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La caricia del vikingo Joanna Fulford ¿Te fiarías de un demonio vikingo? Su vida había quedado destrozada y Wulfgar Ragnarsson había decidido vivir solo el momento, engañando a la muerte y forjándose una leyenda como mercenario. Su corazón se había hecho de hielo, pero lady Anwyn, una valiente viuda que necesitaba su protección, estaba haciendo que el hielo se derritiera. Anwyn estaba dispuesta a arriesgarlo todo con tal de salvar a su hijo, y aquel guerrero vikingo le iba a enseñar que no todos los hombres eran unos monstruos, aunque él parecía incapaz de amar… El silencio del vikingo Michelle Willingham Aquello era jugar con fuego… Caragh O'Brannon se había defendido valientemente ante la llegada del enemigo. Y, al final, se había encontrado a solas con un vikingo. Un vikingo furioso… Styr Hardrata había navegado hasta Irlanda con la intención de comerciar, pero jamás se habría imaginado a sí mismo hecho cautivo y encadenado por una hermosa doncella irlandesa. El salvaje y atractivo guerrero aterrorizaba y atraía a Caragh a partes iguales, pero le estaba totalmente prohibido. Era un enemigo, y además estaba casado. Aun así, Styr poseía muchos secretos por desvelar… El verano del vikingo Michelle Styles Tenemos el verano, Alwynn, tendremos que conformarnos… El mar lo dejó malherido en una playa de Northumbria y Valdar Nerison era un forastero en un país extranjero. Tenía un asunto pendiente en Raumerike, pero le debía la vida a su salvadora, la hermosa lady Alwynn, y antes tenía que saldar esa deuda. Alwynn recelaba de la promesa que le había hecho Valdar de protegerla; al fin y al cabo, los hombres siempre la habían traicionado. Además, a medida que el verano iba terminándose, Valdar tendría que elegir entre volver a su tierra para luchar por su honor o quedarse y luchar por ella...
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Vikingos, n.º 255 - junio 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-729-2
Créditos
La caricia del vikingo
Nota de los editores
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Epílogo
Promoción
El silencio del vikingo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Si te ha gustado este libro…
El verano del vikingo
Dedicatoria
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
El vaivén del mar y el viento en la proa, esas eran las únicas ataduras del arrogante vikingo. Un modo de vida adecuado a su sed de aventura y a la necesidad de olvido. ¿Qué clase de mujer podría rivalizar con la atracción del mar y la batalla? Solo una serena belleza como Anwyn, acostumbrada a luchar contra el destino y a plantarle cara a un desafío. Esta historia palpitante de vida de Joanna Fulford, en la que cada uno de los personajes que rodean a los protagonistas están caracterizados con igual maestría, nos hace revivir los lejanos años donde las naves vikingas surcaban los mares sedientas de conquistas, y es esta historia de amor intemporal la que tenemos el gusto y el placer de recomendaros.
¡Feliz lectura!
Los editores
Northumbria
Año 889 después de Cristo
Unas lenguas de fuego se elevaban más de cinco metros por encima del tejado y se perdían en el cielo nocturno desprendiendo un calor tal que los espectadores hubieron de alejarse para contemplar, con expresión desolada, cómo se consumía el edificio. Vigas, maderos y tejas en una orgía de rojo y naranja. Un humo acre salía de las paredes y escapaba por la puerta, uniéndose al resplandor sobrecogedor. Nadie hablaba. El único sonido era el crepitar de la madera y el rugir de las llamas.
Wulfgar permanecía inmóvil como si un encantamiento pesara sobre él contemplando cómo se destruía el lugar que siempre había considerado su hogar, la pira de aquellos a los que más quería. La luz de las llamaradas confería a su rostro un color sanguinolento y a su mirada una intensidad terrible. Todos sus pensamientos anteriores quedaron sepultados, ahogados bajo el peso del dolor y de la ira, ambos demasiado intensos para plasmarlos en palabras. Sus compañeros de armas se habían congregado un poco aparte del resto y observaba en horrorizado silencio desde el final del círculo de vasta oscuridad.
El tiempo perdió todo su sentido. Sin sentir ni frío ni cansancio, Wulfgar permaneció allí hasta que el alba gris se coló entre los árboles y a su pálida luz vio una ruina humeante y negra. No oyó las pisadas suaves de los cascos sobre la hierba ni el crujido del cuero de la silla cuando el jinete desmontó. Solo cuando el hombre llegó a su lado se volvió a mirarle como si emergiera de un largo sueño o si recuperara lentamente la consciencia.
La viva mirada azul que se encontró bien podría haber sido la suya. El rostro, arrugado por la edad, también mostraba un sorprendente parecido con el suyo. Sin embargo el cabello de su padre era ahora gris en lugar de oscuro. Prácticamente de su misma estatura, caminaba perfectamente erguido y su corpulencia le prestaba un aura de poder. Durante unos segundos los dos hombres se observaron en silencio. Wulfgar fue el primero en apartar la mirada.
—Debería haber estado aquí —dijo.
Wulfrum negó con la cabeza.
—Nada habría cambiado.
—Les he fallado cuando más me necesitaban.
—No había modo de que hubieras podido prever esto.
—Me rogó que no me fuese pero no le hice caso. Intenté convencerme de que lo hacía por ella y por el niño —la voz le tembló—. Ha sido mi propio egoísmo lo que les ha acarreado esto.
—No podrías haberlos salvado, ni a ellos ni a los demás.
—Pero podría haberlo intentado.
—Sí, pero el resultado habría sido el mismo. La fiebre no hace distinciones; mata al noble y al plebeyo.
—Eso no me consuela.
—Lo sé. Solo el tiempo podrá consolarte.
—¿Tú crees?
Wulfrum se quedó pensativo.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé.
—Podrías quedarte un tiempo en Ravenswood — lo dijo como si tal cosa, pero bajo las palabras latía algo más—. Siempre habrá un sitio para ti allí.
—Mi lugar era este, pero ya no hay marcha atrás.
Su padre miró más allá de la ruina, hacia los árboles que había detrás.
—Entonces, ¿piensas reunirte con Guthrum?
—Guthrum se está haciendo viejo y sus días de guerra son parte del pasado ya. No le queda mucho por vivir.
—¿Entonces?
—No sé. Otra cosa.
—No tienes que decidirlo ahora. Tómate un tiempo para pensártelo.
—Recuerdo una cosa que me dijiste hace tiempo: somos las decisiones que tomamos —sonrió, burlón—. Pues las mías han quedado convertidas en cenizas y yo soy el culpable —se volvió a mirarle—. Si es que tengo algún futuro, no lo encontraré aquí.
East Anglia, seis años más tarde
Wulfgar estaba de pie en la proa de la nave, estudiando atentamente la curva de arena amarilla y las dunas suaves de detrás, pero la pequeña bahía estaba desierta; solo las gaviotas navegaban en sus corrientes de aire. Unas nubes pesadas colgaban bajas sobre la tierra, restos de la tormenta de la noche anterior. Los únicos sonidos eran el del viento y el vaivén de la marea en la orilla, donde la arena abrasada y una línea de algas y restos de maderamen daban fe de su paso.
—Este lugar nos servirá —dijo—. Le embarcaremos aquí.
Hermund, de pie a su lado, asintió.
—¿Reconoces esta costa?
—Creo que estamos en Anglia, aunque es difícil estar seguro.
—Desde luego todo parece tranquilo, mi señor.
—En cualquier caso, enviaremos una patrulla a inspeccionar.
—Perfecto.
Wulfgar dio la orden unos minutos más tarde y la quilla del barco encalló en la arena. La tripulación recogió los remos y Wulfgar, junto con media docena de hombres, saltaron por la borda al agua y vadearon hasta la orilla. Sin perder un instante cruzaron la playa y subieron por las dunas. Más adelante los aguardaba una extensión de brezos salpicados de hierba áspera y aulagas. En la distancia se veían manchas de árboles.
—Servirá.
