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Tres autoras de romance histórico que no puedes perderte, ¡consigue este pack a un precio increíble! La heredera escocesa Margaret Moore La rica heredera lady Moira MacMurdaugh acababa de suspirar con alivio por haber evitado un matrimonio desastroso con sir Robert McStuart, un mujeriego y jugador empedernido, cuando este la demandó. El abogado Gordon McHeath, dividido entre el deber hacia su cliente y aquella impulsiva belleza que tanto lo alteraba, no tuvo otra alternativa que emprender acciones legales contra la mujer que lo había besado de una manera que nunca podría olvidar. Hasta que ciertos acontecimientos siniestros amenazaron con arrasar el mundo de lady Moira, y Gordon tuvo que dejar a un lado su compromiso con la ley... e infringirla. La mala reputación Nicola Cornick La peligrosamente seductora, y pecaminosamente bella, Susanna Burney era la persona más buscada en los círculos de la alta sociedad londinense como rompe relaciones. Pagada por padres adinerados que querían separar a sus hijos de mujeres a las que no consideraban convenientes, jamás había fallado en su misión de distraer al futuro prometido. Hasta que su última misión la obligó a encontrarse cara a cara con el hombre que en el pasado le había impartido una íntima clase sobre corazones rotos. James Devlin tenía todo lo que siempre había querido: un título, una prometida rica y un lugar en la alta sociedad. Pero la mujer con la que acababa de cruzar la mirada en un abarrotado salón amenazaba con destruir todo lo que hasta entonces había conseguido. Y no porque Susanna hubiera reclamado su corazón en otro tiempo, o porque sus sinuosos movimientos le hubieran dejado sin respiración. Sino porque los secretos que guardaba podían costarle todo lo alcanzado.
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Seitenzahl: 1239
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack HQN histórico, n.º 67 - julio 2015
I.S.B.N.: 978-84-687-6188-6
Portada
Créditos
Índice
La mala reputación
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
La heredera escocesa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Tiempos de claroscuro
Nota de los editores
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Agradecimientos
Quien no arde de deseo, termina helado.
Proverbio del siglo XIX.
A los veintisiete años, James Devlin tenía todo lo que un hombre podía desear. Un lugar entre la alta sociedad, una prometida rica y bella y un título. Aun así, la noche que su primera esposa regresó a su vida tras nueve años de ausencia, estaba aburrido. Todo lo aburrido que podía llegar a estar un caballero en el momento más álgido de la temporada de bailes londinense.
Era otra noche más de exceso, despilfarro y entretenimiento vacuo. Los duques de Alton organizaban las mejores fiestas de la ciudad: opulentas, de buen gusto y exclusivas. Pero para Devlin, aquélla sería otra noche más empleada en conseguir limonada para Emma cuando ésta estuviera sedienta, en localizar su abanico cuando lo perdiera y en adular a la mamá de Emma, que no lo soportaba y, probablemente, ni siquiera supiera su nombre a pesar de que llevaban ya dos años prometidos. En otra época de su vida, Devlin había tenido que enfrentarse a los elementos en la cubierta de un barco azotado por la lluvia, había tenido que trepar y aparejar las jarcias y había luchado por su vida. Cada día entrañaba nuevos peligros, nuevas emociones. Habían pasado solamente dos años desde entonces, pero tenía la sensación de que había transcurrido más de un siglo. Últimamente, no tenía que enfrentarse a nada más peligroso que ir a recoger su abrigo y tenderle a Emma el bolso.
–¿Estás celoso, Dev? –le preguntó su hermana Francesca, posando la mano en su brazo.
Dev se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño mientras observaba a Emma, que bailaba en la pista de baile. De hecho, la estaba fulminando con la mirada mientras ella giraba al ritmo del vals en los brazos de su primo Frederick Walters. Chessie no era la única que había notado su actitud adusta. Reconoció miradas de reojo y mal disimulada diversión a su alrededor. Todo el mundo pensaba que era un hombre posesivo, que le molestaba que Emma, una consumada coqueta, dedicara su tiempo a otros hombres. Si de verdad hubiera sido celoso, se habría pasado el día batiéndose en duelo, pero para ser celoso había que estar enamorado y a él le daba exactamente igual que Emma flirteara con todos los hombres de Londres.
Se enderezó y borró el ceño de su frente.
–No estoy en absoluto celoso.
Chessie recorrió su rostro con sus enormes ojos azules, buscando algún gesto que le indicara que estaba intentando engañarle.
–No es ningún secreto que los condes de Brooke prefieren a Fred como marido para Emma –le advirtió.
Dev se encogió de hombros.
–Los condes preferirían hasta un sabueso con moquillo como marido de Emma, pero la cuestión es que Emma me quiere a mí.
–Y Emma siempre consigue lo que quiera –había cierto deje afilado en la voz de Chessie.
Dev miró a su hermana. Chessie todavía no tenía lo que quería, aunque llevaba meses esperándolo. Fitzwilliam Alton, hijo único y heredero de los duques, llevaba tiempo dedicando a Chessie una notable atención. Tan notorio trato sólo podía terminar de forma respetable con una propuesta de matrimonio, pero hasta entonces, Fitz no se había declarado, y estaban comenzando a correr los rumores. La alta sociedad, pensó Dev, no había sido en absoluto amable con ellos. Desde el primer momento les habían considerado motivo de escándalo a él y a Chessie en particular. Carecían de un origen noble y no tenían dinero. Devlin al menos había conseguido hacer carrera en la Marina antes de recurrir a buscar una fortuna. Chessie sólo contaba con su belleza y su vivaz personalidad para causar una buena impresión. Las mujeres siempre lo tenían más difícil.
–No te gusta Emma –comentó Dev.
Sintió, más que vio, la mirada burlona de su hermana.
–No me gusta lo que ha hecho de ti –replicó–. Te has convertido en una de las mascotas de Emma, como ese perrito blanco o ese mono malhumorado.
Aquello le dolió.
–Un pequeño precio a pagar a cambio de lo que busco –respondió Dev.
Dinero, estatus. Llevaba diez años buscándolo. Había nacido sin nada y no tenía intención de volver a sufrir la pobreza de su juventud. Por fin lo tenía todo a su alcance y si para conseguirlo tenía que convertirse en el perrito faldero de Emma durante el resto de su vida, conocía peores destinos. O, por lo menos, eso se decía a sí mismo.
–Tú no eres mejor que yo –le recordó a su hermana, consciente de que estaba acercándose peligrosamente al ojo por ojo que había presidido su relación durante la infancia–. Tú también has atrapado a un marqués.
Chessie cerró el abanico con un gesto con el que expresaba un profundo desdén.
–No seas vulgar, Dev. Yo no me parezco nada a ti. Es posible que también sea una cazafortunas, pero yo amo a Fitz. Y, en cualquier caso, todavía no le he atrapado.
–Seguro que pronto te propondrá matrimonio –la consoló Dev.
Había advertido cierta inseguridad en la voz de su hermana que evidenciaba la poca confianza que tenía en sí misma. Dev quería tranquilizarla, aunque pensaba que Fitzwilliam Alton no era un hombre suficientemente bueno para Chessie.
–Fitz también te quiere –le aseguró, esperando tener razón–. Sólo está esperando el momento adecuado para dar la noticia a sus padres.
–Ese momento no llegará nunca –respondió Chessie secamente.
–Debes de querer mucho a Fitz para estar dispuesta a soportar a la duquesa de Alton como suegra.
–Y tú debes de desear mucho el dinero de Emma para estar dispuesto a soportar a la condesa de Brooke –replicó Chessie.
–Así es.
Chessie sacudió ligeramente la cabeza.
