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La seducción de Xander Sterne Carole Mortimer Se busca ayuda para dominar a un hombre… Seis semanas atrás, un accidente de coche dejó a Xander Sterne con una pierna fracturada y, para su inmensa irritación, la necesidad de una ayudante en casa. Pero, para su sorpresa, la ayuda llegó en forma de la exquisita Samantha Smith. Y una pierna rota no sería obstáculo para el famoso donjuán. Sam era una profesional y no iba a dejarse cautivar por las dotes de seductor de su jefe, que flirteaba e intentaba seducirla a todas horas. Pero empezaba a preguntarse cuánto tiempo tardaría en convencerla para darle un nuevo significado al término "ayudante personal". Recuerdos en el olvido Amanda Cinelli Se dio cuenta de que seducirla era la diversión perfecta y quería que se convirtiera en su última conquista. La prensa le había dado muy mala fama a Leo Valente, y no sin razón, pero Dara Devlin era una mujer luchadora y no se iba a dejar desanimar tan fácilmente. Necesitaba el castillo familiar que pertenecía a Leo para organizar la boda de una importante clienta, así que, a cambio, había tenido que aceptar ser su novia por una noche. Si Dara había pensado que su sensatez y su profesionalidad iban a disuadirlo, estaba muy equivocada. ¡Solo habían hecho que Leo la desease todavía más! Oscuro juego de seducción Elizabeth Power En el oscuro juego de venganza y seducción cambiaron las tornas. ¿Quién acabaría utilizando a quién? Conan Ryder irrumpió hecho una furia en la vida de Sienna, interrumpiendo su trabajo como instructora de gimnasia y acelerándole el pulso al máximo. Le exigía que su sobrina lo acompañara a visitar a su madre enferma. Pero Sienna no estaba dispuesta a dejar a su hija pequeña sola en manos de su cuñado. Por eso, llena de pánico, decidió volver a la boca del lobo.
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Seitenzahl: 743
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack 92 Bianca, n.º 92 - marzo 2016
I.S.B.N.: 978-84-687-8252-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
La seducción de Xander Sterne
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Recuerdos en el olvido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Epílogo
Oscuro juego de seducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Atracción devastadora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Sé que te vas de luna de miel dentro de unos días, Darius, pero de verdad que no necesito que me busques una niñera para dos semanas – Xander Sterne fulminó con la mirada a su hermano mellizo.
–No es una niñera, solo alguien que podría ayudarte con cosas que tú aún no puedes hacer, como entrar y salir de la ducha, secarte, vestirte, conducir.
–Tenemos un chófer en la empresa para eso.
–Pero no hay nadie para ayudarte con el resto de las cosas – razonó su hermano–. O que cocine para ti.
–Por favor, hace seis semanas que me rompí la pierna.
–Por tres sitios y han tenido que operarte dos veces para arreglarla. No puedes aguantar de pie más de diez minutos – insistió Darius.
Xander lo miró malhumorado, sabiendo que todo lo que decía su hermano era cierto.
–Esto no tiene nada que ver con lo que pueda o no pueda hacer, ¿verdad?
Por fin suspiró, resignado.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que quiero decir es que no tengo deseos de morir. Sí, me puse frente al volante cuando no debería, y sí, terminé chocando contra una farola y destrozando el coche, pero, afortunadamente, nadie más resultó herido. Pero no lo hice a propósito. En ese momento estaba furioso y no podía ver las cosas con claridad. Estaba furioso – repitió, con tono airado.
–Todo el mundo se enfada alguna vez.
–Mi rabia llevaba meses creciendo.
–Lo sé.
Xander parpadeó.
–¿Lo sabes?
Su hermano mellizo asintió con la cabeza.
–Trabajabas a todas horas y nunca estabas en casa. Era como si quisieras evitar algo o a alguien.
–Pues mira de qué me ha servido.
Si Xander hubiese podido pasear, se habría puesto a hacerlo en ese momento.
Seis semanas antes, por primera vez en su vida se había dado cuenta de que tenía un carácter volcánico. No el pausado temperamento de su hermano, sino un pronto fulminante como un volcán que había explotado sin control. Y el resultado fue que había estado a punto de golpear a otro hombre. Golpearlo sin parar.
Cierto que ese hombre había abusado verbalmente de la mujer que había ido con él esa noche a la exclusiva discoteca londinense de los hermanos Sterne. Era una situación que le despertaba recuerdos de la infancia, de cómo su padre había tratado a su madre.
Pero el deseo de golpear a alguien lo había sacudido hasta lo más hondo, hasta el punto de no confiar en sí mismo o en cómo podría responder ante una situación; nunca había querido golpear a nadie en toda su vida antes de esa noche. Ni siquiera al padre que lo pegaba cuando era niño.
Lomax Sterne había muerto veinte años atrás, después de caerse por la escalera de la casa familiar de Londres durante una noche de borrachera. Una muerte que ni su mujer ni sus hijos habían lamentado.
Y seis semanas antes, Xander se había llevado un susto de muerte al descubrir que, a los treinta y tres años, él tenía ese mismo temperamento.
–¿Qué te atormentó tanto, lo sabes? – Darius lo miraba con curiosidad.
Xander hizo una mueca.
–No lo sé. Sí, sí lo sé – su ceño se alisó–. ¿Recuerdas cuando estuvimos en Toronto hace cuatro meses? ¿Recuerdas al director de la empresa Bank’s? Fuimos a cenar con él y su mujer.
–Y él la despreció durante toda la noche – recordó Darius con tristeza–. Esa es la razón por la que decidimos no hacer tratos con él. Y la razón para tu rabia contenida durante todos estos meses, me imagino.
–Creo que sí – asintió él.
–Pero lo controlaste, como lo controlaste hace seis semanas – insistió Darius, impaciente–. Olvídalo, todo ha terminado.
Xander desearía poder olvidarlo tan fácilmente.
–De verdad agradezco que te hayas mudado aquí durante estas últimas cuatro semanas, pero no me apetece tener a otra persona, un extraño, viviendo conmigo ahora mismo – le dijo. En realidad, estaba deseando volver a tener el ático para él solo otra vez–. No quiero ser desagradecido, pero es que no me imagino tener que sentarme a la mesa del desayuno todos los días con el sin duda musculoso Sam Smith, a quien quieres contratar para que sea mi niñera y guardián mientras tú estás fuera.
Darius soltó una carcajada.
–Si pensaran que vives con un hombre que no es tu hermano, los vecinos se lo pasarían en grande.
–¿Qué?
Siendo uno de los multimillonarios hermanos Sterne, la fama de playboy de Xander era algo sobre lo que los medios de comunicación llevaban años especulando. De modo que sí, sin duda se lo pasarían en grande si supieran que estaba compartiendo apartamento con otro hombre.
–Afortunadamente para ti, eso no va a pasar. Samantha Smith es una mujer – le explicó Darius, burlón.
Xander abrió los ojos como platos.
–¿Sam Smith es una mujer?
–Me alegra saber que tu oído no resultó afectado por el accidente – bromeó su mellizo.
Darius se había tomado su tiempo para darle una información tan importante.
–¡No tienes que alegrarte tanto por dejarme completamente a merced de esa mujer durante dos semanas!
–Le pediré que sea delicada contigo – replicó su hermano, guasón.
–Muy gracioso – murmuró Xander, distraído. La idea de tener a una extraña allí con él lo hacía sentirse incómodo–. ¿De qué conoces a esa mujer?
–Es amiga de Miranda. Le cae muy bien, tanto que le ha pedido que trabaje en su estudio de ballet a tiempo parcial cuando volvamos de nuestra luna de miel. Ah, y su hija es alumna suya.
