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"Mia y el millonario" de Michelle Reid. 1º de la saga. Mientras fregaba suelos, Mia soñaba con una vida mejor. Y un día su sueño se hizo realidad cuando descubrió que pertenecía a una de las dinastías más ricas del mundo. Pero el estilo de vida sofisticado y espectacular de la familia Balfour asustaba a Mia. Por eso empezó a trabajar para el millonario griego Nikos Theakis y así ir familiarizándose con los entresijos de la alta sociedad. Nikos se había abierto camino en la vida desde los barrios periféricos de Atenas hasta convertirse en millonario, y lo había logrado a fuerza de conseguir siempre lo que se proponía... y ahora estaba decidido a conquistar a Mia. "Una historia intensa, que me ha hecho vibrar por la intensidad de sus escenas. Está muy bien contada y no deja nada desatado. Me ha gustado, se lee rápido y es entretenida ¿Qué más se le puede pedir a una novela?" El Rincón de la Novela Romántica "El orgullo de Kat de Sharon Kendrick". 2º de la saga. La prepotente Kat Balfour había ido al yate de Carlos Guerrero para realizar un crucero, pero cuando le entregaron un delantal se dio cuenta de que estaba allí para trabajar, no para divertirse. Carlos, brillante hombre de negocios y audaz aventurero, era todo un enigma. Sin posibilidad de escapatoria, mecida por las olas con el hombre más sexy y poderoso que había conocido en su vida, Kat estaba muy lejos de hacer pie. A Carlos le divertía el nuevo miembro de la tripulación. Tenía que obligar a trabajar a su flamante empleada, aunque preferiría llevársela a la cama. Antes, sin embargo, debía domar a esa testaruda belleza… "La inocencia de Emily" de India Grey. 3º de la saga. Emily Balfour había huido de su vida de cuento de hadas tras descubrir que se sustentaba en mentiras, y ahora tenía que esforzarse para llegar a fin de mes.
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Seitenzahl: 826
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
www.harlequinibericaebooks.com
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Pack Las novias Balfour 1, n.º 52 - agosto 2014
I.S.B.N.: 978-84-687-4729-3
Editor responsable: Luis Pugni
Créditos
Índice
Árbol genealógico
La dinastía Balfour
Propiedades de los Balfour
Carta de Oscar Balfour a sus hijas
Normas de la familia Balfour
Mia y el millonario
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
El orgullo de Kat
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
La inocencia de Emily
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
La seducción de Sophie
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Las jóvenes Balfour son una institución británica, las últimas herederas ricas. Las hijas de Oscar han crecido siendo el centro de atención y el apellido Balfour rara vez deja de aparecer en la prensa sensacionalista. Tener ocho hijas tan distintas es todo un desafío.
Olivia y Bella: Las hijas mayores de Oscar son gemelas no idénticas nacidas con dos minutos de diferencia y no pueden ser más distintas. Bella es vital y exuberante, mientras que Olivia es práctica y sensata. La madurez de Olivia sólo puede compararse con el sentido del humor de Bella. Ambas gemelas son la personificación de las virtudes clave de los Balfour. La muerte de su madre, acaecida cuando eran pequeñas, sigue afectándolas, aunque expresan sus sentimientos de maneras muy distintas.
Zoe: Es la hija menor de la primera mujer de Oscar, Alexandra, la cual murió trágicamente al dar a luz. Al igual que a su hermana mayor Bella, le cautiva la vida mundana y tiende al desenfreno, siempre está esperando el próximo evento social. Su aspecto físico es imponente y sus ojos verdes la diferencian de sus hermanas, pero tras la despampanante fachada se oculta un gran corazón y el sentimiento de culpa por la muerte de su madre.
Annie: Hija mayor de Oscar y Tilly, Annie ha heredado una buena cabeza para los negocios, un corazón amable y una visión práctica de la vida. Le gusta pasar tiempo con su madre en la mansión Balfour, huye del estilo de vida de los famosos y prefiere concentrarse en sus estudios en Oxford antes que en su aspecto.
Sophie: El hijo mediano es habitualmente el más tranquilo y ésta no es una excepción. En comparación con sus deslumbrantes hermanas, la tímida Sophie siempre se ha sentido ignorada y no se encuentra cómoda en el papel de «heredera Balfour».Está dotada para el arte y sus pasiones se manifiestan en sus creativos diseños de interiores.
Kat: La más pequeña de las hijas de Tilly ha vivido toda su vida entre algodones. Tras la trágica muerte de su padrastro ha sido mimada y consentida por todos. Su actitud tozuda y malcriada la lleva a salir corriendo de las situaciones difíciles y está convencida de que nunca se comprometerá con nada ni con nadie.
Mia: La incorporación más reciente a la familia Balfour viene de la mano de la hija ilegítima y medio italiana de Oscar, Mia. Producto de la aventura de una noche entre su madre y el jefe del clan Balfour, Mia se crió en Italia y es trabajadora, humilde y hermosa de un modo natural. Para ella ha sido duro descubrir a su nueva familia y la desenvoltura social de sus hermanas le resulta difícil de igualar.
Emily: Es la más joven de las hijas de Oscar y la única que tuvo con su verdadero amor, Lillian. Al ser la pequeña de la familia, sus hermanas mayores la adoran, ocupa el lugar predilecto del corazón de su padre y siempre ha estado protegida. A diferencia de Kat, Emily tiene los pies en la tierra y está decidida a cumplir su sueño de convertirse en primera bailarina. La presión combinada de la muerte de su madre y el descubrimiento de que Mia es su hermana le ha pasado factura, pero Emily tiene el valor suficiente para salir de casa de su padre y emprender su camino en solitario.
El abanico de propiedades de la familia Balfour es muy extenso e incluye varias residencias imponentes en las zonas más exclusivas de Londres, un impresionante apartamento en la parte alta de Nueva York, un chalet en los Alpes y una isla privada en el Caribe muy solicitada por los famosos…, aunque Oscar es muy selectivo respecto a quién puede alquilar su refugio. No se admite a cualquiera.
Sin embargo, el enclave familiar es la mansión Balfour, situada en el corazón de la campiña de Buckinghamshire. Es la casa que las jóvenes consideran su hogar. Con una vida familiar tan irregular, es el lugar que les proporciona seguridad a todas ellas. Allí es donde festejan la Navidad todos juntos y, por supuesto, donde se celebra el baile benéfico de los Balfour, el acontecimiento del año, al que asiste la crème de la crème de la sociedad y que tiene lugar en los paradisíacos jardines de la mansión Balfour.
Queridas niñas:
Lo menos que se puede decir es que he sido un padre poco atento, con todas vosotras. Han sido necesarios los recientes y trágicos acontecimientos para que me dé cuenta de los problemas que semejante descuido ha provocado.
El antiguo lema de nuestra familia era Validus, superbus quod fidelis. Es decir, poderosos, orgullosos y leales. Esmerándome en el cumplimiento de los diez principios siguientes empezaré a enmendarme; me esforzaré por encontrar esas cualidades dentro de mí y rezo para que vosotras hagáis lo mismo. Durante los próximos meses espero que todas vosotras os toméis estas reglas muy en serio, porque todas y cada una necesitáis la guía que contienen. Las tareas que voy a encargaros y los viajes que os mandaré realizar tienen por objetivo ayudaros a que os encontréis a vosotras mismas y averigüéis cómo convertiros en las mujeres fuertes que lleváis dentro.
Adelante, mis preciosas hijas, descubrid cómo termina cada una de vuestras historias.
