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Sombras del ayer Kathie DeNosky Una ejecutiva y un ranchero… lo suyo no tenía ningún futuro… hasta que se convirtieron en padres... Después de una sola noche con el rico y sexy ranchero Travis Clayton, Finola Elliott descubrió que estaba embarazada. El bebé era una estupenda sorpresa, pero la ejecutiva iba a necesitar los próximos nueve meses para decidir qué hacer con el padre… Amor anónimo Maureen Child ¿Podría tenerla en la oficina… y también en casa? Todo cambió después de aquella noche en que la secretaria de dirección Rachel Adler hizo realidad su fantasía y se acostó con su jefe. Shane Elliott era mejor que cualquier sueño que pudiera tener, pero después de aquella noche, Rachel sabía que no podría volver a trabajar con él.
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Seitenzahl: 310
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 48 - septiembre 2015
© 2006 Harlequin Books S.A.
Sombras del ayer
Título original: The Expectant Executive
© 2006 Harlequin Books S.A.
Amor anónimo
Título original: Beyond the Boardroom
Publicadas originalmente por Silhouette® Books
Publicados originalmente en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-6835-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Sombras del ayer
Del diario de Finola Elliott
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Amor anónimo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Travis Clayton dice que no es más que un hombre sencillo, de campo, pero no es verdad; es mucho más. Con su metro noventa transpira sensualidad por todos los poros de su cuerpo, y enciende mi deseo con la misma rapidez con que las llamas prenderían en el heno.
De hecho, cuando estoy con él siempre me siento confundida. Soy Finola Elliott, la directora de una de las revistas de moda más importantes del mundo, una ejecutiva que afronta cada reto con decisión y sale victoriosa… pero no soy capaz de afrontar lo que siento hacia Travis. ¿Por qué?
Es por el bebé; estoy segura. Tengo las hormonas revolucionadas. Y dentro de sólo dos meses finaliza el plazo de la ridícula contienda que mi padre organizó para escoger a quien ha de sucederlo al frente de la compañía. Por fin saborearé la victoria, y estoy ansiosa por ver su rostro desencajado cuando tenga que anunciar que seré yo quien ocupe el puesto de presidente de Elliott Publication Holdings, pero… ¿cómo podré desempeñar las funciones de ese cargo cuando dé a luz? ¿Cómo voy a apañármelas con un bebé?
Y, Dios del cielo, ¿qué debería hacer respecto a Travis? ¿Voy a ser tan cobarde como para seguir negando la atracción que siento hacia él?
–No puedo creerme que ya estemos a uno de noviembre –murmuró Finola mientras repasaba su agenda electrónica.
Sólo quedaban dos meses para que terminase la contienda por hacerse con el timón de la empresa familiar, Elliott Publication Holdings; para que su padre, Patrick Elliott, fundador y actual presidente de la misma, se jubilase y designase un sucesor.
Finola estaba decidida a ser ella quien ganase esa competición. Sus hermanos Shane y Michael, y su sobrino Cullen, quienes estaban al frente de las otras tres revistas más importantes de EPH: The Buzz, Snap, y Pulse, estaban tan preparados como ella para ocupar ese puesto, pero ella se había entregado en cuerpo y alma a su trabajo no sólo durante ese año, sino durante toda su vida adulta, y su padre le debía aquello y mucho más.
Cuando su padre revisase el crecimiento y el margen de beneficios de cada una de las revistas, Finola quería que su «bebé», Charisma, se alzase como clara vencedora, que estuviese tan por delante de las otras que no cupiese lugar a dudas de a quién correspondía la victoria.
Al finalizar el segundo trimestre del año Charisma se había colocado en cabeza, pero en los dos últimos meses su hermano Shane y la revista que dirigía, The Buzz, habían conseguido ganarle terreno.
Finola, sin embargo, no estaba demasiado preocupada. Todavía podían remontar. Además había tenido un motivo de peso para bajar la guardia.
Con una sonrisa afectuosa, posó la mirada en la fotografía enmarcada sobre su escritorio; la razón que la había distraído de su objetivo. Había descubierto que una de las becarias de la revista, Jessie Clayton, era en realidad la hijita que su padre le había obligado a entregar en adopción veintitrés años atrás, y habían pasado los dos últimos meses recuperando el tiempo perdido.
De hecho habían llegado a intimar bastante, y Finola incluso la había acompañado de visita a su hogar, un rancho en Colorado llamado Silver Moon, para que su padre adoptivo y su prometido, Cade McMann, que además era el subdirector de Charisma, se conociesen, y que ella pudiese ver el lugar donde su hija se había criado.
