E-PACK Jazmín y Deseo marzo 2017 - Varias Autoras - E-Book

E-PACK Jazmín y Deseo marzo 2017 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Corazones entrelazados Él no estaba dispuesto a renunciar a ella tan fácilmente. En los planes de Brady Finn, el multimillonario diseñador de videojuegos, no entraba una chica irlandesa que lo desafiase constantemente. Esa chica era Aine Donovan, la deslumbrante gerente del hotel que acababa de comprar, y Aine no iba a permitir que Brady, que ahora era su jefe, destruyese las tradiciones con las que se había criado, ni iba a dejarse seducir por él. Sin embargo, la atracción que había entre ellos era tan fuerte que no pudo resistirse a él, y cuando se quedó embarazada tras una noche de pasión, decidió que lo mejor sería ocultárselo. Secretos en palacio Casado con la princesa tímida… Cuando el príncipe Alexandros Sancho se enteró de que había heredado a la prometida de su hermano mayor se sintió horrorizado. Por muy hermosa que fuera la princesa Eva, él había dejado de creer en el matrimonio tras la muerte de su primer amor. Pero no tenía escapatoria… a no ser que consiguiera convencer a Eva de que fuera ella quien rompiera el compromiso. Sin embargo, su plan fracasó. En lugar de conseguir que Eva lo rechazara, fue él quien terminó enamorándose de la amable y tímida princesa. ¿Podría convencerla de que se convirtiera en su esposa… real? Inevitablemente enamorada Un gran secreto en la Gran Manzana. Lauren Randall, organizadora de grandes eventos, nunca actuaba impulsivamente. Que Ray Donovan la hubiera dejado embarazada no había sido algo planificado. Creativo y dominante, Ray era un director de cine de éxito, aunque Lauren no creía que pudiera ser un buen padre. Hacerse pasar por novia de Ray le daba la oportunidad de revelarle el secreto, pero la situación se complicó cuando la abuela de Ray anunció públicamente que iban a casarse. A partir de ese momento, le resultó más difícil mantener la distancia con él y mucho más evitar enamorarse.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Jazmín y Deseo, n.º 120 - marzo 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9485-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Corazones entrelazados

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Secretos en palacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Inevitablemente enamorada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Capítulo Uno

 

Brady Finn estaba contento con su vida. Sí, no estaba demasiado entusiasmado con aquella inversión en la que acababa de meterse Celtic Knot Games, pero no había tenido más remedio que tragar con ella. Era lo que pasaba cuando tus socios eran dos hermanos que siempre hacían frente común en todas las decisiones importantes, aunque luego discutieran por pequeñeces.

Pero aun así, no cambiaría nada. Si tenía la vida que tenía era gracias a que los hermanos Ryan y él habían creado esa compañía cuando aún estaban en la universidad. De hecho, habían sacado al mercado su primer videojuego con poco más que sus sueños y la arrogancia propia de la juventud.

Ese juego, Fate Castle, basado en una antigua leyenda irlandesa, se había vendido lo suficiente bien como para financiar su próximo juego, y en la actualidad Celtic Knot Games se encontraba en la cúspide del mercado de los videojuegos. También habían expandido su negocio para abarcar las novelas gráficas y los juegos de rol, pero con aquella nueva inversión se estaban adentrando en un terreno desconocido. Lo poco que sabían de hoteles podría escribirse en la cabeza de un alfiler, es decir, nada de nada.

Pero, ya que no le quedaba otra que aceptar la situación, trataría de ser positivo y pensar que aquel desafío terminaría siendo un nuevo éxito para Celtic Knot Games, se dijo paseando la mirada por la sala de juntas, donde estaban reunidos en ese momento. Tenían sus oficinas en una mansión victoriana en Ocean Boulevard de Long Beach, California. Era un entorno de trabajo relajado, confortable y estimulante. Podrían haberse instalado en un moderno rascacielos de cristal y acero, pero a ninguno de los tres les había atraído la idea. En vez de eso habían comprado aquella vieja mansión y la habían rehabilitado, adaptándola a sus necesidades.

Tenían todo el espacio que querían y no era un lugar frío y agobiante como las oficinas de muchas otras compañías de éxito. Había una vista espectacular de la playa al frente, y en la parte de atrás unos extensos jardines, el sitio ideal para hacer un descanso.

–Pues a mí me parece que los diseños para el nuevo juego son estupendos –insistió Mike Ryan.

–Lo serían si esto fuera un concurso de artes plásticas de quinto de primaria –replicó Sean, alcanzando uno de los dibujos desperdigados por la mesa para ilustrar su punto de vista–. Peter ha tenido tres meses para hacer este guion gráfico –añadió, visiblemente irritado, clavando el índice reiteradamente en el papel–. Mira esta banshee. ¿Te parece aterradora? Tiene más pinta de surfista esquelética que de mensajera de la muerte.

–A todo le encuentras fallos –protestó Mike, rebuscando entre las hojas hasta encontrar la que quería–. Este cazador medieval es genial. Le está costando hacer un diseño convincente de la banshee, de acuerdo, pero seguro que al final acertará con lo que queremos.

–Ese es el problema con Peter –intervino Brady. Los dos hermanos se giraron para mirarlos–. Siempre es «al final»; no ha cumplido ni un plazo de entrega desde que empezó a trabajar con nosotros –sacudió la cabeza y tomó un sorbo de café, que ya estaba enfriándose.

–Es verdad –asintió Sean–. Le hemos dado a Peter muchas oportunidades para que nos demuestre que se merece el dinero que le pagamos y aún no lo ha hecho. Quiero que probemos con Jenny Marshall.

–¿Jenny Marshall? –repitió Mike frunciendo el ceño.

–A mí no me parece mala idea –intervino Brady de nuevo–. Lleva seis meses con nosotros, y los fondos que dibujó para Forest Run estaban muy bien. Tiene talento. Se merece una oportunidad.

–No sé –murmuró Mike–. No es más que una ayudante. ¿De verdad creéis que está preparada para confiarle los diseños de los personajes?

Sean iba a decir algo, pero Brady levantó la mano para interrumpirlo. Si seguían con aquella discusión, no terminarían nunca.

–Yo sí lo creo. Pero antes de que decidamos nada, hablaré con Peter. Mañana es la fecha límite que le dimos, y si vuelve a fallarnos, no volvemos a contratarlo. ¿Estamos de acuerdo?

–Por supuesto –asintió Sean, y le lanzó una mirada a su hermano.

–Está bien –dijo Mike. Se echó hacia atrás en su asiento y apoyó los pies en la esquina de la mesa–. Y, cambiando de tema, ¿cuándo llegaba nuestra visitante irlandesa?

–Debería aterrizar dentro de una hora –contestó Brady.

–Habría sido más fácil que fueses tú a Irlanda –apuntó Mike–. Así podrías haberle echado un vistazo al castillo, de paso.

Brady sacudió la cabeza.

–Estoy muy ocupado como para irme ahora de viaje. Además, ya hemos visto el castillo en los vídeos en trescientos sesenta grados que hay en la página web.

–Es verdad –dijo Mike con una media sonrisa–. Será perfecto para nuestro primer hotel: Fate Castle.

La idea, además de ponerle el nombre de su primer videojuego, era reformar aquel castillo, que había sido convertido en un hotel hacía varias décadas, para hacer de él un complejo vacacional de lujo donde los huéspedes podrían imaginarse que eran parte del mundo de fantasía donde se desarrollaba la historia.

Brady seguía sin verlo claro, pero los seguidores habían enloquecido cuando lo habían anunciado en la última edición de Comic-Con, la convención anual de cómics, cine y videojuegos de San Diego.

–¿Y cómo dijiste que se llamaba esa mujer? –inquirió Sean.