Oscar
Estas antiguas normas de los Balfour se han transmitido de generación en generación. Tras el escándalo que se reveló durante la conmemoración de los cien años del baile benéfico de los Balfour, Oscar se dio cuenta de que sus hijas carecían de orientación y de propósito en sus vidas. Las normas de la familia, de las cuales él había hecho caso omiso en el pasado, cuando era joven e insensato, vuelven a cobrar vida, modernizadas y reinstituidas para ofrecer la guía que necesitan sus jóvenes hijas.
Norma 1ª: Dignidad: Un Balfour debe esforzarse por no desacreditar el apellido de la familia con conductas impropias, actividades delictivas o actitudes irrespetuosas hacia los demás.
Norma 2ª: Caridad: Los Balfour no deben subestimar la vasta fortuna familiar. La verdadera riqueza se mide en lo que se entrega a los demás. La compasión es, con diferencia, la posesión más preciada.
Norma 3ª: Lealtad: Le debéis lealtad a vuestras hermanas; tratadlas con respeto y amabilidad en todo momento.
Norma 4ª: Independencia: Los miembros de la familia Balfour deben esforzarse por lograr su desarrollo personal y no apoyarse en su apellido a lo largo de toda su vida.
Norma 5ª: Coraje: Un Balfour no debe temer nada. Afronta tus miedos con valor y eso te permitirá descubrir nuevas cosas sobre ti mismo.
Norma 6ª: Compromiso: Si huyes una vez de tus problemas, seguirás huyendo eternamente.
Norma 7ª: Integridad: No tengas miedo de observar tus principios y ten fe en tus propias convicciones.
Norma 8ª: Humildad: Hay un gran valor en admitir tus debilidades y trabajar para superarlas. No descartes los puntos de vista de los demás sólo porque no coinciden con los tuyos. Un auténtico Balfour es tan capaz de admitir un consejo como de darlo.
Norma 9ª: Sabiduría: No juzgues por las apariencias. La auténtica belleza está en el corazón. La sinceridad y la integridad son mucho más valiosas que el simple encanto superficial.
Norma 10ª: El apellido Balfour: Ser miembro de esta familia no es sólo un privilegio de cuna. El apellido Balfour implica apoyarse unos a otros, valorar a la familia como te valoras a ti mismo y llevar el apellido con orgullo. Negar tu legado es negar tu propia esencia.
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
MIA Y EL MILLONARIO, Nº 1 - abril 2011
Título original: Mia’s Scandal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-264-3
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta: FRITZ LANGMANN/DREAMSTIME.COM
Conversión ebook: MT Color & Diseño
A Imelda, mi maravillosa madre, que disfruta de sus noventa y nueve años de vida.
Mamá, gracias por regalarme el amor a la lectura y por animarme a atreverme a escribir
Mia estaba semi agazapada entre dos enormes pilares de piedra, sobre los cuales se erguían un par de criaturas mitológicas doradas en actitud de estar a punto de lanzarse en picado.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Tuvo que apartar los ojos de la observadora presencia de aquellas criaturas para que su mirada fija no le hiciera perder los nervios. Esos seres aterradores llamados grifos eran mitad águila mitad león, y Mia los había visto con anterioridad en el escudo de familia que engalanaba la página web de los Balfour, junto al lema familiar: Validus, superbus quod fidelis. Poderosos, orgullosos y leales.
–Dio –susurró, y exhaló un suspiro tembloroso.
Se sentía tan intimidada por la opulencia de aquella entrada majestuosa que las mariposas que revoloteaban en su estómago parecieron volverse locas.
El zumbido del motor del taxi que la había llevado desde el aeropuerto se desvanecía lentamente a su espalda. Se hallaba sola bajo la débil luz del sol de febrero que se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles.
Resultaba extraño pensar que hacía tan solo una semana llevaba una vida tranquila con su tía en la Toscana rural, completamente ajena a la existencia de una sofisticada familia inglesa llamada Balfour, y más todavía al hecho de que ella estuviera relacionada con aquel conocido apellido.
Todavía seguiría sin saber nada si la persona fría y distante que era su madre no hubiera hecho oídos sordos a sus súplicas y le hubiera permitido ir a visitarla. Ante la empecinada negativa de su madre, la tía Giulia decidió que había llegado el momento de revelar el oscuro secreto que llevaba guardando veinte largos años.
Y ahora Mia estaba a punto de conocer a Oscar Balfour, el orgulloso patriarca de la casa de Balfour, poderoso hombre de negocios y multimillonario. Marido de tres esposas distintas y padre de siete hermosas hijas. Ocho, rectificó Mia sintiendo cómo se le ponía el estómago del revés.
¿Un hombre que había sido bendecido con siete hijas querría otra más?
Aquella era la pregunta que había ido a hacerle. Necesitaba enfrentarse a Oscar Balfour y saber cómo reaccionaba ante su existencia. Si se negaba a reconocerla, sólo habría perdido un trocito más de corazón. El frío rechazo de su madre ya le había desgarrado un buen pedazo, así que el de su padre no podría resultar más doloroso.
Y también cabía la posibilidad de que estuviera preparado para darle la bienvenida.
Mordiéndose el tembloroso labio inferior, Mia se agachó para agarrar el asa de su maleta y luego se incorporó. Recolocó los estrechos hombros en el interior de la suave chaqueta de lana y tiró de la maleta de ruedas. El corazón le latía a toda prisa y sentía una tirantez en el pecho que le dificultaba la respiración. Cuando dio el primer paso, un escalofrío de tensión le subió por la pierna y la espalda. Durante un instante se sintió ligeramente mareada y tuvo que cerrar los ojos.
Cuando volvió a abrirlos se encontró mirando un largo camino flanqueado por árboles que debían llevar en aquel lugar muchas generaciones. No podía ver la casa debido a la pendiente del terreno, pero sabía que estaba allí, defendiendo su intimidad de los curiosos en aquel valle aislado, según indicaba la página web.
Lo único que tenía que hacer era caminar entre aquellas dos hileras de árboles hacia ella, se dijo, y avanzó, consciente de que su interior estaba temblando de miedo, pero sintiendo al mismo tiempo una estremecedora emoción que corría por su sangre como el fuego.
Nikos Theakis no era un hombre proclive a excesos emocionales. De hecho se jactaba de la actitud fría y profesional con la que se enfrentaba a la mayoría de las facetas de su vida. Sin embargo, mientras conducía aquella mañana tras su desayuno con Oscar, no había nada de frío ni de profesional en él.
Estaba conmocionado. Toda la familia Balfour lo estaba, la única que parecía sobrellevarlo bien era la propia Lillian Balfour.
Maldijo en silencio cuando la imagen de la hermosa, pálida y frágil mujer de Oscar surgió en su mente, sonriendo con valentía mientras se despedía para siempre de él. La emoción se apoderó de Nikos, que pisó con más fuerza el acelerador, como si la velocidad pudiera llevarse aquella sensación extraña para él. El potente coche avanzó deprisa, salió del valle y rodó a toda prisa bajo el palio de ramas desnudas que cubría el camino de salida de la finca de los Balfour.
No estaba concentrado. Nikos lo supo en cuanto la vio allí parada, justo delante de él. Durante unos aterradores segundos creyó que estaba viendo una aparición fantasmal vestida de negro, y por eso olvidó pisar el freno.
Nunca había experimentado algo así. En las décimas de segundo que tardó en conectar de nuevo con la realidad, su mirada de asombro había absorbido cada exquisito centímetro de aquella mujer, desde el pelo negro y brillante que enmarcaba su precioso rostro ovalado hasta la voluptuosa forma de su cuerpo, encerrado en una chaqueta ajustada y una falda que marcaba la sinuosa silueta de sus caderas. Por alguna extraña razón, se fijó en que llevaba botas, unas botas negras de piel de tacón alto. Entonces la realidad lo golpeó con la fuerza de una descarga eléctrica y soltando una sarta de maldiciones apretó con fuerza el pedal del freno.
