Pack Jazmín y Julia Diciembre 2015 - Varias Autoras - E-Book

Pack Jazmín y Julia Diciembre 2015 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

El millonario y la criada La mujer que le hizo volver a sonreír. Jo Anderson no se esperaba lo que se encontró cuando llegó a la casa de Mac MacCallum, el hombre que la había contratado como empleada del hogar. Seis meses atrás había sido un carismático y célebre chef, pero ahora estaba recluido en sí mismo y acomplejado por las cicatrices que le habían quedado por un incendio. Lo último que le faltaba a Mac era que llegase una extraña decidida a hacerle enfrentarse a sus inseguridades... y más cuando esa persona tenía también las suyas. ¿Cómo podía una mujer preciosa y llena de vida creer que era fea? Quizá pudiera ayudarla a darse cuenta de lo especial que era en realidad. Nunca digas adiós ¿De verdad sus caminos eran tan diferentes? Seguramente, todas las mujeres de la pequeña ciudad de Wilmore estaban dispuestas a casarse con Tanner McConnell, el apuesto millonario; pero no Bailey Stephenson. Había oído tantos rumores sobre Tanner que solo su nombre la asustaba. Además, a ella le encantaba vivir en Wilmore, mientras que él estaba deseando salir de allí. Y, por último, estaba loca por él... Tanner tenía muy claro que no se casaría en Wilmore. Aun así, no podía evitar que Bailey le hiciera sentir algo que no había experimentado en años. Algo que podría hacer que se replanteara las razones que lo habían llevado a jurar que jamás se volvería a enamorar. El triunfo del corazón ¿Esperaría entre bastidores la llegada de don Perfecto o se dejaría guiar por su corazón? El entrenador de fútbol Ethan Noble hacía maravillas con sus jugadores. Pero en casa, el guapo viudo solo intentaba mantener a sus cuatro adorables y traviesos hijos a raya. Definitivamente, no iba en busca del amor… o eso creía.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack 88 Jazmín y Julia, n.º 88 - diciembre 2015

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7843-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

El millonario y la criada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Nunca digas adiós

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

El triunfo del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Flor de pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 1

 

MAC se frotó los ojos con las manos antes de volver a mirar la pantalla del ordenador. Releyó la receta que estaba escribiendo y apretó los puños. «¿Qué ingrediente venía después?».

Aquella receta de mejillones al vapor era complicada, pero debía haberla hecho unas cien veces. Apretó los dientes irritado. El texto en la pantalla se tornó borroso; las palabras parecían bailar. ¿Por qué no podía recordar cuál era el ingrediente que había que añadir a continuación? ¿Era la leche de coco? Sacudió la cabeza. No, eso iba un poco después.

Se levantó maldiciendo entre dientes, y se puso a andar arriba y abajo por la habitación mientras se imaginaba a sí mismo preparando aquel plato. Se visualizó en una cocina, con todos los ingredientes frente a sí. Se imaginó hablando a la cámara que rodaba cada programa, explicando cada paso de la receta, y la importancia de ir incorporando los distintos ingredientes en el orden correcto.

Inspiró profundamente, rebuscando en su mente, pero de inmediato se desinfló. Se pasó una mano por el cabello, angustiado. Volver a cocinar, volver al trabajo… Una oleada de dolor lo invadió, ahogándolo con un anhelo tan profundo que pensó que la oscuridad lo devoraría entero.

Y sería una bendición si eso ocurriese, pero tenía trabajo que hacer.

Le dio un puntapié a un montón de ropa sucia tirada en un rincón antes de volver a la mesa y alcanzar la botella de bourbon que había junto a ella, en el suelo. El alcohol lo ayudaba a aturdir el dolor, aunque fuese por poco tiempo.

Se llevó la botella a los labios pero se detuvo. Los pesados cortinajes tapaban por completo los ventanales y las puertas cristaleras que salían a la terraza, bloqueando la luz, y aunque su cuerpo parecía hallarse en un estado constante de aturdimiento, sabía que no debían ser más de las diez de la mañana. «¿Qué más da qué hora sea?», se dijo cerrando la botella y volviendo a sentarse. «En cuanto termine esta maldita receta podré emborracharme hasta quedarme dormido».

¿Terminar la receta? Era lo que tenía que hacer, pero estaba tan cansado… En ese momento el ordenador emitió un tono de notificación. Acababa de recibir un mensaje. Entró en el programa del correo electrónico para leerlo. Era de su hermano Russ. ¡Cómo no! Hizo clic sobre el asunto para leerlo: Hola, hermanito: No te olvides de que Jo llega hoy.

Mac soltó una palabrota. No necesitaba una empleada del hogar. Lo que necesitaba era paz y tranquilidad para poder terminar aquel condenado libro de cocina. Y si no fuera porque aquella mujer había salvado la vida de su hermano, la mandaría a paseo.

 

 

Jo se bajó de su todoterreno e intentó decidir qué mirar primero, si la casa a su izquierda, o la vista que se extendía hasta el horizonte a su derecha. Suerte que conducía un todoterreno y no el deportivo que soñaba con tener algún día, porque la carretera rural que llegaba allí estaba llena de baches. Y eso después de cinco horas de autopista. Se alegraba de haber llegado al fin a su destino.

Se giró hacia la derecha para admirar el paisaje. El terreno, cubierto de hierba descendía hasta convertirse en dunas salpicadas de plantas silvestres. Y más allá había una larga playa de dorada arena bañada por el suave sol de invierno.

Un suspiro escapó de sus labios. Debía haber al menos seis o siete kilómetros de playa y no se veía a un alma. Aunque había pasado ocho años trabajando en la árida región del Outback, no se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que había echado de menos el mar.

Finalmente se volvió hacia la casa. Estaba hecha de madera, tenía dos platas, un amplio porche, y en el piso de arriba un balcón. Era una casa muy bonita, pero… ¿por qué estaban cerradas todas las ventanas y echadas las cortinas?, se preguntó frunciendo el ceño. ¿Y si Mac no estaba allí? No, si hubiese vuelto a la ciudad su hermano Russ se lo habría dicho. Se mordió el labio y se cruzó de brazos. Russ le había dicho que su hermano era un poco… difícil.

Subió las escaleras del porche. En la pared junto a la puerta, pegada con celo, había una nota dirigida a ella. La arrancó para leerla:

 

Señorita Anderson:

No me gusta que me molesten cuando estoy trabajando, así que pase sin llamar. Su habitación está en el piso inferior, pasada la cocina. No debería haber razón alguna para que suba usted al piso de arriba.

 

A Jo se le escapó una risita. Eso pensaba, ¿eh? ¿Y no iría a llamarla «señorita Anderson» y a hacer que lo llamara a él «señor MacCallum»? Acabó de leer la nota:

 

Ceno a las siete. Por favor deje la bandeja con la comida en el rellano de la escalera e iré por ella cuando haga un descanso.

 

Jo dobló la nota y se la metió en el bolsillo. Abrió la puerta y, para que no se cerrara, la sujetó con lo que supuso era el tope: un gallo de hierro que había en el suelo. Luego sujetó también la puerta mosquitera a la pared con su gancho, fue al todoterreno por sus maletas y entró en la casa. Si Malcolm MacCallum creía que iban a pasar los próximos dos meses comunicándose a través de notas estaba muy equivocado.

Dejó las maletas en el vestíbulo y arrugó la nariz al notar el olor a cerrado. Pasó al salón y descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para que entraran la luz y el aire.

Miró a su alrededor, admirando el elegante mobiliario, y frunció el ceño. ¿De qué le servían a alguien el éxito y el dinero cuando lo hacían olvidarse de las personas que lo querían? Mac no había visitado a su hermano Russ ni una sola vez desde que había sufrido el infarto.