–Se apellida Donovan –respondió Brady–. Su nombre de pila debe ser gaélico. Se escribe «Aine», pero no tengo idea de cómo se pronuncia. En fin, es igual –dijo bajando la vista a la carpeta que habían recibido sobre el hotel castillo y sus empleados–. Lleva tres años como gerente, y aunque los dueños del hotel estaban perdiendo dinero, parece que estaban contentos con su trabajo. Tiene veintiocho años, es licenciada en Gestión de Hostelería y vive en la propiedad, en una cabaña de invitados, con su madre y su hermano pequeño.

–¿Tiene casi treinta años y aún vive con su madre? –Sean dejó escapar un largo silbido y fingió que se estremecía–. Debe ser muy fea. ¿Hay alguna foto de ella en la carpeta?

–Sí –Brady sacó la hoja y la empujó hacia Sean, que estaba sentado frente a él.

Era una foto pequeña, la típica foto de carné, y aunque no era un esperpento, tampoco era demasiado atractiva.

Tanto mejor, porque a él le perdían las mujeres guapas y lo último que querría sería tener un romance con una empleada.

–Bueno, no está mal –dijo Sean al ver la foto.

Aquel patético intento de arreglarlo hizo reír a Brady con sorna. La verdad era que la chica no parecía gran cosa. En la foto tenía el pelo peinado hacia atrás, probablemente recogido en un moño, las gafas hacían que sus ojos verdes pareciesen enormes, y su pálida piel parecía aún más blanca en contraste con la puritana blusa negra que llevaba.

–Es una gerente, no una modelo –apuntó, sintiéndose por algún motivo en la obligación de defenderla.

–Déjamela ver –le dijo Mike a su hermano.

Sean le pasó la hoja con la foto. Mike la estudió un momento antes de levantar la vista y encogerse de hombros.

–Parece… eficiente –dijo, y le devolvió la hoja a Brady.

Este sacudió la cabeza, volvió a meter la hoja en la carpeta y la cerró.

–Mientras haga bien su trabajo, da igual qué aspecto tenga –concluyó–. Y según los informes que tenemos sobre el hotel y sus empleados, es buena en lo que hace.

–¿Les has hablado de los cambios que tenemos pensados? –preguntó Mike.

–La verdad es que no. No tenía sentido intentar explicárselo todo por teléfono. Además, la última vez que hablé con ella aún no habíamos terminado el plan para la remodelación.

Y como las reformas comenzarían dentro de un mes, era el momento de poner al corriente a Aine Donovan.

–Bueno, pues si ya hemos acabado con este asunto, me ha llamado una compañía de juguetes que está interesada en fabricar muñecos de algunos de nuestros personajes –dijo Sean.

–¿Muñecos? –Mike soltó una risa burlona–. Eso no va con nosotros.

–Estoy de acuerdo –dijo Brady–. Nuestros videojuegos van dirigidos a adolescentes y adultos.

–Ya, pero si fueran figuras coleccionables… –apuntó Sean, esbozando una sonrisa.

Brady y Mike se miraron y asintieron.

–Eso sería otra cosa –dijo Brady–. Si la gente pudiera comprar figuras coleccionables de nuestros personajes, eso aumentaría la popularidad de los juegos.

–Sí, podría funcionar –asintió Mike–. Haz los números, y cuando tengamos una idea más concreta de cómo sería el acuerdo de licencia, volvemos a hablarlo.

–De acuerdo –Sean se levantó y miró a Brady–. ¿Vas a ir a recoger a la señorita Donovan al aeropuerto?

–No –respondió Brady, levantándose también–. He mandado a uno de nuestros chóferes para que la recoja y la lleve a su hotel.

–¿Dónde la has alojado?, ¿en el Seaview? –preguntó Mike.

Era donde solían alojar a los clientes que les visitaban. Estaba a quince minutos a pie de sus oficinas, lo que lo hacía muy accesible para las reuniones que tuvieran que organizar. También era donde él vivía, en una de las suites del ático.

–Sí, me pasaré esta tarde para reunirme con ella, y mañana la traeré aquí para que le enseñemos las reformas que tenemos en mente.

 

 

–¡Ya estoy aquí, mamá! ¡Esto es precioso! –exclamó Aine por el móvil, mirando las azules aguas del Pacífico.

–Ah, ya… estupendo, hija –contestó su madre, Molly Donovan, al otro lado de la línea.

Aine, que estaba en el balcón de su habitación del hotel, contrajo el rostro al oír la voz soñolienta de su madre. Se le había olvidado por completo la diferencia horaria. Allí, en California, eran las cuatro de la tarde, y el sol brillaba en el despejado cielo. En Irlanda debía ser más de medianoche.

Tendría que estar agotada, pero curiosamente no lo estaba. Sería por la emoción del viaje, mezclada con los nervios que tenía por qué pensaría hacer Celtic Knot Games con su castillo. Bueno, no era suyo, pero se sentía muy ligada a él. ¿Qué podrían saber esos americanos de su historia, del legado que suponía para el pueblo, para sus gentes? Nada, absolutamente nada.

Estaba muy preocupada; ¿qué interés podía tener para una empresa de videojuegos el castillo Butler, una fortaleza con siglos de historia a las afueras de un minúsculo pueblo? Ni siquiera había sido nunca un importante atractivo turístico. En Irlanda había otros castillos mucho más visitados y mejor comunicados.

–Perdona, mamá, no me había acordado de que hay un montón de horas de diferencia con Irlanda.

Molly bostezó, y Aine oyó un ruido de fondo, como si su madre estuviese incorporándose en la cama.

–No pasa nada. Me alegra que hayas llamado. ¿Qué tal el vuelo?

–De maravilla –respondió ella con una amplia sonrisa. Nunca antes había viajado en un jet privado, y ahora que lo había hecho sabía que viajar en turista se le haría insoportable–. Por dentro el avión parecía más un elegante salón que un avión, con mesitas, sillones de cuero, y hasta flores en el cuarto de baño. Y la azafata me sirvió galletas recién horneadas con el café. Bueno, a lo mejor solo las calentó. Pero la comida estaba deliciosa, y me trajeron champán. Casi me dio pena tener que bajarme del avión cuando llegamos al aeropuerto.

Sí, le había dado pena, pero solo por lo relajada que había estado durante todo el vuelo, porque al bajar a tierra había recordado por qué estaba allí: para reunirse con uno de los dueños de la compañía que había comprado el castillo y podía arruinar su vida y la de tantos otros.

Claro que tampoco tenía sentido que hubiesen comprado el hotel solo para cerrarlo. Cierto que en los últimos dos años no había dado los beneficios esperados, pero ella tenía un montón de ideas que podían hacer que el negocio remontase. El anterior dueño no había querido escucharlas, y solo podía cruzar los dedos por que ese señor Finn con el que iba a hablar se mostrase más cercano y receptivo.

Aunque por el tratamiento que le estaba dando, parecía que quería descolocarla. Primero, en vez de dejar que viajara en turista, la había llevado en su jet privado. Luego, en vez de recogerla en el aeropuerto, había enviado a un chófer a buscarla. Y, para terminar, la había alojado en una suite más grande que todo el piso inferior de la cabaña en la que vivía con su madre y su hermano.

Era como si, con toda esa ostentación y ese comportamiento descortés con ella, quisiese dejarle claro que no estaban al mismo nivel, que sus socios y él eran quienes mandaban, y ella solo una empleada. Se preguntaba si toda la gente asquerosamente rica sería igual.

–¡Vaya!, ¡menudo lujo! –exclamó su madre–. ¿Y ya estás en el hotel?

–Sí, estoy en la terraza de mi habitación, que es enorme, y hay unas vistas increíbles del océano. Y hace sol y la temperatura es estupenda, no como allí, que no parece que sea primavera.

–¿Qué me vas a contar? Hoy ha llovido todo el día, y parte de la noche. Oye, y dentro de nada tienes la reunión con ese señor, ¿no?

–Sí –murmuró Aine, llevándose una mano al estómago, atenazado por los nervios–. Me dejó una nota en recepción diciéndome que estará aquí a las cinco.

