50 cartas a Dios - Varios Autores - E-Book

50 cartas a Dios E-Book

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Escribir un libro sobre Dios es bien difícil; hablarle precisa de condiciones especiales para quien lo hace. Este volumen recoge cincuenta cartas a Dios escritas desde posturas existenciales diversas. En él se hace acopio del latido profundo de una mayoría de personas católicas, pero también de otras agnósticas, alguna atea, dos musulmanes y un budista. Es un libro que recoge las preguntas, dudas, convicciones y esperanzas que vive el ser humano del siglo XXI ante la realidad siempre misteriosa de Dios. Un libro de carne y hueso, lejos de la especulación teológica o filosófica; lo que se escribe en primera persona se halla sometido a la prueba de la verdad de la realidad que cada cual es, por más que la quiera esconder o disimular. Un libro realizado sin concesiones a la galería, un cara a cara con Aquel que nos salva, con Aquel ante quien dejamos de creer, ante Aquel que nos sobrepasa o al que sencillamente no llegamos.

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Seitenzahl: 246

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Presentación

La editorial PPC ha cumplido durante el año 2005 sus primeros cincuenta años de andadura. Durante este periplo, PPC ha pretendido llegar a popularizar el mensaje de Jesús de Nazaret en constante diálogo con la cultura de nuestro mundo. Empeño harto difícil en una realidad de transición global a la que asistimos en todos los órdenes de la vida, incluido el religioso. Una huella de esta conmemoración la encontrará el lector en el presente libro.

Escribir un libro sobre Dios es bien difícil; hablarle precisa de condiciones especiales para quien lo hace. En el presente volumen hemos recogido cincuenta cartas a Dios escritas desde posturas existenciales diversas. En él hacemos acopio del latido profundo de una mayoría de personas católicas, pero también de otras agnósticas, alguna atea, dos musulmanes y un budista. Es un libro que recoge las preguntas, dudas, convicciones y esperanzas que vive el ser humano del siglo xxi ante la realidad siempre misteriosa de Dios. 

Hemos querido hacer un libro de carne y hueso, lejos de la especulación teológica o filosófica; lo que se escribe en primera persona se halla sometido a la prueba de la verdad de la realidad que cada cual es, por más que la quiera esconder o disimular. Es un libro realizado sin concesiones a la galería, un cara a cara con Aquel que nos salva, con Aquel ante quien dejamos de creer, ante Aquel que nos sobrepasa o al que sencillamente no llegamos. 

Durante todo un año hemos estado preparando con mimo esta obra. Se trata de todo un proyecto compartido por muchas personas, las que finalmente escribieron y las que no. Hemos contactado con más de doscientas personas. Muchas de ellas, que finalmente no accedieron a la petición, sin embargo nos animaban en sus cartas o llamadas telefónicas, pues les parecía un proyecto sencillamente inédito y apasionante. Curiosamente, la negativa de determinadas personas a participar en este proyecto fue lo que nos alentó a continuarlo a través del aliento que nos transmitían. 

Evidentemente, para aquellos cuya fe había ido desapareciendo con el tiempo, o para quien la palabra «Dios» les dice poco en este momento de sus vidas, la tarea era ardua. El género epistolar siempre da pie a que la imaginación, la fantasía y la creatividad complementen aquello que la razón se niega a admitir o a considerar. Por ello agradecemos el esfuerzo de todos, pero de un modo especial el cuidado, el respeto y la valentía de quienes han escrito su carta desde posturas lejanas a la fe. Ello nos hace pensar que el diálogo de la fe con la cultura no está tan alejado de las posibilidades de unos y otros. Las cuestiones últimas de la vida, de una u otra forma, laten en lo profundo de cada ser humano, y nuestra propia vulnerabilidad y grandeza nos hacen más iguales. 

Doble agradecimiento a los autores, pues se han prestado a escribir cada cual su carta sin ningún tipo de compensación material o económica. Los derechos de autor de esta obra irán destinados a los proyectos de educación que la organización «Entreculturas» desarrolla en los pueblos del Sur. 

