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Luna de miel en Marbella Carol Marinelli No había una cláusula que contemplara las consecuencias de la noche de bodas… Luna de miel griega Sharon Kendrick Un matrimonio muy conveniente: por el bien del niño. Corazón dormido Renee Roszel ¿Conseguiría atravesar las barreras de su marido?
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Jazmín Luna de Miel, n.º 209 - agosto 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-778-6
Portada
Créditos
Luna de miel en Marbella
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Luna de miel griega
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Corazón dormido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
–ESTELLE, te lo prometo, no tendrás que hacer nada más que darle la mano a Gordon y bailar.
–¿Y? –presionó Estelle.
Dobló la esquina de la página del libro que estaba leyendo y lo cerró sin poder creer apenas que estuviera considerando la posibilidad de aceptar el plan de Ginny.
–A lo mejor, también un beso en la mejilla, o en los labios. Lo único que tendrás que hacer es fingir que estás locamente enamorada.
–¿De un hombre de sesenta años?
–Sí –Ginny suspiró, pero, antes de que Estelle pudiera protestar, continuó diciendo–: Todo el mundo pensará que eres una cazafortunas y que estás con Gordon por su dinero. Cosa que será… –Ginny dejó de hablar, interrumpida por un ataque de tos.
Ginny y Estelle eran compañeras de piso, dos jóvenes que estaban intentando sacar adelante sus estudios universitarios. Estelle, de veinticinco años, era unos años mayor que Ginny. Tiempo atrás, se había preguntado cómo era posible que Ginny pudiera tener coche y vestir tan bien. Al final lo había averiguado: Ginny trabajaba para una agencia de acompañantes y tenía un cliente fijo, Gordon Edwards, un político que ocultaba un secreto que, precisamente, era la razón por la que no esperaría nada de Estelle si ocupaba su lugar como pareja en la boda que iba a celebrarse aquella tarde.
–Tendré que compartir habitación con él.
Estelle no había compartido habitación con un hombre en su vida. No era una mujer tímida ni retraída, pero no tenía el interés de Ginny por la vida social. Ginny pensaba que los fines de semana estaban destinados a las fiestas, mientras que la idea que Estelle tenía de un fin de semana perfecto consistía en ir a visitar edificios antiguos y acurrucarse con un libro en el sofá.
–Gordon siempre duerme en el sofá cuando compartimos habitación.
–No.
Estelle se colocó bien las gafas y volvió al libro. Intentaba concentrarse en aquel libro sobre el mausoleo del primer emperador Qin, pero le resultaba muy difícil. Estaba preocupada por su hermano, que todavía no había llamado para decirle si había conseguido trabajo. Y no podía negar que el dinero que Ginny le ofrecía le serviría de ayuda.
Pero estaba en Londres y la boda se celebraba aquella misma tarde en un castillo de Escocia. Si de verdad pensaba ir, debería comenzar a prepararse porque tendrían que volar a Edimburgo y desde allí trasladarse en el helicóptero al castillo.
–Por favor –le suplicó Ginny–. En la agencia están aterrorizados porque no encuentran a ninguna sustituta en tan poco tiempo. Y Gordon va a venir a buscarme dentro de una hora…
–¿Y qué pensará la gente? –preguntó Estelle– Si están acostumbrados a verle contigo…
–Gordon se ocupará de eso. Contará que hemos roto. En cualquier caso, íbamos a tener que terminar pronto la relación ahora que estoy a punto de acabar la universidad. Sinceramente, Estelle, Gordon es un hombre adorable. Sufre constantemente la presión de fingir que es heterosexual y no irá solo a esa boda. ¡Y piensa en el dinero!
Estelle no podía dejar de pensar en el dinero. Si asistía a aquella boda, podría pagar un mes de la hipoteca de su hermano. Sabía que aquello no resolvería del todo su problema, pero les daría a Andrew y a su familia algo más de tiempo y, teniendo en cuenta todo lo que habían tenido que soportar durante el año anterior y lo que todavía estaba por llegar, les iría muy bien aquella prórroga.
Andrew había hecho mucho por ella. Cuando sus padres habían muerto, a los diecisiete años de Estelle, había dejado de lado su propia vida para asegurarse de que su hermana disfrutara de una vida lo más normal posible. Ya era hora de que ella hiciera algo por él.
–Muy bien –Estelle tomó aire. Había tomado una decisión–. Llama y di que iré.
–Ya les dije que habías aceptado –admitió Ginny–. Estelle, no me mires así. Sé lo mucho que necesitas el dinero y, sencillamente, no soportaba decirle a Gordon que no había conseguido a nadie.
Ginny miró atentamente a Estelle. Llevaba su larga melena negra recogida en una cola de caballo, su cutis pálido no tenía una sola mancha y no quedaban restos de maquillaje en sus ojos verdes porque rara vez se maquillaba. Estaba intentando disimularlo, pero, en realidad, estaba preocupada por el aspecto de Estelle y por su capacidad para llevar adelante aquella actuación.
–Tienes que arreglarte. Te ayudaré con el pelo y con todo lo demás.
–Con esa tos, ni se te ocurra acercarte a mí. Ya me las arreglaré sola –vio la expresión dubitativa de su amiga y añadió–: Todas podemos vestirnos como mujerzuelas, si es necesario –sonrió–. Aunque la verdad es que creo que no tengo nada que ponerme. ¿Crees que alguien se dará cuenta si me pongo algo tuyo?
–Compré un vestido nuevo para la boda.
Ginny se dirigió al armario que tenía en el dormitorio y Estelle la siguió. Cuando vio el ligerísimo vestido dorado que sostenía entre las manos, se quedó boquiabierta.
–¿Eso es lo que va debajo del vestido?
–Es despampanante.
–Cuando te lo pones tú, a lo mejor –respondió Estelle. Ginny era mucho más delgada y tenía poco pecho, mientras que ella, aunque delgada, era una mujer de curvas–. Yo voy a parecer una…
–Y esa es precisamente la cuestión. Sinceramente, Estelle, si te relajas, hasta podrás divertirte.
–Lo dudo –respondió Estelle.
Se sentó en el tocador de Ginny y comenzó a ponerse rulos calientes en el pelo y a maquillarse bajo el ojo vigilante de su compañera de piso. Gordon tenía que parecer un mujeriego y ella tenía que fingir que le adoraba, a pesar de ser infinitamente joven para él.
–Tienes que maquillarte más.
–¿Más? –Estelle tenía la sensación de llevar encima más de tres centímetros de maquillaje.
–Y ponerte máscara en las pestañas.
Observó a Estelle mientras esta se quitaba los rulos y su oscura melena caía en una cascada de rizos.
–Y también una buena cantidad de laca. ¡Ah, por cierto! Gordon me llama Virginia, te lo digo por si alguien me menciona.
Ginny parpadeó varias veces cuando Estelle se volvió. La sombra de ojos de color gris y las capas de máscara realzaban el verde esmeralda de sus ojos. El lápiz de labios acentuaba sus labios llenos. Al ver los rizos negros enmarcando el bello rostro de su amiga, por fin comenzó a creer que podría llevar a buen puerto su plan.
–¡Estás increíble! Ahora veremos cómo te queda el vestido.
–¿No me cambiaré allí?
–Gordon tiene un horario muy apretado. Supongo que, en cuanto aterricéis, iréis directamente a la boda.
El vestido era precioso, transparente y dorado, y se pegaba a todas sus curvas. Era excesivamente revelador, pero era maravilloso.
–Creo que Gordon podría dejarme por ti –le dijo Ginny con admiración.
–Esta será la primera y la última vez.
–Eso es lo que dije yo cuando comencé a trabajar en la agencia. Pero si las cosas van bien…
–¡Ni lo sueñes! –respondió Estelle justo en el momento en el que un coche tocaba el claxon en la acera.