–¡Un momento! – Xander levantó una mano, respirando agitadamente–. No habías mencionado que tuviera una hija. ¿Qué piensa hacer con la niña mientras se aloja aquí?
–La traerá con ella, por supuesto – respondió su hermano con toda tranquilidad.
–¿Te has vuelto loco? – estalló Xander por fin, levantándose con ayuda de las muletas–. Darius, te he contado lo que me pasó en la discoteca hace seis semanas. ¿Te he contado cómo perdí el control y ahora vas a traer a una niña a vivir conmigo? ¿Cuántos años tiene la hija de la señora Smith?
–Cinco, creo.
–¿Y vas a permitir que esa mujer traiga a una niña de cinco años a vivir conmigo? – Xander hizo un esfuerzo para calmarse–. Esto ha sido idea de Andy, ¿verdad? – era una afirmación más que una pregunta–. Le has contado lo que me pasó y…
–No me dijiste que no lo hiciera – lo interrumpió Darius.
–Me da igual que le hayas contado a Andy lo que pasó esa noche – insistió Xander impaciente–. Después de todo, va a ser tu mujer y mi cuñada. Lo que sí me importa es que Andy quiera traer a la señora Smith y a su hija para demostrar que no me he convertido en un monstruo. Un ingenuo intento por su parte de hacer que no tenga tan mala opinión de mí mismo.
–Ten cuidado – le advirtió su hermano.
Pero Xander estaba demasiado enfadado como para hacer caso de esa advertencia.
–La vida no es un cuento de hadas. ¡Y, si lo es, entonces yo soy el monstruo y no el príncipe azul!
Darius miró a su hermano, pensativo.
–¿Sabes una cosa? Como Miranda me dijo una vez, la vida no consiste en lo que tú quieras o dejes de querer – dijo por fin, poniéndose serio–. Aparte de sentirme tranquilo, ¿se te ha ocurrido pensar que Samantha Smith tiene una hija y que podría necesitar el dinero que voy a pagarle por ser tu niñera mientras estoy fuera?
Xander no lo había pensado, desde luego.
Pero ¿y si esa mujer hacía algo que despertase el carácter violento que acababa de descubrir? ¿Y si lo hacía su hija? Darius no encontraría nada de lo que reírse entonces. Y Xander jamás se perdonaría a sí mismo si perdiese la paciencia con una de ellas, porque eso lo convertiría en el monstruo que había sido su padre.
Darius frunció el ceño en un gesto de disgusto.
–Miranda responde por ella y Sam necesita el dinero que voy a pagarle por vivir aquí mientras estamos fuera. Fin de la historia.
Xander no estaba de acuerdo.
Sí, su ático de Londres era lo bastante grande como para acomodar a una docena de personas sin que tuvieran que molestarse unas a otras. Aparte de los seis dormitorios con cuarto de baño había un gimnasio, una sala de cine, dos salones, un estudio con paneles de madera en las paredes, un comedor grande y una cocina aún más grande.
Pero esa no era la cuestión.
La cuestión era que él no quería compartir su espacio con una mujer a la que no conocía y menos con su hija de cinco años.
Pero ¿qué podía hacer? Al menos, debía intentarlo. Darius se había portado mejor de lo que cabría esperar al mudarse al ático para cuidar de él desde que salió del hospital cuatro semanas antes.
¿Era justo dejar que se preocupase mientras estaba en su luna de miel con Miranda?
Desgraciadamente, Xander conocía.
El señor Sterne es una buena persona, mami? – preguntó Daisy en voz baja mientras iban en el asiento trasero de la limusina enviada por Darius Sterne.
¿Era Xander Sterne una buena persona?
Sam solo lo había visto una vez, durante la entrevista que había tenido con los hermanos Sterne dos días antes, mientras Daisy estaba en el colegio.
En consecuencia, la pregunta resultaba difícil de responder. Xander había dejado hablar a su hermano y solo había contribuido a la conversación al final, cuando le soltó una docena de preguntas a toda velocidad sobre el colegio de su hija y el tiempo que Daisy pasaría en el apartamento.
Dejando claro que, aunque estaba dispuesto a tolerar su presencia en la casa durante las siguientes dos semanas, no le hacía la menor gracia.
Una actitud que a Sam tampoco le hacía gracia en absoluto.
Pero no podía elegir.
No siempre había tenido problemas económicos. Su exmarido, Malcolm, no era tan rico como los hermanos Sterne, pero también era un empresario de éxito que poseía una mansión en Londres, una villa en el sur de Francia y otra en el Caribe.
Sam tenía veinte años y Malcolm treinta y cinco cuando se conocieron. Ella era una secretaria y él el propietario de la empresa. Se había enamorado a primera vista del elegante, sofisticado, moreno y rico empresario y, aparentemente, Malcolm había sentido lo mismo por ella, porque dos meses después de conocerse se habían casado.
Sam estaba ilusionada al principio, locamente enamorada de su guapo y rico marido. Sus padres habían muerto años antes y había sido criada en una serie de casas de acogida. Su familia era prácticamente inexistente, solo un par de tías lejanas a las que no veía nunca.
Pero el embarazo había cambiado su matrimonio de manera irrevocable.
Malcolm y ella nunca habían hablado de tener hijos, pero Malcolm no quería hijos que interrumpiesen su vida, como descubrió cuando le contó, emocionada, que estaba embarazada de dos meses.
Entonces estaba convencida de que había sido solo una reacción instintiva a la idea de convertirse en padre por primera vez a los treinta y seis años. Malcolm no podía hablar en serio cuando sugirió que interrumpiese el embarazo.
Estaba equivocada.
Su matrimonio había cambiado de la noche a la mañana. Malcolm se mudó a otro dormitorio porque no aceptaba la transformación de su cuerpo a medida que el embarazo se hacía más evidente. Sin embargo, incluso entonces había esperado ingenuamente que cambiase, convencida de que su matrimonio no podía estar roto después de un año y de que Malcolm se acostumbraría a la idea de la paternidad, o antes o después de que naciese el bebé.
De nuevo, estaba equivocada.
Su marido había seguido en el otro dormitorio, ignorando el embarazo por completo, y ni siquiera había ido a visitarla al hospital cuando Daisy nació. Incluso se había ausentado de la casa cuando volvió del hospital, sola, llevando orgullosamente a Daisy en brazos, y la acomodó en la habitación que había pasado tantas horas decorando.
Sam luchó durante dos años, intentando que su matrimonio funcionase, convencida de que Malcolm no podía seguir ignorando la existencia de su hija para siempre. ¿Cómo podía no querer a su adorable niña?
Pero no había sido así.
Al final de esos dos años de espera se vio obligada a admitir la derrota. Ya no podía amar a Malcolm, no sentía nada por él. ¿Cómo podía un hombre negarse a reconocer a sus propias esposa e hija?
Pero los últimos tres años no habían sido fáciles. Ni emocional ni económicamente.
Sus emociones y cómo se enfrentaba a ellas eran su problema, claro, pero un multimillonario como Xander Sterne no podría entender que había tenido que vivir con lo mínimo y ahorrar dinero quedándose sin comer algunos días solo para poder pagar la clase de ballet de su hija una vez a la semana. Algo sobre lo que Daisy había hablado desde que empezó a caminar y que ella no iba a negarle.
Tras el divorcio, Malcolm se había negado a contribuir a la manutención de la niña y se limitaba a ingresar una mínima cantidad de dinero en su cuenta del banco una vez al mes. Una cuenta a nombre de Samantha Smith y no a su nombre de casada, Samantha Howard.
