7,99 €
"Una princesa para un millonario" de Chantelle Shaw. 5º de la saga. La sencilla Kitty Karedes era la princesa olvidada... hasta que tuvo que ejercer de anfitriona del baile de palacio. Kitty lo planeó todo a la perfección, pero no tuvo tiempo de encargar un vestido que dejara boquiabiertos a sus invitados y disimulara su físico generoso. Ya en el baile, el millonario griego Nikos Angelakis confundió a Kitty con una camarera… y ella salió corriendo avergonzada sin aclarar el malentendido. La siguiente vez que Nikos la vio, estaba bañándose desnuda a la luz de la luna y él descubrió entonces sus seductoras curvas. Más tarde iba a hacer otro descubrimiento: había seducido a una princesa… ¡y la había dejado embarazada! "El dueño de su corazón" de Melanie Milburne. 6º de la saga. Cassie Kyriakis había pasado varios años en prisión, injustamente condenada por la muerte de su padre. Se había visto obligada a apartarse de su hijo durante algún tiempo y de Seb, su gran amor, para siempre… ¡Ahora Sebastian Karedes estaba a punto de convertirse en rey de Aristo! Seb había amado a Cassie tan apasionadamente que en otro tiempo habría renunciado al trono por ella, pero Cassie lo había apartado de su lado. Cuando por fin salió de la cárcel, él descubrió que quizá fuera inocente del crimen por el que la habían condenado… ¡y que había tenido un hijo suyo en la cárcel! Sebastian debía elegir entre lo que le dictaba el honor y su deber hacia su pueblo. "La princesa y su jefe" de Natalie Anderson. 7º de la saga. A la princesa Lissa Karedes, conocida por su afición a las fiestas, la habían enviado a Australia para que aprendiera lo que significaba trabajar de verdad. Sin embargo, el millonario James Black, su atractivo jefe, tenía otras ideas en mente.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 889
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
www.harlequinibericaebooks.com
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Pack La casa real de Karedes 2, n.º 55 - octubre 2014
I.S.B.N.: 978-84-687-4738-5
Editor responsable: Luis Pugni
Créditos
Índice
La Casa Real de Karedes
Árbol genealógico
Una princesa para un millonario
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
El dueño de su corazón
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
La princesa y su jefe
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Pasión en la arena
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Muchos años atrás hubo dos islas gobernadas como un solo reino, el reino de Adamas. Sin embargo, las terribles disputas y rivalidades familiares hicieron que el reino acabara dividido. A partir de entonces las islas, Aristo y Calista, se gobernaron por separado, se dividió el diamante de la corona, llamado Stefani, en recuerdo de la contienda familiar, y se colocó cada mitad en una corona.
Cuando el rey dividió el reino, dándole una isla a su hijo y la otra a su hija, pronunció estas palabras:
«Gobernaréis la isla que os corresponda para velar por vuestros súbditos y darle lo mejor al reino, pero es mi deseo que con el tiempo estas dos joyas, al igual que las islas, vuelvan a unirse. Aristo y Calista son más bellas y poderosas formando una sola nación: Adamas».
Ahora el rey Aegeus Karedes de Aristo acaba de morir y el diamante de coronación de la isla ha desaparecido. Los aristianos no se detendrán ante nada para conseguir recuperarlo, pero el despiadado rey jeque de Calista les pisa los talones.
Hay que encontrar la joya, ya sea mediante la seducción, el chantaje o el matrimonio. A medida que se desarrollen las historias, saldrán a la luz los secretos y pecados del pasado y el deseo, el amor y la pasión entrarán en conflicto con el deber real. ¿Quién descubrirá a tiempo que lo único que puede volver a unir el reino de Adamas es la inocencia y pureza de cuerpo y corazón?
Nikos Angelakis observó a los más de quinientos invitados que bailaban o bebían champán bajo las enormes lámparas de cristal. La imagen de los hombres, todos vestidos de esmoquin, resultaba muy uniforme, mientras que las mujeres, con trajes de alta costura y todo tipo de diamantes y piedras preciosas se movían por la pista de baile como llamativas mariposas. Se levantó el puño de la chaqueta para mirar la hora en su Rolex y luego comenzó a cruzar el gran salón, consciente de las miradas de interés que lo seguían. A sus treinta y dos años, Nikos estaba acostumbrado a la atención que despertaban su aspecto y los rumores sobre su fortuna. Antes de salir al vestíbulo, se fijó especialmente en una atractiva rubia ataviada con un vestido escotado.
Era la primera vez que asistía al baile real y que visitaba el palacio de Aristo, y lo cierto era que estaba impresionado por el esplendor del lugar, lleno de obras de arte de valor incalculable. La Casa de Karedes era una de las casas reales más ricas de Europa y en la lista de invitados de aquel baile había aristócratas y jefes de Estado, grandes personalidades que no imaginaban que el invitado de honor del príncipe regente Sebastian había crecido en los suburbios de Atenas.
Nikos se preguntó con cierto cinismo si el mayordomo que lo había conducido hasta el príncipe Sebastian se habría mostrado tan servicial de haber sabido que su madre había trabajado de simple ayudante de cocina en aquel mismo palacio. Era una información que ni siquiera le había revelado a Sebastian, a pesar de la amistad que había surgido entre ambos.
Abrió una puerta y se encontró en la sala de banquetes, completamente vacía a excepción de una camarera que, a diferencia del resto del personal, que parecía haber salido huyendo, estaba doblando servilletas en un rincón de la habitación.
Nikos se había perdido la cena por culpa del retraso que había sufrido su avión, así que al mirar la variada selección de canapés sintió que tenía un agujero en el estómago. Lo primero eran los negocios, se dijo a sí mismo con firmeza. En Aristo ya era de noche, pero en la costa este de Estados Unidos aún era por la tarde y tenía que llamar a un cliente de Nueva York. Se acercó a la camarera, que estaba de espaldas a él y ni siquiera se había percatado de su presencia.
–¿Hay algún lugar en el que pueda hacer una llamada sin que me interrumpan?
Aquella voz profunda y sensual consiguió erizarle el vello a Kitty, y a ésta se le aceleró el corazón al darse la vuelta y encontrarse con ese hombre que había entrado en la sala sin hacer ningún ruido. Antes lo había reconocido inmediatamente, nada más verlo entrar en el salón de baile; era Nikos Angelakis, naviero multimillonario, conocido playboy y, en los últimos meses, uno de los mejores amigos de su hermano. Sebastian le había contado que había conocido a Nikos en Grecia y desde entonces los dos habían descubierto que compartían su afición al póquer y a la ruleta, y la habían explotado en casinos de Aristo y de Grecia.
Las fotografías que había hojeado en las revistas habían despertado el interés de Kitty, pero lo cierto era que no la habían preparado para la impresión que sufrió al verlo en carne y hueso. Era fino, sofisticado e increíblemente sexy. Era más alto que la media y tenía los hombros anchos y fuertes. Pero lo que realmente atrajo la atención de Kitty fue su rostro. La palabra «guapo» no alcanzaba a describir la perfección de sus rasgos: los pómulos pronunciados, la mandíbula cuadrada, las cejas pobladas que formaban un arco sobre unos ojos oscuros como la noche, y una boca amplia y sensual.
En el silencio que se hizo a continuación, ella notó su arrogancia, su seguridad en sí mismo, pero también sintió una tensión sexual que le provocó un escalofrío. Era impresionante. Kitty se dio cuenta de pronto de que estaba mirándolo fijamente y se sonrojó.
