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Las 4 primeras historias de La Casa Real de Niroli. La amante del heredero Penny Jordan El Rey envejecía, y había llegado el momento de que el príncipe Marco ocupara el lugar que le correspondía... en el trono de Niroli. Marco Fierezza estaba acostumbrado a que lo obedecieran, especialmente la mujer con la que se acostaba... Emily Woodford amaba a Marco, pero no tenía ni idea de que era príncipe. Cuando descubrió la verdad, se quedó destrozada. Sin embargo, ¿qué haría el futuro rey si descubriera que su amante estaba embarazada? Destinos divididos Melanie Milburne El Rey acababa de descubrir que el nieto al que creía muerto estaba vivo... Después de que unos bandidos del clan Vialli lo secuestraran, todo el mundo creía que Alessandro Fierezza había muerto. Sin embargo, cuando el brillante cirujano Alex Hunter llegó a palacio, se extendió el rumor de que era el desaparecido príncipe. El príncipe y la ladrona Carol Marinelli Después de haber excluido a dos de sus herederos, el Rey recurrió a la oveja negra de la familia... Luca Fierezza era el rebelde de la familia real. Había convertido Niroli en un imán que atraía a ricos y famosos y, de paso, él se había hecho millonario. Megan Donovan no comprendía que la hubieran metido en la cárcel después de haber trabajado en el casino de Luca. La única persona que podía rescatarla era su jefe, así que ahora estaba en manos de éste. La princesa y el magnate Natasha Oakley El multimillonario Domenic Vincini ambicionaba las riquezas que poseía la isla de Niroli, incluyendo la joya de la Corona de sus enemigos, la princesa Isabella Fierezza. Isabella era fruta prohibida y eso la hacía aún más atractiva para un hombre herido tanto por dentro como por fuera. Si Isabella se rendía a los encantos de Domenic, entregaría el reino a su mayor enemigo. ¿Podía surgir el amor entre dos enemigos declarados?
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Seitenzahl: 748
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Pack 1 La Casa Real de Niroli, n.º 43 - enero 2014
I.S.B.N.: 978-84-687-5090-3
Editor responsable: Luis Pugni
Créditos
Índice
Árbol genealógico de la familia Fierezza
Reglas de la Casa Real de Niroli
La amante del heredero
Portadilla
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Orígenes de las Reglas de la Casa Real de Niroli
Destinos divididos
Portadilla
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
El príncipe y la ladrona
Portadilla
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Epílogo
La princesa y el magnate
Portadilla
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Epílogo
Regla 1ª: El soberano debe ser un líder moral. Si el pretendiente al trono cometiera un acto que fuera en menoscabo de la buena fama de la Casa Real, será apartado de la línea sucesoria.
Regla 2ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer matrimonio sin el consentimiento del soberano. Si lo hiciera, será desposeído de honores y privilegios, y excluido de la familia real.
Regla 3ª: No se autorizarán los matrimonios que vayan en detrimento de los intereses de Niroli.
Regla 4ª: El soberano no podrá contraer matrimonio con una persona divorciada.
Regla 5ª: Queda prohibido que miembros de la Casa Real con relación de consanguinidad contraigan matrimonio entre ellos.
Regla 6ª: El soberano dirigirá la educación de todos los miembros de la Casa Real, si bien el cuidado general de los niños corresponde a los padres.
Regla 7ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer deudas que superen sus posibilidades de pago sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.
Regla 8ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá aceptar donaciones ni herencias sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.
Regla 9ª: El soberano deberá dedicar su vida al reino de Niroli. Por lo tanto, no le estará permitido el ejercicio de ninguna profesión.
Regla 10ª: Los miembros de la Casa Real deberán residir en Niroli o en un país que el soberano apruebe. El monarca tiene la obligación de vivir en Niroli.
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Harlequin Books S.A.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
LA AMANTE DEL HEREDERO, Nº 1 - enero 2014
Título original: The Future King’s Pregnant Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres
Publicada en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-1493-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Marco abrió los ojos y miró el reloj de mesilla: las tres de la mañana. Había soñado con Niroli... y con su abuelo, el Rey. El corazón todavía le latía con fuerza, a un ritmo acelerado por las descargas de adrenalina que le provocaba revivir, aunque fuera en sueños, las discusiones de juventud con su abuelo. Volvía a sentir las mismas emociones que entonces, lo invadía el mismo espíritu retador.
Tras una de esas discusiones, había tomado la decisión de demostrarse a sí mismo, y demostrarle a su abuelo, que era capaz de triunfar fuera de Niroli, sin su respaldo e influencia. Tenía veintidós años en aquella época. Ahora había cumplido treinta y seis, y hacía mucho que su abuelo y él habían hecho las paces... o algo parecido, a pesar de que el anciano nunca había llegado a entender su negativa a reconsiderar la decisión de abrirse camino en la vida sin ayuda. Marco estaba firmemente decidido a que su éxito fuera producto de su propio esfuerzo, y no de su parentesco con el rey de Niroli. Sin necesidad de usar títulos, Marco Fierezza, un joven empresario europeo, había utilizado su hábil dominio de las finanzas para convertirse en unos de los financieros más alabados de la City londinense y reunir una fortuna.
En los últimos años, Marco había notado que su abuelo acudía a él en busca de consejo financiero a la hora de invertir y, para no pagarle por sus servicios, se escudaba en el parentesco que los unía. Su abuelo era un viejo zorro, dispuesto a utilizar los medios a su alcance para obligar a los demás a hacer su voluntad, aduciendo a menudo que era por el bien de Niroli, no por su propio interés.
¡Niroli!
En el exterior, la helada lluvia londinense repiqueteaba en las ventanas de su apartamento de Eaton Square, y un zarpazo de nostalgia asaltó a Marco: la isla que su familia gobernaba desde tiempo inmemorial era una gema de color verde y oro bañada por el sol, que flotaba en un mar turquesa y cuyas cimas volcánicas se perdían entre nubes plateadas.
El mismo mar que se había cobrado las vidas de sus padres, se recordó sombríamente, y que no sólo lo había privado de ellos sino que, además, lo había convertido en el heredero al trono.
Siempre había sabido que, en última instancia, su destino era ceñir la corona de Niroli, pero antes pensaba que faltaba mucho para que aquello sucediera, que era algo de lo que podía olvidarse y dedicarse a disfrutar del presente, un presente que él había elegido, que gobernaba. Sin embargo, la realidad era que lo que había considerado un lejano deber estaba a punto convertirse en su vida.
¿Sería esa certeza la causa del sueño que acababa de tener? Al fin y al cabo, en lo que se refería a la relación que establecería con su abuelo, en el caso de que se plegara a los deseos de éste y regresara a Niroli, sería como el macho joven que, en plenitud de sus fuerzas, regresa para disputar la autoridad al envejecido líder de la manada. Marco conocía y comprendía muy bien al anciano. Aunque éste proclamara que su nieto estaba listo para asumir las riendas reales, querría, sin duda, ejercer mientras pudiera el control sobre quien las llevara. A pesar de que era plenamente consciente de aquello, Marco sabía que el reto de gobernar Niroli y transformarlo, librándolo de las estructuras autoritarias y caducas que su abuelo había mantenido durante su largo reinado, era una perspectiva que le ilusionaba.