Había renunciado a su apellido de casada, a la pensión alimenticia que correspondía a Daisy y a los regalos y joyas que su marido le había dado durante el matrimonio a cambio de que Malcolm aceptase darle la custodia de la niña. Un precio que Sam había estado dispuesta a pagar y que volvería a pagar si tuviese que hacerlo.
Xander Sterne, un hombre que poseía y dirigía un imperio económico con su hermano mellizo, no podría entender lo difícil que era encontrar un trabajo para una mujer que tenía una niña pequeña. Y más uno que se ajustase a las horas en las que Daisy estaba en el colegio. Trabajar como camarera por las mañanas había sido una de las opciones desde que la niña empezó las clases en septiembre, pero incluso eso se convertía en una pesadilla cuando llegaban las vacaciones. Y lo hacían invariablemente.
Pero ese último problema iba a ser resuelto en dos semanas, gracias a su nuevo trabajo en el estudio de ballet de Andy. Mientras tanto, esas dos semanas cuidando del señor Sterne le permitirían pagar las facturas del gas y la luz.
Iba a pasar dos semanas en casa de un hombre al que solo había visto una vez y con quien no se sentía cómoda en absoluto. No había sido exactamente grosero con ella, pero tampoco había sido amable.
Entonces, ¿era su nuevo jefe una buena persona?
Sinceramente, no tenía ni idea.
No podía negar que era muy masculino, de anchos hombros, cintura y caderas estrechas y largas piernas. El pelo dorado, desordenado y algo largo, unos ojos castaños, oscuros y penetrantes en un rostro bronceado; nariz larga y recta entre unos pómulos perfectamente esculpidos, unos labios gruesos y sensuales, el de arriba más que el de abajo, sobre un mentón cuadrado y decidido. ¿Indicación de una naturaleza sensual?
Bueno, probablemente no habría podido disfrutar de eso durante las últimas seis semanas, ya que el accidente en el que se rompió la pierna lo había tenido recluido en su apartamento durante todo ese tiempo.
Aunque eso no habría evitado que recibiera visitas femeninas, claro.
Era algo en lo que no había pensado hasta ese momento, pero las conquistas amorosas del multimillonario Xander Sterne habían ocupado los titulares de las revistas durante muchos años.
Y las mujeres con las que salía fotografiado en festivales de cine y otros eventos siempre eran guapísimas, altas, de piernas largas y rezumando sex-appeal.
–¿Mamá? – el tono curioso de Daisy le recordó que aún no había respondido a su pregunta.
Sam se volvió para sonreír a su hija.
–El señor Sterne es un hombre muy agradable, cariño – le dijo, evitando mirar en dirección al chófer por si acaso veía una expresión escéptica en su rostro como confirmación a sus recelos.
Porque «agradable» no era una palabra que pudiese describir a Xander Sterne. Dinámico, arrogante, letalmente atractivo. Pero ¿agradable? No, eso no.
–¿Y tú crees que le caeré bien? – preguntó Daisy, con cierta intranquilidad.
La ansiedad de su hija hizo que apretase los labios. Una ansiedad fruto de los años de desinterés de Malcolm, su padre, y que había dado como resultado que Daisy siempre se sintiera nerviosa con los hombres.
–Por supuesto que le caerás bien, cielo mío – Sam destrozaría a Xander Sterne si decía o hacía algo que hiriese a su vulnerable hija–. Bueno, ¿te has acordado de guardar tu oso de peluche en la maleta?
Cambió deliberadamente de tema porque no había ninguna razón para preocupar a Daisy cuando ella misma estaba nerviosa por las dos.
Xander no estaba exactamente paseando por los pasillos de su ático, sino más bien arrastrándose poco elegantemente arriba y abajo con sus muletas mientras esperaba impaciente la llegada de Samantha Smith y su hija.
Debía admitir que se quedó un poco sorprendido por su aspecto cuando la conoció el miércoles por la mañana, tanto que no había sido capaz de hablar durante casi toda la entrevista, dejando que lo hiciese Darius.
Para empezar, debió de casarse siendo jovencísima y no parecía lo bastante mayor como para tener una hija de cinco años.
Además, era muy bajita, poco más de metro y medio, y casi tan delgada como su futura cuñada. Aunque, por las ojeras bajo sus llamativos ojos de color amatista y sus pálidas mejillas, parecía como si su delgadez fuese debida más a la falta de alimento que a las horas de ejercicio de las que tanto disfrutaba Miranda.
Esos inusuales ojos de color amatista no eran el único rasgo llamativo del rostro de la señora Smith. También tenía unos pómulos altos con unas cuantas pecas sobre las mejillas hundidas y el puente de la respingona nariz y una boca de labios gruesos y sensuales. El pelo, apartado de la cara y recogido en una coleta alta, era lo bastante largo como para caer en cascada hasta la mitad de la espalda, de un rojo profundo, vívido. ¿Tal vez indicativo de una naturaleza ardiente?
De ser así, no había visto ese fuego durante la entrevista de media hora dos días antes. Al contrario, había respondido en voz baja a las preguntas de Darius y luego a las suyas, bajando las largas y oscuras pestañas. Apenas lo había mirado un momento, pero lo suficiente como para admirar esos inusuales ojos de color amatista.
Tal vez era tímida, o tal vez no le gustaban los playboys multimillonarios, pero estaba dispuesta a soportarlo por el dinero que Darius iba a pagarle. Su hermano había preferido atribuir su silencio al nerviosismo por ser el centro de atención de los dos hermanos Sterne.
Y era posible, debía admitir. Darius solo o Xander solo podían intimidar a cualquiera, pero si además estaban juntos…
Fuera cual fuera la razón para su actitud retraída, Xander solo estaba dispuesto a soportar su compañía el tiempo suficiente para que Darius y Miranda disfrutasen de su luna de miel y ni un día más.
¿Y dónde estaba? Paul había ido a buscarlas una hora antes y ya deberían estar allí. Que no fuese capaz de salir de su casa a la hora acordada no auguraba nada bueno.
Necesitaba hablar con la señora Smith en cuanto llegase y dejar bien claro desde el principio qué iba a tolerar y qué no por parte de su hija. Ya tenía una lista de reglas preparada.
Nada de correr por los pasillos del ático.
Nada de gritar.
Nada de programas de televisión a todo volumen, especialmente por las mañanas.
Nada de entrar en su dormitorio.
Y absolutamente nada de tocar sus obras de arte o sus cosas personales.
De hecho, Xander preferiría no notar la presencia de la niña en el ático. ¿Sería eso posible con una niña de cinco años?
Tendría que serlo. La señora Smith y su hija no eran sus invitadas, sino sus empleadas… al menos la madre, y esperaba que tanto ella como su hija se portasen debidamente.
–Mira, mamá, ¿habías visto alguna vez una televisión tan grande?
Xander, que apenas había tenido tiempo de registrar la presencia de dos personas cuando se abrieron las puertas del ascensor privado, intentó apartarse cuando una niña de pelo rojo empezó a correr como un torbellino por el pasillo en dirección a la puerta abierta del cine casero, golpeándolo sin querer en un codo y haciendo que perdiese una de las muletas. Xander intentó mantener el equilibrio, pero apenas podía apoyar la pierna en el suelo.
La afligida mirada de Sam siguió el vuelo de su hija por el pasillo alfombrado con la horrorizada fascinación de alguien que presencia un choque de trenes.
Cerró los ojos cuando Daisy pasó corriendo frente a un boquiabierto Xander Sterne, y los abrió justo a tiempo para ver que perdía el equilibrio.
Sí, definitivamente un choque de trenes.