–Si abre esa puerta, encontrará una pequeña sala de estar –dijo por fin, señalando una de las puertas del salón.
–Gracias.
La miró de arriba abajo como si estuviera inspeccionando su insulso vestido negro, una mirada que consiguió que Kitty se lamentara de no haberse comprado un traje nuevo para el baile; algo ceñido y escotado que hubiera hecho que la mirara con admiración e interés, y no con la displicencia que veía ahora en su rostro.
Lo cierto era que nunca le había interesado demasiado la ropa; en lugar de irse de compras, prefería dedicar su tiempo al trabajo de investigación que estaba realizando para el museo de Aristo. De hecho, hasta que había repasado la lista de quehaceres y había leído Comprar vestido, no había caído en la cuenta de que no tenía nada que ponerse para el acontecimiento social más importante de palacio.
En cualquier caso, tuvo que admitir que no tenía suficiente seguridad en sí misma para ponerse ropa sexy y, desde luego, jamás tendría la menor oportunidad con un hombre como Nikos. Él no había dado muestras de haberla reconocido, pero el protocolo dictaba que debía ser ella la que se presentara primero. Una vez más, Kitty deseó tener la confianza en sí misma y la personalidad arrolladora de su hermana, la princesa Elissa. Liss hacía que las relaciones sociales parecieran fáciles.
Kitty se recordó que era la princesa Katerina Karedes, cuarta en la línea de sucesión al trono de Aristo; le habían enseñado a desenvolverse en ese tipo de situaciones prácticamente desde el momento de nacer. Pero lo cierto era que nunca le había resultado fácil conocer gente nueva; aún estaba tratando de atreverse a presentarse formalmente a Nikos cuando éste habló de nuevo.
–Me parece que en el salón de baile necesitan que se sirva más champán. Sé, por lo que me ha contado el príncipe Sebastian, que hay varios camareros enfermos y me he fijado en que muchos de los invitados tienen las copas vacías –añadió con una desdeñosa sonrisa, como si esperara que ella saliera corriendo de inmediato.
Kitty lo miró boquiabierta, abrumada por su personalidad y por la sugerencia de que ella tuviera que servir champán, pero él ya tenía la atención puesta en el teléfono móvil que llevaba en la mano.
Estaba al corriente del problema que había habido con los camareros, un golpe de mala suerte después de más de un mes preparando el baile casi como si fuera una operación militar. Estaba tan empeñada en que todo saliera bien, a pesar de la falta de empleados, que había acudido al salón del buffet para asegurarse de que no faltaba de nada, por si alguien quería comer algo más a lo largo de la velada; el jefe de mayordomos le había asegurado que estaba todo en orden.
Normalmente, Kitty no participaba tanto en la organización del baile real, pero tras la muerte de su padre, su madre, la reina Tia, no estaba en condiciones de hacerse cargo de todo aquello y Sebastian le había pedido a ella que supervisara los preparativos. Seb ya tenía bastantes preocupaciones. Sebastian debería haberse convertido en el nuevo rey de manera inmediata tras la inesperada muerte de su padre, pero de pronto habían descubierto que la mitad del diamante Stefani que adornaba la corona de Aristo era falsa, y que el verdadero diamante había desaparecido. Eso impedía la coronación. Según la tradición, Sebastian no podría ser coronado sin la piedra preciosa, por lo que hasta que la encontrara, sólo tendría el título de príncipe regente.
Kitty estaba tan inmersa en sus pensamientos que tardó en darse cuenta de que Nikos Angelakis la observaba con evidente impaciencia.
–Mi cliente espera esta llamada –dijo al tiempo que marcaba el número y se dirigía hacia la puerta, pero entonces se detuvo y volvió a mirarla–. ¿Podría traerme una copa de champán y, ya de paso, algo de comer? Las hojas de parra rellenas tienen muy buen aspecto, y quizá un poco de pan y unas aceitunas…
Kitty se recordó a sí misma que Nikos era su invitado y que su obligación como anfitriona era asegurarse de que los invitados lo pasaban bien, pero no le gustaba nada que le hablara con esa arrogancia. Normalmente, la gente que no la conocía la llamaba «alteza», pero parecía que Nikos o no conocía el protocolo o no le importaba. Kitty no esperaba que la adularan por el simple hecho de ser una princesa, pero Nikos la había tratado como si fuera una simple lacaya. ¿Acaso no sabía quién era?
–¿Quiere que «yo» le sirva? –le preguntó, desconcertada.
A Nikos le sorprendió el tono rebelde de la camarera, por lo que la miró fijamente. Apenas se había fijado en ella al entrar, sólo había visto una muchacha regordeta, de aspecto insulso y con un vestido algo deforme. Pero ahora, al observarla con más detenimiento, se dio cuenta de que no era para nada insulsa.
Tenía un cuerpo demasiado curvilíneo para la moda del momento, pensó Nikos mientras paseaba la mirada por las caderas que se ensanchaban bajo una fina cintura. Sus pechos generosos se apretaban bajo la tela del vestido. De pronto se la imaginó con un vestido sin tirantes y escotado que mostrara aquellos senos redondos como melocotones. Y se vio a sí mismo quitándole el vestido lentamente, deleitándose en su desnudez…, y todo su cuerpo se tensó por la excitación.
No era su tipo, pensó con cierta rabia. A él le gustaban las mujeres rubias, altas y elegantes, y ésta era bajita, castaña y con curvas. Llevaba unas gafas de pasta que no la favorecían en absoluto, pero Nikos se fijó en que tenía la piel aceitunada, los pómulos marcados y una boca de labios carnosos que daban ganas de besar.
¡Demonios! Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. Era un adicto al trabajo que había conseguido, con gran esfuerzo, que se multiplicasen los beneficios de la naviera Angelakis, que él mismo dirigía. Trabajaba mucho, pero también le gustaba disfrutar de los placeres de la vida, aunque últimamente no había dedicado mucho tiempo a lo último. Ya era hora de que buscase cierto equilibrio entre ambas cosas, aunque no creía que al príncipe Sebastian le hiciese mucha gracia que sedujera a una de las empleadas de palacio.
–Si no es mucha molestia –añadió sarcásticamente–. Al fin y al cabo, es su trabajo.
Kitty pensó en todas las horas que había pasado organizando la fiesta y sintió verdadera rabia. Llevaba varias semanas agotada y nerviosa, haciendo todo lo posible para que el baile fuera un éxito para Sebastian, pero entre sus obligaciones no figuraba la de hacer de camarera para los amigos de su hermano. Sintió que se le sonrojaban las mejillas y puso los brazos en jarras.
–La idea del buffet es que los invitados puedan servirse personalmente –informó a Nikos.
Al ver que éste fruncía el ceño y volvía a mirarla de arriba abajo, se dio cuenta de pronto de que aquel vestido negro de manga larga y sin escote era casi idéntico al uniforme que llevaban las camareras. ¡Su trabajo! Entonces comprendió que era más que probable que Nikos Angelakis no tuviera la menor idea de quién era ella. No se habían visto antes y, a diferencia de Liss, ella rara vez salía en las revistas del corazón. Era obvio que Nikos la había tomado por una camarera y no sabía si reírse o sentirse ofendida.
Abrió la boca para decirle que era la princesa Katerina, pero algo la detuvo. Resultaba humillante que la hubiera confundido con una camarera. En ese momento se lamentó de no haber prestado más atención a su imagen en lugar de dar por hecho que nadie se fijaría en ella. Esa noche era la acompañante del príncipe regente y la gente se había fijado en ella, pero no en un sentido positivo.