–No merece la pena, Dev. Terminarás odiándola.
–Estoy convencido de que tienes razón. De hecho, ya me desagrada bastante.
–Me refería a Emma –repuso Emma, con los ojos fijos en las parejas que bailaban–, no a su madre. Aunque si Emma va pareciéndose a su madre a medida que envejezca, también será difícil de soportar.
Dev no podía negar que era una perspectiva en absoluto halagüeña.
–Si Fitz termina pareciéndose a su madre, podrás exprimirle como a un limón.
La duquesa de Alton era una mujer muy agria, siempre con la boca apretada en un gesto que advertía de su mal carácter.
Chessie se echó a reír.
–Fitz no se parecerá a sus padres.
Pero la risa no tardó en desaparecer de su rostro y comenzó a juguetear nerviosa con el encaje de su abanico. Últimamente, pensó Dev, Chessie había perdido parte de su chispa. En aquel momento la vio buscando a Fitz con la mirada en el abarrotado salón. Sus sentimientos eran más que evidentes. Dev sintió entonces la necesidad de protegerla. Chessie lo había apostado todo a la posibilidad de un compromiso y Fitz, un hombre simpático, pero arrogante y consentido en igual medida, era consciente de su estima y estaba jugando con su reputación. Chessie se merecía algo mejor. Dev apretó los puños a ambos lados de su cuerpo. Un paso fuera de lugar y le haría tragarse a Fitz la cucharilla de plata que le habían metido en la boca nada más nacer.
–Pareces furioso –dijo Chessie, apretándole el brazo.
–Lo siento –Dev volvió a suavizar su expresión. Le sonrió–. No nos ha ido mal, para ser dos huérfanos del condado de Galway.
Chessie no contestó y Dev advirtió que estaba de nuevo pendiente del vals, que giraba en aquel momento hacia su triunfante clímax. Fitz un hombre moreno, alto y distinguido, estaba al final del salón, casi perdido entre los danzantes. Formaba pareja con una mujer vestida en un traje de gasa plateado, una mujer alta y morena también. Hacían una pareja magnífica. Fitz siempre había tenido debilidad por los rostros hermosos. Al igual que su prima Emma, pretendía casarse con alguien a quien pudiera exhibir como trofeo. Pero aquella mujer no se parecía a las damas con las que habitualmente flirteaba Fitz. Había algo en su forma de moverse, en la cadencia de sus pasos, que Dev reconoció a pesar de no haberle visto el rostro.
–¿Quién es esa mujer? –preguntó con la voz ligeramente ronca.
Algo extraño, una premonición, cosquilleaba por su espalda. Él era el menos supersticioso de los hombres, pero sintió un aire frío acariciando su piel a pesar de que en el salón de baile de los duques de Alton el calor era sofocante.
Comprendió que Chessie también había sentido algo. Estaba tan tensa como las cuerdas de un violín y había palidecido. Un estremecimiento recorrió su cuerpo.
–Una mujer rica –contestó con amargura–. Una mujer bella y conveniente para Fitz que, seguramente, le han presentado sus padres esta noche para que me olvide.
–Tonterías –la tranquilizó–. Será otra mujer con cara de caballo nacida de esas relaciones endogámicas que…
–Dev –le reprochó Chessie, en el momento que una noble viuda pasaba por delante de ellos con gesto de manifiesta desaprobación.
La música terminó con un sonoro acorde y hubo aplausos en el salón. Fitz caminó hacia ellos junto a su pareja. Era obvio que pretendía presentarle a Chessie. Dev no estaba seguro de si aquello debería tranquilizarle o preocuparle.
–¡Dev! –también Emma acudió a su encuentro, jadeante y sonrojada, arrastrando a Freddie Walters tras ella–. ¡Ven a bailar conmigo!
Por primera vez desde que podía recordar, Dev no obedeció inmediatamente a la imperiosa demanda de Emma. En cambio, observaba con atención a la mujer que acompañaba a Fitz. La recién llegada no estaba en los albores de la juventud, se aproximaba más a su edad que a la de Chessie. La edad, o la experiencia, o ambas cosas quizá, le infundían una confianza de la que no parecía consciente. Caminaba con la misma elegancia con la que Dev la había visto bailar, con una desenvoltura que acentuaba el sinuoso vuelo del vestido de gasa. La tela acariciaba sus senos y sus caderas envolviéndolos como el beso de un amante. No había un solo hombre en el salón, pensó Dev, que no estuviera mirándola fijamente, con la boca seca de deseo y la mente poblada de imágenes que intentaban reproducir aquellas curvas desnudas.
O quizá aquello fuera una fantasía.
Era una mujer pálida, con la piel casi traslúcida y las pecas características de las mujeres celtas. El contraste entre sus ojos, de un verde muy vivo, y el pelo negro, era impactante, excitante, incluso. Le daban un aspecto frágil y mágico, como el de una ninfa o un hada, demasiado exótico para ser humano. Llevaba los rizos negros recogidos en lo alto de la cabeza en un revuelo de tirabuzones sujetos por una peineta de resplandecientes diamantes. Unas joyas a juego adornaban su esbelto cuello y sus muñecas. No era una pariente pobre, por tanto. Tenía un aspecto magnífico.
Y le resultaba curiosamente familiar.
A Dev se le paralizó el corazón para, casi inmediatamente, comenzar a latirle a toda velocidad. Por un instante, se sintió como si todo se hubiera detenido: la música, las conversaciones, la respiración. Durante largo rato, fue incapaz de hablar o pensar.
Habían pasado casi diez años desde la última vez que había visto a Susanna Burney. Su último recuerdo de ella no era fácil de olvidar: Susanna gloriosamente desnuda y profundamente dormida en la cama que habían compartido tras su breve y apasionada noche de bodas. Cuando aquella noche había apagado las velas, Dev no sabía que no volvería a verla nunca más.
A la mañana siguiente, Susanna había desaparecido, y, con ella, su matrimonio. Ese mismo día, le había hecho llegar una nota. En ella le decía que todo había sido un terrible error y le suplicaba que no fuera tras ella. Había dicho que buscaría ella misma la anulación del matrimonio. Joven y orgulloso como era, enfadado, traicionado y herido, Dev la había dejado marchar.
Dos años después, tras regresar de su primera misión en la Marina Real, había reconsiderado el abandono de su díscola esposa y había viajado hasta Escocia con intención de encontrarla. Se había dicho a sí mismo que era sólo por curiosidad, para asegurarse de que había sido efectiva la anulación de su matrimonio. Tenía planes para el futuro, proyectos ambiciosos, y en ellos no estaba incluida una joven a la que había seducido y con la que se había casado en un impulso, para luego dejarla marchar. Rompió a sudar al recordarse llamando a la puerta de la rectoría para enfrentarse a los tíos de Susanna. Éstos le habían dicho que Susanna había muerto. Todavía podía recordar la fuerte impresión que había derrotado a su determinación. Quería a Susanna mucho más de lo que pensaba.
Pero en aquel momento, Susanna Burney le parecía muy viva.
El enfado y la perplejidad batallaban en su interior. Se enfrentó a su indiferente e ignorante mirada y una segunda oleada de furia rugió en su interior. Susanna estaba fingiendo no conocerlo.
–¡Dev!
Emma le tiró de la mano, reclamando su atención. Un ceño afeaba el habitual equilibrio de sus facciones.
Emma, su prometida, una mujer rica, bien relacionada que iba a proporcionarle todo lo que siempre había querido.
Dev nunca le había hablado de su precipitado y fracasado primer matrimonio. Eran muchas las cosas que no le había contado a Emma. Se decía a sí mismo que era porque había puesto fin a sus indiscreciones del pasado, pero lo cierto era que su prometida era una mujer celosa y posesiva y no podía predecir su reacción ante una revelación como aquélla. Dev no quería ponerla a prueba y arriesgar el castillo de naipes que había levantado para sí mismo y para Chessie.
