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Varias Autoras

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Beschreibung

Los mejores romances de tus colecciones favoritas: Bianca, Julia, Jazmín y Deseo Maestro de placer Penny Jordan Aquel millonario la había llevado a la cama… por venganza. Hacía diez años que Sasha había abandonado al guapo millonario Gabriel Calbrini… y él no la había perdonado por ello. Ahora era viuda y no podía creer que Gabriel fuera el heredero de la fortuna de su difunto marido… y el tutor de sus dos hijos. Su vida estaba completamente en sus manos… y Gabriel deseaba vengarse. El amor que Sasha había sentido por Gabriel había estado a punto de destruirla, por eso no podía caer de nuevo en sus brazos… por muy persuasivo que fuera. Había demasiado en juego… y algo que Gabriel jamás debía saber. A las órdenes del millonario Teresa Southwick Estaba dispuesto a pagar cualquier precio por ayudar a su hijo. Cuando Sean Spencer perdió el habla por culpa de un terrible accidente, Gavin Spencer prometió hacer todo lo que hiciera falta para conseguir que volviera a hablar. Lo primero fue contratar al mejor especialista para que viviera con ellos en la mansión. Gavin pensó que aquello sería lo más sencillo, pero aún no conocía a M.J. Taylor. Ella también había sufrido una tragedia y su manera de superarla había sido dejar de hacer aquello para lo que había nacido: trabajar con niños. Y estaba convencida de que nada podría hacerla cambiar de opinión… hasta que Gavin Spencer apareció en su vida. Ahora y siempre Maureen Child No se habían vuelto a rozar desde aquella noche de hacía quince años, pero Donna Barreto aún reconocía el deseo en los ojos de Jake Lonergan. El deseo y la culpa. Tenía remordimientos por haber tratado de hacerla suya mientras ella era la novia de su primo. Aquél había sido su secreto… hasta que ella se había marchado de la ciudad con un secreto aún mayor.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pack Romances, n.º 57 - diciembre 2014

I.S.B.N.: 978-84-687-4746-0

Editor responsable: Luis Pugni

Índice

Créditos

Índice

Maestro de placer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

A las órdenes del millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Ahora y siempre

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Atrapada en el pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 1

SASHA se giró para mirar a sus hijos gemelos, que retozaban en la playa como dos cachorrillos, luchando y saltando entre las olas que bañaban la solitaria costa de Cerdeña.

–Tened cuidado –les advirtió, y dirigiéndose al mayor añadió–: Sam, no seas bruto.

–Estamos jugando a los bandidos –se justificó él.

Ése era su juego favorito de aquel verano, desde que Guiseppe, el hermano de María que trabajaba en la cocina del pequeño hotel que formaba parte de la cadena del difunto marido de Sasha, les había contado historias de la isla y de sus legendarios bandidos.

Los niños habían heredado el cabello oscuro, espeso y sedoso y la piel aceitunada de su padre. De ella sólo tenían el color de los ojos, que delataba su doble nacionalidad. Unos ojos del color del mar, que pasaban del azul al verde según la luz que se reflejara en ellos.

–Te dije que me soltaría –rió Nico desasiéndose con habilidad del brazo de su hermano.

–Tened cuidado con las rocas y el estanque –protestó Sasha mientras Sam se lanzaba contra Nico, derribándolo. Ambos rieron y rodaron sobre la arena.

–Mira, Sam, una estrella de mar –gritó Nico, y en un santiamén se agacharon el uno junto al otro para observar un pequeño estanque marino–. ¡Mira, mamá!

Obediente, Sasha se acercó a sus hijos y se arrodilló entre ellos rodeándolos con los brazos.

–Venga, vamos –instó Sam a Nico, aburrido ya del estanque y sus habitantes–. Acuérdate de que soy el jefe de los bandidos.

«Niños» , pensó Sasha con melancolía. Pero su corazón se llenó de amor y orgullo viéndolos correr hacia una parte más segura de la playa. Sin dejar de prestarles atención se volvió para mirar el hotel, situado sobre un escarpado promontorio. Éste era, en su opinión, el más bonito de todos los hoteles que había poseído su difunto marido. Como regalo de bodas él le había dado carta blanca en su renovación y acondicionamiento. El dinero que ella gastó se había visto recompensado con creces por las alabanzas de los huéspedes, que volvían una y otra vez y elogiaban sus innovadoras ideas y su determinación de mantener la exclusividad del hotel.

Pero al morir Carlo, Sasha descubrió con estupor que el resto de los hoteles del grupo no gozaba del mismo éxito que éste. Sin que ella lo supiera, Carlo había contraído enormes deudas con el fin de mantener el negocio a flote, y había utilizado los hoteles como garantía de los préstamos. Se habían tomado decisiones equivocadas, debido quizá a la salud delicada de Carlo. Su marido había sido un hombre amable, generoso y afectuoso, pero no había confiado en ella en lo referente a sus asuntos financieros. Para Carlo, ella era alguien a quien proteger y mimar, y no un igual.

Se habían conocido en el Caribe, donde Carlo estaba estudiando la posibilidad de adquirir un hotel para su cadena. Ahora, además de sufrir la pena de haberlo perdido, tenía que aceptar el hecho de que, de la noche a la mañana, había dejado de ser la esposa de un hombre rico para convertirse en una viuda sin un céntimo. Menos de una semana después de la muerte de Carlo, su contable le dijo a Sasha que su marido debía enormes sumas de dinero, millones de hecho, a un inversor privado y anónimo a quien había pedido ayuda económica. Y, aunque ella había suplicado a los asesores financieros que encontraran la manera de que ella pudiera quedarse con este hotel, ellos le dijeron que el inversor privado no estaba dispuesto a acceder bajo ninguna circunstancia.

Sasha volvió a mirar a sus hijos. Iban a echar de menos Cerdeña y los veranos maravillosos que habían pasado allí, pero iban a echar mucho más de menos a su progenitor. Aunque había sido un padre ya mayor, incapaz de unirse a los juegos de sus enérgicos hijos, los adoraba, y ellos lo adoraban a él. En su lecho de muerte, Carlo le había hecho prometer a Sasha que no olvidaría la importancia de la herencia sarda de los gemelos.

–Recuerda –le había dicho con cansancio– que todo lo que he hecho lo he hecho por amor a los niños y a ti.

Sasha le debía tanto a Carlo... Él se lo había dado todo. Se había hecho cargo de la niña dolida y necesitada que era ella entonces y, a base de amor y comprensión, había curado sus heridas. Le había hecho regalos que no tenían precio: amor propio, independencia emocional, la capacidad de dar y recibir un amor sano, carente de dependencia destructiva. Para ella había sido mucho más que un simple marido.

Sus ojos brillaron con determinación, adquiriendo el tono oscuro del interior de una esmeralda. Había sido pobre antes, y había sobrevivido. Claro que entonces no había tenido que responsabilizarse de dos hijos. Esa misma mañana había recibido un correo electrónico del colegio de los chicos, en el que le recordaban discretamente que debía pagar el nuevo trimestre. Lo último que deseaba hacer era causar más trastorno en sus jóvenes vidas apartándolos de un colegio en el que eran tan felices.

Sasha miró sus anillos de diamantes. Nunca había deseado tener joyas caras; había sido Carlo el que se había empeñado en comprárselas. Decidió que había que venderlas. Por lo menos los niños tenían donde vivir durante las vacaciones de verano. Había sido humillante para ella suplicarle a los abogados de Carlo que los dejaran quedarse allí hasta que comenzara el colegio en septiembre. Sasha se mostró agradecida cuando le dijeron que le habían concedido su deseo. Su propia infancia había estado tan falta de amor y seguridad que en el momento en que descubrió que estaba embarazada se prometió a sí misma que sus hijos nunca tendrían que sufrir como ella había sufrido. Por eso...