En realidad, ya había oído varios comentarios desagradables durante la noche: «…veintiséis años… y aún soltera… debe de ser muy difícil para ella estar siempre a la sombra de una hermana tan guapa como Liss… por lo visto la princesa Katerina es la más inteligente, pero no tiene la belleza de la princesa Elissa».
Kitty se preguntó cómo reaccionaría Nikos cuando le dijera quién era. ¿Pensaría, como todos los demás, que era el patito feo de la familia? El hecho de que él fuera tan increíblemente guapo no ayudaba lo más mínimo. Sintió que se le aceleraba el corazón mientras observaba la belleza de su rostro y se sorprendió a sí misma al desear poder acariciar aquel brillante cabello negro que le caía sobre la frente.
De pronto temió que, de algún modo, él adivinara sus pensamientos, pero no podía apartar los ojos de los de él. Sintió algo indefinible que pasó entre ellos, algo que le provocó un hormigueo en la piel y un cosquilleo en los pechos. Tuvo que cruzarse de brazos para ocultar los pezones endurecidos bajo el vestido.
Nikos reconoció aquella reacción y lo enfureció que su cuerpo reaccionara con la misma sexualidad. No podía perder el tiempo con una camarera insolente, por mucha química que hubiese surgido entre ellos.
–Le sugiero que busque en el diccionario la palabra «camarera» –respondió él fríamente–. Comprobará que se trata de «alguien a quien se le paga para que atienda a otros». Estoy seguro de que el príncipe Sebastian es un buen jefe y que le paga un sueldo más que generoso, así que le agradecería mucho que hiciese lo que le he pedido sin más discusiones.
Debería haberse dado media vuelta y haber salido de allí, pero por alguna razón que no habría sabido explicar, se quedó titubeando. No podía negar el ridículo deseo que sentía de estrechar en sus brazos a aquella muchacha y besarla hasta que perdiera el sentido. No, no era ninguna muchacha, se corrigió mientras observaba una vez más la curva de sus pechos. Era toda una mujer, con una figura redondeada que quizá no encajara precisamente con los gustos contemporáneos, pero era increíblemente sexy. Respiró hondo para controlar la excitación sexual.
–¿Cómo se llama? –le preguntó con tono de exigencia.
–Yo… Rina –las palabras salieron de su boca y entonces ya fue demasiado tarde para retirarlas. No comprendía qué la había llevado a ocultar su verdadera identidad, pero sabía que Nikos había estado hablando con Liss durante la fiesta y, por estúpido que fuera, no soportaba la idea de que la comparara con su elegante hermana–. Soy nueva –murmuró mientras trataba de convencerse de que había mentido sólo para ahorrarle la vergüenza de haber confundido a una princesa con una camarera.
–Ya veo –dijo él.
Nikos dio varios pasos hacia ella y Kitty sintió que el pulso se le aceleraba con cada uno de ellos. Tuvo el impulso de salir corriendo, pero cuando estuvo a sólo unos centímetros de ella y vio la curiosidad sexual en sus ojos, se quedó inmóvil. No podía ser. Nikos Angelakis había salido con algunas de las mujeres más hermosas del mundo y se rumoreaba que, desde hacía meses, mantenía un apasionado romance con la guapísima modelo y estrella de Hollywood Shannon Marsh. Era imposible que pudiera sentirse atraído por alguien como ella. Se humedeció los labios con la lengua y le sorprendió ver cómo cambiaba la expresión del rostro de Nikos: su mirada adquirió un brillo de depredador.
–Tengo la sensación de que tienes mucho que aprender, Rina.
En su voz había una mezcla de burla y de sensualidad que le provocó a ella un escalofrío. Siempre había estado muy protegida y, a sus veintiséis años, era perfectamente consciente de su falta de experiencia sexual, pero eso no le impedía reconocer la naturaleza de aquella ardiente mirada.
–Debería irme… a traerle una copa de champán, señor Angelakis –dijo casi sin respiración, alejándose de él antes de caer en la tentación de dar un paso adelante y apretarse contra aquel cuerpo fuerte y musculado. El instinto le decía que se encontraba en terreno peligroso y que aquel hombre estaba completamente fuera de su alcance.
–Sí, deberías irte –respondió Nikos riéndose suavemente; rompiendo la tensión sexual que había conseguido provocar aquella pequeña camarera–. Sólo por curiosidad, ¿cómo sabes mi nombre?
–He visto fotos y he leído cosas sobre usted en los periódicos –admitió Kitty, pero no le dijo que solía hojear las revistas del corazón en busca de algún reportaje sobre él, y que rara vez se sentía decepcionada porque su imagen era muy habitual en tales publicaciones. Normalmente aparecía sentado junto a una ruleta. Nikos Angelakis era muy aficionado al riesgo, ya fuera en la mesa de juego o en las carreteras de los alrededores de Atenas, donde solía conducir su Lamborghini acompañado de hermosas mujeres–. Tiene fama de playboy, que cambia de rubia cada semana –añadió fríamente.
Nikos se encogió de hombros con absoluta despreocupación.
–No deberías creerte todo lo que lees en la prensa, Rina. Algunas de esas «rubias» me han durado bastante más de una semana, a veces incluso un mes –añadió con sarcasmo–. Pero creo que mi vida privada no es asunto de nadie, ¿no te parece?
–Desde luego –respondió Kitty, dolida por la reprimenda–. No es asunto mío si usted cambia de pareja con la misma frecuencia con la que otros cambian de calcetines.
Se hizo entonces un tenso silencio, que acabó cuando Nikos se echó a reír.
–Me pregunto si el príncipe Sebastian sabrá que tiene una rebelde entre sus empleados –dijo al tiempo que volvía a acercarse a ella. De pronto le agarró la barbilla suavemente–. Si no tienes cuidado, esa boquita podría meterte en un buen lío, Rina.
Kitty se sintió atrapada por su presencia, por ese calor que la envolvía y por esa mirada que la hizo estremecer. Por un momento creyó que iba a besarla. Contuvo la respiración con temor y fascinación, y se sintió decepcionada cuando de pronto él la soltó y dio un paso atrás. Por supuesto que no iba a besarla; cómo había sido tan tonta de pensar algo así.
Nikos se preguntó si ella sabría lo fácil que le resultaba saber lo que pensaba… y lo tentado que había estado de aceptar aquella tácita invitación a besarla. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para apartarse de ella.
–Vuelve al salón de baile antes de que le cuente al príncipe lo poco dispuesta que pareces a hacer el trabajo por el que te pagan –le dijo él suavemente–. Ah, Rina –dijo, ya desde la puerta–, no te olvides de mi champán, ¿de acuerdo?
Se mostraba tan increíblemente arrogante, que Kitty sintió la tentación de decirle que, según las leyes de Aristo, suponía una gran ofensa tratar con tan poco respeto a un miembro de la familia real. Nikos tenía suerte de que no decidiera llamar a los guardias de palacio y les pidiera que lo echaran a la calle. Kitty era conocida por su calma y su tranquilidad, pero tanta insolencia había conseguido ponerla furiosa.
Claro que era culpa suya que él creyera que era una camarera. Soltó una maldición impropia de una princesa y salió de la sala.
Kitty pasó el resto de la noche evitando a Nikos Angelakis, pero no pudo dejar de pensar en él y en la química que había surgido entre ambos. Ningún hombre la había mirado como lo había hecho Nikos…, con un claro y primitivo deseo sexual que había despertado dentro de ella esa misma ansia y la había dejado con el anhelo de que la tomara en sus brazos y le hiciera el amor apasionadamente sobre la mesa del banquete.