–Todo saldrá bien –le aseguró Ginny al ver que Estelle se sobresaltaba–. Estoy segura de que lo harás perfectamente.
Estelle se aferró a aquellas palabras mientras abandonaba su piso de estudiante. Tambaleándose sobre los tacones, salió a la calle y caminó hacia el coche que la estaba esperando, asustada ante la perspectiva de conocer a aquel político.
–¡Tengo un gusto increíble!
Gordon la recibió con una sonrisa mientras el chófer le abría la puerta. El político era un hombre rechoncho, iba vestido con el traje de gala escocés e hizo sonreír a Estelle incluso antes de que se hubiera sentado en el coche.
–Y tienes unas piernas mucho más bonitas que las mías. Me siento ridículo con la falda escocesa.
Estelle se relajó inmediatamente. Mientras el coche se dirigía hacia el aeropuerto, Gordon le explicó rápidamente lo que debía saber sobre su relación.
–Nos conocimos hace dos semanas…
–¿Dónde? –preguntó Estelle.
–En Dario’s…
–¿Qué Darío? –le interrumpió Estelle antes de que hubiera terminado.
Gordon se echó a reír.
–Realmente, no estás al tanto de nada, ¿verdad? Es un bar del Soho… frecuentado por hombres ricos que buscan la compañía de mujeres más jóvenes.
–¡Dios mío…! –gimió Estelle.
–¿Trabajas?
–En la biblioteca, a tiempo parcial.
–Quizá sea mejor no mencionarlo. Limítate a decir que trabajas ocasionalmente como modelo. O, mejor aún, di que ahora mismo dedicas todo tu tiempo a hacerme feliz –Estelle se sonrojó y Gordon lo notó–. Lo sé, es terrible, ¿verdad?
–Me preocupa no ser capaz de representar bien mi papel.
–Lo harás perfectamente –la tranquilizó Gordon, y continuó repasando toda la información con ella.
Durante el vuelo a Edimburgo, repasaron la historia una y otra vez. Gordon le preguntó incluso por su hermano y su sobrina, y a Estelle le sorprendió que estuviera al tanto de las dificultades que atravesaban.
–Virginia y yo hemos llegado a ser buenos amigos a lo largo de este año –le explicó Gordon–. Estuvo muy preocupada por ti cuando tu hermano sufrió el accidente y al saber que tu sobrina había nacido con una enfermedad. ¿Cómo está ahora?
–Esperando una operación.
–Tú intenta recordar que les están ayudando –le recomendó Gordon mientras se dirigían al helicóptero.
Minutos después, mientras cruzaban el patio del castillo, Gordon le dio la mano y Estelle agradeció que lo hiciera. Era un hombre encantador y, si se hubieran conocido en otras circunstancias, habría estado deseando disfrutar de aquella velada.
–Estoy deseando ver el interior del castillo –admitió Estelle.
Ya le había contado a Gordon lo mucho que le interesaba la arquitectura antigua.
–No creo que tengamos tiempo de explorarlo –respondió Gordon–. Nos enseñarán nuestra habitación y después solo tendrás tiempo de refrescarte un poco antes de bajar a la boda. Y recuerda –añadió–, dentro de veinticuatro horas, todo habrá terminado y no tendrás que volver a ver a ninguno de los invitados en toda tu vida.
NI EL sonido de las gaviotas en la distancia ni el latido de la música sacaron a Raúl de su sueño; al contrario, fueron precisamente esos sonidos los que le tranquilizaron cuando se despertó sobresaltado. Permaneció tumbado con el corazón palpitante durante unos segundos, diciéndose que solo había sido una pesadilla, aunque sabía que, en realidad, había sido un recuerdo lo que le había despertado tan bruscamente.
El delicado movimiento del yate le invitaba a volver a dormir, pero recordó de pronto que se suponía que debía reunirse con su padre. Se obligó a abrir los ojos y fijó la mirada en la melena rubia que cubría su almohada.
–Buenos días –ronroneó su propietaria.
–Buenos días –contestó Raúl, pero, en vez de acercarse a ella, le dio la espalda.
–¿A qué hora tenemos que salir para la boda?
Raúl cerró los ojos ante aquella presunción. Él jamás le había pedido a Kelly que fuera con él a la boda, pero ese era el problema de salir con su asistente personal: Kelly conocía su agenda. La boda iba a celebrarse aquella tarde en las Tierras Altas de Escocia y era evidente que Kelly pensaba que estaba invitada.
–Hablaremos de eso más tarde –respondió Raúl, mirando el reloj–. Ahora tengo que reunirme con mi padre.
–Raúl… –Kelly se volvió hacia él con un movimiento que pretendía ser seductor.
–Hablaremos después –repitió Raúl, y se levantó de la cama–. Se supone que tengo que estar en el despacho dentro de diez minutos.
–Eso no te habría detenido antes.
Raúl subió por las escaleras a cubierta y se abrió camino a través de los restos de otra de las fiestas salvajes de Raúl Sánchez de la Fuente. Se puso las gafas de sol y caminó a lo largo de la marina de Puerto Banús, donde tenía atracado el yate. Aquel era el lugar al que pertenecía Raúl. Encajaba en aquel ambiente porque, a pesar de su vida de excesos, él nunca era el más salvaje. Oyó el sonido de una fiesta, el retumbar de la música y las risas, y aquello le recordó los motivos por los que adoraba aquel lugar. Rara vez había silencio. El puerto estaba lleno de lujosos yates y olía a dinero. Allí podían encontrarse todos los frutos de las grandes fortunas y Raúl, sin afeitar, desaliñado y terriblemente atractivo, se fundía perfectamente con aquel paisaje.
Enrique, su chófer, le estaba esperando en el puerto. Raúl se montó en el coche, le saludó y permaneció en silencio mientras recorrían la corta distancia que los separaba de la filial marbellí de De la Fuente Holdings. No tenía ninguna duda sobre el asunto del que quería hablarle su padre, pero su mente volvió a lo que Kelly acababa de decirle. «Eso no te habría detenido antes». ¿Antes de qué?, se preguntó Raúl. ¿Antes de haber perdido el interés? ¿Antes de que Kelly hubiera dado por sentado que la noche del sábado tenía que ser una noche compartida?
Raúl era una isla. Una isla con visitas frecuentes y fiestas famosas en el mundo entero, una isla de lujos infinitos que solo se permitía relaciones superficiales y había decidido no dejar que ninguna persona se acercara demasiado a él. No quería volver a sentirse responsable del corazón de nadie.
–No tardaré mucho –le dijo a Enrique cuando el coche se detuvo.
A Raúl no le apetecía aquel encuentro, pero su padre había insistido en que se vieran aquella mañana y quería terminar cuanto antes.
–Buenos días –saludó a Ángela, la asistente personal de su padre–. ¿Qué estás haciendo aquí un sábado por la mañana?
Normalmente, Ángela se marchaba todos los fines de semana con su familia, que vivía en el norte.
–Estoy intentando localizar a cierto individuo que dijo que estaría aquí a las ocho –Ángela frunció el ceño.
Ángela era la única mujer que podía hablarle abiertamente a Raúl. Cercana ya a los sesenta años, llevaba trabajando para la empresa desde que Raúl podía recordar.
–He estado llamándote. ¿Es que nunca tienes el teléfono encendido?
–Me he quedado sin batería.
–Bueno, antes de que hables con tu padre, tengo que recordarte tu agenda.
–Déjalo para más tarde.
–No, Raúl. Yo ya estoy yéndome a mi casa más tarde de lo habitual, así que esto hay que arreglarlo ahora. También tenemos que encontrarte otra asistente personal y, preferiblemente, una que no te guste demasiado –Ángela no se dejó impresionar por la forma en la que Raúl entornó la mirada–. Raúl, tienes que recordar que dentro de varias semanas voy a disfrutar de un largo permiso. Si tengo que preparar a alguien, necesito empezar cuanto antes.