Hermund escrutó el paisaje que los rodeaba con gesto pensativo en su cara surcada de arrugas y a sus ojos grises de aguda mirada no parecía escapárseles nada. A los treinta y tres años era seis mayor que su compañero y algunos hilos de gris asomaban ya entre su pelo castaño, pero la deferencia con que trataba al otro hombre revelaba la posición que cada uno de ellos ocupaba en el mundo.
—Sí, mi señor. De todos modos, esos campos tendrán su dueño.
—Apostaremos vigilancia.
—También cabe la posibilidad de que los habitantes locales sean amistosos.
—Quizás, aunque no tenía pensado que nos quedáramos lo suficiente para conocerlos. Tenemos una cita.
—Rollo no pondrá objeciones. Necesita guerreros y quiere a los mejores.
—Los tendrá, siempre que pague generosamente por ese privilegio.
Hermund sonrió.
—Por supuesto.
Volvieron al barco. Los hombres ya se habían organizado en grupos y arrastraban la embarcación sobre la arena.
—Nos ha ido bien estos últimos seis años —continuó Hermund—. Si la suerte nos acompaña, podremos retirarnos pronto.
Wulfgar no contestó, pero su silencio no se debía a que estuviera distraído. Había escuchado a Hermund e interiormente le había dado la razón. Capitaneaba un escuadrón de guerreros cuya reputación los precedía y garantizaba el cobro de la cantidad que pidieran por sus servicios, una suma que siempre les era abonada sin regatear. Y la suerte los había acompañado en ese sentido, hasta tal punto que había quien decía que su líder estaba bendecido porque siempre salía ileso de los combates. No tenía miedo a morir. Incluso hubo un tiempo en que buscó perecer, pero la muerte parecía burlarse perversamente de él, acercándose en el fragor de la batalla pero quedando siempre lejos de su alcance. Ya se había resignado a su suerte y ahora se dedicaba a contemplar con cinismo cómo aumentaban sus riquezas.
Ajeno a los pensamientos de su jefe, Hermund examinaba los daños sufridos por la nave.
—Una vela desgarrada, el penol roto, el timón agrietado… con todo, hemos salido bien parados. Solo tres heridos.
—Sí, podría haber sido peor.
—Varias veces me temí que acabásemos siendo carnaza para los peces.
—Si no arreglamos esos daños, lo seremos —dijo Wulfgar—. Organiza equipos de trabajo mientras yo voy a ver a los heridos.
—A la orden. ¡Thrand! ¡Beorn! ¡Asulf! ¡Bajad esa vela! ¡Dag y Frodi, ayudadles a liberar el penol! El resto venid conmigo.
La tripulación se apresuró a obedecer y el barco se transformó en un hervidero de actividad. Wulfgar se quedó contemplándolo un instante y después fue a ver a los heridos. En el curso de la tormenta un hombre había caído y se había golpeado la cabeza y el segundo tenía un desgarro profundo y feo en el brazo que iban a tener que coserle. El tercero se había roto las costillas. Sin embargo, ahora que estaban en tierra, las heridas podrían tratarse más fácilmente y Wulfgar les dio palabras de ánimo.
Luego se unió a los demás. Los esperaban varios días de duro trabajo pero a él no le importaba. El trabajo agotador era para él el olvido, la obligación de centrarse en el presente. El tiempo mitigaba el dolor, pero no adormecía el recuerdo. Solo el trabajo era capaz de hacerlo al menos durante un tiempo.
No había pasado aún una hora cuando uno de los vigías llamó su atención.
—Se acercan jinetes, señor.
Wulfgar levantó inmediatamente la cabeza y entornó los ojos para protegerlos del viento. Los vio de inmediato: seis jinetes se habían detenido en la entrada de la bahía a unos cientos de metros de distancia y miraban el barco.
—Maldita sea… —murmuró en voz baja, pero Hermund le oyó.
—¿Qué queréis hacer?
—Depende de ellos. Esperaremos a ver qué hacen. Puede que solo los mueva la curiosidad.
—Quizá.
Wulfgar no apartaba la vista de los recién llegados.
—No buscamos pendencias. Diles a los hombres que tengan las armas a mano pero que nadie las utilice sin que yo dé la orden.
—A la orden. Menos mal que solo son seis.
—Que veamos.
—Cierto.
Los jinetes se pusieron en movimiento y avanzaron por la playa a paso lento. Ahora que estaban ya más cerca vio que todos estaban armados. Sin embargo no llevaban la mano en la empuñadura de la espada. Si verdaderamente eran solo seis, no parecían andar buscándose problemas.
Se detuvieron a unos metros de distancia de la tripulación, y su jefe, un tipo corpulento que debía rondar los cuarenta años, se apoyó en el pomo de su silla y miró a su alrededor impasible, analizando con ojos fríos cada detalle. Se hizo un denso silencio. Ambos grupos parecían estarse midiendo.
—Una patrulla, si mi ojo no me engaña —murmuró Hermund.
Wulfgar asintió casi imperceptiblemente.
—Estoy de acuerdo. Ahora la cuestión es: ¿dónde está el resto y cuántos son?
El cabecilla de los jinetes rompió el silencio.
—¿Quién manda a esta chusma?
—Aquí me tenéis —Wulfgar dio unos pasos—. ¿Qué se os ofrece?
El desconocido hizo una mueca.
—Estáis en propiedad ajena.
—La orilla no es de nadie —replicó Hermund.
—No esta orilla.
—Mi embarcación resultó dañada en la tormenta de anoche y tenemos que hacer algunas reparaciones —explicó Wulfgar.
—Pues largaos y hacedlas en otro sitio. Aquí no sois bien recibidos, vikingos.
Wulfgar se contuvo.
—Los trabajos nos llevarán solo unos días. En cuanto hayamos terminado, nos marcharemos.
—Os marcharéis ahora mismo si sabéis lo que os conviene. A lord Ingvar no le gustan los intrusos, y menos si son piratas.
—Es una lástima.
—Lo es para vosotros, ya lo creo.
Y le dedicó una desagradable sonrisa.
—Eso habrá que verlo.
—¿Me estás diciendo que no vais a marcharos?
Wulfgar asintió.
—Eso mismo.
Durante un momento el desconocido le mantuvo la mirada. Luego se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Luego no digáis que no os lo hemos advertido.
Y volviendo grupas se alejaron.
—Estupendo —dijo Hermund—. No tardarán en hacernos otra visita y con refuerzos.
—Podría ser una bravata —respondió Thrand.
—No lo creo. No habría sacado las uñas si no tuviera con qué afilarlas.
—Hermund tiene razón —dijo Wulfgar.
Thrand sonrió.
—Entonces, ¿nos preparamos para un ataque, mi señor?
—Estad preparados.
Los hombres intercambiaron miradas y Thrand apretó la empuñadura de su daga.
—Estoy deseando cerrarle la bocaza a ese tío.
—No vendas la piel del oso antes de cazarlo —le advirtió Hermund—. No sabemos cuántos amigos tendrá el señor bocaza.
—Por eso precisamente tenemos que estar preparados —intervino Wulfgar—. A las armas.
Anwyn retuvo a su montura para que avanzara al paso mientras contemplaba el horizonte en el que el mar formaba una mancha más oscura contra el cielo. La espuma blanca cruzaba la bahía e incluso desde la distancia se podía oír el rugir de las olas en la playa. La brisa era fresca y olía a sal y a tierra mojada, un recordatorio de la tormenta de la noche anterior.
Aun así, era una delicia poder estar de nuevo al aire libre.
—Las nubes desaparecerán pronto, mi señora.
Miró a su doncella, que cabalgaba a su lado y sonrió.
—Eso espero, Jodis.
A ella le parecía más bien que las nubes volvían a congregarse en lugar de dispersarse, pero no quería echar a perder el buen humor de su compañera.
La había acompañado cinco años atrás cuando su padre la envió a casarse con el conde Torstein, y en aquellos días oscuros había actuado más como amiga y confidente que como doncella personal. Ambas tenían veinte años, aunque era más alta y fuerte que ella.
—Eyvind ha aprendido rápidamente a montar — observó la doncella, señalando al hombre y al niño que iban un poco más adelante.
—Es cierto.
—Antes era mucho más callado, pero ha ganado mucha confianza desde… —se interrumpió y rápidamente corrigió el rumbo de sus palabras—… ha ganado confianza en sí mismo.