Se había sentido demasiado avergonzada como para volver a enfrentarse a él para llevarle el champán y la comida que le había pedido, por lo que había optado por pedirle a un camarero que lo hiciera. Después se había refugiado detrás de una columna y desde allí lo había visto bailar con un sinfín de mujeres hermosas. De no haberle dicho aquella estúpida mentira, podría haberle pedido a Sebastian que los presentara y, tal vez, Nikos incluso le hubiera pedido que bailara con él. Pero si le revelaba quién era realmente, quedaría como una completa idiota, ante Nikos y ante su hermano.
Además, tuvo que admitir con tristeza que tampoco habría sabido qué decirle. Era un verdadero desastre con los hombres; los pocos romances que había tenido en la universidad habían sido muy fugaces y decepcionantes, así que era lógico que su familia se hubiese resignado a pensar que nunca encontraría marido. Kitty suspiró, aplastada por el peso de saber que todos la consideraban un fracaso.
El vestido le estaba demasiado estrecho y se le habían soltado varios mechones de pelo que le caían sobre la cara, enrojecida por el calor. Estaba deseando que acabara el baile. Se había esforzado mucho y se alegraba de que estuviera siendo un éxito, pero deseaba recuperar la tranquilidad de la biblioteca del palacio y de sus libros.
El rey Aegeus había sentido la misma fascinación que ella por la historia del reino de Adamas y habían pasado momentos muy agradables juntos, investigando a sus ancestros. Nada era lo mismo sin su padre, pensó con tristeza. Algún día Sebastian sería coronado como nuevo rey y ella le ofrecería todo su apoyo, pero lo cierto era que echaba mucho de menos al rey Aegeus.
El dolor la invadió de tal modo que tuvo que morderse el labio inferior para controlarlo, del mismo modo que lo hacía la reina Tia cuando estaba en público. Estaba cansada de la fiesta, así que salió a la terraza. El cálido aire de la noche estaba impregnado del perfume del jazmín y la madreselva; aquel silencio fue una verdadera bendición después del alboroto de voces que había en el salón de baile, pero la paz no duró mucho.
–¡Vaya, vaya, Kitty Karedes! No me había dado cuenta de que eras tú. He visto salir a alguien furtivamente y he supuesto que era una mujer que iba a reunirse con su amante, pero a menos que la princesa de hielo haya cambiado mucho desde la última vez que nos vimos, no es muy probable.
–¡Vasilis! No voy a mentir diciéndote que me alegro de verte. Lo que sí me parece probable es que tú hayas salido a espiar a dos amantes –respondió Kitty con aire desdeñoso.
Sólo tenía que mirar a Vasilis Sarondakos para sentir asco y verse obligada a darle la espalda, con la esperanza de que él comprendiera la indirecta y la dejara en paz. Pero Vasilis era famoso por su falta de sensibilidad y perspicacia.
La familia Sarondakos era muy importante entre la aristocracia de Aristo, y el padre de Vasilis, Constantinos, había sido amigo íntimo del difunto rey. A los dieciocho años, cuando era una muchacha ingenua que nunca había tenido novio, Kitty había aceptado una cita con Vasilis por expreso deseo de su padre, una experiencia que la había dejado completamente traumatizada, pues se había visto sometida al ataque de un borracho. Vasilis no había dejado de decirle que tenía un cuerpo diseñado para el sexo y a ella le había dado vergüenza contarle a su familia lo que había sucedido; quizá porque Vasilis había conseguido convencerla de que «lo estaba pidiendo a gritos» por haberse puesto un vestido escotado.
Aún recordaba su aliento a alcohol y sus manos sudorosas tocándole los pechos. Cuando, hacía dos años, su padre había sugerido que estaría encantado de que se casara con el hijo de su gran, se había quedado sorprendido de que ella reaccionara con ferocidad.
–¿Sigue sin haber ningún posible marido en el horizonte, Kitty? –preguntó Vasilis con su habitual tono provocador–. Deberías haberte casado conmigo cuando tuviste la oportunidad –añadió al tiempo que la acorralaba contra la balaustrada de piedra de la terraza.
–Antes preferiría beber veneno –respondió Kitty.
Intentó apartarse de él, pero Vasilis puso una mano a cada lado de su cuerpo. Kitty trató de recordarse que no tenía nada que temer; a menos de cinco metros había quinientos invitados, entre los que estaban sus protectores hermanos. No obstante, detestaba aquella sonrisa de gallito y el modo en que la miraba, como si estuviera desnudándola mentalmente.
–¿De verdad? –preguntó él, riéndose–. A lo mejor no deberías precipitarte, mi mojigata princesa. El otro día sin ir más lejos hablé con Sebastian y me confesó que le preocupaba que acabaras solterona y sin más compañía que tus libros.
–Tengo veintiséis años, no noventa y seis –replicó Kitty–. Y no creo que Sebastian hable contigo de mi vida privada.
–Lo tendría muy difícil, puesto que no tienes vida privada –volvió a echarse a reír, orgulloso de su ingenio–. Apuesto a que aún eres virgen, ¿no es así, Kitty? Es lógico que mucha gente crea que eres lesbiana –añadió en tono distendido–. Quizá sea por eso por lo que Sebastian quiere verte casada pronto. Dicen los rumores que el diamante Stefani de la corona es falso y, como Sebastian ha retrasado la ceremonia de coronación, se dice también que tu primo de Calista, Zakari, va a reclamar su derecho al trono. El pueblo de Aristo está muy inquieto, así que no creo que a la familia de Karedes le convenga otro escándalo.
–¡No hay tal escándalo! Sebastian es el legítimo rey de Aristo y será coronado lo antes posible –replicó Kitty tajantemente–. Zakari Al’Farisi es el rey de Calista, pero no tiene derecho alguno al trono de Aristo, ni puede optar a ser el único gobernante de las islas de Adamas –Kitty no sabía dónde habría oído Vasilis la noticia de que el diamante Stefani era falso, pero de ningún modo iba ella a confirmar el rumor–. El pueblo de Aristo no tiene de qué preocuparse. En cuanto a que yo vaya a casarme contigo… ¡es más probable que antes se congele el infierno! –exclamó antes de apartar a Vasilis con todas sus fuerzas–. Déjame en paz, Vasilis. Me pones enferma. Nunca le he contado a mi familia lo que sucedió por respeto al cariño que mi padre le tenía al tuyo, pero ahora que está muerto, vuelve a acercarte a mí y les diré a mis hermanos la clase de hombre que eres, y no podrás volver a entrar a palacio.
–Será tu palabra contra la mía –murmuró Vasilis, pero enseguida se acobardó, pues sabía que los Karedes eran una familia muy unida, que defendería a cualquiera de sus miembros ante quien fuera necesario–. En cualquier caso, ¿de verdad crees que querría casarme con una mujer que es como un témpano de hielo? –le preguntó, con evidente rencor–. Está claro que tienes problemas con el sexo, Kitty. Quizá deberías consultárselo a un terapeuta.
–Yo no tengo ningún problema… –Kitty apretó los dientes de impotencia al ver que Vasilis se alejaba de ella riéndose.
Se quedó mirando la puerta de la terraza. Sabía que debía volver al baile, pero se sentía del todo incapaz de hacerlo. Las crueles palabras de Vasilis no dejaban de retumbar en su cabeza, confirmando la idea de que era un absoluto fracaso.
