había costado demasiado tiempo encontrarlo.
Quizá no pudiera hacer nada respecto a su propia familia, pero, definitivamente, sí podía hacer algo por la familia McCray.
Salió del aparcamiento y se dirigió por la calle principal hasta Classic Charms. Cuando llegó allí, estuvo considerando si debería continuar sentado tras el volante observando la tienda desde allí o debería hablar con Tara para hacerle comprender la gravedad de la situación.
Algo que le habría resultado infinitamente más fácil si no hubiera cometido el error imperdonable de haber pasado con ella todo un fin de semana en Braden.
Tristan le había ordenado que fuera a aquel bar para mantener un encuentro rápido con McCray. La última persona que esperaba encontrarse allí era su hermana. Pero allí estaba.
Había estado observándola desde una esquina de la barra durante más de una hora y había podido ver cómo iba desapareciendo la luz de la ilusión de aquel precioso rostro de enormes ojos castaños.
Sabía que no debería haberse interpuesto en su camino cuando había decidido abandonar el bar. Pero lo había hecho. Y no era capaz de arrepentirse de lo ocurrido.
Estaba loco por Tara desde la primera vez que la había visto, desde que, cinco años atrás, Tara había ido a vivir a Weaver. La única razón por la que no había dado rienda suelta a aquellos sentimientos era el hecho de que Tara viviera en Weaver por razones de seguridad.
Sin embargo, aquella noche en Braden, la atracción había resurgido con más fuerza que nunca y además, en aquel entonces, él estaba a punto de presentar a Tristan su renuncia.
Pero era consciente de que en realidad no tenía excusa. No debería haberla tocado y lo sabía.
Tomó un cambio de sentido y aparcó delante de la tienda. Estaba cerrada, por supuesto. Bajó de la camioneta y llamó a la puerta mientras miraba a través de la ventana.
No podía ver a Tara en su interior, pero no le sorprendió. La tienda estaba abarrotada de muebles, ropa y toda clase de adornos.
Volvió a llamar, con más fuerza. Y Tara terminó apareciendo.
Se había remangado la sudadera por encima de los codos y llevaba el pelo recogido en una especie de moño no particularmente efectivo a juzgar por los mechones de pelo que escapaban para enmarcar su rostro de duende.
Cuando llegó a la puerta, hizo una mueca y señaló el cartel que había puesto en la ventana para indicarle que la tienda estaba cerrada.
—No pienso marcharme, Tara —replicó Axel.
—Déjame en paz, ¿o tengo que llamar al sheriff?
—Llámale si quieres. Hace un año que no veo a Max. Es una oportunidad tan buena como cualquier otra para que nos pongamos al día.
—Supongo que debe de ser una sensación agradable estar emparentado con la mitad del pueblo.
En realidad, a veces era casi una maldición.
—¡Abre!
—¿No eres capaz de aceptar un no como respuesta?
—No —un golpe de viento arrastró hasta él una ráfaga de nieve—. Así que podrías dejarme pasar.
Tara miró por encima de Axel hacia la calle. Éste no habría podido decir si fue la visión de su camioneta o la del turismo que pasaba en aquel momento por allí la que le hizo esbozar una mueca. Pero tampoco le importó, teniendo en cuenta que al final le abrió.
—Podrías haber aparcado en el callejón que hay detrás del edificio —le reprochó mientras cerraba la puerta tras él—. Todo el mundo en el pueblo reconoce tu camioneta.
—¿Y?
—Y no quiero que la gente se pregunte qué estabas haciendo aquí —Axel comenzó a bajarse la cremallera de la cazadora—. No te molestes en quitártela —le advirtió Tara—, no vas a quedarte mucho tiempo.
Axel se quitó de todas formas la cazadora y la dejó sobre una barra de madera de caoba en forma de u que hacía las veces de mostrador en el centro de la tienda.
—Hay alguien que quiere acabar con tu hermano —dijo bruscamente.
Por un instante, Tara se limitó a mirarle con los ojos abiertos como platos. Después parpadeó lentamente.
—¿Perdón?
—Ya me has oído. Le han puesto precio a la cabeza de tu hermano.
Tara se sentó bruscamente en un sofá de cuero; un sofá tan grande que le hacía parecer incluso más indefensa.
