Pack Deseo Diciembre 2015 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

Una vez no es suficiente Un hombre tan atractivo debería estar prohibido. ¿Podían atraerse dos seres opuestos? Aunque había conseguido con esfuerzo ser un rudo magnate, Lorenzo Hall tenía un origen humilde, y ahora su salvaje rebeldía obedecía a una causa: se moría por averiguar si su nueva ayudante, Sophy Braithwaite, era realmente tan casta y pura como parecía. Por supuesto, para Sophy su apasionado jefe debería estar fuera de su alcance, pero era evidente que el sugerente cuerpo de Lorenzo y el peligroso brillo de su mirada iban a tentarla hasta el límite para que rompiera todas las normas. La noche de Cenicienta ¡Había sido una aventura de una noche! El empresario Adam Langford siempre conseguía lo que quería. Y quería a la rubia con la que había compartido su cama un año antes y que después desapareció. Ahora un escándalo de la prensa del corazón devolvía a Melanie Costello a su vida… como su nueva relaciones públicas, aunque el auténtico titular sería que saliera a la luz su ardiente secreto. Mejorar la imagen rebelde de Adam era todo un reto y, mientras lo lograba, ¿cómo iba Melanie a ocultar la química que había entre ellos? ¿Sería capaz de arriesgarlo todo por el único hombre al que era incapaz de resistirse? Perdiendo el control "Trabajarás para mí" Para Cole Hunter, magnate de los medios de comunicación, hacerse cargo de los problemas era algo natural. Y eso incluía tratar con Taryn Quinn, una obstinada productora de televisión. Aunque a Cole no le gustaba su idea para un programa de viajes, Taryn lo intrigaba, y decidió acompañarla a una remota isla del Pacífico para buscar localizaciones. Rápidamente ella hizo que Cole se olvidara de todo… excepto de hacer el amor con ella a la luz de la luna.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack 87 Deseo, n.º 87 - diciembre 2015

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7842-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Una vez no es suficiente

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

La noche de Cenicienta

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Perdiendo el control

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Sigue a tu corazón

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Uno

 

El tiempo no se detenía por nadie. Sophy Braithwaite tampoco.

Impaciente, golpeó el suelo con los pies.

La recepcionista la había conducido directamente al despacho. La placa en la puerta le confirmó que estaba en el lugar correcto.

Esperando.

Se fijó en los cuadros colgados en la pared. Bonitas escenas de la campiña italiana, sin duda elegidas por Cara. De nuevo se volvió hacia el enorme y desocupado escritorio. Las carpetas estaban apiladas en una inestable torre. El correo sin abrir se había desparramado por el teclado del ordenador. Cara no había exagerado al explicarle que había dejado un desastre.

–No me concentraba y esto me ha superado –había afirmado.

«Esto» era un diminuto bebé prematuro que seguía en el hospital. Cara estaba angustiada y lo último que necesitaba era preocuparse por un trabajo de administrativa a tiempo parcial.

La irritación de Sophy creció. ¿Dónde estaba Lorenzo Hall, supuesto genio de la industria del vino, y ojito derecho de las benefactoras de la sociedad, y director ejecutivo de todo ese caos?

–Lorenzo está muy ocupado. Sin Alex ni Dani aquí, está él solo –Cara se había mostrado muy preocupada cuando la hermana de Sophy, Victoria, le había pasado la llamada–. Sería genial si pudieras ir. Al menos, le evitarías preocuparse por la Fundación del Silbido.

Y había ido, pero desde luego no para evitarle preocupaciones a Lorenzo sino a Cara.

Sophy sacudió la cabeza, irritada mientras volvía a contemplar el caótico escritorio. Llevaría no poco tiempo ordenarlo todo. Ojalá se hubiera negado, pero ella nunca se negaba, no cuando alguien le suplicaba ayuda. Había pasado menos de un mes desde su regreso a Nueva Zelanda, y su familia ya se las había arreglado para organizarle una agenda tan apretada que estaba a punto de estallar. Y ella se lo había permitido dócilmente, a pesar de sus intenciones de ser más asertiva y dedicada a su propio trabajo.

Con esa actitud, su familia no había percibido ningún cambio en ella. Prácticamente había admitido que no tenía nada mejor que hacer, al menos nada más importante, que lo que ellos le pedían.

Pero era mentira.

Si bien le encantaba ayudar a los demás, había algo más que también le encantaba, y el corazón se le aceleraba cuando pensaba en ello. Pero necesitaba tiempo.

De modo que lo que menos le apetecía era estar allí esperando a alguien que, visiblemente, era incapaz de organizar su tiempo. El mismo jefe que había obligado a Cara a llamarla desde la cama del hospital para pedirle ayuda. Si realmente necesitaba esa ayuda, no pasaba nada, pero no iba a esperar más de veinte minutos. De nuevo consultó la hora. Normalmente le producía una punzada de placer contemplar esa pieza vintage que había encontrado en un mercadillo de antigüedades de Londres. Con una correa que encontró en otro mercadillo poco después, y una visita al relojero, funcionaba a la perfección.

Un golpeteo le despertó recuerdos de sus días de colegiala.

Imposible.

Se dirigió a la ventana y contempló el patio de la parte trasera del edificio.

Sí era posible. Baloncesto.

Lorenzo Hall, allí estaba, divirtiéndose. De haber estado jugando con alguien más, podría haberlo entendido. Pero estaba solo, mientras ella esperaba pasada la hora de su cita. Una cita que él necesitaba, no ella.

Sophy se irritó hasta cotas inimaginables. ¿Por qué nadie se daba cuenta de que el tiempo también era importante para ella? Salió del despacho y bajó la escalera haciendo mucho ruido con los tacones. Al pasar frente a la recepcionista aminoró la marcha.

–¿Cree que el señor Hall aún tardará mucho? –preguntó con exagerada educación.

–¿No está en su despacho? –la mujer parecía agobiada.

Sophy la miró con frialdad. ¿En serio no lo sabía? ¿No era su recepcionista? La eficiencia parecía haberse ido de vacaciones en esa empresa.

–Es evidente que no –repuso ella tras respirar hondo.

–Estoy segura de haberlo visto hace un rato –la otra mujer frunció el ceño–. Puede buscarlo en la tercera planta, o quizás en la parte de atrás –y sin más, desapareció a toda prisa.

Sophy continuó bajando la escalera y salió por la puerta de detrás del mostrador de recepción. Hacía dos días que había concertado la cita. No entendía cómo habían podido coronarle nuevo rey de las exportaciones vinícolas si ni siquiera era capaz de llegar a su hora a una cita. Encontró la puerta que conducía al patio y, cuadrándose de hombros, la abrió.

Por lo que había visto desde la ventana, tenía bastante idea de lo que se iba a encontrar, pero había subestimado el impacto que le produciría de cerca.

El hombre le daba la espalda, una fornida y ancha espalda, muy morena y desnuda.

El fuego que la atravesó se debía sin duda a la ira que sentía.

En el instante en que el fornido cuerpo se dispuso a lanzar, Sophy lo llamó.

–¿Lorenzo Hall?

Por supuesto, falló la canasta y ella sonrió. Una sonrisa que se le congeló de inmediato en los labios.

Incluso a dos o tres metros de distancia sentía el calor que emanaba de ese cuerpo. Lorenzo se volvió y la miró de arriba abajo antes de devolver su atención a la canasta.

Sophy no estaba acostumbrada a ser evaluada con tanta rapidez. Quizás no compartiera el éxito de su familia en el mundo del derecho, pero su aspecto estaba bastante bien. Sabía que estaba más que atractiva con la falda azul celeste y la blusa blanca. El carmín de labios era suave y ni un solo cabello estaba fuera de su sitio.

El balón botó un par de veces, pero él apenas se movió para recuperarlo. En cuanto lo tuvo de nuevo entre sus fuertes manos, se volvió hacia ella, la miró más detenidamente y, dándole la espalda, apuntó y acertó a la canasta.

De no haber estado tan enfadada, Sophy se habría marchado. Al parecer, el partido de baloncesto en solitario era más importante que su cita con ella. Solo había oído cosas buenas de esa organización benéfica. También había oído rumores sobre el pasado de Lorenzo y su meteórico ascenso. Pero no estaba dispuesta a tratar con condescendencia a ese imbécil egoísta.