Sam soltó su bolso a toda prisa para correr al lado de Xander Sterne, justo a tiempo para poner un hombro bajo su brazo y evitar que se cayera al suelo.
O, al menos, ese era el plan.
Desgraciadamente, Xander pesaba el doble que ella y, cuando perdió el equilibrio del todo, la arrastró con él. Terminaron los dos en el suelo, uno encima del otro. La caída, aunque ligeramente amortiguada por la alfombra, provocó un gruñido de dolor por parte de Xander, que había caído de espaldas.
¡Aquello no era solo un choque de trenes, era una catástrofe!
–Bueno, la regla número uno ya ha quedado sin efecto – murmuró Xander entre dientes.
–¿Perdón? – Sam levantó la cabeza para mirarlo.
–¿Por qué estás en el suelo con el señor Sterne, mamá? – preguntó una sorprendida Daisy, volviendo al pasillo.
–¿Se lo dice usted o se lo digo yo?
El torso de Xander Sterne, el ancho y musculoso torso de Xander Sterne bajo la ajustada camiseta negra, se levantó bajo los pechos de Sam al pronunciar esas palabras.
Sam se ruborizó al ver la censura de los ojos castaños que la fulminaban en ese momento. Las esculpidas facciones de su jefe estaban contraídas en un gesto de desagrado.
¿O tal vez era un gesto de dolor más que de censura?
Daisy acababa de tirar al suelo a un hombre que estaba recuperándose de una fractura en la pierna, exactamente la razón por la que estaban en su casa.
–Lo siento – murmuró Sam mientras se apartaba con cuidado para evitar hacerle más daño, preguntándose si debía responder a su hija o ayudarlo a levantarse.
Decidió hacer las dos cosas al notar que su rostro había palidecido en los últimos segundos.
–Nos hemos caído, cielo – respondió distraída mientras se ponía de rodillas para ayudar a Xander–. ¿Quiere que llame a un médico? Tal vez no debería levantarse – le preguntó, preocupada, mientras intentaba hacerlo rodar hacia el lado derecho.
Xander se volvió para lanzar sobre ella una fría mirada. Era su dignidad la que estaba herida más que su pierna. Estar cuatro semanas dependiendo de unas muletas no era precisamente bueno para su ego y, además, debía afrontar la amarga realidad de que una niña de cinco años era capaz de tirarlo al suelo.
Aunque no había sido tan malo, tuvo que reconocer a regañadientes mientras tomaba las muletas para ponerse en pie. La señora Smith era pequeña y más delgada de lo que a él solía gustarle, pero lo poco que había de ella era totalmente femenino. Un hecho al que su cuerpo había respondido mientras estaba encima de él. Le había parecido increíblemente suave y, además, olía a flores.
Después de seis semanas sin sexo era bueno saber que al menos esa parte de él seguía funcionando, aunque el resto estuviera hecho pedazos.
Aunque, tratándose de una mujer a la que pagaba para que lo ayudase, era una respuesta totalmente inapropiada.
–¡No necesito un médico para saber que lo único que está herido es mi ego! – respondió Xander con más dureza de la que pretendía.
Lamentó de inmediato su tono cortante cuando ella se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado.
Pero ¿qué había esperado? ¿Que se riera de la gracia de la niña?
Maldita fuera, su hija y ella acababan de llegar. Ni siquiera había tenido la oportunidad de establecer las reglas para su estancia en el ático.
–Ah, justo a tiempo – murmuró Xander cuando se abrieron las puertas del ascensor por segunda vez y Paul entró llevando varias maletas, evidentemente el equipaje de madre e hija–. Paul me ayudará a levantarme. Si no le importa llevarse a su hija a la cocina y hacer un té…
Sam sabía que era una orden más que una petición, y una forma de librarse de Daisy y de ella.
Era lógico. Ya había sufrido la indignidad de caerse al suelo y no necesitaba el bochorno de tener que ser ayudado por Paul a levantarse delante de ella.
Xander Sterne no daba la impresión de ser un hombre a quien le gustase mostrar sus debilidades. Y eso no prometía nada bueno para las siguientes dos semanas, tuvo que reconocer Sam haciendo una mueca. Cuando ella debería estar ayudándolo, además de cocinar para él.
Sonrió a Paul, agradecida, antes de dejarlo ayudando a Xander mientras Daisy y ella iban en busca de la que resultó ser una preciosa cocina en rojo y negro, con numerosos y carísimos electrodomésticos, todos en brillante acero cromado.
La clase de cocina que le hubiese encantado explorar a placer si no estuviera preguntándose, angustiada, si Daisy y ella estarían allí el tiempo suficiente como para ver algo más que el interior del ascensor para volver a casa.
Sentó a Daisy sobre un taburete y sacó un cartón de zumo de naranja de la enorme nevera americana para servirle un vaso.
–Te había dicho que no debías correr por la casa – la regañó en voz baja mientras ponía agua a calentar, escuchando el murmullo de voces masculinas en el pasillo.
–Lo siento, mamá – la niña hizo un puchero–. Es que la televisión era enorme y quería… lo siento – repitió, contrita.
La expresión de Sam se suavizó de inmediato.
–Creo que le debes una disculpa al señor Sterne, ¿verdad?
–Sí, mamá. ¿Crees que nos dejará quedarnos? – preguntó la niña ansiosamente.
No ayudaba nada que Sam estuviera haciéndose la misma pregunta.
–¿Tú quieres quedarte?
–Sí, sí – respondió Daisy, entusiasmada.
Sam sabía que la razón para el entusiasmo de su hija era la enorme televisión. Desde luego, no podía ser porque le gustase Xander Sterne cuando lo único que había hecho era gruñirles.
Xander estaba a punto de entrar en la cocina, con intención de echarle una bronca a Sam Smith antes de ordenarle que se fuera, cuando escuchó la conversación entre madre e hija.
Y se le encogió inesperadamente el corazón al notar lo apagada que estaba la antes emocionada Daisy.
Porque había reaccionado como un idiota malhumorado. Ante una niña de cinco años.
Maldita fuera, no iba a convertirse en su padre.
¡No iba a hacerlo!
El pequeño tornado pelirrojo no había tenido intención de tirarlo al suelo. Había sido un accidente que rozase su codo al pasar como una flecha.
Pero ¿por qué estaba buscando excusas cuando tenía la excusa perfecta para despedir a la señora Smith? Incluso antes de que tuviera tiempo de deshacer las maletas, que le había pedido a Paul que dejase en el pasillo.
¿Y qué podría pasar si la despedía? Seguía necesitando ayuda y echaría a perder la luna de miel de Darius y Miranda si le pedía que se fuera.
Que Sam contase con el dinero que ganaría trabajando para él durante esas dos semanas también era algo a tener en cuenta.
A pesar de sus reservas, no era tan egoísta como para hacérselo pasar innecesariamente mal a la señora Smith y a su hija.
Sam estaba de espaldas a él cuando por fin entró en la cocina, permitiéndole disfrutar de ese glorioso cabello rojo rizado que caía por su espalda y del trasero respingón bajo los vaqueros ajustados.
La niña, sentada en un taburete, lo miraba con unos ojos enormes y ansiosos de color amatista por encima de un vaso de zumo de naranja.
Era una mirada de ansiedad que recordaba de su propia infancia.
Una ansiedad de la que él era responsable, como una vez lo había sido su padre.
Su conocimiento y experiencia con niños era limitado, por decir algo, pero incluso él podía ver que era una belleza con ese pelo rojo, largo y rizado. Sus facciones eran más redondas que las de su madre, aunque contenía la promesa de la misma belleza. Era un rostro de querubín, dominado por unos ojos grandes, con unas pecas similares sobre las mejillas y el puente de la diminuta nariz.