—No pasa nada. Puedes decirlo: ha ganado confianza desde que su padre murió —los ojos verdes de Anwyn brillaron de emoción—. Últimamente parece decidido a salir de su caparazón.
Jodis asintió.
—Así es.
—Ina es en gran parte responsable del cambio. Es un gran mentor —sonrió débilmente—. Eyvind le idolatra. Ahora todas sus frases empiezan por «Ina dice que…»
—Es verdad. Creo que si Ina le pidiera que caminase haciendo el pino, lo haría.
—Seguro. A pesar de su trato áspero, ha sido más un padre para él de lo que Torstein nunca lo fue.
—Ahora sois libres ambos, mi señora. Torstein ya no puede haceros daño.
—Él no.
Jodis captó la inflexión de la voz de su ama y comprendió de inmediato.
—Pero lord Ingvar sí.
—Su reputación es bien conocida.
Jodis se estremeció.
—Y bien merecida también, como sabemos.
—No hay pruebas fehacientes de ello. Es demasiado listo para ir dejándolas. La pérdida de un rebaño o la quema de un almiar pueden atribuirse a otras causas.
—Demasiados accidentes sin explicación.
—En efecto, pero yo no me atrevo a acusarle de ello abiertamente. En cualquier caso son sus hombres quienes llevan a cabo esos actos y no él, y por lo tanto puede aducir inocencia. Manteniendo la presión piensa que terminaré claudicando.
—¿Cómo se atreve a enfrentarse a vos?
—Fingir es un acto natural en él. Es un depredador nato; basta con estar en su compañía diez minutos para saberlo.
Su doncella la miró preocupada.
—No se habrá extralimitado con vos, mi señora.
—No, no es tan estúpido. Oculta su crueldad bajo un manto de buenos modales y palabras almibaradas, pero jamás me pondré, o pondré a mi hijo o a mis súbditos en sus manos.
—Si lo hicierais, nadie os culparía por ello. De todos modos, se vuelve cada día más impertinente.
Anwyn suspiró.
—Bien lo sé.
El rostro de lord Ingvar le llegó a la memoria con sus líneas casi aristocráticas y el cabello rubio muy pálido, un conjunto que algunos podrían considerar bello, pero sus labios finos y los ojos rasgados de color casi dorado le recordaban a un gato al acecho. Su estatura era algo mayor que la de la media y también su cuerpo poseía la elasticidad de un felino. Las palabras de su última conversación se le habían quedado grabadas en el recuerdo:
—Pensadlo, Anwyn. Beranhold linda con vuestras tierras. ¿Qué podría ser más práctico o más razonable que unirlos bajo un mismo pabellón? Mi hueste es numerosa. Poneos bajo mi protección.
—Os lo agradezco, mi señor, pero ya tengo toda la protección que necesito.
—Ah, sí. Torstein os guardó bien, ¿no es así? No es de extrañar. Yo habría hecho exactamente lo mismo.
Un escalofrío le puso la carne de gallina.
—Estoy segura.
Su voz se volvió más suave, apenas un susurro.
—¿No preferirías que fuese un hombre el que soportara vuestras cargas?
—Puedo soportarlas sin dificultad.
—Sin duda sois una mujer de gran valía, pero la viudez es un estado triste y solitario, sobre todo para una mujer hermosa como vos —alzó una mano y rozó el borde de su moño—. ¿No añoráis compartir de nuevo vuestro lecho con un hombre, y en particular uno que aprecie vuestra belleza y que sepa cómo complacer a una mujer?
Sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—Aún no estoy preparada para volver a casarme.
—Ahora decís eso, pero yo sé ser paciente.
—Os ruego que no alberguéis esperanzas por mí, mi señor.
—Cuando empeño mi corazón en alguna empresa uso cuantos medios tengo a mi alcance para conseguirla.
Anwyn reprimió el escalofrío que le provocó el recuerdo.
—Hace mucho tiempo que rechacé sus avances — continuó—, pero no pasa una semana sin que se presente bajo un pretexto u otro.
—Está obnubilado.
—Sí, pero por las tierras y sus riquezas más bien. Jodis movió la cabeza.
—Una mujer sola es vulnerable. No podréis seguir durante mucho más tiempo rechazando su proposición, a menos que…
—¿Qué?
—Que os buscarais otro marido.
—No deseo volver a casarme.
—Si no lo hacéis, vuestro padre elegirá por vos.
—Ya me lo ha sugerido, o al menos lo hizo mi hermano cuando vino a visitarme. ¡Torstein no lleva muerto ni tres meses! Osric se parece a mi padre en su determinación de ver crecer las riquezas y el poder de nuestra familia.
—Ambos son hombres decididos, mi señora, y os consideran la llave de sus éxitos futuros.
—Otro matrimonio para mí y otro peldaño en el ascenso al poder para ellos. Un rico conde del norte, me dijo —Anwyn hizo una mueca—. Pero no pienso tolerar que sean ellos quienes me elijan pareja de nuevo.
—Es probable que no tengáis elección, mi señora. Vuestro padre es poderoso y ambicioso.
—Ya ha visto colmada su ambición a mis expensas.
—Pero seguís siendo carne de matrimonio.
—Es posible, pero pensar en otro matrimonio me resulta repugnante.
—No me refería a que contrajeseis matrimonio con otro hombre como el conde Torstein, sino con un buen hombre. Uno que sea incluso gentil.
—¿Un hombre bueno y gentil? Eso sería un milagro.
Antes de que pudieran decir algo más las interrumpió la voz del niño.
—Madre, ¿podemos galopar un poco? —los ojos verdes de su hijo brillaban de emoción—. Ina dice que puedo hacerlo si me das permiso.
Anwyn miró a su mentor. A pesar de haber cumplido ya los cincuenta, el viejo guerrero seguía siendo una figura impresionante y erguida, su porte firme y compacto. Su cabello y su barba entrecanos ocultaban una mente aguda y unos ojos a los que no se les escapaba nada. Además desprendía un aire de serena autoridad. En los días que siguieron a la muerte de Tornstein había sido un aliado de valor incalculable, una persona en la que había aprendido a confiar.
—Está bien. Pero solo hasta las dunas. Y controla siempre a tu montura.
Eyvind tiró de las riendas de su poni y clavó los talones en sus flancos. El animal empezó un galope corto. A su lado Ina acompasó el tranco de su montura, de mayor envergadura, a la del poni. Anwyn miró a Jodis sonriendo.
—¿Los seguimos?
Un instante después, seguían el camino que habían tomado su hijo y su instructor. Debía haber unos cien metros hasta las dunas, pero la velocidad era una tentación y Anwyn dejó galopar a su montura. Era tan agradable volver a montar sin restricciones, sentir el viento en la cara, sentir el alma casi libre…
Cuando por fin se detuvieron, reía sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Se inclinó hacia delante y palmeó el cuello de su caballo. Eyvind la miró esperanzado.
—¿Podemos cabalgar por la orilla, madre?
No fue capaz de decirle que no. Además podían quedarse un poco más.
—¿Por qué no?
Avanzaron en fila india por las dunas, dejando que los animales eligieran su camino hasta llegar a la bahía. Ina y Eyvind se detuvieron de golpe.
—¡Mira, madre!
Anwyn siguió la dirección que le indicaba el índice extendido de su hijo y vio un barco encallado en la arena y ante él una nutrida tripulación. Debían ser al menos setenta hombres.
—Un barco de guerra —dijo Ina.
Anwyn se llenó de inquietud.
—¿Por qué estarán aquí?
—Imagino que han debido sufrir daños. ¿Veis la vela que han extendido un poco más allá?
Ella asintió.
—Eso explicaría su presencia.
Examinó con atención a la tripulación. Aunque parecían estar centrados en la vela y los aparejos que tenían sobre la arena, reparó en que todos iban armados con espada o hacha y que los escudos y los arpones estaban a su alcance. No fue ella la única que lo vio.
—Son profesionales, sin duda —dijo Ina.
—Pero al parecer no traen intenciones de atacar.