Era una princesa, se suponía que debía ser bella y elegante, debería brillar en cualquier acontecimiento social e impresionar a todo el mundo con su sofisticación y su inteligencia, pero en lugar de ser la estrella de la fiesta, aquella noche la habían confundido con una camarera. Nunca se le había dado bien ejercer de miembro de la familia real; no se sabía comportar en las grandes ceremonias, ni se sentía cómoda saludando a la multitud; le había resultado mucho más fácil dejarle todo eso a Liss y encerrarse en la biblioteca, entre los libros.
¿Así iba a ser su vida?, se preguntó con desesperación. ¿Acabaría hecha una solterona, como había predicho Vasilis, sin amor ni pasión, aferrándose al recuerdo de la noche en la que un atractivo magnate griego había estado a punto de besarla? Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le empañaron las gafas; la música y las risas que llegaban procedentes del salón de baile hicieron que se sintiera muy sola, más sola de lo que se había sentido en toda su vida.
Bajó la escalinata de la terraza a toda prisa y se adentró en el jardín para huir del baile. Esa noche, mientras observaba a los presentes, se había dado cuenta de que prácticamente todo el mundo estaba en pareja y no le había quedado más remedio que aceptar la triste verdad; era una princesa virgen y solitaria, abrumada por las formalidades de su vida palaciega. Todos sus hermanos parecían evolucionar, pero ella se sentía atrapada, anclada en el tiempo. Había nacido en palacio y siempre le había gustado vivir allí, pero de pronto tenía la impresión de estar en una cárcel de la que necesitaba escapar desesperadamente… escapar de una vida de obligaciones y descubrir quién era Kitty Karedes en realidad.
Cruzó los jardines del palacio hasta el alto muro de piedra que rodeaba el terreno. Sabía que había una puerta secreta y una llave escondida entre las piedras. No tardó en encontrar la llave a pesar de la oscuridad y, tras abrir la puerta, bajó corriendo por el sendero, que desembocaba en una pequeña cueva en la base del acantilado.
¡Al diablo Vasilis Sarondakos y sus palabras envenenadas! Ella no tenía problemas con el sexo, ni iba a convertirse en una solterona, ¿y qué que siguiera siendo virgen a los veintiséis años? ¡Eso no la hacía menos mujer! Se quitó los zapatos y fue hasta la orilla del agua. Sabía que allí nadie la molestaría, pues la única manera de acceder a aquella tranquila cala era el sendero que nacía en el palacio, un sendero que conocía muy poca gente al margen de la familia.
La luz de la luna iluminaba el mar, convirtiéndolo en una superficie plateada. Nadie podía verla allí; estaba completamente sola. De manera impulsiva, se desabrochó los botones de aquel horrible vestido y se lo bajó por las caderas hasta hacerlo caer al suelo. Dejó las gafas sobre una roca, se quitó las horquillas y movió la cabeza para que el pelo le cayera libremente hasta casi rozarle la cintura.
Con cada prenda que se quitaba, sentía que se libraba de aquellas palabras malintencionadas y dolorosas. ¿Qué importaba que no tuviera el cuerpo de una modelo? Las mujeres debían tener pechos y, desde luego, ella no se avergonzaba de los suyos. El mar plateado parecía llamarla a gritos y prácticamente podía sentir ya el frescor de sus aguas sobre la piel, así que se lanzó a desafiar las restricciones de su vida y se quitó también la ropa interior antes de lanzarse al agua, completamente desnuda y con el pelo cayéndole por la espalda.
Nikos no lamentaba que el baile real se acercara a su fin. Había llegado a Aristo procedente de Dubai después de una semana de intensas negociaciones y de jornadas de dieciocho horas que estaban empezando a pasarle factura. Admiraba enormemente al príncipe Sebastian y le tenía mucho afecto, pero le aburría la conversación del resto de los invitados, a los que sólo parecía interesar quién se acostaba con quién; y las insinuaciones nada sutiles de más de una mujer dispuesta a irse a la cama con él.
Quizá simplemente se hubiese cansado de las rubias, pensó mientras salía a la terraza a tomar un poco de aire fresco con media botella de champán en una mano y la chaqueta del esmoquin en la otra. Llevaba toda la noche molesto consigo mismo por no haber conseguido apartar a aquella camarera, Rina, de su cabeza. No había vuelto a verla tras su encuentro en la sala del banquete, pero sabía que la química que había percibido no era producto de su imaginación. Rina había despertado su curiosidad como no lo había hecho ninguna otra mujer desde hacía mucho tiempo y, en varias ocasiones durante el baile, se había descubierto buscándola entre la gente, lo que le había provocado una verdadera decepción al llegar a la conclusión de que había desaparecido.
Comenzó a caminar por los jardines sombríos. El palacio era tan increíble como se lo había descrito su madre años atrás, cuando le había contado anécdotas de la época en la que trabajaba allí, antes de que él naciera. Nikos había escuchado fascinado aquellas descripciones de estancias lujosas y, comparándolas con el viejo apartamento en el que vivían, había creído imposible que pudiera existir tanta fastuosidad.
Llegó hasta el extremo del jardín y, estaba a punto de darse media vuelta, cuando recordó vagamente que su madre le había hablado de una puerta secreta en el muro y de un camino que conducía a la playa. Con una sonrisa en los labios, Nikos agarró uno de los farolillos que iluminaban el jardín y se acercó al muro con curiosidad infantil. No tardó en descubrir la mencionada puerta, escondida entre los matorrales. La empujó con la certeza de que estaría cerrada con llave, pero al ver que se abría no pudo reprimir el deseo de seguir el sendero.
El terreno fue descendiendo abruptamente hasta convertirse en una estrecha grieta entre las rocas. Nikos tuvo que agacharse para entrar en la cueva. Todo estaba seco allí dentro, lo que quería decir que la marea nunca llegaba a inundarla. El aire olía a algas y pronto pudo ver el mar, que brillaba con reflejos plateados bajo la luna. Al salir a la playa se detuvo en seco y sintió que el corazón le golpeaba el pecho. Por un momento creyó que estaba teniendo alucinaciones, pero la mujer que había allí de pie, a pocos metros de él era completamente real y su curvilínea figura era inconfundible… incluso sin ropa.
Kitty nadó de un lado a otro de la pequeña cala y luego se quedó flotando boca arriba, mirando a la luna y a las estrellas. Se sentía valiente y poderosa… y tan cómoda con su desnudez como Eva en el jardín del Edén. Había algo sensual y atrayente en la suavidad con que el agua acariciaba su cuerpo desnudo. Le encantaba nadar, y en el agua se sentía tan ligera y elegante como una ninfa; estaba en paz con su propio cuerpo, en lugar de odiarlo por no ajustarse al modelo que había intentado conseguir con multitud de dietas y ejercicio.
Vasilis no se habría atrevido a decirle que tenía problemas con el sexo si hubiera podido verla en ese momento, pensó mientras se daba la vuelta y dejaba que las olas la devolvieran a la orilla. La playa estaba muy oscura, pero a pesar de la oscuridad, Kitty distinguió de inmediato la figura de un hombre y el corazón estuvo a punto de escapársele del pecho.
¡Dios! ¿Acaso la había seguido Vasilis? El miedo le encogió el estómago. Una ola la golpeó de pronto e hizo que tragara un poco de agua, pero hizo un esfuerzo por no toser para no atraer la atención del intruso. Tenía que ser Vasilis. Pocos invitados más conocían el camino que unía el palacio con la playa; Vasilis lo conocía porque había estado allí más de una vez con los hermanos de Kitty.