La niña se bajó del taburete para mirarlo con expresión seria.
–Siento mucho haberlo tirado al suelo, señor Sterne.
Caray, incluso tenía un enternecedor ceceo, sin duda provocado por el diente que le faltaba.
–No era mi intención – siguió–, es que nunca había visto una televisión tan grande – sus ojos se llenaron de lágrimas–. Pero mi mamá me ha repi… repi…
–Repetido – intervino Samantha mientras ponía la taza de té y el azucarero sobre la encimera.
–Repi… dicho muchas veces – siguió la niña con tono enternecedor– que no corriese por la casa.
Xander se aclaró la garganta.
–Yo lo llamo la mirada del cachorro – le confió Sam en voz baja mientras le acariciaba con ternura el pelo a su hija.
–¿Qué? – Xander tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de la contrita criatura
–Las lágrimas empañando esos grandes ojos, el temblor del labio inferior, la mirada de cachorro que se ha llevado una regañina – le explicó Sam–. Es una mirada que mi hija… en realidad la mayoría de los niños, tienen dominada a la perfección cuando cumplen los tres años.
–Ah.
Como sentirse como un tonto en una lección, pensó Xander. Una niña de cinco años estaba jugando con él, ni más ni menos.
Sam esbozó una sonrisa al notar su confusión.
–Le aseguro que la contrición es sincera y no debería sentirse mal por responder a esa mirada. Normalmente, también le funciona conmigo.
Xander tenía la sensación de estar perdiendo el control de la situación. Si alguna vez lo había tenido.
Pero era hora de que lo recuperase, decidió, mirando fríamente a las dos.
–Paul ha dejado las maletas en el vestíbulo, que por razones obvias tendréis que llevar vosotras mismas a la habitación. Las vuestras son dos habitaciones contiguas al final del pasillo, a la derecha. Mi habitación es la última puerta a la izquierda. Una zona en la que no podéis entrar sin permiso por ninguna razón – le explicó–. Por ninguna razón – repitió luego con tono cortante.
Ella irguió los hombros, seguramente sin darse cuenta de que el movimiento empujaba sus pequeños, pero perfectos pechos hacia delante.
Algo en lo que Xander sí se fijó, a pesar de sí mismo.
–Por supuesto – respondió Samantha–. Vamos, Daisy, el señor Sterne quiere estar solo.
Tomó a su hija de la mano para salir de la cocina, pero Daisy se volvió hacia Xander con una tímida sonrisa. Haciendo que Xander se sintiera como un patán por haberles hablado con tanta dureza.
Pero de inmediato descartó esos sentimientos. Si Daisy Smith había perfeccionado su mirada de cachorro, ciertamente lo había aprendido de su madre.
–¿Quiere algo más, señor Sterne?
Sam mantuvo una expresión deliberadamente insípida mientras esperaba frente a la mesa del comedor, donde acababa de servir el primer plato de la cena: unos espárragos con salsa bearnesa perfectamente cocinados.
Sam llevaba el largo pelo recogido en un moño y los mismos pantalón negro y camisa blanca que había llevado durante la entrevista; era lo más parecido a un uniforme que tenía para las próximas dos semanas.
Además, había llevado con ella todos los ingredientes para las comidas que serviría durante el fin de semana porque, con la boda de Darius y Miranda al día siguiente, no tendría tiempo de ir a comprar hasta el lunes.
Había decidido preparar algo sencillo para esa noche, los espárragos seguidos de un buen entrecot con una patata rellena y zanahorias con mantequilla y, como postre, un pastel de piña con helado. Todo era fácil de hacer, pero tenía buen aspecto y sabía bien. Y no podía negar que esa cocina era un sitio de ensueño para trabajar.
Siempre le había gustado cocinar y era algo que se le daba bien. Y, por eso, había sido una desilusión cuando Malcolm se negó a permitir que cocinase en casa, insistiendo en que tenían un chef para eso. Lo único que Sam hacía en la cocina era aprobar los menús para la semana.
Desgraciadamente, desde el divorcio su exiguo presupuesto era el factor más importante en las comidas que podía preparar para Daisy y para ella.
Por suerte, no habría tales limitaciones en aquella casa. Y Sam dudaba mucho que hubiera comido un plato de comida casera en toda su privilegiada vida.
–¿Qué tenías en mente? – Xander se echó hacia atrás en la silla para mirarla con esos ojos oscuros e insondables.
Se había cambiado de ropa para cenar, pero solo para reemplazar la camiseta negra por una blanca. Claro que estaba en su propia casa y tenía libertad para ponerse lo que quisiera. O no ponerse nada.
Habían pasado un par de horas desde que les pidió que fueran a su habitación y Sam había usado ese tiempo para deshacer las maletas y colocar las cosas en los cajones de las cómodas. También había guardado en la nevera y los armarios los productos que había llevado antes de ponerse a hacer la cena.
Las mejillas de Sam enrojecieron al notar el innegable tono retador, pero era un reto que decidió ignorar. Había estado casada con un hombre cuyo dinero, y el poder que le daba ese dinero, lo habían hecho arrogante y egoísta hasta el punto de atropellar a todo el mundo. Incluida Sam y su romántico sueño de un futuro feliz.
No tenía intención de reconocer que Xander Sterne tenía un excitante punto de «chico malo», con la camiseta ajustada sobre los anchos hombros y la manga corta revelando los bronceados y potentes bíceps. O que había notado que tenía el trasero prieto bajo esos vaqueros negros ajustados.
Lo suficiente como para que solo con mirar a aquel hombre tan masculino le sudasen las manos y sintiera un cosquilleo entre las piernas.
Nada de lo que debería sentir por aquel hombre tan arrogante.
–Antes ha hecho un comentario – empezó a decir con frialdad– sobre que la regla número uno quedaba sin efecto.
–Así es.
–¿Qué quería decir con eso?
–¿Dónde está Daisy? – quiso saber Xander en lugar de responder a su pregunta–. Parece que el apartamento está muy silencioso esta noche.
Sam se puso a la defensiva de inmediato; daba igual lo que pensara aquel hombre, Daisy no era una niña ruidosa o alborotadora. De hecho, todo lo contrario. Daisy era introvertida más que extrovertida, sin duda por culpa de sus primeros años de infancia con un padre que ignoraba su existencia y había impuesto unas reglas muy precisas para que la niña fuese invisible.
Y eso le había provocado a Sam un sentimiento de culpabilidad con el que vivía a diario.
Por haberse agarrado a la frágil esperanza de que su matrimonio algún día volviese a ser como el primer año, cuando Malcolm y ella parecían tan felices juntos. Por esperar y rezar para que Malcolm algún día aprendiese a querer a su preciosa hija.
Había malgastado casi tres años esperando y rezando para que ocurriera todo eso con un hombre al que, se dio cuenta demasiado tarde, no había conocido nunca de verdad y al que en realidad no había amado. Un hombre rico y altanero que había visto a su mujer mucho más joven como un florero, un adorno para llevar del brazo y calentarle la cama por las noches. Un hombre que era demasiado egoísta, demasiado egocéntrico como para querer a la preciosa hija que habían creado juntos.
Xander Sterne era aún más rico y más poderoso que Malcolm y, aunque no quería reconocerlo, mucho más atractivo también. O que poseía un magnetismo sensual al que ella respondía a su pesar.
Aunque no quería saber nada de hombres ricos y poderosos.
Habiéndose visto forzada a vivir respetando tantas reglas una vez, Sam no sabía si podría soportar otras impuestas por Xander Sterne durante el tiempo que Daisy y ella tuviesen que compartir el ático con él.