Nunca le había cabido la menor duda de que cuando, finalmente, accediera al trono, llevaría a cabo transformaciones en el gobierno de la isla que la harían entrar de lleno en el siglo XXI. Claro que su idea era suceder a su padre, un hombre amable y temperado, no tener al tirano de su abuelo supervisando todos sus pasos.
Se encogió ligeramente de hombros. Al contrario de su padre, un hombre tranquilo y cultivado al cual el Rey había acosado y martirizado, él nunca había permitido que su abuelo lo dirigiera, ni siquiera de niño. Ambos poseían una tremenda confianza en sí mismos, lo que pronto había provocado fricciones entre ellos. Ahora que Marco se había convertido en un hombre maduro y poderoso, en ningún caso iba a permitir que alguien cuestionara su derecho a hacer las cosas a su modo. Dejando aquello bien claro, sabía que su acceso al trono exigiría cambios en su estilo de vida; había ciertas normas que había que respetar, aunque fuera de puertas afuera.
Una de ellas prohibía al rey de Niroli casarse con una divorciada. No tenía prisa por contraer matrimonio, pero sabía que, cuando lo hiciera, se esperaría de él que llevara a cabo una unión dinástica con alguna princesa de inmaculada virtud, que gozara de previa aprobación. Sospechaba que ni sus súbditos ni los paparazzi verían con buenos ojos que se exhibiera en público con una amante, en lugar de cumplir con su deber de encontrar una buena esposa.
Miró la cama, donde dormía Emily, y dejó de pensar en lo que se avecinaba y en el cercano final de su relación con ella. La melena rubia de Emily, un rubio natural, estaba extendida sobre la almohada. Para sorpresa suya, de pronto se sintió tentado de alargar el brazo y enredar sus dedos en aquellos mechones sedosos, sabiendo que ella se despertaría, y sabiendo también que su cuerpo se estaba endureciendo ante la acuciante necesidad de unirse físicamente. Llevaban bastante tiempo juntos, mucho más del que había durado con cualquier otra mujer y, a pesar de ello, seguía sintiendo por ella un deseo tan feroz y constante que no dejaba de sorprenderle. Pero sus deseos y necesidades sexuales no podían compararse con el reto de convertirse en rey de Niroli, reconoció con su habitual arrogancia.
Rey de Niroli.
Emily no sabía nada de Niroli ni de su pasado y, por tanto, tampoco de su futuro. ¿Por qué tendría que saberlo?, ¿por qué iba a contarle nada si, con toda intención, había elegido vivir como un ciudadano anónimo? Al marcharse de Niroli, juró que demostraría a su abuelo que podía valerse por sí mismo y alcanzar el éxito sin usar su título real, y pronto descubrió que su nueva identidad de anónimo ciudadano tenía ciertas ventajas personales. En tanto que segundo en la línea de sucesión al trono, estaba habituado a que muchas mujeres se acercaran a él por interés. Cuando era adolescente, su abuelo ya le había advertido que debía estar en guardia y aceptar que nunca llegaría a saber si las mujeres con las que se acostaba se sentían atraídas por su persona o por la posición que ocupaba. En Londres, bajo el nombre de Marco Fierezza, aunque sabía bien que su físico y su dinero lo hacían atractivo para el sexo opuesto, al menos se había librado de lidiar con las «cazatítulos». No tenía objeción en recompensar a sus amantes generosamente, con regalos caros y un estilo de vida lleno de lujo mientras duraba su pasión. De pronto frunció el ceño. Todavía le molestaba que Emily siempre se negara a aceptar las joyas que regularmente intentaba regalarle; le parecía una estupidez.
Un mes después de conocerse, le había regalado una pulsera de diamantes. Entonces Emily le había preguntado sin comprender: «Y esto, ¿por qué?». Su respuesta, carente de tacto, había sido que lo considerara una especie de bonus.
Ella se había puesto pálida y bajó la vista hacia el estuche de piel que contenía la pulsera, una pieza única que él había comprado a los joyeros de la familia real. «No necesitas sobornarme, Marco. Estoy contigo porque te deseo, no porque desee lo que puedes comprarme», había respondido con voz tensa.
Marco frunció aún más el ceño. Al recordar sus palabras, volvía a sentir las mismas emociones que entonces, cuando las había oído por primera vez. Se había puesto rígido, no daba crédito a lo que oía: ¡la mujer que disfrutaba de sus caricias y su dinero se atrevía a sugerir que necesitaba «comprarla» para que se acostara con él!
Claro que la había puesto en su sitio rápidamente, se recordó Marco. Con engañosa suavidad había respondido:
–No me malinterpretes. A estas alturas, sé muy bien por qué te acuestas conmigo y cuánto me deseas. El soborno, si eso es lo que te parece, no es para que sigas metiéndote en la cama conmigo, sino para estar seguro de que cuando me canse, desaparecerás deprisa y sin reproches.
Emily no había replicado, pero la expresión de su rostro delataba sus emociones. Aunque Marco nunca había conseguido que lo admitiera, estaba convencido de que el viaje profesional que ella había realizado la semana siguiente lo había planeado la propia Emily para intentar mantener una distancia entre ellos. Y, tal vez, pensando que eso lo pondría a sus pies. Sin embargo, él se había prometido no permitir jamás que sus emociones lo volvieran vulnerable, que dirigieran sus actos, y ninguna mujer podía cambiar eso. Siendo todavía un niño, había visto cómo su abuelo, un hombre de carácter fuerte, utilizaba la devoción que le profesaba su propio hijo para manipularlo, obligarlo a plegarse a sus deseos y, a los ojos de Marco, humillarlo. Había visto demasiadas cosas en su vida para hacerse ilusiones sobre el orgullo masculino y el valor de la amabilidad y el deseo de complacer a los demás cuando habían de enfrentarse a una voluntad de hierro. No era que no quisiera a su padre, al contrario. Tanto que cuando era todavía un crío a menudo atacaba verbalmente a su abuelo por el modo en que éste lo trataba.
Desde entonces, Marco había decidido que aquello nunca le pasaría a él. No dejaría que nadie, ni siquiera el rey de Niroli, le diera órdenes.
Era consciente de que, a pesar de que su rebeldía con frecuencia enojaba a su abuelo, éste lo respetaba profundamente. Ambos eran orgullosos y perseverantes, y se parecían en muchos aspectos, pero Marco sabía muy bien que cuando heredara la corona de Niroli emprendería varias reformas con el fin de modernizar el país. Consideraba casi feudal el modo en que su abuelo gobernaba, y compartía la creencia de su padre en que era fundamental dar a las personas la oportunidad de dirigir sus vidas, en vez de tratarlas como hacía su abuelo, que parecía considerar a sus súbditos niños incapaces de tomar sus propias decisiones. Tenía grandes planes para Niroli; no cabía duda de que estaba deseando ceñirse la corona que el destino le había reservado. La posible frustración sexual que le produciría tener que vivir sin amante le molestaba, pero, al fin y al cabo, era un hombre maduro cuyas ambiciones iban mucho más allá de disfrutar de una amante que no le exigiera ningún compromiso ni emocional ni legal.
No, se aseguró, no se permitiría a sí mismo echar de menos a Emily, pero le preocupaba que ella no aceptara el final de su relación con la tranquilidad que él desearía. Ésa era la razón de que estuviera dedicando su valioso tiempo a pensar en ello. Lo último que quería era hacerle daño.