Mia se quedó paralizada al ver aquel monstruo plateado que se lanzaba hacia ella. Se oyó un frenazo y el coche se fue acercando más y más hasta que finalmente se detuvo a dos centímetros de sus espinillas.
El motor silbó, el capó plateado se estremeció, y el silencio regresó como un golpe atestado en la cabeza. Nikos se echó hacia atrás en el asiento y se la quedó mirando con el corazón latiéndole como un martillo y los dedos todavía apretados al volante. Creía que no iba a lograr parar a tiempo. No estaba siquiera seguro de haberlo conseguido. Siguió sentado, conmocionado, a la espera de que ella le diera alguna señal, bien apartándose para demostrarle que no le había hecho daño bien desplomándose en el suelo.
«Dios, es preciosa», le dijo su estupefacto cerebro, y culminó la observación con una oleada de testosterona que se le acumuló en la entrepierna. Reaccionando con furia, Nikos abrió la puerta del coche y salió.
–¿A qué diablos cree que está jugando? –exclamó con ira–. ¿Es que quiere morir? ¿Por qué demonios no se ha apartado de mi camino?
Mia tuvo que hacer uso de toda su fuerza para respirar. Sus pestañas finalmente cobraron vida y consiguió alzar los ojos del coche para clavarlos en él. Sufrió una segunda conmoción al darse cuenta de que era el hombre más guapo que había visto en su vida.
Y se dirigía hacia ella como un gladiador camino de la guerra. Solo que este gladiador llevaba un abrigo negro sobre los impresionantes hombros y un elegante traje gris de tres piezas debajo. La camisa era blanca y la corbata de un tono apagado.
Se acercó al extremo del coche y se detuvo para mirar lo cerca que había estado de destrozarle las frágiles piernas. Sus ojos echaban chispas cuando le rodeó la cintura con las manos y la levantó del suelo. Estaba tan concentrado en lo que hacía que no escuchó cómo Mia contenía el aliento asombrada, ni el sonido de su maleta al dar contra el suelo. Ella se encontró mirando directamente un par de ojos oscuros, enmarcados por unas cejas anchas y tan negras como el pelo de su cabeza.
–Estúpida –gruñó Nikos–. Diga algo, por el amor de Dios. ¿Está bien?
Mia asintió con la cabeza como si fuera una marioneta.
–Casi… casi me mata –susurró.
–He conseguido no atropellarla –la corrigió Nikos–. Debería agradecerme mis reflejos y mi habilidad al volante.
–¿Cree que es muy hábil conducir como un lunático, signore?
–¿Y usted cree que es inteligente quedarse parada en medio de un camino privado cuando un coche se dirige hacia usted, signorina? –le espetó él.
Como si acabara de darse cuenta de que la estaba sosteniendo en vilo, Nikos murmuró algo y le dio la vuelta antes de colocarla en el suelo, lejos del letal guardabarros de su coche. Lo inesperado de toda la situación provocó que los paralizados reflejos de Mia se pusieran en acción y se agarrara a él para no caerse. Nikos la sujetó. Ella se quedó mirando los músculos y la fuerza viril a la que estaba agarrada antes de soltarse. Sentía las piernas débiles cuando se apartó de él, vio su maleta tirada en el suelo unos cuantos metros más allá y fue a levantarla.
Nikos observó con las manos en los bolsillos cómo se inclinaba para recoger el asa de la maleta con dedos temblorosos y no pudo evitar recorrer con la mirada la atractiva forma de su trasero bajo la falda.
«Bonito», pensó, y luego frunció el ceño cuando otra oleada de calor le atravesó la entrepierna. Consultó su reloj y vio que era tarde. Tenía que subirse a un avión. Acababa de pasar por una de las peores situaciones a las que había tenido que enfrentarse y allí estaba, admirando el trasero de una desconocida a la que había estado a punto de atropellar. Se le escapó un bufido de disgusto.
–Intente seguir por el borde del camino –recomendó con altivez a la joven–. Y por cierto –añadió abriendo la puerta del coche–, si es usted la nueva doncella que todos están esperando tan ansiosamente, déjeme decirle que se ha excedido con el atuendo.
Sacudiendo el polvo de la maleta, Mia parpadeó. ¿Doncella? ¿Exceso? ¿Atuendo? Necesitaba tiempo para analizar lo que le había dicho, para que cobrara sentido. Entonces lo entendió. El desconocido pensaba que había ido a la mansión Balfour vestida así para ocupar el puesto de doncella.
El dolor le provocó un nudo en el estómago. Nunca se había sentido tan humillada. Con una fría actitud de dignidad herida se giró y rodeó el coche de lujo tirando de su maleta, sin molestarse en dirigirle ni una sola mirada.
Doncella… Mia contuvo una carcajada amarga. Había aprendido inglés mientras trabajaba de doncella para un anciano profesor que poseía una villa no lejos de su casa. Le pagaba por mantener la casa limpia y cocinar para él, y también le dejaba utilizar su biblioteca y su ordenador, siempre y cuando tecleara las páginas de su interminable y aburrido libro. El curso de inglés era gratis. Luego Mia caminaba dos kilómetros para volver a casa y estudiaba antes de pasar la velada ayudando a la tía Giulia con los encargos de costura. Así completaban los magros ingresos que su tía obtenía del cultivo y venta de flores.
Normalmente llevaba zapatos planos y vaqueros gastados, o alguno de los vestidos que usaba durante el cálido verano de la Toscana. Por primera vez en su vida se había puesto algo nuevo, algo que no se había hecho ella misma con un trozo de tela. Y aquel hombre horrible del coche plateado y el elegante traje gris había destrozado su autoestima con unas cuantas palabras.
Nikos entornó los ojos mientras la veía alejarse por el camino… justo por el medio, en claro desafío hacia él. Apretó los labios y, en lugar de subirse al coche y salir de allí, se quedó mirándola unos segundos más, atraído por el gracioso movimiento de sus finas curvas, la chispa de su carácter y el eco de su acento. Supuso que era italiana.
Y muy joven, pensó.
Demasiado joven para ser doncella.
Las primeras sombras de duda lo asaltaron. ¿Se habría equivocado y habría insultado a alguna amiga de las hijas de Oscar?
Nikos frunció el ceño y volvió a subirse al coche para salir de allí. Fuera quien fuera la joven, confiaba en que supiera que estaba entrando en la finca de los Balfour. En caso contrario se llevaría una gran impresión al llegar.
Mia ya estaba impresionada, porque había vislumbrado a lo lejos la mansión Balfour.
Nada de lo que había visto o leído en Internet la había preparado para la imponente belleza de lo que estaba mirando. Asentada en un valle poco profundo, la casa de piedra era al menos diez veces más grande de como la había imaginado, con hileras superpuestas de grandes ventanales que refulgían bajo la pálida luz del sol.
Mia comenzó a sentir escalofríos de ansiedad mientras recorría el camino hacia el valle y bordeaba la orilla de un bonito lago, reluciente como un cristal congelado. Cuanto más se acercaba a la casa, más intimidada se sentía por ella. Era enorme. Altas columnas palaciegas sostenían una entrada de forma circular. Cuando pasó entre ellas se sintió empequeñecida. Dejó la maleta a un lado de la puerta y se dijo «ahora o nunca» mientras se colocaba delante de la pesada puerta de roble.
Ya no estaba tan segura de querer hacer aquello, pero sabía que si se daba la vuelta lo lamentaría el resto de su vida, porque nunca reuniría el coraje para intentarlo una segunda vez.