Sacudió la cabeza y echó otro vistazo a su alrededor. Aquella casa necesitaba un buen limpiado. «Pero eso mañana», se dijo.

Encontró la que sería su habitación al final del pasillo, tras pasar la cocina, como le había indicado Mac en su nota. Abrió la ventana, que se asomaba a una parcela de césped descuidado. Bueno, no era una habitación con vistas al mar, pero desde allí también se oían las olas.

Suspiró y se sentó en la cama. Quizás aquello no fuese una buena idea. Probablemente era irresponsable por su parte poner su vida patas arriba de aquella manera. Quizá hasta fuese una locura. Al fin y al cabo la geología tampoco estaba tan mal y… Pero tampoco era algo a lo que quisiese dedicarse el resto de su vida.

Se había hecho geóloga para complacer a su padre. ¡Y de mucho le había servido! Además, ya no le importaba que estuviese contento con ella o no. Si había seguido con su trabajo hasta entonces había sido solo por mantener la paz entre ellos, y porque tenía miedo a los cambios. Pero el infarto de Russ le había enseñado que había cosas a las que uno debía temer más que a eso.

Tenía más miedo a arrepentirse luego, si no cambiaba nada, y a desperdiciar su vida. Por eso no podía desanimarse. Quería un futuro que la ilusionase, del que pudiese sentirse orgullosa, sentirse realizada.

En ese momento le sonó el móvil. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla para ver quién la llamaba antes de contestar.

–Hola, Russ.

–¿Ya has llegado?

–Sí.

–¿Y cómo está Mac?

Jo tragó saliva. ¿Qué se suponía que debía decirle?

–Pues… es que acabo de llegar ahora mismo y todavía no lo he visto, pero deja que te diga que la vista es espectacular. Tu hermano ha encontrado el lugar perfecto para…

¿Para qué?, ¿para recuperarse? Había tenido tiempo más que de sobra para recuperarse. ¿Para trabajar sin distracciones? ¿Para recluirse?

–El lugar perfecto para huir del mundo –concluyó Russ con un suspiro.

Russ tenía cincuenta y dos años, estaba recuperándose del infarto que había sufrido, y dentro de unas semanas iba a someterse a una operación para que le hicieran un bypass. Si podía evitarlo, no quería generarle más estrés.

–No, el lugar perfecto para hallar la inspiración –replicó–. El paisaje es precioso; espera a verlo y entenderás lo que quiero decir. Te mandaré unas fotos por el móvil.

–¿Hace falta inspiración para escribir un libro de cocina?

La verdad era que no tenía ni idea.

–Bueno, cocinar y crear recetas es una actividad creativa, ¿no? Aquí tiene el sol, el aire, una playa inmensa para pasear, dunas de arena… Es un buen sitio para volver a encontrar el equilibrio lejos del mundanal ruido.

–¿Tú crees?

–Por supuesto. Bueno, voy a entrar en la casa y luego te llamo y te cuento, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. No sé cómo darte las gracias por lo que estás haciendo, Jo.

–Los dos sabemos que eres tú quien me estás haciendo un favor.

Y no era del todo mentira, se dijo después de colgar. Conocía a Russ desde hacía ocho años. Se habían entendido a la perfección desde el primer día, en que ella había entrado en las oficinas de la compañía minera con su kit recién estrenado de muestras de suelo. Y con el tiempo la camaradería entre ellos se había convertido en amistad. Russ había sido su jefe y su mentor, y era uno de sus mejores amigos.

Se había sincerado con él, diciéndole que quería dejar la geología e ir a otro lugar, lejos del Outback. No quería que su abuela y su tía abuela Edith la agobiasen constantemente. Estaba cansada de intentar estar siempre a la altura de las expectativas de los demás.

Y estaba segura de que cuando encontrara un trabajo con el que disfrutase, su abuela y su tía abuela se alegrarían por ella.

Al sincerarse con Russ él se había reído, se había frotado las manos y le había contestado: «Jo, tengo el trabajo perfecto para ti». Y ese era el motivo por el que estaba allí. Iba a trabajar para su hermano como empleada del hogar.

Russ necesitaba que alguien se asegurara de que Mac comiese tres veces al día y que no acabase devorado por la el polvo y la mugre. Y que ese alguien fuese alguien de confianza, que no fuese a vender exclusivas a la prensa, aprovechándose de que Mac se encontraba en horas bajas.

Y en cuanto a ella… Bueno, aquel trabajo le daría el tiempo que necesitaba para decidir qué quería hacer con su vida.

Se sacó la nota del bolsillo, la desdobló y sus ojos se posaron en la frase «No debería haber razón alguna para que suba usted al piso de arriba».

¡Ya lo creía que la había! Antes de que pudiese cambiar de idea se levantó, salió de la habitación, y se fue derecha hacia las escaleras.

Había cinco puertas en el primer piso. Cuatro de ellas estaban abiertas. Se asomó a la primera, que resultó ser un cuarto de baño, y luego a las otras: tres dormitorios. Las cortinas de los tres estaban echadas, así que no había más luz que la del pasillo, que ella había encendido para poder ver algo. Al llegar a la última puerta, que estaba cerrada, y a la que solo le faltaba un cartel que dijera «No molestar», llamó con los nudillos y se quedó esperando. No hubo respuesta.

Volvió a llamar, esa vez con más fuerza.

–Mac, ¿estás ahí?

No iba a llamarlo «señor MacCallum». Cada martes por la noche los últimos cinco años se había sentado con Russ a ver con él el programa de cocina de Mac en la televisión. Y durante los últimos ocho años Russ le había hablado de su hermano una infinidad de veces. Para ella siempre sería «Mac».

Al ver que seguía sin responder, se puso tensa. ¿Y si estaba enfermo o le había ocurrido algo?

–¡Márchese! –contestó de pronto una voz cavernosa al otro lado de la puerta.

Jo puso los ojos en blanco.

–No puedo irme; Russ me pidió que viniera.

–Y yo le he dejado una nota diciéndole que no subiera –le espetó Mac enfadado–. ¿Es que es incapaz de seguir las instrucciones que le dan?

Sí que era gruñón…

–Pues me temo que no, y voy a entrar.

Cuando abrió la puerta, Mac se apresuró a apagar la lamparilla del escritorio, la única luz que había en la habitación.

–¡Salga de aquí ahora mismo! Le he dicho que no quiero que me moleste nadie.

–No es correcto: una nota anónima me informaba de que hay alguien que no quiere que lo molesten –sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra–. Cualquiera podría haber dejado esa nota. De hecho, incluso podría haberte asesinado alguien mientras dormías y haberla escrito.

Él arrojó los brazos al aire.

–Pues como ve no estoy muerto. Y ahora haga el favor de salir de aquí.

–Creo que podemos tutearnos –le dijo ella, yendo derecha hacia las pesadas cortinas–. Y si por mí fuera me iría, pero… –las descorrió, y la luz del día inundó sin piedad la habitación.

–¿Qué diablos…? –exclamó él, poniéndose una mano delante de la cara y guiñando los ojos.

–Quería verte bien –respondió Jo, girándose hacia él.

Al ver a Mac dio un respingo y se llevó una mano al pecho.

–¿Contenta? –le espetó él.

Jo tragó saliva y sacudió la cabeza.

–No –murmuró.

A su hermano se le partiría el corazón si lo viese. Y no por las quemaduras que el accidente le había dejado en la parte izquierda de la cara y el cuello, sino por el cabello despeinado y grasiento, por los ojos enrojecidos y las ojeras, por la palidez de su rostro…

Tragó saliva y se irguió.

–Aquí huele fatal –dijo.