Sasha se volvió a mirar a sus hijos. Sí, Carlo había conseguido sanar muchas de sus heridas; todas menos una. Una herida sentimental, persistente, que todavía no había cicatrizado.

La preocupación de los últimos meses la había consumido dejándola, en su opinión, demasiado delgada. El reloj de pulsera le bailó en la muñeca mientras se recogía el cabello y se lo sujetaba con su delgada mano.

Tenía dieciocho años cuando se casó con Carlo, y diecinueve cuando nacieron los niños. Sasha, que era una chica sin formación pero lista, aceptó la propuesta de matrimonio de Carlo a pesar de que él era mucho mayor que ella. Su matrimonio le había dado todo lo que ella nunca había tenido, y no sólo en lo referente a seguridad económica. Carlo le había aportado estabilidad y un entorno seguro.

Ella había hecho lo posible por corresponder a su amabilidad, y ver la cara de Carlo la primera vez que éste vio a los gemelos en las cunas del exclusivo hospital privado en que ella dio a luz le hizo comprender que le había dado a su marido un regalo que no tenía precio.

–Mira, mamá.

Sasha, obediente, miró a los niños, que hacían volteretas laterales. Algún día, se dijo ella, le pedirían que no los mirara tanto. Pero todavía no eran conscientes de lo pendiente que estaba de ellos. Con unos hijos tan inquietos e inteligentes a veces era difícil no ser superprotectora, la típica madre que ve peligro donde los niños sólo ven posibilidades de aventura.

–¡Qué bien! –concedió ella.

–Mira, también sabemos hacer el pino –exclamó Sam orgulloso.

Eran chicos ágiles y corpulentos, muy altos para sus nueve años.

–Me has dado unos niños fuertes, Sasha –la elogiaba Carlo a menudo. Ella sonrió recordando esas palabras. Su matrimonio le había procurado el tiempo y el espacio necesarios para dejar de ser la niña que había sido y convertirse en la mujer que era ahora. Un rayo de sol se reflejó en su fino anillo de bodas al tiempo que se volvía a girar para mirar el hotel que se erigía sobre las rocas.

Su marido y ella habían viajado por todo el mundo visitando la cadena de pequeños y exclusivos hoteles que él poseía, pero su favorito entre todos ellos era el de Cerdeña. Originalmente había sido una residencia privada, propiedad de un primo de Carlo que, al morir, se la dejó en herencia. Carlo se prometió a sí mismo conservarla siempre.

Gabriel, de pie a la sombra de las rocas, bajó su vista hacia la playa. Torció la boca en un gesto de desprecio.

Se preguntó cómo se sentiría ella, ahora que sabía que el destino se había vuelto en su contra y que la seguridad que había comprado con su cuerpo no iba a durar toda la vida. Ahora que sabía que no iba a ser una viuda rica y rodeada de comodidades.

En cuanto a los niños... Sintió la hiel correr por su interior, desgarrándolo por dentro. Verlos le había hecho recordar su propia niñez allí, en Cerdeña. ¿Cómo podría nunca olvidar la cruel y dura infancia que le había tocado vivir? A la edad de esos dos niños él había tenido que trabajar muy duramente. Los maltratos e insultos que había recibido le enseñaron a esquivar los golpes de la vida. Había sido un hijo no deseado. Rechazado por su adinerada familia materna y abandonado por su padre, se crió con una familia adoptiva. De niño, recordó Gabriel amargamente, había pasado más noches durmiendo a la intemperie con los animales de la granja que dentro de la casa con la familia, la cual sabía del desprecio que por él sentía la familia de su madre.

Gabriel pensaba que una infancia como ésa fortalece o echa a perder el espíritu humano y en su caso, lo había endurecido hasta convertirlo en acero. Nunca había permitido ni permitiría que nadie lo apartara del camino que había escogido, ni que nadie se interpusiera entre él y su firme determinación de situarse por encima de aquéllos que lo habían despreciado.

Su abuelo materno había sido el patriarca de una de las familias más ricas y poderosas de Cerdeña. El pasado de los Calbrini estaba inextricablemente unido al de la isla. Se trataba de una familia muy orgullosa y dividida por el odio, la traición y la venganza.

Su madre había sido hija única. A los dieciocho años se fue de casa huyendo del matrimonio que su padre había concertado para ella, y se casó con un joven granjero, pobre pero apuesto, del que se había creído enamorada.

Aquella chica terca y mimada tardó menos de un año en darse cuenta de que había cometido un error y de que odiaba a su marido casi tanto como la pobreza en la que vivían. Pero para entonces ya había nacido Gabriel. Ella le suplicó a su padre que la perdonara y le permitiera volver a casa. Él consintió, con la condición de que se divorciara de su marido y dejara al chiquillo con su padre. Según las historias que le contaron a Gabriel de niño, su madre no se lo pensó dos veces. Su abuelo le entregó una buena cantidad de dinero al padre de Gabriel dando por sentado que ese pago único eximiría a la familia Calbrini de toda responsabilidad con el fruto del para entonces extinto matrimonio.

El padre de Gabriel, viéndose con más dinero del que había tenido nunca, partió para Roma, dejando a su hijo de tres meses al cuidado de un primo, al que prometió que enviaría dinero para la manutención del niño. Pero una vez en Roma conoció a la mujer que se convertiría en su segunda esposa, la cual no entendía por qué tenía que cargar ella con un niño que no era suyo, ni por qué debían malgastar en él el dinero de su marido.

Los padres adoptivos de Gabriel recurrieron al abuelo de éste. Eran pobres y no podían permitirse alimentar a un niño hambriento. Giorgio Calbrini se negó a ayudarlos. Aquel chiquillo no significaba nada para él. Además, su hija se había vuelto a casar, esta vez con el hombre que él había elegido para ella, y esperaba que en breve le diera un nieto del linaje que exigía su orgullo.

Pero no lo hizo, y cuando Gabriel contaba con diez años de edad, su madre y su segundo esposo se mataron al estrellarse el helicóptero en el que viajaban. Giorgio Calbrini no tuvo más remedio que conformarse con el único heredero que tenía: Gabriel.

Había sido una vida austera y desprovista de cariño, recordó Gabriel, con un abuelo que no lo quería y que despreciaba la sangre que había heredado de su padre. Pero al menos, bajo el techo de su abuelo, estuvo bien alimentado. Éste lo envió a los mejores colegios y se aseguró de que recibía la formación necesaria para que, llegado el momento, lo sucediera como patriarca de la casa Calbrini. Lo cierto era que su abuelo no había depositado en él grandes esperanzas y se lo había dejado claro muchas veces.

–Hago esto porque no tengo opción, porque eres el único nieto que tengo –le había dicho amargamente en numerosas ocasiones.

Pero Gabriel estaba empeñado en demostrarle que estaba equivocado. Y no para ganarse el amor de su abuelo, puesto que no creía en el amor. Quería demostrarle que era el mejor, el más fuerte. Y eso fue exactamente lo que hizo. Al principio, su abuelo se negaba a creer lo que decían sus profesores sobre lo mucho que sabía sobre el mundo financiero y todo lo relacionado con el mismo. Pero lo cierto era que cuando cumplió veinte años, había cuadruplicado la pequeña cantidad de dinero que su abuelo le había regalado cuando cumplió los dieciocho.