–¿Vamos a reunirnos o no? –se negaba a regresar en otro momento.

El balón había regresado a sus manos, pero Lorenzo lo arrojó a un lado y se acercó a ella. Los vaqueros eran de talle bajo y dejaban ver una cinturilla ¿calzoncillos o slip? Ni siquiera debería preguntárselo, pero no podía dejar de mirar.

No había ni un gramo de grasa en ese cuerpo, y los músculos se marcaban a su paso. Con gran esfuerzo, Sophy consiguió deslizar la mirada un poco más arriba, clavándola en los oscuros pezones. De anchos hombros, los fuertes músculos se le marcaban en los brazos. Todo el torso estaba cubierto de sudor, haciendo brillar la bronceada piel.

La joven se descubrió respirando entrecortadamente, al igual que él, aunque lo suyo era debido al ejercicio. La mirada se escapó de nuevo hacia abajo.

Lorenzo dio dos pasos más hacia ella, quien, sobresaltada, lo miró a los ojos.

Sus miradas se fundieron y, cuando estuvo seguro de tener su atención plena, recorrió el femenino cuerpo palmo a palmo con la mirada.

Sophy redobló los esfuerzos para evitar sonrojarse. Se lo merecía. A fin de cuentas él estaba haciendo lo mismo que acababa de hacerle ella, aunque no tan provocativamente. Lo que no sabía era cuánto tiempo lo había estado admirando, pues el cerebro se le había parado sin su permiso mientras sus ojos se deleitaban con la visión.

Sin embargo, la manera de mirarla de ese hombre era un acto puramente sexual.

Sophy sintió que se le encogían los dedos de los pies.

–Tú debes de ser Sophy –él señaló la canasta–. Estaba reflexionando y perdí la noción del tiempo.

–Mi tiempo es muy valioso –la disculpa le pareció insuficiente–. No me gusta perderlo.

Los ojos negros la miraron fijos y los pómulos se oscurecieron ligeramente, aunque no estaba claro si por el ejercicio, el rubor o a la ira. Sophy sospechó lo último.

–Por supuesto –asintió Lorenzo–. No se volverá a repetir.

Sophy ya no fue capaz de evitar sonrojarse. Basculó el peso del cuerpo de un pie a otro y, tras una última ojeada al bronceado torso, se concentró en el suelo de cemento.

–¿Nunca habías visto sudar a un hombre, Sophy?

El fresco aire de la mañana se volvió ardiente y ella intentó infructuosamente contestar algo.

–¿Te apetece jugar? –él se apartó un poco–. Me ayuda a centrarme, puede que a ti también.

¿Insinuaba que necesitaba ayuda para centrarse? Lo cierto era que sí.

–También es bueno para quemar el exceso de energía.

Ese hombre intentaba desestabilizarla, como si no le bastara con su físico. Con un considerable esfuerzo, ella se recompuso.

–Llevo demasiada ropa.

–Eso tiene fácil arreglo –respondió él con calma.

–¿Pretendes que me desnude? –Sophy enarcó una ceja.

Lorenzo soltó una carcajada y en su rostro se dibujó la más encantadora de las sonrisas. En un instante la pose cambió, y el resultado fue sumamente atractivo.

–Sería lo justo ¿no crees? –preguntó él–. Estoy en desventaja.

–Tú mismo te has puesto en desventaja –insistió ella casi sin aliento.

La semidesnudez de ese hombre se le antojaba una ventaja, una fuente de distracción para cualquier contrincante. Sophy desvió la mirada y la fijó en la valla, una parte de la cual estaba cubierta por un colorido grafiti. La imagen de un hombre coloreado de azul parecía a punto de saltar de la pared. Era sorprendente.

–Podríamos discutir los detalles al mismo tiempo –Lorenzo invadió su campo de visión.

Sonreía, pero su mirada reflejaba desafío. De ninguna manera iba a jugar con él. Jamás acertaría a esa canasta y haría el ridículo.

–Quizás lo mejor sería aplazar esta reunión –sugirió Sophy.

La sonrisa de Lorenzo se amplió.

–Quizás lo mejor sería que te ducharas –añadió ella con frialdad.

–Te repugna el sudor ¿no? –él enarcó las cejas–. No, no aceptarías. ¿Verdad?

Ella se negó a picar. Lo cierto era que empezaba a sudar. Cara no había mencionado lo guapo que era su jefe.

Desvió la mirada y con los ojos entornados intentó descifrar la palabra pintada en el grafiti.

–Malditos críos –él siguió la dirección de su mirada.

–Podría ser peor –observó Sophy.

–¿En serio?

–Sí. Ese dibujo es realmente bueno.

Lorenzo carraspeó, pero la tos rápidamente se transformó en algo más serio. De haberse tratado de cualquier otra persona, Sophy se habría interesado por él, pero no estaba dispuesta a intimar lo más mínimo con ese hombre.

–Debe de haberle llevado mucho tiempo –observó–, aunque no está bien pintar en una propiedad ajena.

–Tienes razón.

Ella lo miró con desconfianza. ¿Había un toque burlón en esa voz? A pesar de la seriedad de su expresión, no estaba segura.

–Me han dicho que necesitas urgentemente una administrativa –espetó.

–Sí, para la Fundación del Silbido. Kat, mi recepcionista, está demasiado ocupada desde la marcha de Cara. Necesitaré a alguien durante al menos un mes. Hay que ordenarlo todo y formar a un nuevo empleado. Ni siquiera he publicado la oferta de empleo. ¿Podrías hacerlo tú? –la miró con severidad–. Por supuesto, te pagaré.

–No necesito un sueldo. Me gusta el voluntariado.

–Tendrás un sueldo –insistió él–. Puedes donarlo a la beneficencia si lo deseas.

Al parecer no quería deberle nada. Sophy no necesitaba el dinero. Los beneficios de su fondo de inversiones le bastaban para vivir, pero nunca se había limitado a las compras y las relaciones sociales. No la habían educado así. Tenían dinero, pero eso no quería decir que no tuvieran que hacer algo útil con sus vidas. Su madre, hermano y hermana eran reputados abogados, dedicados a ayudar a los oprimidos. Y su padre era juez, ya retirado. El apellido Braithwaite era sinónimo de excelencia. Ninguno de ellos había fracasado jamás ni dado un paso en falso.

Salvo ella.

De modo que había intentado compensarlo siendo accesible, colaborando en cualquier clase de voluntariado, organizando cualquier actividad. Ellos poseían una mente brillante, ella práctica. Sin embargo, en su intento por no quedarse atrás había cometido un error garrafal: se había infravalorado. Y por eso se había marchado. Lejos de su país había descubierto su pasión y, en cuanto tuviera la ocasión, iba a montar su propio negocio y mostrar sus habilidades.

–El despacho de Cara está en ese edificio –le explicó Lorenzo–. Es todo tuyo. Con la prematura llegada del bebé y las ausencias de Dani y Alex, necesito a alguien a tiempo completo.

–¿A tiempo completo? –Sophy se sintió desfallecer.

–Al menos durante la primera semana, para ponerte al día –él le dedicó una devastadora sonrisa–. Después, debería bastar con las mañanas. También te necesitaré para cualquier evento y velada.

Fundación del Silbido era famosa por sus funciones, fabulosas veladas que atraían a ricos y famosos y les abrían las carteras. Las estrellas también atraían al público en general, deseoso de codearse por una noche con sus ídolos.

–¿No puedes buscar a alguien? –ella hizo un último intento–. ¿Quizás de una agencia de empleo temporal?

–Cara quería asegurarse de que la oficina quedaba en buenas manos. Ella me dijo que eres la única que podría hacerlo. Le prometí darte una oportunidad.

Sophy se soliviantó ante el ligero tono de sarcasmo. ¿Acaso no la creía capaz?

Cara le había suplicado ayuda. Era la mejor amiga de su hermana, Victoria, quien le había asegurado que era la persona perfecta para el puesto.

Era como si no se hubiese marchado. Desde su regreso se había sumergido en la vida de compromisos que había dejado atrás hacía dos años. A nadie se le había ocurrido pensar que quizás tuviera otros intereses. ¿Y por qué iban a pensarlo? No hacía más que asentir y aceptar.