Mia extendió la mano, agarró la cinta de la campana antigua y tiró con fuerza de ella. Luego la retiró y esperó a que alguien respondiera.
Nunca en su vida se había sentido tan asustada.
Nunca nada había sido tan importante para ella como aquello.
Tensa, con las manos temblando y los ojos muy abiertos, vio cómo la puerta se abría. La última persona a la que esperaba encontrar era al propio Oscar Balfour.
Era más alto y mucho más atractivo de como lo había imaginado. Tenía el cabello blanco como la nieve y una pulcra perilla. Cuando frunció el ceño le pareció tan severo que estuvo a punto de darse la vuelta y salir corriendo. Si le preguntaba si era la nueva doncella, Mia decidió que saldría corriendo. Pero no se lo preguntó.
–Hola, joven –le dijo con una sonrisa.
Era una sonrisa bonita que iluminó sus profundos ojos azules.
Unos ojos del mismo color que los de ella.
–Bon… bon giorno, signore –estaba tan nerviosa que no pudo evitar saludarlo en italiano. Tragó saliva y cambió al inglés–. No sé si… si sabe de mi existencia, me llamo Mia Bianchi. Me han dicho que es usted mi padre.
Por primera vez tras tres meses de largos y duros viajes, Nikos Theakis atravesó las puertas de entrada de sus oficinas de Londres y al instante consiguió la atención de todos los presentes en el moderno vestíbulo de granito y cristal.
Alto y moreno, bendecido con el tipo esbelto, duro y poderoso de los atletas, el aire se cargaba de energía a su paso. Todo el mundo le daba los buenos días sin aliento al verlo pasar. Trabajar para él era como viajar en cohete a las estrellas. Excitante, agotador, a veces terrorífico porque asumía riesgos que nadie más estaba dispuesto a correr. Estaba comprometido con su trabajo y era famoso por no equivocarse nunca.
Frunció el ceño y sus cejas oscuras se juntaron sobre el puente de la nariz, recta y arrogante. Sus facciones griegas, clásicas, estaban concentradas en la conversación que mantenía por el móvil mientras se dirigía a los ascensores del vestíbulo.
–En nombre de dios, Oscar –maldijo en voz baja–. ¿Se trata de una broma?
–No es ninguna broma –insistió Oscar Balfour–. He pensado mucho en esto y ahora te pido ayuda. A menos que ya seas demasiado importante para ayudar a un viejo amigo…
Nikos apretó el botón del último piso, se retiró el brillante gemelo de la camisa para poder ver la hora en el reloj de platino y contuvo el deseo de soltar una palabrota. Hacía menos de una hora que había regresado al país después de pasar semanas volando por el mundo como un maldito satélite, tratando de reunir un paquete de medidas para salir de la crisis que sus socios internacionales habían provocado al acobardarse y tirar del tapón de los créditos. Estaba cansado, hambriento y tenía el horario cambiado, pero arriba le esperaba el consejo de dirección, ansioso por escuchar el resultado final de sus gestiones.
–No me pongas contra las cuerdas –dijo impaciente.
–Me halaga que pienses que todavía puedo hacerlo –ironizó Oscar.
–Y no cambies de tema –añadió Nikos, consciente de que Oscar era el rey de la manipulación–. Dime qué demonios pretendes que haga con una de tus consentidas hijas.
–Para empezar, que no te acuestes con ella.
Nikos, que estaba a punto de salir del ascensor al lujoso pasillo de la última planta, se quedó un instante paralizado al escuchar aquella frase. La afrenta le llevó a levantar la oscura y orgullosa cabeza.
–Eso no ha tenido ninguna gracia –aseguró con fría dignidad–. Nunca le he puesto un dedo encima a ninguna de tus hijas. Sería…
–¿Una falta de respeto hacia mí?
–Exactamente –afirmó Nikos.
Gracias a Oscar se había convertido en el hombre que era, y mantener una distancia respetuosa con sus hermosas hijas era una cuestión de honor.
–Gracias –murmuró Oscar.
–No quiero que me des las gracias –Nikos se puso en marcha por el pasillo con su elegante paso–. Ni tampoco quiero que ninguna de tus decorativas hijas se pasee por mis oficinas fingiendo ser una eficaz asistente personal sólo para darte gusto a ti –afirmó–. En cualquier caso, ¿a qué viene esta repentina decisión de que se pongan a trabajar? –preguntó con curiosidad al tiempo que abría la puerta de su suite de despachos.
Su secretaria, Fiona, alzó la vista de la pantalla del ordenador y le dirigió una sonrisa de bienvenida. Nikos señaló el móvil mientras le daba una serie de instrucciones con la mano. La eficaz Fiona mostró con una inclinación de su cabeza rubia que había entendido y dejó que se encerrara en su despacho.
Cuando hubo cerrado la puerta, fue consciente del silencio que había al otro lado de la línea. Frunció el ceño, porque Oscar Balfour poseía un cerebro que funcionaba a la velocidad de la luz, así que los silencios de cualquier tipo eran algo poco habitual en él.
–¿Te encuentras bien? –preguntó con cautela.
Oscar dejó escapar un suspiro.
–La verdad es que no –admitió–. He empezado a preguntarme qué he hecho los últimos treinta años de mi vida.
–Echas de menos a Lillian –murmuró Nikos.
–Todos los minutos de todas las hora del día –confirmó Oscar–. Me voy a la cama pensando en ella, paso la noche soñando con ella y me despierto buscando el calor de su cuerpo al lado del mío en la cama.
–Lo siento –era una respuesta poco adecuada y Nikos lo sabía, porque Oscar Balfour seguía llorando la reciente pérdida de su esposa–. Han sido tiempos difíciles para todos vosotros…
–Con una muerte y dos escándalos tan fuertes, unidos a la crisis financiera mundial que amenaza con dejarnos a todos en la miseria, yo creo que «difícil» se queda corto –Oscar dejó escapar una risa seca.
Desde la repentina y prematura muerte de Lillian tres meses atrás, el apellido Balfour había sufrido escándalo tras escándalo. Desde el momento en que Oscar anunció que tenía una hija de veintiún años de la que nadie sabía nada, los Balfour se habían convertido en el blanco preferido de los medios sensacionalistas, que daban voz a cualquiera que deseara despotricar contra ellos.
–Has salido casi intacto de la crisis –Nikos trató de poner una nota positiva.
–Así es –reconoció Oscar–.Y tú también.
Nikos rodeó su escritorio y se detuvo frente a la enorme fotografía de su ciudad natal que había enmarcado en la pared. Si entornaba los ojos podía distinguir el punto oscuro del extremo inferior que representaba la barriada de Atenas en la que había pasado los primeros veinte años de existencia buscándose la vida.
Apretó las mandíbulas y el color de sus ojos se oscureció por sus pensamientos. Ser un niño de la calle había sido un buen incentivo para trabajar como una mula y asegurarse de que no volvería ser pobre nunca más, pensó. Y si no hubiera tenido la buena fortuna de encontrarse por casualidad con Oscar, seguramente seguiría todavía allí, llevando la misma vida, y seguramente habría terminado en la cárcel, se dijo con una sinceridad que le hizo sonreír.
Aquel hombre, aquel inglés sagaz e inteligente, había visto algo en el joven arrogante que Nikos era entonces, se había dejado llevar por su instinto y le había dado la oportunidad de liberarse de aquella vida.
Repentinamente consciente de la fina y cara lana de su traje italiano y de los zapatos y la camisa a medida, Nikos se giró para acercarse a la cristalera que proporcionaba a su espacioso despacho de la planta alta la mejor vista de la ciudad de Londres. Poseía otros edificios de oficinas en las capitales más importantes del mundo, además de casas que complementaban su elegante estilo de vida, un yate, avión propio e inversiones capaces de competir con cualquier rival del mundo.