—No. Los que sí las traen son esos —respondió, señalando hacia la fuerza que acababa de aparecer por un extremo de la bahía.
Anwyn frunció el ceño.
—¿Pero quién…
—Son las huestes de Ingvar, mi señora.
—¿Estáis seguro?
—Grymar va al frente.
—No tendrían por qué estar aquí. Esta bahía linda con mis tierras.
—Y han tenido que cruzarlas para llegar hasta aquí.
—¿Cómo se atreve?
—Ni siquiera Grymar se habría atrevido a llegar tan lejos de no contar con el beneplácito de alguien más poderoso.
—Él recibe las órdenes directamente de Ingvar.
—Así es, mi señora.
Las implicaciones eran pavorosas. Al mando de Ina, los hombres de su esposo patrullaban y protegían Drakensburgh, y nunca habían necesitado ayuda de Ingvar. El hecho de que se hubiese atribuido la decisión de enviar una fuerza armada a sus tierras equivalía a decir que había adoptado por su cuenta el papel de protector, una función que ella no tenía la más mínima intención de confiarle.
—No me gusta.
Ina asintió.
—Con Grymar nada me gusta. Sería capaz de cortarle el cuello a su abuela por pura diversión.
—Debe ser una muestra de fuerza. No puede pretender seriamente entablar una lucha con esos hombres… ¿no? —dudó.
—Tengo la impresión de que es eso precisamente lo que pretende, mi señora.
Wulfgar calibró el grupo armado que se les acercaba.
Calculó mentalmente su número y apretó los dientes. Debían rondar el medio centenar. Ellos eran más numerosos y confiaba ciegamente en la pericia de sus hombres, pero cualquier confrontación resultaría sangrienta y cara. Sin embargo, y dado que el barco estaba bastante deteriorado, no les quedaba otra alternativa. Miró a Hermund.
—Que los hombres se preparen.
—Sí, mi señor.
Y formaron junto a él, aguardando.
—Que sean ellos los que empiecen si ese es su deseo, pero después haremos que se arrepientan.
Sus palabras fueron recibidas con sonrisas circunspectas por parte de sus hombres, que agarraron con fuerza las tiras de cuero de los escudos y la empuñadura de las espadas.
Anwyn sintió un nudo de temor en el estómago. Incluso desde la distancia que los separaba no cabía la menor duda de lo que iba a ocurrir, y miró a Ina.
—No voy a tolerar que se vierta sangre en mis tierras aunque una docena de Ingvar lo desearan.
—¿Qué pensáis hacer?
—Detenerlos.
—Una pretensión loable, mi señora, pero juntos son más de cien mientras que nosotros…
—Lo sé. Sin embargo, esta bahía linda con mis tierras y no con las suyas.
—Cierto, pero no veo cómo…
—El derecho nos asiste, Ina.
—Eh… sí, claro, y eso marca la diferencia.
—Exacto. Jodis, quedaos aquí con Eyvind. Ina, venid conmigo.
Y puso al galope a su caballo en dirección al agua mientras Ina la miraba atónito y partía tras ella.
Hermund observaba al grupo que se les acercaba con el ceño fruncido.
—¿Habrá por casualidad alguna fiesta local que se celebre en la playa?
—Podría ser —replicó Wulfgar—. Parece que nos hemos metido en la boca del lobo, ¿no?
—¿Cómo es posible que ese bocazas tenga tantos amigos? —murmuró Thrand.
Beorn movió la cabeza.
—Quién lo diría, ¿eh?
Wulfgar no contestó. Estaba calibrando la distancia que los separaba de la fuerza que se acercaba. Setenta metros… cincuenta metros… cuarenta. Sus lanzas pasaron de estar en posición vertical a posición de ataque.
—Allá vamos —murmuró Hermund.
A su lado Wulfgar desenvainó la espada.
—Bien, muchachos…
No terminó la frase al percibir un movimiento inesperado por el rabillo del ojo. El movimiento resultó ser un caballo al galope. Unos segundos después el jinete detenía en seco a su montura entre los dos grupos y casi al mismo tiempo se oyó una voz de mujer que decía:
—¡Deteneos inmediatamente!
Los guerreros frenaron el ataque y todas las miradas se volvieron hacia quien había hablado. Wulfgar vio que se trataba de una figura delgada vestida de azul con una capa gris sobre la que una trenza rubia con destellos rojizos fluía como un río de fuego. Entonces se volvió a mirarle y por un instante se olvidó de respirar.
—Por la sangre de Thor —murmuró Thrand.
Beorn miraba con la boca abierta.
—¿Estoy viendo lo que de verdad creo estar viendo?
—No. Estás soñando, hermano.
—Entonces no me despiertes.
Wulfgar entendía perfectamente el sentimiento, aunque estaba claro que la mujer que tenía delante era de carne y hueso. Antes de que pudiera articular palabra, ella volvió a hablar.
—¡No voy a permitir que se libre un combate aquí!
Hermund apoyó la espada y su rostro arrugado brilló con una sonrisa.
—Solo los dioses saben dónde estamos, pero ha valido la pena venir hasta aquí para ver esto.
Wulfgar relajó la tensión de la mano.
—En tu vida has dicho mayor verdad, amigo — respondió, bulléndole mil ideas en la cabeza. ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué habría intervenido? ¿Qué clase de mujer se atrevería a interponerse entre dos grupos de guerreros enfrentados? Y no solo a interponerse, sino con la confianza de ser obedecida. Su curiosidad creció como la espuma.
Haciendo caso omiso de la atención que todos le prestaban, decidió enfrentarse abiertamente a Grymar.
—¿Qué se supone que estáis haciendo?
Él hizo un gesto con la cabeza señalando a la tripulación del barco.
—Mis hombres y yo estábamos a punto de deshacernos de estos intrusos indeseables, mi señora.
—¿Por orden de quién?
—De lord Ingvar.
—Estas son mis tierras. Lord Ingvar no tiene ningún derecho aquí.
Grymar enrojeció.
—Nos ha dado órdenes de protegeros, mi señora.
—Lo cual es muy amable por su parte, pero ya tengo protección propia —hizo un gesto hacia Ina—. No necesito vuestra ayuda.
—¿Vuestra protección es un viejo? No podría ni defenderos en una conversación.
—Pongámoslo a prueba y veamos qué puedo defender —espetó Ina.
—No querría aprovecharme de vos.
—Seríais un iluso si lo intentarais —replicó Anwyn—, porque cuarenta hombres de mi guardia esperan en las dunas.
Un músculo tembló en la mejilla de Ina, pero Grymar no lo vio y miró hacia el lugar que ella había señalado. Las dunas parecían tranquilas, movidas únicamente por el viento.
—Allí no hay nadie. Ina enarcó una ceja.
—¿Estáis llamando mentirosa a mi señora?
Grymar enrojeció aún más.
—Yo no he dicho eso. Solo que no se ve a nadie.
—Obviamente porque están escondidos.
—Sea como quiera, pero lo que yo digo es que estos intrusos han entrado aquí sin permiso.
—Eso está claro, pero si vos y vuestros hombres os marcháis, nosotros nos encargaremos de ello.
La mirada de Grymar era venenosa.
—A lord Ingvar no le va a gustar esto.
—Tiemblo solo de pensarlo.
Anwyn lanzó una mirada de advertencia a Ina, consciente de que no podía transformar en enemigo a lord Ingvar. Era un hombre fuerte y potencialmente peligroso.
—Lord Ingvar siempre ha sido un buen vecino — dijo—. Él jamás habría cometido una tropelía como esta.
Ina asintió.
—Tenéis razón, mi señora. Grymar ha debido actuar por iniciativa propia, impulsado por un exceso de celo.
Anwyn aprovechó la oportunidad.
—Sí, eso es lo que ha debido ocurrir. A lord Ingvar no va a gustarle nada todo esto.
Grymar frunció el ceño. Conocía lo bastante la ambición de su señor para darse cuenta de que no iba a complacerle que hubiese dado motivos a lady Anwyn para tener una disputa con él.
—Si os he ofendido, mi señora, os presento mis excusas.
Ella le dedicó una altiva mirada.