Pero había llegado el momento de negarse, disculparse y explicarle a ese hombre que tenía otras prioridades. Sophy lo miró, haciendo un supremo esfuerzo por no deslizar de nuevo la mirada por el fornido cuerpo. En los ojos negros vio cierta dureza, como si no acabara de creerse lo que Cara le había contado sobre ella. Y de repente tuvo la sensación de que no le había gustado tener que ofrecerle el puesto siquiera.

Por otra parte estaba Cara, pendiente de su diminuta hijita en la incubadora, que ya tenía bastantes preocupaciones para tener que ocuparse de su jefe. Sophy no podía fallarle a la amiga de su hermana.

–Empezaré mañana por la mañana –anunció.

–Estaré aquí para enseñártelo todo.

–A las nueve –ella le dedicó una última mirada.

A punto de salir por la puerta, a sus oídos llegó la sugerente voz:

–Sí señora.

Capítulo Dos

 

Hacía rato que habían dado las nueve. Sentada en el despacho que parecía arrasado por un ciclón, Sophy consultaba el reloj cada treinta segundos. Normal que reinara el caos en ese lugar. Lorenzo necesitaba ayuda, pero la estaba buscando de un modo inadecuado.

Dedicó cinco minutos a despejar el teclado del correo sin abrir. Cuarenta minutos más tarde ya tenía limpia una parte del escritorio y la papelera estaba a rebosar de sobres vacíos. Decidió que no podía continuar sin consultarle algunas cosas a su jefe y se dirigió a recepción.

–¿Kat? Soy Sophy, ¿sabes dónde está el señor Hall?

–Desde luego, no está conmigo.

–¿Estará en el patio?

No. Ya había mirado por la ventana. Sophy oyó abrirse la puerta principal y se volvió, expectante. Un mensajero entró con un paquete.

–¿Te importa mirar si está en la tercera planta? –sugirió Kat–. Tengo que ocuparme de esto.

–Claro –contestó ella automáticamente.

Subió por la escalera, se detuvo en la segunda planta y echó un vistazo. Había dos despachos, en mucho mejor estado que el de Cara. Daba la impresión de que hubiera gente trabajando allí, pero nadie a la vista. Al fondo del pasillo había una enorme sala, vacía. Parecía que solo hubiera fantasmas allí. Sophy tragó nerviosamente y subió a la tercera planta, donde solo encontró una puerta marcada con una placa: «Privado».

Llamó a la puerta. Sin respuesta.

Sin pensárselo, giró el pomo. La puerta estaba abierta y se encontró en el interior de una enorme y luminosa estancia. El sol entraba a raudales por la claraboya del techo. Pero no se trataba de ninguna oficina. Era un apartamento. El apartamento de Lorenzo.

Y si no se equivocaba, el sofá estaba ocupado.

–¿Qué sucede? –se acercó al hombre tumbado en el sofá de cuero.

Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada del bronceado torso, pero cuando lo logró vio claramente la palidez de su piel y los oscuros círculos bajo los ojos.

–Tengo la garganta mal –intentó explicarle Lorenzo con voz ronca.

Sophy no se lo tragó. Ese hombre tenía un aspecto horrible, aunque seguía exudando masculino atractivo. Tras mirarlo de arriba abajo de nuevo, decidió que debía estar realmente enfermo.

No llevaba puesto más que unos calzoncillos, de los que se ajustaban y marcaban cualquier protuberancia.

No podía seguir babeando ante él, tenía que hacer algo.

–Tienes fiebre –era evidente por el brillo de su piel.

Sophy se dirigió a la cocina y regresó con un vaso de agua. Lo cierto era que ella también necesitaba agua, pero empezaba a preocuparle seriamente el aspecto de Lorenzo.

–Estoy bien –tosió aparatosamente.

–Por supuesto –asintió ella en tono irónico–. Por eso has faltado a nuestra cita –le ofreció el vaso y él lo aceptó con manos temblorosas.

Sus miradas se fundieron y ella percibió en los negros ojos una ira producto de la impotencia.

–Estoy bien –insistió Lorenzo.

Estaba temblando, y tras tomar un pequeño sorbo de agua, dejó el vaso sobre la mesita de café junto al portátil. ¿Acaso pretendía trabajar en su estado?

–¿Cuándo comiste por última vez? –preguntó ella, siempre práctica.

La respuesta fue un respingo.

–Tengo que ponerte el termómetro.

–Tonterías.

Sophy le tocó la frente con la palma de la mano, pero la retiró de inmediato cuando él se apartó bruscamente.

–Estás ardiendo. Necesitas un médico.

–Tonterías.

–No es negociable –ella sacó el móvil de un bolsillo–. Haré que venga alguien.

–Ni te atrevas –la voz de Lorenzo se quebró a media frase–. Sophy, déjalo. Estoy bien. Tengo mucho trabajo.

Ella hizo caso omiso y llamó a su clínica de confianza.

–Un médico vendrá en diez minutos –anunció tras colgar la llamada.

–Pues lo siento, pero no pienso recibirlo. Tengo que…

–Tu red social tendrá que esperar –Sophy cerró el portátil y lo dejó en la cocina.

–Tráeme eso, estaba trabajando.

–Ojalá tuviera uno de esos viejos termómetros de mercurio –ella lo miró detenidamente–. Sabría por dónde metértelo…

–No lo hagas –Lorenzo la agarró de la muñeca–. Tienes razón, no me encuentro bien. Y si no dejas de provocarme, voy a saltar.

«¿En serio? ¿Y qué me harías?».

Ella se sumergió en los oscuros ojos y vio cansancio, frustración y, más al fondo, infelicidad. Y eso le conmovió.

–De acuerdo. Pero tienes que dejar de pelear conmigo. Estás enfermo y necesitas cuidados, y un médico.

Lorenzo se removió inquieto.

–Escucha, vas a tener que ceder en eso, lo quieras o no. ¿Por qué no te relajas?

–De acuerdo –él respiró hondo y cerró los ojos, rindiéndose–. Pero tú ya has cumplido, puedes marcharte. Kat acompañará al médico hasta aquí –otro temblor lo sacudió.

Sophy no creía que pudiera marcharse. No podía dejar a nadie en ese estado, sobre todo a un hombre como ese, tan vulnerable y tan incapaz de reconocerlo. Estaba solo.

–Al menos devuélveme el portátil –insistió él.

–¿Para qué, Lorenzo? –contestó ella con calma–. Mirar la pantalla no te hará mejorar. Duérmete. Cuando estés mejor, el tiempo te cundirá mucho más.

Lorenzo dejó caer la cabeza sobre un cojín. Sophy había vuelto a ganar.

El médico no se quedó más de diez minutos mientras ella esperaba en la escalera. Tras intercambiar unas palabras con el hombre, regresó junto al paciente gruñón.

–Te traeré una manta –ella se dirigió al dormitorio.

–Hay una al borde del sofá.

Sophy se detuvo. Era verdad. Obsesionada con el cuerpo casi desnudo de él, no se había fijado.

–Será mejor que te tapes –intentó no volver a fijarse en su cuerpo–, para no enfriarte.

A pesar de su estado, él le dedicó una mirada cargada de ironía y se cubrió de cintura para abajo.

–¿Contenta, mi pequeña enfermera?

Dado que el torso seguía desnudo, no, no estaba contenta. El médico le había dado un analgésico, y la cosa parecía estar funcionando rápidamente.

–Al parecer tienes amigdalitis.

–Menuda ridiculez ¿no crees? –contestó Lorenzo.

–¿Nunca la sufriste de pequeño? –ella sabía bien lo mucho que podía doler.

–Alguna vez –asintió él–, aunque hacía años que no.

–¿No te extirparon las amígdalas? –aunque ya no era una práctica generalizada, en algunos casos se seguían extirpando.

–Estuve un tiempo en lista de espera, pero cuando me fui al internado, los episodios se detuvieron.

–Debió ser un buen colegio –Sophy le sirvió la bebida que le había dejado el médico.

–Mejor que todos los demás.

