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Contrato por amor Barbara Dunlop La tentación era más peligrosa que el trabajo. Troy Keiser se negaba a contratar a una mujer por muy competente –o hermosa– que fuera para el peligroso trabajo de su empresa de seguridad de élite. Pero cuando su hermana y su pequeño sobrino necesitaron protección, Troy le ofreció un empleo a Mila para que cuidara de los dos. Mila no sabía mucho de niños, pero estaba dispuesta a aprender si eso implicaba que Troy la contratara para algo más que aquella misión. Pero cuando se encariñó con el bebé, y con el sexy de su jefe, descubrió un secreto sobre el niño que podía cambiarlo todo… La única solución Susan Meier Se casaron porque iban a tener un hijo. El príncipe Dominic Sancho siempre cumplía con su deber, jamás defraudaba las expectativas de su familia… Hasta la noche en que sucumbió al encanto de la irresistible orientadora de educación Ginny Jones, con dramáticas repercusiones. Ginny se había quedado embarazada y su hijo iba a ser un futuro heredero al trono de Xaviera. Solo había una solución, una boda real. Para Ginny, un matrimonio de conveniencia era una auténtica pesadilla; pero, por el bien de su hijo, lo aceptó. Fue durante la luna de miel cuando comenzó a darse cuenta de que Dominic, en el fondo, podría llegar a ser, además de un príncipe, un buen padre y un marido extraordinario… Sueños recuperados Soraya Lane De una aventura de una noche… a esposa de un millonario. La ex bailarina Saffron Wells había pasado una noche inolvidable con el magnate Blake Goldsmith, pero no esperaba que aquella velada mágica terminara con una propuesta más que conveniente que le ayudaría a asegurar un trato de negocios. Desde el momento en que había descubierto que no podría ser madre, el ballet se había convertido en el único sueño de Saffron.
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Seitenzahl: 546
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Jazmín y Deseo, n.º 118 - febrero 2017
www.harpercollinsiberica.com
I.S.B.N.: 978-84-687-9483-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Diamantes y mentiras
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Una noche con su marido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
La mejor proposición
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Isabella Moreno se quedó muda a mitad de frase cuando se abrió la puerta del aula. Pero ver entrar a Harlan Peters, presidente del GIA (Instituto Gemológico Americano) no fue lo que la dejó paralizada. Era muy buena profesora y lo sabía; no le asustaba una visita de su jefe. La punzada de miedo y el escalofrío que le recorrió la espalda se debían al hombre alto, moreno y silencioso que había junto a él
«Y guapísimo, además», pensó, mientras se obligaba a retomar su comentario sobre la talla y pulido de zafiros de formas irregulares. Sus alumnos de posgrado habían empezado a girar la cabeza para ver qué la había distraído, y sabía que en cuestión de segundos perdería la atención de todas las féminas asistentes. Empezaban a oírse risitas en distintos puntos del aula, aun antes de saber quién era el misterioso desconocido.
Ella tampoco lo sabía en realidad, aunque lo reconociera. Era difícil dedicarse a la industria de las gemas y no identificar a Marc Durand, director ejecutivo de la segunda empresa de exportación y joyería de diamantes del país. Era difícil no fijarse en el pelo negro y demasiado largo, los brillantes ojos azules y el rostro de ángel caído; y más difícil aún ignorarlos. Pero la expresión de su rostro, su mirada de desprecio y la mueca desdeñosa de sus labios, que no estaba acostumbrada a ver en él, lo convertían en un extraño.
El Marc al que conocía, al que había amado, solo la había mirado con ternura, diversión o amor. Al menos hasta el final, cuando todo se había desmoronado. Pero incluso entonces había manifestado sentimientos: ira, dolor, traición. Casi la había matado ver esas emociones en su rostro, sabiéndose responsable de haberlas causado.
El desprecio, desdén y hielo que veía en ese momento lo convertían en otro. Alguien a quien no reconocía y, desde luego, no deseaba conocer.
Mientras estuvieron juntos, su relación se había caracterizado por un ardor tan intenso que a veces se había preguntado cuánto tardaría en abrasarse. La respuesta había resultado ser seis meses, tres semanas y cuatro días, hora arriba, hora abajo.
No lo culpaba por cómo habían acabado las cosas. ¿Cómo iba a hacerlo, a sabiendas de que la responsabilidad de la autodestrucción de ambos recaía casi por completo en ella?
Sin duda, él podría haber sido más amable. Echarla a la calle en Nueva York, en plena noche y sin más que lo puesto, había sido cruel, pero no podía decir que estuviera injustificado. Seguía habiendo noches en las que, mirando al techo, se preguntaba cómo había sido capaz de hacer lo que hizo. Cómo podía haber traicionado al hombre al que tanto amaba.
El amor había sido el problema. Había estado divida entre dos hombres a los que adoraba, por los que habría hecho cualquier cosa, y eso lo había arruinado todo. Ella sabía que su padre había robado a Marc y había intentado convencerlo para que devolviera las gemas, pero no había confesado la identidad del ladrón hasta que casi fue demasiado tarde para que Marc salvara a su empresa de la ruina. Después, había empeorado la situación suplicándole a Marc que no demandara a su padre. Además había admitido que la noche que se conocieron, en un evento social, ella había ido con intención de robar una joya. Su plan había cambiado, y también su vida, cuando habló con él, cuando la miró con esos asombrosos ojos azules…
Isabella rechazó los dolorosos recuerdos. Perder a Marc casi la había destrozado seis años antes. No estaba dispuesta a que volviera a ocurrir tanto tiempo después. Y menos allí, en mitad de su primer seminario de posgrado del día.
De vuelta al presente, la avergonzó ver que el presidente de la facultad y todo sus alumnos estaban pendientes de Marc y de ella. A pesar de los años transcurridos, el vínculo que los unía era como un cable eléctrico a punto de echar chispas. Para impedir que el ambiente se enrareciera aún más, Isabella se obligó a volver a su tarea.
La siguiente parte de la lección versaba sobre los zafiros más famosos del mundo y su localización. Cuando llegó al tema del robo del zafiro Huevo del Petirrojo, una de las gemas más caras y buscadas del mundo, hizo lo posible por no mirar a Marc, pero al final no pudo evitarlo. Era como un imán para ella.
Se quedó helada cuando sus ojos se encontraron y vio su mirada sarcástica, cortante como el diamante mejor tallado. Marc lo sabía todo sobre el Huevo del Petirrojo. Se había preocupado de saberlo antes de enfrentarse a ella en su dormitorio, aquella noche ya tan lejana.
—Sentimos interrumpir, doctora Moreno —dijo Harlan desde el fondo de la clase—. Estoy enseñándole el campus al señor Durand, que ha accedido a dar un seminario sobre la producción de diamantes dentro de unas semanas. Por favor, siga con la clase. Es fascinante.
En el aula empezaron a oírse murmullos de excitación. No era habitual que uno de los mayores productores y vendedores de diamantes extraídos de forma responsable accediera a dar clase a alumnos de primer año de posgrado. Sin embargo, ella era la profesora y esa su clase; se negaba a cederle el protagonismo a Marc Durand un segundo más.
Él se lo había quitado todo. O, más bien, ella se lo había dado todo, y él se lo había tirado a la cara. Entonces se lo había merecido y lo había pagado caro, pero ya habían pasado seis años. Ella se había trasladado a otra parte del país y tenía una nueva vida. De ninguna manera iba a permitir que apareciera allí y se la quitara también.
Para evitar que Marc notase cuánto la afectaba su presencia, siguió dando la clase. Gradualmente, los alumnos volvieron a prestar atención y nadie notó la marcha de Marc y Harlan.