Las cartas reflejan el sentir de personas conocidas y anónimas, de obispos, amas de casa, escritores, políticos, teólogos, filósofos, científicos... También hemos recogido las cartas de algunas de las personas que viven en los márgenes de nuestra sociedad y que, desde nuestra fe, son igualmente hijos del mismo Padre. Sin embargo, algunas de estas cartas guardan un anonimato que sigue mostrando la fuerza destructora de la sociedad excluyente en la que vivimos. Como colofón del libro hemos querido recoger un mensaje de Dios a la Humanidad a través de la sabiduría y sentido del humor de José Luis Cortés. 

Muchas han sido las cartas y mensajes intercambiados durante este tiempo con los autores de la obra. Destacamos uno de ellos, el budista Kotarô Suzuki. La suya es la última de las cartas recibidas, y con ella viajaba un pequeño texto dirigido a la editorial. Tras agradecer poder participar en este proyecto, escribe: «El mundo atraviesa en este momento una época de grandes cambios. Si, en medio de esa situación, mis modestas líneas sirven siquiera un poco para utilidad de los lectores, no podrá haber para mí alegría mayor». 

En efecto, en medio de cambios globales que afectan a nuestra vida cotidiana constituye para nosotros un verdadero lujo poder contar con la aportación enormemente valiosa de personas que, desde diversas posiciones vitales, se dirigen al Dios en el que creen, en el que dudan o al que ignoran. 

Desde PPC creemos que Dios sigue en movimiento dinámico y nos recrea, continúa escribiendo derecho con renglones torcidos, se empeña en convocarnos para hacer de este mundo una familia que acoge, consuela y convive en paz. 

En tus manos, amigo lector, tienes un libro para degustar poco a poco, sin prisas. Ojalá al finalizar su lectura quede el gusto de saborear un conjunto de valiosas experiencias de sentido y brote en ti el deseo deescribir tu propia carta a Dios; una carta que, con seguridad, encierra lo mejor de ti mismo.

Luis Aranguren Director de Ediciones

La carta imposible

Dolores Aleixandre, RSCJ Biblista

No estoy segura de ser capaz de escribirte una carta. ¿Cómo empezaría? ¿«Querido Dios»? No me gusta llamarte por ese nombre, el mismo con el que podría invocarse a Marduk, a Baal o a Zeus. Cuando Moisés te preguntó cómo debería llamarte, le contestaste con una evasiva: «Soy el que estará contigo» (Éxodo 3,14), que era como pedirle que dejara consumirse en el fuego de la zarza un deseo que escondía pretensiones de posesión, para mantenerse atento solamente a tu Presencia inasible e incontrolable. Por eso llevo tiempo tratando de que mis sentidos se dejen rozar por ella, segura de que, como decía Job, mi tronco seco, al olfatear el agua, reverdecerá (Job 14,8). Y por eso trato de respirar con atención por si, entre mil aromas, reconozco el que se derrama en tu Nombre (Cantar de los Cantares 1,2).

A veces, en alguien o en algo, me parece sentir tu contacto, y mi corazón atesora entonces con cuidado esos momentos fugaces de roce para que, cuando la voz de mis sombras intente convencerme de tu ausencia y mis ojos no sean capaces de reconocerte en medio de la oscuridad, esa memoria me alumbre en medio de la noche. Y así voy aprendiendo, torpe y lentamente, a no considerarte una ventaja ni una propiedad a mi disposición, sino a dejarte ser quien eres y a mostrarte cuando quieras. 

Por otra parte, las cartas se escriben cuando hay separación o ruptura, pero ¿qué distancia puede haber entre nosotros, si cuando respiro eres Tú quien me estás dando anchura, dilatación y libertad? ¿Y cómo podría ponerme a «contarte cosas» como si las desconocieras, si la fe me dice que me muevo en Ti como un pececito en lo más hondo del océano o como la minúscula semilla que recibe de la tierra en la que está hundida nutrición y energía para seguir creciendo? 