Había una mezcla de olor a cerrado, a calor y a sudor. Abrió las puertas de la terraza y la brisa del océano inundó la habitación. Jo inspiró profundamente y se volvió de nuevo hacia él, que estaba mirándola con el ceño fruncido.

–Le he prometido a Russ que hablaría contigo y vería cómo estabas. Le dije que lo llamaría después.

–¿Te ha mandado aquí para que me espíes?

–Me ha mandado aquí como un favor.

–¡No necesito que me haga ningún favor!

«No es a ti a quien le está haciendo el favor», le aclaró ella para sus adentros. Pero en vez de eso le dijo:

–No, sospecho que lo que en realidad necesitas es un psiquiatra.

Él se quedó mirándola boquiabierto, pero Jo se irguió y se cruzó de brazos.

–¿Es eso lo que quieres que le diga a Russ? ¿Que estás en un estado de profunda depresión, y posiblemente teniendo pensamientos suicidas?

Él apretó los labios.

–Ni estoy deprimido, ni tengo pensamientos suicidas.

–Ya –contestó ella con escepticismo–. Por eso te has pasado los últimos cuatro meses encerrado en esta casa a oscuras y negándote a ver a nadie. Sospecho que apenas duermes, y que no comes. ¿Y cuándo fue la última vez que te diste una ducha? –inquirió arrugando la nariz.

Él gruñó irritado y se frotó la cara con las manos.

–Ese no es el comportamiento que cabe esperar de un adulto –continuó ella–. Si estuvieses en mi lugar, ¿cómo interpretarías esto? ¿Y a qué conclusión crees que llegaría Russ?

Mac no dijo nada. Se quedó mirándola como si acabase de posar los ojos en ella, y eso le hizo darse cuenta de lo mal que estaba en realidad, aunque él lo negara.

Por su estatura, la mayoría de la gente daba un respingo o parpadeaba de un modo muy cómico al verla por primera vez. Aunque ella no le veía la gracia por ninguna parte. Sí, era alta; ¿y qué? Y no, no tenía una complexión frágil y delicada, pero eso no la convertía en una atracción de circo.

El caso era que Mac ni se había inmutado al verla, y parecía como si hasta ese instante ni siquiera hubiese reparado en lo alta que era.

–¡Maldita sea, Mac! –se encontró gritándole sin poder contenerse–. ¿Cómo puedes ser tan egoísta? Russell está recuperándose de un infarto y van a hacerle un bypass; necesita paz y tranquilidad y… Y cuando le diga en qué estado te he encontrado… –no pudo acabar la frase.

Mac continuaba callado, aunque la ira se había desvanecido de su rostro. Jo sacudió la cabeza, se dirigió hacia la puerta, y murmuró mientras salía:

–Al menos no he perdido el tiempo deshaciendo las maletas.

 

 

No fue hasta que la joven hubo salido de su dormitorio (¿cómo le había dicho Russ que se llamaba? ¿Jo Anderson?) cuando Mac se dio cuenta de cuáles eran sus intenciones.

Iba a marcharse. Iba a marcharse y a decirle a Russ que estaba hecho una piltrafa y que necesitaba un psiquiatra, o que lo internaran para que no se hiciera daño a sí mismo. Y los medios de comunicación se frotarían las manos si aquello llegase a sus oídos.

Pero en una cosa tenía razón: lo que menos le convenía a Russ era preocuparse por él; eso solo le generaría estrés, y con lo delicado que estaba… No, bastante culpable se sentía ya; no quería preocuparlo aún más.

–¡Espera! –llamó.

Corrió tras ella, golpeándose torpemente contra las paredes y la barandilla mientras bajaba las escaleras, como si su cuerpo se hubiese vuelto más pesado y no controlase sus movimientos. Para cuando llegó al rellano del piso de abajo le faltaba el aliento.

Llegó al vestíbulo justo cuando Jo estaba bajando los escalones del porche, con una maleta en cada mano.

–¡Espera! –la llamó.

Pero ella no se detuvo. Era alta y regia, como una amazona, y se sintió casi culpable por encontrarse admirando la gracia y la elegancia de sus movimientos y su brillante cabello castaño.

Salió al porche y bajó los escalones para ir tras ella. El sol le quemaba la cara, haciéndolo sentirse desprotegido y vulnerable.

–Jo, espera, por favor, no te vayas.

Ella se detuvo al oír su nombre. «Vamos, di algo que haga que deje las maletas en el suelo», se urgió a sí mismo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar el dolor que el calor del sol le provocaba en las quemaduras. Aspiró una bocanada de brisa y le dijo:

–Lo siento.

Dio gracias a Dios para sus adentros cuando Jo se volvió hacia él y dejó las maletas en el suelo.

–Por favor, no le vayas con cuentos a Russ sobre lo que has visto. Necesita… necesita… No necesita otra preocupación que le genere más estrés.

Ella se quedó mirándolo, alzó la barbilla y le respondió con los ojos entornados:

–Mira, Mac, no voy a hacer la vista gorda si es lo que me estás pidiendo. Se trata de tu salud y…

–Se trata de mi vida –la cortó él–. ¿Es que yo no tengo voz ni voto?

–Te trataría como a un adulto si te hubieras comportado como tal y no te hubiera encontrado en este estado.

–No puedes juzgar un libro por la cubierta, y menos cuando apenas has hablado conmigo cinco minutos. Además, estoy teniendo un mal día, eso es todo. ¿Qué tengo que hacer para convencerte de que no estoy deprimido, ni estoy pensando en suicidarme?

Jo se cruzó de brazos y apoyó el peso en la pierna derecha, y Mac no pudo evitar fijarse en la sensual curva de su cadera.

–¿Que qué tienes que hacer para convencerme? Bueno, eso te va a costar un poco.

Su voz, a pesar del tono de reproche, era dulce como la miel, y Mac sintió un cosquilleo en el estómago. Jo se acercó para escudriñar su rostro. Solo medía unos centímetros menos que él y olía de maravilla.

De pronto recordó el espanto que habían reflejado sus ojos al descorrer las cortinas y verlo, y ladeó la cabeza para ocultar las quemaduras. Por lo menos su espanto no se había tornado en lástima, lo cual era de agradecer.

–Quédate una semana –le rogó–. Pon tú las condiciones –insistió, al ver que seguía sin responder.

–Pues… para empezar, quiero que hagas ejercicio a diario.

¿Y arriesgarse a dejarse ver en público? ¡Ni hablar!

–Y al aire libre –añadió ella–. Necesitas vitamina E, y no te vendrá mal para perder esa horrible palidez.

–Sabes que he estado enfermo, ¿no? –le espetó él irritado–, que he estado en el hospital.

–Te dieron el alta hace meses –replicó ella–. ¿Tienes idea de hasta qué punto te has abandonado? Tenías un físico atlético, musculoso, unos hombros anchos… Y te movías con confianza, como si fueras el amo del lugar. Ahora cualquiera que te viera te echaría cincuenta años.

Mac le lanzó una mirada furibunda. Solo tenía cuarenta.

–Y un hombre de cincuenta hecho una pena –puntualizó Jo–. Si quieres que me quede, cada día tendrás que dar por lo menos un paseo hasta la playa. Ir y volver. Y si eres celoso de tu intimidad, como estás en tu propiedad, no tendrás que preocuparte de que vayas a tropezarte con algún extraño.

–La playa es pública.

Algunos de sus vecinos paseaban por ella todos los días.

–No he dicho que vayas a pasear por la playa –replicó Jo–. Solo que bajes hasta la playa y vuelvas.

Mac apretó la mandíbula, inspiró y contó hasta cinco antes de decir:

–Muy bien; ¿qué más?

–Me gustaría que separaras tu lugar de trabajo del lugar donde duermes.