–Entonces, elige tú a alguien –contestó Raúl–. Y tienes razón. A lo mejor es preferible que sea alguien que no me guste.
–¡Por fin! –exclamó Ángela con un suspiro.
Sí, Raúl había aceptado por fin que mezclar los negocios con el placer tenía consecuencias y que acostarse con su asistente personal a lo mejor no era una buena idea. ¿Qué demonios les pasaba a las mujeres?, se preguntó. ¿Por qué en cuanto conseguían meterse en su cama decidían que ya no podían continuar trabajando para él? Al cabo de varias semanas, exigían exclusividad, compromiso, algo a lo que Raúl, sencillamente, se negaba.
–Ya he arreglado todos tus vuelos para esta tarde –le dijo Ángela–. No me puedo creer que vayas a ponerte una falda escocesa.
–Estoy guapísimo con falda escocesa –Raúl sonrió–. Donald les ha pedido a todos los invitados que la lleven y ya sabes que yo soy escocés honorario.
Era cierto. Había estudiado en Escocia durante cuatro años, quizá los mejores años de su vida, y conservaba las amistades que había hecho entonces. Excepto una.
Endureció la expresión al pensar en su exnovia, que estaría aquella tarde en la boda. A lo mejor debería llevar a Kelly, o llegar solo y enrollarse con alguna de sus antiguas amantes, aunque solo fuera para irritar a Araminta.
–Bueno, acabemos con esto cuanto antes.
Comenzó a caminar hacia el despacho de su padre, pero Ángela le llamó.
–Deberías tomarte un café antes de ir a verle.
–No hace falta. En cuanto acabe con esto, me iré a desayunar al Café del Sol.
Le encantaba desayunar en el Café del Sol, un café situado frente al mar en el que, si uno no era suficientemente atractivo, rápidamente le echaban. A la gente como él, ni siquiera la molestaban con las cuentas. Querían ese tipo de clientes, querían la energía que llevaban a un lugar como aquel. Pero Ángela insistió.
–Ve a refrescarte y te llevaré un café y una camisa limpia.
Sí, Ángela era la única mujer a la que le permitía hablarle de aquella manera.
Raúl entró en su enorme despacho, en el que además de la zona de oficina, había un elegante dormitorio. Mientras se dirigía hacia el baño, miró la cama y sintió la tentación de tumbarse. Solo había dormido dos o tres horas la noche anterior. Pero se obligó a ir al baño y esbozó una mueca al mirarse en el espejo. Entonces, entendió que Ángela hubiera insistido en que se refrescara antes de reunirse con su padre.
Tenía los ojos inyectados en sangre y la mandíbula cubierta por una barba de dos días. El pelo, negro azabache, le caía sobre la frente y tenía restos de lápiz de labios en el cuello.
Sí, tenía el aspecto del playboy depravado que su padre le acusaba de ser.
Raúl se quitó la chaqueta y la camisa, se lavó la cara, comenzó a afeitarse y le dio las gracias a Ángela cuando le dijo que le había dejado un café en el escritorio.
–¡Gracias! –repitió, y salió del baño a medio afeitar.
Posiblemente, Ángela era la única mujer que no se ruborizaba al verle sin camisa. Al fin y al cabo, le había visto con pañales.
–Y gracias también por hacer que me arregle antes de ir a ver a mi padre.
–De nada –sonrió–. Te he dejado una camisa limpia en el respaldo de la silla del despacho.
–¿Sabes por qué quiere verme? ¿Voy a recibir otro sermón sobre mi obligación de sentar la cabeza?
–No estoy segura –Ángela se ruborizó–. Raúl, por favor, haz caso de lo que te diga tu padre. Este no es momento para discusiones. Tu padre está enfermo y…
–El hecho de que esté enfermo no implica que tenga razón.
–No, pero se preocupa por ti, Raúl, aunque no le resulte fácil demostrártelo. Por favor, hazle caso… Le preocupa que te enfrentes solo a determinadas cosas –se interrumpió al ver que Raúl fruncía el ceño.
–Creo que sabes perfectamente a qué viene todo esto.
–Raúl, solo te estoy pidiendo que le escuches. No soporto oíros discutir.
–Deja de preocuparte –le pidió Raúl con cariño. Apreciaba a Ángela, era lo más parecido a una madre que tenía–. No tengo intención de discutir con él. Sencillamente, creo que a los treinta años nadie tiene que decirme a qué hora tengo que acostarme y menos aún con quién.
Raúl regresó al baño para continuar afeitándose. No pensaba permitir que le ordenaran lo que tenía que hacer, pero, de pronto, se detuvo. ¿Sería tan grave dejar que su padre pensara que tenía intenciones serias con alguien? ¿Qué daño podía hacerle fingir que estaba a punto de sentar la cabeza? Al fin y al cabo, su padre se estaba muriendo.
Recién afeitado y con la cabeza algo más despejada, pasó por delante de Ángela dispuesto a hablar con su padre.
–Deséame suerte –le pidió, pero al ver la tensión que reflejaban las facciones de Ángela, la tranquilizó–. Mira… –sabía que Ángela jamás le ocultaba nada a su padre–, estoy saliendo con alguien, pero no quiero que mi padre me presione.
–¿Con quién? –preguntó Ángela con los ojos abiertos como platos.
–Es una antigua novia. Nos vemos de vez en cuando. Vive en Inglaterra y voy a verla en la boda.
–¡Araminta!
–Dejémoslo ahí.
Raúl sonrió. Era todo lo que necesitaba. Sabía que había sembrado la semilla.
Llamó a la puerta del despacho de su padre y entró.
Debería haber habido fuego, pensaría después. Olor a azufre. Definitivamente, debería haber percibido el olor a gasolina y el sonido de un trueno seguido por un largo silencio. Algo debería haberle advertido que estaba regresando al infierno.
ESTELLE se sentía como si todo el mundo supiera que era una farsante.
Cerró los ojos con fuerza y tomó aire. Estaban en uno de los jardines del castillo, disfrutando de unos aperitivos y unas copas antes de la ceremonia.
¿Por qué demonios habría aceptado hacer algo así? Sabía exactamente por qué, se dijo a sí misma, intentando reafirmarse en su decisión.
–¿Estás bien, cariño? –le preguntó Gordon–. La boda no tardará en empezar.
–Sí, estoy bien –contestó Estelle, y se aferró con fuerza a su brazo.
Gordon la presentó a una pareja que se acercó a ellos. Estelle advirtió que la mujer arqueaba ligeramente una ceja.
–Esta es Estelle –la presentó Gordon–. Estelle, estos son Verónica y James.
–Estelle –la saludó Verónica con una inclinación de cabeza, y se alejó con James.
–Lo estás haciendo maravillosamente –le aseguró Gordon.
Le apretó la mano y la apartó del resto de invitados para que pudieran hablar sin que les oyeran.
–Creo que deberías sonreír un poco más –le recomendó–. Y ya sé que para eso hace falta ser una gran actriz, pero ¿podrías fingir que estás locamente enamorada de mí?
–Por supuesto –contestó Estelle temblorosa.
–El gay y la virgen –le susurró Gordon al oído–. ¡Si ellos supieran!
Estelle abrió los ojos escandalizada y Gordon se disculpó rápidamente.
–Solo pretendía hacerte sonreír.
–¡No me puedo creer que te lo haya contado!