Un gélido cosquilleo de tensión descendió por su espalda. El daño que Susanna podría llegar a hacerle era incalculable. Si revelaba el más mínimo detalle de su pasado, Emma pondría fin a su compromiso y Dev perdería todo aquello por lo que tanto había trabajado.
Observó que Susanna se acercaba y posaba la mano en el brazo de Fitz con un gesto de evidente confianza. Inclinaron la cabeza el uno hacia el otro. Ella le sonreía a su acompañante como si fuera el hombre más fascinante del universo. Fitz, pensó Dev, parecía completamente deslumbrado. Se sonrojaba como un joven enamorado por primera vez.
Susanna alzó la mirada y la cruzó con la de Dev durante un largo momento. Dev no fue capaz de interpretar su expresión. Continuaba sin haber en ella ninguna señal de reconocimiento y no había el menor rastro de nerviosismo en su comportamiento.
Dev sintió frío, mucho frío. Se enderezó, cuadró los hombros y se preparó para ser presentado a su esposa, que creía fallecida.
Susanna no le reconoció hasta que ya era demasiado tarde para salir corriendo e igualmente imposible esconderse. Aunque, por supuesto, lo de correr no era su estilo.
El baile que habían organizado los duques estaba abarrotado y la presión de los invitados había dificultado la visión de Susanna. Hacía un calor sofocante en el salón, apenas se podía respirar y el ruido era tal que no podía oír lo que Fitz le decía mientras la acompañaba a lo largo de la pista. Le había comentado algo sobre que quería presentarle a unos amigos, un gesto que Susanna había considerado muy amable, puesto que no conocía a nadie en Londres. Y en el momento en el que la multitud se había despejado, se había descubierto mirando a James Devlin. El aire había abandonado sus pulmones, la cabeza había comenzado a darle vueltas y había estado a punto de desmayarse. Sólo una rígida autodisciplina había impedido que terminara en el suelo.
Fitz no había notado su incomodidad. No era, pensó Susanna, un hombre observador. Atractivo, encantador, mimado, arrogante… Había descubierto aquellos rasgos de su personalidad a los cinco minutos de ser presentados. A los diez, ya sabía que era un enamorado de los caballos y los vinos. Quince minutos después, había llegado a la conclusión de que era un hombre sensible a la belleza de una mujer, algo que le sería útil, puesto que era una mujer bella y estaba decidida a seducirle.
Fitz continuaba hablando cuando se acercaron al grupo de personas entre las que se encontraba James Devlin. No tenía la menor idea de lo que le decía, pero, afortunadamente, no parecía esperar ninguna réplica por su parte. Lo único que Susanna veía frente a ella era a Devlin. De lo único que era consciente era de su altura, de la anchura de sus hombros y de la frialdad de sus ojos azules mientras la recorrían con absoluto desdén. Imaginaba que no podía culparle por ello. Había sido ella la que le había abandonado antes de que la tinta de su contrato matrimonial se hubiera secado, antes de que las sábanas se hubieran enfriado tras su noche de amor.
Susanna alzó la barbilla y enderezó la espalda. Había estado fingiendo durante tanto tiempo que, seguramente, no le resultaría difícil borrar toda expresión de su rostro y ocultar el hecho de que estaba temblando por dentro. Pero aun así, le resultó extraordinariamente difícil hacerlo. Deslizó su mirada sobre Devlin en una lenta apreciación. La fuerza con la que le latía el corazón contra las costillas contradecía la calculada frialdad de su mirada.
Había una autoridad y una confianza innata en Devlin que contrastaban con la deslumbrante juventud del joven de dieciocho años que tan bien recordaba. Ya a esa edad era un hombre enérgico y brillante, pero también impaciente y falto de experiencia. Era como si el mundo, con sus afiladas aristas, todavía no hubiera endurecido su alma.
Una carencia que, ciertamente, había salvado en el lapso de aquellos años. Tenía los hombros anchos, el pecho fuerte. Estaba más alto, más musculoso, definitivamente, más hombre que el joven que recordaba, y tan guapo que su rostro podría haber sido calificado como femeninamente bello si no hubiera sido por la fuerza de su mandíbula y lo pronunciado de sus pómulos, que restaban de su rostro cualquier suavidad. Susanna sintió un repentino y completamente inesperado arrepentimiento al ver al joven al que ella había conocido convertido en un hombre tan formidable. Jamás lo habría imaginado. Pero años atrás había tomado una decisión. Ya no era momento de arrepentimientos. La vida le había enseñado que los arrepentimientos no eran más que una forma de indulgencia para con uno mismo.
Vio a la bonita rubia que se aferraba al brazo de Devlin. En eso no había cambiado, por lo visto. Por supuesto, le importaba muy poco después de nueve años. Pero siempre había mujeres rondando a James Devlin, como las abejas revoloteando alrededor de la miel. Devlin sabía que era un hombre atractivo y era consciente del efecto que tenía en las mujeres. El gesto arrogante con el que inclinaba la cabeza así lo decía.
La estaba observando. No había apartado la mirada de ella desde que había cruzado la pista de baile del brazo de Fitz. Se arriesgó a mirarle de nuevo a los ojos y estuvo a punto de quedarse paralizada ante lo que vio allí. En vez de la indiferencia que había esperado, encontró un fiero desafío y una turbulenta sensualidad que parecían demandar una respuesta desde algo tan profundo de ella que se estremeció visiblemente. El estómago le dio un vuelco. El pulimentado parqué del salón de baile pareció mecerse bajo sus pies. El corazón se le aceleró todavía más al ver la mirada de Devlin fija en su cuello, donde un diamante prestado reposaba su frenético pulso. De pronto, Susanna se sintió empapada en sudor y supo que había palidecido. Supo también que Devlin había visto el resplandor traicionero del diamante que parecía moverse en respuesta al martilleo de su pulso. Advirtió que curvaba la comisura de los labios en una perturbadora sonrisa de masculina satisfacción. Y descubrió algo más que no había cambiado en él: su orgullo.
Susanna alzó la barbilla y le dirigió una sonrisa de profundo desagrado salpicada de desafío. Había demasiadas cosas en juego como para salir huyendo, aunque todo su instinto la impulsaba a huir.
La chica que estaba a la izquierda de Devlin, la mujer que Fitz quería presentarle, era, evidentemente, la hermana de Dev. Compartía la misma estructura del rostro, los mismos ojos azules y el pelo rubio dorado. Susanna se mordió el labio. Aquélla era la mujer de la que los duques de Alton pretendían separar a Fitz, sirviéndose de ella. La chica a la que iba a destrozarle la vida. La chica a la que debía robarle el marido.
Era una desgraciada casualidad que aquella mujer a la que la duquesa se había referido despectivamente como «el capricho de Fitz», hubiera resultado ser la hermana de Devlin.
–Lady Carew –Fitz, sonriente, se acercó a la hermana de Devlin–. ¿Podría presentaros a la señorita Francesca Devlin? Chessie, ésta es Caroline, lady Carew, una amiga de mis padres que ha llegado recientemente a Londres desde Edimburgo.
Susanna sintió, más que vio, que Devlin se tensaba al oír su nombre, pero se obligó a no mirarle. Francesca Devlin hizo una elegante deferencia. La luz de las velas arrancó destellos cobrizos y bronceados de su pelo. Sus ojos fueron cálidos, su saludo, incluso cariñoso. Susanna admiró su táctica. Cuando un atractivo marqués te presenta a una mujer hermosa, lo mejor es fingirse encantada con aquella nueva conocida.