Mac la miró irritado, pero claudicó.

–Está bien, lo que tú digas. ¿Y qué más?

–También quiero que dejes el alcohol. O al menos que dejes de beber a solas en tu habitación.

Había visto la botella de bourbon; ¡diablos!

–Y por último, quiero que cenes conmigo en el comedor todas las noches.

Para poder tenerlo vigilado, pensó Mac, para evaluar su nivel de cordura. Se sintió tentado de mandarla al infierno, aunque le diese igual lo que le pudiera pasar a él, lo que le pudiera pasar a su hermano sí que le preocupaba. Tenía once años y medio más que él, pero siempre habían estado muy unidos, y Russ siempre había cuidado de él.

En ese momento sonó el móvil de Jo, que lo sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros para contestar. Mac no pudo evitar quedarse mirando sus caderas de nuevo, y una ola de deseo lo sacudió.

¿Qué demonios…? ¿Por qué le atraía aquella mujer? Ni siquiera era su tipo. Se pasó una mano por el cabello y tragó saliva. Bueno, probablemente que le estuviese ocurriendo algo así era de esperar. Llevaba encerrado allí, sin apenas contacto con el mundo, durante cuatro meses. Sin duda era una reacción natural, cosa de las hormonas.

–No lo sé, Russ… –estaba diciendo Jo.

¿Russ? El nombre de su hermano lo arrancó de inmediato de sus pensamientos.

–Sí, ya lo he visto y he hablado con él –murmuró, lanzando una mirada en su dirección.

Su tono hizo a Mac contraer el rostro.

–Trato hecho –le dijo irritado entre dientes, pero sin alzar la voz, para que Russ no lo oyera–. Concédeme una semana para «reformarme» –le pidió levantando un dedo.

–Umm… Bueno, está un poco blancucho, como si hubiese tenido la gripe o una gastroenteritis –le dijo Jo a su hermano.

Mac le tomó la mano libre y los ojos verdes de ella lo miraron sobresaltados.

–Por favor… –le suplicó Mac.

La calidez de la mano de Jo pareció inundarlo. De pronto se notaba la boca seca. Y cuando ella soltó su mano él, que no se había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento, respiró aliviado al oírla decir:

–Pero seguro que con un poco de descanso, ejercicio moderado, comida casera y la luz del sol se pondrá bien en una semana o dos.

Mac cerró los ojos y dio gracias en silencio.

–Claro, tienes mi palabra –añadió Jo–. Si dentro de unos días no lo veo mejor, llamaré al médico. ¿Quieres hablar con él? –le preguntó.

Y antes de que Mac pudiera negar con la cabeza, le tendió el móvil. Mac tragó saliva y lo tomó.

–Hola, Russ, ¿cómo estás?

–Por lo que parece, mejor que tú. Supongo que eso explica por qué no contestaste a mis últimas dos llamadas.

Mac contrajo el rostro.

–Sí, perdona. Estaba hecho un asco.

–Ya. Bueno, pues hazle caso a Jo, ¿eh? Es una chica con la cabeza sobre los hombros y los pies en el suelo.

Mac la miró, y se fijó en los reflejos que el sol arrancaba de su cabello ondulado, en las pequeñas pecas que salpicaban sus pómulos, y en su graciosa nariz. Jo enarcó una ceja, y él carraspeó.

–Por supuesto, lo haré –se obligó a decirle a su hermano.

–Bien, porque quiero que estés recuperado para cuando vaya a verte.

¿Que iba a ir a verlo?

–Dale un abrazo a Jo de mi parte.

Russ colgó, y Mac se quedó mirando a la joven.

–¿Por qué va a venir?

–Eso tiene una respuesta muy fácil: porque te quiere. Quiere verte antes de pasar por quirófano; por si no sale de la operación.

–Eso es absurdo.

–¿Tú crees?

–Russ va a salir de esa operación –le espetó Mac con firmeza.

Y no quería que hiciera ningún esfuerzo hasta que estuviese completamente restablecido.

–Bien, pues ahora a cumplir con tu parte del trato –le contestó Jo, y tomó sus maletas y se dirigió de nuevo hacia la casa.

Capítulo 2

 

JO INSPIRÓ profundamente antes de servir los espaguetis con albóndigas en dos platos. Si a Mac se le ocurría meterse con lo que había cocinado le… ¿Qué?, ¿le echaría la comida encima? No podía hacer eso; aunque criticase lo que había preparado, debía mostrarse calmada y despreocupada, como hacía siempre, y fingir que sus comentarios no le afectaban en lo más mínimo.

Tomó los platos y fue al comedor. Puso uno frente a Mac y el otro en su sitio, frente a él. Mac no miró la comida, pero sí se quedó mirándola a ella de mal humor. ¿Iba a seguir enfurruñado toda la semana? Genial…

Ella se sentó y se quedó mirándolo también; no iba a dejarse intimidar. De hecho, su enfado y sus gritos eran algo con lo que había contado. No en vano lo llamaban «Mad Mac», Mac el loco.

La prensa amarilla le había echado la culpa del accidente, diciendo que nunca habría ocurrido si no fuese tan intimidante. Lo cual era una estupidez, ella sabía por Russ que su hermano no era como se mostraba en televisión.

Russ le había contado que su mal genio y su poca paciencia en pantalla no habían sido sino parte de un estudiado guion para incrementar los índices de audiencia. Y había funcionado.

Lo que la descolocaba era que se estuviese comportando como un crío, negándose a dirigirle la palabra.

–¿Qué? –le espetó él al ver que no apartaba la mirada.

Jo sacudió la cabeza, unió las manos y bajó la vista para bendecir la mesa.

–Señor, te damos las gracias por los alimentos que vamos a recibir. Amén –dijo, y cortó a la mitad una albóndiga con el tenedor.

–¿Eres una persona religiosa? –le preguntó Mac.

–No –si había pronunciado aquella breve oración, había sido para enfrentarse a su incómodo silencio–. Bueno, sí creo que hay algo por encima de nosotros; sea lo que sea. Y dar gracias antes de empezar a comer es una buena costumbre. No está de más acordarse de vez en cuando de que tenemos muchas cosas por las que dar gracias.

Mac frunció aún más el ceño.

–¿De verdad piensas que esto va a funcionar?, ¿que puedes hacer que mi vida cambie con solo…?

Jo soltó los cubiertos y sacudió de nuevo la cabeza, con incredulidad.

–No todo gira en torno a ti, ¿sabes? –le espetó–. Puede que tenga algún motivo personal para haber venido. Te estás comportando como un idiota, ¿sabes? Si quieres que te sea sincera, me da igual si quieres autodestruirte, pero al menos podrías esperar a que a Russ lo hayan operado y se haya recuperado.

–No estás siendo muy educada.

–Tampoco tú. Y me niego a hacer ningún esfuerzo por mostrarme educada contigo mientras sigas comportándote como un niño con una rabieta. No soy tu madre; no tengo que hacerte carantoñas para que se te pase el enfado.

Él se quedó mirándola boquiabierto.

–Come algo –lo instó Jo–. Si estamos ocupados masticando, no tendremos que hacer un esfuerzo por conversar.

Sus palabras hicieron reír a Mac, y la risa transformó su rostro por completo. Las cicatrices de las quemaduras seguían ahí, sí, pero sus ojos se iluminaron, y por un momento le recordó al Mac al que tantas veces había visto en televisión.

Mac cortó un trozo de albóndiga, se lo llevó a la boca con el tenedor y masticó en silencio.

–No está mal –dictaminó, y probó también los espaguetis–. De hecho, está bastante bueno.

Ya… Seguro que solo estaba haciéndole la pelota porque tenía miedo de lo que pudiera decirle a Russ.