Al niño pobre le había ido bien, musitó Nikos en silencio, citando las palabras de un reciente artículo sobre él publicado en un periódico ateniense. Lástima de las cicatrices que guardaba en su interior, tan ocultas que ni el propio Oscar sabía de ellas.
–En cualquier caso, mis hijas ni siquiera saben que haya habido una crisis bancaria mundial –la voz de Oscar volvió a llegar a sus oídos–. Tienes razón, Nikos. Las he mimado demasiado. He consentido sus caprichos de princesas hasta rozar el límite del abandono parental y ahora estoy pagando por mi negligencia. Mi intención es arreglarlo.
–¿Y vas a hacerlo cerrando el grifo del dinero y lanzándolas al mundo cruel para que se hundan? –a pesar de la seriedad de la conversación, Nikos dejó escapar una carcajada amarga–. Créeme, Oscar, es un poco exagerado.
–¿Estás cuestionando mi buen juicio?
«Sí», pensó Nikos.
–No –aseguró, debido al respeto que le tenía a aquel hombre–. Por supuesto que no.
–Me alegro –dijo Oscar–, porque quiero que acojas a Mia bajo tu protección y le enseñes todo lo que necesita saber para sobrevivir siendo una Balfour.
–¿Mia? –repitió Nikos. Necesitó un instante para asociar aquel nombre con las hijas de Oscar–. ¿Es la…?
Se calló, pero era demasiado tarde.
–¿La qué? –inquirió Oscar.
–La… la nueva –contestó Nikos con lo que consideró gran diplomacia, teniendo en cuenta el modo en que había sido presentada como una Balfour.
–Puedes utilizar el término «ilegítima» sin ofenderme, Nikos –aseguró Oscar–. Aunque no creo que Mia sienta lo mismo. Es tan diferente a mis otras hijas… –suspiró–. Para decirlo claramente, no lleva bien ser una Balfour. Creo que vivir en Londres y trabajar contigo será bueno para ella.
–De ninguna manera, amigo mío –se negó Nikos.
–Puedes acompañarla a algún que otro evento –continuó Oscar como si Nikos no hubiera hablado–, mostrarle cómo comportarse en el ámbito social…
–Si le está resultado duro dentro de la seguridad de la mansión Balfour, lo que sugieres es lo mismo que arrojarla a los lobos –señaló Nikos–. Sigue mi consejo y envíala con alguna de las muchas viudas que conoces en Londres, ellas le enseñarán cómo ser una Balfour. Yo soy un lobo solitario, Oscar –aseguró–. Siempre he trabajado solo y me como a los débiles.
Se hizo otro silencio en el teléfono, pero éste no guardaba una carga de dolor como el anterior sino que tenía la frialdad del repentino cambio de humor de Oscar.
–Creí que ya había quedado claro que a mis hijas no te las comías.
–Me refería a…
–No me hagas recordarte que me lo debes, Nikos –lo interrumpió Oscar–. Apelo a esa deuda.
Nikos comprendió que estaba atado de pies y manos, pero hizo un último y desesperado intento.
–Oscar…
–¿Vas a negarte a hacerme este favor?
–No –Nikos suspiró en señal de rendición–. Por supuesto que no.
–Bien. Entonces todo arreglado –Oscar volvía a sonar cálido–. He pensado que como no te gusta que invadan tu espacio vital, podría utilizar el apartamento para personal que tienes al lado de tu ático.
–Además de darle trabajo, ¿quieres que sea su niñera? –bramó Nikos como un animal acorralado.
–Mañana estará allí. Sé amable con ella.
Amable. Nikos arrojó el teléfono móvil sobre el escritorio con más violencia de la que merecía el aparato y luego se giró para apoyar sus estrechas caderas sobre el pulido borde del escritorio.
Al acceder a pagar la deuda moral que tenía contraída con Oscar, había accedido también a comprometer sus propios valores profesionales. Un gruñido de frustración reverberó en su pecho al tiempo que unos golpes en la puerta anunciaba la aparición de Fiona.
–Siento molestarte –murmuró al instante al ver que él fruncía el ceño–, pero una de las señoritas Balfour está en la recepción y quiere verte. Ha mencionado que necesita un juego de llaves de tu apartamento…
Nikos se quedó paralizado, como si por primera vez en su vida adulta sintiera una oleada de calor capaz de destruir su legendaria frialdad. Lo que Fiona estaba diciendo era que la nueva y tímida hija de Oscar acababa de entrar en su recepción haciendo un anuncio que los colocaba de cara a los demás en una relación íntima.
Se suponía que no iba a llegar hasta el día siguiente. ¡Ni siquiera la conocía todavía! Y esa estúpida ya había despertado las especulaciones y los cotilleos picantes sobre ellos dos por todo el edificio.
La señorita Balfour no sólo era estúpida, también resultaba altamente peligrosa.
Nikos se incorporó a toda prisa. Al diablo con la amabilidad, pensó furioso mientras pasaba por delante de una curiosa Fiona y salía al pasillo.
Mia estaba al lado del mostrador de recepción, arrepentida por lo que había dicho y por el modo en que lo había dicho cuando vio cómo se abrían las puertas de uno de los ascensores y salía un hombre alto, moreno y que le resultaba tremendamente familiar. La sorpresa la paralizó durante un segundo. Empezó a temblar al darse cuenta de que aquél era el hombre que había estado a punto de atropellarla en la finca de los Balfour el día de su llegada. Lo reconoció incluso por el modo en que se estaba acercando a ella, como si se dirigiera a la guerra, y sintió deseos de salir corriendo.
–Oh, Dio –fue incapaz de contener un gemido cuando se detuvo a escasos centímetros de ella–. Es usted.
Eso era exactamente lo que pensaba, se dijo Nikos con expresión grave. Él estaba sufriendo el mismo tipo de conmoción que veía escrita en la cara de Mia, aunque en su caso lo disimulaba. Sin embargo, no fue capaz de evitar que sus ojos recorrieran el largo y brillante cabello negro, la sencilla camiseta blanca y una falda corta azul claro. Y llevaba zapatos planos, aunque eso no estropeaba la longitud de sus fabulosas piernas.
–¿Señorita Balfour? –le preguntó con fría formalidad–. Ya que no nos conocemos, me presentaré. Soy Nikos Theakis, es un placer conocerla finalmente.
Le tendió una mano de dedos largos. Consciente de que la recepcionista estaba escuchando, al igual que varios curiosos más que había en el vestíbulo, Mia captó el mensaje que encerraba su frío saludo y deseó morirse allí mismo. Odiaba ser el centro de atención, le costaba trabajo creer que hubiera cometido el error de expresar públicamente la razón por la que estaba allí.
Recordó lo último que le había dicho su padre antes de que el coche se la llevara: «Sé valiente». Sin embargo, la valentía no tenía absolutamente nada que ver con lo que estaba sintiendo en aquel instante en que se vio obligada a estrecharle la mano.
–Bon… bon giorno –consiguió decir mientras trataba de disculparse con los ojos.
Si él captó la disculpa no hizo amago de demostrarlo. Si acaso su cuerpo se petrificó todavía más.
–No esperaba verla por aquí hasta mañana –aseguró–. En cualquier caso, creo que tiene un problema doméstico que necesitamos solucionar, ¿no es así?
–Yo…, sí –respondió Mia con un suspiro.
Nikos trató de ignorar la repentina descarga eléctrica que le atravesó la palma cuando las manos de ambos se tocaron. Retiró al instante la suya y consultó fugazmente el reloj.