Si le hubieran preguntado de qué habló los últimos veinte minutos de clase, Isabella no habría podido contestar. Su mente estaba perdida en un pasado que lamentaba amargamente, pero no podía cambiar, y en el hombre que había cambiado el curso de su vida.
Por fin, la interminable clase llegó a su fin y despidió a los alumnos. Solía quedarse en el aula unos minutos, por si alguien tenía preguntas o comentarios, pero ese día no tenía fuerzas para aguantar un segundo más de lo necesario. Se sentía despellejada por dentro, convencida de que cualquier movimiento en falso destruiría la paz que tanto le había costado conseguir.
Recogió los libros y fue hacia la puerta. Había aparcado en la parte de atrás. Si salía por la puerta lateral tardaría menos de cinco minutos en estar de camino a casa, conduciendo por la sinuosa autovía costera, con el océano a su izquierda.
Pero no llegó al coche, ni siquiera a la puerta lateral. Mientras caminaba a toda prisa por el corredor, una mano fuerte y callosa le agarró un codo desde atrás. Supo de inmediato quién era. Sus rodillas se volvieron de gelatina y se le desbocó el corazón. No habría escapatoria, ni océano, ni tiempo para ordenar sus pensamientos.
Desde que había visto a Marc al fondo del aula había sabido que la confrontación era inevitable, pero había tenido la esperanza de retrasarla un poco, hasta poder pensar en él sin perder el aliento. Se consoló pensando que si no había conseguido ese objetivo en seis años, un par de días más no habrían servido de mucho.
Además, si él pretendía destrozar todo lo que había construido, con una nueva identidad y una nueva vida dentro de la legalidad, era mejor saberlo cuanto antes.
Haciendo acopio de fortaleza, puso cara de póquer antes de girar lentamente hacia él. Nadie tenía por qué saber que le temblaban las rodillas.
Era aún más bella de lo que recordaba. Y probablemente más traicionera, se dijo Marc, intentado controlar un volcán de emociones y libido.
Hacía seis años que no la veía.
Seis años desde la última vez que la había abrazado, besado y hecho el amor.
Seis años desde que la había echado de su casa y de su vida.
Y seguía deseándola.
Era sorprendente, si tenía en cuenta que había hecho lo posible por no pensar en ella. Cierto que de vez en cuando la imagen de su rostro destellaba en su mente, o algo le recordaba su olor, su sabor o su tacto. Pero con el paso del tiempo su reacción a esos momentos, cada vez menos frecuentes, se había atenuado. O eso había creído.
Había bastado un atisbo de su glorioso pelo rojo y sus cálidos ojos marrones, desde la ventana de la puerta del aula, para volver a sumirse en el tumultuoso ardor que había caracterizado gran parte de su relación. Habían dejado de importarle el presidente de la facultad y el futuro que tan cuidadosamente había planificado para Bijoux, la empresa familiar por la que tanto había sacrificado a lo largo del años. Había dejado de importarle el contrato de enseñanza que había firmado después de trasladar la sede de Bijous a la Costa Oeste. A decir verdad, nada le importaba, excepto entrar en el aula y comprobar si su mente le estaba jugando una mala pasada.
Seis años antes había echado de su vida a Isa Varin, la actual Isabella Moreno, de la forma más cruel. No se arrepentía de haberla echado, dada su absoluta traición, pero sí de cómo lo había hecho. Cuando recuperó la cordura y envió a su chófer a entregarle sus cosas, incluyendo bolso, móvil y algo de dinero, se había esfumado. La había buscado durante años, para acallar su conciencia y comprobar que no le había ocurrido nada terrible aquella noche, pero no la había encontrado.
Por fin entendía el porqué. La apasionada, bella y fascinante Isa Varin había dejado de existir. En su lugar había una profesora de aspecto conservador, tan pulida y fría como los diamantes que salían de sus minas. Solo su glorioso cabello pelirrojo era igual. Isabella Moreno lo llevaba recogido sobre la espalda en una trenza prieta, en vez de suelto y rizado como su Isa, pero habría reconocido el color en cualquier sitio.
Cerezas oscuras a medianoche.
Granates húmedos brillando bajo la luna llena.
Cuando sus ojos se habían encontrado por encima de las cabezas de los alumnos, había sentido un innegable puñetazo en el bajo vientre. Solo Isa había conseguido que su cuerpo reaccionara con tanta fuerza, al instante.
Se había librado del presidente del GIA en cuanto pudo, para volver al aula y evitar que Isa se escabullera. Aun así, casi lo había conseguido. No era raro, considerando que procedía de un extenso linaje de ladrones. Sabía por experiencia que nueve de cada diez veces, si no quería ser atrapada, huía.
Mientras esperaba a que hablara, se preguntó que hacía él allí. Por qué la había buscado y qué quería de ella. Solo sabía que verla, hablar con ella, era una compulsión irresistible.
—Hola, Marc —alzó el rostro hacia él, con voz y expresión perfectamente compuestas.
Él sintió un leve latigazo en lo más hondo de su ser, incómodo porque no pudo identificar su significado. Así que lo ignoró y se centró en ella.
Una mirada a sus ojos, insondables y oscuras lagunas de chocolate fundido, había solido rendirlo. Pero esos días habían pasado. Su traición había destrozado su fe en ella. Había sido débil una vez, se había dejado engañar por la inocencia que podía proyectar con una mirada, una caricia, un murmullo. No volvería a cometer ese error. Satisfaría su curiosidad, descubriría por qué estaba en el GIA y se iría.
En ese momento, esos mismos ojos brillaban con tantas emociones que no podía ni empezar a clasificarlas. Isa podía hacer que su rostro fuera inescrutable y su cuerpo tan gélido como una vez lo había sido ardiente, pero sus ojos no mentían. Era obvio que ese encuentro fortuito la inquietaba tanto como a él.
Darse cuenta de eso hizo que algo se relajara en su interior, y percibió el chisporroteo de un cambio de poder en el aire. Antes ella había llevado ventaja en la relación, porque confiaba ciegamente en ella y la amaba tanto que nunca habría imaginado que podía traicionarlo. Pero de eso hacía mucho. Por más que Isa simulara ser una remilgada y aburrida profesora de gemología, él sabía la verdad y no volvería a cometer la estupidez de bajar la guardia.
—Hola, Isabella —esbozó una sonrisa irónica—. ¡Qué curioso encontrarte aquí!
—Sí, en fin, suelo estar donde están las joyas.
—¿Crees que no lo sé? —miró fijamente una vitrina que había en la pared de enfrente, que exhibía uno de los collares de ópalos más caros del mundo—. El presidente me ha dicho que llevas tres años enseñando aquí. Y no ha habido robos. Debes estar perdiendo cualidades.
—Formo parte del profesorado del GIA —sus ojos destellaron con ira, pero su voz sonó templada—. Garantizar la seguridad de todas las joyas del campus forma parte de mis obligaciones.
—Y todos sabemos cuánto valoras tu trabajo… y tu lealtad.
—¿Necesitas algo, Marc? —miró su mano, que seguía sujetándole el codo. Durante un instante, su rostro dejó entrever su furia.
—He pensado que podíamos ponernos al día. Por los viejos tiempos.
—Ya, pues resulta que los viejos tiempos no fueron tan buenos. Así que, si me disculpas… —empezó a liberar su codo, pero él apretó los dedos.
—No te disculpo —afirmó con doble intención. A pesar de la ira que recorría su cuerpo como lava, aún no estaba dispuesto a dejarla ir.
—Lamento oír eso. Pero tengo una cita dentro de media hora. No quiero llegar tarde.