Estaba horrorizada al saber que Ginny había compartido una información tan personal con Gordon. Pero, por supuesto, era más que posible. A Ginny le parecía infinitamente divertido que Estelle no se hubiera acostado nunca con nadie. En realidad, no había sido algo que Estelle hubiera decidido de una forma consciente. Pero la muerte de sus padres la había traumatizado de tal manera que los libros habían sido su única vía de escape. Para cuando había superado el duelo, Estelle se sentía muy diferente a sus amigas. Los pubs y las fiestas le parecían una frivolidad. Eran las ruinas antiguas y los edificios los que la fascinaban y, cada vez que conocía a alguien, siempre surgía el terror a que su condición de virgen implicara que estaba buscando marido. Poco a poco, su virginidad había llegado a convertirse en un problema.
¡Y Gordon hablaba de ello como si fuera una broma!
–Virginia no me lo comentó con malicia –Gordon parecía desolado–, estuvimos hablando de ello una noche. No debería haber sacado el tema.
–No pasa nada –cedió Estelle–. Supongo que soy un poco rara.
–Todos tenemos nuestros secretos. Y, esta noche, los dos tenemos que ocultarlos –sonrió–. Estelle, sé lo difícil que ha sido para ti aceptar este compromiso, pero te prometo que no tienes por qué ponerte nerviosa. Yo pronto seré un hombre felizmente casado.
–Lo sé –Gordon le había contado que pensaba casarse con Frank, su novio de hacía muchos años–. Lo que pasa es que no soporto que todo el mundo piense que soy una cazafortunas. Aunque, en realidad, ese sea el objetivo de esta noche.
–Deja de preocuparte por lo que piensen los demás.
Era lo mismo que ella le decía a Andrew, que sufría por estar en una silla de ruedas.
–Tienes razón.
Gordon le hizo alzar la barbilla y ella le sonrió mirándole a los ojos.
–Así está mejor –Gordon le devolvió la sonrisa–. Lo superaremos juntos.
Así que Estelle le agarró del brazo e hizo todo lo que estuvo en su mano por parecer convenientemente enamorada e ignorar las ocasionales miradas de desprecio de otros invitados. Y estaba comenzando a relajarse cuando llegó él.
Hasta ese momento, Estelle había pensado que sería la novia la que hiciera una entrada triunfal, pero fue la llegada de un helicóptero y el hombre que descendió de él lo que atrajo las miradas de todo el mundo.
–¡Esto se pone interesante! –exclamó Gordon, mientras un hombre imponente se agachaba bajo las hélices del helicóptero y comenzaba a caminar hacia los invitados.
Era alto, llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y tenía un gesto sombrío. Su fisonomía mediterránea podría haberle hecho parecer ridículo con una falda escocesa, pero parecía haber nacido para llevarla. Con las caderas estrechas y las piernas tan largas y musculosas, cualquier cosa le quedaría bien. Incluso ella quedaría bien a su lado, pensó Estelle.
Le observó aceptar un whisky que le ofrecía un camarero. Parecía distante. Incluso a las mujeres que revoloteaban a su alrededor las despachaba rápidamente.
Y, entonces, la miró a los ojos.
Estelle intentó desviar la mirada, pero no pudo. El recién llegado deslizó la mirada por el vestido dorado, pero no con la expresión de desaprobación de Verónica. Aunque tampoco lo estaba aprobando. Se limitaba a analizarlo.
Estelle se sintió arder cuando le vio desviar la mirada hacia su acompañante y deseó decirle que aquel hombre de sesenta años no era su amante. Pero, por supuesto, no podía.
–Solo tienes que tener ojos para mí –le recordó Gordon, consciente quizá de la energía que parecía vibrar entre ellos–. Aunque, francamente, nadie te culparía por mirar un poco. Es absolutamente divino.
–¿Quién?
Estelle intentó fingir que no se había fijado en aquel atractivo desconocido, pero no consiguió engañar a Gordon.
–Raúl Sánchez de la Fuente –respondió Gordon en voz baja–. Nuestros caminos se han cruzado varias veces. Ese canalla está guapo hasta con falda. Me ha ganado por completo el corazón… aunque no creo que lo quiera.
Estelle no pudo por menos que echarse a reír.
Raúl recorrió con la mirada a los invitados. Estaba comenzando a cuestionarse la decisión de ir solo. Aquella noche necesitaba diversión y, cuando había pensado en las antiguas amantes con las que se encontraría, había evocado los pechos erguidos y las cinturas estrechas del pasado, como si el tiempo se hubiera detenido en sus días de universitario. Pero las manillas del reloj habían continuado moviéndose.
Estaba Shona. La otrora larga melena pelirroja había dado paso a un severo corte de pelo. Shona permanecía junto a un tipo sin ninguna personalidad. Al ver a Raúl, se sonrojó y le miró furiosa, como si su tórrido pasado hubiera sido borrado y olvidado.
–Raúl…
Raúl frunció el ceño al ver a Araminta caminando hacia él con una sonrisa suplicante que activó todas sus alarmas. Lo que necesitaba aquella noche era una distracción, no desesperación.
–¿Cómo estás? –le preguntó a Araminta.
–No muy mal –contestó ella.
E inmediatamente procedió a hablarle de su horrible divorcio, de lo mucho que había pensado en él desde su ruptura y de cuánto se arrepentía de que hubieran roto.
–Ya te dije que te arrepentirías –respondió Raúl sin ningún sentimiento–. Ahora tendrás que perdonarme. Tengo que hacer una llamada de teléfono.
–¿Podremos hablar más tarde?
Raúl advirtió la esperanza en su voz y aquello le irritó. ¿Sería ya suficientemente bueno para su padre? ¿Suficientemente rico?
–No hay nada de lo que tengamos que hablar.
Ni siquiera la miró mientras ella se alejaba sollozando.
¿Qué demonios estaba haciendo allí?, se preguntó Raúl. Debería estar preparando una fiesta en el yate. Debería estar olvidándose de sí mismo en vez de reencontrándose con su pasado. Además, no podía decirse que hubiera un número infinito de mujeres elegibles en aquel castillo de las Tierras Altas de Escocia. Y, después de lo que Raúl había averiguado aquella mañana sobre su padre, no tenía ganas de estar solo.
Tensó la mano sobre el vaso de whisky. Apenas estaba comenzando a asimilar el impacto de lo que le había contado su padre.
Sus pensamientos eran tan sombríos que consideró seriamente la posibilidad de marcharse. Pero, justo en ese momento, una caída de pelo negro y una tez pálida le llamaron la atención. La joven parecía nerviosa, algo extraño en las acompañantes de Gordon, normalmente, mujeres atrevidas y desenvueltas.
Le sostuvo la mirada cuando le miró y, a partir de entonces, se convirtió en la única mujer a la que le hubiera permitido acercarse. El problema era que estaba aferrada al brazo de Gordon.
Aquella mujer le ofrecía algo más que una distracción. Le ofrecía olvido. Porque, por primera vez en el día, había conseguido olvidar la conversación que había mantenido con su padre.
En ese momento, una voz con marcado acento escocés anunció que estaba a punto de comenzar la boda y solicitó a los invitados que ocuparan sus asientos.
–¡Vamos! –Gordon tomó la mano de Estelle–. Me encantan las bodas.
–Y a mí –Estelle sonrió.
Caminaron juntos a través de aquella cálida noche. El suelo estaba iluminado por antorchas y habían preparado ya las sillas. Con el castillo de fondo, la escena era imponente y Estelle se olvidó del sentimiento de culpa y se dispuso a disfrutar. Había volado en avión por primera vez en su vida, había montado en helicóptero, estaba en un castillo de las Tierras Altas de Escocia y Gordon era absolutamente encantador, se dijo mientras se sentaban y continuaba hablando con Gordon.
–Donald dice que Victoria está muy nerviosa –le explicó él–. Es muy perfeccionista y, por lo visto, lleva meses pendiente de hasta el último detalle.
–Bueno, pues parece que todo está saliendo muy bien. Estoy deseando ver el vestido.
Y, justo cuando empezaba a relajarse y todos se levantaron para recibir a la novia, se volvió… y descubrió que Raúl estaba sentado detrás de ella.