Una nota…, pensó sacudiendo la cabeza. Después de no haberse molestado en ir a recogerla, ni haber tenido la deferencia de estar esperándola a su llegada al hotel, aquel pequeño detalle era otra manera de recalcarle que ahora estaba en su territorio, y que sería él quien tomase las decisiones. Tal vez tuviese las riendas porque era quien ponía el dinero, pero cuando menos haría que la escuchase.

–¿No irás a tirarte a la yugular de ese hombre nada más conocerlo, verdad? –le preguntó su madre–. ¿Intentarás tener un poco de paciencia?

La paciencia no era lo suyo. Su madre decía que siempre había sido así, que no le gustaba esperar, y que por eso había nacido dos semanas antes de que saliera de cuentas.

No, no le gustaba nada esperar, y en los últimos meses casi la había vuelto loca que el castillo hubiese sido vendido y que aparte de eso no supiese nada más. Quería respuestas. Necesitaba saber qué planeaban hacer con él los nuevos propietarios.

–Lo más que puedo prometer es que no diré nada hasta que haya escuchado lo que tenga que decir –respondió. Esperaba poder cumplir esa promesa.

Es que aquello era tan importante para ella, para su familia, para el pueblo que contaban con que los huéspedes del hotel comprasen en sus comercios y comiesen en sus pubs. Todos estaban muy preocupados.

Durante los tres últimos años, Aine había sido gerente del hotel, y aunque había tenido que pelear con el anterior propietario por cada reforma necesaria para su mantenimiento, consideraba que había hecho bien su trabajo.

Pero ahora no era solo una cuestión de ética profesional, ahora lo que estaba en juego era el futuro de su familia y de todo el pueblo. Si ese Brady Finn hubiese ido a Irlanda en vez de hacerla ir a ella allí, a California, no estaría tan nerviosa. Al menos habría sentido, aunque no fuese verdad, que tenía bajo control la situación. Tal y como estaban las cosas, tendría que mantenerse alerta y hacer ver a los nuevos dueños la importancia de la responsabilidad moral que conllevaba el que hubiesen comprado el castillo.

–Sé que harás lo mejor para todos nosotros –dijo su madre.

Era duro llevar sobre sus hombros la fe que habían depositado en ella todos aquellos a quienes conocía y quería. No podía fallarles.

–Pues claro que sí. Bueno, te dejo para que vuelvas a dormirte. Mañana te volveré a llamar –hizo una pausa, y añadió con una sonrisa–: a una hora menos intempestiva.

Aine decidió aprovechar para arreglarse un poco antes de que llegara su nuevo jefe. Se retocó el maquillaje y se peinó, pero como no tenía tiempo para deshacer la maleta no se cambió de ropa.

Sin embargo, cuando llegaron las cinco y el señor Finn seguía sin aparecer, empezó a irritarse. ¿Tan ocupado estaba, que no podía llamarla siquiera para decirle que había cambiado de planes? ¿O es que la consideraba tan insignificante que le daba igual llegar tarde?

En ese momento sonó el teléfono de la suite.

–¿Sí?

–Buenas tardes, señorita Donovan. La llamo de recepción. Ya ha llegado su chófer, y está esperándola para llevarla a las oficinas de Celtic Knot.

–¿Mi chófer?

–Al señor Finn le ha surgido un imprevisto y ha pedido que vengan a recogerla para que se reúna con él.

Aine echaba chispas.

–¿Señorita Donovan? –dijo el recepcionista.

–Sí, perdone. De acuerdo, bajaré enseguida –se apresuró a responder ella.

Aquel hombre no tenía la culpa de que su nuevo jefe tuviese la delicadeza de una apisonadora.

Colgó, fue a por su bolso y se detuvo un momento para mirarse en el espejo que había junto al armario. Aunque estaba presentable, salvo por el color encendido de sus mejillas, fruto de la indignación que sentía, vaciló, preguntándose si no debería cambiarse de ropa después de todo.

No, mejor no. Seguramente al señor Finn le traía sin cuidado haberla hecho esperar, pero sin duda no se lo tomaría demasiado bien si fuera ella quien lo hiciese esperar a él.

Además, al haber viajado en un jet privado no tenía la ropa tan arrugada como después de un vuelo de doce horas en turista. «Así que allá vamos», se dijo, «a conocer a ese hombre que espera que sus vasallos salten de la silla a una orden suya». Y aunque la reventase por dentro, se guardaría el genio en un bolsillo.

 

Capítulo Dos

 

–Necesitamos el nuevo guion gráfico para mañana como muy tarde –dijo Brady enfadado por teléfono. Su paciencia estaba empezando a agotarse–. No más excusas, Peter: o cumples con el plazo, o le damos el encargo a otra persona.

Los artistas solían ser difíciles de tratar, pero Peter Singer era incapaz de organizarse. Con la mejor de las intenciones les daba una fecha de entrega, pero como era tan desorganizado nunca conseguía cumplir con los plazos que él mismo se ponía.

Su talento estaba fuera de toda duda, era bueno haciendo los guiones gráficos que los programadores usaban después para establecer el desarrollo del argumento de cada videojuego. Sin esa «hoja de ruta» todo el proceso de creación iba a paso de tortuga. Le habían dado varias prórrogas a Peter, pero no iban a concederle ninguna más.

–Brady, puedo tenerlo acabado para finales de semana –le contestó Peter–. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero para mañana es imposible; imposible. Te juro que no os arrepentiréis si me dais unos días más para…

–Mañana, Peter –lo cortó Brady con aspereza–. O los tenemos aquí mañana a las cinco, o te buscas otro trabajo.

–Al arte no se le pueden meter prisas.

–Te pagamos por el trabajo que haces –le recordó Brady–. Y has tenido tres meses contando con todas las prórrogas que nos has pedido, así que no vengas a quejarte ahora de que te metemos prisa. O nos entregas mañana el guion gráfico o no volveremos a contar contigo. La decisión es tuya –le advirtió.

Y, antes de verse envuelto en otra sarta de súplicas melodramáticas de Peter, colgó. Llevaba la mayor parte del día liado con asuntos de márketing, una parte de su trabajo que no le entusiasmaba, así que tal vez hubiese tenido menos paciencia con Peter de la que tenía normalmente, pero la cuestión era que Mike, Sean y él dirigían un negocio y tenían que ajustarse a unos plazos.

En ese momento nada le apetecía tanto como hacer un descanso y tomarse una bien merecida cerveza, pero aún tenía pendiente una reunión. En ese momento llamaron a la puerta de su despacho; debía de ser ella.

–Adelante.

La puerta se abrió, y en efecto, allí estaba Aine Donovan. Su cabello pelirrojo y sus ojos verdes le decían que tenía que ser ella, aunque ahí terminaba todo parecido con la fotografía de la carpeta. Había esperado encontrarse con la típica solterona con aspecto de bibliotecaria, y la sorpresa no podría haber sido mayor, pensó parpadeando sorprendido y mirándola de arriba abajo.

Iba vestida con un traje negro de chaqueta y pantalón y una blusa roja. La melena, abundante y de un tono rojizo oscuro, le caía por los hombros en suaves ondas.

Sus ojos verdes no se ocultaban tras unas gafas, como en la fotografía, sino que estaban hábilmente maquillados y brillaban.

Era alta, y lo bastante curvilínea como para que a un hombre se le hiciese la boca agua al mirarla. Y, por el modo en que estaba mirándolo, sin apartar la vista, era evidente que tenía carácter. Nada más sexy que una mujer hermosa con confianza en sí misma, pensó, y un repentino deseo lo golpeó con una fuerza que jamás había experimentado.

Desconcertado, reprimió los pensamientos inapropiados que estaba teniendo y luchó por ignorarlos. Aine Donovan iba a trabajar para ellos, y acostarse con una empleada solo le acarrearía problemas. Y, sin embargo, el recordarse eso no solo no bastó para sofocar su deseo, sino que, cuando empezó a hablar, la musicalidad de su acento irlandés lo sedujo aún más.