Sophy sabía que Lorenzo había estudiado con Alex Carlisle, su socio en la fundación, en el mismo colegio en el que había estudiado su hermano mayor. Un centro privado, exclusivo, muy académico y con buenos resultados deportivos. Era difícil destacar allí, pero Lorenzo lo había logrado. Su hermana, Victoria, había estudiado en el equivalente femenino, pero al llegar su turno, sus padres habían anunciado que no deseaban enviarla lejos a estudiar y la habían matriculado en un centro local. Sin embargo, ella sabía bien que el motivo era que sus notas no eran como las de sus hermanos. Estaba por encima de la media, pero no era tan brillante como ellos.

–Los antibióticos te pondrán bien enseguida. Después podrías tomarte unos días libres.

Lorenzo enarcó las cejas.

–Cara dice que has estado trabajando demasiado –le aclaró Sophy sin inmutarse–. Quizás te hayas excedido –incapaz de resistirse, parpadeó coqueta.

–Cariño, no estoy agotado.

Desde luego parecía estar mucho mejor. Ella siguió flirteando.

–Esos músculos, desde luego tienen buen aspecto, Lorenzo –susurró las palabras que le dictaba algún diablillo–, pero no podrías siquiera ponerte en pie.

–¿Quieres comprobarlo? –enfermo o no, a ese hombre no se le escapaba una.

–No estoy de humor para más decepciones –Sophy se alejó. Aquello no se le daba tan bien como a Rosanna, su mejor amiga.

–¿Te decepcionó que no acudiera a la cita?

–Deberías permanecer tumbado –ella se volvió y percibió la mirada divertida, satisfecha, de Lorenzo–. Bébete eso.

–Sophy, no necesito una madre.

–No –asintió ella secamente–. Necesitas una enfermera. He pedido que manden una.

–¿Qué has hecho? –exclamó incrédulo.

–Enseguida llegará. Kat y yo tenemos trabajo y tú no puedes quedarte solo.

–Dile a tu enfermera que se marche –¿solo? ¿Y cómo creía que había estado toda su vida?

–Demasiado tarde –ella se acercó a la mesita y tomó el vaso vacío–. Ya está en camino.

–Tendrá móvil –esa mujer se creía muy competente–. Llámala –¿no le bastaba con el médico? Otro temblor lo sacudió. Maldita fiebre.

–Déjalo ya, Lorenzo –lo interrumpió ella secamente–. Ya viene de camino y va a quedarse.

Lorenzo encajó la mandíbula y la fulminó con la mirada. No se había sentido tan frustrado y tan inútil desde que era un niño, enviado constantemente de un lugar a otro.

Cerró los ojos. Cierto que había trabajado mucho y no sabía si alguna vez saciaría su hambre de éxito. Vivía con la permanente sensación de que algún día despertaría y no tendría nada. Y por eso trabajaba sin parar, para consolidar la base. Jamás se sentiría suficientemente seguro.

Invertir en el bar de Vance quizás había sido excesivo. Había enviado a todos sus empleados y recursos a ese lugar para que todo estuviera preparado para la gran inauguración, que iba a perderse si seguía enfermo. En consecuencia, había descuidado su propio negocio, sobre todo la fundación. No llevaría mucho volver a organizarlo todo, pero le faltaba tiempo para ello. Llevaba semanas trabajando sin descanso. El despacho de Cara estaba hecho un desastre y, por algún extraño motivo, no le gustaba que Sophy lo viera así.

¿Cómo podía resultarle atractiva siquiera? Era tan lista, inmaculada y correcta que le resultaba nauseabunda. Seguramente no había cometido un error en su vida, y, de haberlo hecho, jamás lo admitiría.

Prácticamente perfecta.

Perfecta como una muñeca de porcelana. Tenía una sedosa piel y una rubia melena que se rizaba en las puntas. ¿Cuánto tiempo le llevaría peinarse para que le quedara así? La nariz era pequeña y los labios con forma de corazón suplicaban ser besados. Los ojos azules, enormes, parecían hacerse más grandes cuando lo miraba con una mezcla de interés y reserva. Parecía desear, pero también desconfiar. De repente flirteaba y enseguida se retraía. Lorenzo percibió de nuevo la mirada azul sobre su cuerpo y maldijo la debilidad de sus huesos. Porque esa mirada le despertaba deseos de desnudarla y descubrir si había algún fuego ardiendo en su interior.

Sin embargo se sentía desvalido.

Había una parte de su cuerpo, la única, que seguía negando la enfermedad. Encogió las piernas bajo la manta para ocultar la evidencia y se reprendió mentalmente. Sin duda era la fiebre la responsable de tan inapropiados pensamientos.

Dirigió su mirada a la joven que volvía a hablar por teléfono. Algún pobre diablo estaba sufriendo su eficiencia. Pero él solo podía pensar en arrancarle ese móvil y fundir sus labios con los suyos.

Irresistible, imposible. Por un lado, su garganta albergaba millones de gérmenes y por otro, ella no era su tipo. En absoluto. No cuando estaba en plena forma.

Sin embargo había sentido una casi enfermiza necesidad de tocarla desde el instante en que la había conocido. El deseo de hacerle perder la compostura casi le hizo gritar.

Debía estar realmente enfermo.

–Muy bien, todo organizado.

–¿Te vas? –¿de dónde había salido ese tono de desilusión?

–Supongo que no pensarías que iba a quedarme –ella hizo una pausa–. Tengo cosas que hacer. Tú mismo dijiste que no necesitabas una madre, ni ninguna clase de simpatía.

–De modo que me abandonas a merced de una extraña –pensándolo mejor, hubiera preferido que se quedara ella y no una enfermera desconocida, a pesar de que le resultaba demasiado eficiente.

Lorenzo se preguntó si alguna vez se relajaba, y decidió ser él quien consiguiera que lo hiciera. Lo haría muy lentamente, inclinándola hacia atrás para lamerle todo el cuerpo hasta que… cerró los ojos para esconder el fuego, pero solo consiguió que la fantasía empeorara.

Pensándolo mejor, cuanto antes se marchara Sophy, mejor.

–Está muy cualificada y trae excelentes referencias –le explicó ella, ignorante de los pensamientos del enfermo–. Conseguirá que te pongas bien.

–No necesito una maldita enfermera –¿qué iba a hacer durante todo el día? Ya se había tomado las pastillas y solo necesitaba dormir. Lo último que quería era una mujer cotilleando por su casa. Nunca permitía que las mujeres husmearan. Le gustaba su intimidad, la paz en el aislamiento.

–Tienes mucha fiebre. Hasta que disminuya y te hayan hecho efecto los antibióticos, no debes quedarte solo. Estamos hablando de veinticuatro horas, o menos, Lorenzo. Haz un esfuerzo.

Él abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Hacía años que no recibía órdenes.

Ya había tenido suficiente. No iba a aguantarlo más y, con un gran esfuerzo, posó los pies en el suelo y se levantó.

 

 

–Lorenzo… –a Sophy se le aceleró el corazón.

Los ojos negros permanecían cerrados y el fornido cuerpo estaba recubierto de sudor. De nuevo se estremeció y ella le rodeó con un brazo. Sophy sintió cada músculo marcarse contra su cuerpo y se mordió el labio. Cuanto antes llegara esa enfermera, mejor.

–Estoy bien –rugió él furioso contra ella y contra sí mismo.

–Y yo soy la reina de la Atlántida.

–Esto es ridículo. No estoy a las puertas de la muerte, solo tengo la garganta inflamada –sin embargo, Lorenzo se volvió a acurrucar en el sofá, temblando bajo la manta, la mandíbula encajada para evitar el castañeteo de los dientes, o porque estaba furioso. Seguramente ambas cosas.

Decidida a quedarse hasta que llegara la enfermera, Sophy se sentó en una silla frente al sofá y echó furtivas ojeadas a su alrededor. El apartamento era precioso, enorme y luminoso. La cocina era muy moderna, con todos los artilugios con los que podría soñar un gourmet. Una pared estaba cubierta por una estantería repleta de libros, discos y películas. A pesar de comportarse como una cotilla, se inclinó para leer los títulos.

La enfermera debería estar a punto de llegar. Lorenzo estaba muy callado. ¿Dormido? Lentamente, ella se sentó en el sofá y se inclinó sobre él.