Jessie y Cade estaban ya ultimando los preparativos de su boda, que se celebraría a finales de ese mes, y ella tenía que centrarse para volver a situar a la revista en primera posición. Claro que sería más sencillo si no se sintiese tan cansada todo el tiempo…, pensó ahogando un bostezo.
Al volver al mes de octubre para revisar sus notas sobre las proyecciones de incremento de los beneficios de la revista, un escalofrío le recorrió la espalda.
Allí faltaba algo… ¿Dónde estaba la anotación que solía hacer cada mes cuando le bajaba el periodo?
Fue atrás, al mes de septiembre, y el corazón se le paró un instante para luego empezar a martillearle contra el pecho. ¿No había tenido el periodo desde hacía casi seis semanas?
–No puede ser –murmuró.
Debía habérsele olvidado anotarlo en octubre. Lo extraño era que no recordaba haber tenido el periodo desde antes de acompañar a Jessie a Colorado.
Finola se echó hacia atrás en su sillón de cuero y lo giró hacia el ventanal. La vista de la ciudad desde allí era impresionante, pero Finola estaba demasiado preocupada como para fijarse en ella. La única otra vez en su vida que le había ocurrido algo así había sido a sus quince años, cuando se había quedado embarazada tras hacerlo por primera vez con su novio, Sebastian Deveraux.
Sin embargo, era imposible que fuese lo mismo. No podía estar embarazada. La sola idea casi la hizo reír. Para que aquello fuese posible tendría que tener vida amorosa, y no la tenía. No podía siquiera recordar cuándo había sido la última noche que había salido con un hombre por otro motivo que no fuese una cena de negocios.
Estaba tan volcada en su trabajo que no… Un pensamiento repentino hizo que se le cortara el aliento. Sí había habido una noche; aquella noche en la fiesta que Travis había dado en su rancho para celebrar el compromiso de Jessie y Cade.
Las mejillas de Finola se tiñeron de rubor al recordar lo que había ocurrido entre Travis y ella cuando éste la había llevado a las cuadras para enseñarle el potrillo que ese mismo día había parido una yegua.
Su intención había sido sólo la de darle un abrazo para expresarle su agradecimiento por que su difunta esposa y él hubiesen hecho de Jessie la maravillosa joven que era. En cambio, de pronto, sin motivo aparente, habían empezado a besarse y una cosa había llevado a la otra.
Tan sólo había habido otra vez en su vida en la que se había dejado llevar de esa manera irracional: la noche en que Sebastian y ella concibieron a Jessie.
¿Podría haberse quedado embarazada otra vez por lo de esa noche con Travis?, se preguntó mordiéndose el labio. No, era imposible.
Bueno, entraba dentro de lo posible, pero era bastante improbable. Había leído en algún sitio que cuanto más se acercaba una mujer a los cuarenta, más difícil era que se quedase embarazada, y ella tenía ya treinta y ocho.
Además, el destino no podía ser tan cruel. Cierto que había concebido a Jessie la noche en que perdió su virginidad con Sebastian, pero las posibilidades de que se hubiese quedado embarazada de nuevo a la primera tras hacer el amor con otro hombre eran casi nulas.
No, el que no hubiese tenido el periodo en tanto tiempo tenía que ser síntoma de algún otro tipo de problema.
Volvió a girar el sillón hacia el escritorio para tomar el teléfono y pedir cita con su ginecóloga, pero de sus labios escapó un gemido ahogado al ver que Travis estaba allí, con un hombro apoyado en el marco de la puerta abierta.
–Cualquiera diría que has visto un fantasma –le dijo.
El brillo divertido que relumbró en sus ojos azules hizo que un cosquilleo delicioso recorriera el cuerpo de Finola. De todos los hombres a los que había conocido, ninguno le parecía tan atractivo como el padre adoptivo de su hija. A pesar de sus cuarenta y nueve años parecía mucho más joven. De hecho, viéndolo allí frente a ella en ese momento, con su sombrero vaquero, camisa de cuadros, chaqueta de cuero, tejanos desgastados, y sus botas, podría pasar por ser un modelo.
–Hola, Travis; me alegra volver a verte. Aunque no recuerdo que Jessie mencionara que ibas a venir a visitarla esta semana –le dijo levantándose y rodeando la mesa para ir a saludarlo–. Pasa y siéntate, por favor.
Con una sonrisa que hizo que el corazón le palpitara a Finola con fuerza, Travis se irguió y fue hasta donde estaba ella, caminando con el paso tranquilo de un hombre cómodo consigo mismo.