Un día, tres semanas después de cumplir los veintiuno, su abuelo murió de repente, y Gabriel heredó su enorme fortuna y posición. Aquéllos que habían dicho que Gabriel nunca sería capaz de seguir los pasos del anciano se tuvieron que tragar sus palabras. Él era un verdadero Calbrini, y poseía un instinto para los negocios más sagaz si cabe que el de su abuelo. Pero para él había cosas más importantes en la vida que ganar dinero. Tenía la necesidad de ser un hombre invulnerable sentimentalmente.

Y eso era exactamente en lo que se había convertido, reflexionó. Nunca permitiría que ninguna mujer lo rechazara como lo había hecho su madre sin recibir un castigo.

Especialmente esa mujer.

Gabriel oía a Sasha hablando con sus hijos. La brisa le llevaba el sonido de su voz, aunque no sus palabras.

Sasha... A los veinticinco años Gabriel era ya millonario. Un hombre rico que no se fiaba de nadie y que no dejaba que las mujeres que elegía para calentar su lecho fueran más que eso: simples compañeras de cama. Había sentado una serie de reglas, simples e innegociables, sobre cómo debían ser las relaciones. Prohibido hablar de amor, del futuro o de compromiso; fidelidad incondicional a su persona mientras durara la relación y respeto absoluto por su principio de sexo seguro. Y, para asegurarse de que la última regla no se quebrantaba «accidentalmente a propósito», Gabriel se ocupaba de ese tipo de cosas él mismo.

A lo largo de los años había vivido escenas de enfado y amargura protagonizadas por mujeres histéricas que habían creído erróneamente poder hacerle cambiar. Aquellas lágrimas desaparecían como por arte de magia cuando Gabriel les ofrecía un generoso regalo de despedida. Su boca se torció en un gesto cínico. ¿Acaso era de extrañar que se hubiera convertido en un hombre desconfiado y, sobre todo, en un hombre que despreciaba a las mujeres? Según Gabriel, no existía ninguna mujer que no pudiera comprarse. Su madre le había demostrado cómo era el sexo femenino, y todas las mujeres con las que había tenido trato desde entonces no habían hecho sino corroborar lo que aprendió de su madre cuando ésta lo abandonó por dinero.

Eso no quería decir que no disfrutara de la compañía de las mujeres o, más bien del placer que sus cuerpos le proporcionaban. Había heredado el atractivo de su padre, y encontrar una mujer dispuesta a satisfacer sus necesidades sexuales nunca había sido un problema.

–Sam, no te vayas tan lejos. Quédate aquí, donde yo pueda verte –esa vez, las palabras de Sasha llegaron hasta él, ya que ella había elevado la voz para que su hijo pudiera oírla. ¿Una madre entrañable? ¿Sasha?

No podía escapar de su pasado. Lo tenía atenazado, con tanta fuerza que casi podía sentir dolor físico.

Tras la muerte de su abuelo, había cerrado la incómoda y solitaria casa que su abuelo tenía en Cerdeña y se había comprado un yate. Como inversor inmobiliario que era, le venía bien viajar para descubrir posibles adquisiciones, tanto materiales como sexuales. Y si alguna mujer lo invitaba a la cama, ¿por qué no iba a hacerlo? Con tal de que ella comprendiera que una vez satisfecho su apetito, no había sitio para ella en su vida...

A la edad de veinticinco años había tomado la determinación de que cuando llegara el momento pagaría a una mujer para que le diera un heredero: un niño sobre el cual ya se encargaría él de tener derechos exclusivos.

Gabriel miró a Sasha con frío desprecio. Hacía sólo seis semanas, justo después de su trigésimo quinto cumpleaños, que había estado junto al lecho de muerte de su primo segundo oyendo cómo Carlo le suplicaba, a él, que ayudara a sus dos hijos, que era lo que Carlo amaba más que a nada en el mundo.

La misma brisa que jugaba sensualmente con la larga melena de Sasha echó para atrás su propio cabello oscuro, dejando al descubierto una estructura ósea típicamente sarda, de nariz recta, romana, unos rasgos masculinos que recordaban a ciertas esculturas de Leonardo y Miguel Ángel, y una musculatura de hombre joven y fuerte. Los sarracenos habían invadido Cerdeña hacía siglos, dejando su impronta en la historia de la isla y en sus habitantes a través de las mujeres a las que habían tomado y fecundado. Fue Carlo el que le contó la leyenda de que los varones nacidos de tales uniones llevaban en la sangre la fuerza física y la crueldad legendaria de sus padres. Gabriel sabía que llevaba sangre sarracena en las venas, y que eso se demostraba en su actitud ante la vida. No tenía compasión por aquéllos que lo traicionaban.

Estudió a los dos niños con la mirada vigilante y mortífera de un águila. Niños privilegiados, adorados por un padre anciano y afectuoso. Qué infancia tan diferente de la suya. Pensó en lo que Carlo le había suplicado: que se encargara del cuidado de sus dos hijos, dando a entender que no se fiaba de su madre. En su lecho de muerte, Carlo finalmente reconocía que ella no era de fiar.

Pero las últimas palabras que Carlo dirigió a Gabriel fueron sobre Sasha.

–Tienes que comprender que Sasha... –le dijo a Gabriel.

Su debilidad le impidió terminar la frase, pero no hizo falta. Gabriel sabía todo lo que había que saber sobre Sasha. Al igual que su madre, ella lo había abandonado. Recordarlo no hacía más que exacerbar sus sombríos sentimientos. Ella había sido la causa de una afrenta a su orgullo y ahora había llegado el momento de cobrarse la deuda...

El grito de protesta de uno de los gemelos hizo que Sasha se volviera hacia ellos, ansiosa.

–Dejad de pelearos, niños.

Algo, o mejor dicho, alguien se había interpuesto entre el sol y ella. Se colocó la mano a modo de visera para ver de quién se trataba.

Hay momentos en la vida que ocurren tan rápida y lentamente a la vez que es imposible ignorarlos u olvidarlos. Sasha sintió que se le paraba el corazón, y a continuación experimentó una sofocante sensación de incredulidad y terror, algo tan doloroso que rehusó siquiera intentar comprenderlo. Escuchó el sordo retumbar de su corazón en la distancia, como si no le perteneciera, vagamente consciente de que la sangre corría por sus venas, manteniéndola viva, mientras sentía dolor en cada nervio de su cuerpo. No acertó a decir más que una palabra:

–¡Gabriel!

Capítulo 2

UNA SOLA palabra, pero tan llena de ira y horror que quedó retumbando en el aire. Sasha giró la cabeza para mirar a Gabriel mientras sentía que el pulso le latía aceleradamente.

–¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?

Había sido un error preguntarle aquello, pues él advertiría el pánico en su voz y se daría cuenta de que Sasha estaba intentando sobreponerse al miedo. Lo delataba la manera en que la boca de Gabriel se torcía en una sonrisa cruel y satisfecha, que ella recordaba tan bien.

–¿Tú qué crees?

Su voz sonaba tan dulce y suave como la caricia de un amante. Durante un segundo, su cuerpo reaccionó a los recuerdos que evocaba. De pronto volvió a sus diecisiete años, cuando escondía su sufrimiento y su carencia emocional bajo la apariencia de una mujer segura de sí. Se había quitado la provocativa minifalda y el minúsculo top, y tenía el cabello rubio empapado tras la ducha que Gabriel le había hecho tomar. Él la miraba, mientras ella, abrumada por el sentimiento, era consciente por primera vez en su vida de lo que era el deseo físico. Ella lo quería, lo deseaba con auténtica locura.