—¿Cómo… cómo lo sabes?
—Porque trabajo para la misma agencia que te hizo instalarte en Weaver cuando tu hermano tuvo que pasar a la clandestinidad en la Brigada de Estupefacientes.
Tara palideció de tal manera que Axel corrió hacia ella y posó la mano en su espalda.
—¿Sabes dónde está Sloan? —tragó saliva—. ¿Está bien? Se supone que está en Chicago bajo protección, ¿no es cierto?
La verdad era que Axel no estaba del todo seguro del paradero de Sloan.
—Nos mantenemos en contacto —respondió, aunque Tristan era el único con el que McCray mantenía algún tipo de comunicación.
Vio la expresión asustada de Tara y se obligó a meter las manos en los bolsillos para evitar tocarla otra vez. Ya había habido demasiado contacto entre ellos. El recuerdo de las horas que habían compartido todavía le quitaba el sueño.
—¿Qué sabías tú del caso en el que estaba trabajando?
Tara se apartó un mechón de pelo de la cara.
—Lo único que sé es que cuando se infiltró en la banda de Deuce quería que me alejara de Chicago por si alguien sospechaba que no era el ex confidente que fingía ser —dejó caer las manos en el regazo—. Pero era una exageración. En realidad, nunca me pasó nada, ni mientras estuvo infiltrado en la banda ni cuando consiguió que les detuvieran —miró alrededor de la tienda—. Tuve que renunciar a mi casa para venir aquí. Pero esto es algo temporal. Sólo continuaré aquí hasta que todo esto termine.
Una decisión que había durado ya cinco años no parecía tan temporal como Tara pretendía, pero Axel prefirió no decirlo.
—Unos años antes de que Sloan se infiltrara en la banda, lo había hecho otro agente federal, pero le descubrieron y mataron a su familia antes de acabar con él.
No había manera de suavizar lo ocurrido, pero aun así, Axel se sintió como un auténtico canalla al verla palidecer todavía más.
—Los federales no pudieron acusar a nadie en ese momento —continuó con voz queda—. Ha sido tu hermano el que ha conseguido cerrar el caso y ahora que por fin va a salir el juicio adelante, es muy probable que quieran vengarse.
—Pero se supone que Sloan está protegido por una identidad falsa.
—Eso puede no ser suficiente y tu hermano no quiere que corras ningún riesgo.
—Pero si ni siquiera estoy utilizando mi nombre de soltera. ¡Y hace más de cinco años que no hablo con Sloan! No tengo ni su número de teléfono ni su dirección. ¿Cómo van a poder dar conmigo?
—Porque tienes una relación muy directa con él. Eres su hermana melliza —además de su único pariente.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Renunciar a todo lo que tengo y empezar otra vez desde cero?
—Ahora mismo, Weaver sigue siendo el lugar más seguro para ti.
—¿Y desde cuándo sabes todo esto?
—¿Te refieres al peligro que corre Sloan o a la razón por la que viniste a Weaver?
—A las dos cosas.
—Lo primero, desde esta mañana, y lo segundo, desde hace cinco años.
—Genial. Entonces, todo ese asunto del criadero de caballos es un invento. Tú también eres un agente.
Durante el fin de semana que habían pasado juntos no habían hablado de su trabajo. Habían hablado de la tienda de Tara, de libros, de películas y de religión. Y habían hecho el amor una y otra vez.
—Jamás te he mentido. Me dedico a la cría de caballos.
—Pero no sólo a eso, ¿verdad?
—No —admitió—, pero no soy agente de la Brigada de Estupefacientes…
—Pero tú has dicho que fue la agencia…
—No fue la Brigada la que te hizo venir aquí, sino una agencia llamada Hollins-Winword.
—Pero Sloan me dijo…
—Eso no importa.
En un mundo perfecto, cualquier cuerpo policial sería capaz de proporcionar plena protección a sus agentes. Pero Axel había aprendido mucho tiempo atrás que el mundo no era perfecto. McCray había hecho lo mismo que habría hecho él si se hubiera encontrado en su situación.
—Sloan confió en Hollins-Winword para mantenerte a salvo, y es esa agencia la que te está protegiendo ahora.