—Nos os quepa duda de que lo habéis hecho. Ordenad a vuestros hombres que os sigan y retiraos.
Tras lanzarle una mirada furibunda a su acompañante y a la tripulación ordenó de mala gana a sus hombres que le siguieran. Un instante después, todos ellos se retiraban por la playa y Anwyn dejaba salir el aire que había estado conteniendo.
—Con Dios…
Ina hizo una mueca.
—Tanta paz llevéis como descanso dejáis.
—No volverán.
—No. Ellos no, pero los que están aquí también son muchos —dijo, señalando con la cabeza a la tripulación del barco—. Y ahora contamos con toda su atención.
Anwyn lanzó una inquisitiva mirada al grupo de guerreros que la observaban y con el pulso acelerado se preguntó si no habría cometido un terrible error: imágenes de capturas y esclavitud se le materializaron ante los ojos. Pero la determinación acudió en su auxilio: había llegado demasiado lejos para echarse atrás.
Dio media vuelta al caballo y se acercó hacia ellos, que la observaban sin moverse. Lo que vio no le dejó ninguna duda. El juicio de Ina era acertado: se trataba de profesionales, hombres que se comportaban con la serena confianza de quien no tiene nada que demostrar. No se mostraban hostiles, sino que en sus rostros se leían emociones muy distintas que oscilaban desde el interés, pasando por la intriga y llegando a la más clara diversión, lo cual le resultaba bastante más desconcertante de lo que lo habría sido una actitud belicosa. Anwyn se irguió sobre la silla y respiró hondo antes de buscar con la mirada al hombre que los capitaneaba.
—¿Quién es vuestro jefe?
Un hombre salió de entre sus filas.
—Yo lo soy.
Durante unos segundos se examinaron en silencio. La de él era una figura esbelta y fuerte, cubierto el torso por una cota de malla puesta sobre una túnica de cuero y calzas. En una mano empuñaba una espada de buen acero, compañera sin duda de la daga que portaba al cinto, y en el brazo izquierdo llevaba un escudo de madera reforzado con hierro. La parte superior de su rostro quedaba oculta por las carrilleras de un casco cuya cabeza había sido modelada a imagen de la de un lobo. Solo asomaba la línea fuerte de su mandíbula y de su boca. Sin dejarse alterar por el escrutinio al que le estaba sometiendo se volvió hacia uno de sus hombres y le entregó el escudo. A continuación se quitó el casco y se lo entregó también. Al volverse hacia ella, Anwyn sintió que se quedaba sin respiración. El rostro ante el que se encontraba, con sus rasgos finamente esculpidos, era sorprendente por su belleza. Unos brillantes ojos azules se enfrentaron a los suyos sin pestañear, y en ellos vio la misma mirada divertida que había percibido antes en sus hombres. Alzó un poco más la barbilla.
—¿Tenéis nombre?
—¿Lo tenéis vos?
—Yo he preguntado primero.
Una sonrisa pugnaba por asomarse a su boca.
—Lord Wulfgar a vuestro servicio.
—Anwyn, señora de Drakensburgh.
—Os pido perdón por haber entrado en vuestras tierras sin permiso, mi señora. Mi barco quedó sin gobierno en la tormenta de anoche y buscamos un puerto tranquilo en el que hacer las oportunas reparaciones.
—¿Un puerto tranquilo? —repitió—. Pues no parece que hayáis acertado en la elección.
—Cierto, pero podría haber sido mucho peor de no haber contado con vuestra intervención— hizo una pausa—. ¿Qué os ha movido a hacerlo?
—No iba a tolerar un inútil derramamiento de sangre aquí.
—Vuestros vecinos no parecen compartir ese punto de vista.
—No tienen derecho a opinar en este asunto. No obstante puede que sus sospechas no estuvieran del todo infundadas.
—No traemos intenciones hostiles, si os referís a eso. Nos aguardan en otro lugar y en cuanto hayamos hecho las reparaciones necesarias nos haremos a la mar.
—Entiendo. ¿Puedo preguntaros cuál es vuestro destino?
—Vamos a unirnos a Rollo.
—¿Rollo? Pero si es un conocido pirata.
—Exacto.
Anwyn palideció un poco.
—Entonces sois mercenarios.
—Correcto.
Semejante admisión resultaba muy inquietante, aún más porque le resultaba imposible descifrar qué había detrás de modales tan corteses.
—Sin embargo —continuó él—, hasta que no hayamos reparado nuestro barco todo lo demás es irrelevante.
—Entiendo.
—¿Tenemos entonces vuestro permiso para quedarnos y hacer las reparaciones?
Ella respiró hondo.
—Creo que no tenéis elección puesto que vuestra nave no puede hacerse a la mar sin ellas.
—Podríamos irnos a remo —contestó—, pero bastaría una ola grande para que nos hundiéramos.
—¿Cuánto tiempo os costará?
—Con suerte solo unos cuantos días.
Aliviada, asintió.
—Muy bien. Haced lo que necesitéis hacer.
—Os lo agradezco —hizo una pausa—. Pero me atrevería a pediros una cosa más.
—Hablad.
—Que nos permitáis utilizar la forja si disponéis de ella, y el taller de un carpintero.
—Eso son dos cosas.
Él sonrió.
—Es cierto, pero puesto que soy un mercenario no os sorprenderá que pretenda obtener el mejor acuerdo posible.
Sus palabras la hicieron esbozar una sonrisa, pero sin dejar de preguntarse si podía o no confiar en él, o si se trataba de alguna especie de truco. En cualquier caso, el único modo de librarse de él por el momento era ayudarle.
—Disponemos de ambas cosas. Enviad a algunos de vuestros hombres a Drakensburgh mañana —señaló a las dunas—. El caminó parte de más allá de las dunas, al oeste una media legua.
—De nuevo os doy las gracias, mi señora.
Anwyn asintió y puso en marcha su caballo. Acompañado por Ina, llegó donde Eyvind y Jodis aguardaban. Wulfgar los vio reunirse sorprendido; había estado tan centrado en lo que sucedía que no se había dado cuenta de que había otras dos figuras al comienzo de la playa. Estaban demasiado lejos para poder distinguirlas con detalle, pero su curiosidad volvió a despertarse. ¿Quiénes serían? ¿Qué relación tendrían con lady Anwyn? Siguió mirándolos mientras intercambiaban algunas palabras y después los vio alejarse más allá de las dunas.
—Una mujer muy hermosa —dijo Hermund cuando los perdió de vista—. Y valiente, sin duda.
—Sí, lo es —contestó Wulfgar.
Su amigo se sonrió.
—Creía que el patán ese de Grymar iba a explotar. Me gustaría poder ser una mosca en la pared para ver qué ocurre cuando llegue ante su señor.
—A mí también.
—Su amo no parece ser mucho mejor que él.
—¿Ingvar? No te preocupes, que no vamos a ir a presentarle nuestros respetos.
—Podría haber sido peor.
—No lo dudes.
—Bueno, pues ahora que ha estallado la paz podemos seguir con nuestras reparaciones.
Wulfgar asintió, se desprendió de las armas y la cota de malla y se dispuso a trabajar junto con sus hombres. Pero a pesar de tener las manos ocupadas, no podía dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir. De pensar ni de sonreír. Hermund tenía razón: habían conocido a una mujer valiente. La verdad es que nunca había conocido a ninguna que la igualara. Anwyn. No podría olvidar su nombre ni su rostro. Ningún hombre podría echarla en el olvido. Eran sus ojos lo que recordaba con mayor nitidez, tan verdes como el mar en verano y lo bastante profundos como para ahogarse en ellos.
Otro recuerdo se coló en su memoria, llevando consigo otros ojos, azules esta vez, y llenos de lágrimas. Le costó más trabajo evocar el rostro, aunque hubo un tiempo que su imagen le acompañaba constantemente. Freya: cabello dorado, dulce, callada… su belleza había cautivado al joven que era entonces, al menos durante un tiempo. Pero en conjunto había sido un mal marido para ella.