–¿Samantha?
Ella parpadeó antes de concentrar la mirada en el hombre que estaba estudiándola con sus penetrantes ojos oscuros.
–Sam – lo corrigió automáticamente.
–Prefiero Samantha – dijo él, arrogante, como dando por terminada la discusión.
Y, en realidad, ¿qué importaba cómo la llamase si después de dos semanas no volverían a verse?
–Con lo que se sienta más cómodo – replicó con tono desinteresado–. Y, para responder a su pregunta, Daisy está dormida.
Xander no sabía en qué había estado pensando Samantha en los últimos minutos, pero seguro que no eran pensamientos agradables. Sus ojos tenían una expresión torturada, sus mejillas hundidas estaban más pálidas que nunca en contraste con sus rosados labios.
–Solo son las ocho.
Ella asintió con la cabeza.
–Daisy se va a la cama a las siete los días de diario.
Otra cosa que Xander no sabía sobre los niños.
–Muy bien – murmuró, encogiéndose de hombros–. Entonces, tal vez podamos hablar sobre las reglas después de cenar.
Sam se puso tensa.
–Claro, señor Sterne.
–Xander.
–Yo prefiero un trato más formal.
–¿Prefiere que la llame señora Smith?
–No, porque no soy la señora Smith – respondió ella, haciendo una mueca.
Él la estudió con los ojos entrecerrados.
–Si no recuerdo mal, mi hermano me dijo que estaba divorciada.
–Así es, pero volví a usar mi apellido de soltera después del divorcio.
Xander frunció el ceño.
–¿Y el apellido de Daisy también es Smith?
–Sí – respondió ella, con los labios apretados.
–No lo entiendo.
Poca gente entendería que un padre hubiera pedido que cambiase el apellido de su hija por el apellido de soltera de la madre tras el divorcio. Malcolm ni siquiera había querido que Daisy llevase su apellido.
–Se está enfriando la cena, señor Sterne – Sam señaló el plato, evitando su mirada–. Y yo tengo que atender varias cosas en la cocina – añadió antes de que él pudiese objetar nada–. Pero no me importa tener esa charla después del café.
Xander empezó a comerse los espárragos con el ceño fruncido, mirándola mientras salía del comedor, fijándose en su espalda rígida y la cabeza erguida en un gesto orgulloso.
Al parecer, había dicho algo que la había molestado.
Pero ¿no era un poco raro cambiar el apellido de un hijo después de un divorcio?
Sus padres deberían haberse divorciado porque su matrimonio fue un desastre, pero no lo habían hecho y, cuando Lomax Sterne murió, Catherine y sus dos hijos mantuvieron el apellido Sterne. Su madre solo lo cambió por Latimer cuando se casó con Charles, su padrastro.
Él no sabía mucho sobre el divorcio, pero estaba seguro de que rechazaría que su mujer intentase cambiar el apellido de su hijo una vez separados.
Xander sacudió la cabeza. Estaba tomándose demasiado interés en la vida de una empleada temporal.
–La cena ha sido estupenda, gracias.
Sam aceptó el cumplido con un asentimiento de cabeza mientras dejaba la bandeja del café sobre la mesa del comedor.
–Siéntate – la invitó Xander cuando iba a llevarse el plato de postre.
–Prefiero quedarme de pie, si no le importa – replicó ella, intentando disimular su irritación ante la orden.
–Pero es que me importa.
Sam frunció el ceño, perpleja.
–Sentarme a la mesa con usted no me parece apropiado para mantener una relación profesional.
–Yo creo que lo apropiado o no apropiado de la situación se irá por la ventana en cuanto tengas que ayudarme a meterme en la cama esta noche.
Esa era una de las tareas que había aceptado al asumir el trabajo, pero el recordatorio hizo que le ardiesen las mejillas. Un rubor totalmente ridículo cuando había estado casada durante tres años.
Claro que no había estado casada con Xander Sterne.
Xander Sterne estaba en una categoría totalmente diferente a Malcolm en cuanto a atractivo sexual. A pesar del inconveniente de tener la pierna rota durante seis semanas, que había afectado seriamente a su movilidad, seguía siendo todo músculo y poder apenas contenido.
Pensar que tendría que ayudarlo a meterse en la cama y estar disponible en caso de que la necesitase para meterse en la ducha era suficiente para hacerla sentir un extraño calor por todas partes y tuvo que ponerse las manos a la espalda para que no viera que le estaban temblando.
–Más razones para que mantengamos las formalidades – replicó.
Xander no solía usar el comedor y no había disfrutado cenando solo esa noche. Se sentía incómodo y pensaba decirle a Samantha que en el futuro le sirviera las comidas en la cocina. Pero no pudo dejar de notar su incomodidad cuando mencionó que tendría que ayudarlo a meterse en la cama.
Tampoco él estaba deseando que llegase el momento, pero Samantha había parecido horrorizada ante ese recordatorio y la emoción seguía siendo evidente en sus mejillas y en el temblor de sus manos, aunque intentaba disimular.
Y eso demostraba que no era tan fría y controlada como quería parecer.
–Me está empezando a doler el cuello de levantar la cabeza para mirarte – le espetó, impaciente.
–No soy tan alta como para que le duela el cuello – replicó ella escéptica.
Tenía razón, incluso sentado sus ojos estaban casi al mismo nivel.
–Mira, Samantha, de verdad estoy intentando contenerme para no ordenarte que te sientes.
–¿Por qué?
–Porque está claro que antes te ha molestado.
De nuevo, Xander vio emociones encontradas en sus delicadas facciones: desgana, irritación. Pero, por fin, el sentido común ganó y apartó una silla para sentarse incómodamente en el borde.
–Creo que quería establecer unas reglas para nuestra estancia aquí – empezó a decir, levantando orgullosamente la barbilla.
Ese había sido el tema del que Xander quería hablar, pero de repente se sentía como un idiota por haber mencionado el tema. Había disgustado a Samantha, aunque no sabía por qué.
Desde luego, no estaba de buen humor después de caerse en el pasillo, pero había aceptado la disculpa de Daisy, ¿no?
No había vuelto a oír a la niña en las últimas tres horas. De hecho, todo estaba tan silencioso que nadie diría que había una niña en el ático.
Y eso era lo que él quería, ¿no?
–Supongo que estará de acuerdo en que debe haber ciertas normas mientras vivan aquí.
–Y que tal vez deberíamos haber hablado en detalle antes de que aceptase el puesto – asintió ella, haciendo una mueca.
–Sin duda – replicó él impaciente.
Samantha asintió con la cabeza.
–La primera es no correr por el pasillo, creo.
Xander buscó burla o sarcasmo en sus ojos, pero ella lo miraba sin ninguna emoción. Como si hubiera oído todo eso antes en otro sitio, en otro momento.
–Mis peticiones son solo cuestión de sentido común – añadió, irritado–. Tanto por Daisy y por ti como por mí mismo.
–Ah, ya – Samantha enarcó una ceja rojiza.
–Sí, bueno… yo no estoy acostumbrado a tener niños alrededor, ¿de acuerdo? – Xander se pasó una mano por el pelo–. No me gustaría… no quiero…
¿No quería qué, explotar de ira ante esa tímida niña?
¿Haría eso? ¿Podría hacerlo? ¿Sería el monstruo que había descubierto en su interior, capaz de asustar a una niña de cinco años?
Xander ya no sabía la respuesta a esa pregunta, ese era el problema.
–No correr por los pasillos, ni gritar, ni poner la televisión a todo volumen, especialmente por las mañanas. Como ya he dicho, no entrar en mi dormitorio y, desde luego, no tocar mis obras de arte.