Llevo tiempo fascinada por aquel personaje de la parábola que sembró la semilla en su campo y luego dormía y se levantaba tranquilamente, mientras la tierra por sí misma producía el fruto (Marcos 4,26-29). Creo que no busco ahora más sabiduría que la que aprendo ahí: contar con mis ritmos entrecortados de ir o venir, de hablar o callar, de trabajar o descansar, de acertar o equivocarme, sabiendo que, por debajo de todo eso, me sostiene el cantus firmus de tu callada Presencia, que acompaña este caminar mío, tan vacilante e intermitente. 

Sé que el secreto de vivir así está en la actitud sorprendente que aparece en el centro de la parábola: el crecimiento de la semilla se produce «sin que él sepa cómo», es decir, fuera del ámbito de su dominio o de su control. Y eso me invita a dejar de rondar el árbol de los saberes de verificación inmediata y a silenciar las ansiedades de mi búsqueda a la sombra de aquel otro árbol en el que reclinó la cabeza Aquel que supo poner confiadamente su vida entre tus manos. 

Continúo dando vueltas a por qué me siento incapaz de escribirte: pienso que las cartas salen en busca de un destinatario, pero hace ya mucho que sé que eres Tú quien andas en mi busca y quien va dejando asomar la esquina blanca de sus sobres en las personas y lugares que transito cada día, todos esos que de Ti «me van mil gracias refiriendo...». 

Y tampoco me siento capaz ya de escribirte para «recomendarte» a gente... Hace un tiempo tenía la costumbre de pedir por aquellos de quienes tocaba las heridas, pero ahora, cada vez que siento sobre las espaldas de mi amistad sus vidas rotas, ya no se me ocurre tratar de arrancarte a Ti algo que deseo para ellos, como si fueras un banquero endurecido y distante a quien se implora un donativo. Me he acostumbrado sencillamente a pronunciar sus nombres y a depositarlos con cuidado sobre tus hombros, para que, lo mismo que Benjamín, el más pequeño de los hijos de Jacob, «habiten en seguro» (Deuteronomio 33,12). Y junto con ellos abandono ahí mis perplejidades, mis dudas y las pequeñas o grandes preguntas sobre el misterio del sufrimiento, que, como raposillas, intentan roer la viña de la confianza que he puesto en Ti. 

Pero para eso necesito aferrarme, cada vez con más terquedad y determinación, a ese alcázar«con abasto de pan y provisión de agua» (Isaías 33,16) que es Jesús: lo que sé de Ti me ha venido por él, y es su misma fe la que, como una roca debajo de mis pies, sostiene mi deseo de decirte «amén» y «gracias», ocurra lo que ocurra. 

En comparación con su Evangelio, otras palabras o discursos saben cada vez menos decirme lo que quiero, y, en cambio, un misterioso radar me hace irte detectando en la espalda del mundo. Quizá era eso lo que querías revelarle a Moisés en el Sinaí, cuando le decías:«Ponte en la hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado, y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Éxodo 33,22-23). Y sigue siendo ahí donde te muestras como origen de una energía vital y de una fuerza de resistencia que me asombran cada día. 

Por eso, cuando oigo a Eugenia, que en treinta años ha vivido ya mil vidas desgarradas, rezar en alto y decirte: «Dios mío..., Tú..., Usted me ha sacado siempre adelante...», siento que en ese «usted» está resonando la armonía del gregoriano, el esplendor del gótico y el fuego de los místicos. O cuando Raisa cuenta que llegó a Madrid embarazada de nueve meses y otro niño agarrado de su mano, y «como no conocía a nadie ni tenía a dónde ir, dormía en un banco del Retiro. Pero tuve suerte, porque era verano y porque además sentía que Dios estaba conmigo...». 