–O, para ser justos, debería decir que está muy bueno, teniendo en cuenta lo poco que tenía en la nevera.

Al oírle decir eso Jo casi le creyó. Era verdad que la nevera estaba casi vacía.

–Mañana iré a comprar comida. Creo que estamos a medio camino entre Forster y Taree, ¿no? ¿Alguna sugerencia de a dónde debería ir?

–No.

Jo se quedó esperando a que dijera algo más, y cuando Mac no añadió nada a esa áspera negativa, sacudió la cabeza y siguió comiendo. Había sido un día muy largo y estaba hambrienta y cansada. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que Mac había dejado de comer y estaba mirándola, detuvo su mano en el aire, con el tenedor a unos centímetros de su boca y le preguntó:

–¿Qué pasa?

–No pretendía ser grosero con esa respuesta. Es que no he estado ni en Forster ni en Taree. Pero pedía por teléfono lo que necesitaba a un supermercado de Forster.

–¿Has dicho que lo «pedías»?

Mac frunció el ceño.

–El tipo que traía los pedidos era incapaz de seguir mis instrucciones.

Ah… Lo cual traducido al lenguaje común sin duda significaba que el repartidor había invadido su privacidad, la privacidad de la que era tan celoso.

–Ya. Bueno, entonces supongo que probaré suerte en Forster –respondió ella. Cuando Mac continuó comiendo, carraspeó y le dijo–: Espero que Russ te advirtiera de que lo de cocinar no se me da muy bien.

Él dejó de comer y levantó la vista del plato.

–En realidad me dijo que no cocinabas mal del todo –contestó con franqueza–, y a juzgar por lo que has preparado, diría que es una descripción bastante acertada. ¿Te intimida cocinar para…?

–¿Para un chef de renombre mundial? –acabó Jo la frase por él–. Pues sí, un poco. Solo confío en que no esperes demasiado de mis guisos.

–Te prometo que no criticaré lo que cocines; me limitaré a mostrarme… agradecido por lo que me sirvas.

–He visto que tienes garaje –dijo Jo alargando la mano hacia el plato con los panes de ajo.

Mac también había alargado la suya para tomar uno, pero se detuvo y dejó que ella se sirviese primero. Tenía unas manos bonitas, fuertes y con unos dedos largos; se había fijado en sus manos muchas veces cuando lo había visto en televisión.

–Me preguntaba si podría aparcar dentro mi todoterreno yo también. Imagino que la brisa del mar no debe ser muy buena para la carrocería.

–Claro, no hay problema.

Mientras seguían comiendo, se dio cuenta de que Mac estaba observándola por el rabillo del ojo. Se preguntó qué pensaría de ella. Desde luego no se parecía en nada a las mujeres con las que aparecía siempre en las revistas y los periódicos. Para empezar por su altura; era más alta que la mayoría de los hombres.

–Por lo que me ha dicho Russ, te preocupas mucho por él –dijo Mac de pronto.

Ella levantó la cabeza.

–Bueno, es lo normal, ¿no?

Mac frunció el ceño.

–¿Estás enamorada de él? Es mayor para ti, ¿sabes?

Aquello la sorprendió tanto que se echó a reír.

–Estás de broma, ¿no? –le preguntó, rebañando con un trozo de pan la salsa que quedaba en su plato.

Él volvió a fruncir el ceño.

–No.

–Quiero a tu hermano, pero solo como amigo; no estoy enamorada de él. Eso sería una pesadilla –contestó ella, limpiándose las manos en la servilleta.

–¿Por qué?

–Porque no soy masoquista. Tu hermano y tú tenéis gustos parecidos en lo que a mujeres se refiere. Los dos salís con rubias bajitas y delicadas, perfectamente maquilladas, que llevan vestidos atrevidos y tacones de vértigo.

Ella no había metido ni un vestido en la maleta, ni tenía un solo par de zapatos de tacón.

El rostro de él se ensombreció, y apartó el plato.

–¿Y qué diablos sabes tú de qué clase de mujer me gusta? –se giró, ocultándole las cicatrices del rostro.

–Nada –admitió ella–. Mis suposiciones se basan en las fotos que he visto en la prensa y en lo que me ha contado Russ.

–Pues haces que suene como si fuésemos de lo más superficiales. Pero puedo asegurarte que esas mujeres que has descrito ahora mismo ni me mirarían.

–Solo si fuesen superficiales –apuntó ella–. Además, la belleza y la superficialidad no siempre van de la mano –apostilló.

Mac abrió la boca para decir algo, pero ella lo interrumpió.

–Y de todos modos, que sepas que no voy a sentir lástima por ti. Yo nunca he sido lo que la gente considera «guapa», y he aprendido a valorar otras cosas. Tú crees que ahora los demás, cuando te miren, ya no verán tu atractivo físico, pero…

–¡No lo creo; lo sé!

Estaba equivocado, completamente equivocado.

–Pues nada, bienvenido al club.

Él se quedó boquiabierto.

–No es el fin del mundo, ¿sabes? –le dijo Jo.

Mac continuó mirándola un buen rato antes de inclinarse hacia delante para preguntarle:

–¿Vas a decirme cuál es el verdadero motivo por el que has venido aquí?

Jo lo miró también, y le entraron ganas de echarse a llorar, porque quería pedirle que le enseñara a cocinar, pero él parecía tan enfadado y traumatizado por lo del accidente que sabía que le respondería con un no rotundo.

–Si he venido, es para asegurarme de que no echarás a perder todos mis esfuerzos con Russ.

Mac se echó hacia atrás en su asiento.

–¿Tus esfuerzos?

Jo sabía que lo que debería hacer era levantarse y empezar a recoger la mesa, pero Mac tenía que enterarse al menos de un par de cosas.

–¿Tienes idea de lo agotador que es hacerle la reanimación cardiopulmonar a una persona durante cinco minutos seguidos? –era lo que ella había hecho por Russ.

Mac negó lentamente con la cabeza.

–Pues lo es; es agotador. Y durante todo ese tiempo el pánico se apodera de ti, y tu mente no para de intentar llegar a algún acuerdo con Dios.

–¿Un acuerdo… con Dios?

–Sí, piensas cosas como: «Si salvas a Russ, te prometo que no volveré a hablar mal de nadie», «me portaré mejor con mi abuela y mi tía abuela», «me enfrentaré a mis peores temores»… –Jo se echó el pelo hacia atrás–. Ya sabes, la clase de promesas que son casi imposibles de cumplir –bajó la vista a su vaso de agua–. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida.

–Pero le salvaste; hiciste algo extraordinario.

–La verdad es que aún no me lo creo.

–Y has venido para tenerme vigilado y asegurarte de que no interferiré en su recuperación, ¿no es eso?

–Algo así. Quería venir él a ver cómo estabas, pero no me parecía que fuera una buena idea. Pero, volviendo a mí, no lo has entendido bien: es Russ quien me está haciendo un favor a mí al haberte convencido para que me contratases. ¿Sabes?, cuando tuvo el infarto, el miedo que pasé hizo que me replanteara mi vida. Me obligó a reconocer que hasta ahora no he sido muy feliz, y que no me gustaba el trabajo que hacía. No quiero pasar los próximos veinte años sintiéndome así –le explicó–. Por eso, cuando Russ se enteró de que necesitabas una empleada del hogar y me preguntó si estaría interesada, le dije que sí sin pensármelo. Así tendré tiempo para pensar y trazar un nuevo rumbo.

 

 

Mac se quedó mirándola.

–O sea, que quieres darle un giro a tu vida.

Jo asintió.

–¿Y qué quieres hacer?

–No tengo ni idea.