—Ya, he oído decir que a los peristas les molestan los retrasos.
Esa vez, la máscara de su rostro se agrietó por completo. Empujó su pecho con una mano, al tiempo que liberaba el codo.
—Hace seis años soporté tus viles insinuaciones y acusaciones porque creía merecerlas. Pero hace mucho tiempo de eso. Tengo una nueva vida…
—Y un nuevo nombre.
—Sí —lo miró inquieta—. Necesitaba distancia.
—Yo no lo recuerdo así —dijo él. Ella había elegido a su padre en vez de a él, a pesar de que el viejo le había robado. Marc no tenía ninguna intención de olvidarlo.
—Eso no me sorprende —repuso ella, insultante.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Exactamente lo que he dicho. No se me dan bien los subterfugios.
—Eso tampoco lo recuerdo así —le devolvió él, aunque sabía que sonaría arrogante.
—Claro que no —ella enderezó la espalda y alzó la barbilla—. Siempre te has guiado más por la percepción que por la verdad. ¿No, Marc?
Marc no había creído que fuera posible enfadarse más, ya tenía el estómago atenazado por la ira y estaba apretando los dientes. Pero ella siempre le había provocado emociones fuertes, algunas de ellas muy buenas.
No podía permitir que lo arrastrara de vuelta a ese pasado. El Marc que había amado a Isa Varin había sido tonto y débil, algo que se había jurado no volvería a ser mientras el guardia de seguridad la escoltaba fuera del edificio.
—«No te acerques que me tiznas, le dijo la sartén al cazo», Isabella —hizo hincapié en el nuevo nombre y vio que ella no pasaba por alto su ironía.
—Creo que ya he oído más que suficiente —empezó a andar, pero él se interpuso en su camino.
No sabía por qué, pero Marc no estaba listo para verla alejarse de él otra vez. Y menos cuando ella parecía tan fría y serena y él, que por fin la había encontrado, bullía por dentro.
—¿Huyes? —la pinchó—. ¿Por qué será que no me sorprende? Al fin y al cabo, es cosa de familia.
Captó un destello de dolor en sus ojos, pero fue tan breve que pensó que podía haberlo imaginado. Aun así sintió cierto remordimiento.
—Sea lo que sea lo que pretendes conseguir, no ocurrirá. Tienes que apartarte de mi camino, Marc.
Aunque lo dijo con tono educado, era un ultimátum, y Marc nunca había reaccionado bien a las órdenes. Sin embargo, en seis largos años nunca se había sentido tan excitado como en ese momento. Lo irritaba su reacción pero no iba a permitir que ella lo notara. Había estado seguro de que no volvería a verla, y no iba a permitir que desapareciera de su vida otros seis años más, cuando aún tenía tantas preguntas sin respuesta. Cuando aún la deseaba tanto que el cuerpo le dolía al pensarlo.
Así que, en vez de obedecer, alzó una ceja, se apoyó en la fresca pared alicatada e hizo la pregunta que sabía que lo cambiaría todo.
—Y si no ¿qué?
Isa miró a Marc con incredulidad. Le costaba creer que hubiera hecho esa pregunta en serio, como si fueran dos niños lanzándose retos. Ella había renunciado a los juegos infantiles la misma noche en que recorrió cuarenta manzanas bajo la lluvia helada sin siquiera un abrigo que la protegiera del temporal. Después, se había creado una vida nueva y mejor, usando un nombre que nadie en la industria del diamante relacionaría con el de su padre. No iba a permitir que él diera al traste con todo eso.
—No tengo tiempo para esto —rezongó, irritada—. Me gustaría decir que ha sido agradable verte de nuevo, pero ambos sabemos que estaría mintiendo. Así que… —movió la mano— que te vaya bien.
Giró sobre los talones y empezó a andar. Había dado solo dos pasos cuando una mano grande y callosa le agarró de la muñeca y la detuvo.
—No pensarás que va a ser tan fácil, ¿verdad? —los dedos ásperos acariciaron la delicada piel del interior de su muñeca.
Esa caricia había sido tan habitual durante el tiempo que habían pasado juntos que Isabella había seguido sintiéndola años después de su ruptura. A pesar de cuanto había ocurrido entre ellos, aun sabiendo que tenía el poder de volver a arruinarle la vida, su traicionero corazón se aceleró con el leve contacto.
Furiosa consigo misma por ser tan fácil, y con él por ser tan endiabladamente atractivo, liberó el brazo de un tirón.
—No sé a qué te refieres —dijo con voz gélida, obligándose a mirarlo a los ojos.
—Sigues siendo buena mentirosa —estiró la mano y tocó su trenza—. Me alegra ver que algunas cosas no han cambiado.
—Yo nunca te mentí.
—Pero tampoco me dijiste la verdad. A pesar de que eso nos habría ahorrado a mi empresa y a mí mucho tiempo, dinero y vergüenza.
Ella no pudo evitar sentirse embargada por una oleada de remordimiento, su constante compañero. Aun así, se negaba a asumir toda la culpabilidad, sobre todo cuando el hombre tierno que había conocido se había desvanecido como humo.
—Bueno, parece que aterrizaste de pie —dijo.
—Igual que tú —volvió la vista hacia el aula—. Profesora del GIA, y una de las mejores expertas del mundo en diamantes sin conflicto. Admito que tu desaparición me hizo pensar que habías decidido seguir los pasos de tu padre.
Isa tragó aire; la horrorizó comprobar que sus palabras aún tenían la capacidad de herirla.
—No soy una ladrona —no pudo evitar que se le cascara la voz a media frase.
Los ojos de él se oscurecieron un segundo y ella pensó que se había ablandado. Que la tocaría como en el pasado, con esa ternura que hacía que se sintiera adorada. Un cosquilleo recorrió su cuerpo y, a pesar de sus palabras hirientes y de lo que había ocurrido entre ellos, estuvo a punto de rendirse. Tuvo que afirmar las piernas para no apoyarse en él como había hecho tantas veces antes.
Él carraspeó, rompiendo el hechizo. Los malos recuerdos la asaltaron y las lágrimas le quemaron los ojos, sin llegar a derramarse. Ya había llorado cuanto iba a llorar por él. Su relación era agua pasada y pretendía que siguiera siéndolo.
Dio un paso atrás. Esa vez él no la detuvo, se limitó a esbozar una mueca burlona.
Isa tomó aire, lo miró a los ojos e hizo lo único que sabía hacer a esas alturas: abrirse y decir la verdad.
—Mira, sé que quieres venganza, y te la mereces. Siento mucho, muchísimo, lo que te hizo pasar mi padre. Pero él ya no está y no puedo hacer nada para cambiar las cosas. ¿Puedes aceptar mis más sinceras disculpas y dejar que sigamos nuestros caminos? Tú da tu clase y yo daré la mía. El pasado, pasado está.
Él no se movió, ni parpadeó siquiera, pero Isa habría jurado que daba un respingo. Esperó a que dijera algo, lo que fuera, pero según transcurrían los segundos fue poniéndose más y más nerviosa. Ser observada por Marc Durand era como estar ante un depredador hambriento que, gracias a sus dientes, garras, agilidad e inteligencia, aventajara a todas las demás especies de la sabana.
Se estremeció bajo su escrutinio, consciente de que la última vez que la había mirado durante tanto tiempo, había estado desnuda y suplicándole que le hiciera el amor. Aunque no había nada más lejos de su mente que acostarse con él, su traicionero cuerpo aún recordaba el placer que le había proporcionado. Un placer que nadie había conseguido igualar, ni antes ni después.