–Es que cuando hablé el otro día con ella me pareció que estaba muy estresada con los preparativos de la boda, así que he decidido darle una sorpresa –contestó antes de sentarse en una de las mesas que había frente a su escritorio.
–Bueno, contar con el apoyo de un padre nunca está de más –respondió ella.
Aquello era algo que ella nunca había tenido. Su padre había sido para sus hermanos y para ella una especie de dictador al que jamás le habían preocupado los sentimientos de sus hijos.
–¿Cómo estás, Fin?, ¿cómo te va? –le preguntó Travis cuando se hubo sentado junto a él.
El tono que había empleado denotaba interés sincero; no preguntaba sólo por preguntar.
–Bien, gracias. ¿Y tú?
Travis se encogió de hombros.
–No me puedo quejar –contestó. Paseó la mirada por el despacho, y sus ojos se posaron en el montón de papeles que había sobre su mesa–. Cuando le pregunté a Jessie por ti me dijo que estabas dejándote la piel para ganar esa especie de competición que se le ocurrió a tu padre para nombrar un sucesor.
¿Le había preguntado a Jessie por ella? Finola sintió cómo el estómago se le llenaba de mariposas de sólo pensarlo.
–Sí, la verdad es que eso y el haber estado ayudando a Jessie y a Cade con la boda me ha tenido bastante atareada.
–Lo imagino –respondió él riéndose–. En cierto modo toda esta locura de los preparativos hace que me alegre de estar a un montón de kilómetros hasta que llegue el momento de llevarla hasta el altar. Jess me ha dicho que sólo tenía que venir para que me tomaran medidas para el chaqué, y ya que he venido aprovecharé para quitármelo de encima.
A Finola no la engañaba. Sabía que Jessie y él tenían una relación padre-hija estupenda, y estaba segura de que debía estar sintiéndose algo apartado.
–Imagino que esto tiene que ser un poco difícil para ti.
Por un momento pareció que Travis iba a negar con la cabeza, pero luego esbozó una sonrisa vergonzosa.
–Se me nota demasiado, ¿no?
–Bueno, es normal. Debe hacérsete raro el pasar de ser el primer hombre más importante en la vida de tu hija a un segundo puesto.
–Todavía no puedo creerme que ya esté en edad de casarse –murmuró él. Con un suspiro, se quitó el sombrero y se pasó una mano por el cabello rubio, que ya mostraba unas cuantas canas–. Parece que fue ayer cuando empezó a hablar, cuando empezó a ir al colegio…
Finola sintió una punzada de envidia. Se había perdido tantas cosas cuando su padre la había obligado a dar a su bebé en adopción.
Permanecieron callados un rato, y finalmente fue Travis quien rompió el silencio.
–Sé que debería haberlo hecho con más tiempo, pero la razón por la que he pasado por aquí es que quería preguntarte si te gustaría cenar con Jessie y conmigo esta noche. Hemos quedado en un sitio que se llama el Lemon Grill. Jessie sabe que me encanta la carne a la brasa. Supongo que lo habrá elegido por eso. ¿Qué me dices?
Finola vaciló. Debería declinar su invitación. Travis y ella no tenían absolutamente nada en común aparte del cariño que sentían por Jessie. Sin embargo, no podía negar que se había sentido atraída hacia él desde el mismo instante en que se habían conocido.
–No sé; no querría robarte tiempo de tener a Jessie un rato para ti –le dijo.
–También es hija tuya –replicó Travis–. Además, no lo habría dicho si no quisiese que te unieras a nosotros.
El oírle decir que también era hija suya llenó a Finola de emoción.
–¿Seguro que no te importa?
Travis puso su mano sobre la de ella y se la apretó con suavidad.
–Por supuesto que no. ¿Qué hombre no querría salir a cenar con las dos mujeres más hermosas de todo Nueva York?
La verdad era que aquel plan era mucho más apetecible que quedarse en casa, sola, tomando comida china mientras revisaba hojas de contabilidad. Además, el que se tomara una noche libre no haría que disminuyesen las posibilidades de que Charisma remontase y volviese a ponerse en cabeza.
–¿A… a qué hora habéis quedado?
De pronto se sentía como una adolescente a la que el chico más popular del instituto la estuviese invitando al baile de graduación.
–A las ocho –respondió Travis–. Bueno, será mejor que te deje; supongo que tendrás que volver a tu trabajo –le dijo poniéndose de pie y colocándose el sombrero.
–Sí, me temo que sí –respondió ella con una sonrisa, levantándose también.
El ranchero se inclinó para besarla en la frente.
–Bien, pues hasta esta tarde.
Finola sintió un cosquilleo en el sitio donde la había besado, y antes de que pudiera articular palabra, Travis se despidió de ella inclinando ligeramente su sombrero, y salió del despacho.