Si el esposo de lady Anwyn era un hombre inteligente sería consciente de lo que tenía: una mujer de fuego e inteligencia que sumaba belleza y valor. Entonces fue cuando cayó en la cuenta… ¿dónde estaba su marido? Si la dama se había visto en la obligación de enfrentarse por sí sola a aquella situación debía ser porque su hombre estaba lejos. En alguna guerra, sin duda. ¿Acaso no había hecho él lo mismo?
Suspiró. Era demasiado tarde para sentir remordimientos o arrepentimiento, aunque ya había experimentado ambas cosas. Somos las decisiones que tomamos. Por eso iba él recorriendo el mundo con un puñado de mercenarios: peleando, celebrando, viviendo el día. No era tan mala vida, y ¿qué otra cosa había? Algún día le abandonaría la suerte, o los dioses se cansarían de él y encontraría el fin en algún campo de batalla, pero mientras muriera con la espada en la mano y pudiera ocupar su lugar en el Valhala, el momento y el lugar poco importaban. Lo único que tenía importancia era estar preparado.
El encuentro de aquella tarde también había dejado a Anwyn muy preocupada. De hecho, dominaba sus pensamientos cuando se retiró a descansar. A aquellas horas, lord Ingvar ya se habría enterado de todo y estaría muy contrariado, sin duda. Estaba segura de que acudiría a verla en breve. Y como si no bastara con eso, una fuerza de mercenarios estaba acampada en sus tierras, y puesto que había tenido tiempo para reflexionar se preguntó si había tomado la mejor decisión. Suspiró. Ya era demasiado tarde para eso. Si decidían aprovecharse de la situación se encontraría entre la espada y la pared. Sin embargo su jefe no le había parecido traicionero. Más bien al contrario.
Su rostro se le apareció ante los ojos. Nunca había conocido un hombre así. Llevaba todos los atavíos de un guerrero, irradiaba fuerza y sin embargo no se había sentido en peligro. No se había sentido como en presencia de Ingvar, o más aún, como la presencia de Torstein la hacía sentirse. De hecho, al alejarse lo que se le había pasado por la cabeza era una sensación de pérdida. Era difícil explicárselo. Difícil y perturbador. Incapaz de dormir, se levantó de la cama y envolviéndose en una manta entró sin hacer ruido en la alcoba de su hijo y durante un buen rato se dedicó a verle dormir. Era lo único bueno que podía atribuirle a su matrimonio. Su parto había sido largo y difícil, pero Eyvind había conseguido que todo valiese la pena. Él era su razón para vivir, la razón por la que se había sometido a la voluntad de Torstein.
Un estremecimiento la hizo arrebujarse más en la manta. Torstein había muerto, y su hijo estaba a salvo de él. Se inclinó sobre el niño y le besó la frente. Eyvind se movió pero no llegó a despertarse. Mientras le quedase aliento impediría que algo malo pudiese ocurrirle. Estaba dispuesta a cuidar de sus intereses hasta que alcanzase la edad adulta. Ninguna otra cosa era más importante. No iba a ser fácil porque su propia familia era muy ambiciosa y tal y como había dicho Jodis, una mujer sola era vulnerable.
Volvió a meterse en la cama y se ovilló tapándose con el edredón. Estaba cansada y sintió que por fin se relajaba, dejando a un lado los pensamientos del día. La cama se fue calentando y el sueño la venció. Pero llegó acompañado de inquietantes imágenes…
Oyó que una puerta se abría, que unos pasos avanzaban por la antecámara y sintió que una mano apartaba la cortina para dejar paso a la figura de oso de su esposo. Torstein tenía cuarenta años, más de dos veces su edad, y aunque era de estatura media, su complexión era la de un oso. La parte alta de su cráneo estaba pelada ya, pero la pelambrera que le quedaba la llevaba recogida en varias trenzas finas que le colgaban más allá de los hombros como colas de rata. Un bigote y una hirsuta barba ocultaban una boca de labios finos y la parte inferior de un rostro surcado por muchas arrugas, en el que unos ojillos pequeños y negros examinaban el mundo con astucia.
Avanzó hasta la cama, se quitó la capa, se desabrochó el cinturón y se quitó la túnica. Siguió la camisa, dejando al descubierto la mata de vello hirsuto que le cubría todo el torso. Anwyn permaneció inmóvil al sentir su peso en el colchón. Se desató los calzones y tiró de ella. Anwyn intentó zafarse, pero no era rival para él y una oleada de aliento fétido le dio en la cara. Asfixiada, volvió la cara.
—Torstein, es tarde y estoy cansada.
—Harás lo que yo te diga.
Tiró de su camisón hasta alzárselo más allá de la cintura, dejando la parte inferior del cuerpo al descubierto. Ella involuntariamente se estremeció. Al acercarse su vientre velludo le arañó la piel y su rostro de facciones duras y libidinosas quedó a escasos centímetros del de ella.
—Creía haberos enseñado obediencia —murmuró—, pero a lo mejor estoy equivocado.
Ella se mordió la lengua para no contestarle con lo que de verdad quería decir.
—Mi señor, no estáis equivocado.
—¿Ah, no? Veámoslo entonces.
Se despertó en aquel momento jadeando, con el corazón en la garganta y los ojos abiertos de par en par buscando en los rincones de la alcoba. Nada se movía. El otro lado de su cama estaba vacío. Estaba sola. Respiró hondo. Torstein no iba a volver. Cuando pasaron unos minutos, el horror quedó reemplazado por un inconmensurable alivio. Tragó saliva y volvió a recostarse en las almohadas esperando a que el corazón se le calmara un poco. Torstein no iba a volver, pero ahora Ingvar esperaba su turno.
—Nunca —murmuró—. Mientras aliente, nunca.
Y pensar que una vez, hacía mucho tiempo, en otra vida, había soñado con estar casada, con tener el amor de un hombre… Sonrió con tristeza. Qué inocencia pensar que ambas cosas iban de la mano. Todas esas fantasías infantiles se habían evaporado ya. Si el amor entre marido y mujer existía en el mundo, no le estaba reservado a ella.
A la mañana siguiente Wulfgar dejó a Hermund a cargo del barco y acompañado por Thrand, Beorn y Asulf se dirigió a Drakensburgh. Construida en una pequeña colina y rodeada de un foso y una empalizada, no fue difícil de encontrar.
—¡Por los poderes de Bálder! Este lugar es una fortaleza —dijo Thrand—. Quienquiera que viva aquí es una persona importante.
—¿Es buena idea entrar aquí, mi señor? —preguntó Beorn—. Podría ser una trampa.
Los tres hombres miraron a Wulfgar.
—No lo creo —respondió este—, pero estad atentos.
Llegaron al puente de madera que salvaba el foso y se identificaron. Al parecer los esperaban, porque se oyó que retiraban una barra y una pequeña puerta se abrió para franquearles el paso. Desde allí los guiaron por un patio al que daban varias construcciones: un granero, almacenes, talleres y pequeñas casas, hasta que por fin llegaron a una estancia amplia con techo de madera sostenido por unos pilares magníficamente labrados, que flanqueaban una amplia portalada de roble. Sin embargo la atmósfera era allí dentro sombría. La única luz provenía del portal abierto y de un agujero en el tejado encima del hogar rectangular, donde ardían los restos de un fuego sobre una cama de ceniza. En aquella penumbra, Wulfgar distinguió vigas de madera ennegrecidas por el humo adornadas con filas de cornamentas y máscaras de lobo. Mesas alzadas sobre caballetes y bancos habían sido colocados contra las paredes, pero al fondo de la estancia había una plataforma en la que descansaba una enorme silla de roble labrada con formas de pájaros y otros animales. El aire olía a humo, cerveza y comida agria.
—Esperad aquí —dijo el centinela, y los dejó solos. Los cuatro se miraron.
—Una morada lúgubre —murmuró Asulf.
Thrand asintió.
—Y que lo digas. ¿Qué clase de hombre vive aquí?
—Uno poderoso. Esa silla parece un trono.
—Pues esperemos que su dueño sea tan cortés como su dama.