Se sonrojó de vergüenza al notar que el recuerdo le endurecía los pezones. Él la odiaba, su sola presencia lo disgustaba. Ella llevaba seis años viviendo una nueva vida, intentando olvidarlo, pero seguía sin poder evitar fantasear con la sensación de estar en sus brazos. Marc era un amante increíble —apasionado, generoso y divertido—, y los meses que había pasado con él habían sido los mejores de su vida.
Se recordó que habían sido seguidos por los peores meses, los más amargos, y no debía olvidarlo. Que su cuerpo siguiera en sintonía con él, que lo deseara, no implicaba que lo hiciera el resto de ella. En el pasado, la química sexual no los había llevado demasiado lejos.
Marc seguía sin hablar, y el silencio cargado de sensualidad era cada vez más incómodo. Isa cuadró los hombros y carraspeó.
—Voy muy retrasada. Tengo que irme.
Odió sonar como si le estuviera pidiendo permiso, pero no se creía capaz de andar si no la ayudaba a romper la conexión surgida entre ellos.
—Esta noche hay un cóctel —dijo él con brusquedad—. En la galería de gemas.
—Sí —dijo ella, sorprendida por el brusco cambio de tema—. Es la fiesta social de primavera.
—Ve conmigo.
Isa movió la cabeza, creyendo haber oído mal. Marc no podía haberle pedido que fuera al cóctel de la facultad con él. ¿Por qué iba a hacerlo? La única razón posible era que pretendiese humillarla ante todos sus colegas.
El Marc que había conocido, de quien había estado locamente enamorada, nunca habría hecho algo así. Pero habían pasado seis largos años, y el hombre duro, enfadado e inflexible que tenía delante parecía capaz de todo. No quería saber nada de él, dijera lo que dijera su cuerpo.
—No puedo.
—¿Por qué no? —preguntó él, molesto.
—Ya tengo compromiso —dijo ella, sin pensarlo. No era mentira, pero tampoco estrictamente verdad. Hacía semanas que ella y Gideon, un profesor, habían quedado en ir juntos. Solo eran amigos y sabía que a Gideon no le habría importado que cancelara la cita.
Pero no quería hacerlo. A duras penas estaba soportando los quince minutos de conversación con Marc. No podía ni imaginar lo que ocurriría con ella, y con la nueva identidad por la que tanto había trabajado, si pasaba toda la velada con él; si se rendía a la atracción que seguía habiendo entre ellos. Aunque estuviera lo bastante loca para seguir deseándolo, no volvería a ser su chivo expiatorio, esos días habían quedado atrás.
—¿Quién es él? —Marc casi rechinó los dientes.
—Gideon, no lo conoces. Pero tal vez nos veamos allí —forzó una sonrisa e incluso agitó la mano antes de empezar a andar por tercera vez en veinte minutos. Esa vez Marc la dejó marchar.
Isa casi había logrado convencerse de que se alegraba de ello cuando abrió la puerta lateral y sintió la caricia del sol primaveral.
—¿Quién se meó en tu desayuno? —exigió Nic.
Marc alzó la vista del ordenador y frunció el ceño. Como era habitual, su hermano menor había entrado al despacho sin llamar. No solía molestarlo, pero en ese momento, horas después de su conversación con Isa, lo que menos le apetecía era lidiar con Nic. Su hermano, además de ser muy perspicaz, tenía un sentido del humor bastante retorcido. Era una combinación peligrosa, que obligaba a Marc a estar en alerta si quería mantenerse a salvo de sus pullas. Ese día no tenía fuerzas para intentarlo.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que sí. Mírate la cara.
—Eso es imposible, teniendo en cuenta que no hay ningún espejo.
—¿Por qué me habrá tocado tener un hermano sin la menor imaginación? —clamó Nic, mirando al techo.
—Para que tú parecieras el hermano gracioso —contestó Marc.
—Era una pregunta retórica. Además, no tengo que parecer el hermano gracioso, lo soy —Nic puso los ojos en blanco—. De acuerdo, no puedes ver tu cara. Yo sí. Y te diré que tienes aspecto de… —hizo una pausa, como si buscara un símil.
—¿De que alguien se meó en mi desayuno?
—Exactamente. ¿Qué ocurre? ¿Hay problemas con De Beers?
—No más de los habituales.
—¿Con la nueva mina?
—No. Acabo de hablar con Heath y las cosas van bien. Empezaremos a dar beneficios en otoño.
—¿Lo ves? ¿Quién dice que no es posible ganar dinero con diamantes sin conflicto?
—¿Unos bastardos avaros carentes de corazón y conciencia social?
—También era una pregunta retórica —rezongó Nic—. Pero es una buena respuesta.
Marc intentó concentrarse en la hoja de cálculo que mostraba la pantalla del ordenador. Los datos de producción de las minas solían ser como una droga para él, pero ese día le parecían un incordio. No podía dejar de pensar en Isa y en el hombre que iba a escoltarla al cóctel. Se preguntaba si sería amigo, novio o amante. La última posibilidad lo llevó a cerrar los puños y apretar los dientes.
—¡Ahí está! —exclamó Nic—. A esa expresión me refería.
—Insisto en que yo no la veo.
—Insisto en que yo sí, así que dime a qué se debe. Si no estamos perdiendo dinero, ni inmersos en la lucha de poder con De Beers, ¿qué te tiene tan flipado?
—Yo no flipo —refutó Marc, ofendido.
—Pero tranquilo no estás. Seguiré incordiando hasta que me digas qué va mal, así que escúpelo cuanto antes, o ya puedes olvidarte de volver a esa hoja de cálculo.
—¿Qué te hace creer que estoy con una hoja de cálculo?
—Asúmelo, te pasas la vida mirando hojas de cálculo —Nic se sentó y puso los pies sobre el escritorio—. Habla.
Marc simuló que volvía al trabajo, pero Nic no se dio por aludido. El silencio se alargó. Por fin, Marc hizo lo que su hermano le pedía.
—Hoy me he encontrado con Isa.
—¿Isa Varin? —los pies de Nic volvieron el suelo de golpe y se enderezó en la silla.
—Ahora es Isabella Moreno.
—¿Está casada? —soltó un largo silbido—. No me extraña que estés de mal humor.
—¡No está casada! —rezongó Marc—. Y aunque lo estuviera, no es asunto mío.
—No, claro que no —se burló Nic—. Llevas seis años saliendo con todas las pelirrojas que te has encontrado con la ridícula intención de sustituirla. Pero su estado civil no es asunto tuyo.
—Yo nunca… —calló de repente. Habría querido decirle a su hermano que se equivocaba, pero al repasar mentalmente la lista de mujeres con las que había salido, comprendió que Nic podría tener parte de razón.
No se había dado cuenta antes, pero todas eran pelirrojas, altas, delgadas, de aspecto delicado y sonrisa amplia. Maldijo para sí. Tal vez, inconscientemente, llevaba años buscando una sustituta de Isa. Nunca lo había pensado, pero no podía ignorar la evidencia.
—Si no se ha casado, ¿por qué el cambio de nombre?
—Me dijo que quería volver a empezar.
—Normal —dijo Nic, comprensivo.
—¿Qué se supone que significa eso? —a Marc no le había gustado nada el tono de Nic.
—¿Tú que crees? Las cosas no acabaron bien entre vosotros. Aunque sé que cuando la echaste pensabas que era lo correcto.
—¡Era lo que tenía que hacer! ¿En serio crees que había otra opción? —Marc agitó la mano para evitar que respondiera, habían hablado del tema cientos de veces—. Aun así, he gastado un montón de dinero en investigadores privados estos años. Alguno tendría que haber descubierto ese cambio de nombre.