Todavía no había decidido cuánto iba a contarle. Él se marcharía de Londres, claro, pero sospechaba que los paparazzi enseguida airearían lo que estaba por suceder, dado que la familia real de Niroli era la más rica del mundo.
Por el bien de Emily, debía dejarle claro que lo que habían compartido en modo alguno podía afectar a su futuro como rey de Niroli. Nunca había llegado a comprender por qué ella se negaba firmemente a aceptar regalos caros o ayuda, ni económica ni de ninguna otra clase, para su pequeña empresa de decoración de interiores. Como no lograba entenderlo, y a pesar de que hacía tres años que eran amantes, todavía se preguntaba qué esperaría obtener Emily de él que fuera más valioso que su dinero. Desconfiar de los demás era un comportamiento reflejo. Observando a su abuelo y a otros personajes de la corte, había aprendido lo que les ocurría a aquéllos cuyo carácter bondadoso permitía a los demás aprovecharse, como le había sucedido a su propio padre.
Marco se puso en tensión, se negaba a dejarse embargar por el dolor que seguía causándole pensar en sus padres y en el modo en que habían muerto. No quería reconocer cuánto le dolía, ni deseaba escarbar en sentimientos confusos que había enterrado muy hondo en su corazón: pena, culpa por no haber hecho nada para tratar de cambiar el modo en que su abuelo trataba a su padre, rabia hacia éste por haber sido tan débil, rabia hacia su abuelo por haberse aprovechado de esa debilidad, y hacia sí mismo por haber visto lo que no quería ver.
Su abuelo y él habían hecho las paces, su padre no volvería y él era ya un hombre hecho y derecho, no un niño. El dolor que le causaba el pasado ya sólo se apoderaba de su mente en sueños. Cuando eso sucedía, se libraba rápidamente de él sumergiéndose en la pasión, satisfaciendo el deseo físico que Emily le inspiraba.
¿Qué pasaría cuando Emily ya no estuviera a su lado?, ¿y por qué perdía el tiempo con esas preguntas estúpidas? Acabaría por encontrar otra amante, una relación discreta con el tipo de mujer apropiado, tal vez una joven casada con un hombre mayor, aunque no tan joven como para no comprender las reglas, por supuesto. Si Emily fuera más sensata, tal vez habría pensado en proponerle un respetable matrimonio con algún cortesano dispuesto a ello, con el fin de poder prolongar su relación, una vez que él fuera coronado rey de Niroli. Sabía muy bien, sin embargo, que su naturaleza apasionada, que hacía de ella una amante entusiasta, le impediría adaptarse al papel tradicional de amante del rey.
A Emily le encantaría Niroli, una isla tan bella y fértil que la leyenda decía que el mismo Prometeo la había hecho surgir del fondo del mar.
Cuando pensó en el lugar donde había nacido, la imagen que se formó inmediatamente en su mente fue la de una isla bañada por el sol, tan bendecida por los dioses que no era raro que algunas leyendas se refirieran a ella como el Paraíso terrenal.
Pero, al igual que en las leyendas, la belleza extrema llevaba aparejada una gran dosis de crueldad. A menudo los dioses exigían a Niroli un precio terrible a cambio de los dones que le habían sido otorgados.
Marco retiró el edredón, sabía muy bien que no iba a poder dormir ya. Tenía un cuerpo fibroso, poderoso, magníficamente dibujado, como trazado por uno de los grandes maestros de la pintura. Se levantó de la cama y fue con sigilo hacia la ventana. La luz de la luna bañaba la habitación.
El viento arreciaba, lanzaba la lluvia contra los cristales y agitaba las ramas de los árboles. Marco se vio transportado de nuevo a Niroli, a menudo barrida por fuertes tormentas que encrespaban las olas en sus orillas. Las gentes de Niroli sabían que era mejor buscar refugio cuando la tempestad batía contra los acantilados de roca volcánica de la isla, tan escarpada e inaccesible en algunas zonas que incluso en el presente albergaba a los descendientes de los piratas berberiscos que en su día la habían invadido. Lo cierto era que la ferocidad de las aguas había ido erosionando con el tiempo la base de los acantilados, formando cuevas y debilitándolos en algunos puntos hasta el extremo de que secciones enteras de roca se habían desmoronado. Las galernas que agitaban las aguas también azotaban los olivos y las viñas, como si quisieran castigarlos porque su fruto hubiera sido cosechado y puesto a buen recaudo.
Cuando era niño, le encantaba contemplar el embate del viento en las tierras que se extendían bajo las altas torres del castillo real. Se ponía de rodillas en los mullidos cojines de los bancos de piedra que había bajo las ventanas, emocionado por el peligro de la tormenta, deseando salir al exterior y aceptar el desafío. Nunca le habían permitido salir fuera y jugar, como hacían otros niños. Por decisión de su abuelo, debía permanecer entre los muros del castillo y estudiar la historia de la familia y su futuro papel como dirigente supremo de la isla.
En la mente de Marco, sin que éste pudiera evitarlo, surgían imágenes de su infancia. Era su abuelo, y no sus padres, quien dictaba las reglas y se ocupaba de que él las cumpliera.
–Marco, ven a la cama. Sin ti tengo frío –la voz de Emily era suave, pausada, cálida, dulce y prometedora, como el fruto de los viñedos de Niroli en la época de la vendimia, cuando los racimos de uvas colgaban pesadamente de las ramas, henchidos, maduros, rojos... como una invitación implícita.
Marco se giró. Al final, la había despertado.
Emily dirigía su propia empresa de decoración de interiores. Su oficina, que era al mismo tiempo tienda, estaba situada al lado de Sloane Street, en el centro de Londres. Marco la había visto por primera vez en un cóctel, y desde el primer momento comprendió que la deseaba y que se propondría seducirla. Se aseguró de que ella también se enterara. Estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía, a dirigir el curso de su vida, aunque eso implicara imponer su voluntad a quienes podían oponerse. Para él era fundamental, y no quería renunciar a ello. Enseguida averiguó que Emily era divorciada y no tenía hijos, lo cual la convertía en la mujer perfecta para el papel de amante. Si hubiera sabido entonces el bagaje emocional y sexual que arrastraba, no la habría seducido, pero para cuando se enteró de la verdad la deseaba tanto que no podía renunciar a ella.
La miró y notó que el deseo se apoderaba de su cuerpo. Luchó contra él como lo había hecho toda su vida contra cualquier persona o circunstancia que amenazaran con controlarlo.
–Marco, ¿qué es lo que pasa? ¿De qué se trata?
¿De dónde sacaba esa habilidad para intuir lo que con toda seguridad no podía saber?, se preguntó Marco. El año que habían muerto sus padres, las tormentas se habían adelantado en Niroli. Recordaba claramente que cuando había recibido la noticia del accidente, incluso antes de decir nada, Emily se había dado cuenta de que algo no andaba bien. No obstante, por muy intuitiva que fuera en lo que se refería a sus sentimientos, Emily no era tan suspicaz ni tan bruja como para establecer un lazo entre el anuncio de la muerte de sus padres y las noticias de los periódicos que hacían referencia al fallecimiento del heredero al trono de Niroli. Recordaba lo herida que le pareció cuando la informó de que acudiría solo al funeral de sus padres, pero ella no dijo ni una palabra. Tal vez porque no quería provocar una escena que podría haberlo empujado a terminar su relación, y la razón de que no quisiera que ésta acabara sería que, a pesar de su aparente falta de interés en el dinero, tenía que ser muy consciente de lo que perdería, económicamente hablando, si todo terminaba entre ellos. En opinión de Marco, era imposible que una mujer fuera tan indiferente a las ventajas económicas que se derivaban de ser su amante. Las cosas eran como su abuelo le había explicado: las mujeres que lo rodeaban esperaban ser generosamente recompensadas con regalos caros y no tenían ningún escrúpulo en aceptar el arreglo.