Era una de las normas del manual de una aventurera. En otras circunstancias, pensó Susanna, podría haber disfrutado haciéndose amiga de la señorita Francesca Devlin, con la que tenía muchas cosas en común. Desgraciadamente, le estaban pagando una generosa suma de dinero para engatusar a Fitz y hacerle olvidarse de Francesca, lo cual no era la base más prometedora para una amistad.
James Devlin cambió de postura. Susanna le miró a los ojos y reconoció en ellos su abierto antagonismo. A diferencia de Francesca, no se molestó en ocultar su hostilidad. Susanna la sintió atravesando su cuerpo. Suponía que era una ingenuidad pensar que Devlin se mostraría indiferente ante su repentina aparición tras nueve largos años de ausencia. Le había tratado muy mal, eso era innegable. Por lo menos, le exigiría una explicación. En el peor de los casos, tomaría represalias contra ella. Se le secó la boca al pensar en ello.
Devlin no era un hombre al que quisiera como enemigo. Era demasiado fuerte, demasiado decidido. Y ella todavía se encontraba en una situación muy precaria.
Devlin inclinó la cabeza hacia ella, como si le hubiera leído el pensamiento. Había un filo de cínica diversión en medio de su abierta antipatía. El peligroso brillo de sus ojos le advertía que, estuviera jugando a lo que estuviera jugando, iba a vigilarla de cerca y estaba dispuesto a ganarla.
Vio que Devlin miraba a su hermana de reojo y se acercaba a ella como si estuviera ofreciéndole su apoyo en silencio. Chessie le dirigió una sonrisa que, durante unos segundos de descuido, estuvo rebosante de gratitud y afecto. Así que Devlin era el protector de su hermana, pensó Susanna. Eso era lo último que Susanna necesitaba cuando estaba a punto de destrozar la vida de aquella joven. Aquel asunto, ya de por sí suficientemente complicado, comenzaba a empeorar. El corazón se le cayó a la altura de sus elegantes zapatos.
La otra dama del grupo, la joven rubia, dio un paso adelante en un torbellino de seda y encaje azul.
–Deberías haberme presentado antes a mí –señaló con un puchero–. ¡Soy una dama!
Fitz, disculpándose profusamente, le presentó entonces a su prima, lady Emma Brooke, y al caballero que la acompañaba, el honorable Frederick Walters. Susanna era plenamente consciente de la mirada de Devlin fija en ella, de aquellos ojos entrecerrados que la mantenían cautiva. Emma se acercó a él como si fuera un trofeo.
–Es mi prometido –anunció con orgullo–. Sir James Devlin.
A Susanna le dio un vuelco el corazón. Sabía que Devlin había conseguido un título. Pero no sabía que estaba prometido.
Unos celos profundos y afilados la dejaron sin respiración. Se preguntó por qué nunca le habría imaginado casado. Jamás se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad, aunque durante los nueve años que llevaban separados, podría haberse casado, dos, tres o incluso seis veces, como Enrique VIII.
Si no fuera por el ligero inconveniente de que todavía estaba casado con ella.
Debería haberle dicho que continuaban casados. Debería habérselo dicho mucho tiempo atrás.
La conciencia de Susanna, a menudo impertinente, era una desventaja para una aventurera, y en aquel instante, comenzó a aguijonearla. Sin embargo, aquél no era el momento más oportuno para darle a Devlin la noticia, estando su prometida sonriéndole con aquel aire posesivo y un brillo de inconfundible advertencia en la mirada.
Susanna tragó saliva. Su intención había sido conseguir la nulidad del matrimonio el primer año de la separación. Le había prometido a Devlin que lo haría. Después, había descubierto que estaba embarazada y de pronto, tanto el anillo como el contrato matrimonial se habían convertido en lo único que podía salvarla de la ruina. Sola, repudiada por su familia y casi en la indigencia, se había aferrado a la única posibilidad de continuar siendo considerada mínimamente respetable. Tiempo después, cuando había recordado su promesa y había vuelto a pensar en anular su matrimonio, había descubierto que las anulaciones, al igual que otras muchas cosas en la vida, eran prodigiosamente caras y mucho más difíciles de obtener de lo que había imaginado. Para entonces se había gastado ya hasta el último penique que había ganado intentando sobrevivir en las calles de Edimburgo. No tenía dinero para pagar abogados. A veces, apenas tenía lo suficiente para comer.
El recuerdo de aquellos días oscuros invadió el pensamiento de Susanna y sintió el pánico y el miedo aferrándose a su garganta. Tenía las manos empapadas en sudor que ocultaban aquellos elegantes guantes de encaje. Sentía el calor de las velas, la temperatura sofocante del salón. Todo el mundo la miraba. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, apartó los recuerdos y sonrió a Emma Brooke.
–Os felicito por vuestro compromiso, lady Emma –le dijo–, aunque debería felicitar sobre todo a sir James por el suyo.
Se produjo una ligera pausa, mientras Emma intentaba averiguar si aquello había sido un cumplido. Tras decidir que sí, sonrió radiante. Susanna vio a Dev curvando los labios en algo parecido a una sonrisa.
–Efectivamente, me considero el más afortunado de los hombres –respondió con naturalidad–. Y, lady Carew –añadió con un brillo de oscura diversión en las profundidades de unos ojos ensombrecidos por el enfado–, parece que también a vos debo felicitaros, puesto que la última vez que nos vimos, si mal no recuerdo, ni erais una dama ni os llamabais Caroline Carew.
Su tono era cortés, pero sus palabras no podían serlo menos. Se produjo un ligero revuelo en el grupo. Susanna vio cómo se aguzaba la expresión especuladora en los ojos de las mujeres, y advirtió un interés de otro tipo en los de los hombres. No era extraño. Dev acababa de insinuar que era, como poco, una aventurera y, poniéndose en lo peor, una prostituta disfrazada de dama.
Fue un momento de vértigo. Susanna sabía que tenía que tomar una decisión, y rápido. Podía fingir que Devlin la había confundido con otra mujer. O podía enfrentarse a él. Era arriesgado responder que no lo conocía porque probablemente, Dev lo consideraría un desafío. Él era de esa clase de hombres. Pero era igualmente peligroso presentarle batalla porque no estaba segura de que pudiera ganarla. En cualquier caso, ya era demasiado tarde para fingir indiferencia. Todo el mundo estaba pendiente de su respuesta a la calculada insinuación de Dev.
–Me halaga que digáis conocerme –respondió con ligereza–. Yo me había olvidado por completo de vos.
Dev profundizó su sonrisa ante aquella respuesta. Le dirigió a Susanna una mirada que la abrasó.
–Oh, pues yo lo recuerdo todo sobre vos, lady… Carew.
–Me temo que nunca me habéis conocido, sir James –replicó Susanna.
Se sostenían la mirada como en un cruce de espadas. Susanna sentía el vello de punta. Sabía que ya era demasiado tarde como para retroceder.
–Yo, al contrario que vos, recuerdo, por ejemplo, la última vez que nos vimos.
Había un brillo travieso en su mirada. Estaba disfrutando acosándola de aquella manera. Susanna lo vio y sintió crecer la furia en su interior.
Miró entonces a Emma. Al ver su mohín enfadado, la furia desapareció. Aquella actuación sólo tenía como objetivo castigarla por sus pecados del pasado y hacerle pasar un mal rato. No tenía intención de revelar la verdad. Le haría tanto daño a él mismo como a ella. Emma no parecía una prometida dócil y sumisa. Y Emma seguramente tenía todo el control sobre el dinero, puesto que Dev nunca había tenido un penique.