–¿Brady Finn?

–Así es. ¿Señorita Donovan? –dijo él poniéndose de pie.

La joven entró, se detuvo frente a su mesa y le tendió la mano. Sus gráciles movimientos le hicieron pensar en sábanas de seda, la luz de la luna y el suave roce de piel contra piel. Maldijo para sus adentros y apretó los labios.

–Prefiero que me llamen Aine. Si podemos tutearnos, quiero decir.

–Claro. Los dos somos jóvenes y me siento un poco raro cuando la gente me llama señor Finn. Como no estaba seguro de cómo se pronunciaba… –le confesó él. Al decirlo ella había sonado como «Anya».

Ella esbozó una breve sonrisa.

–Es un nombre gaélico.

Cuando le estrechó la mano, Brady se sintió como si hubiese tocado un cable y le hubiese dado un chispazo. Aquella reacción fue tan inesperada que le soltó la mano de inmediato y tuvo que reprimir el impulso de frotarse la palma contra la pernera del pantalón.

–Lo imaginaba. Toma asiento, por favor.

Aine se sentó en una de las sillas frente a su escritorio y cruzó una pierna sobre la otra como sin prisa, de un modo muy seductor, aunque sin duda inconsciente.

–¿Qué tal el vuelo? –le preguntó Brady de sopetón.

Tal vez hablando de algo banal consiguiera que su mente dejase de atormentarlo con pensamientos inapropiados.

–Bien, gracias.

–¿Y el hotel? ¿Todo bien?

–Estupendamente –contestó ella de un modo cortante. Alzó la barbilla, y añadió–: Imagino que no me habréis hecho venir hasta aquí para hablar de trivialidades, aunque teniendo en cuenta la falta de seriedad que has demostrado hasta ahora, tampoco me extrañaría.

Brady parpadeó confundido.

–¿Perdón?

–Se suponía que ibas a venir a recogerme al aeropuerto, y en vez de eso has mandado a un chófer a recogerme. Y luego habíamos quedado en que nos reuniríamos en el hotel, y has mandado de nuevo a vuestro chófer para traerme aquí.

Brady se echó hacia atrás en su asiento, sorprendido por el coraje de la joven. Pocos empleados se arriesgarían a enfadar a su nuevo jefe hablándole así, pero ella había entrelazado las manos sobre el regazo, y parecía muy tranquila.

Se quedó mirándola un buen rato antes de preguntarle:

–¿Ha habido algún problema con el chófer?

–Ninguno. Pero me pregunto por qué un hombre que hace a una empleada viajar miles de kilómetros no es capaz de ir a su hotel, que está a solo unos metros de aquí, para reunirse con ella.

Al ver la fotografía de Aine en la carpeta Brady la considerado eficiente, fría y flemática, pero ahora que la tenía delante, en carne y hueso, veía fuego en sus ojos y el aire casi vibraba a su alrededor.

Le gustaba… y mucho. Ya no solo despertaba deseo en él, sino también respeto, y eso significaba que, al contrario de lo que había pensado en un principio, sí que podía acabar convirtiéndose en un problema.

 

 

Aine maldijo para sus adentros. ¿No se había propuesto controlar su temperamento? ¿Y en vez de eso, qué había hecho nada más conocer a su nuevo jefe? Insultarle. La tensión podía mascarse en el aire, y ahora tendría que encontrar la manera de arreglarlo.

El problema era, se dijo mirándolo a los ojos, que no había esperado que fuera… tan endiabladamente atractivo. Durante el corto trayecto en coche hasta allí se había dicho que tenía que mostrar confianza en sí misma, pero cuando había entrado en el despacho el estómago se le había llenado de mariposas nada más verlo.

Un mechón de cabello negro le caía sobre la frente, y Aine sintió un impulso, casi irresistible, de alargar la mano para peinarle el pelo con los dedos. Tenía la mandíbula recia, los ojos de un azul profundo, y la barba de dos días le daba el aspecto de un pirata, de un salteador de caminos, o del misterioso protagonista de una de las novelas románticas que tanto le gustaba leer. Había algo salvaje en él que la atraía de tal modo que casi se había sentido aliviada cuando le había soltado la mano. Lo único que tenía de ejecutivo era la ropa que llevaba: una camisa de un blanco inmaculado, pantalones grises y unos zapatos relucientes.

Y no solo Brady Finn había resultado distinto de como lo había imaginado, sino también las oficinas de Celtic Knot. Había pensado que sería uno de esos fríos y modernos edificios de cristal y acero, y la había sorprendido encontrarse con aquella acogedora casa victoriana que, aunque reformada por dentro, mantenía su encanto. Eso le dio algo de esperanza. Si habían sido capaces de modernizar aquel antiguo edificio sin quitarle su esencia, tal vez podrían hacer lo mismo con el castillo Butler.

Aferrándose a ese pensamiento, se irguió en su asiento, se tragó su orgullo y se obligó a decir:

–Te pido disculpas por este comienzo tan poco afortunado.

Él enarcó las cejas pero se quedó callado, así que Aine continuó antes de que pudiera abrir la boca para decirle que estaba despedida.

–Es el jet lag, que me pone de mal humor –murmuró.

Aunque no estaba cansada en absoluto, era la excusa más plausible.

–Lo entiendo –respondió él, aunque por su tono era evidente que no se lo creía–. Y yo te pido disculpas por no haber ido a recogerte en persona. Tenemos mucho jaleo: esta semana sacamos un videojuego nuevo y estamos trabajando en el próximo, que saldrá en diciembre.

«Videojuegos…», pensó ella, conteniéndose para no poner los ojos en blanco. Su hermano pequeño, Robbie, era un forofo de los videojuegos de Celtic Knot, historias basadas en antiguas leyendas de Irlanda en las que el jugador podía imaginarse que estaba en la época de los celtas, luchando contra bestias míticas.

–Hoy no tengo tiempo para que hablemos en detalle de los planes que tenemos para el castillo –le dijo Brady–, pero quería que nos reuniéramos para hacerte saber que tenemos en mente algunos cambios.

Aine se sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría por encima, y de inmediato se puso a la defensiva.

–¿Cambios?

–Es inevitable –le dijo Brady, apoyando los brazos en la mesa para inclinarse hacia delante–. El hotel lleva dos años perdiendo dinero.

Aine se encrespó al oírle decir aquello, y se estremeció de ansiedad. ¿Estaba diciendo que era culpa suya? ¿La había hecho ir hasta allí solo para despedirla?

–Si crees que mi gestión fue deficiente…

–En absoluto –la interrumpió él, levantando una mano para que lo dejara hablar–. He repasado las cuentas, como han hecho mis socios, y los tres estamos de acuerdo en que si el hotel no se ha hundido ha sido gracias a tu gestión.

Aine suspiró aliviada, pero el alivio no le duró mucho.

–Aun así –continuó Brady–, vamos a hacer algunos cambios sustanciales tanto en el castillo como en la gestión.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Aine.

–¿Qué clase de cambios?

–Ya lo hablaremos con más calma mañana –contestó él levantándose.

«¿Mañana?». Si tenía que esperar hasta el día siguiente, no pegaría ojo en toda la noche.

Con la boca seca, se levantó también. Los ojos azules de Brady estaban fijos en ella. Su mirada destilaba poder, la clase de poder que tenía un hombre rico con confianza en sí mismo y certeza en sus convicciones. La clase de hombre contra el que no sería fácil luchar.

–Imagino que tendrás hambre –dijo Brady.

–Un poco –admitió ella.

–Pues entonces nos iremos a cenar y charlaremos –Brady tomó la chaqueta gris que colgaba del respaldo de su sillón y se la puso.

–¿Charlar? ¿De qué? –inquirió Aine mientras él rodeaba la mesa y se detenía junto a ella.