Al amparo de la oscuridad, Emily hizo una mueca al oír el tono suplicante de su propia voz. Se despreciaba a sí misma, entonces ¿por qué no era capaz de contenerse? ¿Acaso estaba destinada a mantener relaciones que la hacían sentirse insegura?
–No pasa nada –dijo Marco. Lo dijo en un tono que hizo que el cuerpo de Emily se tensara y sus emociones se dispararan, a pesar del empeño que estaba poniendo en evitarlo. El problema era que, una vez que una empezaba a mentirse sobre la relación que mantenía, una vez que se empezaba a fingir que no importaba ser la socia «débil», ni ser valorada ni respetada lo suficiente, se entraba en una dinámica en la cual ya no se quería averiguar la verdad sino, más bien, escapar a ella. Sólo podía culparse a sí misma de su situación, se recordó, a nadie más.
Desde el principio sabía qué clase de hombre era Marco y el tipo de relación que quería mantener con ella. Lo malo era que parecía saber mejor lo que Marco quería que lo que ella misma deseaba. Aunque intentaba no hacerlo, a veces, cuando se sentía más débil, como en esos momentos, caía en la tentación de fantasear con lo diferentes que podrían ser las cosas si Marco no fuera tan rico y tan atractivo como para poder atraer a las mujeres que quisiera, si fuera un hombre común y corriente con metas normales como casarse y tener hijos. El corazón empezó a latirle con fuerza, y luego sintió un dolor que lo oprimía. Pensó en unos hijos, los suyos con Marco, y de nuevo notó una opresión en el pecho, y el dolor se hizo más intenso.
¿Por qué, por qué, por qué había sido tan idiota como para enamorarse? Marco había dejado claro desde el principio lo que quería de ella y lo que le daría a cambio, y el amor no figuraba en el trato. Claro que entonces Emily no imaginaba que se enamoraría de él. Al principio, deseaba tanto a Marco que estaba de acuerdo en mantener una relación puramente sexual, mientras él lo deseara.
Sólo podía culparse a sí misma del dolor permanente que debía soportar, del autoengaño que practicaba y del miedo que la asaltaba: un día que no tardaría en llegar, Marco lo notaría y la dejaría. Se odiaba por ser débil y no tener los arrestos de reconocer su amor ni tampoco de arrostrar las consecuencias de separarse de él, incluido el dolor tan feroz e inevitable. Aunque... ¿quién sabía? Tal vez, si dejara a Marco, fuera capaz de renacer de sus cenizas y hallar la libertad convertida en una nueva persona. Sin embargo, era demasiado cobarde para dar el paso. ¿Quién había dicho aquello de que «los valientes mueren sólo una vez; los cobardes, en cambio, mueren cada día». La frase era aplicable a ella. Sabía que debía dejarlo y afrontar el dolor, pero, en lugar de hacerlo, seguía donde estaba, y mil veces al día debía reconocer la dolorosa verdad: Marco no la amaba.
Sin embargo, la deseaba, y nada podría empujarla a abandonar la frágil esperanza de que quizá, sólo quizá, las cosas podían cambiar, que un día él la miraría y descubriría que la amaba, y ese día le permitiría acceder a esa parte de él que con tanto empeño protegía y le diría que quería estar con ella para siempre...
Aquél era el sueño de Emily, pero la realidad era que últimamente, en vez de estar cada vez más unidos, parecían cada día más alejados. El día anterior por la mañana se había dicho a sí misma que afrontaría su miedo. Respiró hondo.
–Marco, siempre he sido abierta y... sincera contigo –no, no podía hacerlo. No podía obligarse a sí misma a formular la pregunta clave: «¿Quieres que lo nuestro termine?». Y, además, no siempre había sido sincera, debía reconocer. No le había dicho, por ejemplo, que estaba enamorada de él. Sintió otra dolorosa sacudida en el pecho.
Marco la miraba con la cabeza inclinada sobre ella. Tenía el pelo oscuro y abundante, y lo llevaba corto, pero no tanto como para no poder enterrar en él los dedos y acariciarle la cabeza mientras hacían el amor. Había suficiente luz como para ver el brillo de sus ojos, como para que él hubiera adivinado el rumbo de sus pensamientos y supiera cuánto lo deseaba. Marco tenía la mirada más penetrante que había visto, y la había fijado en su persona la noche que se conocieron, cuando ella aún trataba de ser racional y razonable, en lugar de dejarse seducir por los ojos marrón oscuro de un conquistador.
Emily sabía que ése era el momento de hablar y pedir una explicación del cambio que notaba en él, pero el pasado emocional de su infancia hacía que le resultara difícil hablar abiertamente de sus emociones. En lugar de hacerlo, las encerraba a cal y canto, tras una fachada de tranquilidad y dominio de sí misma. ¿Por qué? Tal vez porque tenía miedo de lo que sucedería si permitía que sus verdaderos sentimientos quedaran fuera de control. O quizá porque tenía miedo de sacar a la luz la verdad. Algo iba mal, no cabía duda, y, desde luego, Marco había cambiado: se había vuelto reservado y taciturno. No podía engañarse. ¿Se habría cansado de ella? ¿No sería más sensato conminarlo a que le contara la verdad? ¿Acaso creía que si les volvía la espalda sus miedos desaparecerían por sí solos?
–Dices que siempre has sido abierta y sincera conmigo, Emily, pero no es cierto, ¿verdad?
El corazón de Emily dio un vuelco. ¿Sabía algo Marco? Tal vez hubiera adivinado lo que ella estaba pensando o, peor todavía, quería provocar una discusión... porque eso le daría una disculpa para terminar con ella.
–¿Recuerdas la noche que te llevé a cenar y me hablaste de tu matrimonio? ¿Te acuerdas de lo «abierta» que fuiste... y de todo lo que no me contaste? –le recordó él con sarcasmo.
Emily no era capaz de hablar. Una mezcla de alivio y angustia se apoderó de ella. ¿Su matrimonio? Siempre había pensado que Marco comprendía las cicatrices que su pasado le había inflingido, pero en ese momento se dio cuenta de lo errada que estaba.
–No lo hice a propósito, lo sabes muy bien –dijo, luchando para que no le temblara la voz–. No te oculté nada deliberadamente –¿por qué sacaba a relucir aquello Marco?, se preguntó. ¿No estaría tratando de librarse de ella para siempre? No era la clase de hombre que necesita una excusa para llevar a término sus deseos. Era demasiado arrogante como para tratar de suavizar los golpes que tuviera que repartir.
Marco apartó la vista de Emily, irritado consigo mismo por lo que acababa de decir. ¿Por qué sacaba a relucir su matrimonio, cuando lo último que quería en ese momento era ponerse sentimental al evocar sus comienzos? Demasiado tarde, los recuerdos ya habían acudido a su mente...