—No si no lo hizo legalmente.
—Tiene que ser legal. Tiene un contrato de trabajo con ese nombre.
—¿Has olvidado quién era su padre? Con esa clase de contactos, se puede conseguir una identidad nueva sin siquiera parpadear.
—Isa no haría eso —Marc no estaba demasiado seguro de sus palabras. Lo que decía su hermano tenía sentido. Al fin y al cabo, no sería la primera vez que Isa mentía, o robaba.
¿Cómo podía haber acabado la hija de un ladrón de joyas de fama mundial trabajando en la sede internacional del Instituto Gemológico Americano, por mucho que fuera una de las mejores en su campo? Trabajando allí tenía acceso a algunas de las mejores gemas del mundo, que gracias a un sistema de préstamo rotativo, pasaban por el instituto con bastante frecuencia.
Cabía la posibilidad de que ella no fuera una ladrona, pero la reputación de su padre habría bastado para cerrarle las puertas del GIA, a no ser que hubiera hecho lo que suponía su hermano. Además, si el cambio de nombre fuera oficial, los detectives que había contratado para buscarla lo habrían descubierto.
—Dime, ¿cómo le va? —Nic interrumpió el pensamiento de Marc—. ¿Está bien?
—Sí, está bien —a Marc le había parecido que tenía un aspecto saludable, feliz y resplandeciente, al menos hasta que lo vio él. Entonces su luz interior se había apagado.
—Me alegro. A pesar de la debacle con su padre, y de lo que ocurrió entre vosotros, siempre me gustó.
A Marc también le había gustado. Tanto que le había pedido que fuera su esposa, a pesar de que antes de conocerla se había jurado no casarse nunca. El matrimonio de sus padres había distado mucho de ser un buen ejemplo para él y para Nic.
—Entonces, ¿le has pedido que salga contigo?
—¿Qué? ¿Bromeas? ¿No acabas de recordarme lo mal que acabaron las cosas entre nosotros?
—Fuiste un poco idiota, eso es innegable. Pero Isa tiene buen corazón. Seguro que te perdonaría…
—No soy yo quien necesita perdón. ¡Estuvo a punto de arruinar nuestros planes para Bijoux!
—Fue su padre quien lo hizo, no ella.
—Ella lo sabía todo.
—Sí, pero ¿qué iba a decir? «Por cierto, cielo, ese robo de diamantes que tanto te preocupa, el que está llevando a tu empresa a la ruina, creo que fue cosa de mi papi».
—Eso habría estado bien. Así no habría tenido que oírlo de boca del jefe de seguridad.
—Dale un respiro. Tenía veintiún años y seguramente estaba muerta de miedo.
—Te has vuelto muy comprensivo de repente —Marc frunció el ceño—. Si no recuerdo mal, también pediste su cabeza cuando ocurrió todo.
—La cabeza de su padre —corrigió Nic—. Creía que debía pagar por lo que hizo, fuiste tú quien se negó a demandarlo. Y quien tiró de muchos hilos para evitarle problemas. Diablos, aún sigues devolviendo los favores que debes por esa debacle.
Nic tenía razón. Marc se había preguntado más de una vez en qué demonios había estado pensando para esforzarse tanto por mantener al padre de Isa fuera de prisión. Pero cuando había visto el rostro de Isa, pálido y aterrorizado, había sabido que no tenía otra opción.
Marc se puso en pie y fue hacia uno de los ventanales que conformaban la esquina de su despacho. Estudió la fantástica vista del océano Pacífico estrellándose contra la orilla rocosa con la esperanza de que templara el enfado y la confusión que bullían en su interior. Había sido buena idea trasladar la sede de Bijoux a San Diego, seis meses antes. Lo había hecho por la proximidad de la sede internacional del GIA, pero tener acceso al océano era un plus.
—Salvatore era un hombre viejo y enfermo, y falleció ese mismo año. No tenía sentido que pasara sus dos últimos meses de vida en una celda.
—Lo hiciste por Isa, y porque bajo esa coraza gruñona hay un corazón bastante blando —sonó la alarma de su móvil y Nic se levantó de un salto—. Tengo que irme. Hay una reunión de marketing dentro de cinco minutos.
—¿Va bien la nueva campaña?
Marc hacía las funciones de director ejecutivo de Bijoux, ocupándose de asuntos de negocios y finanzas: contratos gubernamentales, minería, personal y distribución. Su hermano, el genio creativo de la familia, tenía a su cargo marketing, relaciones públicas, ventas y cualquier cosa que afectara a la imagen pública de Bijoux. Lo hacía de maravilla, lo que permitía a Marc concentrarse en lo que más le gustaba: ampliar el negocio familiar hasta convertirlo en la mayor empresa con responsabilidad social y medioambiental de la industria del diamante.
—Va de maravilla —dijo Nic—. Pero me gusta asistir a las reuniones para escuchar las ideas y ver de qué se habla, así estoy al tanto de todo.
—Y luego dicen que yo soy el controlador de la familia.
—Es que lo eres. Yo solo soy concienzudo. Ya ves, siempre hago canasta —fue hacia la puerta—. En serio, hermano —dijo, antes de salir—. El destino te ha dado otra oportunidad con Isa. Deberías aprovecharla.
—No creo en el destino. Y no quiero otra oportunidad con ella.
—¿Estás seguro de eso?
—Por completo.
Después de lo que había ocurrido entre ellos, lo último que quería era darle a Isa otra oportunidad de destrozar su empresa o su corazón.
Volver a acostarse con ella, sí, claro que quería. Isa estaba bellísima cuando se excitaba, y era increíblemente sexy, sobre todo cuando gritaba su nombre al tener un orgasmo. El sexo con ella había sido fantástico, el mejor de su vida.
—Pues entonces, olvídala —aconsejó Nic—. Ambos habéis seguido vuestro camino. Lo pasado, pasado está.
—Eso pretendo hacer.
Sin embargo, Marc no podía dejar de pensar en Isa y en su acompañante a la fiesta de esa noche. Se preguntaba quién era el tal Gideon y qué quería de ella.
La imagen de Isa dando su clase destelló en su mente. Los ojos brillantes de entusiasmo al hablar de su tema favorito, la piel sonrosada y resplandeciente; el largo pelo rojo atrapado en una ridícula trenza; el delicioso cuerpo oculto, pero dibujado, bajo unos pantalones de vestir y un jersey de cuello alto.
Seis años antes, Isa había sido pura calidez y pasión por la vida, por las gemas y por él. Pero se había transformado en una mujer distinta, mezcla de frío y calor, a la que, a pesar de su traición, no podía evitar seguir deseando.
Esa tarde Isa no había mostrado ningún interés por retomar su relación, pero había visto cómo lo miraba, cómo se inclinaba hacia él cuando la tocó. Sonrió al pensar que tal vez no supusiera demasiado reto llevársela a la cama y hacerla suya una y otra vez, de todas las maneras en que un hombre puede hacer suya a una mujer.
Así se la sacaría de la cabeza y cerraría de una vez para siempre ese capítulo de su vida.
Marc estaba allí. No se habían encontrado aún, pero Isa había percibido que la observaba desde el momento en que Gideon y ella habían entrado a la fiesta. Siempre había sido así, si Marc estaba cerca, intuía su presencia.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Gideon.
Isa sabía que había acercado la boca a su oído para que lo oyera por encima de la música y el runrún de las conversaciones, pero la incomodó sentir su aliento tan cerca de la mejilla y el cuello.
Gideon era su amigo y acompañante ocasional para ir al cine y a fiestas. Se conocían desde hacía tres años, y él nunca había dado indicios de querer más que eso. Eran amigos y colegas, refugio mutuo en caso de tormenta. Se preguntó por qué, de repente, se sentía incómoda con él.