La idea de encontrarse con aquel hombre en una playa desierta le provocó un escalofrío de pavor. Había visto cómo la había mirado en la terraza, la sonrisa lasciva que curvaba sus labios y que se había convertido en cruel cuando Kitty le había hecho saber que no quería tener nada que ver con él. Vasilis no se habría atrevido a ponerle la mano encima tan cerca del salón de baile, pero allí nadie podría ayudarla… ni oírla gritar.
Unas nubes taparon la luna y su brillo, sumiendo la playa de una oscuridad que Kitty aprovechó para salir del agua y esconderse tras una roca. Tenía la respiración acelerada y el corazón en la garganta. Entonces la figura se acercó a ella.
–Hola, Rina –dijo–. Es la segunda vez que te sorprendo huyendo del trabajo. ¿No deberías estar en el baile?
Durante unos segundos la sorpresa dejó sin habla a Kitty.
–¡Usted! –exclamó finalmente cuando la luna volvió a abrirse paso entre las nubes y pudo ver a Nikos Angelakis. La mejor defensa era el ataque y, aunque no podía salir de detrás de la roca, le habló enérgicamente–. Esto es una playa privada.
–Efectivamente. Pertenece a la familia real y yo tengo permiso del príncipe Sebastian para estar aquí –respondió Nikos con total calma–. Aquí la única que está donde no le corresponde eres tú… a menos que el príncipe haya abierto la playa para uso y disfrute del servicio. ¿Tienes permiso para estar aquí, Rina?
Kitty lo miró boquiabierta, sin saber cómo responder sin revelar quién era en realidad. Estaba completamente desnuda y habría deseado que la tierra la tragara en aquel mismo instante.
–La fiesta aún no ha terminado. ¿Qué hace usted aquí? –murmuró, avergonzada.
Lo vio encogerse de hombros a pesar de la oscuridad.
–En el salón de baile hacía mucho calor, así que se me ocurrió salir a dar un paseo y tomar un poco de aire fresco. Apenas podía creerlo cuando la he visto, al salir de la cueva.
–Debería haber dicho algo, pensé que estaba sola –admitió Kitty, abatida y mortificada mientras recordaba cómo se había quitado la ropa. Sólo esperaba que Nikos hubiera llegado cuando ella ya se había metido al agua, pero realmente no lo creía.
–No quería asustarte –dijo él con una voz mucho más grave–. Además, ¿qué hombre se habría arriesgado a perderse el espectáculo, por decir algo? He tenido tanto cuidado de no hacer ruido, que apenas respiraba –hizo una breve pausa antes de añadir–: Verte mostrar tu cuerpo ha sido la experiencia más erótica que he tenido en mi vida.
De algún modo, Kitty se fijó en que su tono de voz había cambiado; ya no estaba bromeando, sino que sus palabras estaban empapadas de sensualidad, una sensualidad que le provocó un escalofrío. Sin embargo, la idea de que hubiera visto su cuerpo regordete hacía que sintiera ganas de echarse a llorar.
–¡Qué asco! –exclamó–. Puedo creerme eso de que no quería asustarme, pero si fuera un caballero, habría cerrado los ojos.
La risa de Nikos retumbó en toda la playa.
–Yo nunca he dicho que fuera un caballero, Rina. Soy un pirata, un oportunista que no tiene que darle explicaciones a nadie; hago lo que me gusta –dijo en un susurro tremendamente sexy–. Y te prometo, agapi, que tú me gustas, y mucho.
Kitty no sabía cómo reaccionar ante tan sorprendente declaración, así que se rodeó a sí misma con los brazos y asomó la cabeza por encima de la roca.
Era tan tentadora como una sirena de la mitología griega, pensó Nikos mientras observaba sus hombros desnudos y la melena oscura que caía por su espalda. Claro que no iba a admitir que se había excitado tanto al verla desnudarse que había estado a punto de ponerse en ridículo.
Nada más verla había dado por hecho que estaría allí para reunirse con algún amante, pero no había aparecido nadie más. Y él estaba tan maravillado por su imagen que se había quedado paralizado.
Ante sus ojos, Rina había surgido de debajo de ese insulso vestido y había revelado su enorme belleza. La luz de la luna había iluminado las curvas de su cuerpo y había teñido de plateado su piel tersa. Nikos había contenido la respiración mientras la veía soltarse el pelo, que había caído como una cascada de pura seda, y había respirado hondo cuando ella se había despojado del sujetador y le había mostrado sus pechos generosos.
Su excitación había sido instantánea e incómoda, y la necesidad de sumergirse entre sus muslos era aún tan acuciante que se alegraba de que la oscuridad lo ocultase todo. De nada servía que intentara racionalizar el modo en que su cuerpo reaccionaba ante ella, o recordarse que a él le gustaban las rubias altas y delgadas… y hacer el amor en una cama ancha y cómoda.
Rina había despertado su curiosidad en la sala del banquete, cuando había tenido que reconocer la química que había entre ellos. Ahora la deseaba con un ansia primitiva que hacía que la sangre le hirviera en las venas. Deseaba hacerle el amor allí mismo, sobre la arena, bajo las estrellas, con una pasión tan salvaje como aquella playa virgen.
Kitty estaba temblando a pesar de la cálida temperatura de la noche; no sólo a consecuencia del baño que se había dado en el mar, también por culpa de la sorpresa que había supuesto la repentina aparición de Nikos. Tenía el pelo empapado y la piel de gallina. Se repetía a sí misma que se le habían endurecido los pezones porque tenía frío, no como reacción a la presencia del hombre más sexy que había visto en su vida.
Apretó los dientes para no tiritar y deseó que Nikos volviera al palacio cuando antes. Su vestido estaba sobre una roca en el otro extremo de la playa, pero prefería pasar la noche entera allí escondida y arriesgarse a sufrir hipotermia antes que salir desnuda delante de él. Eso ya lo había hecho una vez, pensó, frustrada y ruborizada de la vergüenza, a pesar de que había sido sin saber que él estaba allí. De ningún modo iba a exhibirse de nuevo.
–Ten, ponte esto mientras te traigo la ropa –Nikos se acercó y dejó su chaqueta sobre la roca.
Kitty se la puso de inmediato. Le estaba inmensa, pero de todos modos agradeció poder cubrirse un poco. El forro de seda tenía un tacto muy sensual, una sensualidad que aumentaba por el hecho de que aún llevara el calor del cuerpo de Nikos y su delicado olor a loción de afeitado. Kitty respiró hondo para sentir el aroma. Siempre había sido miope, pero, quizá para compensar ese problema de visión, tenía el resto de los sentidos muy desarrollados, por lo que podía apreciar hasta el olor más tenue.
Sus venas se llenaron de un repentino calor al imaginar que era él el que la rodeaba con los brazos, en lugar de la chaqueta. Recordó la fantasía que había tenido antes, en la que Nikos le hacía el amor sobre la mesa del banquete, y de pronto lo imaginó con total claridad despojándose de la ropa antes de tumbarla sobre la arena. ¿Qué le ocurría? Levantó la mirada hacia él con las mejillas ruborizadas y se quedó sin respiración al ver el ardor con que la observaba. Sólo fue un momento porque Nikos bajó la mirada de inmediato, pero Kitty pudo ver el deseo en sus ojos y, a pesar de la falta de experiencia, ese deseo provocó una inconfundible ansiedad dentro de ella.