–Tengo una reunión –informó con sequedad–, pero si viene conmigo mi secretaria le ayudará con cualquier problema que tenga.
Dicho aquello se dio la vuelta y cruzó de nuevo el vestíbulo con su nueva carga pisándole los talones.
No se había dirigido a la gente que había en el vestíbulo, pero su instinto le decía que había conseguido acabar con cualquier especulación sobre su posible relación con Mia Balfour.
Complacido consigo mismo por haber conseguido eso al menos, entró en el ascensor y espero a que ella hiciera lo mismo.
–Lo siento de veras –se disculpó Mia en cuanto las puertas se hubieron cerrado tras ellos.
–Es usted una estúpida –Nikos no estaba ni mínimamente impresionado por su disculpa–. Si va a trabajar conmigo, señorita Balfour, le sugiero que aprenda rápidamente el arte de la discreción, o no va a durar ni un día.
–No me paré a pensar. Oscar me dijo que…
–Dejemos a su padre fuera de esto –los ojos de Nikos le dirigieron una mirada de desprecio–. Estoy seguro de que cuando Oscar me convenció para que le hiciera este favor, usted ya había accedido de antemano, lo que la convierte en responsable de sus propias acciones, señorita Balfour. Así que la primera regla, una que debe aprender rápido, es que no debe volver a avergonzarme así jamás.
–Lo siento –Mia aspiró con fuerza por segunda vez y renunció a explicar que había sido Oscar quien la había enviado allí para que pidiera en la recepción las llaves de su nuevo apartamento–. Es que va a llegar un servicio de mensajería con mis cosas a su… a mi nueva dirección y necesito entrar.
–La próxima vez inténtelo utilizando el teléfono.
Mia decidió allí mismo que no le caía bien Nikos Theakis.
–Y para que quede claro, en caso de que no se haya dado cuenta –continuó él con amargura–, no estoy de acuerdo con su presencia aquí. No trabajo con estúpidos. Ascenderá o caerá según sus propios méritos y si no se esfuerza lo suficiente esta despedida. ¿Lo ha entendido?
Mia estaba empezando a sentirse molesta por su fría manera de censurarla. Después de todo, no había sido su intención avergonzarlo.
Echó la cabeza hacia atrás y lo miró allí de pie, alto y fuerte con su desprecio llegando hasta ella en oleadas. Tenía el aspecto de lo que era, un hombre de negocios duro y frío, un millonario arrogante.
–Y vamos a dejar clara una cosa más antes de salir de este ascensor –continuó Nikos–. No soy partidario del nepotismo. Creo que todo el mundo debe trabajar lo máximo posible para ganarse su sitio en el mundo.
Una de las razones por las que él se había ganado el respeto de sus empleados era porque los animaba a explorar su propio potencial ocuparan el puesto que ocuparan.
–Así que dará lo mejor de sí misma o está despedida, ¿entendido? –le soltó con frialdad.
–Me considera una inútil aprovechada –comprendió Mia.
–¿Una aprovechada está por encima o por debajo de una doncella? –respondió Nikos con rapidez.
A ella se le sonrojaron las mejillas por la rabia.
–El error de la doncella fue suyo, no mío.
–Y usted se ofendió y se marchó indignada como una diva –contestó él–. Me resulta muy curioso descubrir tres meses más tarde que el día que nos conocimos iba usted camino de lanzar una bomba a toda la familia Balfour, como si no hubieran tenido bastante en aquel momento.
Mia apartó los ojos de él con culpabilidad. Se estaba refiriendo a la mujer de Oscar, Lillian, y a cómo su inesperada llegada había provocado tantos problemas que sus efectos aún seguían afectando a la familia.
–No sabía que Lillian estuviera enferma –murmuró defendiéndose.
–Pues si yo hubiera sabido lo que tenía usted en mente aquella mañana habría impedido que se acercara a ellos. Piénselo. Si no se hubiera marchado usted tan indignada y me hubiera ofrecido alguna explicación, su llegada a la mansión Balfour no habría sido tan inoportuna, porque yo habría impedido que se produjera y seguramente se habrían evitado los consiguientes escándalos.
¿De verdad podría haber sido tan sencillo?, se preguntó Mia con tristeza. ¿Podía una decisión de una décima de segundo haber cambiado el destino con tanta facilidad? Mientras pensaba en ello se abrieron las puertas del ascensor y Nikos Theakis salió. Mia se sintió como si acabara de utilizarla para limpiar el suelo con ella.
–Supongo que piensa que habría sido mejor para todos que me hubiera atropellado –comentó a su espalda.
Nikos se detuvo en el pasillo y se giró sobre sus talones. Mia estaba enmarcada por las puertas abiertas del ascensor, el cabello le caía libremente sobre los hombros y su hermoso rostro estaba muy pálido.
Era muy joven, volvió a pensar Nikos, como había hecho tras verla por primera vez en la entrada de la finca de los Balfour. Se sentía culpable, vulnerable y herida. Él se había dejado llevar por la furia que sentía y la había acusado de ser la responsable de la situación de la familia Balfour. ¿Era justo?
No. Sus acusaciones eran excesivas. Y luego había otra cuestión que había estado tratando de evitar, pero que en ese momento no pudo controlar cuando dejó que sus ojos la recorrieran de arriba abajo. Al instante experimentó una oleada de calor en la entrepierna, el mismo que notaba cada vez que dejaba que su mente lo devolviera a aquel instante en la entrada de la finca de los Balfour.
Se sentía atraído por Mia. Había pensado en ella de vez en cuando desde entonces. Si hubiera podido regresar a Inglaterra en los últimos meses, habría ido de visita a la mansión Balfour para averiguar quién era.
Ahora ya lo sabía.
Era una Balfour, lo que la colocaba fuera de su alcance.
Así que no hacía falta decir que no quería que invadiera su lugar de trabajo. No quería tenerla cerca y que amenazara su tranquilidad laboral con esa exuberante figura, su boca sensual y la promesa de ardiente pasión que podía ver brillando tras el dolor de sus ojos azules.
Optó por la opción más cruel y no se molestó en responder al comentario, se dio la vuelta y siguió andando. Se estaba comportando como un malnacido, frío y sin corazón y lo sabía, pero era la única manera de protegerse.
Le daba una semana, dos a lo sumo. Los ataques a su vulnerable autoestima la harían salir corriendo de vuelta a Buckinghamshire con Oscar, se dijo mientras dejaba a Mia Balfour al cuidado de Fiona y se dirigía hacia su retrasada reunión.
Dos largas semanas más tarde, Mia estaba a cuatro pasos del escritorio y echaba chispas por dentro mientras esperaba con paciencia a que Nikos advirtiera su presencia. Llevaba puesto un vestido de corte sencillo color crema, ajustado a la cintura con un cinturón de cuero amarillo. Los zapatos iban a juego. El conjunto entero le habría costado el sueldo de un año si hubiera sido nuevo, pero como era de segunda mano, Mia no se quejaba.
No se le ocurriría quejarse. Lo que la horrorizaba eran los precios exorbitantes que sus hermanastras pagaban sin pensar por ropa que se ponían una vez y luego acumulaban en los armarios de la mansión Balfour. En el armario de su pequeño apartamento tenía una selección estupenda de ropa usada que sólo necesitaba unos cuantos retoques.
Ese día había escogido aquel atuendo en particular con un único propósito en mente: desafiar a Nikos Theakis a que le encontrara alguna objeción.