Susanna desvió la mirada hacia el lujoso chaleco bordado en blanco y oro de Dev, reparando también en la inmaculada cualidad del lino de su camisa y en el valioso diamante del alfiler de la corbata. Miró a Emma otra vez. Vio que Dev la seguía con la mirada. Sabía que comprendía perfectamente lo que estaba pensando.
Al final, sonrió.
–Bueno –dijo–, estoy segura de que no seréis tan grosero como para aburrir a todo el mundo con los detalles, sir James. No hay nada tan tedioso para los demás como dos viejos conocidos hablando de los viejos tiempos.
–¿Os conocisteis en Irlanda?
Evidentemente, Emma ya estaba harta de aquella conversación. Se interpuso entre ellos y los miró alternativamente con unos celos mal disimulados. Pronunció el nombre de Irlanda como si estuviera hablando del fin del mundo, de un lugar que cualquiera debería abandonar.
–Nos conocimos en Escocia –aclaró Susanna–. Fue durante un verano en el que sir James fue a visitar a lord Grant, su primo. Eso fue hace mucho tiempo.
–Pero ahora tenemos la feliz oportunidad de retomar nuestra amistad –la expresión de los ojos de Dev contrastaba con la suavidad de su tono–. Deberíais concederme este baile, para que así podamos hablar del pasado sin aburrir a nuestros amigos.
Con una sola frase había echado por tierra todas sus posibilidades de escapar. Susanna apretó mentalmente los dientes. Reconocía aquella determinación en él. Era la misma firmeza que le caracterizaba a los dieciocho años. Había visto algo que quería e iba a conseguirlo. Se estremeció.
–No tengo ganas de volver sobre el pasado –replicó–. Me temo que ya tengo comprometido el siguiente baile, sir James. Si me perdonáis.
Giró intencionadamente hacia Fitz, permitiendo que le rozara la muñeca con los dedos en un gesto casi imperceptible que, sin embargo, consiguió comunicar la insinuación de una promesa. Era tal el tumulto de sentimientos que se había desatado en su interior al ver a Devlin que casi se había olvidado de Fitz. Se había permitido distraerse, algo en absoluto aconsejable teniendo en cuenta que el servicio que le estaba prestando a los padres de Fitz era lo único que evitaba que se viera en las calles.
–Gracias por presentarme a vuestros amigos, milord. Espero que volvamos a vernos pronto.
Le dirigió al grupo una sonrisa. La respuesta de Chessie fue un frío asentimiento de cabeza. Emma no se dio por aludida. Fitz, inmune a la tensión del ambiente, le besó la mano con una galantería que hizo fruncir el ceño a Dev. Chessie se volvió como si no soportara ver a Fitz prestando tales atenciones a otra mujer.
Susanna comenzó a caminar rápidamente hacia la puerta del salón de baile. Una vez conseguido escapar de la cercanía de Dev, el corazón comenzó a latirle con fuerza contra las costillas, como reacción a la tensión vivida. Le faltaba la respiración y temblaba de pies a cabeza. Necesitaba tranquilizarse. Necesitaba pensar, intentar desenmarañar el enredo de confusión y mentiras en el que de pronto se había visto atrapada.
–¿Puedo pediros un baile más adelante, lady Carew?
Freddie Walters le estaba bloqueando el paso. Su mirada insolente, con la que parecía estar midiéndola como a un caballo, y su forma de posar la mano en su brazo eran excesivamente familiares. Su tono insinuaba que sabía todo lo que debía saber sobre ella. Que era una viuda de cuestionable moral que probablemente no pusiera reparos a una aventura amorosa. Su flagrante falta de respeto le produjo náuseas.
–Gracias, señor Walters, pero he decidido volver a casa. Me duele la cabeza.
–Es una pena –musitó Walters–. ¿Podría quizá haceros una visita?
–Estás acentuando el dolor de cabeza de la dama, Walters.
Era la voz de Dev, fría y con un filo de acero. Susanna vio que Walters abría los ojos como platos y se escabullía raudo ante un duro gesto de Dev. Éste esperó a que no pudiera oírlos para fijar la mirada en el rostro de Susanna. Ella también habría querido huir, pero tenía el sombrío presentimiento de que Dev la agarraría si intentaba escapar en aquel momento. No parecían importarle mucho las convenciones de un salón de baile, puesto que la abordó en medio de la pista.
–Gracias por tu ayuda –le dijo fríamente–, pero era del todo innecesaria. Puedo cuidar de mí misma.
Dev sonrió.
–Soy plenamente consciente de ello.
La recorrió con una mirada dura e inquisidora, muy diferente a la mirada calculadoramente sexual de Walters. Era una mirada más meditada y concienzuda, e infinitamente más inquietante.
–No pretendo rescatarte de nadie –añadió Dev con falsa delicadeza–. Te quiero para mí solo.
La elección de sus palabras y su mirada hicieron estremecerse a Susanna. Dev acababa de sustituir la débil amenaza que Walters representaba por algo mucho más peligroso: él mismo. Estaba enfrentándose a ella delante de todos los invitados de los duques de Alton. Era una actitud audaz.
–No tengo nada que decir.
Susanna mantenía la voz firme. Había dispuesto de nueve años para aprender a protegerse. Aunque nunca le había resultado tan difícil intentar levantar sus defensas como en aquel momento, cuando tenía que protegerse de aquel hombre y de su perspicaz y contundente mirada.
Dev se echó a reír.
–Te considero capaz de cosas mejores, Susanna. ¿Qué demonios está pasando aquí?
–No sé a qué te refieres –replicó Susanna.
El pulso le latía a toda velocidad. Miró a su alrededor, pero no encontraba ningún posible refugio. Comenzó a caminar lentamente a un lado de la pista de baile. Dev la agarró del brazo, adaptando su larga zancada a los pasos más cortos de Susanna. Cualquiera que los estuviera observando pensaría que estaban haciendo lo que cualquier otra de las parejas de baile. Caminando por la pista y charlando con la superficial indiferencia de dos conocidos. Excepto que no había nada de superficial en la caricia de la mano de Dev.
–Por lo menos me debes una explicación –le exigió Dev–. Una disculpa, incluso –su tono era sarcástico–, si no es mucho pedir.
Por un instante, Susanna distinguió un sentimiento fiero en su mirada. Una pareja que pasaba a su lado los miró con curiosidad. Era obvio que habían captado el tono de las palabras de Dev y habían advertido la tensión que se respiraba en el ambiente.
Susanna abrió el abanico para ocultar su expresión.
–Eso fue hace mucho tiempo –intentó imprimir a sus palabras frialdad y desdén, y consiguió exactamente el tono deseado–. Sí, te dejé, pero estoy segura de que has conseguido recuperarte de esa pérdida –se interrumpió y sonrió–. No me digas que te rompí el corazón.
Le estaba provocando intencionadamente y esperaba que Dev contestara que no había significado nada para él. Sin embargo, vio que el calor y el enfado de sus ojos se intensificaban.
–Dos años después regresé a buscarte.
A Susanna estuvo a punto de caérsele el abanico. Dos años. No lo sabía. Sintió una mezcla de amargura y arrepentimiento. Pero no habría supuesto ninguna diferencia. Habría sido demasiado tarde. Había sido demasiado tarde desde el momento en el que había escapado de su lado. Lo comprendía en aquel momento, con la perspectiva proporcionada por el tiempo. Podía reconocer los errores que había cometido y comprender el sinsentido de arrepentirse de ellos casi una década después.
–Sólo quería asegurarme de que habías anulado nuestro matrimonio –Dev le dirigió una mirada de frío desprecio–. Pero cuando pregunté a tus tíos, me dijeron que habías muerto –añadió entre dientes–. Una exageración, al parecer.