Volvió a estremecerse, y esa vez no le quedó más remedio que admitir que no temblaba de frío, sino como reacción a Nikos. Percibió la tensión de su cuerpo fuerte y masculino y supo que aquella química era real. Por increíble que pareciera, Nikos Angelakis, playboy y mujeriego en serie, se sentía atraído por ella. Por primera en sus veintiséis años de vida, Kitty se sintió una mujer atractiva y quiso saborear aquel momento, porque tenía la certeza de que él no tardaría en parpadear y darse cuenta de que era demasiado baja, demasiado gordita o demasiado insulsa como para mantener su interés.
–Deberías esperar en la cueva, allí tendrás menos frío –le recomendó él, rompiendo el silencio.
Su voz sonó tan brusca que Kitty pensó que se había enfadado por algo. Se dio media vuelta y se alejó de ella, que se quedó allí titubeando unos segundos y tratando de calmar los latidos de su corazón antes de salir de detrás de la roca y echar a correr hacia la cueva. Él apareció a su lado casi de inmediato y la agarró del brazo.
–Supongo que necesitarás esto –murmuró al tiempo que le ponía las gafas.
–Gracias –farfulló Kitty, sin poder apartar la vista de su cara, de esos rasgos marcados que de pronto veía con total claridad, de esos labios finos y firmes.
Lo oyó respirar hondo y se quedó sin aliento cuando de repente le puso la mano bajo la barbilla para obligarla a mirarlo.
–¿Nunca te han dicho que es peligroso bañarse solo en el mar? –le preguntó con cierta impaciencia–. Si te hubiera pasado algo, nadie se habría enterado –bajó la mirada por su cuerpo, envuelto en la chaqueta, y trató de quitarse de la cabeza la imagen de aquel cuerpo desnudo corriendo por la arena–. Dime, ¿sueles bañarte desnuda a la luz de la luna?
–No, claro que no –respondió Kitty rápidamente, aunque no era del todo cierto. Odiaba el aspecto que tenía en bikini, por lo que muchas veces iba allí a bañarse sola en la oscuridad, donde nadie podía verla–. Sé que es una playa privada, así que pensé que nadie me molestaría –dijo a modo de indirecta–. Al igual que usted, vine porque quería tomar un poco de aire fresco, pero el agua tenía tan buen aspecto que seguí el impulso de… desnudarme y zambullirme en el mar.
–Ah, ¿sí?
La voz de Nikos era ahora como suave terciopelo que acariciaba de tal modo la piel de Kitty que ésta sintió que se le erizaba el vello de todo el cuerpo. La tensión sexual que había en el ambiente estaba a punto de estallar, a ella le daba vueltas la cabeza con una mezcla de temor e impaciencia.
–¿Qué hace? –murmuró cuando él le quitó las gafas y las metió en el bolsillo de la chaqueta.
–Seguir mi propio impulso –susurró Nikos justo antes de estrecharla contra su pecho–. El mismo impulso que hemos sentido los dos antes, en el salón del banquete. No lo niegues, Rina –se apresuró a decirle cuando vio que ella meneaba la cabeza–. Sé perfectamente lo que pasaba por tu cabeza.
Kitty rezó por que no fuera así, pues entre su mente había aparecido por un momento la imagen de él colándole la mano por debajo de la falda y tocándola donde ningún otro hombre la había tocado antes. Pero entonces vio que Nikos comenzaba a inclinar la cabeza hacia ella y que, de pronto, todo parecía ir a cámara lenta. Se puso en tensión, sin saber si apartarse de él y salir corriendo hacia el palacio o dejarse llevar por la sorprendente necesidad de quedarse allí y dejar que Nikos cumpliera lo que prometía su intensa mirada.
Se humedeció los labios con la lengua y, al verla, Nikos sintió que se le encogían los músculos del estómago. Hacía mucho tiempo que no sentía semejante atracción sexual por una mujer. Inclinó la cabeza lentamente, saboreando aquella impaciencia y luego examinó con la lengua la forma de sus labios antes de apoderarse de su boca con una ansiedad que ya no podía controlar.
Hasta el segundo antes de sentir los labios de Nikos sobre los suyos, Kitty no creyó realmente que fuera a besarla, y luego no pudo hacer otra cosa que dejarse llevar. Era él el que controlaba la situación, cosa que le hizo saber al colar la lengua entre sus labios con evidente determinación y abrirse paso en la humedad de su boca. Kitty no podía hacer nada por detenerlo; estaba perdida desde el momento en que él la había tocado y se encontraba inmersa en un torbellino de emociones, entre las que sintió por primera vez en su vida un arrollador deseo sexual.
Nikos deslizó la mano hasta la nuca de Kitty y tiró suavemente de ella para acercarla aún más a él. Ella reaccionó de manera instantánea y lo siguió de un modo que no hizo sino disparar la libido de Nikos, que la rodeó con el brazo y la apretó contra su evidente excitación. Rina era pequeña y suave, podía sentir esas curvas que habían resultado una tentación imposible de soportar. Sabía a mar, pensó cuando recorrió su cuello con la lengua. Estaba acostumbrado a mujeres con ropa de diseño que empapaban su piel con carísimos perfumes, pero en Rina había algo terrenal, casi pagano, algo que le había llegado a lo más hondo. Tenía una sensualidad natural, en completa armonía con su feminidad; el instinto le decía que sería una amante generosa y atrevida.
Bajó la mirada hasta sus pechos, ocultos bajo la chaqueta, y, mientras volvía a apoderarse de su boca, coló la mano por debajo de la chaqueta para poder acariciarla, para poder sentir la forma de aquellos pechos redondos y firmes.
Debió de sorprenderla, porque reaccionó con un respingo, así que Nikos apartó la mano de inmediato, aunque lamentando que le negara el placer de palpar su pezón erecto. Theé mu, aquella mujer era una hechicera; una bruja marina que lo impulsaba a olvidarse de todo excepto de la necesidad de sumergirse dentro de ella y poseerla. Percibió en ella cierta tensión que lo llevó a apartarse, algo que supuso un gran esfuerzo.
–Esto es una locura –murmuró con la vista clavada en ella–. Si a alguno de los dos nos queda un poco de sentido común, deberíamos volver al palacio. Yo he perdido la cabeza por completo, Rina, así que tú decides. ¿Quieres parar y volver…, o prefieres quedarte aquí conmigo y tomar un poco de champán a la luz de la luna?
Tenía la sensación de que era un momento decisivo de su vida, pero Nikos sólo la había invitado a beber champán con él, se recordó Kitty mientras tomaba aire e intentaba controlar los frenéticos latidos de su corazón. Él la miraba fijamente, a la espera de una respuesta, pero ella lo único que pudo hacer fue estremecerse de nuevo. Ningún hombre la había invitado nunca a beber champán a la luz de la luna; ningún hombre la había besado como lo había hecho Nikos, ni había despertado la pasión que había encerrada en su interior.
Tras una vida entera sometida a obligaciones y protocolos, Nikos Angelakis era como una ráfaga de aire fresco. Era sexy y peligroso, pero hacía que se sintiera atractiva por primera vez en su vida, atractiva y audaz.
Respiró hondo y se obligó a mirarlo a los ojos, lo que hizo que se sintiera como si estuviera a punto de lanzarse por un precipicio.
–Me encanta el champán –susurró tímidamente, sorprendida de su propia temeridad.
Él no dijo nada y, durante esos segundos de agonía, Kitty pensó que había cambiado de opinión. Pero entonces se relajó y esbozó una sonrisa que la dejó sin aliento.
–Entonces ven conmigo –dijo, y le tendió una mano.