¿Y sabes finalmente quién tiene la culpa de que no quiera escribirte? Pues precisamente Jesús y su manera de decirnos cómo entrar en relación contigo: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, cerrando la puerta, ora a tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que mira en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6,5-6). 

Ignoro por qué ejercen sobre mí tanto poder de atracción ese espacio escondido en el que se entra y esa puerta que se cierra, pero consiguen que la mayor parte de las palabras me parezcan un bullicio vacío. Cuando me adentro en esa oscuridad en la que ya no soy observada por nadie de fuera y me quedo solo expuesta a tu mirada, la del único que ve lo escondido, sé que ya no necesito hacer ni decir nada que se parezca a hablarte o escribirte. Porque en ese lugar que me ancla en otro centro y me hace respirar otro aire, recibo la certeza de ser plenamente sabida y acogida, y eso aquieta y silencia mi corazón. 

¿Crees que habré conseguido que entiendan por qué me resulta imposible escribirte una carta?

Escribirte de Ti

Carlos Amigo Vallejo Cardenal Arzobispo de Sevilla

Querido Dios, mi Señor:

Siempre tan deseado y tan cerca. Y, a la vez, pareces distante y alejado. Íntimo y casi en la mano, y tan grande y elevado que no se acierta a verte sin dejar nunca de mirarte. Se siente el frío de no encontrarte y los ardores que queman cuando se atisba tu presencia. 

Como el misterio te rodea, y no es posible abarcarlo, las ansias se quedan cortas, y llega la tentación de pensar que no eres justo al darnos tanta sed y ponernos tan lejos la fuente que pueda saciarla. 

Con tu claridad todo lo llenas de luz. ¿Por qué todavía parece que estamos en un espacio de sombras y de penumbras? ¿Qué muros tan opacos son los que se interponen para no ver luz tan fascinante? Si tu luz es la que nos hace ver la luz, déjate ver y sentir, abrazar y comprender. 

Aquellos que con sinceridad te buscan han encontrado pronto la respuesta en el amor que te tenían, porque tú mismo se lo habías dado. El que persigue buenas razones de Ti, siempre las encuentra. Pero no han de ser las que el orgullo de la falsa inteligencia prefiere, sino las que se encuentran en lo que Tú has revelado. 

¿Para qué huir de Ti? «¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha» (Salmo 138).

Si en todo se te puede encontrar es porque tú lo llenas todo, siendo distinto de todo. Mejor que huir de Ti, será lo más deseado estar contigo. Pues si el pecado es el mal deseo, ¿cómo no ha de ser virtud el desearte? Tu gozo es la alegría de aquellos que te buscan. 

Se pone en tela de juicio tu honor, y se regatea contigo el acatamiento que mereces, al dejar que grite la duda o se vea la queja que sangra por unas heridas que no se comprenden o de unos deseos que no quedan cumplidos. Es el barro del que fuimos hechos, Señor, el que te deshonra, porque todavía no lo hemos moldeado con el agua y la sangre de la gracia que el Hijo nos mereciera. 

Si Tú no nos hubieras dado ojos, ¿cómo íbamos a ver? Si no nos regalaras la vida, ¿cómo habríamos de sentir el gozo de buscarte? Si Tú no lo hubieras creado todo, ¿dónde podría estar cada uno? Siempre, la única respuesta es la de tu mano creadora, que va dejando la huella por la que se puede reconocer el amor de Aquel que nos quiere. 

Si al acercarnos a cuanto está a nuestro lado descubrimos la huella del Creador, y si la inteligencia nos lleva a mundos desconocidos de verdades que los sentidos no ven, y si podemos amar y comprender y entregarnos en caridad hacia los otros, todo ello es gracia y posibilidad que Tú nos has dado. Casi como la que otorgaste a los ángeles. Así lo cantamos en el salmo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (Salmo 8). 