Nada de lo cual se aplicaba a ella, tuvo que reconocer Sam, sino específicamente a su hija.
Ella, desde luego, no era dada a correr por los pasillos, o gritar, o poner la televisión a todo volumen. Y no tenía intención de entrar en el dormitorio de Xander salvo cuando él necesitara ayuda para ducharse o meterse en la cama. Y no había ninguna razón para que quisiera tocar sus carísimas obras de arte. ¿Por qué iba a hacerlo? Tenía un servicio de limpieza que iba dos veces a la semana a pasar la aspiradora, hacer la colada y todo lo demás.
Eran reglas similares a las que había impuesto Malcolm, salvo que él había ido más allá cuando Daisy empezó a caminar, anunciando que no quería verla ni oírla.
Sam se levantó para dirigirse a la cocina.
–Ha quedado perfectamente claro.
–¡Samantha!
Ella se detuvo abruptamente, tragando saliva al darse cuenta de que tenía un nudo en la garganta. De angustia. Por haber llevado a su hija a otra casa en la que sí podía ser vista, pero no oída.
No sabía por qué, pero había esperado más de Xander Sterne.
Antes de conocerlo sabía por las revistas que era un playboy arrogante que había levantado un imperio con su hermano. También sabía, desde que lo conoció el miércoles, que no le gustaba necesitar ayuda mientras su hermano estaba fuera de la ciudad. Lo sabía y estaba preparada para ello.
Pero no sabía si podría soportar tener que controlar el entusiasmo de su hija por la vida solo para hacerlo feliz.
Ya no le interesaba hacer feliz a ningún hombre y esa era la razón por la que no había salido con nadie en los últimos tres años. Había jurado no volver a poner a su hija en una situación como la que había sufrido con Malcolm durante los dos primeros años de su vida.
De nuevo, Sam tuvo que recordarse a sí misma que no podía elegir.
Tal vez no, pero tampoco tenía por qué dejar que otro hombre arrogante dictase sus términos.
Quería ese trabajo, necesitaba el dinero, pero había cosas que no estaba dispuesta a soportar.
Sam se volvió abruptamente, con un rubor furioso en las mejillas, para fulminar a Xander Sterne con la mirada.
–He oído lo que ha dicho, señor Sterne, y haré lo posible para que Daisy no le moleste mientras estemos aquí. Pero nada más – le advirtió con una mirada retadora–. Si no está contento con eso, tal vez debería decirlo ahora. Si es así, nos marcharemos mañana mismo y buscaremos a otra persona para que lo ayude.
Samantha era magnífica cuando estaba enfadada. Su pelo rojo, aunque sujeto bajo una cinta, parecía erizarse, como electrificado. Sus ojos brillaban como puras amatistas y tenía las mejillas arrebatadas.
Y sus pezones se marcaban bajo la camisa blanca que llevaba.
Aunque no era tan tonto como para decirlo en voz alta, porque en su experiencia y al contrario de lo que creían muchos otros hombres, las mujeres no agradecían que se les dijera lo magníficas que estaban cuando se enfadaban. Y era lógico porque sonaba condescendiente.
–Estoy de acuerdo con el presente arreglo – dijo por fin, sabiendo que su cariño por Darius y Andy no le daba opción a discutir. Pero eso no significaba que tuviera que gustarle.
Samantha parpadeó con expresión incierta.
–¿Ah, sí?
–¿Consideras que alguna de mis reglas es poco razonable? Y son peticiones, Samantha, no reglas. Si hay algún problema, dímelo ahora para que podamos discutirlo.
–Yo… en fin – empezó a decir, desconcertada–. Pero Daisy es una niña y…
–No pasará nada – la interrumpió Xander impaciente mientras se levantaba, apoyando las manos en el respaldo de la silla para mantener el equilibrio–. ¿Llevas mucho tiempo divorciada?
El giro de la conversación pilló a Samantha desprevenida.
–Tres años – respondió, sin mirarlo.
–¿Un divorcio desagradable?
–¿Hay algún divorcio que no lo sea?
–No, probablemente no – asintió Xander, aunque no podía evitar sentirse insatisfecho con la respuesta. Una vez más.
Todas las respuestas que le había dado por el momento, sobre su matrimonio o su divorcio, habían sido ambiguas como poco.
Darius había tenido razón al acusarlo de haberse vuelto egocéntrico después del accidente… o después de lo que había precedido al accidente.
Daba igual que él desease que fuera de otro modo, la llegada de Samantha y Daisy a su ático hacía imposible que siguiera siendo distante.
De hecho, desde su llegada había sentido una creciente curiosidad por saberlo todo sobre la mujer que iba a compartir su ático durante dos semanas.
Tanto, aparentemente, como Samantha estaba decidida a no contarle nada.
¿Qué estaba ocultando?
–¿Miranda y tú os conocéis desde hace tiempo? – Xander decidió probar con otra táctica para descubrir lo que quería saber.
Samantha frunció el ceño antes de responder:
–Andy y yo nos conocimos hace seis meses, cuando Daisy empezó a ir a sus clases.
Él asintió con la cabeza.
–Andy me ha hablado muy bien de ti.
No iba a admitir lo protectora que su futura cuñada había sido con Samantha y su hija. Hasta el punto de advertirle que no le tocase un pelo a su amiga.
Entonces le había parecido gracioso. Después de todo, ni siquiera podía mantenerse en pie sin ayuda de sus muletas, de modo que no sería fácil intentar seducirla.
Sin embargo, después de pasar unas horas en compañía de Samantha se encontraba lamentando esa falta de movilidad.
–Es muy amable por su parte. La verdad es que resulta muy fácil llevarse bien con Andy.
Xander asintió.
–Seguro que a Daisy se le da bien el ballet.
La sonrisa de Samantha se volvió más afectuosa.
–Le encanta.
–¿Y pasa mucho tiempo con su padre?
Sam contuvo el aliento al darse cuenta de que Xander había intentado darle una falsa sensación de seguridad para después lanzarse al ataque.
Era lógico que su hermano y él tuviesen tanto éxito en los negocios. La mayoría de la gente sabría, después de una simple reunión, que debía ser cautelosa con el serio Darius, pero no tanto con el supuestamente agradable Xander.
Aunque tal vez estaba siendo injusta, y Xander no tenía ese carácter adusto antes de su accidente de coche.
No, tenía ese carácter, decidió, pero había resuelto ocultarlo bajo un engañoso encanto. Un encanto que no hacía ningún esfuerzo por mantener delante de ella. ¿Y por qué iba a hacerlo? Estaba allí para trabajar, no para ser seducida como lo habrían sido muchas otras mujeres.
–Daisy estará todo el tiempo aquí conmigo. Cuando no esté en el colegio, claro.
–Eso no responde a mi pregunta.
Samantha no apartó la mirada.
–Yo creo que sí.
–¿Tu marido no está en la ciudad?
–Exmarido – lo corrigió ella–. Y no tengo ni idea de si está o no. Ahora, si me perdona – dijo abruptamente mientras tomaba el plato del postre–. Tengo que limpiar la cocina.
–Eso puede esperar.
–Estoy cansada, señor Sterne, y me gustaría relajarme un rato antes de dormir – anunció ella con tono firme.
Xander tuvo que disimular su frustración. Que Samantha evitase responder directamente a sus preguntas sobre su matrimonio y su exmarido aumentaba el misterio en el que estaba convirtiéndose.
Porque había algo muy intrigante en cómo se cerraba cada vez que mencionaba a su ex. Y que no supiera si estaba o no en la ciudad, y si vería a su hija, era decididamente extraño.