Brady la tomó del brazo y la condujo hacia la puerta.

–Pues de ti y del castillo.

Aine no tenía el menor interés en hablar de ella, pero quizá, pensó, podría hacerle ver lo que significaba el castillo para todos los que trabajaban allí, y también para la gente del pueblo.

–De acuerdo –respondió, pero luego vaciló al recordar que ni siquiera se había cambiado de ropa al llegar al hotel–. Aunque… no estoy vestida para eso.

–Estás muy bien –le aseguró él.

–Si fuera posible, me gustaría que pasáramos antes por mi hotel, para poder cambiarme –dijo, como si no lo hubiera oído.

Él se encogió de hombros y asintió.

–Claro.

***

 

 

Aunque había tenido que esperar casi veinte minutos en el vestíbulo del hotel a que bajara Aine, había merecido la pena, pensó Brady mirándola. Ya estaban en el restaurante, sentados el uno frente al otro. Aine se había puesto un vestido negro con tirantes anchos y cuello cuadrado que insinuaba la parte superior de sus senos. La luz de las velas hacía brillar su piel de porcelana, y arrancaba destellos de su cabello rojizo.

Estaba ardiendo por dentro, y el verla sonreír y tomar pequeños sorbos de su copa de vino no hacía sino avivar aún más ese fuego. Era la tentación personificada, una tentación a la que tendría que resistirse aunque no quisiera.

–Este sitio es increíble –comentó ella, dejando la copa en la mesa y mirando a su alrededor.

–Sí, increíble… –murmuró Brady.

Solo que él no se refería al restaurante, y cuando vio a Aine fruncir ligeramente el ceño, tuvo la sensación de que ella se había dado cuenta. Sí, probablemente haber elegido aquel restaurante tan chic había sido un error.

Debería haberla llevado a tomar una hamburguesa en un sitio barato y lleno de gente. Aquel lugar era demasiado íntimo. La única forma de mantener a raya el deseo que le despertaba era conducir la conversación al tema del que debían hablar, trabajo, y no salirse de ahí.

–Háblame del castillo. En tu opinión, ¿qué cosas habría que hacer?

Ella inspiró, tomó otro sorbo de vino y volvió a dejar la copa en la mesa antes de hablar.

–Es verdad que necesita algunas reformas. Por ejemplo habría que modernizar los cuartos de baño, habría que pintar, por supuesto, y… bueno, los muebles están ya algo viejos. Pero el edificio en sí es tan sólido como cuando fue construido, en 1430.

Hacía casi seiscientos años. A Brady, que no tenía padres, ni hermanos, ni un árbol genealógico que se remontase generaciones atrás, se le hacía muy raro pensar que un edificio pudiese tener seis siglos de antigüedad. En cambio, siendo como era alguien sin raíces y que había tenido que arreglárselas solo, los cambios eran algo completamente natural para él.

–Haremos todo eso, por supuesto –dijo–, y mucho más.

–Eso es lo que me preocupa –admitió ella–, ese «más». Sé que has dicho que entraríamos en detalles mañana, pero… ¿no podrías decirme al menos algunas de las cosas que tenéis en mente?

–Bueno, ya sabes que nuestra compañía, Celtic Knot, quiere entrar en el negocio de la hostelería.

Aine asintió y esperó a que continuara.

–Empezaremos con el castillo Butler, pero vamos a comprar también otros tres hoteles y a reinventarlos.

–«Reinventar» suena mucho más ambicioso que unos simples cambios –apuntó ella en un tono claramente suspicaz.

–Lo es. Vamos a convertirlos en réplicas de los castillos de nuestros tres juegos más vendidos. El primero, el castillo Butler, se convertirá en Fate Castle.

–¿Fate Castle?

–Sí, es el título del primer videojuego que lanzamos y que nos catapultó al éxito.

–No, si lo conozco –dijo ella en un tono quedo.

Él enarcó las cejas.

–¿Has jugado? –inquirió, sin poder disimular su sorpresa–. ¡Y yo aquí pensando que no eras el tipo de chica a la que le van los videojuegos!

–En realidad, no lo soy –los dedos de Aine subían y bajaban por el tallo de la copa–, pero mi hermano pequeño, Robbie, sí que juega. Le vuelven loco vuestros videojuegos.

–Un gusto excelente.

–No sé qué decir –respondió ella con indiferencia–. No me atrae la idea de perseguir zombis y espectros.

–No deberías criticarlo hasta que lo hayas probado. Si lo hubieras hecho no hablarías de él de ese modo –se limitó a contestar él. Sabía lo adictivos que eran sus juegos–. Nuestros videojuegos no van solo de correr o disparar. Hay complejos enigmas que resolver, tienes que tomar decisiones, y enfrentarte a las consecuencias de las elecciones que hagas. Son juegos sofisticados, con los que queremos hacer pensar al jugador.

Ella esbozó una breve sonrisa.

–Pues oyendo a Robbie gritarle a la pantalla y maldecir, nunca hubiera imaginado que estaba poniendo a prueba su inteligencia.

Brady sonrió también.

–Bueno, hasta los más listos se enfadan cuando no consiguen pasarse una fase a la primera.

Los interrumpió el camarero, que traía lo que habían pedido.

Brady miró a Aine, que estaba probando sus ravioli rellenos de cangrejo con salsa Alfredo.

–¿Qué tal? ¿Está bueno?

–Delicioso –respondió ella–. ¿Sueles traer a tus empleados a restaurantes tan caros como este?

–No –admitió.

La verdad era que ni él mismo podía explicarse por qué la había llevado allí. Podría haberla llevado a cualquier otro sitio, incluso podrían haber comido en el restaurante de su hotel, pero en vez de eso la había llevado a La Bella Vita y parecía una cita cuando no lo era. Mejor volver al tema del trabajo.

–No, no suelo hacerlo, pero este es un sitio tranquilo y… bueno, pensé que así podríamos hablar sin que nos molestaran.

–Del castillo –puntualizó ella.

–Sí, y de cuál será tu papel para ayudarnos a hacer posible lo que nos proponemos.

–¿Mi papel? –repitió Aine sorprendida.

Brady tomó un bocado de su lasaña de verduras, y respondió:

–Estarás a pie de obra, supervisando a los trabajadores, y te asegurarás de que se ajusten a los plazos y al presupuesto previstos.

–¿Yo?

–Serás mi informadora –le dijo Brady–. Si hay algún problema me lo dices, yo hago un par de llamadas para hablar con los responsables y tú te aseguras de que lo resuelvan como es debido.

–Ya –murmuró ella, moviendo el tenedor por el plato.

–¿Algún problema?

–No –respondió Aine–. ¿Y ya habéis pensado a quién le vais a encargar las reformas?

–Tenemos al mejor contratista de California. Llevará a equipos de su más absoluta confianza.

Aine frunció el ceño.

–Si contratarais a trabajadores irlandeses sería más fácil… y más rápido.

–No nos gusta trabajar con gente a la que no conocemos.

–Pues a mí no me conocéis de nada… y vais a mantenerme en mi puesto.

–Cierto –asintió él–. Está bien, lo pensaré.

–Bien. Pero aún no me has contado de qué clase de cambios estamos hablando –insistió ella, mirándolo a los ojos.

–No me refiero a cambios estructurales –le aclaró él–. Nos gusta cómo es el castillo por fuera; por eso lo compramos. Pero haremos muchos cambios en el interior.

Aine suspiró, dejó el tenedor en el plato y le confesó:

–Para serte sincera, eso es lo que me preocupa.

–¿En qué sentido?

–No sé, ¿veré zombis por los pasillos? –le preguntó ella–. ¿O falsas telas de araña colgando de los muros de piedra?

Parecía tan preocupada por esa posibilidad, que Brady no pudo evitar sonreír.

–Resulta tentador, pero no. Como te he dicho, ya entraremos mañana en los detalles, pero por ahora puedo adelantarte que te gustará lo que tenemos pensado.