Finola lo siguió con la mirada y se abanicó el acalorado rostro con la mano. Sabía que aquel beso había sido sólo una manera de mostrarle su afecto, pero el corazón le había dado un vuelco en el pecho cuando los labios de Travis se habían posado en su frente.
–¿Era ése que ha salido el modelo para Cowboy, la nueva fragancia de Calvin Klein? –le preguntó Chloe Davenport, su secretaria, entrando en ese momento–. Porque si es así… ¡madre mía!
Finola se echó a reír.
–No, Chloe, ése era Travis Clayton, el padre adoptivo de Jessie.
–¿Lo dices en serio? Vaya… –murmuró Chloe antes de dejar escapar un largo silbido–. Bueno, entonces sí que es un vaquero de verdad, ¿no? Jessie me comentó una vez que era ranchero.
–Así es.
Chloe exhaló un cómico suspiro.
–Pues si los rancheros de Colorado son todos como él, puede que me vaya a vivir allí.
Finola volvió a echarse a reír.
–¿Y dejarías ese apartamento tan chic que tienes en Chelsea?
–Bueno, eso es un problema, porque justamente ahora acabo de hacer unas reformas en el salón y me ha quedado divino –contestó Chloe con una sonrisa, antes de tenderle a Finola unos informes que le había pedido–. En fin, tendré que quedarme en Nueva York y buscarme a un cowboy urbano.
Finola, que se había puesto a hojear los informes, asintió distraída.
–¿Se cuenta algo de nuevo por ahí? ¿Alguna cosa que deba saber sobre las otras revistas?
–Nada nuevo. Shane y tú seguís yendo muy por delante de Snap y de Pulse. Las ventas de The Buzz son un poco más altas que las nuestras, pero en el departamento de contabilidad todo el mundo cree que Charisma todavía puede resultar la ganadora.
–E-estupendo –contestó Finola tragando saliva.
De pronto se notaba algo mareada. Rodeó el escritorio para sentarse en sillón. Decididamente tendría que ir al médico.
–Fin, ¿estás bien? –le preguntó Chloe, mirándola con preocupación.
Finola asintió y esbozó una débil sonrisa.
–Sí; es sólo que estoy cansada, eso es todo.
–Me tienes preocupada, Fin. Trabajas demasiado –le dijo su joven secretaria frunciendo el entrecejo–. Siempre has estado muy volcada en Charisma, pero en lo que va de año has hecho que los adictos al trabajo parezcan vagos a tu lado.
–Estoy bien, Chloe, de verdad.
Su secretaria se quedó mirándola, como si no estuviese muy convencida.
–¿Estás segura?
Finola sonrió y le devolvió los informes.
–Muy segura. Y ahora ve, dale esto a Cade, y dile que mañana por la mañana quiero que nos reunamos a primera hora para hablar de esas cifras.
–¿Alguna cosa más?
Finola miró su reloj de pulsera.
–No. Voy a hacer unas llamadas y luego creo que me tomaré el resto del día libre.
Chloe la miró con incredulidad.
–¿No tendrás fiebre? Nunca te vas antes de las ocho o las nueve, y más de una vez te he encontrado durmiendo en ese sofá cuando he llegado aquí por la mañana –le dijo señalando el sofá del rincón–. ¿Seguro que estás bien?
–Ya te he dicho que sí –le insistió Finola de nuevo sonriendo. Ahogó un bostezo, y añadió–: He quedado para cenar y voy a necesitar echarme una siesta o me quedaré dormida antes de llegar a los postres.
–Y eso no sería bueno para la revista –murmuró Chloe sarcástica, sacudiendo la cabeza mientras se dirigía a la puerta.
Finola no se molestó en corregir a su secretaria, que salió del despacho y cerró tras de sí. La cena de aquella noche no era una cena de negocios, como Chloe había dado por hecho, sino de placer. Lo único que la preocupaba era que no estaba segura de si estaba bien que tuviese tantas ganas de que llegara ese momento para ver a Travis de nuevo.
Travis se sentía como un pez fuera del agua. El Lemon Grill, el lugar donde había quedado con Jessie y Finola, resultó ser un restaurante de moda en pleno centro de Manhattan.
Había sido el primero en llegar, y el maître le había pedido a un camarero pequeño con un bigotito ridículo y el pelo engominado, que lo condujera a la mesa que Jessie había reservado.
Con una sonrisa falsa que dejó al descubierto dos filas de dientes de un blanco que era cualquier cosa menos natural, el personaje procedió a presentarse cuando Travis se hubo sentado.