No quería volver al pasado, pero ya era demasiado tarde. Recordó la impaciencia que había sentido cuando, en lugar de esperar a que él se le acercara, ella misma se había abalanzado sobre él. Él la había sujetado a cierta distancia para poder estudiar su cuerpo desnudo, que ya empezaba a ofrecer señales visibles de ansia. Sus pechos se habían endurecido con sólo imaginar el roce de sus dedos, cuya piel era dura, ligeramente áspera, la piel de un hombre que trabajaba con sus manos y no sólo con su cerebro. Había temblado con una emoción incontenible mientras él empezaba a explorar la forma de sus senos. La erótica aspereza de su roce le hizo ser consciente de pronto de su propia excitación, de lo preparada que se sentía, de lo húmeda y sensible que estaba la parte más íntima de su cuerpo. Y, como si él lo hubiera advertido también, Gabriel había empezado a recorrerlo con su mano, suavemente pero con determinación. Cuando la dejó reposar en el protuberante hueso de su cadera, ella, devorada por la impaciencia, sintió la necesidad de una caricia más íntima. ¿Había sido ella la que se había acercado hacia él abriendo las piernas o había sido él el que había movido la mano hacia su muslo? No lo recordaba. Pero lo que no podía olvidar era lo que había sentido cuando él había inclinado la cabeza para besar la piel suave de su garganta mientras separaba los hinchados labios y hundía sus dedos en la caverna húmeda y caliente de su sexo. Ella había estado a punto de alcanzar el clímax en ese mismo momento.

De pronto sintió un escalofrío. ¿Qué hacía pensando en eso ahora? ¿Qué era lo que sentía? ¿Miedo? ¿Culpabilidad? ¿Nostalgia? No, nunca jamás. La chica que una vez fue había desaparecido y, con ella, todo lo que una vez sintió.

Sasha dirigió su vista hacia la playa, donde sus hijos seguían jugando, ajenos a lo que estaba ocurriendo. Apartó la vista rápidamente, como si no quisiera contaminarlos con sus pensamientos. Sintió la apremiante necesidad de protegerlos más que a ella misma. Mientras apartaba la vista se echó hacia un lado, como si quisiera que la atención de Gabriel se centrara en ella y no en sus indefensos hijos. No había nada en el mundo que no estuviera dispuesta a hacer para protegerlos. Absolutamente nada. Gabriel reparó en su movimiento involuntario. Según Carlo, Sasha era una madre muy protectora, pero claro, cómo no iba a serlo. Carlo era un hombre rico, y su función de madre le daba acceso ilimitado a su fortuna. Carlo, como otros muchos hombres que se convierten en padres a una edad avanzada, había adorado a sus hijos, que eran una prueba de su virilidad. Eran sus herederos, aunque ahora precisamente no tenían nada que heredar. Todo acerca de ellos denotaba un estilo de vida privilegiado y cosmopolita: su exclusiva ropa italiana, sus blanquísimos dientes, su acento de clase alta británica. Niños que, desde la cuna, habían estado bien cuidados y alimentados. Recordó que, a su edad, él cubría con harapos su escuálido cuerpo.

Dejó de mirar a la playa para fijarse en la mujer que tenía frente a él. También lucía una buena dentadura, que sin duda había pagado su enamorado, y ahora difunto, marido. Tenía uno de esos cortes de pelo que parecían naturales pero cuyo mantenimiento, él lo sabía bien, costaba una fortuna. Su «sencillo» y elegante vestido de lino era, sin duda alguna, de marca. Y las uñas de sus manos y sus pies, desprovistas de esmalte pero perfectamente cuidadas, eran las propias de una mujer de su riqueza y posición social. Pero eso se había acabado. ¿Qué había sentido cuando se enteró de la muerte de Carlo? ¿Alivio, quizá, al saber que ya no tendría que hacer el amor con un hombre mucho mayor que ella? ¿Codicioso regocijo al creerse una mujer rica? Debía de rondar ya los treinta años, y si quería encontrar otro hombre mayor que la mantuviera, tendría que competir con mujeres más jóvenes y sin responsabilidades, como las que revoloteaban alrededor de él adondequiera que fuese. Una de sus amantes le había dicho una vez que era su ascendencia sarracena la que le daba ese cariz oscuro y peligroso que sus enemigos temían y las mujeres amaban. En su opinión, alguien que había crecido como él, abandonado y maltratado física y psíquicamente, aprendía rápidamente a devolver lo que la vida le había dado. No era de extrañar que un niño que había tenido que competir con los perros de la granja para obtener un trozo de pan desarrollara un duro caparazón para proteger tanto su cuerpo como sus sentimientos.

Sonrió fríamente al ver que la mirada de Sasha se oscurecía.

–Sí, ha debido de ser muy duro estar en la cama con un hombre que obtenía placer con tu cuerpo pero que era incapaz de darte placer a ti. Aunque, claro, tenías un montón de dinero para darte gusto, ¿no?

–No me casé con Carlo por su dinero.

–¿Ah, no? Entonces, ¿por qué te casaste con él?

La había pillado. Oyó la respiración agitada que escapaba de su pecho. Qué familiar le resultaba aquella necesidad de protegerse de un golpe mortal. Desgraciadamente para ella, era demasiado tarde. No había protección posible.

–Porque desde luego no creo que fuera por amor –se burló él cruelmente–. Lo vi justo antes de que muriera, en el hospital de Milán. Tú estabas en Nueva York, creo. De compras. Hasta metiste a los niños internos en el colegio, para gozar de total libertad.

Ella se puso completamente pálida. Gabriel admitió con rabia que incluso en ese momento, desprovista de color y de vida, estaba increíblemente hermosa.

Sasha temió que fuera a desmayarse de pura indignación. Había viajado secretamente a Nueva York para entrevistarse con otro especialista y ver si había alguna manera de salvar a Carlo. Puede que no hubiera amado a su marido como mujer, pero le estaba muy agradecida por todo lo que había hecho por los gemelos y por ella. La decisión de internar a sus hijos en el colegio no había sido fácil de tomar. Para ella, la estabilidad emocional de los niños era lo más importante, pero tenía una deuda enorme con Carlo. ¿Qué clase de persona sería si no hubiera hecho todo lo humanamente posible para encontrar la manera de darle a su marido más tiempo de vida? Hubiera sido muy complicado viajar a Nueva York con los niños. Además, no quería que éstos lo vieran morir lentamente. Sin contar que tenía que estar disponible para visitar el hospital dos o tres veces al día. Carlo había querido morir en Italia y no en Londres, donde estaba el colegio de los niños. Había tomado la decisión que creyó más oportuna en su momento, pero ahora Gabriel la estaba haciendo sentir culpable por haber dejado a los niños en el colegio durante un trimestre entero.

–Me imagino que sabrás que estaba arruinado y que no te ha dejado más que deudas.

–Sí, lo sé –admitió sombría. No merecía la pena intentar ocultarle su verdadera situación económica, ni intentar explicarle lo que había sentido por Carlo. No lo entendería porque era un hombre incapaz de comprender. La dolorosa infancia que ambos habían vivido, en lugar de crear entre ellos lazos de compasión mutua, los había convertido en los más acérrimos enemigos. Él nunca entendería por qué lo había dejado por Carlo, y ella nunca intentaría explicárselo; sencillamente, no merecía la pena.

–Me imagino que debería sentirme honrada de que hayas venido a regocijarte en persona. Después de todo, no fuiste al funeral.

–¿Para verte llorar con lágrimas de cocodrilo? Mi estómago no lo hubiera aguantado.