Mac no quería dejarse conmover por su historia, pero la verdad era que lo había conmovido. Tal vez porque se la había relatado sin darse importancia por haberle salvado la vida a su hermano. O quizá porque comprendía muy bien esa sensación de insatisfacción que le había descrito.

La admiraba; él se había aislado del mundo y estaba compadeciéndose de sí mismo, mientras que ella estaba decidida a pelear y cambiar las cosas. Quizá pudiera aprender de ella y rehacer su vida…

Cortó de inmediato ese pensamiento. No, no lo merecía. Había arruinado la vida de otra persona; lo único que merecía era pasar el resto de su vida redimiendo su culpa.

–Estás equivocada, ¿sabes? –le dijo.

Ella alzó la vista y parpadeó.

–¿Respecto a qué?

–Pues a que parece que piensas que eres fea; invisible incluso.

–¿Invisible? –Jo se rio por la nariz–. Mido un metro ochenta y dos y tengo una constitución física que algunos, de forma caritativa, llaman «generosa». Si algo no soy, es invisible.

«De constitución generosa» era la forma perfecta para describirla, se dijo él, pensando en las gloriosas curvas de su cuerpo.

–Pues a mí me parece que eres una mujer llamativa –comentó. No podía creerse lo que le estaba diciendo. Solo le faltaba ponerse a babear–. ¿Y qué si eres alta? Tu figura está bien proporcionada. Además, tienes unos ojos preciosos, un pelo brillante, y un cutis por el que muchas mujeres matarían. Puede que no encajes en los cánones de belleza de las portadas de las revistas, pero eso no significa que no seas guapa. Deja de tirarte por tierra a ti misma. Te aseguro que no eres nada fea.

Ella se sonrojó, y se quedó mirándolo boquiabierta. Mac frunció el ceño y se movió incómodo en su asiento.

–Es verdad, no lo eres.

Jo, aún azorada, cerró la boca y se quedó callada un instante antes de balbucir:

–Hay… también hay otra razón por la que acepté este trabajo.

Aquella confesión y lo adorable que estaba cuando se sonrojaba, hizo que a Mac le entraran ganas de sonreír.

–¿Cuál?

Jo se humedeció los carnosos labios.

–La otra razón por la que acepté este trabajo es que… que quería pedirte que me enseñes a cocinar –contrajo el rostro–. O, bueno, para ser más exactos, que me enseñaras a hacer una pirámide de macarrones dulces.

Mac se quedó paralizado, como si todos los músculos se le hubieran puestos rígidos. Tuvo que tragar saliva tres veces porque se le había hecho un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de golf.

–No –la palabra salió de sus labios como un graznido–. Ni hablar. No volveré a cocinar nunca.

–Pero…

–Jamás –la cortó, fijando su mirada en ella. Jo se estremeció–. Ni hablar –repitió, y se levantó de la mesa–. Y ahora, si no te importa, voy a seguir con mi libro un poco antes de irme a la cama. Mañana me llevaré mi ropa al dormitorio de enfrente, para cumplir con tu condición de que no duerma donde trabajo.

Ella pareció recobrar la compostura.

–La limpiaré mañana a primera hora –murmuró.

Eso le recordó a Mac que había dicho que al día siguiente iba a ir a comprar comida.

–En la encimera de la cocina hay una bote de lata con dinero, para que puedas comprar lo que haga falta: comida, productos de limpieza… lo que sea.

–Bien.

Mac se dio la vuelta y, aunque le temblaban las rodillas, subió al piso de arriba y no se detuvo hasta llegar a su habitación. Se sentó frente al escritorio y hundió el rostro en las manos mientras intentaba calmarse. ¿Enseñarle a cocinar? Imposible.

El corazón le martilleaba, igual que la cabeza, y los latidos resonaban con tal fuerza en sus oídos que no podía oír nada más. No supo cuánto tardó su corazón en calmarse, ni cuánto tardó su respiración en retornar a un ritmo natural. Se le hizo una eternidad.

Cuando por fin levantó la cabeza, se repitió con firmeza que no podía hacer lo que le pedía Jo. Le había salvado la vida a su hermano y estaba en deuda con ella, pero no podía enseñarle a cocinar.

Se levantó y salió al balcón, bañado por la luz de la luna. Bajo el oscuro paño estrellado del cielo, el mar estaba en calma. Recordó el modo en que había abandonado el comedor, y se pasó una mano por el cabello. Jo debía estar pensando que había perdido el juicio, tanto tiempo allí encerrado. Inspiró, y apoyó las manos en la barandilla.

Quizá no pudiera hacerle el favor que le había pedido, pero tal vez si pudiera ayudarla en la búsqueda de su nueva vocación. Cuanto antes la encontrara, antes se marcharía y lo dejaría en paz.

Una risa amarga escapó de su garganta. Jamás hallaría la paz porque no la merecía. Pero si al menos conseguía que Jo se fuese, con eso se daría por satisfecho.

 

 

Mac llevaba una hora despierto cuando oyó a Jo subir con paso firme las escaleras, recorrer el pasillo, y abrir una puerta. Sin duda iba a limpiar la habitación frente a la suya, como le había prometido. Necesitaba su «dosis» de cafeína para empezar el día, pero no se había atrevido a aventurarse fuera del dormitorio porque no se sentía preparado para ver a Jo después de su comportamiento de la noche pasada.

Podría aprovechar y bajar ahora que estaba ocupada, pensó. Si se diese prisa en bajar y subir tal vez no se la encontraría. Sin embargo, no quería que pareciese que la estaba evitando porque podría contárselo a Russ.

Apartó la ropa de la cama, se puso unos vaqueros limpios y una sudadera, y entró en el baño para echarse un poco de agua en la cara. Luego fue hasta la puerta del dormitorio, contó hasta tres, y la abrió. Jo estaba en la habitación de enfrente, barriendo el suelo de espaldas a él.

–Buenos días –la saludó.

Ella se volvió.

–Buenos días. ¿Has dormido bien?

Por sorprendente que fuera, la verdad era que sí.

–Sí, gracias –contestó, y luego recordó que debía ser cortés y le preguntó–: ¿Y tú?

–No, pero la primera noche que paso fuera de casa nunca duermo bien. Además, ayer conduje un montón de horas, y estaba agotada. Seguro que esta noche dormiré como un bebé.

Mac movió los hombros para desentumecerlos.

–¿Cuántas horas tenías de trayecto hasta aquí?

–Cinco.

¿Cinco horas? Mac se sintió avergonzado de sí mismo. Había conducido cinco horas y al llegar se había encontrado con un cretino que la había tratado de un modo de lo más grosero.

–Mac, tenemos que hablar de cuáles serán mis tareas –le dijo Jo–. Quiero decir que todavía no sé si quieres que te prepare el desayuno cada mañana, por ejemplo. ¿Y qué hay del almuerzo?

–El almuerzo me lo prepararé yo. Y en cuanto al desayuno… bueno, por eso tampoco tienes que preocuparte.

–¿Eres de los que se toman un café bebido y poco más?

Había dado en el clavo. No respondió, y se quedó esperando que le echara un sermón, pero en vez de eso Jo le confesó:

–Igual que yo. Ya sé que dicen que es la comida más importante del día y todo ese rollo –dijo poniendo los ojos en blanco–, pero yo tan temprano no tengo mucha hambre, y si alguien me toca las narices antes de que me haya tomado mi taza de café, no respondo de mis actos.

Mac se rio, pero se cuidó de mantener ligeramente girado el rostro, para que no pudiera ver sus cicatrices. Jo no había dado muestras de que la repugnaran ni nada de eso, pero él sabía qué aspecto tenían, y si podía ahorrarle el tener que verlas, iba a hacerlo.

–Y hablando del desayuno, he preparado café, por si quieres un poco –añadió Jo.