Sintió un escalofrío al contestarse a sí misma. Era porque Marc estaba allí, observándola. Sabía que no le gustaría que Gideon estuviera tan cerca de ella con la mano en su espalda.
Rechazó el pensamiento de inmediato. Marc y ella habían roto hacía seis largos años. Seguramente, no le importaba ni lo más mínimo que estuviera allí con Gideon, era solo un recuerdo reflejo del pasado. Marc había sido muy posesivo entonces y, a decir verdad, ella también.
—¿Isabel? —la voz de Gideon bajó de tono una octava y la preocupación oscureció sus ojos verdes—, ¿estás bien? Te he notado rara desde que te recogí.
Gideon tenía razón. Isa se sentía rara desde su encuentro con Marc. Saber que estaba allí, en la fiesta, había hecho que se sintiera mil veces peor.
—Lo siento. Estoy algo abstraída, pero te prometo dar de lado a mis pensamientos —le sonrió con calidez para compensarlo.
—Cuidado con esa sonrisa, mujer. Es un arma letal —bromeó él—. Ya sabes que si me necesitas para algo, puedes contar conmigo —añadió.
—Lo sé. Estoy bien, de verdad —se inclinó hacia él y besó su mejilla—. Pero tengo sed.
—¿Quieres lo de siempre? —preguntó, mientras la conducía hasta un grupo de colegas.
—Sí, perfecto.
Gideon la dejó con los amigos y puso rumbo al bar. Isa intentó relajarse y disfrutar, pero le resultaba imposible. Sentía los ojos de Marc en su espalda.
—¿Qué tal el ballet al que fuiste la semana pasada —preguntó Maribel, otra de las profesoras del GIA—. Sentí mucho tener que perdérmelo.
—Tu cita con el obstetra era más importante —dijo Isa—. El ballet estuvo genial. Nadie habría dicho que estaba escrito e interpretado por estudiantes de la academia de ballet de San Diego.
—La próxima vez que actúen, iré. Aunque tenga que contratar a una niñera —Maribel se frotó el vientre abultado.
—¿Cómo está el bebé? ¿Cómo te sientes tú?
—El bebé está bien y yo me siento enorme. No sé cómo voy a aguantar dos meses más así.
—Seguro que pasan rápido —dijo Michael, su marido, acariciándole la espalda.
—¿Ah, sí? —rezongó ella—. ¿Eso lo sabes porque tienes experiencia en parecer un balón de playa?
Todos se rieron e Isa empezó a relajarse un poco. Se dijo que si Marc estaba allí, bastaría con que se saludaran educadamente, si acaso.
Gideon regresó y le dio su bebida, una copa de pinot grigio. Iba a darle las gracias cuando oyó la voz del decano a su espalda.
—Buenas noches a todos. Me gustaría presentaros a nuestro nuevo profesor invitado.
A Isa se le encogió el estómago. El decano no se encargaría personalmente de presentar a un profesor cualquiera, pero sí a Marc, propietario y director ejecutivo de la segunda empresa de diamantes en el ranking mundial.
Sus amigos y colegas dieron una cálida bienvenida a Marc. Eran gente amigable y curiosa, que acogían con gusto a cualquier profesor.
Él encajó de maravilla. Memorizó todos sus nombres, contó una anécdota que les hizo reír e hizo las preguntas apropiadas para que cada uno de ellos pudiera lucirse un poco.
En otras palabras, Marc hizo gala de la faceta más social de su personalidad, que dominaba a la perfección. Cuando habían estado juntos, Isa se había esforzado por ser tan encantadora como él y sentirse cómoda en situaciones sociales, pero su timidez le había impedido lograrlo.
Le encantaba hablar con sus alumnos y amigos, pero no se le daba nada bien charlar con desconocidos y esforzarse por decir algo que captara la atención de la gente. Se sentía tan incómoda en esas situaciones que a veces había tenido ataques de ansiedad horas antes de asistir con Marc a algún evento.
Por supuesto, nunca se lo había confesado a Marc, porque no quería que se avergonzara de ella. Lo había amado tanto, había estado tan desesperada por convertirse en su esposa, que habría hecho cualquier cosa que él le pidiera. Cualquier cosa, excepto traicionar a su padre. Y esa decisión, su único enfrentamiento a Marc, le había costado todo.
La ira, el vino y los nervios se unieron en su estómago para provocarle un ataque de náuseas. Gideon notó de inmediato que algo iba mal. Rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.
—¿Estás bien? —le preguntó al oído, para evitar que los demás lo oyeran.
Gideon era una de las pocas personas a las que había confesado la ansiedad que la atenazaba en situaciones sociales. Por eso insistía en escoltarla a las fiestas y, si tenía que ausentarse siquiera un momento, se aseguraba de que estuviera rodeada de amigos.
—Necesito aire fresco —susurró ella.
—La terraza está abierta. Te acompaño.
—No, tranquilo —rechazó ella. Sabía que Gideon estaba disfrutando de la conversación—. Quédate. Volveré en unos minutos.
—¿Estás segura?
—Sí —le dio un abrazo rápido y, tras excusarse ante los demás, fue hacia la puerta doble que se abría a la terraza, con vistas al océano.
La brisa del mar, salada y fresca, era justo lo que necesitaba para despejar la cabeza. Para olvidarse de Marc y del doloroso pasado que no podía cambiar.
Fue a la parte más oscura de la terraza y apoyó las manos en la barandilla. Cerró los ojos e inspiró profunda y lentamente. No tardó en sentirse más tranquila y controlada. Se preguntó cuánto tiempo podría quedarse allí antes de que Gideon fuera a buscarla.
Isa deslumbraba. Con una sencilla túnica morada, que destacaba como un faro en un mar de vestidos negros, estaba tan sexy y sensual como él la recordaba. Incluso más; la madurez había otorgado exuberancia a su rostro y a su figura.
Ese payaso de Gideon era consciente de ello, porque aprovechaba cada oportunidad que tenía para acercarse o acariciarla. A Marc le había resultado muy difícil ver a ese bastardo tocar a Isa y no correr a estrellarle un puño en la cara.
Se había controlado porque a Isa parecía gustarle el tipo, aunque eso había ido acrecentado su ira hasta un nivel letal. Los seis años de separación se habían derretido y desaparecido, como la nieve el primer día cálido de primavera.
Observó a Isa sortear a la gente, salir a la terraza y refugiarse en el rincón más oscuro. Vio cómo inspiraba profundamente varias veces y cómo sus bellos pechos se alzaban bajo el profundo escote en uve. Los dedos de Marc cosquillearon con el deseo de tocarlos y moldearlos mientras besaba, lamía y succionaba sus pezones hasta llevarla al orgasmo. Le había encantado hacer eso cuando aún era suya.
Mientras la observaba, la imagen de Gideon arrodillado ante ella, dándole placer como lo había hecho él, irrumpió en su mente. La ira explotó en su interior, atenazando su garganta y haciéndole ver todo de color rojo. Unos segundos después estaba al lado de Isa.
—¿Qué es ese Gideon para ti? —la pregunta se le escapó sin pensar.
Isa abrió los ojos, sobresaltada, y giró hacia él, con una mano temblorosa sobre el corazón.
—Perdona, no quería asustarte.
—¿Qué haces aquí fuera?
—Te he seguido —se acercó y pasó los dedos por la curva de su mejilla.
—¿Por qué?
Él ignoró la pregunta al notar que a ella se le aceleraba la respiración. Estaba nerviosa y excitada. Se habría alegrado si no hubiera pensado, de repente, que esa reacción podía deberse a Gideon en vez de a él.