–Has venido a humillarme con tus palabras. Ya han pasado diez años, Gabriel. ¿No crees que es momento de que...?

–¿De qué? ¿De que me cobre la deuda que tienes conmigo? ¿Con intereses, además? Soy un hombre al que le gusta cobrar lo que le deben, Sasha. Carlo lo sabía.

Sasha sintió que algo se helaba en su interior.

–¿Qué quieres decir con eso de que Carlo lo sabía?

–Sabía, cuando me pidió que le prestara dinero, que tendría que devolverlo.

–¿Tú le prestaste dinero a Carlo?

Gabriel asintió con la cabeza.

–Utilizó los hoteles como garantía. Había comprado por encima de sus posibilidades. Se lo dije, pero él creyó que tomar dinero prestado lo ayudaría a resolver sus problemas y que, como éramos familia, no me negaría a ayudarlo. Desgraciadamente para él, no consiguió sacar el negocio a flote. Afortunadamente para mí, su deuda estaba cubierta por sus bienes. Que ahora son míos. Incluido este hotel, por supuesto.

Sasha se le quedó mirando fijamente.

–¿Tuyo? –no entendía lo que él le estaba diciendo–. ¿Quieres decir que tú eres el propietario de este hotel?

–El propietario de este hotel y de los otros. Y de tu casa, de tu ropa y del dinero que tienes en el banco. Todo me pertenece ahora, Sasha. Todo. La deuda de Carlo está pagada, pero la tuya todavía está pendiente. ¿Te creías que me había olvidado? ¿Qué no me molestaría en reclamarla?

Sasha anhelaba desesperadamente mirar a sus hijos, asegurarse de que seguían estando allí, sanos y salvos, y de que nada de esto podía afectarles. Pero temía que al mirarlos Gabriel se diera cuenta de su vulnerabilidad. Así que en lugar de ello respiró hondo y preguntó:

–¿Y qué vas a reclamar? Yo fui la víctima en nuestra relación, Gabriel. Yo fui la que...

–Tú fuiste la que se vendió al mejor postor.

Ella se obligó a mirarlo.

–No me dejaste otra opción –le dijo bajando la voz.

Era la verdad. Ella había acudido a él en busca de todas aquellas cosas que nunca había tenido, creyendo que los milagros ocurrían hasta para chicas como ella, y que todo lo malo que le había pasado en la vida tenía solución. En aquella época, todavía tenía sueños. Sentía pena por la niña que había sido y estaba contenta de que hubiera desaparecido. Y sobre todo, le hacía feliz ser la mujer en que se había convertido. Antes de que Gabriel pudiera decir nada, le preguntó:

–¿Qué es lo que quieres, Gabriel? Me imagino que no habrás malgastado tu precioso tiempo en venir aquí sólo para regocijarte con mi dolor. ¿O quizá has pensado que sería divertido echarnos de aquí personalmente? Pues te ahorraré la molestia. No tardaremos mucho en hacer las maletas.

De todos los lujos a los que iba a tener que renunciar, ése era el que iba a echar más de menos. El lujo del orgullo. Y ella sabía bien hasta qué punto se trataba de un lujo.

–Todavía no he terminado –le espetó él.

¿Había más? ¿Podría haber algo todavía peor?

–Antes de morir, Carlo me nombró tutor legal de sus hijos.

Tenía que ser una broma. Un intento cruel y deliberado de asustarla: su venganza. Pero no podía ser cierto.

–¿Qué te pasa? –le preguntó Gabriel suavemente, una vez recobró ella el aliento–. ¿No te informó Carlo de sus intenciones de nombrarme tutor legar de la familia de acuerdo con la tradición sarda?

Gabriel sabía perfectamente que Carlo no se lo había dicho a Sasha, puesto que su primo le había dicho que no lo haría.

–Será lo mejor –había musitado Carlo trabajosamente–. Aunque sé que a Sasha le va a costar entenderlo.

Y le estaba costando, pensó Gabriel. Sus ojos brillaban incrédulos mientras negaba con la cabeza. Esto no podía estar ocurriendo, se desesperó Sasha. Era la madre de todas las pesadillas. El colmo de la traición. Sintió cómo el miedo atravesaba su corazón y paralizaba su cuerpo.

–No –gritó, pálida de susto, retorciendo las manos con angustia–. No te creo.

–Mis abogados tienen todos los documentos que hacen falta.

No se trataba de una broma cruel, advirtió Sasha. Era real. Le dolía la cabeza, que tenía llena de preguntas sin respuesta.

–No lo entiendo. ¿Por qué iba a hacer Carlo una cosa así? ¿Por qué?

Gabriel se encogió de hombros. En cuestión de segundos, la imagen que tenía ante ella se difuminó y en su lugar apareció un Gabriel más joven que se impulsaba con esos mismos hombros fuertes y bronceados para salir del mar y alcanzar la cubierta de su yate. Su cuerpo desnudo y mojado estaba tan descaradamente listo para ella como el de ella lo estaba para él. Y ella siempre estaba lista para él. Preparada, ansiosa, deseosa. Carecía de inhibiciones y sospechaba que él no le hubiera permitido tener ninguna. Estaban solos en el yate, y ella se había puesto una de las camisas de Gabriel encima de su cuerpo desnudo, excitándose al pensar que su cuerpo estaría totalmente disponible en cuanto él lo tocara. Como amante, él le había abierto los ojos a un mundo nuevo de placer, tan intenso que sabía que nunca podría olvidarlo. Había habido veces en que Gabriel había pasado largas horas acariciando y besando cada centímetro de su cuerpo: la curva de su garganta, la suave piel de su antebrazo, los dedos. Si cerraba los ojos, todavía podía sentir el placer erótico casi insoportable que le provocaba su lengua húmeda al recorrerla entera. Se excitaba tanto que olvidaba que él le había ordenado que permaneciera quieta, e intentaba acercarse a él, arqueando la espalda y abriendo las piernas, mientras suspiraba con deleite al sentir cómo él separaba con cuidado los labios de su sexo y lo acariciaba con su lengua. Su orgasmo empezaba antes de que él la penetrara y, cuando esto finalmente ocurría, parte de ella ansiaba sentirlo sin la barrera del preservativo que él siempre insistía en utilizar.

De repente Sasha se dio cuenta del peligro que entrañaba lo que estaba haciendo. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Cómo podía pensar en aquello en ese momento?

–Es obvio –oyó decir fríamente a Gabriel–. Carlo sabía cuál era el estado de sus asuntos financieros. Él mismo me dijo que quería hacer lo posible para proteger el futuro de sus hijos. Al nombrarme su tutor me estaba obligando moralmente a mantenerlos.

–No, él nunca hubiera actuado así –protestó Sasha, consciente de que se estaba engañando a sí misma. Ése era precisamente el tipo de cosas que Carlo hubiera hecho, aunque fuera por los mejores motivos. Carlo había tenido un concepto profundamente arraigado de la familia. Había estado muy orgulloso de ser un Calbrini, y de que sus hijos llevaran ese apellido. Él la había querido y la había protegido del dolor de amar a Gabriel y sentirse rechazada por él, pero los chicos llevaban sangre Calbrini en las venas y eso, a fin de cuentas, era más importante que ella.

Sasha intentó ser fuerte y centrarse en lo que Gabriel le estaba diciendo, en lugar de volver al pasado, pero los recuerdos que él le estaba haciendo evocar podían con ella. ¿Cómo era posible que el mero hecho de estar junto a él despertara en ella unos pensamientos eróticos que creía verdaderamente haber dejado atrás?