Si los ojos están nublados y turbios, no te ven como eres, pues la limpieza del corazón es aval indispensable para contemplar tu bendito rostro. Habrá que creer en Ti y en cuanto de Ti mismo has dicho y revelado. Creer en Ti y en tu palabra. Y tu palabra eres Tú, y Tú eres la Palabra. Nuestra voz no tiene más sentido de verdad que si hace resonar tu Palabra. 

En tal manera es eficaz tu palabra que lo que dices siempre se hace. Es el hombre, con su pecado, el que puede limitar que se vea la eficacia de las obras que Tú realizas. Pero, a pesar de tanto mal, nunca es capaz de hacer que tu mano se desvíe de lo justo y de la misericordia. 

Si tengo hambre del Dios vivo, no debo avergonzarme de hacerme mendigo y despojarme de vestidos que no sirven para sentarse en el banquete de Dios. Y como oficio del pobre y del hambriento es el de pedir, que salga siempre la misma súplica: «¡Enséñame tu rostro, Señor! ¿Cuándo veré tu rostro?». 

No es que seas la conciencia, pero es en ella en donde con mayor intimidad y fuerza resuena tu voz, Señor. Si hay remordimiento, se debe pensar que no hubo rectitud en la conducta. Si nada me reprende, es que tu bondad me acompaña. A buen cuidado habrá que poner, por tanto, la conciencia, pues, si se pierde, costoso puede ser el camino del retorno a Dios. Aunque siempre quedará abierta la puerta de tu misericordia. 

Si un corazón contrito y humillado no lo desprecias (Salmo 50),gracia y favor de tu bondad es hacer esas blanduras en nuestro corazón, para que sienta el estremecimiento de la culpa y lo equivocado que fuera el abandonar el seguro camino de la humildad. 

Igual que el profeta, también ha podido llegar el momento de la indignación: ¡ya no hablaré más de Ti! Pero el fuego de tu amor me comía las entrañas. Quería olvidarte y no podía, porque Tú eras el respirar de mi propia vida. Era como una rabieta y amenaza infantil que pretendía ese inútil chantaje de pensar que así me escucharías mejor. No nos damos cuenta de que Tú nos buscas, no tanto por lo que podamos ofrecerte, sino porque nos quieres tal como somos. Y si nos alejamos de Ti, no por eso dejas de estar a nuestro lado. 

Alcázar, baluarte y piedra segura de nuestra casa eres Tú mismo. Si alguna vez se tambalea el cimiento, por la flaqueza del olvido, del engaño o de la maldad, que vengamos a comprender que la única roca segura es la de tu propia misericordia. 

Querido Dios, mi Señor: solamente podemos escribirte de Ti si tú mismo nos inspiras. Pues, al ir moviendo los dedos, sentimos la mano del Padre que toma la del hijo y le lleva por los renglones de una Escritura de la que tú eres el único Autor.

Solo te pido unos minutos, Señor

Rafael Ansón Presidente de la Academia Española de Gastronomía

Te escribo, Señor, estas líneas que apenas distraerán unos minutos de tu preciado tiempo. Me dirijo a ti como presidente de la Academia Española de Gastronomía, puesto que la cocina de las comarcas y las Comunidades Autónomas de España tiene muchísimos motivos para mostrarte su agradecimiento.

Quiero rendirte tributo, Díos mío («invisible evidente», como te llamó Víctor Hugo), hacedor de todos los milagros. Actúo en representación del mundo de la cocina española, de esos hombres y mujeres que luchan diariamente por reivindicar una variada, colorista y muy rica despensa. 

Bajo tu manto protector, el Mediterráneo, el Cantábrico y el océano Atlántico son cada vez más pródigos y generosos. Sus fecundas aguas nos regalan tesoros magníficos que no solo llegan a los cuatro confines del mundo, sino que contribuyen al prestigio y a la buena imagen de España en todo el planeta. 

Lo mismo puede decirse de la abundancia de nuestros huertos, en mi opinión lo más parecido a la mítica Jauja, de los que proceden legumbres, verduras y frutales de calidad incuestionable. Por no hablar de las carnes, la leche o los huevos con que nos agasaja nuestra extensa y ubérrima cabaña ganadera. 