Él asintió, y estaba ya llegando a las escaleras cuando se volvió y la llamó. Jo asomó la cabeza por la puerta abierta.

–¿Sí?

–No vayas a intentar dejar toda la casa reluciente hoy –le dijo Mac–. Hace tiempo que decidí prescindir del servicio y el tema de la limpieza lo he tenido un poco abandonado –cuando ella enarcó las cejas al oír eso, puntualizó–: Bueno, bastante abandonado.

Jo se limitó a asentir antes de volver al trabajo, y él bajó a la cocina, a tomarse esa taza de café que él también necesitaba para empezar el día.

 

 

Cuando oyó a Jo llegar a casa tras su expedición a Forster en busca de víveres, la reacción instintiva de Mac fue seguir escondiéndose de ella en su habitación. Miró la receta a medio escribir en la pantalla del ordenador y se levantó. Tal vez si bajara e hiciese algo distinto durante media hora podría recordar cuánto había que reducir el caldo. Si pudiese verlo físicamente en una cacerola y olerlo obtendría la respuesta al instante…

Maldijo entre dientes y bajó a ayudar a Jo a descargar las cosas del todoterreno.

–¿Has tenido problemas para encontrar el supermercado? –le preguntó mientras llevaban las bolsas dentro, por hablar de algo.

–No, una mujer muy amable me indicó dónde estaba.

Cuando todas las bolsas estaban ya en la cocina, Mac no sabía muy bien qué hacer, así que se sirvió un vaso de agua y se quedó apoyado en el fregadero, tomándoselo a sorbos mientras ella sacaba las cosas.

Había comprado varias bandejas de carne: filetes de ternera, carne picada, pollo…, pero también vio salir de las bolsas unos cuantos precocinados que le hicieron fruncir el ceño: pastel de carne y pizza congelada. ¡Y varitas rebozadas de merluza, por amor de Dios!

–¿Qué diablos es eso? –dijo señalándolos.

–Me imagino que esa pregunta no estás haciéndomela en sentido literal, ¿no? –contestó ella.

Lo había dicho en un tono burlón, como el que una madre emplearía con un niño travieso.

–¿Es un castigo por haberme negado a enseñarte a cocinar?

Jo acabó de guardar los congelados y se volvió hacia él con los brazos en jarras.

–Pues claro que no, ¡qué tontería! He ido a comprar comida y…

–Eso no es comida. ¡Es basura precocinada con un montón de aditivos!

–Si no quieres comer lo que he comprado, no tienes por qué hacerlo. Además, seguro que hasta todos esos precocinados que he traído son mejores que la comida con la que has estado subsistiendo Dios sabe cuánto tiempo. Porque cuando llegué ayer encontré poco más que latas de alubias, galletas saladas y cereales.

Bueno, en eso tenía parte de razón. Daba igual lo que comiera, y cuanto más insípido o repugnante resultara lo que comiera, mejor. Había sido su búsqueda de la excelencia lo que había provocado aquel incendio que casi le había costado la vida a aquel chico.

Sintió una punzada en el pecho. Alargó una mano temblorosa hacia una silla y se sentó. Tenía que recordar qué era lo que de verdad importaba; tenía que expiar su culpa.

–Mac, ¿estás bien? –inquirió Jo.

Él asintió.

–No me mientas; ¿quieres que llame a un médico?

–No.

–Russ me dijo que físicamente ya estabas recuperado.

–Y lo estoy –Mac inspiró–. Es solo que no quiero hablar de nada que tenga que ver con la cocina, ni de comida.

La expresión de los ojos verdes de Jo cambió, como si comprendiera de repente.

–Es porque te recuerda al accidente, ¿no?

No solo por eso. Le recordaba todo lo que había tenido, y todo lo que había perdido.

Capítulo 3

 

MAC se tensó de repente cuando le puso la mano en el hombro, y Jo se apresuró a apartarla. Mac parecía tan abatido que lo que habría querido hacer era darle un abrazo y decirle que no se preocupara, que todo se arreglaría. Pero si el solo contacto de su mano lo había puesto así de tenso, un abrazo habría sido aún peor. Y la verdad era que no podía asegurar que todo fuese a arreglarse.

–¿Sabes qué?, al menos puedo prometerte una cosa –le dijo.

Mac alzó la vista.

–Te prometo que no te obligaré a comer varitas de merluza.

Él no se rio. Ni siquiera sonrió. Pero pareció relajarse un poco, y le volvió el color a la cara.

–Bueno, supongo que debería agradecerte que te compadezcas de mí.

–Desde luego. ¿Has almorzado ya?

Cuando Mac negó con la cabeza, tomó una manzana de las que acababa de colocar en el frutero y se la lanzó. Eso tampoco lo hizo sonreír, pero bromeó diciendo:

–Veo que contigo aquí voy a disfrutar de los mejores cuidados.

–Ya lo creo –asintió ella. Tomó las llaves de su todoterreno de la encimera, donde las había dejado–. Voy a meter a La Bestia en el garaje.

Mac no dijo nada; solo le dio un mordisco a la manzana.

En cuanto hubo salido de la casa, Jo dejó caer los hombros y suspiró preocupada. Si Mac se ponía así de mal solo por hablar de comida, probablemente debería perder toda esperanza de que accediera a darle clases de cocina.

La verdad era que había sido muy desconsiderado por su parte habérselo pedido siquiera. «¿Es que nunca piensas antes de actuar, Jo?», se reprendió, y con otro suspiro subió a su todoterreno y rodeó la casa con él para llevarlo al garaje.

Parecía que no podría contar con Mac para solucionar su problema. Necesitaba hacer una pirámide de macarrones dulces, y apenas tenía algo más de dos meses para aprender cómo.

«Es igual», se dijo irguiendo los hombros. Podía aprender sola; seguro que en Internet había recetas y vídeos donde lo explicaran. Tampoco sería tan difícil, pensó mientras detenía el todoterreno delante del garaje y se bajaba.

Levantó una de las dos puertas enrollables del garaje, y al encontrarse con que el interior de esa plaza estaba vacío, por curiosidad subió también la otra, y se quedó boquiabierta al ver la belleza que tenía delante. «¡Oh… Dios… mío!».

Allí aparcado había un deportivo clásico de los ochenta de color azul celeste, el coche de sus sueños hecho realidad. Lo rodeó para admirarlo desde todos los ángulos, pasando una mano por la carrocería. ¡Lo que daría por darse una vuelta en él!

Se apresuró a bajar la puerta, porque había que proteger a una maravilla así de los elementos, que podrían dañarla, y aparcó a La Bestia en la plaza de al lado. Le lanzó una última mirada soñadora al deportivo de Mac antes de bajar también la segunda puerta, y regresó a la casa.

Mac aún estaba sentado en la cocina, pero se había terminado la manzana y estaba tomándose un sándwich. También había puesto agua a calentar para hacer té. Cuando Jo entró, como se quedó mirándolo, debió pensar que había hecho algo mal, porque le dijo:

–No hay problema en que tome lo que quiera de las cosas que has comprado, ¿no?

Ella, que seguía agitada por el descubrimiento que acababa de hacer, ignoró su pregunta y exclamó:

–¡Tienes en el garaje el coche de mis sueños!

–¿Eso es un sí? –inquirió él, flemático.

Jo lo miró contrariada.

–¿Eh? Ah, que te refieres a la comida. ¡Pues claro que puedes! –dijo lanzando los brazos al aire y sacudiendo la cabeza–. Todo lo que hay en esta cocina es tuyo; puedes tomar lo que necesites.

Él se quedó mirándola y sus ojos se oscurecieron. Se pasó la lengua por los labios, y de pronto Jo tuvo la sensación de que no estaba pensando en la comida que había comprado, sino en otra necesidad más básica y primitiva. Una ola de calor la invadió. «¡No seas ridícula!». Los hombres como Mac no encontraban atractivas a las mujeres como ella.