—¿Qué es ese tipo para ti? —insistió.
—¿Gideon?
No le gustó como ella decía el nombre, con voz suave y cálida. Lo irritó e incrementó su deseo de volver a tenerla en su cama.
—Sí.
—Es mi acompañante. Y mi amigo —se le cascó la voz cuando él deslizó la mano desde su mejilla hasta la base de su cuello. Se mojó los labios con la punta de la lengua.
—¿Nada más? —Marc había necesitado de todo su control para no inclinarse y besar su boca.
—¿Nada más, qué? —Isa respiraba con dificultad.
Marc sintió un destello de lujuria al comprender que ella también lo deseaba. Se acercó más, hasta que sus cuerpos se rozaron, y rodeó su cuello con los dedos. Fue una manera de dar rienda suelta al afán de posesión que rugía en su interior.
Su deseo por Isa era como fuego en sus venas. Se acercó hasta casi rozar sus labios.
—Gideon. ¿Es solo un amigo, o algo más?
—¿Gideon? —tartamudeó ella.
A él le gustó su tono confuso, el que no supiera ni de quién estaban hablando.
—El tipo que te ha traído —dijo, junto a la esquina de su boca—. ¿Estás con él?
—No —Isa se estremeció.
Fue solo un susurro, pero a Marc le bastó. Ella estaba arrebolada y sus pezones se habían endurecido contra su pecho.
—Bien —dijo antes de atrapar su boca.
El beso fue una mezcla de posesión y placer.
Había pasado seis largos años sin tocarla, sin abrazarla, sin lamer sus labios rosados, pero en ese momento le pareció que seguía siendo suya.
Al sentir la presión de su boca, los labios de Isa se entreabrieron con un gemido. Él aprovechó la ocasión para introducir la lengua en lo más profundo de su boca. Ella alzó las manos hasta su pecho, como si fuera a apartarlo. Marc se preparó para la tortura que supondría soltarla, pero las manos agarraron en su camisa, atrayéndolo. Marc no necesitó más invitación que esa.
Colocó las manos bajo su barbilla y le acarició los pómulos con los pulgares. Después, la besó como si llevara una eternidad deseando hacerlo.
La devoró.
Acarició y lamió su lengua, jugando y saboreando, convenciéndola para que se abriera más a él. Cuando lo hizo, tomó cuanto le ofrecía, exigiendo más.
Le lamió los labios, el interior de las mejillas y el paladar. Ella emitió un gemido suave que lo excitó más que cualquier otra cosa en los últimos seis años. No había tenido una erección igual desde la última vez que la tuvo entre sus brazos.
Taladrado por el deseo, ladeó la cabeza para tener mejor acceso. Y empezó la guerra.
Sus lenguas se enzarzaron, acariciándose y deslizándose la una sobre la otra. Él succionó su lengua y disfrutó de cómo se arqueaba hacia él, clavándole las caderas y arañándole el pecho a través de la fina camisa de seda.
Solía encantarle sentir esos pinchazos de dolor y saber que llevaría sus marcas en la piel durante horas, a veces días. Supuso un duro golpe comprender que seguía ocurriéndole lo mismo. Quería que lo marcara, y marcarla él, tanto como antes. Pero no quería pensarlo mientras durara el beso. Solo podía pensar en ella y en las sensaciones que los desbordaban a ambos, así que se entregó por completo a Isa.
Imposible hacer otra cosa cuando tanto el beso como ella misma eran una extraña mezcla de suavidad y pasión, conmovedora y desesperada. Lo conocido y lo exótico. Necesitaba a Isa y cuanto ella pudiera darle más que al aire que respiraba.
A Marc le daba vueltas la cabeza cuando Isa interrumpió el beso y, jadeando, apoyó la frente en la de él. Marc dejó que recuperara el aliento y aprovechó para llenar los pulmones de oxígeno y dar a su cuerpo ardiente la posibilidad de calmarse. Después, reclamó su boca de nuevo.
La segunda vez fue aún mejor.
Ella tenía los labios calientes e hinchados, y sabía de maravilla, a vino espumoso y moras de verano. Y a mar. Un sabor fresco, limpio y salvaje. Siempre había sido así.
Había cambiado tanto desde la última vez que la vio, que había temido que su sabor también fuera distinto. Comprobar que no era así casi lo rindió a sus pies. La besó otra vez. Y otra. Y otra más. Hasta que sintió que la piel de ella ardía bajo sus manos. Hasta que su miembro, duro como una roca, palpitó de dolor. Hasta que los labios de ambos estuvieron hinchados y sensibles.
Después la besó aún más.
Y ella lo permitió. Dejó que la besara y acariciara, aunque él había estado seguro de que no volvería a abrirse a él. También había estado seguro de que, si lo hacía, no confiaría en ella lo suficiente como para permitirlo.
Se dijo que lo que estaba ocurriendo no tenía que ver con la confianza ni con el amor. Era cuestión de necesidad. Química pura. Tenía que ver con el fuego compartido en el pasado, más abrasador que el de una forja de joyas.
Tenía la boca entumecida cuando Isa puso fin al beso. Esa vez, en vez de seguir en sus brazos, lo apartó con fuerza y se volvió hacia el océano. Él le dio espacio y observó, fascinado, cómo intentaba desesperadamente recuperar el control.
Le deseó suerte. Él no podía controlarse si Isa estaba de por medio. Nunca había podido.
—No vuelvas a hacer eso nunca —ordenó ella con voz temblorosa de deseo contenido.
—¿No volver a hacer qué? —preguntó, haciéndola girar para ver su rostro en la penumbra.
Tenía los ojos enormes, con las pupilas dilatadas por la pasión. Verla así le provocó otra oleada de deseo.
—¿Hacer esto? —se acercó tanto que cada vez que ella respiraba sentía el roce de sus senos—. ¿Tocarte? —deslizó los nudillos por su mandíbula y cuello abajo, hasta posarlos en su clavícula—. ¿Besarte? —posó los labios en su sien y fue bajando por la mejilla hasta la esquina de su boca. Después, le mordió suavemente el labio inferior.
La mano de Isa subió por su espalda hasta enredarse en su pelo, mientras emitía gemidos profundos y urgentes. Entreabrió los labios y se arqueó hacia él. Marc tuvo que contener un gruñido. Deseaba hacerla suya allí mismo, contra la barandilla de hierro del balcón.
—¿No volver a desearte? —colocó una mano en sus nalgas para atraer sus caderas hacia él, y bajó la otra hasta moldear uno de sus senos por encima del fino tejido del vestido—. La verdad, me parece que ya es tarde para eso. Por ambas partes.
—Marc —el nombre sonó roto en sus labios.
Marc no habría sabido decir si era un gemido de plegaria, absolución o condena, pero le daba igual. Lo único que importaba era volver a estar con ella. Había pasado los últimos seis años soñando con hacerle el amor una y otra vez, hasta calmar su mente y saciar su cuerpo.
—Deja que te haga mía —le susurró al oído, mientras retorcía suavemente uno de sus pezones—. Me ocuparé de ti, haré que te sientas tan bien…
Isa lo empujó con dureza. Era delgada, de huesos diminutos, pero mucho más fuerte de lo que parecía.
—¡No, Marc! —giró la cabeza a un lado y empujó de nuevo—. Para.
El odiaba las palabras «no» y «para» casi tanto como que le dieran órdenes. Pero eran términos no negociables, indiscutibles, si procedían de labios de una mujer. Así que dio un paso atrás y apartó las manos de su sensual y tentador cuerpo.