Tara cerró los ojos un instante, como si estuviera intentando reunir fuerzas. Axel alargó la mano hacia ella, sin importarle arriesgarse a su rechazo, pero Tara abrió los ojos, posó las manos en las rodillas y se levantó bruscamente.
—Muy bien. Ahora que ya lo sé, ¿puedes marcharte? —comenzó a caminar hacia la puerta—. Tus cinco minutos han terminado.
Axel la agarró del brazo y disimuló el estremecimiento que le produjo aquel contacto.
—No he venido solamente para ponerte al tanto de la situación. A partir de ahora soy tu guardaespaldas.
Tara no estaba segura de haber oído bien.
—Mi guardaespaldas.
Pero Axel no la corrigió. Continuó donde estaba, observándola con aquellos ojos dorados que no había conseguido borrar de su mente.
—No —dijo ella con voz firme, y continuó avanzando hacia la puerta—. No, no y no.
—Eso no vas a decidirlo tú.
Empujó la puerta.
—Por supuesto que sí. De la misma forma que ahora mismo estoy decidiendo que tienes que marcharte. Quiero que te vayas inmediatamente.
Axel la sorprendió caminando hacia la puerta. Pero antes de cruzarla, se detuvo. Estaban tan cerca que Tara podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Axel inclinó la cabeza hacia ella y Tara tuvo que hacer un esfuerzo titánico para no temblar.
—De una u otra forma, estaré vigilándote y protegiéndote, Tara. Si colaboras conmigo, harás que mi tarea resulte más fácil.
Le resultó imposible no temblar. Pero esperaba al menos que Axel lo atribuyera al frío de la noche y no al efecto que tenía sobre ella.
—No tengo ningún motivo para hacerte la vida más fácil.
Además, necesitaba poner distancia entre ellos antes de que se hiciera evidente para cualquiera que la mirara con atención que no estaba tan delgada como antes.
Los embarazos inesperados no pertenecían únicamente al dominio de las jóvenes imprudentes. Ella era una mujer adulta y aun así, se había quedado embarazada algo que, de momento, sólo sabían ella y el tocólogo que la atendía en Braden.
—Cariño —respondió Axel, bajando ligeramente la voz—, en todo esto no hay nada fácil.
Y salió.
Tara cerró la puerta tras él y lo miró a través del cristal mientras echaba el cerrojo.
—No pienso dejar las cosas así —le advirtió Axel.
—Pues me temo que vas a perder el tiempo —contestó ella, odiando el nudo que tenía en la garganta.
Se apartó bruscamente de la puerta e, ignorando todo lo que le quedaba por hacer, se dirigió directamente hacia la puerta de atrás, deteniéndose solamente para apagar las luces y recoger el abrigo.
Se metió en el coche, salió del callejón y menos de diez minutos después, estaba en su casa.
Axel no la había seguido. Se dijo a sí misma que no la sorprendía. La amenaza de convertirse en su guardaespaldas era solamente eso, una amenaza. Lo cual no explicaba por qué, una vez dentro de casa, continuaba asomándose a la ventana en busca de su camioneta.
Cuando se dio cuenta de que acababan de encender las farolas de la calle le entraron ganas de tirarse de los pelos: había perdido una hora yendo de ventana en ventana, esperando que apareciera Axel, o algo peor.
Caminó con paso firme hasta el armario, abrió bruscamente la puerta y sacó el primer vestido decente que encontró. Lo dejó encima de la cama y fue al cuarto de baño.
El espejo le devolvió la imagen de una joven con las mejillas sonrojadas y los ojos oscuros. Se soltó el pelo, se lo cepilló con fuerza y se retocó el maquillaje. Regresó al dormitorio y se puso el vestido, un vestido negro, completamente acorde con su humor y de corte muy suelto. Completó su atuendo con unas medias negras, unos zapatos de tacón y un colgante y unos pendientes de color negro que ella misma había diseñado.
Una vez arreglada, se dirigió hacia la puerta. Lo último que le apetecía hacer aquella noche era ir al baile de San Valentín, pero era preferible a continuar escondida entre las sombras de su propia casa, esperando a que apareciera Axel Clay.
Cuando llegó al colegio, vio que habían vuelto a cambiar la decoración del gimnasio. En aquella ocasión para que pudiera celebrarse allí la cena que terminaría con un baile amenizado por el grupo que estaba ya sobre el escenario. Había varias mesas redondas a lo largo de una de las paredes del gimnasio y la mayoría estaban ya llenas. Frente a ellas habían servido el bufé.