La sorpresa de Susanna fue tal que estuvo a punto de desmayarse. Durante un largo y terrible momento, el salón comenzó a girar ante sus ojos. La música y las voces se alejaron, todo parecía borrarse a su alrededor. Alargó la mano y comprendió, con agradecido alivio, que habían llegado a una esquina oculta del salón de baile. Estaban al lado de unas enormes puertas en forma de arco que se abrían a la terraza. Sintió el frío cristal contra sus dedos y una ráfaga de aire frío que penetraba en la sofocante habitación.
Elevó los ojos hacia el rostro de Dev. La expresión de éste era dura; había convertido su boca en una línea tensa. Era visible la furia primaria que le invadía.
–¿Te dijeron que había muerto? –susurró.
Era cierto que sus tíos la habían repudiado al enterarse de que estaba embarazada y no quería renunciar a su hijo. La habían repudiado, desheredado y echado de casa. Le habían dicho que para ellos estaba muerta. Y, evidentemente, eso era lo que le habían dicho a todos los demás.
El frío crepitaba en su corazón. La insensible crueldad de su familia había estado a punto de destrozarla nueve años atrás. En ese momento, sentía que su maldad volvía a atacarla. Creía que no podían volver a hacerle daño, pero se equivocaba.
Dev continuaba hablando.
–¿Era necesario llegar tan lejos? –decía con amargo enfado–. Yo no estaba buscando una reconciliación.
Se interrumpió. Susanna sabía que estaba esperando una respuesta, pero por un momento fue incapaz de articular palabra. Eran muchas las cosas que tenía que asimilar, y a una velocidad vertiginosa. Tenía que digerir el hecho de que Dev hubiera ido a buscarla, de que su familia le hubiera mentido. Algo que le dolía mucho más de lo que jamás habría imaginado.
–Yo…
Sentía una fuerte presión en el pecho. Intentó respirar. Sabía que debía detener aquello cuanto antes. No quería que Dev fuera consciente de que no sabía las mentiras que le había contado su familia. Dev se estaba acercando demasiado a la verdad. Un descuido por su parte y estaría perdida. Si sospechaba siquiera la verdad, tendría muchas preguntas que hacerle. Preguntas sobre el pasado, sobre lo que le había sucedido y, lo más peligroso, preguntas sobre su vida y sobre los motivos que la habían llevado a Londres. No podía contarle nada al respecto. Tenía que protegerse a sí misma y proteger su secreto costara lo que costara. Si no, lo perdería todo. De pronto, se alegró inmensamente de no haberle contado que su matrimonio no había sido anulado. Aquello podría resultarle muy útil en el caso de que necesitara defenderse contra él.
Susanna se enderezó y recuperó la calma. Tomó aire y buscó las palabras adecuadas para conseguir que Dev se alejara de ella. Pero Dev se le adelantó. Lo hizo con una voz ronca y cargada de sentimiento; de un sentimiento que, a pesar de los nueve años pasados, le llegaron a lo más profundo del alma y le hicieron sentir con una intensidad que no había experimentado desde hacía años.
–Por todos los diablos, Susanna –estalló–, eras mi esposa, no una prostituta con la que me hubiera dado un revolcón. ¿No crees que me debías algo más? ¡Escapaste de mi lado y después le pediste a tu familia que me mintiera! ¿Por qué hiciste una cosa así?
Había tal pasión y honestidad en sus palabras que Susanna se odió a sí misma por lo que estaba a punto de hacer, por lo que tenía que hacer para protegerse.
–Les pedí que te mintieran porque quería asegurarme de que me desharía para siempre de ti –respondió en tono ligero y despreocupado.
Las palabras no parecían querer salir de sus labios, pero se obligó a pronunciarlas. Sabía que aquello tenía que terminar cuanto antes y quería que Dev llegara a odiarla tanto que no volviera a hacerle preguntas nunca más. No había otra manera de actuar.
–Me casé contigo porque quería que me quitaras la carga de la virginidad –mintió.
Consiguió esbozar una convincente sonrisa. Sabía que era buena actriz. Había adquirido mucha práctica durante los amargos años que habían seguido al repudio de su familia, cuando su capacidad de fingir se había convertido en lo único que se interponía entre ella y la inanición.
–Tras una noche de matrimonio, averigüé todo lo que necesitaba saber sobre ti, Devlin –continuó–. Quería saber lo que era el sexo y tú me lo enseñaste.
Se obligó a mirarle a los ojos. El rostro de Devlin era una máscara de granito. Apretaba la mandíbula mientras la oía abaratar el amor que habían compartido.
–Fue delicioso –se encogió ligeramente de hombros, acompañando con aquel gesto su tono desdeñoso–, pero después de haberte seducido, ya no tenías para mí ninguna utilidad.
Aquello debería bastar para hacerle despreciarla, se dijo. Ningún hombre aceptaría tamaño golpe a su orgullo. Se volvió para escaparse.
Pero Dev detuvo su huida agarrándola por la muñeca y obligándola a acercarse a él. El cuerpo entero de Susanna se tensó ante aquel contacto. Todas las fibras de su ser despertaron a Dev como si jamás se hubieran separado. El color fluyó a sus mejillas, caldeando cada centímetro de su piel, haciéndola sentirse viva y sensible como no había vuelto a serlo desde entonces. Vio que Dev deslizaba la mirada lentamente sobre ella, en una insolente apreciación de su estado de excitación. Posó la mirada en el escote del vestido que Susanna había elegido para atrapar a Fitz. Por primera vez durante aquella velada, Susanna deseó que fuera más discreto. Sentía la mirada de Dev sobre las curvas de sus senos como la más sensual de las caricias.
–Un momento –dijo Dev.
Su voz sonaba queda en medio del bullicio del salón, el tintineo de la música y el clamor de voces. Queda, pero con un filo de acero.
–Esta vez no te alejarás de mí hasta que yo lo decida. Esta vez permanecerás a mi lado hasta que a mí me plazca –le advirtió.
Dev miró el rostro exquisito y desafiante de su esposa y sintió que su genio crecía peligrosamente. Era condenadamente bella y su cuerpo reaccionaba a la tentación que representaba a pesar de que su razón la despreciaba y la consideraba la más hipócrita y maniobrera prostituta de la tierra. Quería besarla. Quería tomar aquellos labios sensuales con los suyos, mordisquearle el labio inferior, deslizar la lengua en su boca y saborearla con toda la explosiva pasión que habían conocido. Quería demostrarle que su pretendida indiferencia era una farsa. Quería desgarrar la gasa de aquel vestido plateado y saquear su cuerpo sin piedad, hasta que terminara desmayada entre sus brazos.
Era un infierno ser un calavera reconvertido. Cuando se había comprometido con Emma, había renunciado a otras mujeres, pero Dev sabía que no se había reformado en absoluto. La peligrosa atracción que sentía hacia Susanna era una prueba de ello. Si tuviera la menor oportunidad, haría el amor con ella con despiadado abandono y se deleitaría en aquella experiencia. Nunca como entonces le había parecido la castidad una opción menos apetecible. Jamás su compromiso le había parecido tan gris y anodino en contraste con su traicionera exesposa.
Sentía el pulso de Susanna latiendo bajo sus dedos. La delicada seda de los guantes no era suficiente protección contra él. Sabía que Susanna le deseaba tanto como él a ella.
Pero aun así, estaría dispuesto a estrangularla. La desleal y mentirosa Susanna Burney, que parecía tan radiante e inocente, le había tomado por un estúpido. Él creía haber seducido y haberse casado con una jovencita ingenua. En cambio, era ella la que le había utilizado para ganar experiencia del mundo.