–Mantenerlos –repitió Gabriel y, con estudiada crueldad añadió–: Y protegerlos de su madre.

Sasha tardó varios segundos en asimilar lo que él acababa de decir y varios segundos más en reaccionar a sus crueles e injustas palabras.

–No necesitan que nadie los proteja de mí, y tampoco te necesitan a ti.

–Carlo no te daría la razón, y la ley tampoco te la va a dar. Soy su tutor. Esos niños están bajo mi tutela. Ése fue el deseo de su padre antes de morir.

–Pero yo soy su madre.

–Una madre no muy adecuada, podría decirse.

–No tienes ningún derecho a decir eso. No tienes ni idea de la relación que tengo con mis hijos.

–Te conozco. Acudiste a Carlo porque él estaba dispuesto a ofrecerte lo que yo no te iba a dar. Ahora está muerto, y tarde o temprano buscarás a otro hombre que ocupe su lugar. A Carlo le preocupaba que tu nuevo marido no velara por los intereses de sus hijos y, naturalmente, quería protegerlos.

–Nunca me casaría con un hombre que no amara a mis hijos como si fueran suyos.

–¿No?

Sasha creyó adivinar lo que él estaba pensando.

–Todavía no has perdonado a tu madre, ¿verdad? Pues yo no soy ella, Gabriel. Yo amo a mis hijos y...

–Cállate. Esto no tiene nada que ver con mi madre.

Sasha no quería discutir con él. ¿De qué serviría? Pero sabía que tenía razón. Gabriel creía que todas las mujeres eran capaces de abandonar a sus hijos por dinero. Necesitaba creerlo porque de lo contrario sería como aceptar que su propia madre lo había abandonado porque no era digno del amor materno. Sasha sabía que para él se trataba de una verdad inamovible, que no podía cambiar porque él no quería que cambiara. Era algo que ella había aprendido en su viaje hacia la madurez, que había sido difícil y doloroso en algunos momentos, pero que la había conducido a aceptar su propio pasado. Sobre todo había aprendido que era imposible hacer por los demás ese viaje que conducía a la aceptación de uno mismo.

Hacía tiempo que Gabriel había decidido sacrificar su capacidad de amar y ser amado a cambio de la protección que ofrecía la creencia de que el sexo femenino no tiene otra motivación que el propio interés.

Seguramente Carlo había creído tomar la decisión adecuada, pero Sasha deseaba que no hubiera traído a Gabriel de nuevo a su vida y, sobre todo, a la vida de sus hijos. Para ella, los niños lo eran todo. No había nada que ella no estuviera dispuesta a hacer para protegerlos; sería capaz de cualquier sacrificio.

–No tenías por qué aceptar él ruego de Carlo –señaló–. ¿Por qué lo hiciste? Mis hijos no significan nada para ti.

Gabriel notó la hostilidad en su voz. Dirigió su mirada hacia los niños. Sasha tenía razón: no significaban nada para él, aparte del hecho de que tenían sangre Calbrini en las venas. Su primera reacción al oír la súplica de Carlo había sido de rechazo. ¿Por qué razón iba a cargar con la responsabilidad de los hijos de su primo, sobre todo sabiendo quién era su madre? Estaba claro lo que Carlo pretendía. Estaba en la quiebra y debía dinero, sus hijos eran todavía demasiado jóvenes para valerse por sí mismos, y no se fiaba de que la madre pudiera protegerlos: se vendería al primer hombre que pudiera permitirse sus caprichos. Por eso Carlo recurrió a él, sabiendo que moralmente no podría ignorar el lazo sanguíneo que los unía.

Pero desde entonces Gabriel había tenido tiempo para reflexionar. Había llegado a la conclusión de que al aceptar el rol de tutor de los hijos de Carlo se ahorraba el tener que procrear sus propios herederos y todos los problemas legales que eso entrañaba. Los hijos de Carlo eran Calbrini. Decidió que iba a dedicarle un tiempo a esos niños para comprobar por sí mismo si éstos merecían o no ser criados como sus herederos. En caso afirmativo, los educaría como si fueran sus propios hijos, para convertirlos en hombres dignos de su vasto imperio y su riqueza. En cuanto a Sasha...

Sintió el dolor de una herida que todavía no había cicatrizado. Su historia con ella era una página de su vida que todavía no había conseguido eliminar. Ninguna de las mujeres que había tenido antes ni las que vinieron después habían conseguido dejar la misma huella. Sasha tenía una deuda pendiente con él, y ahora el destino le estaba dando la oportunidad de resarcirse.

Una vez cobrados el capital y los intereses de su deuda, él la abandonaría. Sólo eso podía salvar su orgullo. Le dejaría bien claro que no había lugar para ella en la nueva vida de sus hijos, y ciertamente no en la de Gabriel. No iba a resultarle difícil. Conocía a Sasha. Era hedonista, dada a los placeres sensuales y avariciosa. Gabriel no era tan inocente como para pensar que podía convencerla de lo que quería hacer. En el momento en que ella se diera cuenta del plan, se aferraría a los niños, que constituirían un pasaporte a su fortuna. Tenía que ser sutil y cuidadoso.

Y si, en última instancia, ella se negaba a renunciar a sus derechos sobre sus hijos... Bueno, si era lo suficientemente tonta como para hacerlo pronto se daría cuenta de su error.

–No, pero significaban mucho para Carlo –repuso Gabriel con frialdad–. Y la palabra que le di significa mucho para mí. Le prometí que los trataría como si fueran mis propios hijos, y eso es exactamente lo que pienso hacer.

¿Cómo sus propios hijos?, se sobresaltó Sasha. Debería habérselo imaginado. Ella sabía lo mucho que Carlo había amado a los chicos, pero no ignoraba lo profundas que eran sus raíces sardas y lo importante que eran para él la familia y el honor. Si Carlo la hubiera hecho partícipe de sus planes, podría haber hecho algo al respecto. Algo, cualquier cosa. Le hubiera rogado, suplicado, incluso exigido que no le hiciera una cosa así. Carlo sabía lo que Gabriel sentía por ella, lo mucho que la despreciaba. Y también sabía que...

Respiró hondo. Hacía años que no pensaba en eso. No se lo había permitido a sí misma desde aquel día en que abandonó la cama de Gabriel al amanecer mientras él dormía todavía ajeno a sus intenciones. No se llevó nada consigo. Dejó la ropa cara y las joyas que él le había regalado en el yate. Sólo tomó su pasaporte y dinero suficiente para llegar al hotel en el que Carlo estaba hospedado. Tenía dieciocho años, y Carlo estaba ya entrado en los sesenta. No era de extrañar pues que, cuando un mes después se celebró la boda, el funcionario que los casó pensara que se trataba de su padre. Pero a ella no le importó. Lo único que le importaba ahora era su seguridad.

Sasha vio cómo Gabriel observaba a los chicos, y su instinto maternal interpretó esta mirada como una amenaza. Fue a tomarlo del brazo para que dejara de mirarlos, pero él se le adelantó y la agarró fuertemente de la muñeca, haciéndola gemir de dolor. El cuerpo de Gabriel se tensó como el de un cazador, un depredador esperando a que su presa tratara de escapar para castigarla. Sasha sintió un escalofrío recorrer su estómago al tiempo que reconocía esa sensación de excitación. ¿Cómo le podía estar ocurriendo esto? Hacía más de diez años que él no la tocaba. El nacimiento de los gemelos le había hecho experimentar un tipo diferente de amor que había borrado lo que sintió en su día por Gabriel. O por lo menos, así lo creía ella.