Y, por supuesto, había corazones por todas partes.
Tara resopló disimuladamente mientras le tendía su ticket a uno de los adolescentes de la entrada y se quitaba el abrigo, que dejó en el guardarropa.
Le inquietó el hecho de dejar las llaves del coche en el bolsillo del abrigo, pero aquello le irritó sobremanera. Si no hubiera sido por la visita de Axel Clay, ni siquiera habría pensado en ello.
—Buenas noches, Tara —la saludó Joe Gage a los pocos segundos de entrar—, estás guapísima.
—Gracias, tú también estás muy elegante.
El director del colegio era un hombre agradable, pero, definitivamente, no se le hacía la boca agua al mirarlo. Estando embarazada, lo último que debería hacer era alentarle, pero las situaciones desesperadas requerían a veces de medidas desesperadas.
—Parece que ha venido mucha gente —probablemente ella era la única persona del pueblo que había comprado el ticket sin intención de utilizarlo.
—Sí —Joe desvió la mirada hacia Dee Crowder, que acababa de pasar por delante de ellos con un bonito vestido de encaje rojo—. Pero en mi mesa sobra un asiento a mi izquierda.
—Gracias… —no pudo continuar, porque en ese momento sintió una mano sobre su hombro.
—Gracias, Joe —dijo Axel por encima de su cabeza—, pero deberíamos encontrar sitio para dos —se echó a reír—. Aunque la verdad, no me importaría que Tara se sentara en mi regazo durante la cena.
Tara alzó la mirada hacia él.
—¿Qué…?
Axel apretó ligeramente la mano, sin fuerza, pero, definitivamente, era una advertencia. La protesta de Tara murió inmediatamente en su garganta. Pero se sonrojó violentamente al ver la expresión de Joe al fijarse en la mano que Axel había puesto sobre su hombro.
—A mí tampoco me importaría que la mujer más guapa de la fiesta se sentara en mi regazo —Joe miró de nuevo hacia las mesas—. La mayor parte de tu familia anda por aquí, y ocupa unas cuantas mesas.
—Gage —Dee Crowder apareció en aquel momento. Miró con curiosidad a Axel al ver que tenía la mano apoyada en el hombro de Tara—, ¿te importa que me siente a su lado?
—Por supuesto que no. Axel, Tara, disfrutad de la velada —les deseó antes de agarrar a Dee del brazo.
Tara sintió que su última oportunidad de sentarse lejos de los Clay se evaporaba mientras veía a Joe acompañar a Dee hasta su mesa.
—Vamos a bailar—la urgió Axel empujándola hacia el minúsculo espacio que habían habilitado como pista de baile.
—No sé bailar —protestó Tara, experimentando una intensa sensación de déjà vu cuando Axel le hizo volverse en sus brazos.
—Creo que sobre esto ya hemos hablado en otra ocasión —musitó Axel, haciéndole apoyar la cabeza en su hombro.
Lo último que necesitaba Tara era que le recordaran lo que había pasado en Braden. Particularmente cuando era imposible olvidar lo ocurrido aquella noche, cortesía de la cada vez más ancha línea de su cintura. Y cuando Axel decidió posar la mano precisamente allí, no pudo evitar contener la respiración, esperando que hiciera algún comentario. Afortunadamente, lo único que susurró fue:
—Relájate.
—Supongo que estás de broma.
—Cariño —le susurró Axel al oído—, jamás en mi vida había hablado tan en serio.
La estrechó contra él de tal manera que sus senos rozaron su pecho.
—¿Cómo puedo estar segura de que no te has inventado todo lo que me has dicho? En mi vida había oído hablar de esa agencia.
Axel le hizo dar una vuelta.
—No alces la voz.
—No me puede oír nadie —¿cómo iban a oírle si no había ni un centímetro de distancia entre ellos?
—Nunca se sabe quién puede estar escuchando —rozó su oreja con los labios, haciéndola estremecerse y olvidarse de todo lo que no fuera el presente—. Algún día es posible que te pregunte qué razón crees que podría tener para inventarme una cosa así, pero de momento, basta con que sepas que la mayoría de la gente no tiene ningún motivo para oír hablar de la agencia, y me alegro de que sea así.