Había llevado a cenar a Emily, y lo tenía todo preparado para que la noche terminara como había esperado, diciéndole con naturalidad cuánto deseaba acostarse con ella y lo encantado que estaba de que fuera una mujer de mundo, con un matrimonio a sus espaldas y sin hijos de los que tener que preocuparse.
–Por cierto, ¿por qué te divorciaste? –lanzó la pregunta como de pasada. Si había algo en su pasado, prefería enterarse antes de que las cosas entre ellos fueran más lejos.
Por un instante pensó que ella iba a negarse a contestar, pero luego notó que abría un poco los ojos y se dio cuenta de que Emily había interpretado correctamente el mensaje, sin tener que explicárselo. Había comprendido que, si no respondía, todo habría terminado entre ellos antes siquiera de comenzar.
Cuando por fin habló, a Marco le sorprendió ver cómo vacilaba, casi tartamudeaba; de repente parecía muy nerviosa, completamente distinta de la mujer tranquila y controlada que era un minuto antes. Su expresión se había vuelto ansiosa, y él dedujo que la ruptura de su matrimonio seguramente había sido consecuencia de algo que había hecho ella, como, por ejemplo, una infidelidad. Lo último que esperaba oír era lo que Emily le dijo a continuación. Tan increíble le pareció que había estado a punto de acusarla de estar mintiéndole, pero algo en los ojos de Emily lo había detenido...
Marco se movió ligeramente al recordar lo atónito que se había quedado ante la compasión, completamente inesperada e indeseada, que le había inspirado Emily en aquella ocasión, mientras veía cómo luchaba por vencer el desasosiego que le producía hablar de un tema obviamente doloroso.
–Cuando tenía siete años, perdí a mis padres en un accidente de coche. Me crió mi abuelo paterno, que era viudo –empezó a decir Emily–. No me trataba mal, pero no era un hombre que se sintiera cómodo en compañía de niños, y menos aún de niñas pequeñas y emotivas. Era profesor jubilado de la Universidad de Cambridge, muy amable y lacónico. A la hora de dormir, me leía a los clásicos en vez de leerme un cuento. Sabía mucho de literatura, pero muy poco de la vida, aunque entonces yo no podía darme cuenta. Crecí muy protegida, muy cuidada, pero mi vida era muy restringida en algunos sentidos, en especial cuando entré en la preadolescencia y la salud empezó a fallarle. El abuelo tenía pocas amistades, un puñado de antiguos colegas, también jubilados, y... y Victor.
–¿Victor? –se interesó Marco, al oír que ella vacilaba.
–Sí, Victor Lewisham, mi ex marido. Era discípulo de mi abuelo, y él también se convirtió en profesor universitario.
–Debe de ser bastante mayor que tú –aventuró Marco.
–Veinte años –apuntó Emily asintiendo con la cabeza–. Cuando vio que su salud empeoraba, el abuelo me dijo que Victor había aceptado ocuparse de mí... en su lugar. El abuelo murió pocas semanas después. Yo estaba en mi primer año de universidad y, aunque sabía que el abuelo estaba mal, no... no estaba preparada. Fue un golpe brutal. Era la única persona que tenía en el mundo, así que cuando Victor me pidió que me casara con él y me dijo que era lo que el abuelo habría querido, yo... –bajó la cabeza, apartó los ojos de Marco y dijo en voz más baja–: Debería haberle dicho que no, pero me sentía incapaz de arreglármelas sola. Estaba muy asustada..., y era cobarde.
–O sea, que fue un matrimonio de conveniencia –Marco se había encogido de hombros con desdén–. ¿Era bueno en la cama?
Seguía molestándole tener que admitir que aquella pregunta tan directa y poco sutil había sido consecuencia de los repentinos celos que había despertado en él imaginarla con otro hombre. Los celos sexuales eran una emoción que nunca hasta entonces había sentido. El sexo era el sexo, un apetito físico que se satisfacía con un acto físico. Las emociones no entraban en él, y no sabía por qué deberían hacerlo. Y seguía pensando lo mismo en ese momento, tres años después de aquella cena. Tampoco había llegado a saber por qué se había sentido tan furioso al imaginar a Emily con otro. Lo había pillado desprevenido, asimismo, el brillo de unas lágrimas contenidas en sus ojos. Al principio había querido creer que eran producto del dolor que le causaba su ruptura matrimonial, pero se quedó lívido al oír la respuesta de Emily:
–Nuestro matrimonio... nuestra relación, en realidad, no llego a consumarse físicamente.
Marcó recordó cómo se había esforzado por ocultar su perplejidad. Por primera vez en su vida se daba cuenta de que lo que debía mostrar no era la arrogante incredulidad que tan a menudo expresaba su abuelo, sino paciencia y contención, para dar a Emily tiempo a explicarse. Y eso era lo que ella había hecho, una vez comprobó que Marco estaba dispuesto a creerla.
–Yo era demasiado ingenua para darme cuenta de que la causa de la falta de interés sexual de Victor podía no ser... la considerada caballerosidad que yo le atribuía –continuó–. Y luego, cuando nos casamos... yo no lo deseaba, así que era más fácil no preguntarme por qué él no quería acostarse conmigo. Si no me hubiera criado tan protegida, si hubiera pasado más tiempo con gente de mi edad, las cosas habrían sido distintas, y me habría dado cuenta de que algo no iba bien, pero no comprendí lo que pasaba hasta que lo encontré en la cama con otra persona...
–Tenía una amante –la interrumpió Marco.
Hubo una pequeña pausa.
–«Un» amante –enfatizó ella–. Debería haberlo adivinado, claro. Y creo que el pobre Victor pensaba que yo lo sabía. Me trataba como a una hermana pequeña, como a una cría de la cual esperaba que lo admirara y aceptara su superioridad. Que lo encontrara en la cama con uno de sus estudiantes fue un golpe terrible para su orgullo. La única manera de perdonarme a mí misma por haber sido tan estúpida fue insistir en que nos divorciáramos. Al principio él no quería. No podía aceptar su sexualidad, y había tratado de esconderse tras un matrimonio-tapadera. Se enfadó mucho cuando yo intenté hablar abiertamente y le sugerí que, por su propio bien, debía aceptar su condición homosexual. La verdad es que, como descubrí más tarde, todo el mundo lo sabía, era un secreto a voces. No había razón para que lo ocultara, pero él era así.
»Mi abuelo me había dejado algún dinero, así que me vine a Londres y busqué trabajo. Me interesaba la decoración de interiores y me matriculé en la universidad. Cuando acabé, estuve trabajando en un estudio y luego, hace un par de años, abrí mi propia empresa. Quería empezar de nuevo lejos de la gente que sabía... lo de Victor. Debían de pensar que era una idiota por no darme cuenta. Llegué a sentirme una especie de engendro... Casada pero no casada.
–¿Virgen? –apuntó Marco.
–Sí –reconoció Emily antes de continuar–. Quería vivir en un sitio donde la gente no cuchicheara sobre mí.
Les habían servido la cena antes de que Marco hubiera tenido tiempo de preguntarle por el hombre que finalmente, suponía, había sido el primero en su cama.
Marco frunció el ceño en la oscuridad. No quería recordar el tremendo apremio por hacer suya a Emily que había sentido, y que había seguido apoderándose de él también cuando, por fin, la había poseído.