Dev tuvo que someterse a una estricta autodisciplina para no perder el control. Sentía el filo de un enfado tan cortante como una cuchilla. Un momento antes, cuando le había reprochado a Susanna las mentiras de su familia, había advertido una fugaz inseguridad. Había visto el impacto de la sorpresa en su mirada y había llegado a pensar que quizá Susanna ignorara aquella vil mentira. Sus palabras burlonas habían puesto fin a aquella posibilidad. Lejos de ser una víctima, Susanna estaba en el corazón de aquel plan para engañarle.
La miró. Ella también le observaba y, a pesar de la fiera atracción que los unía, había un brillo burlón en sus ojos verdes. Dev se preguntó cómo era posible que se hubiera confundido tanto con una mujer. La Susanna Burney que había conocido a los dieciocho años era una mujer tímida y dulce. Le resultaba difícil comprender cómo había llegado a convertirse en aquella descarada criatura. Por otra parte, tenía que aceptar que habían pasado casi diez años desde entonces. Él tenía entonces dieciocho y quizá no fuera el hombre de mundo que le gustaba imaginar. Sin lugar a dudas, había sido un auténtico iluso. En lo que se refería a su adorable esposa, su capacidad de juicio había quedado espectacularmente puesta entre dicho.
–No tenías necesidad de casarte conmigo si lo único que querías era deshacerte de tu virginidad –dijo sombrío–. Deberías habérmelo dicho. Habría estado encantado de cumplir con tus deseos sin necesidad de pasar por la iglesia.
Se miraron a los ojos. Dev vio el sensual calor que iluminaba los de Susanna, haciéndolos de un verde oscuro y brillante como el de las esmeraldas. En décimas de segundo, se sintió transportado desde aquel bullicioso salón a la oscura intimidad de su lecho de matrimonio. Había sido una sola noche. Una única noche de dulce deseo y una pasión más rica y más profunda de lo que había soñado jamás. Susanna había sido la primera y única mujer a la que había amado. La sensación de intimidad que habían compartido había sido más aterradora que el inquietante placer que había encontrado entre sus brazos. Había sido una emoción suficientemente fuerte y profunda como para unirle a ella para siempre. Pero al día siguiente, Susanna había escapado, destrozándolo todo.
En aquel momento, Susanna le estaba mirando con profundo desdén y el deseo había desaparecido de sus ojos.
–Me temo que no lo entiendes. Claro que era necesario el matrimonio. No quería ser una prostituta.
Dev la examinó con estudiado desprecio.
–En tu caso, me cuesta comprender cuál es la diferencia.
Susanna entrecerró los ojos con expresión hostil.
–En ese caso, permíteme explicártelo –respondió. Dev la observó trazar un dibujo con los dedos enguantados en el cristal de la ventana–. Era terriblemente aburrido vivir en casa de mis tíos. Éramos pobres y eso no me gustaba. Sabía que era suficientemente guapa e inteligente como para seducir a un hombre rico y casarme con él, pero necesitaba experiencia, además de belleza. En ese pueblo nadie iba a mirarme dos veces, al fin y al cabo, sólo era la nieta del maestro –se movió ligeramente y el diamante que llevaba en el cuello resplandeció–. Tenía miedo de quedar atrapada para siempre en aquel lugar y terminar muriendo de aburrimiento.
Acarició el diamante con expresión pensativa.
–Así que urdí un plan. Casarme contigo, aprender todo lo que necesitaba e ir después en busca de mejores opciones –le miró a los ojos–. Tú no eras nadie, Devlin –le recordó con falsa delicadeza–. No tenías dinero y apenas tenías algún proyecto. Pero comprendí que podías serme útil –sus ojos brillaban con dureza–. Quería ser suficientemente joven, bella e intrigante como para conseguir que un hombre rico se casara conmigo. No me bastaba con convertirme en una cortesana. Necesitaba ser una mujer respetable para poder atrapar a un marido –curvó su sensual boca en una sonrisa–, pero suficientemente perversa como para complacerlo en la cama.
Se alejó de él, de manera que lo único que podía ver Dev de su rostro era el reflejo que le devolvía el cristal de la ventana y su sonrisa.
–Debo decir que llegué a ser realmente buena. Me hacía pasar por viuda. Y tuve muchos pretendientes.
Dev la creyó. Era suficientemente hermosa como para tentar a un santo y poseía un sensual atractivo suficientemente provocativo como para que cualquier hombre deseara complacerla, además de poseerla. Por supuesto, Susanna apuntaba mucho más alto que a ser una mera cortesana. Eso habría sido una maldición que le habría impedido ser considerada una mujer respetable. En cambio, una viuda atractiva atraía a pretendientes como las moscas a la miel. Seguro que había muchos que habían suplicado su atención. Sólo él sabía el corazón corrupto que se ocultaba tras aquella adorable fachada.
–Así que decidiste matarme a mí, tras haberte dado muerte a ti misma. Lo tenías todo muy bien organizado.
–Oh, en realidad, nunca mencioné tu nombre –respondió Susanna–. Nadie preguntaba por mi primer marido. Supongo que si lo hubieran hecho, habría admitido que había tenido que anular mi matrimonio y lo habría presentado como una imprudencia juvenil –arqueó las cejas, como si estuviera invitándole a felicitarla–. Era un buen plan, ¿verdad?
–Todavía me cuesta entender la diferencia entre ser una cortesana y ser una mujer que compra un marido rico utilizando su cuerpo.
Susanna se encogió de hombros, aparentemente indiferente a su desaprobación.
–Eres demasiado particular. Todo el mundo utiliza las ventajas que posee.
Y eran muchas las que Susanna poseía, pensó Dev sombrío. Un rostro angelical, un cuerpo adorable de movimientos elegantes, y una naturaleza codiciosa y despreocupada del dolor que pudiera infligir a los demás. Era una pena que no hubiera sido capaz de reconocer lo evidente cuando la había conocido, pero entonces sólo era un joven inocente enfrente de una mujer hermosa. No había pensado con la cabeza, sino con una parte diferente y mucho más básica de su anatomía.
Sintió frío ante la insensibilidad que reflejaba aquel plan. Había sido una aventurera desde el primer momento. Se había casado con él, había aprendido las artes que necesitaba y después le había dejado para ir en busca de una presa más suculenta. Armada con la anulación matrimonial, era libre para volver a casarse. Dev era consciente de hasta qué punto, la combinación de su juventud, su belleza, su ingenio y su experiencia con aquel misterioso pasado podían seducir a un hombre rico. Diablos, era obvio que ya tenía subyugado a Fitz. Incluso él era incapaz de mirarla sin desear saborear cada milímetro de aquel cuerpo exquisito y pérfido, a pesar de saber que era una consumada mentirosa.
–Te confundes si crees que no eres una prostituta. Te estás prostituyendo por dinero, tanto si hay matrimonio de por medio como si no.
La luz de las velas titilaba en los ojos de Susanna que, por un instante, parecieron en total desacuerdo con sus atrevidas palabras. Pero pronto desapareció aquella inseguridad y todo lo que quedó en ellos fue un desprecio absoluto.
–Supongo que eres el más indicado para saberlo, Devlin –le espetó–. ¿No estás haciendo tú lo mismo, al intentar atrapar a una rica heredera valiéndote de tu aspecto y de tu encanto? –arqueó sus cejas perfectas–. Si yo soy una prostituta, ¿tú qué eres?
Dev, furioso, dio un paso hacia ella, pero se detuvo al ver el brillo triunfante de su mirada. Era obvio que Susanna se alegraba de haberlo incitado a cometer una indiscreción. Tomó aire.
–Te equivocas si piensas que aprendiste todo sobre cómo complacer a un hombre al pasar una sola noche a mi lado –respondió–. Pero si deseas ampliar tu experiencia, estoy a tu entera disposición.