Los cabellos negros eran un poco demasiado largos y estaban revueltos. Eran preciosos, y pedían a gritos que alguien hundiera en ellos los dedos. De hermosas facciones, tenía unas pestañas obscenamente largas y los pómulos marcados. En el centro de la esculpida mandíbula destacaban los labios más sensuales que ella hubiera visto jamás, carnosos y ligeramente curvados. Había dejado de temblar. ¿Le habría bajado la fiebre? De nuevo le posó una mano en la frente.

La mano de Lorenzo se movió con rapidez para agarrarle la muñeca con fuerza. Los ojos negros se abrieron. Desprendían un fuego que no podía deberse únicamente a la fiebre.

–Te dije que no lo hicieras.

Agachada sobre él, incapaz de moverse, Sophy apretó la mano con más fuerza sobre la frente. Y, sin saber de dónde había surgido tanta osadía, le acarició dulcemente y hundió los dedos en la mata de pelo.

Jamás había sentido nada parecido simplemente al tocar a alguien. Una descarga eléctrica surgió de su interior, excitante y al mismo tiempo relajante. Acariciarlo parecía lo correcto, más que correcto. Una corriente sexual la invadió y Sophy quiso tocar más, bascular las caderas, ahogar el dolor que había despertado en su interior.

Los ojos de Lorenzo, cargados de algo muy profundo, ira, deseo… no abandonaron los suyos.

El timbre sonó y ella dio un brinco mientras él la agarraba con más fuerza.

–Debe de ser la enfermera –murmuró Sophy.

A pesar de la fiebre, ese hombre poseía una fuerza descomunal.

–Suéltame –le exigió ella.

Al fin liberada, el corazón de Sophy galopaba a tal velocidad que se sintió marear. Quizás él no tuviera amigdalitis sino gripe y ella acababa de contagiarse, pues se sentía arder bajo su mirada.

Camino de la puerta, vio su reflejo en el espejo. Desde luego las mejillas estaban más sonrojadas de lo normal. Y los ojos parecían fuera de sus órbitas.

 

 

La enfermera tenía al menos cincuenta años y era la viva imagen de una abuelita con gafas, rebeca y agujas de tejer asomando por el bolso. También hablaba como una abuela, cariñosa aunque firme.

Sophy disimuló una sonrisa mientras la mujer empezaba a afanarse en torno a Lorenzo.

–Llamaré más tarde –le informó a la enfermera.

–¿No vas a hablar conmigo? –un gruñido surgió del sofá.

–Estarás durmiendo –contestó Sophy con dulzura.

Un nuevo temblor le sacudió el cuerpo a Lorenzo y la enfermera se puso en marcha.

–Hay que meterse en la cama ¿no crees? Cambiaré las sábanas. No te preocupes, ya las encontraré, tú relájate. Con medicina y algo calentito para beber, enseguida estarás bien.

Sophy contempló los movimientos de la mujer, que lo encontraba todo gracias a una especie de sexto sentido. Lorenzo la miraba con tal odio que tuvo que taparse la boca para contener una carcajada. Volviéndose hacia ella, el paciente la fulminó con la mirada.

–Sophy.

Ella se detuvo camino de la puerta.

–Ven aquí.

Aunque enfermo, la orden había sido clara, y Sophy sintió el irrefrenable impulso de obedecer. Qué patético.

–Ven aquí –insistió él con irresistible magnetismo.

Ella se acercó al sofá. Aunque era él el enfermo y ella la que debería marcharse, de algún modo el poder parecía haber cambiado de manos. En los escasos minutos que había estado sentada en el sofá, acariciándolo, algo había cambiado.

Se paró a escasos centímetros y le clavó la mirada en los ojos negros.

–Quería darte las gracias.

–No hace falta –Sophy sintió que el rubor le teñía las mejillas. Arreglar los asuntos de los demás era su especialidad. Lo que tenía enfrente en esos momentos no era nada comparado con una familia de genios incapaces de organizar la cena diaria.

Lorenzo desvió la mirada a sus labios y ella tragó nerviosa, decidida a no delatarse, por ejemplo humedeciéndose los resecos labios.

–Te estoy besando. ¿Lo notas?

Sophy parpadeó perpleja. ¿Acababa de soñar eso? ¿De verdad lo había dicho?

Lo cierto era que lo sentía, y se moría por recibir más. Tenía que ser un delirio. Sin darse cuenta se humedeció los labios, que vibraban de deseo. Necesitaban ser besados. Por él.

De repente, una sonrisa le asomó a los labios a Lorenzo, la misma sonrisa que la había desarmado el día anterior.

–Que te mejores –Sophy huyó con el sonido de la masculina risa en sus oídos.

 

 

Cada vez que recordaba la expresión en el rostro de Lorenzo, Sophy se ruborizaba. Tres días más tarde, entró nerviosa en el despacho de la segunda planta. Él estaba de regreso, se lo había dicho Kat, y la esperaba en su despacho. Quería verla de inmediato.

Tenía la sensación de que el encuentro iba a resultar interesante. A Lorenzo no le había gustado mostrarse tan vulnerable y, desde luego, no le había gustado cómo ella había manejado la situación. Si algo había aprendido de ese hombre era que le gustaba ser el jefe. Ella le había usurpado el puesto y sospechaba que se lo iba a hacer pagar. Pero ¿cómo? ¿Con autoridad? ¿Con sensualidad? No debería estar deseando lo segundo. Lorenzo Hall llevaba grabada en la frente la etiqueta de playboy alérgico al compromiso. Respiró hondo y llamó a la puerta.

–Un momento.

Sophy esperó con los nervios a flor de piel. ¿Por qué le hacía esperar? Porque lo sabía. Era muy consciente del efecto que producía en las mujeres. En ella. Lo había utilizado en el apartamento. Una mirada, unas palabras y ella prácticamente se había derretido a sus pies.

–Ya puedes pasar.

Ella abrió la puerta y se quedó paralizada, boquiabierta.

Lo vio de pie junto a la ventana, vuelto hacia ella, llevaba puestos unos vaqueros, pero sin camiseta. La luz del exterior lo envolvía en un aura dorada. Ese hombre era deslumbrantemente hermoso.

Sophy se sentía como si estuviera pegada a un cohete en pleno lanzamiento, el calor arrancándole las entrañas.

El bronceado torso no brillaba de sudor y ella deseó verlo de nuevo mojado. Deseaba deslizar los dedos por la suave piel, atormentarlo con sus caricias.

Cerró los ojos con fuerza. ¿Desde cuándo tenía fantasías con un extraño? ¿Desde cuándo sentía esa irrefrenable, incontrolable, lujuria? La culpa de todo la tenía esa hermosa piel bronceada.

–La primera vez fue un error –consiguió murmurar ella–, la segunda no pudiste evitarlo –abrió los ojos y lo miró fijamente mientras él se acercaba, invadiendo su espacio personal–. Esta vez…

–Ha sido totalmente intencionado.

Capítulo Tres

 

–¿Intencionado? –Sophy solo oía el golpeteo de su corazón.

Lorenzo sonrió divertido y ella se preguntó si realmente había pronunciado la palabra o si había sido más bien un gemido animal.

–Me ha parecido que te gustaba –insistió él con un brillo burlón en la mirada.

¿Gustarle? Ni siquiera se acercaba a lo que había sentido.

–Desde luego estás mucho mejor ¿verdad? –Sophy lo miró, perpleja ante la calma de ese hombre. Estaba muy seguro del efecto que le producía.

–Al cien por cien.

–Estupendo –ella dio un paso atrás–. Entonces, quizás te gustará echarle un vistazo a mi trabajo.

–Ya lo he visto. Tiene buen aspecto. Tu sistema de organización resulta muy comprensible.

–¡Oh! –Sophy se quedó sin palabras ante los halagos.

–Pero necesitamos hablar de la próxima función –él la acompañó fuera del despacho–. Y quiero mostrarte algunas cosas para actualizar la página web. Creo que Kat te ha estado echando una mano.

–Sí, es estupenda –ella intentaba concentrarse en la conversación, pero su cerebro no paraba de deslizarse hasta los marcados abdominales. Increíble, tanto ese cuerpo como su reacción ante él.

–El resto del equipo regresará hoy. Han estado trabajando en otro proyecto.

–El bar –Kat le había hablado de ello. Lorenzo respaldaba a un tipo en la apertura de un nuevo bar en el corazón de la ciudad.