–Mi nombre es Henri, y será un placer para mí servirle esta noche –le dijo–. ¿Desea el caballero algo de beber o un pequeño aperitivo mientras espera a los demás comensales?
Travis frunció el ceño. Aquel hombrecillo usaba demasiadas palabras, y él estaba acostumbrado a que le preguntaran directamente qué quería de beber en vez de que se dirigieran a él en tercera persona.
–Tomaré cerveza.
–¿Y el caballero prefiere una cerveza de producción nacional, o de importación?
Incapaz de resistirse, Travis decidió fastidiar un poco a aquel hombrecillo pretencioso.
–No sé qué preferirá el caballero –le dijo con una sonrisa socarrona–, pero para mí que sea del país.
Antes de que el camarero se marchase, Travis le indicó el nombre de una marca de cerveza de Colorado.
–Lo siento, señor, pero no trabajamos con esa marca –le respondió Henri. Le recitó una lista de las que tenían, y le preguntó–: ¿Cuál de todas prefiere el caballero?
–Lo dejo a su elección; sorpréndame.
–Como guste, señor.
Al poco rato de que el camarero se hubiera marchado, Travis vio a Finola entrar en el restaurante.
El maître le señaló el lugar donde estaba sentado, y mientras se dirigía hacia él, Travis se encontró pensando una vez más en lo hermosa que era. Con esa preciosa melena pelirroja que le rozaba los hombros, y aquel vestido negro ceñido que se había puesto, parecía una modelo.
Se puso de pie cuando ya estaba a sólo unos pasos de él, y creyó que iba a salírsele el corazón del pecho cuando en sus perfectos labios se dibujó una cálida sonrisa.
–Siento no haber sido muy puntual –se disculpó Finola–. El tráfico a esta hora está imposible.
–Creía que no conducías –comentó él mientras le apartaba la silla para que se sentase–… o eso me dijo Jessie.
Finola se rió.
–Y es verdad; nunca me he puesto detrás de un volante.
–¿En serio?
Para Travis el conducir era algo tan elemental como el montar en bicicleta. De hecho, ya a los diez años conducía él la vieja camioneta del rancho, y él mismo había enseñado a Jessie a conducir a los doce.
Finola asintió.
–Cuando mis hermanos y yo vivíamos con nuestros padres, en la región de los Hamptons, el chófer de la familia era quien nos llevaba y nos traía cuando teníamos que ir a algún sitio. Luego me independicé y me vine a vivir aquí a Nueva York, y la verdad es que todo lo que necesito lo tengo bastante cerca, así que suelo ir andando. Cuando tengo que ir lejos, me lleva uno de los chóferes del servicio privado de la empresa, o tomo un taxi –le explicó–. Aunque siempre he pensado que debe ser divertido aprender a conducir.
–Pues la próxima vez que vengas al rancho te enseñaré –le prometió él, sin lograr borrar la sonrisa boba que había asomado a sus labios.
–Eso sería estupendo; gracias, Travis.
La idea de que Finola volviese al rancho a visitarlo hizo que el corazón le latiera con fuerza, pero fue el rubor que tiño sus mejillas de porcelana y el cálido brillo en sus bellos ojos verdes lo que le provocó una cierta tirantez en la entrepierna.
Era evidente que Finola tampoco había olvidado lo que había ocurrido entre ellos aquella noche.
En ese momento, sin embargo, los interrumpió Henri, el camarero, que llevaba su cerveza.
–¿Desea la señora tomar algo de beber antes de que pidan el menú? –le preguntó a Finola.
Por algún motivo en el que prefirió no pensar demasiado, a Travis le irritó la sonrisa del hombrecillo cuando se dirigió a ella.
–Sólo un vaso de agua con una rodaja de limón, gracias.
Cuando el camarero se hubo retirado, se volvió hacia él.
–Bueno, ¿y dónde está Jessie? Ya debería estar aquí, ¿no?
Travis sacudió la cabeza.
–No lo sé. Me dijo algo de que cuando salieran del trabajo Cade y ella iban a ir a recoger los billetes del avión para su viaje de luna de miel. Claro que de eso hace ya tres horas. No creo que se tarde tanto en…
Finola puso su delicada y suave mano sobre la de él, y a Travis se le olvidó el resto de lo que iba a decir.
–Estoy segura de que está bien; no te preocupes. Ahora que lo mencionas, yo esta mañana los oí hablando de que iban a comprar unos regalos para las damas de honor. Quizá les haya llevado más tiempo del que habían pensado.
Justo en ese instante volvió a aparecer Henri con el vaso de agua de Finola.