Él apartó la vista, como si hubiese llegado a la misma conclusión, y Jo se frotó la nuca, sintiéndose tremendamente incómoda.

–¿Me estabas diciendo algo de mi coche? –inquirió Mac.

Jo tragó saliva.

–Sí, yo… que es una belleza.

Él la miró y enarcó una ceja, pero no dijo nada. En ese momento el hervidor empezó a silbar. Jo apagó el fuego, e iba a verter el agua hirviendo en la tetera con las hojas de té cuando Mac le dijo:

–Pues cuando quieras puedes darte una vuelta en él.

Jo no se esperaba ese ofrecimiento, y al oírlo perdió la concentración un instante y el hervidor se bamboleó ligeramente entre sus manos.

Mac se incorporó como un resorte.

–¡Cuidado, no vayas a quemarte!

Jo dejó a un lado el hervidor y le puso la tapa a la tetera.

–Estoy bien; no he derramado ni una gota –respondió, aunque el corazón parecía que fuese a salírsele del pecho–. Aunque debo decirte, Mac, que no deberías ofrecerle a una chica lo que más ansía cuando está manipulando agua hirviendo –añadió sonriendo.

Pero Mac no sonrió, sino que se quedó mirando el hervidor con expresión atormentada.

Jo puso la tetera en la mesa, se sentó como si no hubiese pasado nada, y le preguntó:

–¿De verdad me dejarías dar una vuelta en tu coche?

Mac volvió a sentarse también y se pasó una mano por el rostro antes de encoger un hombro.

–Claro –dijo en un tono despreocupado. Pero se acercó su taza y se sirvió él el té antes de que ella pudiera hacerlo–. No le vendría mal; un par de veces por semana lo arranco, pero nunca lo saco a dar una vuelta.

Ella se quedó mirándolo boquiabierta.

–¿En serio que no te importaría?

Mac volvió a encoger un hombro.

–¿Por qué iba a importarme?

–Pues porque… No sé, ¿y si le doy un golpe?

–El seguro lo cubriría. Jo, no es más que un coche.

–No, no lo es. Es… –Jo intentó hallar la palabra adecuada–. Es una joya, una belleza. Es…

–No es más que un coche.

–Es una pieza de ingeniería alemana que funciona con una extraordinaria precisión.

Jo estuvo a punto de preguntarle cómo podía tener un coche así y no conducirlo, pero se dio cuenta de que sería una falta de tacto por su parte. Había sufrido un terrible accidente que le había dejado cicatrices que tendría de por vida, y los medios habían estado acosándolo. Comprendía que no tuviera ganas de salir. Pero entonces, ¿por qué no lo había vendido? Se quedó mirándolo con los labios fruncidos. ¿Podría ser que no hubiera perdido por completo las ganas de vivir?

Mac, al ver que estaba observándolo, la miró irritado y le espetó:

–¿Qué?

–Imagino que no estarías dispuesto a vender tu coche, ¿no?

Mac parpadeó.

–¿Podrías permitirte pagarme lo que cuesta?

–Bueno, en los últimos ocho años he ganado bastante con el trabajo que tenía y buena parte la he ahorrado.

–Pero ahora mismo estás ganando bastante poco y, si quieres darle un giro a tu vida, quizá deberías usar ese dinero en formación para conseguir otro empleo.

Yo se rascó la cabeza.

–Ya. Supongo que no sería muy inteligente por mi parte, ¿no?

–Pues no, la verdad es que no.

¡No quería venderlo! Jo reprimió una sonrisa. Parecía que no todo estaba perdido. Mac aún tenía apego por la vida.

–Pero mi ofrecimiento sigue en pie –añadió Mac–. Puedes ir a dar una vuelta con él cuando quieras.

–¿Cuando quiera? Dios, no digas eso o no haré ni una sola de las tareas de la casa. No sabes las ganas que tengo de probarlo.

Mac se rio, y le brillaron los ojos y las facciones de su rostro se suavizaron. Jo no podía apartar la vista.

–¿No querrías…? –se humedeció los labios–. ¿No querrías acompañarme, verdad?

De inmediato, las facciones de Mac se endurecieron de nuevo. Si hubiera podido, Jo se habría pegado a sí misma un puntapié.

–Supongo que no. Estás ocupado con tu libro y todo eso.

–Pues sí, y ahora que lo mencionas… –Mac se levantó, con la evidente intención de volver al trabajo.

Ella lo siguió con la mirada mientras salía de la cocina, y se le cayó el alma a los pies. «Enhorabuena, Jo», se reprendió con sarcasmo.

 

 

–¿Seguro que no te importa? –insistió Jo una vez más, cuando Mac le plantó las llaves del deportivo en la mano.

–Pues claro que no. Han pasado dos días desde que te dije que podías llevártelo a dar una vuelta y estás cumpliendo con tu trabajo. Puedes tomártelo como una recompensa.

Jo bajó la vista a las llaves en su mano antes de mirarlo de nuevo.

–No estaré fuera mucho tiempo; veinte o treinta minutos como mucho –le prometió.

Él se encogió de hombros.

–Mientras no te pongan una multa por conducir muy deprisa…

Cuando entró en el garaje y se subió al deportivo, Jo se quedó un buen rato allí sentada, disfrutando del momento y familiarizándose con todos los mandos del salpicadero.

Giró la llave en el contacto, y ronroneó de satisfacción al oír el suave rugido del motor. Sacó el coche del garaje con cuidado, decidida a devolverlo sin un solo rasguño, y cuando salió a la carretera dio un grito de emoción, entusiasmada con su potencia y su eficiencia.

Exploró los alrededores de la propiedad de Mac, y descubrió dos pueblecitos encantadores, Diamond Beach y Hallidays Point, y pasó por otros lugares con impresionantes paisajes costeros.

De pronto un cartel llamó su atención: Refugio de animales. Una sonrisa iluminó su rostro, y dejándose llevar por un impulso tomó aquel desvío.

«¡Mac pondrá el grito en el cielo!», exclamó la voz de su conciencia. «¿Y qué?», le espetó otra voz, insolente. «Pues que es su casa», reconvino su conciencia. Bueno, pensó Jo, no le había dicho que no pudiera tener una mascota…

Cuando aparcó frente a las instalaciones, un anciano se apeó de un sedán a un par de metros, y un collie de la frontera saltó del vehículo detrás de él.

Una mujer vestida con un mono salió del recinto vallado donde tenían a los perros.

–Usted debe ser el señor Cole, ¿no? –dijo dirigiéndose hacia el anciano para estrecharle la mano–. Y supongo que este es Bandit –añadió, bajando la vista al collie–. Enseguida estoy con usted –le dijo a Jo, saludándola con la mano.

Jo cerró la portezuela del deportivo y se quedó esperando.

El señor Cole posó la mano en la cabeza del animal y sus ojos se llenaron de lágrimas.

–Tener que dejarlo aquí me parte el corazón.

A Jo se le hizo un nudo en la garganta.

La mujer miró a la pareja que estaba sentada en el interior del sedán.

–¿Su familia no puede hacerse cargo de él? –le preguntó.

El señor Cole sacudió la cabeza y Jo tuvo la sensación de que el problema no era que no «pudieran».

–Por favor, encuéntrenle un buen hogar. Es tan buen chico… y ha sido tan buen amigo para mí todos estos años… Si no fuera porque me llevan a una residencia, yo…

Jo no podía seguir ahí plantada mirando sin hacer nada.

–Por favor, deje que me lo quede yo –dijo yendo hacia ellos–. Es precioso, y le prometo que lo querré muchísimo.