Él era capaz de formular miles de críticas con una única mirada de sus fríos ojos negros. Y la objeción del día anterior había tenido como objeto la falda corta gris perla que había combinado con una preciosa blusa de seda en tono ciruela. La mirada desaprobadora de Nikos había recorrido la longitud de sus piernas hasta la tela de la blusa. Así que hoy se había cubierto con un vestido cuyo dobladillo le llegaba por debajo de la rodilla. Y se había recogido el pelo en un moño tan tirante que la piel de la cara le tiraba, porque el día anterior también la había mirado con desprecio cuando se apartaba los mechones negros del rostro cada vez que bajaba la vista hacia su trabajo.
Y estaba absolutamente convencida de que la estaba haciendo esperar deliberadamente, para hacer crecer la tensión, mientras mantenía la silla girada hacia la ventana, de modo que lo único que podía ver de él era la parte superior de su oscura cabeza.
Todo formaba parte de la guerra de desgaste que había emprendido contra ella, Nikos odiaba que estuviera trabajando allí. Nunca le perdonaría que hubiera aceptado un puesto que no se había ganado trabajando duro, y ella no estaba dispuesta a rendirse y salir huyendo. Estaba decidida a ser la persona que su padre quería que fuera, aunque muriera en el intento.
O aunque matara a Nikos Theakis.
Éste se estaba preguntando si Mia sabría que podía leerle el pensamiento aunque estuviera de espaldas. Ella era demasiado joven para conocer el arte de enmascarar sus sentimientos, y demasiado italiana para querer hacerlo aunque pudiera.
Murmurando una respuesta para Petros, su mano derecha en Atenas, Nikos mantuvo la mirada clavada en el cristal tintado que lo separaba de la vista de Londres, aunque no se fijó en ésta. Su atención estaba centrada en cristal, donde la imagen de Mia se reflejaba como una fotografía borrosa, visible pero empañada por la luz del sol que se filtraba desde el exterior.
Estaba allí pero no estaba, pensó Nikos. Le gustaba así, desenfocada y lejos de su alcance, de ese modo podía fingir que nada estaba sucediendo entre ellos. Se despidió de Petros, colgó el teléfono, aspiró con fuerza y giró la silla. Un repentino arrebato de testosterona se apoderó de su entrepierna. «Que bruja provocativa», pensó cerrando los ojos para ocultar la chispa que sintió encenderse en ellos. El vestido era un ejemplo de modestia, el pelo recogido un insulto a su belleza. Todo, incluso la longitud de la falda, le indicaba que había corregido cada crítica que le había hecho, incluidas las silenciosas. Nikos apretó las mandíbulas. No había olvidado nada. Mia se tomó aquel gesto como otra crítica que amenazaba con acabar con su autoestima. Deseó poder adoptar la misma indiferencia que mostraba él, pero lo había intentado sin conseguirlo. Aunque lo odiaba, no podía evitar responder, aunque fuera interiormente, al puro magnetismo animal de Nikos. La hacía sentirse indefensa ante una sensación que ni entendía ni podía controlar.
–¿Tienes algo para mí? –preguntó Nikos rompiendo el silencio.
Ella temblaba cuando avanzó para colocarle en el escritorio el informe que había elaborado.
–La información que querías sobre Lassiter-Brunel –contestó Mia.
Nikos miró el abultado informe y luego otra vez a ella, con gesto sorprendido.
–Qué rápido –dijo acercándose el informe–. ¿Has pasado toda la noche despierta?
–Dijiste que lo querías para esta mañana –le recordó Mia.
Él volvió a bajar la vista y experimentó una punzada de culpabilidad mientras pasaba las hojas de información que ella había recopilado. Contaba con un departamento de expertos especializados en recuperar ese tipo de información, lo que convertía el trabajo que Mia había hecho en una completa pérdida de tiempo.
Entonces algo inusual le llamó la atención. Apartó un papel del resto y se reclinó en la silla para leerlo. Al darse cuenta de lo que era, Mia se puso tensa, dispuesta a escuchar que aquella información sacada de un artículo antiguo de Internet sobre el comportamiento poco adecuado de Anton Brunel con el sexo opuesto no era lo que esperaba ver en un informe comercial.
Nikos alzó una de sus oscuras cejas.
–¿Crees que ésta es una información adecuada para incluir aquí?
–Ahí dice que pagó una gran suma de dinero para silenciar a una compañera de trabajo con la que… había salido –Mia no fue capaz de repetir las descriptivas palabras que se utilizaban en el artículo.
–Pone que le pagó para que no revelara información.
–Así es –Mia asintió para aceptar la corrección–. Pero como puedes ver, la mujer en cuestión lo había denunciado por acoso sexual, aunque luego retiró la denuncia. Si te fijas en el siguiente documento, verás que al seguirle la pista descubrí que ocho meses más tarde tuvo un hijo al que llamó Anthony.
–¿Y adónde quieres llegar?
Mia aspiró con fuerza el aire.
–Si un hombre es capaz de abusar de su posición de poder para seducir a una empleada y luego pagarle para que guarde silencio, entonces no es un hombre respetable.
–En tu opinión –señaló Nikos.
–En mi opinión –admitió ella.
–Y si la… aventura hubiera sido de mutuo acuerdo, ¿cambiarías de opinión? –quiso saber Nikos.
–Está casado y tiene hijos.
–Eso no es lo que te he preguntado.
Mia se revolvió inquieta.
–El artículo afirma…
–Según ellos.
–Según ellos –repitió ella algo molesta–, la mujer estaba bastante angustiada cuando hizo la denuncia y tenía moratones en los brazos y en la cara. Hay fotografías –Mia señaló hacia el informe.
Nikos volvió a bajar la vista y miró las fotografías. Frunció los labios con desagrado y las apartó.
–En este artículo se dice que Brunel negó tener conocimiento de cómo se había hecho la mujer los hematomas. Asegura que le tendió una trampa.
–¿Con qué propósito haría algo así? –Mia lo miró con asombro.
–Para recibir la considerable suma de dinero que obtuvo después.
–¿Y qué hay del niño?
–Podría ser hijo de cualquier otro –respondió él encogiéndose de hombros con indiferencia.
–Pero ésa es una manera muy cínica de ver la situación –se apresuró a decir ella–. No puedes saberlo con certeza, y…
–Y tú no puedes dar por hecho que la versión de Brunel no sea la verdadera –la atajó Nikos con lógica aplastante–. Sospecho que la verdad se sitúa en algún lugar en el medio de ambas versiones, pero como no se pudo demostrar nada supongo que nunca lo sabremos.
Dejó a un lado la hoja de papel y volvió a mirarla.
–Así que explícame otra vez por qué lo has incluido en tu informe.
Mia cambió el peso de un pie a otro. En realidad no quería responder a la pregunta.
–No me cae bien ese hombre –confesó finalmente.
Esa vez Nikos alzó las dos cejas.
–Pero sólo lo has visto una vez, el otro día en una comida.
–Tiene una… conducta que me incomoda.
Nikos se inclinó de pronto hacia delante. Su actitud reposada había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
–Explícate –le ordenó.
–Yo… no –ella notaba las mejillas ardiendo y bajó la vista.
–Más te vale hablar, Mia –le exigió con dureza–. Y ahora mismo.
–¿Por qué estás enfadado conmigo? –inquirió ella–. Me pediste que averiguara todo lo que pudiera sobre Lassiter-Brunel. Encontré estos artículos. ¿Habrías preferido que fingiera no haberlos visto?
Nikos se dio cuenta de que ella estaba tratando de desviar la cuestión. Entornó los ojos y recordó la comida de trabajo que habían compartido a principios de aquella semana con John Lassiter y Anton Brunel. Los dos hombres eran atractivos, arrogantes y seguros de sí mismos. No había nada de malo en aquellas características propias de triunfadores. Mia se había puesto un vestido de verano rojo muy sexy que le marcaba los voluptuosos senos. El minúsculo chal negro que se había colocado en los hombros no cubría nada importante, y llevaba el cabello retirado de la cara con una gran pinza roja. Parecía una flor exótica en un lugar lleno de trajes oscuros. Cada vez que ella dirigía la mirada hacia el otro lado de la mesa los dos hombres perdían el hilo de la conversación. Lápiz de labios rojo, recordó Nikos, el tono cálido de su acento italiano cuando reunía el valor para hablar… Algo que no deseaba sentir lo obligó a ponerse de pie con la agilidad de un gato.