Emily lo observaba con corazón palpitante. Hacía tres años que eran amantes, pero Marco seguía teniendo en ella el mismo efecto que la primera vez que lo vio: el impacto de su sexualidad masculina era tal que la fascinaba y la abrumaba al mismo tiempo incluso después de tanto tiempo. Se había sentido atraída por él desde el primer momento, pero ignoraba que aquel deseo la iba a esclavizar emocional y físicamente. De haberlo sabido, ¿habría actuado de otro modo?? ¿Se habría dado media vuelta y habría salido corriendo con los carísimos zapatos de su amiga Gina, que llevaba aquel día?
Se alegraba de que la oscuridad de la noche ocultara el dolor que se reflejaba en sus ojos. Ese dolor la traicionaría, si él llegaba a verlo. Había empezado a notar cambiado a Marco justo antes de Navidad, estaba irritado y preocupado, se encerraba en sí mismo y la excluía. Al principio, se figuró que debía de ser el estrés, que estaría a punto de cerrar un gran negocio, pero últimamente había empezado a pensar que la causa de su descontento debía de ser ella y la relación que mantenían. Si aquel cambio de carácter hubiera comenzado en los meses inmediatamente posteriores al accidente en el que Marco había perdido a sus padres, podría haberse dicho que era consecuencia del dolor. Después de todo, incluso un hombre que se enorgullecía tanto como él de su falta de emotividad, con toda seguridad habría sufrido con semejante tragedia. Sin embargo, lo primero que había hecho al regresar había sido acostarse con ella, sin decir una palabra ni sobre el funeral ni sobre su familia, y hacerle el amor con desenfreno, casi compulsivamente.
Marco rara vez hablaba de su infancia, y jamás lo hacía sobre su familia. Al principio, a ella le convenía, pues consideraba su relación con él la necesaria transición de la ingenuidad a la experiencia, un puente que dividiría su pasado de su futuro, un pasaporte para una vida nueva y plenamente femenina. Porque incluso entonces esperaba que algún día conocería a un verdadero compañero: un hombre con el que compartir su vida, al que entregaría libremente su amor y que la correspondería; un hombre con el que tendría hijos.
Qué tonta había sido, que inconsciente del peligro que la acechaba. Sencillamente, ¡no se le había ocurrido que podía llegar a enamorarse de Marco! Él había sido totalmente sincero al explicarle cuál era su estilo de vida y lo que buscaba en una relación: mientras estuvieran juntos, le sería completamente fiel, pero una vez que la relación se terminara, habría terminado para siempre. Punto y aparte. No quería de ella ningún compromiso emocional, ni debía esperarlo de él. Y lo más importante de todo, no debía quedarse embarazada.
–Pero ¿y si hay un accidente y...? –había preguntado, insegura.
Él la interrumpió inmediatamente.
–No va a haber accidentes –había afirmado Marco con rotundidad–. Con los métodos anticonceptivos modernos, no tiene por qué haberlos. Y si sospechas que puede haberlo habido, entonces debes asegurarte de que el fallo sea inmediatamente corregido.
Lo deseaba demasiado para reconocer cómo le asustaba su frialdad, así que se dijo que, en realidad, no importaba, puesto que no quería formar una familia hasta que hubiera encontrado al padre adecuado para sus hijos, que debía ser también el hombre adecuado para ella.
Cualquier duda que pudiera haber albergado habría desaparecido ante la energía sexual que generaban cuando estaban juntos. Por primera vez en su vida, Emily comprendió el significado de la palabra «lujuria». Lo primero que pensaba por la mañana al despertarse, y con lo que soñaba la mayoría de las noches, era cómo sería cuando él la llevara a la cama.
Su pequeña empresa era muy rentable, y eso le permitía darse algunos caprichos, así que fue a una de las tiendas de lencería más selectas de Londres en busca de la ropa interior discretamente provocativa que su calenturienta imaginación esperaba que excitara a Marco. A la semana de conocerlo ya se había acostumbrado a llevar las diminutas bragas de seda y encaje. Iba así cada día a su oficina, por si aparecía Marco y le proponía que fueran a su apartamento para consumar su relación. Sonrió al recordar lo sensual y valiente que se sentía. Y las cosas que imaginaba que pasarían...
Sus más tórridas fantasías no podían igualar el modo en que reaccionó Emily ante las expertas caricias de Marco. Finalmente fue en casa de ella, en Chelsea. La fue desnudando lentamente, tan despacio que ella temblaba de expectación mientras esperaba que él le fuera quitando la ropa. Cuando por fin la tocó, sus caricias resultaron atormentadoramente leves, sólo la rozaba con las yemas de los dedos y con los labios, pero esa suavidad le hacía anhelar algo mucho más profundo e íntimo. Sólo con recordarlo, el corazón le daba un vuelco y aquel anhelo volvía a hacerse presente. Recordaba cómo había tratado de mostrarle su impaciencia, pero él se negaba a que le metieran prisa. Con los labios exploraba sus endurecidos pezones, y los dedos bajaron por su abdomen y le acariciaron levemente los muslos hasta que ella gimió de excitación. Él le separó las piernas con la mano y sus dedos le acariciaron el sexo, y Emily quiso gritar de deseo.
Justo cuando Marco empezaba a besarla más apasionadamente, el teléfono de la mesilla empezó a sonar. Como una idiota, contestó, y se encontró con que el que llamaba era uno de sus clientes más difíciles, que quería discutir ideas para una reforma. Para cuando se hubo librado del cliente, Marco ya se había vestido y le sonreía civilizadamente, pero dejando claro que no iba a ocupar un segundo lugar, detrás de su trabajo.
El incidente le dejó bien claro que él quería las cosas a su manera, y Emily no había vuelto a cometer el mismo error. Aunque, ¿no habría sido el error organizar su vida profesional según la agenda de Marco? Claro que no lo había hecho sólo por él; ella también deseaba hacerle sitio en su vida. Una voz en su interior, que sólo recientemente había empezado a reconocer, le decía que era la clase de mujer que, en secreto, deseaba ser el eje de una familia, esposa y madre. No deseaba irse al otro lado del mundo para ayudar a un cliente a elegir el color y el tono de la pintura; no quería que su pareja volviera a casa y la encontrara vacía. Cuando se casara y tuviera hijos, quería que éstos acudieran todos los días corriendo a contarle sus triunfos y sus angustias. Le gustaba su trabajo y estaba orgullosa de haber creado su propia empresa, pero sabía que lo que realmente le motivaba era el placer de crear un entorno agradable para aquéllos que amaba, más que engordar su cuenta bancaria.
Marco era el tipo de hombre al que le gustaban los desafíos, y la había hecho sentir un poco mejor cuando, más tarde, había admitido cuánto la deseaba aquella noche; aunque no podía haber sido más de lo que ella lo deseaba a él. Menos de tres meses después de su primera cita, él le pidió que se mudara a su apartamento. Entonces tuvieron su primera pelea, cuando ella comprendió que él esperaba que dejara su trabajo. Marco proclamó que le pasaría una asignación que compensaría con creces la pérdida de los ingresos que obtenía de su empresa.
–Quiero estar contigo –dijo ella acaloradamente–, pero no pienso renunciar a mi independencia económica. Marco, no quiero tu dinero.