No tenía ninguna importancia, se dijo a sí misma. Era una simple coincidencia. Al fin y al cabo, en algún lugar tenía que sentarse. El problema era que Estelle era agudamente consciente de su presencia.
Intentó concentrarse en la novia. Victoria estaba deslumbrante. Llevaba un sencillo vestido blanco y un ramillete de brezo. La sonrisa que Donald le dirigió a la futura esposa hizo sonreír también a Estelle, pero no durante mucho tiempo. Podía sentir la mirada de Raúl ardiendo en su espalda y, poco después, tuvo la sensación de que le abrasaba la nuca.
Hizo todo lo que pudo para concentrarse en la ceremonia, que fue increíblemente romántica. Tanto que, cuando el sacerdote recitó lo de «en la salud y en la enfermedad», los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la boda de su hermano. ¿Quién podía haber imaginado el duro golpe que les tenía reservado el destino a Amanda y a él?
Gordon, siempre caballeroso, le tendió un pañuelo de papel.
–Gracias –Estelle sonrió emocionada y Gordon le apretó la mano.
«¡Por favor!», pensó Raúl, «¡ahórrame esas lágrimas de cocodrilo!». Había ocurrido lo mismo con la novia anterior de Gordon, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Virginia. La nueva, aunque no parecía del gusto habitual de Gordon, era increíble. Las mujeres de pelo negro no eran ninguna rareza en el país de Raúl, y él, normalmente, prefería a las rubias. Sin embargo, aquella noche, deseaba a una mujer con el pelo negro azabache.
«Date la vuelta», le ordenó en silencio, porque quería mirarla a los ojos. La vio tensar los hombros e inclinar ligeramente la cabeza, como si le hubiera oído, pero se estuviera resistiendo a su demanda.
Raúl quería preguntarle qué demonios estaba haciendo con aquel hombre que la triplicaba en edad. Pero, por supuesto, conocía la respuesta: le interesaba su dinero.
Raúl supo entonces lo que tenía que hacer. Encontró la respuesta al dilema al que se había visto obligado a enfrentarse a la hora del desayuno. Curvó los labios en una sonrisa al verla alzar la mirada bruscamente hacia el cielo. Vio arquearse su pálido cuello y deseó posar los labios en él.
Un gaitero lideró el regreso al castillo. Caminaba delante de Gordon y Estelle. A ella se le clavaban los tacones en la hierba, pero aquella incomodidad no era nada comparada con la sensación de estar hundiéndose en arenas movedizas que la asaltaba cada vez que miraba a Raúl a los ojos.
La falda de Raúl era de tonos grises y violeta, la chaqueta, morada, de terciopelo oscuro, y su zancada, firme y sensual. A Estelle le entraron ganas de acercarse a él, darle unos golpecitos en el hombro y pedirle que por favor la dejara en paz. Pero, en realidad, no le había hecho nada. Ni siquiera la había mirado. Se limitaba a hablar con otro de los invitados mientras se dirigían hacia el castillo.
Raúl la ignoró deliberadamente. Estuvo hablando con Donald, le pidió un pequeño favor y después coqueteó con un par de antiguas novias, pero en todo momento fue consciente de que aquella mujer le buscaba con la mirada. Raúl sabía exactamente lo que estaba haciendo y por qué. En el pasado, mezclar el trabajo con el placer le había causado problemas. Aquella noche, aquella mezcla se había convertido en una solución.
–PERDONE un momento, señor.
Un camarero detuvo a Estelle y a Gordon cuando se dirigían hacia su mesa.
–Ha habido un cambio de planes. Donald y Victoria no se habían dado cuenta de que estaban sentados tan atrás. Ahora mismo corregiremos el error. Por favor, acepten nuestras disculpas.
–¡Oh, nos han subido de categoría! –comentó Gordon mientras les conducían hacia una mesa.
Estelle se sonrojó al ver que la mujer llorosa que había estado hablando con Raúl estaba siendo discretamente alejada hacia una de las mesas de la parte de atrás. E incluso antes de que hubieran llegado, supo en qué mesa les iban a sentar a ellos.
Raúl no alzó la mirada cuando se acercaron. De hecho, no les miró siquiera hasta que no les mostraron sus asientos.
Estelle sonrió para saludar a Verónica y a James, pero ni siquiera intentó mirar a Raúl. Había dos asientos vacíos a su lado. Él era el responsable de aquella situación.
Alguien estaba sosteniendo la silla que había al lado de la de Raúl. Estelle quiso volverse hacia Gordon, preguntarle si podían cambiar de asiento, pero sabía que parecería ridícula.
–Gordon –Raúl le tendió la mano.
–Raúl.
Gordon sonrió mientras se sentaba. Estelle, sentada entre los dos, se inclinó ligeramente hacia atrás mientras ellos hablaban.
–No nos vemos desde… –Gordon se echó a reír–. Desde la última temporada de bodas. Mira, esta es Estelle.
–Estelle –Raúl arqueó una ceja mientras ella se acomodaba a su lado–. En español te llamarías Estela.
–Estamos en Inglaterra –consciente de lo crispado de su respuesta, intentó suavizarla con una sonrisa.
–Por supuesto –Raúl se encogió de hombros–, aunque debo hablar con mi piloto, que se empeñó en decirme que estábamos en Escocia.
Aunque intentó evitarlo, Estelle no pudo evitar una sonrisa.
–Estos son Shona y Henry… –Raúl les presentó mientras el camarero les servía el vino.
Estelle bebió un sorbo y pidió agua, porque, a pesar de estar en un castillo, hacía un calor sofocante.
Hubo una breve conversación y más presentaciones, y todo habría ido perfectamente si Raúl no hubiera estado allí. Pero Estelle era consciente, a pesar de su escasa experiencia, de que estaba atento a todas sus respuestas.
Como Gordon estaba ocupado hablando con James, ella intentó concentrarse en el menú. Entrecerró ligeramente los ojos para poder leerlo, porque Ginny le había sugerido que se dejara las gafas en casa. Raúl confundió aquel gesto con el de un ceño fruncido.
–Vichyssoise –le aclaró en voz baja y profunda–. Es una sopa. Está deliciosa.
–No necesito que nadie me explique el menú –se interrumpió. Sabía que estaba siendo grosera, pero los nervios la tenían a la defensiva–. Y has olvidado mencionar que se sirve fría.
–No –él sonrió–, estaba a punto de decírtelo.
No le resultó fácil terminar la sopa con Raúl sentado a su lado, pero lo consiguió, a pesar de que la conversación con Gordon fue constantemente interrumpida por llamadas de teléfono.
–No puedo desconectar ni una sola noche –se lamentó Gordon.
–¿Es algo importante? –preguntó Estelle.
–Podría serlo. Tendré que mantener el teléfono conectado.
Sirvieron el segundo plato, la carne más maravillosa que Estelle había probado en su vida. Aun así, le costó tragarla, sobre todo cuando Verónica le preguntó:
–¿Trabajas, Estelle?
–Trabajo ocasionalmente de modelo –sonrió, recordando las instrucciones que Gordon le había dado–. Aunque ocuparme de Gordon es un trabajo a tiempo completo.
Estelle vio que Raúl detenía el tenedor que estaba a punto de llevarse a la boca y oyó la risa fingida de Gordon. Estaba atrapada en una mentira y no tenía escapatoria. Aquello era una actuación, se dijo a sí misma. Después de aquella noche, no volvería a verlos. ¿Y qué más le daba que Raúl tuviera una mala imagen de ella?
–¿Podrías pasarme la pimienta? –le pidió Raúl con voz sedosa.
¿Era el acento español el que hacía parecer su voz tan sexy o se estaría volviendo loca?
Le pasó la pimienta, sintiendo durante un instante el calor de sus dedos. Raúl notó inmediatamente su error.