¿Cuándo veía ese hombre a su hija?
Y, sobre todo, ¿qué le había hecho ese hombre a Samantha para provocar esas sombras en sus ojos cada vez que se mencionaba el tema?
Vas a quedarte toda la noche en la puerta o piensas entrar en la habitación, donde podrías servir de algo? – el tono de Xander Sterne, sentado en la enorme cama con dosel que dominaba la habitación, era de clara impaciencia.
Sam se había quedado helada al verlo, con el corazón latiendo como loco y el pulso acelerado.
Pero no se le estaba cayendo la baba.
Al menos, esperaba que así fuera.
Claro que cualquier mujer podría ser perdonada por encontrarse momentáneamente incapaz de moverse o hablar después de ver a Xander Sterne prácticamente desnudo.
Prácticamente, porque llevaba una pequeña toalla atada a la cintura que solo cubría su… bueno, solo cubría su modestia.
Aunque, en su opinión, no tenía ninguna razón para ser modesto.
Se sentía cautivada por ese cuerpo bronceado, los hombros anchos, el torso cubierto de un suave vello dorado, los abdominales marcados como una tableta de chocolate.
La mirada fascinada de Sam se deslizó hacia abajo, atraída por las largas y musculosas piernas. Se había quitado la sujeción plástica que llevaba durante el día para ducharse, dejando al descubierto la cicatriz de la operación.
Incluso sus pies eran atractivos, largos y elegantes, muy largos y elegantes, tuvo que reconocer, tragando saliva. Había leído en algún sitio que el tamaño de los pies de un hombre estaba en proporción directa con su…
–¡Samantha!
Ella dio un respingo y, cuando levantó la mirada, se encontró con el atractivo, pero evidentemente irritado, rostro de Xander Sterne.
–Lo siento.
Se acercó rápidamente a la cama, sintiendo que le ardían las mejillas de vergüenza. Estaba comportándose como una adolescente.
Claro que Xander no estaría fuera de lugar como héroe de una película de acción con ese cuerpo perfecto.
–Samantha… – el tono de Xander era más que irritado por su evidente distracción.
–No puedo seguir de pie sin ayuda durante mucho tiempo – le recordó.
No, claro que no.
Que Xander Sterne fuese el espécimen masculino más fantástico que hubiese visto nunca, en una pantalla o en la vida real, no era razón para seguir mirándolo como si fuera el protagonista de su fantasía sexual favorita.
–Voy a graduar la temperatura.
Haciendo un esfuerzo para apartar la mirada de toda esa masculinidad se dirigió al baño porque necesitaba unos segundos a solas para ordenar sus pensamientos.
Pero eso no significaba que sus pensamientos no siguieran dando vueltas mientras abría distraídamente el grifo de la ducha, que ocupaba toda una pared del baño, para graduar la temperatura.
Responder de manera tan visceral a la desnudez de su jefe era algo que no se había esperado. Especialmente, porque se trataba de un hombre más rico y poderoso que su exmarido. Ni siquiera había vuelto a mirar a un hombre desde que dejó a Malcolm, y menos aún había reaccionado físicamente ante ninguno, pero sus pechos eran incómodamente pesados y sentía un cosquilleo en los sensibles pezones.
Excitación sexual.
Y por Xander Sterne ni más ni menos.
Y porque nunca había estado tan cerca de un hombre tan apuesto, y tan desnudo, antes de esa noche. Malcolm nunca había tenido ese aspecto tan masculino, tan predador, ni siquiera cuando se conocieron. Su exmarido nunca podría tener el físico de Xander, ni después de un millón de años entrenando en un gimnasio.
Para mantener esos abdominales, sin duda Xander habría estado usando el gimnasio que tenía en el ático.
En cuanto a la parte inferior del tronco…
Esa parte debía de mantenerla haciendo ejercicio en la cama. Aunque tal vez no había mantenido relaciones desde el accidente.
Lo cual le recordaba que ella tenía sus propias reglas, que aún tenía que discutir con él.
–¿Samantha?
Sam contuvo el aliento. Estaba tan perdida en sus pensamientos que no había notado que Xander entraba en el baño tras ella.
Sorprendida, se dio la vuelta a toda velocidad y consiguió hacer lo mismo que Daisy había hecho unas horas antes, golpearlo accidentalmente en el codo con la mano que había levantado en un gesto defensivo.
Desgraciadamente, con el mismo resultado.
–No, otra vez no – apenas tuvo tiempo de murmurar Xander, incrédulo, mientras veía cómo se acercaba el suelo de mármol.
Ah, sí, romperse el cráneo era justo lo que necesitaba para terminar aquel desastroso día.
Pero eso no pasó.
De alguna forma, y Xander no sabía cómo lo había logrado, Samantha consiguió meter el hombro bajo su axila para frenar la caída. Aunque los dos trastabillaron bajo su peso antes de caer sobre el asiento de mármol situado frente a la ducha.
–¿Sabes una cosa? – murmuró Xander cuando por fin pudo sentarse en el escalón–. Empiezo a pensar que Daisy y tú estáis decididas a romperme la otra pierna o algo peor.
Desde luego debía de parecerlo, tuvo que reconocer Sam, sintiéndose culpable. Se apartó, incómoda al darse cuenta de que seguía bajo el brazo de Xander, con la mano sobre el firme abdomen, peligrosamente cerca de la toalla, y la mejilla apoyada en su torso desnudo.
Un torso maravillosamente sólido. Su piel olía a la colonia que debía de haberse puesto esa mañana y su calor era puramente masculino.
Era una combinación deliciosa y excitante.
Y Sam no quería sentirse excitada por aquel hombre. No iba a sentirse atraída por otro hombre que creía que su dinero y su poder le daban derecho a aplastar a todo el mundo.
Se apartó como pudo.
–Me ha asustado apareciendo así por detrás.
–Debería haberme imaginado que al final sería culpa mía – dijo él, exasperado–. Intentaré anunciar mi presencia la próxima vez, ¿de acuerdo?
–Eso sería lo mejor – replicó Sam.
Era totalmente injusto que tuviese ese aspecto tan masculino; el pelo rubio enmarañado y la toalla, que se había deslizado ligeramente durante la caída, revelando sus poderosos muslos. O que no se sintiese incómodo al estar medio desnudo en su presencia.
Pero ¿por qué iba a sentirse incómodo teniendo el cuerpo de un dios griego? O, más exactamente, de un rubio dios vikingo.
No, no iba a seguir pensando esas cosas.
No solo porque dejarse llevar sería un error por su parte, sino porque tenía que pensar en Daisy.
Sam se volvió abruptamente.
–Debería meterse en la ducha. Está empezando a llenarse todo de vapor – murmuró mientras abría la puerta de cristal.
–Creo que eso es lo que estaba intentando hacer – replicó él.
Sam giró la cabeza, con las mejillas ardiendo al oír el ruido de la toalla al caer al suelo.
–Por favor… – empezó a decir Xander impaciente al ver que Samantha no podía ni mirarlo a la cara–. Espérame en el dormitorio si mi desnudez te ofende tanto.
–¡No me ofende! – replicó ella a la defensiva, aunque el color de sus mejillas la delataba.
–¿Ah, no? Pues a mí me parece que sí.
–Entonces, debe de estar mal de la vista – Samantha recogió la toalla antes de salir del baño.
Como si la persiguiera el mismo diablo, notó Xander.
Porque, desde luego, no sería él, que no podría atrapar a un caracol en ese momento y menos a una mujer joven y en forma, decidida a no quedarse a solas con él.
Un hecho que su erección no parecía entender.