–Al igual que nueve años atrás –sonrió sin perder la compostura y con la misma frialdad que el agua del deshielo–. Te lo agradezco, pero no es necesario. He corregido ya las deficiencias de mi educación durante estos últimos años.
Dev estaba seguro de que así era. Había vuelto a casarse con el hombre que le daba su apellido, Carew, presumiblemente, un próspero barón. Quizá había habido otros amantes, e incluso matrimonios previos, y se había convertido en una viuda rica y, sospechaba, en busca de otro trofeo. Un marqués, quizá.
Le había engañado. Le había utilizado a conciencia y sin piedad. Susanna le había considerado un escalón para el éxito. Él, un cazafortunas, debería apreciar su estrategia. Pero no era capaz.
De pronto, vio desvanecerse, como la niebla bajo la luz del sol, las esperanzas que Chessie había puesto en el futuro. Veía la vulnerabilidad de su hermana, y también la suya, cuando apenas acababan de introducirse en los círculos de la alta sociedad. Un paso en falso, un golpe de mala suerte, y volverían a la pobreza y la desesperación que había rodeado su infancia en las calles de Dublín. Dev había tenido la posibilidad de vivir rodeado de riqueza, pero también en una abyecta pobreza. Como hijo de un jugador compulsivo, había conocido los extremos de la fortuna y la miseria cuando todavía vestía pantalones cortos. Ese temor le había perseguido desde entonces. No podía permitir que Susanna le arrebatara a Chessie su futuro o que arruinara sus planes. Tenía que vigilarla de cerca y controlar todos y cada uno de sus movimientos.
Susanna inclinó la cabeza hacia él con burlona educación.
–Buenas noches, sir James. Os deseo suerte como cazador de fortunas –bromeó.
–¿Lo dices en serio? –preguntó Dev con incredulidad.
Susanna sonrió.
–Te lo deseo con la misma intensidad con la que tú me deseas suerte en la búsqueda de la mía.
Dev la observó alejarse. Su figura, enfundada en aquel sinuoso vestido, era una llama de plata. Los diamantes resplandecían en su pelo y en sus zapatos bordados.
Vigilarla de cerca… Por una parte, no sería una experiencia desagradable. Pero, por otra, quizá fuera la experiencia más peligrosa de su vida.
Susanna todavía temblaba cuando subió al carruaje. No esperaba que Dev la siguiera. Se había asegurado de que no se le ocurriera hacerlo. Pero la hostilidad de su encuentro continuaba palpitando en su sangre con una fuerza primitiva. Le resultaba imposible pensar que en otro momento de sus vidas, Dev y ella habían hecho el amor con exquisita ternura. Porque ya no quedaba nada de aquel sentimiento.
Recordó la amarga condena de Dev, el odio que reflejaban sus ojos, y sintió arrepentimiento. Pero no había otra forma de alejarlo de ella. No podía permitir que nadie descubriera la verdad sobre su pasado cuando había tantas cosas en juego. Aquél sería su último trabajo. Con el dinero que le pagaran los duques de Alton por conseguir distanciar a su hijo de Chessie, tendría suficiente para pagar sus deudas, volver a Escocia y proporcionar un hogar a sus pequeños pupilos, Rory y Rose, los hijos de su mejor amiga. Necesitaban estar los tres juntos, formar una familia, como lo habían hecho al principio. Susanna sintió un dolor tan repentino y fiero en el corazón que apenas podía respirar. Odiaba su vida, odiaba tener que representar aquel papel, odiaba el engaño y, sobre todo, odiaba no tener a nadie en quien confiar. Estaba sola. Siempre había estado sola, desde el momento en el que sus tíos la habían echado de su casa, la habían repudiado cuando sólo tenía diecisiete años.
Acarició el diamante que lucía en el cuello. Un diamante prestado, al igual que el carruaje y la casa de Curzon Street, el vestido de gasa y los zapatos de baile. Nada era real. Era una falsa dama, una Cenicienta cuyo mundo se desvanecería como el humo en el momento en el que alguien descubriera la verdad. Acarició el vestido con una delicadeza casi reverencial. Cuando se dedicaba a vender vestidos como aquéllos para ganarse la vida, terminaba desmayada de agotamiento después de pasar horas y horas trabajando apenas sin luz, con los dedos hinchados y arañados por las agujas y el hilo. Soñaba entonces con poder vestir una creación como aquéllas y ser algún día la protagonista del baile. Aquella noche se había presentado en el baile como una princesa de cuento de hadas, pero bajo las capas de seda y encaje, continuaba viviendo Susanna Burney, un fraude que temía ser descubierto.
Una vez más, apareció el rostro de Dev en su mente. Un rostro duro, implacable, con expresión burlona. Él era el único con el que debía tener cuidado. Si por un momento sospechara lo que le había pasado, que había sido desheredada, abandonada y arrojada a las calles, comenzaría a hacer preguntas que Susanna quería evitar. Dev era el único que podía descubrir su pasado y arruinar así el futuro que tan cerca estaba de alcanzar.
Reclinó la cabeza contra el mullido asiento y cerró los ojos. Deseó entonces no haberse fugado para casarse con Dev en secreto en la primera y última acción impulsiva de su vida. Y no haber ido a la mañana siguiente a ver a lord Grant, el primo de Dev, para confesarle lo que había hecho y pedirle apoyo para ambos. Se arrepentía también de haber regresado después a la seguridad de la casa de sus tíos, fingiendo que no había pasado nada. Y de haberse quedado embarazada de Dev…
Una pésima decisión había desencadenado toda una serie de acontecimientos que la habían llevado hasta un hospicio y a una desesperación tal que esperaba no tener que volver a pasar nunca por nada parecido. El cuerpecito de su hija envuelto en una miserable mortaja. Las palabras del pastor, la niebla gris del amanecer envolviendo el cementerio de Edimburgo…
Con un gemido de dolor, Susanna enterró el rostro entre las manos. Las dejó caer después y fijó la mirada en la oscuridad con los ojos secos. No debía volver a pensar en ello. Nunca. Las nubes oscuras se cernían sobre ella como alas negras. Las apartó, cerró los ojos y tomó aire hasta que el pánico cedió y volvió la calma a su mente. Había perdido a su única hija, pero tenía a Rory y a Rose y se aferraba a ellos con la fuerza de una tigresa. Había hecho una promesa a la madre de aquellos niños en la fría oscuridad de un hospicio, durante las tristes horas que habían precedido a su muerte y, a veces, le parecía que el regalo de aquellos gemelos era una penitencia y una bendición al mismo tiempo. Había perdido a Maura, pero podía enmendar sus errores y jamás abandonaría a Rory a Rose. Por eso era fundamental que Dev no descubriera la verdad y no echara por tierra sus planes.
Suspirando, se quitó los zapatos de baile y flexionó los dedos de los pies. Le dolían los pies. Los zapatos de Cenicienta eran muy hermosos, pero no podía decirse que fueran cómodos. El dolor de cabeza que había utilizado como excusa para escapar a las impertinencias de Frederick Walters, se había hecho real. Lo único que le apetecía era estar de nuevo en su casa.
El carruaje pasó por delante de un grupo de jóvenes que bebían en las calles. Aquellas noches de calor veraniego le hicieron evocar los días en los que había trabajado como cantante en una taberna. Tenía un pasado variado, pensó con una sonrisa. La taberna, el taller de costura, la tienda… Gracias a su aspecto y al capricho del azar, había terminado dedicándose a aquel extraño trabajo de rompecorazones, un trabajo pagado por parientes decididos a poner fin a las parejas de sus nobles y ricos vástagos.