Aine entrelazó las manos sobre la mesa y se quedó mirándolo.

–Llevo trabajando en el castillo Butler desde que tenía dieciséis años. Empecé en las cocinas, y de ahí fui subiendo poco a poco. Estuve un tiempo limpiando las habitaciones, trabajé en recepción… hasta que finalmente conseguí que me dieran el puesto de gerente del hotel –le explicó–. Conozco cada tabla del suelo que cruje, cada grieta en los muros por donde se filtra alguna corriente, cada pared que necesita una mano de pintura, y cada arbusto de los jardines que hay que recortar –hizo una pausa para tomar aire, y continuó hablando, sin darle ocasión de decir nada–. Todos los que trabajan en el castillo son amigos para mí, o son parientes míos. El pueblo depende del hotel para subsistir, y las preocupaciones de sus habitantes son mías también. Así que, cuando hables de «reinventar» el castillo –concluyó en un tono quedo–, tienes que saber que, para mí, no se trata de ningún juego.

No, eso era evidente, pensó Brady. La obstinación que veía en los ojos verdes de Aine presagiaba un buen número de batallas interesantes entre ellos, ¡y vaya si no estaba ansioso por librarlas!

Capítulo Tres

 

Al día siguiente Aine estaba segura de que había metido la pata hasta el fondo en la cena con Brady. De nuevo se había propuesto controlar su temperamento y sus palabras, pero había arrojado por la borda sus buenas intenciones en cuanto él había mencionado lo de los cambios «sustanciales».

Tomó un sorbo del té que había pedido al servicio de habitaciones y observó pensativa el océano desde su balcón. El té estaba malísimo. ¿Por qué los americanos eran incapaces de hacer un té decente?, se preguntó con una mueca de desagrado.

La vista, en cambio, era espectacular, y deseó con un suspiro que pudiera ayudarla a borrar de su mente los errores que había cometido la noche anterior. «¿Qué más da?», se dijo. «Hoy lo haré mejor». Iba a conocer a los socios de Brady, y se comportaría de un modo profesional.

Sin embargo, dos horas después su firme intención de mostrarse digna y calmada empezó a tambalearse.

–No lo diréis en serio.

Había permanecido callada durante casi toda la reunión con Brady y sus otros dos socios de Celtic Knot Games. Los había escuchado mientras lanzaban ideas, como si se hubiesen olvidado por completo de que estaba allí. Y se había mordido la lengua una y otra vez, pero había llegado un momento en que ya no podía seguir callada. Miró a Sean Ryan, que parecía el más razonable.

–Estáis hablando de convertir una parte de la historia de Irlanda en algo que sería una auténtica burla –dijo con franqueza.

Antes de que Sean pudiera hablar, intervino su hermano.

–Mira, Aine, comprendemos que te sientas algo protectora con respecto al castillo, pero…

–No es solo por eso –lo interrumpió ella, mirándolos a los tres–. Se trata de un lugar histórico, con siglos de antigüedad, impregnado de tradición.

–Solo es un edificio –repuso Brady–. Y tú misma has convenido en que se han desatendido durante mucho tiempo tareas de mantenimiento importantes.

–Sí, en eso estamos de acuerdo –se apresuró a decir ella–. Y me alegra que vayáis a llevar a cabo todas las reformas que necesita. En cuanto a los cambios… bueno, yo tengo algunas ideas que podrían hacer más atractiva la estancia para nuestros clientes, pero serían cambios que mantendrían intacta el alma del castillo.

–¿Crees que tiene alma? –preguntó Brady en un tono divertido.

Ella lo miró casi ofendida.

–Lleva en pie desde 1430 –le recordó–. La gente nace y muere, pero el castillo permanece. Ha resistido al ataque de los invasores en el pasado, y también a la negligencia y a la indiferencia de su anterior propietario. Ha dado cobijo entre sus muros a reyes y a plebeyos. ¿Por qué no habría de tener alma?

–Esa forma de pensar es muy… irlandesa –contestó Brady.

A Aine no le gustó la sonrisa paternalista con que acompañó esas palabras.

–Bueno, tú también eres irlandés; deberías estar de acuerdo.

Las facciones de Brady se tensaron. Aunque no sabía por qué, era evidente que para él aquel era un tema espinoso.

–No lo soy; de irlandés solo tengo el apellido –respondió Brady con cierta aspereza.

Aine apretó la mandíbula.

–Y yo he viajado miles de kilómetros para venir hasta aquí. Si no os interesan mis opiniones, puedo daros cualquier información que necesitéis sobre el castillo, aunque tampoco os haría falta si os hubieseis molestado en ir a verlo en persona.

Un silencio incómodo se apoderó de la sala de reuniones antes de que Brady volviera a hablar.

–Aunque admiro que tengas las agallas de decir lo que piensas, no sé si te has parado a pensar que no es muy acertado que le toques las narices a tus nuevos jefes.

–Está bien –se obligó a decir ella–. Me disculpo por haber estallado; no era mi intención molestaros. Me había propuesto contener mi temperamento y no lo he hecho –le explicó a Brady y sus socios, que estaban mirándola como si fuese una bomba de relojería–. Pero no voy a disculparme por haber dicho lo que pienso de los planes que tenéis para el castillo –fijó sus ojos en Brady–. Estaba nerviosa por esta reunión. Para mí es importante que la gente que trabaja conmigo en el castillo no pierda su puesto. Y yo también quiero que el castillo vuelva a tener su antiguo esplendor, pero… bueno, confío en que no me habréis hecho venir hasta aquí solo para que asienta a vuestras decisiones. ¿Es eso lo que esperáis de mí como gerente de vuestro hotel?, ¿que me quede callada a un lado y que haga todo lo que me digáis?

Brady ladeó la cabeza y la escrutó un momento antes de responder:

–Por supuesto que no. Queremos conocer tus opiniones. Así que adelante.

Aine resopló por la nariz.

–Pues ya que has abierto esa puerta, espero que no os arrepintáis.

–Mira, yo particularmente admiro la sinceridad –puntualizó Brady–. No tengo por qué estar de acuerdo con lo que digas, pero sí que quiero saber lo que piensas de nuestros planes.

Ella se relajó un poco y miró a los hermanos Ryan.

–Para empezar –les dijo–, es difícil formarse una opinión cuando solo me habéis descrito de un modo un tanto impreciso lo que queréis hacer.

–Creo que eso se puede solucionar –dijo Mike–. Tenemos unos dibujos que te darán una idea mejor de lo que tenemos en mente.

Brady asintió.

–Sí, una de las artistas con las que trabajamos, Jenny Marshall, ha preparado unos bocetos que te ayudarán a visualizar los cambios que tenemos pensados.

–¿Jenny Marshall? –dijo Mike, girándose para mirar a su hermano Sean–. ¿Al final le diste el encargo a Jenny?

Aquello provocó una discusión entre los dos. Aine se echó hacia atrás en su asiento y sacudió la cabeza. Brady no decía nada, y tenía la sensación de que estaba conteniéndose, como si prefiriera quedarse fuera de la discusión, observando a una distancia prudente en vez de meterse en la «refriega». ¿Sería que no le importaba que Sean Ryan le hubiese dado el encargo a esa artista? ¿O se mantendría siempre al margen?

–Te digo que Jenny es buena –le estaba insistiendo Sean a su hermano, encogiéndose de hombros–. Ni siquiera has mirado los bocetos preliminares que nos mandó escaneados por correo electrónico. Los bocetos que se suponía que Peter debería haber terminado hace cinco meses.

–¿Por qué iba a mirarlos? Me gustaba el trabajo de Peter –le recordó Mike.

–¿Que por qué? No sé, ¿tal vez para que veas que es buena? –le espetó Sean.

Mike lo miró con el ceño fruncido.

–¿Por qué está empeñado en que contemos con ella?