–Sí –la voz de Lorenzo era seria, pero el brillo en su mirada no tanto–. ¿Vamos a tu despacho?

–¿Crees que sería posible que te pusieras una camiseta? –Sophy se detuvo en seco.

–¿Te preocupa realmente?

–No es apropiado –ella sentía aumentar la temperatura. No era ninguna mojigata, pero aún no eran las nueve de la mañana y estaban en el trabajo. Pues claro que le preocupaba.

–No más inapropiado que irrumpir en mi apartamento y contratar a una enfermera.

–Eso sí que te molestó ¿verdad? –Sophy sonrió con la sensación del poder recuperado–, el que yo te viera en un estado tan debilitado. ¿Tu orgullo masculino resultó herido? ¿Por eso me estás mostrando todos tus músculos? ¿Para que vea lo fuerte que eres?

–¿Te parecí débil? –Lorenzo se volvió hacia ella.

Sophy reculó instintivamente contra la pared, pero él la siguió. Desafiante, ella alzó la barbilla intentando ocultar la anticipación que sentía.

–No creo que tenga que demostrar nada –de los ojos negros saltaban chispas–, eso te corresponde más bien a ti.

–¿Y exactamente qué crees que necesito demostrar? ¿Que no me afectas? –su problema era el mal de altura que sufría en la segunda planta. Debía ser el único caso en el mundo, pero hubiera jurado que el aire allí era más distinto, porque apenas conseguía producir más que un susurro.

–¿Y no lo hago? –Lorenzo enarcó las cejas.

–Pues claro que sí.

El gesto de Lorenzo fue de perplejidad, como si no se esperara esa sinceridad.

–Vas medio desnudo todo el tiempo –explicó lo obvio–. Pero no es tu cuerpo el que me molesta sino lo inapropiado de la situación –había conseguido sonar como una mojigata, y nada sincera.

La sonrisa de Lorenzo dejó al descubierto unos dientes perfectos. Estaba jugando al gato y al ratón con ella. Necesitaba hablar desesperadamente con Rosanna, necesitaba el consejo de una experta. Porque no estaba dispuesta a permitir que Lorenzo Hall ganara, no estaba dispuesta a convertirse en la última de una larga colección de conquistas. Pero tampoco iba a negarse un momento de puro placer si se presentaba la ocasión. Sí, le molestaba. Sí, lo deseaba.

Pero iba a hacerlo como lo haría Rosanna, con sus propias reglas. Por una vez en su vida iba a darle la espalda a la responsabilidad y tomar lo que deseaba. Solo le quedaba averiguar cómo hacerlo.

 

 

Lorenzo era consciente de lo malo que era. Correr riesgos siempre le había proporcionado placer. Hacer lo que la sociedad desaconsejaba hacer, forzar los límites hasta casi romperlos.

Había madurado. Sus transgresiones no tenían nada que ver con lo que habían sido años atrás. Se mantenía del lado de la ley. Pero esa perfecta damisela lo empujaba a arriesgarse, le provocaba un irrefrenable deseo de violentarla.

La expresión en su mirada había hecho que mereciera la pena quitarse la camisa, aunque implicara un esfuerzo por controlar sus hormonas. La piel le ardía desde que ella le había tocado en su apartamento. La pequeña mano no lo había reconfortado, al revés, había agitado el deseo que se esforzaba por controlar. En las primeras veinticuatro horas de su enfermedad, las peores, solo había soñado con ella. Y seguía soñando con esa mano y dónde le gustaría que la posara.

Trabajaba demasiado y no dejaba espacio para la diversión. Pero eso iba a cambiar. En cuanto el bar hubiera abierto, podría tomarse un respiro. Por otra parte, no había motivo para no divertirse un poco en ese mismo instante.

Sophy lo miraba con los ojos entornados y él casi oía los engranajes de su cerebro funcionar. La aprendiza de arpía parecía estar maquinando algo.

Un teléfono sonó, el de ella. Sophy hundió la mano en el bolso y, aunque defraudado, Lorenzo no se movió. Le producía demasiado placer verla encogerse un poco más contra la pared. Pero el placer se esfumó cuando oyó la voz masculina.

–Sí, tranquilo, Ted, lo recogeré camino a casa y te lo dejaré antes de las seis.

¿Quién demonios era Ted? Lorenzo aguardó a que colgara la llamada y dejó que la fuerza del silencio obrara su magia.

–Lo siento, era mi hermano –le explicó Sophy.

–Cuando estés conmigo –él le arrancó el móvil de las manos y lo apagó–, toda tu atención es para mí.

Ella lo miró con ojos desorbitados y tragó nerviosamente.

–En el trabajo, por supuesto –añadió, aunque demasiado tarde.

Le devolvió el teléfono y sonrió para sus adentros ante el brusco movimiento de la joven. Le gustaba turbarla.

–Iré a buscar mi camisa –se apartó ligeramente–, y nos ponemos con el asunto de la fundación ¿de acuerdo?

 

 

Sophy vació la cubitera de hielo entera en el vaso, sin importarle que varios cubitos cayeran al suelo. La camisa no había solucionado nada y había sufrido más de una hora de tortura sentada ante el escritorio con Lorenzo pegado a ella. Cierto que había tenido toda la tarde para recuperarse, pero no había bastado. Se bebió el vaso de agua de un trago y se dejó caer en una banqueta.

–¿Dónde has estado? Me hubiese gustado que fuésemos a hacernos la pedicura y…

–¡Has vuelto! –Sophy corrió a abrazar a su mejor amiga.

–De acuerdo, ya veo que me has echado de menos –Rosanna le devolvió el abrazo antes de apartarse–. Las camisas, cielo, no podemos arrugarlas.

Sophy rio. En la frase de la vida, ella era el verbo, la acción, no muy emocionante, pero necesario, mientras que Rosanna era el signo de exclamación. La extraña belleza capaz de llenar todo un párrafo, toda una estancia. Incluso tenía aspecto de signo de exclamación. Siempre vestida de negro, era una sucesión de largas piernas que acababan en una brillante cola de caballo. Hermosa y llena de vitalidad.

–¿Dónde has estado? Hace horas que aterricé y he estado sola. El taxi para llevarme al aeropuerto llegará en diez minutos. ¿Qué le pasa a tu móvil?

Sophy volvió a la cocina para llenar de nuevo el vaso con agua. ¿Cómo iba a explicarlo?

–Estoy trabajando de administrativa.

–¿Tienes un trabajo? –Rosanna frunció el ceño.

–Solo serán unas semanas. El bebé de su administrativa llegó antes de tiempo.

–¿El bebé está bien?

–Sí.

–¿Y por qué no han contratado a alguien temporalmente? –Rosanna puso los ojos en blanco–. ¿Quién te lo pidió?

–Cara, la madre, es una buena amiga de Victoria.

–Por supuesto que lo es. Y por supuesto que no pudiste negarte –su amiga suspiró con dramatismo–. ¿Y dónde es ese trabajo?

–¿Has oído hablar de la Fundación Silbido?

–¿Alex Carlisle y Lorenzo Hall? –Rosanna dejó escapar un silbido–. ¿Quién no ha oído hablar de ellos? Alex acaba de casarse y a Lorenzo es imposible olvidarlo. Jamás.

Cierto. La imagen de ese hombre permanecía grabada a fuego en la mente de Sophy.

–Al parecer hace honor a su aspecto –murmuró su amiga.

–¿Te liaste con él? –Sophy sintió una punzada de envidia.

–No, aunque desde luego no por mi culpa –Rosanna se sirvió una copa de vino–. La única vez que nuestros caminos se cruzaron, ni siquiera me miró.

–Eso no puede ser cierto –ella sonrió aliviada–. Todos los hombres se fijan en ti.

–Cariño –la otra mujer se dejó caer en una silla–, tengo entendido que es imposible de cazar. De vez en cuando se queda enganchado en una red, pero siempre se las apaña para soltarse.

–Creo que es un tiburón.

–¿Lo sabes de buena tinta? –Rosanna rio y casi se atragantó con el vino.

–Desde luego –contestó Sophy–. Creo que está demasiado acostumbrado a capturar cualquier pez que se le antoje.

–Por lo menos te invitará a un buen vino –su amiga se bebió la copa de un trago.

–No creo que lleguemos a eso –Sophy sacudió la cabeza.