–Señor, tiene una llamada –le dijo a Travis–. Si me acompaña le indicaré dónde está el teléfono.
–Seguramente será Jessie para avisarnos de que está en un atasco –dijo Finola.
–Sí, supongo que sí –respondió él.
Se preguntó por qué no lo habría llamado al móvil, pero recordó entonces que lo había apagado al entrar en el restaurante.
Se excusó con Finola, y acompañó al camarero hasta el puesto del maître, donde había un teléfono inalámbrico.
–Hola, papá –lo saludó Jessie al otro lado de la línea, cuando se puso al aparato.
–¿Dónde estás, cariño?; ¿estás bien?
–Sí, pero me temo que no voy a poder cenar con Fin y contigo como habíamos planeado –le dijo su hija–. Es que… me duele la cabeza y creo que necesito descansar un poco. No te importa cenar tú solo con Fin, ¿verdad?
–Por supuesto que no, princesa –respondió Travis.
Tendría que estar loco como para no querer quedarse a solas con una mujer tan hermosa como Finola.
–Estupendo. Estoy segura de que lo pasaréis muy bien. Y la comida en el Lemon Grill es deliciosa –respondió Jessie.
De pronto ya no parecía alicaída, sino entusiasmada. Aquello era más que sospechoso.
–Dile a Fin que lo siento –añadió.
–Lo haré, cariño –respondió él.
Sin embargo, conociéndola como la conocía, a él no podía engañarlo.
Jessie se había pasado los dos últimos años atosigándolo para que saliera más, y tenía la impresión de que su hija estaba intentando hacer de casamentera con su madre biológica y con él.
–Oh, y… papá: no te olvides de que mañana hemos quedado para almorzar y que luego iremos al sastre para lo del chaqué.
–Sigues empeñada en hacer que me vista de pingüino, ¿eh?
Jessie se rió.
–Serás el pingüino más guapo de la boda –le contestó–. Te quiero, papá. Hasta mañana.
–Yo también te quiero Jess; hasta mañana.
Le devolvió el teléfono al maître, y volvió a la mesa con Finola.
–Parece que al final sólo vamos a ser nosotros dos para cenar –le dijo tras sentarse de nuevo.
–¿Jessie no va a venir?
–No –respondió Travis–; dice que le duele la cabeza y que necesita descansar un poco.
–Ya que la otra persona que iba a acompañarlos no va a venir, ¿quieren que les traiga la carta? –les preguntó Henri, el camarero, apareciendo de pronto junto a Travis.
Era evidente que había estado escuchando su conversación.
Cansado de la constante intromisión de aquel hombrecillo pretencioso, Travis le lanzó una mirada que hizo que el hombre se retirara sin decir otra palabra.
–¿Qué te parece si vamos a algún sitio donde podamos hablar sin que nos interrumpan todo el tiempo? –le propuso Travis a Finola.
Ella sonrió.
–Creo que conozco el lugar perfecto.
–Pues vámonos –respondió Travis.
Levantó la mano para llamar al camarero, y éste se acercó.
–¿Quieren los señores que les traiga ya la carta?
Finola intervino antes de que Travis pudiera decir nada.
–No, gracias; hemos cambiado de opinión y no nos quedaremos a cenar. Si fuera tan amable de traernos la cuenta…
–Enseguida.
Minutos después, dejaban a Henri atosigando a otra pareja y salían del restaurante. Travis rodeó a Finola con el brazo para resguardarla del frío aire de noviembre, y al sentir su cuerpo contra su costado no pudo evitar recordar la última vez que la había tenido tan cerca. De inmediato cierta parte de su anatomía reaccionó a las imágenes que acudieron a su mente, y le pareció que los pantalones le hubieran encogido un par de tallas.
–Bueno, ¿y cómo se llama ese restaurante donde los camareros no les dan la lata todo el tiempo a los clientes? –le preguntó a Finola.
–Chez Fin Elliott.
A Travis se le cortó el aliento por un instante.
–¿Vamos a ir a tu casa?
Finola asintió con una sonrisa.
–Siempre y cuando no te importe que en vez de ponerme a cocinar pidamos comida china.
No era que le entusiasmasen el chop suey y los rollitos de primavera, pero sería un idiota si dejase pasar una oportunidad así, así que antes de que Finola pudiese cambiar de opinión levantó un brazo para detener un taxi libre que se acercaba.
Mientras Finola llamaba a su restaurante chino preferido para hacer el pedido, observó a Travis, que estaba mirando en derredor, y se preguntó qué estaría pensando.
Su apartamento era tan grande que sin duda debía parecerle un derroche tremendo de espacio para una sola persona, y seguramente encontraría la decoración fría e impersonal.