—No es que no me crea lo que me has contado, pero mi hermano tiende a ser exageradamente protector —quizá por culpa de su propia infancia. Ella también tenía sus propios traumas. Eso era lo que ocurría cuando alguien vivía al lado de un hombre cuyo trabajo exigía cierto secretismo—. Pero creo que estoy en condiciones de hacerme cargo de mi propia seguridad.
Axel bajó ligeramente la mano por su espalda.
—¿Te he dicho ya lo guapa que estás esta noche?
Tara le pisó deliberadamente el pie, mientras deseaba que fuera igual de fácil poder pisotear el recuerdo de los labios de Axel acariciando el mismo rincón de su piel que en aquel momento rozaba con la mano.
—Lo siento.
—No lo sientes en absoluto, pero es normal que estés a la defensiva. Te he puesto en una situación muy difícil.
Volvieron a entrarle ganas de echarse a reír. Si él supiera…
—Qué comprensivo por tu parte.
Intentó apartarse ligeramente de él, aunque sólo fuera para poder respirar, pero Axel cubrió su mano con la suya.
—La gente se va a llevar una idea equivocada —el corazón le latía con fuerza y era dolorosamente consciente de que era Axel, y no lo que le estaba diciendo, el motivo de que se le acelerara de aquella manera.
—¿Una idea equivocada sobre qué? A mí no me importa que se den cuenta de que me gusta bailar contigo.
—Pues a mí sí.
Tara sintió sus labios contra su sien y su pulgar acariciándole la muñeca.
—Mentirosa, el pulso te late a toda velocidad.
—Eso es porque estoy enfadada.
Axel suspiró con fuerza.
—No estaba bromeando cuando he dicho que todo esto resultaría más fácil si contara con tu colaboración. Pero si prefieres que te persiga como si fuera una especie de acosador, lo haré.
Tara quería escapar de sus brazos y salir corriendo de allí. Pero se limitó a seguir bailando la balada interminable que tocaba el grupo.
—Ya te lo he dicho, sé cuidar de mí misma.
Le sintió suspirar otra vez.
—¿Quieres que te cuente cómo murió la familia del otro agente? ¿Sabes que hacían una vida completamente normal, que jamás sospecharon…?
—Ya basta —se le estaba revolviendo el estómago—. No quiero oír los detalles.
—Y yo no quiero dártelos —le aseguró él—, pero lo haré si de esa forma puedo demostrarte que esto va en serio —giró suavemente para evitar que chocaran con otra pareja y bajó la voz—. No tenemos la seguridad de que la amenaza de muerte contra Sloan proceda de Deuce, pero es bastante probable, teniendo en cuenta que el juicio es la semana que viene. Si no quieres hacer esto por ti, hazlo por tu hermano. Tara, por favor, déjame hacer mi trabajo.
—Entonces, protege a Sloan.
—Mi misión consiste en protegerte a ti.
Misiones, trabajos. Su insistencia estaba directamente relacionada con su trabajo. No tenía nada que ver con ella. No tenía nada que ver con la noche que habían pasado abrazados, y, desde luego, mucho menos con las consecuencias de aquellas horas. Consecuencias que, afortunadamente, Axel ignoraba.
—Gracias, pero no.
Aprovechando que había terminado la canción y que Hope Clay estaba animando a todo el mundo a disfrutar del bufé, Tara se separó de él.
—Si me perdonas —dijo en voz alta, para que cualquiera que estuviera cerca pudiera oírla—, hay algunas personas a las que me gustaría saludar.
Y sin esperar respuesta, se volvió y se fundió entre la masa de gente que se dirigía hacia la comida. Pero en vez de acercarse a la cola, fue rápidamente al cuarto de baño.
Desgraciadamente, tampoco allí encontró escapatoria. Emily Clay, la madre de Axel se estaba secando las manos con una toalla de papel.
—Hola, Tara —al igual que la mayor parte de las mujeres que habían ido a la cena, iba con un vestido rojo, muy apropiado para la fecha—. Qué vestido tan bonito.
—Gracias —contestó Tara, dolorosamente consciente de su sencillez—. La verdad es que me he puesto lo primero que he encontrado en el armario.