—Sé lo que estás haciendo —dijo ella con voz temblorosa y ojos salvajes.
—¿Lo sabes? —murmuró él—. ¿En serio?
—Intentas avergonzarme en el trabajo. Pretendes arruinarlo todo y no voy a permitirlo.
—¿Avergonzarte? —no ocultó que se sentía insultado—. ¿Te avergüenza que te bese?
Ella debió percibir el peligro en el tono de su voz, porque se pasó una mano por el pelo mientras los dedos de la otra jugueteaban con su medallón.
—No me hagas la escena de macho insultado —le dijo, exasperada.
—Yo no hago de macho —escupió él con desdén.
—No necesitas «hacer» nada. Cada célula de tu cuerpo es de macho alfa y controlador, y si no lo sabes eres aún más iluso de lo que creía. En cualquier caso, no voy a quedarme aquí y ser tu juguete ni un segundo más. Para mí esto es un evento de trabajo, si pierdo el empleo por conducta inapropiada no tengo un fideicomiso y una empresa de diamantes de respaldo. Mi carrera es cuanto tengo y no dejaré que la arruines igual que arruinaste… —calló antes de acabar la frase. Intentó ir hacia la puerta, pero él le agarró el codo.
—¿Igual que arruiné nuestra relación? —preguntó Marc con voz sedosa—. Si no recuerdo mal, eso lo hiciste tú solita.
—No dudo que eso es lo que tú recuerdas —miró la mano que la sujetaba y liberó su codo—. Por eso sé que haces esto para crearme problemas. Vete a hacer lo que estuvieras haciendo antes de decidir que te apetecía humillarme. Mejor aún, vete al infierno.
Lo esquivó y entró al salón hecha un torbellino de seda morada, Chanel número 5 e indignación. Por desgracia, de esas tres cosas, la más excitante para Marc era la última.
Estaba loca, inmersa en un brote sicótico o teniendo un ataque. No sabía cuál de esas tres cosas, pero una de ellas. No había otra explicación para lo ocurrido en la terraza. Había caído en brazos de Marc, y aceptado sus besos, como si hubieran pasado seis minutos y no seis años desde la última vez que estuvieron juntos. Como si no la hubiera echado de la forma más cruel.
Entendía la atracción sexual, en el pasado les había supuesto un esfuerzo no tocarse. Pero la base de esa atracción tendría que ser el respeto o el amor, no el intenso desprecio y desconfianza que sentían el uno por el otro en el presente.
Aun así, había dejado que la besara. Que la acariciara hasta casi llevarla del orgasmo. Era un comportamiento ridículo y, peor aún, autodestructivo. Se avergonzaba de sí misma y de su cuerpo por actuar así después del dolor que le había causado Marc. Y del que ella le había causado a él.
Mientras iba hacia Gideon, notó que los ojos de Marc la seguían, que recorrían su espalda, su trasero, sus piernas. Su mirada era como una corriente eléctrica que sentía en todo el cuerpo.
Isa sabía que lo más inteligente para su futuro profesional sería quedarse en la fiesta, bebiendo champán y esperando su turno para charlar con el presidente del Instituto Gemológico. Pero la verdad era que no podía seguir allí ni un minuto más. Tenía que escapar antes de derrumbarse delante de toda esa gente. O antes de lanzarse sobre Marc y suplicarle que la hiciera suya allí mismo, en mitad del concurrido salón.
Ese último pensamiento casi la hizo correr hasta Gideon. Puso la mano en su brazo y acercó los labios a su oído para que pudiera oírla entre tanto bullicio. Le dijo que no se encontraba bien y que volvería en taxi a casa. Estaba segura de que su palidez y el temblor de sus manos darían credibilidad a su excusa.
—Pobre Isa. Te llevaré a casa —Gideon, bendito fuera, dejó su copa en la mesa más cercana, rodeó su cintura con un brazo y, tras excusarse ante todos, la llevó hacia la puerta.
—No hace falta que vengas conmigo —rechazó ella—. Solo es un dolor de cabeza. Puedo ir sola.
—¡No seas ridícula! —esbozó una sonrisa traviesa—. La fiesta pierde interés a marchas forzadas. De hecho, podría decirse que tú me estás rescatando a mí, en vez de al revés.
—Creo que los dos sabemos que eso no es verdad —le dio un beso en la mejilla—. Pero te agradezco el sentimiento y que me lleves a casa.
En cuando apartó los labios de su cara, supo que besarlo había sido un error. No veía a Marc, pero percibió el chisporroteo de su furia y desaprobación desde la otra punta del salón.
Tensó los hombros e intentó no darse por aludida. Al fin y al cabo, no estaba utilizando a Gideon para ponerlo celoso; ni siquiera había creído que eso fuera posible. Pero, tras percibir su ira, no pudo evitar preguntarse qué habría pensado Marc al ver que, un minuto después de aceptar su asalto en la terraza, era tan cariñosa con Gideon.
Diciéndose que daba igual lo que pensara Marc, permitió que Gideon, con una mano en su espalda, la sacara de allí. Le había dicho a Marc que lo ocurrido en la terraza no se repetiría, y lo había dicho en serio. Había permitido que la destrozara una vez. No volvería a ocurrir. Ya no era la chica enamorada de hacía seis años, dispuesta a arriesgarlo todo para estar con él.
No, la vida le había dado lecciones muy duras y había optado por empezar de cero. Tenía una nueva vida de la que estaba orgullosa y que significaba mucho para ella. Una vida que Marc no tendría ningún problema en arruinar, tal y como había hecho con la anterior.
No podía permitir que eso ocurriera. Su empleo y su reputación eran lo único que tenía.
El viaje de vuelta a casa con Gideon fue fácil. En realidad, todo era fácil con él. Entre ellos no había un pasado oscuro, ni amor ni odio que embarrara su relación. Su amistad era cómoda, basada en intereses compartidos, conversaciones ágiles y sentidos del humor similares.
Nunca lo había agradecido tanto como en ese momento, cuando aparcó ante la casa que Isa había comprado hacía cuatro años.
Gideon la acompañó hasta la puerta, pero no se entretuvo. No esperaba que lo invitase a entrar ni un beso de buenas noches. Se limitó a darle un abrazo y rozar su frente con los labios.
—Mejórate —murmuró antes de irse.
Gracias a Dios, estaba sola por fin.
Ignorando las imágenes de Marc que pululaban en su mente, sustituyó el vestido de fiesta por unos pantalones de yoga y una camiseta negra. Después, se sirvió una copa de vino y se acomodó en el sofá a ver la televisión y olvidar el desastroso día.
Acababa de cargar un capítulo de su serie televisiva favorita cuando llamaron a la puerta. Suponiendo que Gideon regresaba a traerle algo que se había dejado en el coche, abrió la puerta con una sonrisa.
—¿Qué he olvidado esta vez? Si quieres entrar, podemos compartir una botella de… —calló al ver que quien estaba en el porche no era Gideon—. ¿Qué haces aquí? —exigió—. ¿Y cómo has descubierto dónde vivo?
—Te he seguido.
—¿Me has seguido? ¡Dios! —empezó a cerrar la puerta, pero él consiguió sujetarla a tiempo.
—He pasado los últimos seis años buscándote.
Durante un segundo, Isa creyó haber oído mal. Lo último que Marc le había dicho al echarla fue que si volvía a verla se aseguraría de que ella y su padre acabaran en la cárcel.
Pero su expresión, mezcla de culpabilidad e ira, le confirmó que había oído bien. Y también que no había tenido intención de barbotar así la verdad.
—¿Por qué? ¿Por qué ibas a hacer eso?