Cuando Jessie la había llevado a visitar el rancho, a ella la casa de él le había parecido cómoda y muy acogedora; precisamente lo que no era su apartamento.
Claro que en su defensa tenía que decir que apenas iba allí más que para dormir. Por eso no se había tomado la molestia de añadir ni un solo toque personal al trabajo del interiorista que le había decorado el apartamento.
–Me han asegurado que la comida estará aquí en menos de quince minutos –le dijo a Travis, tras colgar el teléfono–. ¿Quieres tomar algo de beber mientras esperamos? Creo que tengo una botella de vino en la nevera. O, no sé, si prefieres café o té…
–Una taza de café estaría bien –respondió Travis volviéndose hacia ella.
La sonrisa que le dirigió al contestarle hizo que un cosquilleo le subiera por la espalda. No había duda de que era el hombre más sexy de todos los que había conocido en su vida, y estaba segura de que no tenía ni idea de lo guapo que era, ni de la atracción que ejercía sobre las mujeres.
Tenía que alejarse lo antes posible unos cuantos metros de él; antes de que dijera o hiciera alguna cosa que la pusiese en ridículo. Travis era el padre adoptivo de su hija, el hombre que, junto con su difunta esposa, había criado a la pequeña a la que su padre la había obligado a renunciar años atrás. Lo último que necesitaba era complicar su recién iniciada relación con Jessie sólo porque se sintiese atraída por él.
–Voy a poner la cafetera –le dijo dirigiéndose a la cocina.
–¿Necesitas que te ayude?
Finola se detuvo y se volvió lentamente hacia él. Si, estando como estaban cada uno en una punta del salón, le parecía que la habitación hubiese encogido con Travis allí, no quería ni imaginarse cómo sería compartir con él el reducido espacio de la cocina.
–No.
Al darse cuenta de lo brusca que había sonado su respuesta, añadió con una sonrisa nerviosa:
–No hace falta. No se me dan muy bien las tareas de la casa, pero creo que soy capaz de poner una cafetera yo sola. Además, sólo será un momento. ¿Por qué no te pones cómodo? –le dijo señalándole el sofá con un ademán.
–Gracias, creo que lo haré –respondió él.
La sonrisa que le dirigió Travis hizo que una ola de calor la recorriera de arriba abajo, y como si alguien le hubiese soldado los pies al suelo, se quedó allí plantada, observándolo ensimismada mientras se quitaba el sombrero y la chaqueta para colocarlos sobre el brazo del sillón que había junto al sofá. Los buenos modales que su madre le había inculcado se le olvidaron de repente.
Lo correcto habría sido que se hubiese adelantado para tomar el sombrero y la chaqueta de Travis y los colgase en el armario del vestíbulo, pero cuando éste se desabrochó los puños de la camisa y comenzó a remangarse, dejando al descubierto aquellos antebrazos fuertes y bronceados que tenía, Finola giró sobre los talones y entró en la cocina a toda prisa.
Sólo con recordar cómo esos mismos brazos la habían rodeado la noche en que habían sucumbido a la pasión en su rancho, el pulso se le aceleró y su respiración se tornó entrecortada.
–Por amor de Dios, contrólate –se reprendió entre dientes al ver cómo le temblaba la mano cuando abrió un armarito para sacar el bote del café.
–¿Has dicho algo? –le preguntó Travis desde el salón.
–No, nada; hablaba conmigo misma.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza en un intento por apartar de su mente los recuerdos de esa noche. ¿Qué le estaba pasando?
Era la directora de una de las revistas de moda más importantes del mundo, y una ejecutiva sin piedad en la sala de juntas, capaz de hacer que un empleado se pusiese a cubierto con sólo enarcar una ceja, pero Travis hacía que recordase que ante todo era una mujer, y que había estado reprimiendo e ignorando sus necesidades como tal durante años.
En su adolescencia no había soñado con otra cosa más que con convertirse algún día en la esposa de un buen hombre que la amase y formar su propia familia, pero ese sueño se había hecho añicos el día en que su padre le había prohibido volver a ver a su novio cuando la dejó embarazada, y cuando la obligó a dar en adopción a su hija. Nunca le había perdonado que ignorase sus súplicas desesperadas para que la dejase quedarse con su bebé, ni había llegado jamás a superar del todo la pérdida.
Después de regresar del convento de Canadá al que sus padres la habían enviado para ocultar su vergonzoso embarazo a su círculo de amistades y conocidos, se había volcado de lleno en sus estudios primero y en su trabajo después, en un intento por aplacar su dolor.