–Te gusta.

–No es verdad –mintió ella antes de soltar una carcajada.

–Sí lo es –Rosanna también rio–, como a todas. Aunque –arrugó la nariz–, no es tu tipo.

–¿En serio? –Sophy se sintió irracionalmente molesta.

–Es un tiburón –insistió su amiga–. Tú necesitas un delfín.

–Genial. Un tipo con una gran nariz.

–Y con instinto para rescatar, no para cazar –Rosanna se irguió–. Necesitas un buen tipo, Soph, no alguien peligroso al que no puedas manejar.

–¿No crees que pueda manejarlo?

–No lo creo, lo sé.

–De manera que no tienes ningún consejo para mí.

–Soy la última persona de la que deberías aceptar un consejo –Rosanna la miró fijamente.

Quién lo diría viniendo de alguien que tenía a los hombres comiendo de la palma de su mano.

–¿Ibas vestida así cuando lo viste? –la expresión de su amiga se enturbió.

–¿Qué pasa con mi ropa? –Sophy no creía haber dado ningún paso en falso.

–Nada, salvo que ese tipo tenga una fantasía con Grace Kelly. Se merendará a una gatita como tú –Rosanna frunció el ceño–. Da igual. Estoy de mal humor. Me he pasado todo el día aquí sola y ya no tenemos tiempo para una pedicura.

–Pobrecita –¿gatita? ¿Creía que era una gatita?–. Ya era hora de que pararas y no hicieras nada durante un rato.

–Dijo la sartén al cazo. Al menos yo estoy impulsando mi carrera. Tú te dedicas a hacer favores a los demás.

–Vas a perder el avión. Que tengas un buen viaje.

Rosanna era compradora para una importante cadena de ropa. Inteligente, elegante y muy buena en un trabajo que le hacía pasar más noches fuera de casa que en ella.

–Me encanta Wellington.

–Los chicos te echarán de menos.

–Les vendrá bien.

–¿Vas a decidirte alguna vez? –Sophy sonrió.

–No lo creo –contestó la otra mujer tras reflexionar un rato.

Rosanna llevaba un mes saliendo con dos hombres a la vez. Típica viuda negra, le gustaba disponer de la mayor cantidad de presas en su tela de araña. Y en cuanto atrapaba a uno, jamás lo soltaba. Tenía cadáveres repartidos por todo el planeta. Emmet y Jay eran sus últimas víctimas, pero no parecía importarles. En realidad, babeaban por ella.

Sophy sabía que su amiga tenía un corazón de oro, aunque no quisiera reconocerlo ni permitiera que nadie se acercara a él. Se pasaba la vida coqueteando, siempre en el plano superficial, pero Sophy conocía el motivo: ya le habían roto el corazón y no iba a permitir que ningún hombre lo hiciera de nuevo. Se limitaba a divertirse y a mantener las distancias.

A Sophy también le habían roto el corazón, y lo cierto era que le apetecía divertirse un poco, y sabía muy bien con quien. Acompañó a Rosanna a la puerta, esperó la llegada del taxi e intentó absorber una parte de la alegría de vivir de su amiga.

Rosanna hacía todas esas cosas para las que Sophy era demasiado responsable. Disfrutaba de alocados revolcones, viajaba a la otra punta del mundo, era impulsiva y se arriesgaba. Le gustaba el peligro, la clase de peligro que representaba Lorenzo Hall.

Pero Sophy no podía permitirse el lujo de pensar solo en ella. Amaba a sus padres y jamás haría algo que les avergonzara. Era la hija de un juez y un escándalo sería de lo más jugoso. Por eso no se había emborrachado de adolescente, no se había quedado embarazada ni tomado drogas jamás. Había intentado ser la hija perfecta, incluso había buscado al novio perfecto. Si no era lo bastante buena para honrar el apellido familiar, se casaría con alguien que sí lo fuera. Pero su ex solo se había aprovechado de ella por sus conexiones familiares. Y se lo tenía merecido.

Era aburrida y vergonzosamente ingenua. Y siempre jugaba sobre seguro. O no jugaba. Jamás se arriesgaba.

Ya ni siquiera hablaba de su familia con los demás. La intimidad y la discreción eran fundamentales. La gente se asustaba a la par que se sentía intrigada, como si fuera a correr a su padre con cualquier detalle escabroso que averiguara de sus amigos. Era como si todos esperaran que fuera un pilar de moralidad.

Y lo cierto era que así era.

–¿Ese trabajo es a jornada completa? –preguntó Rosanna.

–Solo al principio.

–¿Sabes cuál es tu problema, Soph?

–Adelante, ilústrame.

–Eres demasiado buena. ¿Por qué no te niegas nunca a hacerles un favor? ¿Por qué nunca me niegas un favor a mí?

–¿Y cómo podría hacerlo? –protestó Sophy–. Me dejaste instalarme en tu casa.

No había querido vivir con sus padres, pero tampoco sola, al menos no todo el tiempo.

–Casi nunca estoy –Rosanna se encogió de hombros–. Fue un acto egoísta. Me cuidas la casa.

–Sí –ella rio, en absoluto ofendida.

–¿Cuándo vas a terminar esas piezas?

–No sé si podré –Sophy se mordió el labio. Sabía que su amiga sacaría el tema.

–Lo estás haciendo, Sophy. Es una gran oportunidad.

–Acabas de decirme que debo aprender a negarme.

–Solo cuando se trate de algo que no te apetezca realmente. Esto sí lo quieres. Merece la pena intentarlo. Por una vez, sitúa tu ambición por delante.

–Lo haré –gruñó ella. Rosanna tenía razón–. ¿Cuándo vuelves?

–A finales de semana. Una visita relámpago y luego me marcho otra vez.

–¿Nunca te cansas?

–No.

Quizás si pasaran más tiempo juntas acabarían por volverse locas. El taxi al fin llegó y Rosanna salió a su encuentro.

–No accedas a nada más mientras yo esté fuera –se despidió mientras entraba en el coche–. Lo digo en serio. ¡Sobre todo no a Lorenzo Hall!

–Las gatitas tienen garras.

–No las suficientes para dejar marca en un hombre como él.

Soltando una carcajada, Sophy cerró la puerta del taxi. Su amiga tenía razón, Lorenzo estaba fuera de su alcance. De todos modos, seguramente tampoco estaría interesado en ella. Solo se divertía poniéndola nerviosa.

Además, Rosanna tenía razón en otra cosa. Sophy necesitaba terminar las piezas para la exposición. Era una oportunidad fantástica que no debía dejar pasar. Inspirada, regresó a su habitación y se puso manos a la obra. Trabajó hasta bien entrada la noche y decidió que aprovecharía la hora de la comida para seguir con ello. No tenía tiempo que perder si quería preparar suficiente cantidad.

 

 

Al día siguiente llegó temprano al trabajo y abrió la ventana para dejar entrar la fresca brisa primaveral. Al mirar afuera, vio a Lorenzo en el patio, brocha en mano, cubriendo el grafiti con pintura negra. A Sophy le pareció una lástima y siguió mirando, incapaz de resistirse. Su jefe llevaba unos vaqueros de talle bajo y una camiseta que se le pegaba a los anchos hombros. Iba descalzo y sujetaba el móvil entre el hombro y la barbilla. Su voz y su risa atravesaron todo el patio hasta la ventana.

Sophy se limitó a encender el ordenador, dispuesta a centrarse en el trabajo y no en las palabras que le llegaban desde el patio.

–¿Y qué tal el castillo?

Alex había llevado a Dani a una tardía luna de miel y se alojaban en un castillo.

–Increíble. Lo esperado teniendo en cuenta el precio. ¿Cómo está Cara?

–Agotada, pero aguantando. Creo –Lorenzo continuó pintando–. Le encantaron las flores. Dice que el bebé es diminuto, pero que está bien.

–¿Aún no has ido a verla?

–No.

–Renz…

–Ya sabes que no me gustan esas cosas, Alex –las familias felices no eran lo suyo.

Por supuesto, estaba preocupado por Cara, y le había hecho llegar un montón de regalos y se había ofrecido a hacer cualquier cosa que necesitara. Y por supuesto no había nada que pudiera hacer. Cara y su marido tenían una gran familia que se ocupaba de todo.