–Esa es la sal –le dijo, y Estelle tuvo que pasársela de nuevo.
Era extraño. Apenas había cruzado dos palabras con ella, no había hecho ninguna sugerencia. No le presionaba las rodillas bajo la mesa y no prolongó el contacto de sus manos cuando le pasó la pimienta. Pero, aun así, el ambiente que se respiraba entre ellos estaba cargado de tensión.
Raúl rechazó el postre y se puso queso y dulce de membrillo en las galletas de avena escocesas.
–Había olvidado lo ricas que están.
Estelle se volvió mientras él daba un mordisco a la galleta y se pasaba después la lengua por los labios para atrapar un pedacito de membrillo.
–Ahora sí que lo recuerdo.
No había ninguna insinuación. Era solo un intento de entablar conversación. Pero la mente de Estelle cuestionaba cada una de sus palabras.
Estelle le imitó, untó queso en la galleta y añadió membrillo.
–¿No te parece fantástico? –preguntó Raúl.
–Sí.
Y, aunque pareciera una locura, ella sabía que estaban hablando de sexo.
–Ahora vendrán los discursos –Gordon suspiró.
Fueron largos. Terriblemente largos. Sobre todo para alguien que no conocía a la pareja.
El primero en hablar fue el padre de Victoria, que se alargó en exceso. Después le tocó hacerlo a Donald, el novio, que fue más breve y más divertido. Cumplió con las formalidades de rigor y dio las gracias a todo el mundo en su nombre y en el de su esposa, sobre todo a los que habían llegado de lejos.
–En realidad, esperaba que Raúl no viniera –dijo mirando a Raúl–. Y tengo que agradecer que Victoria no le haya visto con la falda escocesa hasta después de que le haya puesto el anillo. ¡Quién iba a decirme que un español la luciría tan bien!
Todo el mundo se echó a reír, incluido Raúl, que no parecía ni remotamente avergonzado. Seguramente, estaba acostumbrado a ser el centro de atención y a que alabaran su atractivo.
Después, le llegó el turno al padrino.
–En España no se hacen discursos en las bodas –explicó Raúl, inclinándose para hablar con Gordon.
Estelle percibió entonces el olor de su colonia y notó la cercanía de su brazo. Tensó los dedos alrededor de la copa.
–Celebramos la boda, después el banquete y luego a la cama –dijo Raúl.
Era el primer comentario que podía considerarse insinuante e, incluso entonces, Estelle se dijo que estaba exagerando. Pero, aun así, le entraron ganas de alzar la mano y exigir que cesara aquel ataque a sus sentidos.
–¿De verdad? –preguntó Gordon–. Pues debería ir a vivir a España. Es más, estaba pensando…
El zumbido del teléfono le interrumpió y Raúl se echó de nuevo hacia atrás. Estelle estuvo observando a la pareja de recién casados bailando en la pista.
–Cariño, lo siento mucho –se disculpó Gordon mientras leía el mensaje que acababa de recibir–. Voy a tener que irme a algún lugar en el que pueda hacer unas llamadas y utilizar el ordenador.
–Suerte con el acceso a Internet –le deseó Raúl.
–Es posible que me lleve algún tiempo –advirtió Gordon.
–¿Ha surgido algún problema? –preguntó Estelle.
–Siempre hay problemas, aunque este es inesperado. Pero lo resolveré tan pronto como pueda. Siento dejarte sola.
–No estará sola. Yo estaré pendiente de ella –se ofreció Raúl.
Estelle habría preferido que no lo estuviera.
–Muchas gracias –dijo Gordon–. Con ese vestido se merece al menos un baile –se volvió hacia Estelle y le dio un beso en la mejilla.
En cuanto Gordon se fue, Estelle se volvió hacia James y Verónica y, desesperada, intentó entablar conversación. Pero ellos no tenían el menor interés en conocer a la última amante de Gordon y, al cabo de unos minutos, siguieron a otras parejas a la pista de baile, dejándola sola con Raúl.
–De espaldas, podrías parecer española.
Estelle se volvió al oír su voz.
–Pero por delante…
Deslizó la mirada por su cutis cremoso y Estelle sintió arder sus mejillas. Aunque Raúl no apartó la mirada de su rostro, ella se sintió como si la estuviera desnudando, tal era la fuerza de aquel hombre.
–¿ERES irlandesa? –preguntó Raúl.
Estelle vaciló un instante antes de asentir.
–Pero tu acento es inglés.
–Mis padres se mudaron a Inglaterra antes de que yo naciera –contestó con frialdad.
–¿En qué parte de Inglaterra viven?
–No viven –contestó Estelle.
Raúl dejó de insistir y cambió de tema.
–¿Y dónde conociste a Gordon?
–Nos conocimos en Dario’s –contestó Estelle, sintiendo todo su cuerpo en alerta–. Es un bar…
–Del Soho, sí, he oído hablar mucho de Dario’s. No es que haya estado. Creo que todavía soy demasiado joven para ir allí –sonrió ligeramente al advertir el sonrojo de Estelle–. Aunque a lo mejor debería probarlo.
Se acercó más a Estelle. Aquella joven de ojos verdes y pómulos redondeados le parecía asombrosamente atractiva. Había algo particularmente dulce en ella a pesar del vestido y del maquillaje, y su azoro resultaba tan raro como refrescante.
–Así que, al final, los dos estamos solos en la boda.
–Yo no estoy sola. Gordon no tardará en volver –no quería preguntar, pero se descubrió mirando la silla vacía que había al otro lado de Raúl–. ¿Cómo es que…? –se interrumpió. No era posible hacer esa pregunta de forma educada.
–Hemos roto esta mañana.
–Lo siento.
–No tienes por qué. En realidad, decir que hemos roto es una exageración. Solo llevábamos saliendo unas cuantas semanas.
–Aun así, las rupturas son duras –respondió Estelle, intentando ser educada.
–Nunca me lo han parecido –replicó Raúl–. Es la situación previa la que me resulta difícil.
–¿Cuando las cosas empiezan a ir mal?
–No, cuando empiezan a ir bien.
La miraba a los ojos, su voz era grave y profunda y lo que decía le resultaba interesante. A pesar de sí misma, Estelle quería saber algo más sobre aquel hombre tan fascinante.
–Lo duro viene cuando empiezan a preguntar qué vamos a hacer el próximo fin de semana. O cuando empiezan a decir «Raúl dice…» o «Raúl piensa». No me gusta que nadie diga lo que estoy pensando.
–Puedo imaginármelo.
–¿Sabes lo que estoy pensando ahora?
–No, no lo sé –estaba segura de que estaba pensando lo mismo que ella.
–¿Te gustaría bailar?
–No, gracias. Prefiero esperar a Gordon.
–Por supuesto –contestó Raúl–. ¿Has conocido ya a los novios?
–No –Estelle se sentía como si le estuvieran haciendo una entrevista–. ¿Eres amigo del novio?
–Fui con él a la universidad aquí en Escocia. Estudié aquí durante cuatro años y después me fui a Marbella. Pero esto sigue gustándome. Escocia es un país precioso.
–Sí, lo es. Bueno, por lo menos, lo poco que he visto.
–¿Esta es la primera vez que vienes?
Estelle asintió.
–¿Has estado en España alguna vez?
–El año pasado, pero solo unos días. Surgió una urgencia familiar y tuve que volver.
–¿Raúl?
Raúl apenas alzó la mirada cuando se acercó aquella mujer. Era la misma a la que habían apartado antes de la mesa.
–He pensado que podríamos bailar.
–Estoy ocupado.
–Raúl…
–Araminta –se volvió entonces para mirarla–, si quisiera bailar contigo, te lo habría pedido.
Estelle parpadeó, porque, a pesar de la suavidad del tono, sus palabras fueron brutales.
–Has sido un poco duro –le reprochó Estelle cuando Araminta se marchó.