Ocurrió que fue precisamente lady Anwyn quien acudió a su encuentro poco después, acompañada del viejo guerrero que habían conocido en la playa. Con ellos iba un muchacho joven, seguramente el que montaba el poni. Aunque el parecido no hubiera sido evidente, el pelo rubio rojizo y los ojos verdes le habrían proclamado hijo suyo. Por un instante recordó a otro niño y otro salón y la garganta se le cerró. Obligándose a dejar a un lado el recuerdo, vio aproximarse a su anfitriona.
Cuando le anunciaron la llegada de aquellos hombres, Anwyn se había preguntado si lord Wulfgar estaría con ellos, y en el fondo había deseado que así fuera. Aun así verle allí le aceleró un poco el pulso. La última vez que le vio ella iba a lomos de su caballo y no se había dado cuenta de lo alto que era.
—Buenos días, mi señora.
Anwyn le devolvió el saludo.
—Venís a usar la forja.
—Y el taller del carpintero, si no tenéis objeción.
—No la tengo. ¿Qué necesitáis?
—Vamos a necesitar un nuevo penol, y el timón se ha astillado. Habrá que reforzarlo. Con un par de planchas de acero bastará. También nos vendrían bien algunos tornillos —hizo una pausa—. Naturalmente pagaremos el precio de la madera y el hierro.
—Naturalmente.
Creyó ver un brillo divertido en su mirada, pero desapareció tan rápido que no pudo estar seguro. Llevaba un vestido distinto aquella mañana, de un suave color malva que le sentaba muy bien y que realzaba el albor de sus mejillas y su maravillosa melena, recogida en un moño.
Al notar su escrutinio pero sentirse incapaz de descifrar sus pensamientos, Anwyn bajó la mirada, aunque se reprendió por hacerlo. Ya no era una muchacha que pudiera descomponerse por la mirada de un hombre.
—Os mostraré la forja.
Era consciente de que no tenía por qué hacerlo. Ina podría haberlos acompañado. Por otro lado, aquellos hombres estaban de visita y les debía cierta cortesía, pero en el fondo sabía que los modales no tenían nada que ver. Lo cierto era que no quería perder aún la compañía de aquel hombre.
Salieron al patio y él se colocó a su lado, dejando que los demás los siguieran. A pesar de la distancia que el decoro marcaba entre ellos, cada fibra de su ser era consciente de su proximidad. La hacía sentirse extrañamente consciente de su cuerpo, aunque no pudiera decir por qué.
Hubo un instante de silencio entre ambos hasta que Wulfgar miró al niño.
—¿Es hijo vuestro?
—Sí. Eyvind.
—Es un muchacho bien parecido. Su padre debe estar muy orgulloso de él.
—Su padre falleció.
—Lo lamento —hizo una pausa—. ¿Hace poco?
—Diez meses.
—No debe ser nada fácil estar sola siendo mujer.
—Me las arreglo perfectamente.
—He de daros la razón, si lo que presencié ayer sirve de prueba.
Algo en su tono la hizo enrojecer. Rápidamente cambió de tema.
—No sois de estas tierras, lord Wulfgar.
—No. Crecí en Northumbria.
—¿Seguís teniendo familia allí?
—Poca.
—Y ahora lleváis la vida de un aventurero.
—Así es.
—Debe ser apasionante.
—Tiene sus momentos.
Antes de que pudiera contestar llegaron a la forja. El herrero levantó la mirada y al ver de quién se trataba, dejó inmediatamente sus quehaceres.
—¿Mi señora? —la saludó, y miró a sus acompañantes con curiosidad.
Anwyn sonrió.
—Etherlwald, necesitamos vuestra ayuda…
Hizo las presentaciones y describió brevemente la situación mientras el herrero escuchaba con atención.
—No parece una tarea complicada, pero tengo trabajo que he de entregar antes. No puedo empezar hasta mañana.
—¿Y cuánto os tomará el trabajo? —preguntó Wulfgar.
—Solo unos días.
—Nos esperan en otro lugar. ¿No podría hacerse antes?
—No. He de hacer honor a los acuerdos que tengo suscritos antes de vuestra llegada.
Sus hombres se miraron con escepticismo y Wulfgar, aunque se dio cuenta, siguió mirando al herrero sin pestañear.
—Me parece justo. Un hombre debe siempre hacer honor a su palabra. Esperaremos.
Ethelwald asintió.
—En ese caso, haré lo que pueda.
Se marcharon a hablar con el carpintero. Ceadda también tenía encargos que entregar, pero al saber que solo requerían sus herramientas y que los recién llegados podrían hacer el trabajo ellos mismos, accedió a que utilizasen su taller.
—Bien. En ese caso, os dejo para que podáis hablar.
Anwyn tomó la mano de su hijo y dio la vuelta, pero el niño la interpeló:
—Madre, ¿podría quedarme a mirar? No estorbaré, te lo prometo.
Anwyn dudó, pero Ina intervino:
—Yo cuidaré de él, mi señora —y miró a los recién llegados—. Me aseguraré de que no le ocurra nada.
—De acuerdo.
El rostro de Eyvind se iluminó con una sonrisa.
—Prometo ser bueno.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Que no se te olvide.
Por un instante miró por encima de la cabeza de su hijo y se encontró con los ojos de lord Wulfgar. Su mirada azul parecía divertida.
—Todos seremos buenos —dijo—. Os lo prometo.
Anwyn contuvo las ganas de reír. Había algo en la seriedad de su expresión que resultaba a un tiempo provocador y enigmático. Incapaz de encontrar una respuesta adecuada y consciente en demasía de su penetrante mirada, decidió que lo mejor sería hacer una salida digna y marcharse.
Los hombres trabajaban a buen ritmo, pero hacía calor y la tarea era ardua, de modo que bendijeron la aparición de un sirviente, poco después de una hora de comenzado el trabajo, con una jarra de cerveza. Wulfgar sintió una punzada de desilusión por el hecho de que no hubiera sido la propia lady Anwyn quien se la ofreciera, pero ¿por qué iba a hacerlo? Debía tener mucho que hacer, y había mantenido su palabra dejándoles usar sus talleres, de modo que no tenían derecho a robarle más tiempo.
El retraso con el hierro era una molestia, pero poco se podía hacer al respecto. Rollo tendría que esperar, y si no le parecía bien, sería una lástima. Sin duda recuperarían el tiempo perdido con las batidas que pudieran llevar a cabo después. Y no es que anduviesen mal, porque las expediciones previas habían resultado suficientemente lucrativas. Podremos retirarnos pronto… había dicho Hermund, y tenía razón. El retiro para un soldado de fortuna significaba volver a echar raíces y permanecer en el mismo sitio. Él ya tenía veintisiete años y a esa edad ya había pasado el tiempo de volver a casarse, una inclinación que desde luego no había vuelto a sentir. En cualquier caso, la vida de un mercenario no podía asumir esas responsabilidades. Sus decisiones no volverían a afectar a inocentes, ya que acarreaban peligro en determinado grado, pero a la larga siempre acababan beneficiando a la tripulación. Ellos conocían los riesgos y los aceptaban. Los hombres adultos no eran vulnerables del mismo modo que lo eran mujeres y niños, una lección que él había aprendido en carne propia pero, por desgracia, demasiado tarde.
Salió de su ensimismamiento porque tuvo la sensación de que alguien lo observaba, y al alzar la mirada se encontró con los ojos del chiquillo, que los apartó rápidamente. Wulfgar sonrió pero no dijo nada. El muchacho sentía curiosidad pero al mismo tiempo parecía tímido. Nada iba a ganar con intentar forzar su confianza. ¿Cuántos años tendría? ¿Cuatro? ¿Cinco, quizás? Demasiado joven para haberse iniciado en el entrenamiento militar. Ya le llegaría su momento, si es que vivía lo suficiente. La vida era un don precario, en particular para los jóvenes. Él bien lo sabía.
—Tenéis un barco, ¿no?
La voz del niño despertó determinados recuerdos y Wulfgar respiró hondo.
—Sí, así es. Se llama Sea Wolf.
—¿Qué le ha pasado?
—Que ha sufrido daños en una tormenta. Hay que arreglarle las velas y el timón.
—¿Habéis participado en muchas batallas?
—En algunas.
—¿Y habéis tenido miedo?
—A veces.
—¿Habéis matado a alguien?