–Quiero saber por qué has decidido que no te cae bien Anton Brunel –insistió–. ¿Dijo algo que te ofendiera? ¿Se sobrepasó de alguna manera?
Mia lamentó haber empezado aquello al incluir aquel artículo en el informe.
–No –aseguró revolviéndose, incómoda.
–¿Entonces? –le espetó Nikos.
–Nada.
Mia abrió mucho los ojos cuando él se acercó y se detuvo para cernirse sobre ella. Intimidada por su varonil presencia, dio un paso atrás.
–¿Qué… qué te pasa? –murmuró asustada.
–Responde a la pregunta –Nikos se acercó todavía más y la sujetó por los brazos para evitar que siguiera reculando.
Al sentir la presión de los dedos de Nikos, una oleada de calor recorrió a Mia, que se apresuró a tratar de borrar aquella sensación hablando a toda prisa.
–Dijo… dijo algo que me ofendió cuando ya nos íbamos y tú estabas hablando con John Lassiter.
–¿Qué dijo? Y mírame cuando me hables –le exigió Nikos molesto–. Me enfurece que me ocultes la mirada de ese modo.
Mia suspiró e hizo lo que le pedía. Entonces se encontró con un par de ojos oscuros en cuyas profundidades ardía una llama que no había visto nunca antes. Durante un instante olvidó de qué estaban hablando mientras absorbía aquel fascinante nuevo descubrimiento.
–Habla –le ordenó Nikos.
Mia parpadeó varias veces.
–Dijo… dijo que lo había estado mirando y luego hizo un comentario personal sobre tú y yo. Es culpa tuya, Nikos –continuó antes de que pudiera interrumpirla–. Me obligas a seguirte como un perrito faldero. Si me muevo, me miras. Si sonrío, me miras. Me tocas el pelo, el brazo, los dedos si los pongo encima de la mesa. Cuando vamos andando me pasas el brazo por la cintura. Mírate ahora –le espetó acaloradamente–. Me estas sujetando como si tuvieras algún derecho sobre mí. Ese hombre horrible ha malinterpretado las señales que envías y se ha atrevido a decirme que le gustaría disfrutar de un pedacito de lo que tú estás obteniendo de mí.
Nikos apartó los dedos de sus brazos como si se hubiera quemado. Mia estuvo a punto de perder el equilibrio sobre los tacones. La asombrada expresión de él hizo que soltara una risita.
–No eres consciente de lo que haces, ¿verdad? –dijo–. No sabías que haces las cosas que te he dicho. Pues bien, las haces, y por eso él ha dado por hecho que tenemos… algo íntimo –aquellas palabras salieron de su boca con dificultad–. Y… y me preguntó si me gustaría quedar con él una tarde que tú estés ocupado.
Nikos se quedó paralizado delante de ella. Turbada por lo que acababa de decirle, Mia trató de serenar su respiración. En las dos semanas que llevaba trabajando con él, Nikos la había tratado más como a su esclava que como a su asistente personal. La había llevado a todas las comidas de negocios que había tenido. La había sacado de la cama a horas intempestivas de la mañana para que lo acompañara también a desayunos de trabajo. Si hablaba, no le parecía bien; si sonreía tampoco. Si miraba lo que la rodeaba, le tocaba la mano para que volviera a mirarlo a él y fruncía el ceño como si ella hubiera cometido un pecado mortal. La acompañaba a su apartamento por las noches y la dejaba sola mientras él salía para hacer lo que hiciera con quien lo hiciera.
–Entonces nos olvidamos el acuerdo Lassiter-Brunel.
Mia se dio cuenta de que había rodeado su escritorio y se había vuelto a sentar en la silla.
–Encárgate de ello –ordenó dándole un empujoncito al informe, ya cerrado, sobre la superficie de la mesa.
–¿En-encargarme de qué? –preguntó Mia tartamudeando.
Nikos alzó la vista para mirarla. Volvía a ser el animal frío y controlado de siempre.
–Lo-lo siento –consiguió disculparse ella–, pero no entiendo.
–¿Tan mal manejo el idioma? –se burló Nikos.
–No. Es que… es que he perdido la concentración durante un instante.
Nikos se preguntó qué haría si le pidiera que utilizara aquel delicioso tartamudeo esa noche mientras yacía desnuda en la cama debajo de él.
Maldijo en silencio por el rumbo que había tomado su imaginación. Dos largas semanas y ella seguía allí volviéndole loco. ¿De verdad él hacía todas aquellas cosas que había dicho?
Su nueva asistente tal vez lo odiara, pero sentía un deseo por él que era demasiado inepta para mantener oculto, aunque también estaba convencido de que Mia no era consciente de lo transparente que se mostraba.
Y ésa era la razón por la que Anton Brunel había captado vibraciones sexuales en la mesa, pensó. Era culpa de Mia, no suya. Y en cuanto a los tocamientos de los que lo acusaba, sólo tenían lugar en su imaginativa cabeza. Ella le recordaba a una granada sexual a medio abrir. Era mitad mujer precoz mitad niña irritante, y tal vez lo excitara como ninguna otra mujer lo había hecho, pero no quería llevársela a la cama. Oscar nunca se lo perdonaría.
Nikos volvió a retomar la conversación.
–Llama a John Lassiter –dijo–. Dile que ya no estoy interesado en hacer negocios con ellos.
–¿Yo? –Mia se quedó boquiabierta–. Pero yo no quiero…
–Y tráeme un café –la interrumpió, y se inclinó hacia delante para recoger su bolígrafo.
Si aquello no la enseñaba a mantener a raya sus modos provocativos, entonces no lo conseguiría con nada. El acuerdo Lassiter-Brunel valía millones sobre el papel. A la austera Mia Bianchi Balfour le iba a espantar la idea de perder un negocio tan lucrativo.
–Y recuérdale a Fiona que saldré dos horas a comer.
–Pero Nikos, por favor… –murmuró Mia dolida–. No sé cómo hacer lo que me has pedido.
–¿El café? –preguntó él con una crueldad de la que disfrutó.
–¡Decirle a alguien que el acuerdo está roto!
–Entonces estás a punto de aprender algo nuevo –comentó Nikos sin asomo de remordimiento–. Y para que lo sepas, no apruebo las aventuras en el trabajo, las relaciones sentimentales, ni siquiera la amistad. Así que deja de provocarme con tu manera de vestir, tu modo de mirarme o la manera en que has colocado ese informe delante de mí con la esperanza de que leyera el artículo y te preguntara al respecto, y así poder contarme lo que Brunel piensa de nosotros. Ha sido irritante e infantil. No existe un «nosotros». El resto de lo que has dicho existe únicamente en tu cabeza. Y ahora tengo que hacer unas llamadas.
Avergonzada y humillada por su fría afirmación, Mia se dio la vuelta y cruzó el despacho con piernas temblorosas.
«Irritante e infantil».
–Lo odio –susurró Mia cuando estuvo al otro lado de la puerta.
–¿Decías algo? –Fiona alzó la vista de su trabajo y la miró.
Mia cruzó la estancia para dejarse caer en una silla delante de ella. Deseaba estar muerta o, al menos, muy lejos de aquel lugar.
–Hoy está de muy mal humor y lo odio.