Sin embargo, no había funcionado. Lo único que había conseguido, admitió para sus adentros con un pesado suspiro, había sido convertirse en una solterona adicta al trabajo.
–¿Estás bien?
La voz de Travis detrás de ella la hizo dar un respingo. Se volvió, y lo encontró en el umbral de la puerta abierta, con un hombro apoyado en el marco, igual que esa mañana, cuando se había presentado en su despacho.
–Pues claro; ¿por qué no iba a estarlo?
Travis se apartó de la puerta y dio un paso hacia ella.
–Porque estabas ahí plantada, mirando al vacío, como si tu mente estuviese a un millón de kilómetros de aquí.
Finola se encogió de hombros y se volvió para poner café en el filtro.
–Estaba pensando en el trabajo –mintió–. Si la redacción y yo nos esforzamos un poco más, puede que todavía estemos a tiempo de volver a ponernos por delante de mi hermano Shane y su revista, The Buzz.
–No lo creo.
Finola frunció el entrecejo.
–¿No crees que podamos conseguirlo? –inquirió ella.
–Eso no puedo decirlo –respondió él encogiéndose de hombros–; me refería a que no me creo que fuera en eso en lo que estabas pensando hace un momento. Fuera lo que fuera, tenías la misma cara de preocupación que se me pone a mí cuando mi mejor caballo se hace daño en una pata.
Finola sacudió la cabeza y se echó a reír, esperando que a Travis no le sonase tan falsa su risa como a ella.
–Pues no sé qué decirte; yo no entiendo nada de caballos. Ni siquiera sé montar.
–¿Nunca has montado a caballo? –exclamó él, tan sorprendido como cuando le había dicho que no sabía conducir.
Aliviada por haber conseguido cambiar el tema de la conversación, Finola negó con la cabeza.
–A menos que cuente el caballito balancín que tenía de niña.
–Vaya. Parece que la próxima vez que vengas al rancho voy a tener que enseñarte unas cuantas cosas más, aparte de a conducir –respondió Travis, con una sonrisa seductora.
Finola tragó saliva, pero antes de que pudiera decir nada llamaron al timbre.
–Debe ser la comida –dijo, agradecida por la puntualidad del servicio de aquel restaurante chino.
–¿Qué tal si tú vas poniendo la mesa y yo voy a abrir y pago la comida? –le propuso Travis.
Ella asintió, y él salió de la cocina, dejándola a solas de nuevo con sus pensamientos.
Mientras cruzaba el salón en dirección al vestíbulo, Travis se preguntó cómo podía habérsele ocurrido aceptar la invitación de Finola de ir a cenar a su casa. Apenas podían estar a cinco metros el uno del otro sin que saltasen chispas entre ellos.
Sin embargo, por fuerte que fuera esa atracción, y por increíble que hubiera sido el sexo con ella, no podía dejarse llevar. No sólo era la madre biológica de Jessie; Finola era una mujer sofisticada, una mujer que pertenecía a un mundo completamente distinto del suyo.
Después de pagar al repartidor y cerrar la puerta, inspiró profundamente y se dijo que lo mejor que podía hacer era alejarse de la tentación que suponía Finola para su libido.
Llevaría la comida al comedor, se excusaría con ella, y volvería al hotel, donde pediría que le subieran un sándwich y se daría una ducha lo bastante fría como para hacerle escupir cubitos de hielo.
Sin embargo, cuando entró en el comedor y Finola le dirigió una cálida sonrisa, se olvidó al instante de lo que había pensado y se sentó a la mesa con ella.
La observó mientras sacaba de la bolsa los envases blancos de cartón con distintos símbolos chinos, y se sorprendió cuando contó al menos seis.
–¿Cuánta comida has pedido? –le preguntó.
Finola sonrió azorada.
–Me he pasado un poco, ¿no?
–Bueno, con todo esto podríamos dar de comer a un regimiento –contestó él riéndose–, pero por suerte siempre he tenido muy buen apetito, así que no tienes que preocuparte.
–Normalmente vigilo lo que como, pero últimamente no sé qué me pasa que siempre tengo un hambre terrible –le confesó Finola mientras se servía arroz tres delicias en su plato.
Comieron en silencio durante unos minutos, y aunque luego estuvieron charlando de esto y aquello, en todo el rato que permanecieron sentados a la mesa apenas se enteró de lo que estaba comiendo.
No podía apartar sus ojos de Finola, y cuando la vio mordisqueando delicadamente una costilla de cerdo, y luego lamerse la salsa agridulce del dedo índice, sintió como si le hubiesen pegado un puñetazo en el pecho que lo hubiera dejado sin aliento.