—Sí, cuando esa persona ha intentado antes matarme a mí.
Eyvind asintió despacio. Luego miró más allá de Wulfgar y sonrió, y este, al volverse, descubrió que lady Anwyn estaba allí.
—Os he traído más cerveza y una bandeja de pan y carne. Debéis tener hambre a estas horas.
Ver la comida y darse cuenta de que estaba en lo cierto fue todo uno. Sus hombres también debían estar hambrientos.
—Gracias. Es muy bien recibida.
Dejó la fuente y la jarra en un banco y le tendió la mano a su hijo.
—Ven.
El niño le dio la mano pero se volvió a preguntarle algo a su interlocutor.
—¿Puedo ir después a ver vuestro barco?
—Si es tu deseo, pero antes deberías pedirle permiso a tu madre.
—¿Puedo ir, madre? ¡Por favor!
Anwyn dudó. Aquellos hombres eran desconocidos, y aunque no habían dado muestras de albergar aviesas intenciones, no sabía hasta qué punto podía confiar en ellos.
Su ansiedad no pasó desapercibida.
—Quizás preferiríais acompañarle vos, mi señora… con cuanta escolta juzguéis necesaria.
Anwyn se sonrojó.
—No sé.
—¿Qué es lo que no sabéis?
—Apenas nos conocemos y yo… bueno…
—¿Teméis que pueda retener al niño como rehén, o que pueda secuestraros a ambos? —la miraba fijamente—. Ahora que lo pienso, la idea resulta de lo más agradable.
—¿Agradable para quién?
—Para mí, por supuesto.
—¿Y venderme después por dinero?
—No, no os vendería —respondió y le gustó ver que enrojecía todavía más—. No obstante, la posibilidad no existe dada nuestra situación, de modo que estáis a salvo.
Esa no era la palabra que ella habría elegido en aquel instante, como tampoco estaba segura de que lo que acababa de decirle fuese totalmente en broma.
Al ver su indecisión sonrió.
—¿No me creéis merecedor del beneficio de la duda?
Ella no contestó. Estaba intentando poner en orden sus pensamientos. Aquel hombre era un mercenario, un pirata al que hacía menos de un día que conocía. ¿Hasta qué punto podía confiar en él? Eyvind la miró con ansiedad.
—Por favor, madre.
—Creo que os encontráis en minoría.
—Está bien: me rindo —declaró alzando las manos.
Eyvind comenzó a dar saltos de contento.
—¿Podemos ir ahora?
—¿Por qué no? —respondió Wulfgar—. No hay momento como el presente.
A pesar de su sugerencia acerca de la escolta, Anwyn se contentó con llevar a Ina y a media docena más. Dado que el barco no podía hacerse a la mar parecía poco probable que Wulfgar pensara en hacer algo peligroso. Fueron a caballo hasta la bahía, donde los recibió el ruido del martillo y el serrucho. Los hombres iban y venían por la cubierta, y la arena donde estaba encallada la nave seguía por encima de la línea de la marea. Eyvind lo miraba todo deslumbrado.
A su lado, Anwyn examinaba las líneas marineras de la embarcación, que parecía haber sido construida para la velocidad y la maniobrabilidad, de modo que caería sobre el enemigo como un halcón sobre su presa. La resistencia quedaría inutilizada rápidamente. La tripulación la componían cazadores, al igual que el hombre que la acompañaba, y ser consciente de ello le provocó un escalofrío.
—Una buena embarcación —dijo.
—¿Queréis verla más de cerca?
Eyvind lo miró entusiasmado.
—¿Podría subir a bordo?
—Por supuesto.
El chiquillo miró a su madre, esperando.
—Puedes ir —contestó ella, y dirigiéndose a Ina, añadió—: id con él.
El guerrero desmontó y ayudó al niño a bajar. Wulfgar llamó a Hermund.
—Adelantaos y enseñadle el barco a nuestros invitados.
—Será un placer.
Y partió con Ina y Eyvind.
Wulfgar se volvió entonces a Anwyn.
—¿Mi señora?
No tenía otra opción más que desmontar. Él la siguió y ella no pudo por menos de volver a pensar en lo fuerte y poderoso que era en el sentido más amplio de la palabra, lo cual no le hizo ningún bien a su calma. Ni eso, ni su insondable mirada azul.
—¿Vamos? —sugirió él mirando el barco.
Ella asintió y echaron a andar uno al lado del otro, él acortando el paso para adaptarse a su ritmo. Aunque no hizo movimiento alguno para tocarla, su cercanía le cosquilleaba en la piel. Pero lo que sentía no era temor, sino una extraña mezcla de anticipación y excitación.
—¿Qué edad tiene Eyvind?
—Cinco años.
—Debe haber sido duro para él perder a su padre.
—Tiene a Ina.
No era lo que él esperaba oír y sus palabras le obligaron a mirarla. Sin embargo, ella tenía centrada su atención en el barco, al menos aparentemente.
—También una mujer sola es vulnerable.
—Tengo protección.
—¿Una docena de hombres?
—Hay muchos más.
Los ojos le brillaron.
—Ah, sí. Se me había olvidado. Unos cincuenta escondidos tras las dunas.
Consiguió arrancarle una sonrisa.
—Sí, es cierto que torcí un poco la realidad en aquella ocasión, pero también es cierto que hay más de una docena de hombres.
—Me alegro de saberlo, teniendo en cuenta la naturaleza belicosa de vuestros vecinos.
—Grymar fue muy atrevido.
—Y vos sois muy benévola.
—No puedo permitirme estar a mal con su amo.
—¿Lord Ingvar?
—Sí.
—Se trata de un hombre poderoso, entonces.
—Lo bastante para que no me quiera arriesgar a poner en peligro la paz.
Era evidente la seriedad que portaban sus palabras, pero no continuó explicándose.
La atención de Anwyn estaba centrada en el barco. Era verdaderamente una imagen fascinante. Debía rondar los setenta pies de largo y unos quince o dieciséis de manga. De casco trincado, sus cuadernas estaban hechas de planchas de grueso roble fijadas con espigas de madera y cabillas, las uniones enmasilladas con una cuerda hecha a base de crin animal. Unas largas planchas de madera conformaban la cubierta, altos mástiles, bancos de remeros y compartimentos de almacenaje, todo en madera, incluidos, los baos y los magníficos remos, dieciséis por borda. Sin embargo, fue el magnífico mascarón de proa lo que más despertó su imaginación: un pedazo de roble tallado en la forma de un lobo amenazador.
—Es hermosa.
—No es de las más grandes, pero sí rápida y manejable.
—¿Cuánto tiempo hace que la tenéis?
—Unos tres años. Fue botín de guerra.
—Ah.
Volvió a mirar la proa y se vio obligada a recordar ante quién estaba.
—Habéis debido cobrar muchos premios como este a lo largo de los años.
—Bastantes.
Su respuesta pretendía ser indolente pero Anwyn sintió un inquietante temblor. A su modo aquellos hombres eran tan peligrosos como la hueste de Ingvar.
—¿De qué tenéis miedo, Anwyn? —preguntó él, que había notado su inquietud.
Oírle llamarla por su nombre de pila hizo aparecer un rubor en sus mejillas, pero no detectó nada en sus maneras que sugiriera un exceso de familiaridad. Más bien al contrario: había sonado natural.
—Yo… de nada.
—Yo diría que algo os inquieta.
El tono era tranquilo e invitaba a la confidencia. Su confusión creció.
—No me reconozco. Puede que sea porque nunca había estado tan cerca de un barco de guerra.
—Entonces permitidme aplacar esos temores — recorrió ágilmente el planchón que se había colocado para permitir un acceso más sencillo desde la arena y luego se volvió a invitarla—. Venid.
La palabra era tanto una invitación como una orden y Anwyn respiró hondo y obedeció. El aire olía a sal, a cuerda, a madera y a brea, y en él viajaban las voces de los hombres, salpicadas de intervalos de risa.
Al llegar arriba dudó un instante, intentando decidir cuál sería el mejor modo de bajar al banco de los remos y de allí a la cubierta. Wulfgar se dio cuenta.
—Permitidme.