Los dedos de ambos se entrelazaron y ese sencillo gesto resultó completamente nuevo para Kitty. Tenía veintiséis años y nunca había caminado de la mano por la playa con un novio. No sabía adónde habían ido todos aquellos años, pero tenía la impresión de que había pasado de ser una niña a, de pronto, convertirse en una mujer adulta tan inmersa en los estudios y en el trabajo que se le había pasado el momento de novios y romances.
Había asumido sus obligaciones como princesa sin quejarse jamás porque así era como la habían educado: obediente y siempre consciente de sus deberes y de una posición de la que debía sentirse agradecida. Pero Nikos no sabía que era una princesa; pensaba que era una camarera llamada Rina, así que durante unas horas podría ser normal… nada más que una mujer que había conocido a un hombre y era libre de dejarse llevar por la atracción que sentían el uno por el otro.
La cueva estaba iluminada por un farol que él debía de haber llevado allí desde el jardín. La suave luz que proyectaba resaltaba la belleza de sus rasgos. Kitty sintió un escalofrío al llevar la vista hasta sus sensuales labios. Él se sentó en el suelo. El sentido común por el que todo el mundo la conocía le decía que se marchara antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse, pero parecía tener los pies clavados al suelo… hasta que él dio unas palmaditas en la arena para invitarla a sentarse a su lado. Entonces sí se movió para ir a sentarse junto a él.
–Ten, bebe un poco –le dijo, ofreciéndole la botella de champán–. Otra vez estás temblando. Es una lástima que no sea brandy.
Nikos se tumbó y su cuerpo se convirtió en una verdadera tentación. Tenía el cuello de la camisa abierto, se le veía el cuello bronceado y se adivinaba el pecho, ligeramente cubierto de vello, como sus antebrazos. Era tan masculino, tan increíblemente viril…, pensó Kitty al tiempo que agarraba la botella.
–No creo que esté bien beber de la botella –murmuró–. Es… decadente.
–¿Decadente? –repitió Nikos riéndose–. Eres todo un cúmulo de contradicciones, Rina. Hablas como un ama de llaves de la época victoriana y, sin embargo, te gusta bañarte desnuda a la luz de la luna. ¿Debo recordarte que, debajo de mi chaqueta, estás completamente desnuda?
Nikos no recordaba la última vez que había visto ruborizarse a una mujer, porque todas aquéllas con las que salía eran seductoras experimentadas que hacía tiempo habían dejado atrás los rubores de la inocencia. La idea le hizo fruncir el ceño mientras la veía beber champán. Era una mujer misteriosa: a veces parecía tímida y otras, muy lanzada. Al besarla por primera vez había tenido la impresión de que para ella se trataba de una experiencia nueva, pero después había abierto la boca y había respondido a su beso con tal pasión que Nikos había descartado tal posibilidad.
Desde luego, no hacía falta que se recordara a sí mismo que estaba desnuda, pensó con cierta frustración al tiempo que recuperaba la botella y bebía también. La chaqueta era tan grande que dejaba entrever el contorno redondeado de sus pechos. No comprendía cómo se le había ocurrido la locura de pedirle que se quedara con él. Jamás se precipitaba de ese modo; incluso cuando jugaba, sopesaba bien la situación antes de lanzar el dado. Pero por algún motivo, Rina había interferido en esa capacidad analítica… y en otras funciones de su cuerpo. Deseaba volver a besarla y no parar jamás, pero en lugar de hacerlo, realizó un esfuerzo por relajarse e intentar huir de la tentación de beber el champán de sus labios.
–Dime, Rina –dijo en tono distendido–, ¿cómo es que decidiste hacerte camarera?
Dios… ¿cómo iba a responder a eso?
–Necesitaba trabajar –murmuró torpemente al tiempo que pensaba que quizá fuera un buen momento para retirarse–. Igual que la mayoría de la gente, tengo que ganarme la vida y no tengo preparación para hacer otra cosa –pensó en los años que había pasado estudiando para conseguir el título universitario y en su trabajo en el museo de Aristo, e intentó imaginarse cómo habría sido su vida si no hubiera tenido el privilegio de recibir semejante formación. Lo cierto era que no sabía muy bien cómo eran las cosas fuera de su jaula de oro y, aunque contribuía en distintas causas benéficas, no podía ni imaginarse lo que era ser pobre. La única vivencia del mundo real que había tenido había sido trabajar de voluntaria en el hospital de Aristo, pero, aunque a ella le había parecido una actividad muy gratificante, su padre no había tardado en prohibírselo al considerar que no era seguro para ella.
–¿Siempre has vivido en Aristo?
Eso era más fácil de responder. Kitty asintió.
–Nací aquí y nunca he querido vivir en otro sitio. Aristo es el lugar más hermoso del mundo.
Nikos se echó a reír.
–¿Has visitado muchos otros… con tu sueldo de camarera?
–Bueno… no –dijo tartamudeando. No podía decirle que había pasado un año viajando por Europa durante el cual había estado en París, Roma, Londres, Venecia y Florencia, tras lo cual había pasado seis meses estudiando en un prestigioso colegio de Suiza. Había acudido invitada a muchos palacios reales y mansiones, había paseado por todo tipo de galerías de arte y había visitado los lugares más emblemáticos de cada ciudad, pero nada podía compararse con Aristo, la joya del Mediterráneo–. Aristo es mi hogar y me encanta vivir aquí –añadió con firmeza.
A Nikos le llamó la atención la pasión que parecía sentir por la isla, ¿sería la gente o el lugar lo que despertaba un sentimiento tan fuerte?
–¿Tienes familia aquí? –le preguntó con verdadera curiosidad.
¿Qué diría si le contara que su familia llevaba generaciones al frente del gobierno de Aristo? Kitty tenía la sensación de estar hundiéndose más y más en el fango. Trató de convencerse de que realmente no estaba mintiendo, se estaba limitando a no decir toda la verdad.
–Sí, tengo a mi madre, una hermana y mis hermanos… –titubeó al pensar en la persona que faltaba en aquella lista–. Mi padre murió hace unos meses –añadió con el corazón encogido.
–Lo siento.
No fue una simple respuesta, Kitty sintió que realmente lo sentía por ella y de pronto se le llenaron los ojos de lágrima.
–Lo echo mucho de menos –admitió–. A veces imagino su cara y escucho su voz, me resulta imposible creer que ya no esté aquí –se pasó la mano por los ojos y se sorprendió cuando Nikos se la agarró y luego le acarició la mejilla suavemente, siguiendo el curso de una lágrima–. Lo siento –no quería llorar delante de él.
Jamás compartía con nadie el dolor que sentía, ni siquiera con su familia. Había estado muy unida a su padre, que solía llamarla «paloma mía», pero le habían enseñado a no mostrar nunca sus emociones. Una de las reglas de oro de la familia real era mantener siempre el dominio de uno mismo. Por eso se avergonzó de haberse mostrado tan débil y trató de apartarse de él, pero Nikos le pasó el brazo por los hombros y la recostó sobre su pecho.
–No tienes por qué disculparte –le dijo suavemente–. Sé lo duro que es perder a alguien. Mi madre murió hace muchos años y nunca podré olvidarla. Tú tampoco olvidarás a tu padre, Rina, pero poco a poco te resultará menos doloroso recordarlo y, con el tiempo, pensarás en él sin ponerte triste.
Le apartó el pelo de la cara y Kitty cerró los ojos, y se dejó llevar por la calma que le transmitía. Sentía el calor de su respiración en la cara y, al levantar la vista, se sumergió en la profundidad de sus ojos oscuros. Era tan fuerte, estaba tan lleno de vida, que deseó absorber parte de esa fuerza, porque se sentía débil y perdida.