¿Cómo podía hacerle sentir así con su mero roce? Sentía un vacío en el vientre, las piernas le temblaban y sentía la adrenalina correr por las venas. ¿Cómo era posible que él le hiciera sentir todo eso? Intentó consolarse pensando que era fruto de su imaginación. Ella no lo quería ni lo deseaba. Pero el ansia en su interior era cada vez más intensa y ahogaba cualquier intento de pensar racionalmente. Excitación y rabia, deseo y disgusto, la alquimia a la vez dulce y salvaje que en su día compartieron volvía con toda su fuerza.

Recordó que así se había sentido la primera vez que lo vio. Sólo que entonces su excitación no se había visto empañada por el dolor. Su ansia por él la había dominado incluso antes de que él la tocara, y cuando por fin lo hizo... Cerró los ojos en un intento por no recordar, pero ya era demasiado tarde. Se oyó a sí misma gritando de placer mientras él la llevaba al orgasmo con sus expertos dedos. Su primer orgasmo. Él había esperado hasta que su cuerpo había dejado de temblar para preguntarle, con un aire de triunfo que pronto le iba a ser muy familiar, cómo se llamaba.

Sasha abrió los ojos súbitamente. Le ardió la cara de vergüenza al recordar su comportamiento de entonces. Tenía sólo diecisiete años, se recordó a sí misma temblorosamente. Una niña con la cabeza llena de sueños pero que, a la vez, creía saberlo todo. Ahora era una mujer de veintiocho, lo suficientemente madura como para darse cuenta de lo peligroso que había sido su pasado y lo afortunada que había sido al escapar de él y de Gabriel. Se había liberado. De su pasado, de Gabriel y de todo lo que él le había hecho sentir.

Sintió cómo Gabriel la observaba y cómo su intensa mirada la hacía temblar. Él no podía ni imaginarse lo que Sasha había estado recordando. Era lo suficientemente madura como para no traicionarse a sí misma revelándole sus pensamientos. Sin embargo, no pudo controlar su mirada, que recorrió su cuerpo deteniéndose en la garganta bronceada que asomaba por el cuello de su polo. Imaginó el torso poderoso, el estómago recubierto de vello y, por último, el lugar donde sus manos y sus labios habían descansado íntimamente en el pasado. Recordó la tersa carne masculina que recubría el músculo rígido, y cómo reaccionaba a su roce...

Pero ¿qué estaba haciendo? Desterró rápidamente sus recuerdos. Necesitaba desesperadamente tragar saliva y empapar sus labios secos pero no quiso hacerlo por si acaso... ¿Por si acaso qué? ¿Temía que Gabriel se diera cuenta de lo que había estado pensando y la sometiera a la salvaje posesión sexual que la había excitado tanto en el pasado? ¿Allí mismo, con sus hijos a pocos metros de ella?

–Suéltame –jadeó intentando desasirse de su mano.

–¿Estás segura de que quieres que te suelte? Hace tiempo me suplicabas que te tocara. ¿Te acuerdas?

Ella no pudo evitar temblar violentamente.

–Te lo advierto, Sasha, por si acaso se te ha olvidado. Sé perfectamente lo que eres –le dijo despreciativamente mientras estudiaba su cuerpo de arriba abajo.

–Soy la madre de los gemelos, y eso voy a ser para ti a partir de ahora, Gabriel –exclamó ella. Se soltó tan bruscamente que casi perdió el equilibrio. Lo miró temblando. ¿Cómo había podido ser tan tonta como para amarlo? Pero lo cierto era que lo había hecho. Locamente y con todo su ser. Había deseado desesperadamente que él correspondiera a sus sentimientos, creyendo que podía ofrecerle sexo a cambio de recibir amor. Qué tonta había sido. Pero ya no lo era.

Capítulo 3

TODAVÍA bajo los efectos del sobresalto, Sasha vio cómo Gabriel dirigía su mirada hacia los niños. Seguía sin comprender por qué Carlo había actuado así. Los hombres sardos eran ciertamente diferentes a los demás. Se guiaban por un código diferente, vivían en una sociedad paternalista y creían en el derecho absoluto a dirigir el destino de sus familias.

Cuando Carlo le contó a Sasha lo de la madre de Gabriel, advirtió que a aquél no le sorprendía en lo más mínimo que el abuelo de Gabriel hubiera querido forzar a la madre de éste a casarse con alguien de su elección.

–No me extraña que quisiera huir –había comentado ella.

Carlo había fruncido el ceño y sacudido la cabeza.

–Tuvo la suerte de que su padre la perdonó y de que era lo suficientemente poderoso como para convencer a Luigi de que se casara con ella a pesar de la humillación a la que lo había sometido.

–Pero casarla con un hombre que ella no amaba...

–Era su padre, y tenía derecho a hacerlo.

–¿Y obligarla a abandonar a Gabriel, su propio hijo? No me dirás que eso estuvo bien, Carlo.

–No, no estuvo bien, pero Giorgio era un hombre orgulloso, y el cabeza de nuestra familia. La pureza de la sangre Calbrini era para él una cuestión de honor, y aceptar como nieto a un niño cuya sangre...

–Pero al final no le quedó más remedio, ¿no?

Carlo había inclinado la cabeza, como dándole la razón, pero Sasha sabía que en el fondo era tan conservador y tradicional como el abuelo de Gabriel. Ella sospechaba que le había contado la historia del nacimiento de Gabriel porque, a pesar de lo que éste le había hecho a ella, Carlo sentía el deber de justificar a su primo. Carlo le había ofrecido protección, dinero y un nombre, pero seguía siendo un Calbrini. Al igual que lo eran sus hijos. Carlo nunca lo había olvidado. Y ahora ella tampoco podría, aun por razones muy diferentes.

Gabriel seguía observando a los niños.

–No tiene sentido que te los presente. Después de todo, no vas a desempeñar una función directa en sus vidas, ¿no? –lo desafió ella.

–Todo lo contrario. Mi intención es cumplir con mi deber de tutor. Por eso estoy aquí. A saber hasta qué punto se han visto perjudicados por las circunstancias de su vida –le contestó sin ni siquiera mirarla.

–Echan de menos a Carlo, pero el que haya muerto no quiere decir que...

Gabriel se volvió para mirarla.

–El daño al que me refiero no está causado por la muerte del padre sino más bien por la vida de la madre.

Sasha sintió que un escalofrío recorría sus venas.

–No tienes derecho a decir eso.

–Tengo derecho porque son mis pupilos y mi deber moral y legal es protegerlos.

–¿Protegerlos de mí? ¡Soy su madre!

Sus manos estaban tan tensas que se clavó las uñas en la carne. Él se giró lentamente y la miró con sus ojos de águila.

–Puede que seas su madre, pero también eres una mujer que suspira por un estilo de vida que sólo un hombre rico puede facilitar. Cuando un hombre así te pague por usar tu cuerpo no querrá que su placer se vea interrumpido por las necesidades de unos niños de nueve años. Cualquier tribunal consideraría que una mujer así no cumple con sus deberes maternales y no es, por tanto, merecedora de tal nombre.

Sasha sintió que la rabia la quemaba por dentro.

–Sólo porque tu madre te abandonó...

–Ni se te ocurra hablar de mi madre.

Ella nunca había sentido tanta furia, ni tampoco tanto miedo.

–He decidido que lo mejor para mis pupilos es que permanezcan aquí, en la isla de su padre, mientras reflexiono sobre qué es lo mejor para su futuro.

–No tienes ningún derecho.