–Te lo acaba de decir –respondió una voz al tiempo que se abría la puerta.

Una rubia delicada y femenina con el pelo corto y rizado entró en la sala de juntas y se detuvo. Miró a Mike con los ojos entornados antes de sonreír a Sean. Luego fue hasta este y le tendió un gran portafolios negro.

–Perdona que me haya llevado un poco más de lo que pensaba, pero es que quería retocar algunos detalles esta mañana antes de traerte los bocetos acabados.

–No hay problema, Jenny, gracias.

A Aine no le pasó desapercibido el coqueteo entre ambos, pero le dio la impresión de que Mike y Brady, como todos los hombres, no se daban cuenta de nada.

Jenny se despidió y, mientras Brady y Sean miraban los bocetos del portafolios, sonrió desafiante a Mike antes de salir y cerrar la puerta tras de sí. Era evidente que Jenny Marshall no tenía miedo a darse a valer y, aunque no la conocía, Aine sintió de inmediato afinidad con ella.

–¿De qué va esto, Sean? –increpó Mike a su hermano–. Podrías haberme dicho que iba a venir.

–¿Para qué?, ¿para tener otra discusión? –Sean sacudió la cabeza y empujó el portafolios hacia él–. Pensé que así sería más fácil. Anda, no te hagas más de rogar y mira los bocetos, ¿quieres?

Aine se levantó y se puso detrás de Mike para verlos también. Sean tenía razón: era una artista increíble. Reconoció en los dibujos el castillo Butler, por supuesto, aunque las imágenes eran muy distintas al lugar que había dejado hacía solo un par de días.

–Está bien, sí, son buenos –admitió Mike al cabo de un rato.

–¡Vaya, menuda concesión!

–Cállate –le espetó su hermano–. Aun así sigo sin estar de acuerdo con que haga el trabajo de Peter.

–Pues yo sí lo estoy –intervino Brady–. No he visto a Peter hacer nada parecido a esto desde… bueno, nunca –dijo señalando uno de los bocetos.

–¡Sí, señor! –exclamó Sean, dándole a Brady una palmada en la espalda. Miró a su hermano con una expresión de «te lo dije», y añadió–: Si ponemos a Jenny al frente del departamento artístico estoy seguro de que conseguiremos recuperar el tiempo perdido y llegar a la fecha de lanzamiento.

–No sé, Sean… –murmuró Mike obstinadamente, sacudiendo la cabeza.

–¿Qué más hace falta para que te convenzas? –dijo su hermano.

–¿Qué tal si continuáis con la discusión en otro sitio? –les sugirió Brady–. Ya terminaré yo de hablar con Aine sobre los cambios que queremos hacer en el castillo.

Los dos hermanos miraron a Aine como si se hubiesen olvidado por completo de ella.

–Buena idea –dijo Sean–. Un placer conocerte, Aine.

–Sí, supongo que volveremos a vernos pronto –dijo Mike–. Hasta luego.

Cuando Brady y ella se hubieron quedado a solas, Aine tomó uno de los bocetos del portafolios.

Representaba el Gran Salón del castillo, que solían alquilar para banquetes de boda y comidas y cenas de empresa. Pero aquello… La artista había dibujado pendones medievales y tapices colgando de las paredes. En el boceto también había antorchas, candelabros y varias mesas largas a las que podían sentarse por lo menos cincuenta comensales.

–¿Qué te parece? –le preguntó Brady.

La verdad era que no sabía qué decir. Pensaba que le espantaría lo que tenían planeado, pero la interpretación que había hecho la artista en aquel dibujo la tenía impresionada.

–Esto es… –alzó la vista hacia Brady–. Es precioso –murmuró. Los ojos azules de él brillaron de satisfacción–. Esa chica… Jenny, tiene mucho talento. Es increíble; es justo el aspecto que me imagino que debía tener el gran salón en el pasado cuando lord Butler y su esposa celebraban allí fastuosos banquetes.

–¡Vaya! Eso es todo un cumplido viniendo de alguien que se temía ver zombis y telas de araña por todo el castillo.

–Cierto, y sé reconocerlo cuando me equivoco –respondió ella–. Aunque también es verdad que aún no lo he visto todo.

–O sea que no vas a deshacerte en elogios hasta que no estés segura al cien por cien.

–Es lo más sensato, ¿no?

–Supongo que sí. De acuerdo, deja que te enseñe unos cuantos bocetos más –dijo él, sacando otros dibujos del portafolios.

Durante más de una hora estuvieron mirando juntos los bocetos y hablando de los planes que los hermanos Ryan y él tenían para el castillo. Algunas ideas le parecían maravillosas y otras… no tanto.

–¿Televisores con videojuegos en todas las habitaciones? –Aine sacudió la cabeza–. No me parece que eso pegue en un castillo.

Brady, que acababa de terminar con las patatas fritas que quedaban en su plato, se echó hacia atrás en su asiento y alcanzó su vaso de Coca-Cola para tomar un trago. Había pedido que les subieran el almuerzo a la sala de reuniones.

Aine, sin embargo, apenas había tocado su sándwich.

–Hasta en la Edad Media la gente se entretenía con juegos –apuntó él.

–Sí, pero no con televisores de pantalla plana gigantescos con juegos integrados.

Brady sacudió la cabeza.

–Si hubiesen tenido la tecnología necesaria, sí lo habrían hecho. Además, los televisores estarán camuflados dentro de armarios de madera para que no desentonen con el resto del mobiliario y la decoración.

–Bueno, algo es algo –murmuró Aine, aunque sabía que estaba siendo una cabezota–. Pero en la planta baja queréis decorar las paredes del salón del banquete con imágenes de vuestro juego, ¿no?

–Esa es la idea. Queremos recrear Fate Castle.

–O sea que los zombis y los espectros también tendrán su sitio.

–Sí.

Aine apretó los dientes.

–¿Y no te parece que nuestros clientes perderán el apetito si están rodeados de murales de espíritus de los muertos mirándolos mientras comen?

Brady frunció el ceño y tamborileó con los dedos en la mesa.

–Bueno, podríamos ponerlos en el vestíbulo.

Aquella idea horrorizó a Aine aún más.

–¿Y qué pasa con los clientes que no vienen porque les gustan vuestros juegos? –le preguntó–. Tenemos clientes asiduos que vuelven año tras año y que están acostumbrados a un castillo cargado de dignidad y tradición.

–No haces más que decir eso de la tradición, pero, a pesar de toda esa dignidad que mencionas, el castillo necesita reparaciones urgentes, y el hotel está al borde de la quiebra.

Aine quería replicar, pero era imposible rebatir aquella triste realidad. El castillo que tanto amaba estaba en serios aprietos y, le gustase o no, Brady Finn y sus socios eran los únicos que podían salvarlo.

–Es verdad, pero no sé si convertirlo en un parque de atracciones es la solución.

–No vamos a convertirlo en un parque de atracciones. No va a haber montañas rusas, ni una noria, ni un carrito de algodón de azúcar.

–Pues gracias a Dios –murmuró ella.

–Será un hotel temático –le aclaró Brady–. Gente de todo el mundo querrá venir a Fate Castle y experimentar en la vida real el entorno donde se desarrolla el juego.

–O sea, admiradores.

–Lógicamente. Pero no solo vendrán seguidores de nuestros videojuegos. También vendrá gente que quiera una auténtica experiencia «medieval».

–¿Auténtica? –repitió ella, tomando un dibujo de un espectro–. Llevo años trabajando en el castillo, y nunca he visto nada parecido a esto merodeando por allí –dijo, señalando a la criatura de cabellos grises, agitados por un viento invisible.

–Bueno, echándole un poco de imaginación –se corrigió él, esbozando una breve sonrisilla.

Esa sonrisa hizo que el estómago se le llenara de mariposas a Aine, que tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en la conversación.

–¿Y crees que hay seguidores suficientes como para que remonte el negocio?