–Es preferible ser duro a lanzar mensajes ambiguos.
–Quizá.
–Entonces… –Raúl eligió sus palabras con cuidado–, si cuidar a Gordon es un trabajo a tiempo completo, ¿a qué te dedicas cuando no estás trabajando?
En aquella ocasión, Estelle no frunció el ceño. No había ningún error en lo que estaba insinuando. Sus ojos verdes relampaguearon cuando se volvió hacia él.
–No me gusta esa insinuación.
A Raúl le sorprendió su respuesta desafiante, y también que se enfrentara abiertamente a él.
–Perdón, a veces mi inglés no es del todo bueno. Es posible que me haya expresado mal.
Estelle tomó aire mientras se preguntaba cómo debería comportarse. Al final, decidió que lo mejor era ser educada.
–¿En qué trabajas? –le preguntó–. ¿Tú también eres político?
–¡Por favor! –asomó a sus labios una reluctante sonrisa–. Soy uno de los directores de De la Fuente Holdings, y eso quiere decir que me dedico a comprar, mejorar edificios y a veces a venderlos. Mira este castillo, por ejemplo. Si yo fuera el propietario, no solo lo dedicaría a bodas exclusivas, sino que lo utilizaría también como hotel. Por supuesto, habría que restaurarlo.
Estelle no estaba en absoluto impresionada, pero intentó no demostrarlo. Raúl no podía saber que estaba estudiando Arquitectura Antigua y que los edificios eran su pasión. La idea de que aquel lugar fuera modernizado la dejaba fría. Desgraciadamente, Raúl no.
Ni una vez en sus veinticinco años de vida había reaccionado ante un hombre como lo estaba haciendo con Raúl. Si hubiera estado en cualquier otra parte, se habría levantado y se habría marchado. O a lo mejor se hubiera inclinado hacia él para besarle en la boca.
–Entonces, ¿es un negocio de tu padre? –le preguntó.
–No, era un negocio de la familia de mi madre. Mi padre lo compró cuando se casaron.
–Lo siento, has dicho que te apellidabas De la Fuente y creía que ese era tu apellido.
–En España tenemos dos apellidos, primero el del padre y luego el de la madre. Mi padre se llama Antonio Sánchez, y mi madre se llamaba Gabriela de la Fuente.
–¿Se llamaba?
–Murió en un accidente de coche.
Normalmente, no le costaba tanto decirlo y, siempre que lo hacía, luego cambiaba rápidamente de tema. Pero, después de lo que le habían dicho aquella mañana, descubrió de pronto que no podía hacerlo. Intentando recobrar el aplomo, alargó la mano hacia su copa de agua e hizo un esfuerzo para no pensar en ello.
–¿Ha sido algo reciente?
Estelle le vio batallar contra sí mismo. Sabía, y seguramente mejor que nadie, lo que sentía, porque ella había perdido a sus padres de la misma forma. Le vio vaciar el vaso de agua y parpadear antes de que reapareciera el Raúl afable de antes.
–Murió hace años –contestó, quitándole importancia–, cuando yo era niño –retomó el tema de conversación anterior, negándose a profundizar en su pasado–. Mi nombre verdadero es Raúl Sánchez de la Fuente, pero resulta demasiado largo para una presentación.
–Sí, me lo imagino.
–Pero no quiero perder el apellido de mi madre y, por supuesto, mi padre espera que mantenga el suyo.
–Es bonito que se transmita el apellido de la mujer.
–En realidad, solo lo hace durante una generación, el mayor peso sigue teniéndolo el del hombre.
–Entonces, si tuvieras un hijo…
–Eso nunca ocurrirá.
–¿Pero si lo tuvieras?
–Que Dios no lo permita –Raúl dejó escapar un pequeño suspiro–. Intentaré explicártelo. ¿Cómo te apellidas?
–Connolly.
–Muy bien, imagínate que tenemos una hija y la llamamos Jane.
Estelle se sonrojó al pensar, no en el hecho de tener una hija, sino en lo que tendrían que hacer para llegar a tenerla.
–Se llamaría Jane Sánchez Connolly.
–Ya entiendo.
–Y cuando Jane se case, con, por ejemplo, Harry Potter, esta se apellidaría Sánchez Potter. ¡El Connolly desaparecería! Es muy sencillo. Por lo menos lo del apellido. Lo difícil es lo de los cincuenta años de matrimonio. No puedo imaginarme atado a otra persona y, desde luego, no creo en el amor.
–¿Cómo puedes decir eso en una boda? –le desafió Estelle–. ¿No has visto cómo sonreía Donald a la novia?
–Claro que lo he visto. Era la misma sonrisa que tenía en su boda anterior.
–¿Estás hablando en serio? –preguntó Estelle, riéndose.
–Completamente.
Pero estaba sonriendo, y, cuando sonreía, a Estelle le entraban ganas de ponerse las gafas de sol. Porque su deslumbrante sonrisa la cegaba a todos sus defectos, y estaba convencida de que un hombre como él tenía muchos.
–Te equivocas, Raúl. Mi hermano se casó hace un año y su mujer y él están profundamente enamorados.
–Un año –él se encogió ligeramente de hombros–. Todavía están en la fase de luna de miel.
–Durante este año han superado más obstáculos que algunas parejas durante toda su vida –aunque no pretendía hacerlo, se descubrió a sí misma abriéndose a él–. Andrew, mi hermano, sufrió un accidente durante su luna de miel, en una moto de agua… Ahora va en silla de ruedas.
–Debe de costar mucho acostumbrarse a algo así –Raúl pensó en ello un momento–. ¿Eso fue lo que te obligó a volver a casa cuando estabas de vacaciones en España?
–Sí, y, desde entonces, su situación está siendo muy dura. Amanda estaba embarazada cuando se casaron…
No sabía por qué le estaba contando todo aquello. A lo mejor porque era más seguro que bailar. O porque le resultaba más fácil contar la verdad sobre su hermano que inventarse historias sobre el Dario’s.
–Su hija nació hace cuatro meses, y justo cuando pensábamos que todo iba a cambiar…
Raúl vio que los ojos se le llenaban de lágrimas, y que parpadeaba rápidamente para apartarlas.
–Tiene un problema en el corazón. Están esperando a que crezca un poco más para operarla.
Raúl la vio meter la mano en el bolso para sacar una fotografía. Vio a su hermano, Andrew, y a su esposa, y a un bebé diminuto con un ligero tono azulado. Comprendió entonces que no eran lágrimas de cocodrilo las que había visto durante la ceremonia.
–¿Cómo se llama?
–Cecilia.
Raúl la miró mientras ella contemplaba la fotografía, y comprendió el motivo por el que estaba allí con Gordon.
–¿Tu hermano trabaja?
–No –Estelle negó con la cabeza–. Era trabajador autónomo. Él…
Guardó la fotografía y tomó aire. No soportaba pensar en todos los problemas de su hermano.
Raúl decidió entonces aligerar el tono de la conversación.
–Se me están enfriando las piernas.
Estelle soltó una carcajada y, justo en ese momento, les hicieron una fotografía.
–Una fotografía de lo más natural –aplaudió el fotógrafo.
–Nosotros no… –comenzó a decir Estelle.
–Tenemos que movernos –Raúl se levantó–, y Gordon me ha dicho que cuide de ti.
Le tendió la mano. Para él, aquel baile era mucho más importante de lo que Estelle se podía imaginar. Con él pretendía asegurarse de que Estelle pensara solamente en él, de que su propuesta no le pareciera algo impensable. Pero antes quería que supiera que sabía la clase de negocios en los que andaba metida.
–¿Te gustaría bailar?
En realidad, Estelle no tenía elección. Se dirigió con él a la pista de baile, esperando que la orquesta tocara algo más frívolo que sensual, pero todas sus esperanzas desaparecieron en el momento en el que Raúl la rodeó con los brazos.