Sasha estaba temerosa pero se esforzaba por no mostrarlo, pensó Gabriel. Casi podía sentir las oleadas de pánico y miedo que sacudían su cuerpo. El horror que se reflejaba en sus ojos no dejaba lugar a dudas.

–Son mis hijos –insistió Sasha con vehemencia–. Son míos.

–Y ahora son mis pupilos de acuerdo con la ley tradicional sarda. Ésta es una sociedad patriarcal, como bien sabes.

Sasha sacudió la cabeza.

–No puedes hacer esto. No te lo permitiré.

–No puedes detenerme –sonrió él con frialdad–. No puedes permitirte llevarme a juicio. No tienes dinero. Carlo ha muerto y tendrás que encontrar otro hombre que te mantenga. Un hombre que, como Carlo, no se dé cuenta de lo que realmente eres. No te molestes en negarlo. Al fin y al cabo, los dos sabemos que estás acostumbrada a venderte al mejor postor. Por eso viniste a mí, y por eso me abandonaste, ¿o no?

Había formulado la pregunta casi con indiferencia, pero Sasha no se dejó engañar. Gabriel no hacía nada por casualidad y sin motivo. Pero a pesar de saberlo, no pudo evitar mostrar su propia agitación al espetarle nerviosa:

–Eso fue un error.

–Sí, tu error –se mostró de acuerdo él.

–No, no fue... –comenzó a decir ella, pero se detuvo–. Ocurrió hace mucho tiempo.

¿Qué estaba haciendo? No tenía ninguna necesidad de justificarse ante él pero sí de protegerse del desprecio que él siempre había sentido por ella. Gabriel era peligroso, siempre lo había sido y siempre lo sería, y ahora ella tenía las dos mejores razones del mundo para no recordar un pasado que a la larga iba a destrozarla.

–No hace tanto. Sólo han pasado diez años desde aquel día en que te recogí en la calle donde te había dejado tu último amante. ¿Te acuerdas? Me dijiste que te habían ofrecido el papel estelar en una película porno, pero que preferías actuar en privado para mí. Fueron tus palabras, no las mías –Gabriel empezó a alejarse de ella y a dirigirse hacia los niños.

–¿Adónde vas? –preguntó ella frenética, aun conociendo la respuesta.

Él le dedicó una sonrisa que le hizo morderse con fuerza el labio inferior para no estremecerse de horror.

–Voy a conocer a mis pupilos –le contestó él con suavidad.

Sasha estaba tan atrapada por sus sentimientos y por el pasado que Gabriel había venido a recordarle que durante unos segundos no pudo moverse, pero consiguió sobreponerse y comenzó a correr detrás de él gritando:

–¡Deja a mis hijos en paz! ¡No te atrevas a tocarlos!

Entrar en la treintena le había sentado bastante bien, reconoció Gabriel a su pesar mientras la veía acercarse hacia él. Cuando por fin lo alcanzó, sus pechos subían y bajaban por la agitación y el esfuerzo bajo el fino tejido de su vestido. El viejo deseo que sintió renacer en su cuerpo lo pilló desprevenido. Ella siempre había tenido unos senos bonitos, firmes pero eróticamente reales, cálidos y maleables. Su piel sabía a mujer, a sol y a sexo y sus oscuros pezones estaban siempre hambrientos de la atención de sus dedos y sus labios. La recordó, prácticamente desnuda en la cubierta de su yate privado, con la cabeza inclinada hacia atrás para que la brisa marina jugueteara con su cabello, y una sonrisa lujuriosa en los labios que reflejaba el intenso placer sensual que sentía al ofrecerse a él. Ahora, al igual que entonces, ella estaba de pie frente a él, por lo que no pudo evitar mirarla de lleno. La maternidad había dotado a sus senos de una suave rotundidad pero no parecía haberle robado un ápice de esbeltez a su cintura ni afectado a la sensualidad de un cuerpo que parecía haber sido hecho para el placer sexual. Un cuerpo que él había conocido tan bien como el suyo propio o incluso mejor. Como amante, Sasha había combinado una feroz pasión sexual con la habilidad femenina de darse completamente al hacer el amor. Claro que él no había sido ni mucho menos el único hombre que disfrutara de la sexualidad de Sasha y ciertamente no el primero que había pagado por ella, ya fuera con dinero o en especie, es decir, con el estilo de vida que correspondía a la amante de un hombre rico. Así se lo había confesado ella la noche en que se conocieron.

Él frunció el ceño, molesto por el poder que ella seguía teniendo sobre él, aunque convencido de que ya no se trataba de la pasión incontrolable que hacía unos años le había derretido el cuerpo y el cerebro. Él había estado loco por Sasha y ella había dejado una herida que le seguía doliendo diez años después, por más que hubiera desaparecido la apremiante necesidad que había estado a punto de consumirlo. ¿Había desaparecido o la había desterrado? ¿Acaso importaba? Él se había dado cuenta desde la primera vez que la llevó a la cama de que no quería vivir deseando tan intensamente a alguien. Esforzarse en desterrar ese sentimiento demostraba que había actuado con sensatez, que había seguido su instinto de conservación. Lo que estaba sintiendo ahora no era más que la reminiscencia de un sentimiento muerto hacía tiempo.

Que ella lo hubiera abandonado para irse con Carlo ya había sido un golpe. Pero que Carlo le hubiera dado dos hijos de los que se sentía orgulloso no había hecho más que avivar el dolor que Gabriel sentía al recordar su propia infancia.

Para él, un hombre que nunca había recibido cariño ni un trato amable, el hecho de que le confiaran la protección de esos niños era un acto de una inmensa imprudencia o de confianza absoluta. Lo cierto era que Gabriel no tenía intención alguna de expiar los pecados de su madre mortificando a dos niños inocentes; no después de lo que él mismo había sufrido.

Se enteró de que Carlo había muerto unas horas después de haberlo visto. Había muerto solo, sin Sasha a su lado, ya que ésta estaba de compras.

Sasha. No quería pensar en el pasado, pero no podía evitarlo. La recordó tal y como era la primera noche que la vio. Su cabello, coloreado con unas mechas mal dadas, era entonces más largo y estaba ligeramente enredado debido a la cálida brisa de la tarde. Llevaba una minifalda ordinaria y un top que dejaba ver más de lo que tapaba, indumentaria que no dejaba lugar a dudas sobre lo que hacía en aquella acera de St. Tropez. A él nunca se le hubiera ocurrido parar si no hubiera sido porque ella se había lanzado literalmente hacia su coche. En esa ciudad abundaban las chicas como Sasha, bonitas, disponibles y ansiosas, que iban de amante en amante en busca de un hombre lo suficientemente insensato y rico como para ofrecerles algo más que una noche de sexo a cambio de un fajo de euros. Sasha llevaba un gran capacho de paja que contenía, según le contó, todas sus pertenencias.

–Me he tenido que ir rápidamente, así que he agarrado lo que he podido –le dijo con franqueza una vez se introdujo en su Ferrari sin haber sido invitada.

Eso había ocurrido en mayo. Por lo poco que ella le contó dedujo que el hombre al que había abandonado era uno de esos indeseables que pululan en el festival de cine de Cannes, un «productor» que buscaba carne fresca para satisfacción propia y de aquéllos que veían sus degradantes películas pornográficas.

Pero Gabriel no había querido perder el tiempo escuchándola, cuando había otras maneras de obtener placer de aquellos labios dulces y sensuales. Sasha, como todas las de su clase, era una chica práctica, y enseguida se dio cuenta de que sería más rentable satisfacer a un solo hombre que arriesgarse a pasar de la mano del productor a la de sus amigos.