–Entonces ¿qué es lo que quieres? –preguntó él con suspicacia.
–Te quiero a ti –se limitó a responder ella, y la pelea se olvidó, pues Marco quedó satisfecho con su valiente respuesta. Al menos, eso pensaba ella. Más tarde, comprendió que, lejos de respetarla por haberse negado a aceptar su dinero y sus regalos, Marco albergaba suspicacia y cierto desprecio hacia su postura. Si entonces hubiera prestado atención a las alarmas que esa certeza había hecho sonar, no se encontraría en la situación en la que se hallaba en esos momentos.
Habían compartido unos meses maravillosos. Marco trabajaba mucho, pero también le gustaba disfrutar de las cosas buenas de la vida. Se notaba que estaba acostumbrado a lo mejor y, aunque en ocasiones Emily deploraba su arrogancia y le tomaba el pelo en ese sentido, debía admitir que había disfrutado con las experiencias nuevas que había conocido de la mano de Marco. Éste la invitaba a salir varias veces a la semana, pero lo mejor era que, en tanto que amante, no sólo había colmado con creces sus fantasías, sino que había ido más allá. Con él se había aventurado en terrenos de descubrimiento sexual y disfrute que jamás había imaginado.
En el plazo de unas semanas, se había vuelto tan receptiva a su sensualidad que con tan sólo una mirada o una caricia, él podía hacerle entender inmediatamente que la deseaba, y ella respondía con una mirada que decía: «Llévame a la cama, por favor». No era que se limitaran sólo a la cama. Marco era un amante exigente y experto al que le gustaba llevar la voz cantante y hacerle vivir placeres nuevos. A veces la tomaba deprisa, con erotismo, en sitios casi públicos, y luego ella se sonrojaba al recordar su atrevimiento. Aunque también había veces en que hacían el amor durante toda la noche, o la mayor parte del día. Emily era una discípula ávida, que lo deseaba cada vez más a medida que pasaban los días, y cuya propia sexualidad y confianza habían crecido bajo sus expertos consejos.
La primera Navidad que pasaron juntos, Marco le regaló un precioso diamante de tres quilates, para engarzarlo en una sortija de su elección, pero Emily le pidió que donara el dinero a una asociación benéfica a favor de la infancia.
Marco no dijo nada, pero por su cumpleaños la llevó a un romántico refugio y le hizo el amor hasta que ella gritó de placer. Luego le ofreció un estuche que contenía unos pendientes de diamantes de dos quilates.
–He mandado un cheque por una suma equivalente al valor de los pendientes a tu asociación –había dicho.
En ese momento Emily se dio cuenta de que había cometido el imperdonable error de enamorarse de él.
Había sido una estupidez por su parte. Ahí estaba él en esos momentos, había vuelto a la cama, pero le daba la espalda. Fuera, la tormenta que se había desatado la noche anterior se estrellaba contra los cristales de las ventanas, cada vez con más fuerza.
Normalmente, saber que estaba a cubierto y calentita mientras en el exterior caía una lluvia helada debería haber bastado para hacerla sentir deliciosamente segura, más aún si estaba entre los brazos de Marco. Pero no era el caso. ¿Se estaría cansando de ella?
Marco oía la respiración suave de Emily a su espalda. Su cuerpo anhelaba el alivio que le procuraría poseerla, y... ¿por qué no iba a hacerlo?, se preguntó. Ya había decidido la suma que le entregaría en reconocimiento del tiempo que habían pasado juntos. Una suma tan generosa que se sentía justificado al pensar en seguir disfrutando de ella. Todavía no le cabía en la cabeza que pudiera seguir deseando a Emily, cuando de otras mujeres que habían pasado por su cama, mujeres mucho más experimentadas y sexualmente emprendedoras, se había aburrido rápidamente. Y le sorprendía todavía más que hubiera llegado a desear su compañía fuera de la cama, hasta el extremo de hablar con ella de su trabajo y permitir que lo convenciera de donar varias sumas a su asociación. Cuando descubrió la cantidad de sus modestos ingresos que ella entregaba cada mes para ayudar a los niños necesitados de Londres, apenas podía creerlo. Emily no aprobaría la negativa de su abuelo a ayudar a los menos favorecidos de Niroli; el rey Giorgio no veía el sentido de que los pobres esperaran de la vida más de lo que ésta podía ofrecerles.
No, definitivamente, Emily no era una candidata adecuada para convertirse en amante del rey de Niroli; claro que él todavía no era rey. Marco se removió en la cama y se volvió hacia ella. Observó brevemente su perfil y la curva del seno le hizo recordar lo suave que era y lo bien que encajaba en su mano. Como siempre ocurría, el núcleo de su cuerpo reaccionó ante la proximidad de Emily. Debía de haberle hecho el amor más de mil veces desde que la conocía, pero el deseo que sentía por ella no menguaba. Comprendía el peligro de ese comportamiento compulsivo, y se despreciaba por ello. Tenía intención de terminar su relación antes de marcharse a Niroli. Se aseguraría de no llevarse consigo ningún vestigio del deseo que sentía por Emily: estaba decidido a sustituirla enseguida como compañera de cama. Su cuerpo disfrutaba enormemente, pero eso no quería decir que fuera a quedarse prendado de ella para siempre. Se relajó y desechó por absurda la idea de que la manera en que la deseaba supusiera un riesgo para su independencia.
En cuanto Marco la tocó, Emily notó que su cuerpo se volvía manso, sumiso, por fuera y por dentro, donde se tensaba dolorosamente, y el deseo, que nunca la abandonaba, se desató con veloz familiaridad.
Marco apartó el edredón; un delgado rayo de luna daba un brillo plateado al pecho de Emily e iluminaba el erecto pezón, para disfrute suyo. Sus dedos recorrieron el círculo de luz haciendo que ella se estremeciera de placer mientras arqueaba la espalda en un simbólico y eterno gesto femenino de seducción, que ofrecía el cuerpo al amante.
Las manos de Marco se cerraron alrededor de su delgada cintura. Ella alzó la vista y sus ojos, muy abiertos, estaban llenos de excitación. En ese instante, lo único que le importaba era poseerla, el placer de presenciar de nuevo cómo ella alcanzaba el éxtasis cuando la tomara y la llenara, el placer de perderse en ella y arrastrarla con él. El deseo latió en su interior e hizo desaparecer todo lo demás. Le retiró el pelo y la besó en el cuello, donde sabía que debía hacerlo, para hacerla temblar y agitarse de placer. Le cubrió los pechos con las manos, amasándolos con erotismo, mientras su erección pujaba contra el muslo de ella, que mantenía abierto con la presión de una de sus rodillas.
Emily sonrió para sus adentros. Para Marco, el sexo significaba conquistar todos los rincones de su cuerpo. Incluso cuando le daba un simple beso, le gustaba que sus cuerpos estuvieran en contacto. No era que a Emily le importara, ¡ni lo más mínimo! Le gustaba aquella sensualidad posesiva. Sólo en momentos así, entre sus brazos, se permitía ella desplegar sus emociones, en lugar de luchar para conservar el aire sereno con que procuraba contenerlas. Cuando le hacía el amor, Marco no se contenía en mostrarle la pasión que sentía y eso le permitía a Emily dar rienda suelta a la suya. En ocasiones, había algo casi pagano en el modo como hacían el amor. Siempre en sintonía con el humor de Marco, esa noche Emily notaba en él una urgencia que se sumaba a su propia creciente tensión sexual. Gimió ligeramente cuando su boca le rozó el plateado pezón y su mano aceptó la invitación de las piernas abiertas.