–¿Qué tal la fundación? ¿Encontraste a alguien para ayudar? –Alex pasó a otro tema.

–Sí –Lorenzo suspiró–. Lo hizo Cara. Es la hermana de una amiga, o algo así. Una de esas chicas de la alta sociedad a las que les gusta implicarse. Es malditamente eficaz. Organizada. Solícita. Parece una boy scout frígida.

–Cuántos adjetivos, Renz –su amigo rio– ¿te perturba?

–No –si su amigo supiera…

–¿Es una muñequita? –por la risa de Alex era evidente que sabía que mentía.

En efecto, lo era. Y en más de un sentido. Unos enormes ojos azules y cabellos rubios que suplicaban que alguien los revolviera. Explosiva, aunque con un aire de inocencia que no estaba seguro si debería mancillar.

–Hace su trabajo. Es lo único que importa.

El trabajo quedaría brillantemente resuelto y él encontraría una sustituta permanente. Tenía demasiado trabajo para obsesionarse con ella todo el tiempo.

Colgó la llamada y terminó de pintar la valla. Dándose media vuelta, dirigió la mirada a la primera planta. La ventana del despacho de Sophy estaba abierta, pero no se veía a nadie sentada ante la mesa. Debía de haberla abierto Kat.

Subió al apartamento y se duchó, pero algo le corroía por dentro. Tenía que intentar provocarla de nuevo. Era como si esa mujer le hubiera implantado un dispositivo que le atraía hacia ella. Bajando a recepción, sus pies le condujeron al despacho de la joven.

–¿Vas a salir con tu novio esta noche? –preguntó sin ambages.

Ella se quedó muda ante una pila de documentos.

–Deberías venir al bar. Es la inauguración.

–¿Tan desesperado estás por conseguir clientes? –ella levantó la vista, gélida, irritable.

–En realidad no. Estamos seguros de que será un éxito. Pensé que te gustaría verlo –Lorenzo se apoyó contra el quicio de la puerta–. Es un lugar acogedor, íntimo. Podrías acurrucarte en un sillón en una esquina –¿sería de la clase de chicas que se acurrucaba en público? No lo creía–, o puedes sudar en la pista de baile. Eh… –hizo una deliberada pausa–, creo que será el sofá.

–Me gusta bailar. Pero ya tengo planes para esta noche.

La enorme frialdad le hizo sospechar a Lorenzo que había un fuego ardiendo en el interior.

–¿Con tu novio? –no era muy sutil, pero necesitaba saberlo.

–No –Sophy fingió centrarse en el archivo que tenía delante–. No tengo novio.

–¿No? –él pareció tan complacido que resultaba irritante.

–No me interesa –la frase sonaba demasiado vehemente, y ambos lo sabían.

–¿Y eso? –él enarcó las cejas–. ¿Algún imbécil te rompió el corazón?

–¿Qué te hace pensar que tengo un corazón? –respondió ella con gélida precisión–. A las scout frígidas no nos interesan los hombres, las máquinas nos resultan más eficaces.

Lentamente, alzó la vista y las miradas permanecieron largo rato fundidas. Los ojos de Lorenzo no revelaban nada, pero eran tan penetrantes que parecían estar arrancándole todos los secretos a Sophy, que se sintió ruborizar. Inexplicable, pues había sido él el descortés. Era él quien debería sentirse incómodo.

–¿He dado en el clavo? –sin apartar la mirada, Lorenzo se acercó al escritorio–. Yo solo dije que lo parecías, no que lo fueras.

–Tanto da.

–Al menos ahora sé que eres capaz de sentir algo –él sonrió.

Ella lo miró fijamente mientras intentaba calmar su acelerado corazón.

–Ira –Lorenzo la agarró por los brazos y la levantó de la silla–. ¿Estás muy enfadada conmigo, Sophy?

Estaba demasiado cerca, sujetándola con fuerza, pero ella no hizo ningún intento de soltarse. Se negaba a dejarse intimidar ni a que jugara con ella.

–¿Quieres que lo arregle? –las manos se deslizaron hasta la cintura.

–¿Y cómo piensas hacerlo? –ella respiró entrecortadamente–. ¿Con un beso?

–¿No es así como se suele hacer? –Lorenzo la taladró con su inescrutable mirada–. ¿No es lo que deseas?

–No –Sophy estaba realmente furiosa, porque él estaba en lo cierto–. No creo que arreglara nada.

–¿En serio?

–Creo que lo empeoraría –ella lo taladró con la mirada–. No seas paternalista, Lorenzo. ¿Te crees mejor que yo? ¿Crees que soy un robot? ¿Una niña malcriada de la alta sociedad? ¿Crees que dedico mi tiempo a hacer cosas por los demás, que no tengo ambiciones, sueños? ¿Deseos?

Cerró la boca, de repente consciente de que estaba verbalizando toda la amargura que no había querido mostrar ante nadie, sobre todo ante él.

–Yo no –Lorenzo la sujetó con más fuerza–, pero es evidente que crees que otras personas sí. ¿Por qué no te negaste a trabajar aquí si tenías algo mejor que hacer?

Dicho así parecía tan sencillo.

Pero ella jamás se negaba, no a esa clase de solicitudes. Y lo cierto era que tenía tiempo para ayudar, y le gustaba ayudar. Le hacía sentirse útil, necesitada. Sin embargo tenía la sensación de que Lorenzo se había estado riendo de su buena disposición. ¿Estarían riéndose todos de ella? Estaba cansada. Ese era el problema. Cansada, frustrada y desbordada. Y ese hombre no ayudaba nada, atormentándola con su proximidad. Sophy clavó la mirada en el suelo mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

–Olvídalo.

–No –él le sujetó la barbilla y la obligó a mirarlo–. Estás muy disgustada.

–Mi orgullo herido lo superará –espetó ella, furiosa por su propia estupidez–. Me da igual lo que pienses. Estoy aquí para hacer un trabajo, y lo voy a hacer.

–No hasta que me disculpe.

–No pareces la clase de persona que se disculpa.

–Eso lo dirás tú –los ojos negros brillaron–. De acuerdo, no suelo disculparme a menudo. Pero cuando lo hago, lo hago en serio –le acarició la barbilla–. Lo siento.

–Está bien –ella se encogió de hombros, decidida a que la sonrisa de Lorenzo no la afectara como siempre–. Me da igual lo que pienses de mí.

La sonrisa se hizo más amplia y ella comprendió que estaba dando demasiadas explicaciones.

–Que no se te suba a la cabeza –ella suspiró, recuperado el buen humor–. Lo cierto es que me importa demasiado lo que todo el mundo piensa de mí.

–Y a mí me importa lo que a ti te importa.

–Escucha, olvídalo –la amabilidad de Lorenzo no hacía más que empeorarlo todo.

–No –él la abrazó con más fuerza–. Voy a hacerlo. Sabemos desde hace días que iba a suceder.

Sophy se quedó helada, el cuerpo cargado de anticipación. Lo único que podía hacer era mirarlo, hundirse en las negras profundidades, añorar el tacto de esa hermosa boca.

Y entonces lo hizo.

Fue una leve caricia sobre los labios, pero se demoró demasiado para ser un casto beso.

–¿Mejor? –él susurró la pregunta.

–No.

Los labios estaban separados por escasos milímetros y Sophy sentía el calor del masculino cuerpo, olía el aroma a jabón que desprendía. Un temblor de anticipación le recorrió el cuerpo. De repente Lorenzo se movió, lo justo para deslizar los labios sobre su boca y permanecer allí.

Sophy cerró los ojos y vació la mente de todo, salvo de la sensación de las caricias, de la inesperada dulzura de ese hombre.

Se oyó un gemido ¿había sido ella? La dulzura, la lentitud, todo la sobrecogía. De nuevo se estremeció y él la abrazó con más fuerza. Aquello no bastaba.

Y entonces se acabó.

Apenas podía respirar. Los ojos negros seguían fijos en ella. Oscuros, intensos, hermosos. El tiempo se detuvo durante un instante que pareció infinito. ¿Volvería a besarla?

–No –surgió bruscamente de los labios de Lorenzo mientras se apartaba de ella–. Tenías razón y yo estaba equivocado –se dirigió a la puerta–. Lo siento de veras.