–¿Estás nerviosa?
–No.
–Teniendo en cuenta que conociste a Gordon en el Dario’s, me imaginaba que te gustaría bailar.
–Y me encanta –Estelle forzó una sonrisa–, pero es un poco pronto para mí.
–Y para mí. A estas horas suelo estar preparándome para salir.
Estelle no era capaz de interpretar a aquel hombre. Bailaba con ella con elegancia y delicadeza, pero sus ojos no sonreían.
–Relájate.
Estelle lo intentó, pero no la ayudó el hecho de que Raúl se lo hubiera susurrado al oído.
–¿Puedo preguntarte algo?
–Por supuesto –contestó Estelle, aunque preferiría que no lo hiciera.
–¿Qué estás haciendo con Gordon?
–¿Perdón? –no se podía creer que se atreviera a preguntarlo.
–La diferencia de edad es evidente.
–Eso no es asunto tuyo –se sentía como si estuviera siendo atacada a plena luz del día.
–¿Cuántos años tienes?
–Veinticinco.
–Gordon tenía diez años más de los que tengo yo ahora cuando tú naciste.
–Eso solo son números –intentó apartarse, pero él la retuvo con fuerza.
–Por supuesto, supongo que solo le quieres por su dinero.
–Eres increíblemente grosero.
–Soy increíblemente sincero –la corrigió Raúl–. No te estoy criticando, no tiene nada de malo.
–¡Vete al infierno! –le dijo en español, agradeciendo las expresiones que le había enseñado una amiga española cuando estaba en el colegio–. Lo siento, a veces mi español no es muy bueno. Lo que quería decirte es…
Raúl presionó un dedo contra sus labios antes de que Estelle pudiera decirle en su propio idioma y con mayor crudeza a dónde podía largarse. Y la intimidad de aquel gesto tuvo el poder de silenciarla.
–Un baile más –dijo Raúl–, y volverás con Gordon. Y siento haberte parecido grosero. Créeme, no era esa mi intención.
Estelle entrecerró los ojos mientras analizaba su rostro y notaba cómo le latían los labios tras aquel ligero contacto. La razón le decía que se alejara de él, pero ganó su propia excitación.
La música se hizo más lenta e, ignorando su resistencia, Raúl la estrechó contra él. Estelle tenía razón al pensar que la estaba juzgando, pero no lo estaba haciendo duramente. Raúl admiraba a las mujeres capaces de separar los sentimientos del sexo. De hecho, él necesitaba una mujer así. Y le pagaría muy bien.
Estelle debería haberse marchado en aquel momento, debería haber vuelto a su mesa. Pero su cuerpo ingenuo se negaba a moverse. Parecía estar despertando en los brazos de Raúl.
Raúl la sostuvo de manera que se vio obligada a posar la cabeza en su pecho. Estelle sentía el terciopelo de la chaqueta en la mejilla. Pero era más consciente de la mano que reposaba en su espalda.
Por un instante, Raúl olvidó los motivos de aquel baile. Disfrutó de la delicadeza con la que Estelle se inclinaba contra él y se concentró solo en ella. En la mano que posaba sobre su hombro, bajo su pelo. Le acarició el cuello y deseó besarlo. Quería levantar aquella cortina negra y saborear su piel.
Por su parte, Estelle sentía la tensión que había entre ellos y aunque su cabeza negaba lo que estaba pasando, giró ligeramente el cuerpo para acercarse a él. Sintió el roce de su pecho en los pezones. Y Raúl presionó ligeramente.
–Yo siempre había pensado que el sporran tenía una función puramente decorativa.
Estelle sintió el calor de la piel del sporran contra su estómago.
–Pero, ahora mismo, es lo único que me permite tener un aspecto decente.
–Estás muy lejos de ser decente –le espetó Estelle.
–Lo sé.
Continuaron bailando, no mucho, solo meciéndose de vez en cuando, pero Estelle ardía.
Raúl podía sentir el calor de su piel contra sus dedos, podía sentir su respiración tan agitada que deseaba inclinar la cabeza y respirar contra sus labios. Se imaginó su pelo oscuro sobre la almohada y los pezones rosados en su boca. La deseaba, aunque aquella no fuera una sensación que le resultara cómoda.
Aquello solo era una cuestión de negocios, se recordó a sí mismo. Quería que aquella noche pensara en él. Que cuando se acostara con Gordon, fuera su cuerpo el que deseara.
Deslizó la mano bajo su pelo y descendió hasta la piel desnuda que asomaba por uno de los costados del vestido.
Estelle ansiaba que moviera la mano, que cubriera con ella su seno. Y Raúl le confirmó una vez más que sabía lo que estaba pasando.
–Pronto te devolveré a Gordon –le dijo–, pero antes disfrutarás conmigo.
Eran los preliminares del sexo. Lo eran hasta tal punto que Estelle se sentía como si Raúl hubiera deslizado los dedos dentro de ella. Y era mucho lo que podía sentir. A pesar del sporran, notaba el contorno de su sexo bajo la falda. Aquel era el baile más peligroso de su vida. Quería salir corriendo. Pero su cuerpo ansiaba sentir los brazos de Raúl. Las mejillas, apoyadas contra el terciopelo violeta de la chaqueta, le ardían, y podía oír el latido firme del corazón de Raúl.
El olor de Raúl era exquisito y el tacto de su mejilla contra la suya la hizo desear volver la cabeza y buscar el alivio de sus labios. Estelle no conocía el alcance de un orgasmo y era demasiado inocente como para saber que Raúl estaba haciendo todo lo posible para provocárselo.
Raúl sintió que Estelle descendía ligeramente sobre su pecho y, por un breve instante, se relajaba contra él.
–Gracias por el baile –aturdida y sin aliento, Estelle comenzó a retroceder.
Pero Raúl la retuvo, le levantó la barbilla y lanzó su veredicto.
–¿Sabes? Me gustaría verte maldecir y gritar en español.
La soltó entonces y Estelle buscó rápidamente refugio en el tocador de señoras y se mojó las muñecas con agua fría. «Cuidado», se dijo a sí misma, «tienes que tener cuidado, Estelle». La atracción era más intensa que cualquier otra que hubiera conocido. Pero sabía que un hombre como Raúl sería capaz de destrozarla.
Se miró en el espejo y se retocó el lápiz de labios; no podía comprender lo que acababa de ocurrir. Y menos que lo hubiera permitido. Que hubiera participado voluntariamente en ello.
–¡Ah, estás aquí!
Gordon le sonrió cuando regresó a la mesa y Estelle no pudo sentirse más culpable: había fallado incluso como acompañante.
–Siento haberte dejado. Un ministro quería hablar urgentemente conmigo, pero no conseguíamos establecer el contacto y, cuando lo hemos conseguido –sonrió con cansancio–, la verdad es que no tengo la menor idea de lo que pretendía decirme. Venga, ¡vamos a bailar!
Bailar con Gordon fue muy diferente. Se rieron y hablaron mientras Estelle intentaba no pensar en el baile que había compartido con Raúl.
–Raúl no te quita los ojos de encima –comentó Gordon–. Creo que le has causado una gran impresión.
Estelle se tensó en sus brazos.
–Tranquila, Estelle. Me siento halagado. Competir con Raúl es todo un cumplido.
Le dio un beso en la mejilla y Estelle apoyó la cabeza en su hombro. Después, miró a Raúl, que continuaba clavando sus ojos en ella. Intentó desviar la mirada, pero no fue capaz. Vio a Raúl curvando los labios en una lenta sonrisa, hasta que Gordon cambió de rumbo y Raúl desapareció de su línea de visión. Un segundo después, recorrió el salón con la mirada, rezando para que aquella peligrosa parte de la velada hubiera terminado. Y sí, Raúl había desaparecido.