Brady se encogió de hombros.

–Solo de Fate Castle vendimos cien millones de copias.

Aine se quedó boquiabierta.

–¿Tantas?

–Y sigue vendiéndose bien –le aseguró él.

Aine suspiró, miró el resto de los dibujos esparcidos por la mesa y los comparó con el castillo que conocía como la palma de su mano. Sería tan distinto con todos esos cambios que querían hacer… «Pero sobrevivirá», susurró una vocecilla en su mente. Si aquello funcionase, como decía Brady, no sería el fin del castillo y la gente del pueblo podría seguir con sus negocios. Eso era lo que importaba.

–Bueno, supongo que tienes razón, que si todos esos seguidores viniesen podríamos remontar –concedió–. Pero es que me preocupan gente como la señora Deery y su hermana, la señorita Baker.

Brady frunció el ceño.

–¿Quiénes?

Aine suspiró y se remetió un mechón por detrás de la oreja.

–Dos de nuestras clientas habituales. Son dos hermanas de unos ochenta y tantos. Llevan viniendo al hotel cada año desde hace veinte años. Como viven lejos la una de la otra, se reúnen allí durante una semana para contarse cómo les va, y dejarse mimar por el personal del hotel.

–No veo por qué tendrían que dejar de ir –dijo Brady.

Aine enarcó una ceja.

–Estoy segura de que seguirán viniendo, pero me pregunto qué pensarán de los espectros y los zombis…

–No solo vamos a recrear Fate Castle –le recordó Brady–. Como te he dicho, también vamos a darle un lavado de cara a todo el castillo. Haremos que sea más seguro para evitar accidentes. Por el informe que hemos recibido, parece que la instalación eléctrica está bastante mal, y que casi es un milagro que no se haya producido un incendio.

–No es verdad; tampoco está tan mal –replicó ella, saliendo en defensa de su amado castillo.

–Pues no opina lo mismo el inspector técnico que contratamos para que revisara las instalaciones –comentó Brady–. Y por lo que escribió en su informe que hay que cambiar las tuberías, acometer un aislamiento térmico adecuado…

Aine sabía que era verdad que el edificio necesitaba desesperadamente todas esas reformas. En el invierno uno podía sentir el viento colándose entre las piedras de los muros, y hasta agitaba ligeramente las cortinas de las ventanas.

–Por supuesto modernizaremos las cocinas, instalando calderas que funcionen, y reemplazaremos los elementos de madera del castillo que estén estropeados por la humedad: vigas, puertas, pasamanos…

Lo estaba poniendo como si su querido castillo estuviese a punto de venirse abajo.

–Bueno, lógicamente cuando hay tormentas…

Brady levantó una mano para interrumpirla.

–No hace falta que defiendas cada cortina y cada piedra del castillo, Aine. Entiendo que es un edificio viejo y…

–Antiguo –lo corrigió ella–; es un edificio histórico.

–Lo sé. Pero necesita todas esas reformas y las vamos a hacer.

–Y cambiaréis el alma del castillo –murmuró ella con tristeza.

–Eres obstinada –dijo Brady–. Y lo entiendo, porque yo también lo soy, pero la diferencia está en que seré yo quien tome las decisiones, Aine. Así que me temo que, o bien colaboras, o…

No hizo falta que terminara la frase. El mensaje estaba muy claro: si no hacía lo que se esperaba de ella, la despedirían. Y como no estaba dispuesta a abandonar a su suerte al castillo Butler y a todos los que trabajaban allí, no le quedaba más remedio que morderse la lengua y escoger con cuidado qué batallas le convenía librar y cuáles no.

Asintió con la cabeza y le dijo:

–De acuerdo, si tan empeñados estáis en esos espantosos murales… ¿por qué no los ponéis en el gran salón en vez del salón del banquete? Has dicho que es donde se reunirán los jugadores de rol, ¿no? ¿No serían ellos los que apreciarían esa clase de… arte?

La sonrisilla divertida volvió a asomar a los labios de Brady, y Aine sintió que la invadía una ola de calor. El mero hecho de estar en la misma habitación que él hacía que un cosquilleo le recorriese la piel.

–Tú misma has admitido que los dibujos de Jenny son buenos –apuntó Brady.

–Y es verdad. Para un videojuego son fantásticos, pero… ¿para decorar un hotel?

–Son perfectos para el tipo de hotel que nosotros queremos –respondió él con firmeza–. Aunque creo que tienes razón en que ni el salón del banquete ni el vestíbulo serían el mejor sitio, de modo que… de acuerdo, los murales irán en el gran salón.

–¿Así de fácil?

–Sé dar mi brazo a torcer cuando la situación lo requiere –contestó Brady.

Ella asintió, y se apuntó un tanto. Por supuesto que Brady era quien llevaba la voz cantante, pero el haber conseguido que cediera en aquello le dio esperanzas. No era inflexible, y eso ya era algo.

–Sin embargo –añadió él para que no se hiciera demasiadas ilusiones–, haré las cosas a mi manera.

Estaba poniéndola sobre aviso, y a la vez desafiándola. Con razón aquel hombre la tenía fascinada…

En ese momento llamaron a la puerta y una chica asomó la cabeza.

–Perdona que te moleste, Brady, pero Peter está al teléfono e insiste en hablar contigo.

–No pasa nada, Sandy. Pásame la llamada –cuando la chica cerró la puerta, Brady miró a Aine–: Perdona, tengo que contestar esta llamada.

–¿Quieres que me vaya? –inquirió ella, haciendo ademán de levantarse.

–No, no –replicó él, indicándole con la mano que volviera a sentarse–. No tardaré. Además, aún no hemos acabado.

Aine lo observó mientras descolgaba el teléfono. Sus facciones se habían endurecido, y sintió lástima por el tal Peter, fuera quien fuera.

–Peter, no tengo ningún interés en oír ni una sola más de tus excusas –le dijo en un tono cortante.

Aine pudo oír palabras sueltas de la respuesta que balbució Peter: «tiempo», «arte», «paciencia».

–He sido más que paciente contigo, Peter. Los tres lo hemos sido –lo interrumpió Brady–. Se acabó. Ya te advertí de lo que pasaría si no cumplías con el plazo de entrega.

Peter volvió a balbucir apresuradamente al otro lado de la línea, y el tono de su voz fue subiendo. Brady frunció el ceño.

–Haré que Sandy te envíe un cheque para pagarte lo que te debemos –le dijo con aspereza.

Peter se quedó callado, como aturdido, y Aine casi pudo sentir el pánico que debía estar invadiéndolo.

–Hazte un favor y no te olvides del contrato de confidencialidad que firmaste con nosotros, Peter –le dijo Brady–. Todos los dibujos que has terminado nos pertenecen, y si los filtras a la competencia… –las comisuras de sus labios se arquearon en una sonrisa tensa, y Aine vio un destello de satisfacción en sus ojos–. Bien. Me alegra oír eso. Tienes talento, si te centras conseguirás tener una carrera sólida, aunque no sea con nosotros.

Aine se estremeció. Brady lo había despachado sin vacilar. ¿Le sería igual de fácil deshacerse de ella si le daba motivos? Aquello le dio que pensar, y volvió a proponerse firmemente que controlaría su lengua y su temperamento.

–Perdona la interrupción –le dijo Brady después de colgar–. Es un artista con más excusas que promesas cumplidas: Le dimos más de una oportunidad de enmendarse, pero no lo hizo.

–Y por eso ya no vais a contar más con él.

–Exacto –asintió Brady mirándola a los ojos–. La paciencia tiene un límite, y cuando diriges un negocio, tienes que ser capaz de tomar decisiones difíciles.

Sin embargo, pensó Aine, a ella no le parecía que le hubiese resultado difícil despachar a Peter. Lo había hecho sin la menor vacilación y de inmediato había pasado a cosas más urgentes. Se sentía como si estuviera caminando sobre la cuerda floja.