En su primera época de amantes, al notar su falta de confianza y ligera torpeza en lo concerniente a su propia sexualidad, Marco la había relajado con una velada de champán y lentas aproximaciones, antes de convencerla para dejar que ambos se colocaran en una postura en que ella pudiera ver el reflejo de sus cuerpos desnudos en el espejo. Luego, con deliberada sensualidad le había revelado los misterios de su propio sexo, mostrándole sus palpitantes pétalos, inflamados y enrojecidos por el deseo, y los había acariciado para que ella observara la reacción de su propio cuerpo, deslizando la yema del dedo a lo largo de la carne húmeda antes de concentrarse en la protuberancia erecta y receptiva del centro de su placer. La había llevado al orgasmo así, abierta a la contemplación de su propia excitada y trastornada visión.
Ella se había tomado la revancha después, cambiando las tornas y explorándolo con manos y labios ávidos, sin ningún pudor, separando sus pesados y musculosos muslos para conocer la realidad de su sexo con los cinco sentidos.
De vuelta al presente, mientras los dedos de Marco exploraban su carne húmeda, Emily se arqueó de nuevo, ávida por aceptar aquella ofrenda de placer. Sin embargo, por una vez, él no parecía inclinado a llegar hasta la culminación de sus caricias sino que, de pronto, emitió un gruñido y la cubrió, penetrándola compulsivamente, como si no pudiera saciarse y conduciéndolos a ambos hacia el santuario que los aguardaba.
Instintivamente, Emily se aferró a él, recibiéndolo y compartiendo la turbulencia de la tempestad que los arrastraba.
Marco notó que una urgencia nada habitual lo poseía y le exigía empujar con más fuerza, más y más hondo. Emily se estremeció bajo la intensidad de aquella pasión y respondió inmediatamente. Le hundió las uñas en la espalda, invitándolo a llenarla. Un deseo primitivo se apoderó de Marco. Hacía tiempo que no utilizaba preservativo; su relación se había prolongado lo suficiente para saber que no había razones de salud para hacerlo, y Emily tomaba la píldora. Además, sabía cuánto le gustaba a ella el contacto piel contra piel de sus cuerpos.
¿Sería consciente Marco de lo profundamente que la estaba penetrando?, se preguntó Emily. ¿Y del placer tan intenso y primigenio que le proporcionaba y que la llevaría al orgasmo? ¿Sabría que cuando se derramara lo haría tan cerca de su útero?, ¿sabría cuánto lo deseaba, cuánto lo anhelaba en ese preciso instante? Lanzó un grito grave, casi atormentado cuando comenzó a sentir el orgasmo, aferrada a Marco, con la cabeza echada hacia atrás, en un éxtasis pagano, mientras el placer la recorría y se hacía más intenso en una segunda espiral de mayor intensidad que la sacudió y la derritió al tiempo que Marco se derramaba dentro de ella.
Emily parpadeó. Lo que acababan de compartir había sido increíblemente íntimo y físicamente satisfactorio. Lagrimas de emoción se deslizaron por sus mejillas. ¿Sería posible que Marco le hiciera el amor de ese modo y no estuviera enamorado de ella? Quizá el cambio que había notado en los últimos tiempos fuera debido a que se estaba enamorando de ella y no quería admitirlo. Experimentó ternura hacia él, sabiendo que nunca admitiría su vulnerabilidad. Se abrazó más a él, reconfortada por su calor y por la intimidad que acababan de compartir, y, sobre todo, por el destello de esperanza que surgió en su interior. Ella le mostraría que su amor lo haría más fuerte, que no lo debilitaría; le haría entender, como había hecho hasta entonces, que era él lo que ella quería, y no las cosas que podía proporcionarle. Marco nunca le había explicado por qué no creía en el amor y estaba convencido de no necesitarlo, y Emily se imaginaba que sería porque había sufrido un desengaño cuando era muy joven y se había propuesto no volver a enamorarse. En un hombre tan orgulloso como Marco, un herida así sería muy profunda. Aunque mucha gente se había apresurado al principio a contarle todos los cotilleos que había sobre él, como la serie de despampanantes mujeres que habían pasado por su cama antes que ella, nadie parecía saber mucho sobre qué hacía antes de ir a Londres. Marco protegía con celo su pasado y su privacidad, y Emily enseguida había aprendido lo cerrado que podía mostrarse cuando intentaba que le hiciera confidencias. En fin, que continuaran juntos debía de significar algo, se dijo, adormilada. Y ese algo tal vez fuera que Marco se había enamorado de ella sin darse cuenta.
–Y quiero que todo sea..., bueno, ya sabes, que sea como yo. Así que tiene que haber mucho rosa y montones de estantes para mis zapatos. Todos mis admiradores saben que me chiflan los zapatos.
A Emily le resultaba difícil concentrarse en lo que le contaba su cliente, y debía reconocer que no era sólo porque los comentarios de la estrella de reality-shows fueran banales.
Lo cierto era que, en las últimas semanas, su profesionalidad y dedicación al trabajo no eran los habituales, a causa de un cansancio permanente y un malestar que debían de ser los últimos efectos de un virus.
La estrella televisiva miró con impaciencia el reloj.
–¿Es necesario todo esto? –preguntó a su representante, que estaba allí para «cuidarla»–. Creía que me habías dicho que íbamos a hacer un programa sobre cómo voy a decorar mi nuevo apartamento, no que un decorador nos iba a soltar un rollo sobre cómo hacerlo.
Mientras la representante trataba de calmar a su cliente, Emily desconectó de la conversación. Esa mañana Marco se había marchado a la oficina mientras ella todavía dormía, y le había dejado una nota en la cocina en la que le decía que tenía que terminar un trabajo atrasado. No era raro que se marchara temprano de casa. En su profesión, a menudo debía llegar al trabajo antes de que los mercados de valores de Extremo Oriente hubieran cerrado. Ese día, sin embargo, por alguna razón, Emily sentía una profunda necesidad de verlo, de estar con él. ¿Por qué? Desde luego, no sólo porque se hubiera marchado sin despertarla para darle un beso de buenos días. Sacudió la cabeza y trató de olvidar el asunto, pero no podía, y el deseo de verlo se fue haciendo cada vez más presente. Miró el reloj. Era casi la hora de comer. Al principio de su relación, antes de que Marco le pidiera que fuera a vivir con él, había aceptado la invitación de pasar por su oficina algún día que le viniera bien. La aguda voz de la estrella de la tele se fue desvaneciendo en su mente y el corazón de Emily empezó a latir más deprisa al recordar aquel día...
Marco no la había recibido con demasiado entusiasmo.
–Estoy empezando a cansarme de que me hagas esperar, creo que lo haces a propósito –le soltó cuando la secretaria que la había hecho pasar a su despacho los dejó solos–. La verdad es que si llegas a tardar un minuto más en venir, no habrías pasado del mostrador de recepción –le hizo saber con arrogancia.
Aquel ataque verbal la había dejado muda, sólo podía sacudir la cabeza en señal de protesta.
–Si crees que haciéndome esperar vas a...