Con este maravilloso material que has puesto a nuestro alcance, nuestros cocineros y cocineras están obrando verdaderos milagros; el principal, haber convertido a España en punto de destino para quienes recorren el mundo en busca de sutileza gastronómica y de disfrutar, al calor de una receta, del renovado regocijo de los sentidos. Te agradezco, Señor, que, bajo tu supervisión y tu plácet, la Naturaleza nos haya obsequiado con tan inmensas posibilidades que han contribuido, de paso, a hacer nuestra vida mucho más saludable y placentera. 

No obstante, no quisiera, Señor, darte la impresión de que vivimos en el mejor mundo de los posibles, pues no es así. Me consta que son muchas las desigualdades que suscitan tu preocupación, e incluso generan tu furia. Que este país (y el mundo entero) siguen siendo escenarios de injusticias, de podredumbre y de falta de equidad, cuya eliminación figura escrita en rojo, como prioridad absoluta, en tu agenda diaria. 

Porque sé que eres solidario con todos, especialmente con las gentes que padecen hambre y para quienes prestar atención al hecho gastronómico resulta poco menos que un insulto. Tú, Señor, siempre estuviste de su lado y afeaste la conducta de quienes rechazaron cualquier invitación a compartir. Porque los tesoros de la Tierra son de todos y a todos deben beneficiar. Por eso pido tu bendición para los esfuerzos que estamos realizando para mejorar la alimentación de las personas, para que haya acceso universal a los mejores productos, con la máxima garantía de calidad. No te pedimos que repitas ahora, Señor, el maravilloso milagro delos panes y los peces (una de las obras más acabadas de tu Hijo, Jesucristo, y fuente de inspiración y objetivo último de todos los cocineros que en el mundo han sido a lo largo de los siglos), pero sí que alientes nuestro trabajo para que podamos disfrutar no solo del derecho inalienable a la alimentación, sino de ese inmenso bien que es la buena mesa como lugar de intercambio y de encuentro, como ha sido siempre, me consta, tu máxima aspiración para el género humano. Te pido, Señor, tu intercesión en nuestra a veces difícil tarea. 

Y que inspires a los cocineros, proveedores e intermediarios para que sigan contribuyendo de esta forma al placer de lo seres humanos, porque, normalmente, quienes saben disfrutar de los tesoros naturales y de la buena mesa suelen ser también pródigos en educación y en generosidad hacia los demás. 

Hasta los agnósticos (como Voltaire, cuando decía que «si Dios no existiera, sería necesario inventarlo») te han pedido consejo. Yo me uno, Señor, a este coro y te agradezco que ayudes al género humano a alcanzar mayor amplitud de mente, es decir, a realizar un esfuerzo de generosidad hacia los demás. 

Que todos seamos conscientes de la infinitud de nuestras limitaciones, de la relatividad de los grandes juicios y de la imposibilidad de diseñar lo absoluto en un mar de intereses e ideas diversas. Solo tú lo has conseguido, y sé que, como fuente de luz y de clarividencia, nos seguirás ayudando a todos a ser un poco mejores y a compartir y a seguir disfrutando de los tesoros con que nos obsequias.

Posdata: Sé que son muchos los riesgos que aquejan a la Naturaleza, desde el cambio climático a la contaminación, pasando por las propias debilidades humanas. Mi última petición en esta carta es que evites que la destruyamos entre todos y que nos ayudes a ser más respetuosos con ella, porque, como decía Francis Bacon, «solo obedeciéndola se doblega a la Naturaleza». Sabemos que está en juego nuestra propia supervivencia... y nuestra alimentación, la de todos, la de las generaciones actuales y, sobre todo, la de las futuras.

Carta al Dios ausente

Joseba Arregi Político y escritor

Adonde quiera que estés te envío estas líneas nacidas del cansancio y de cierta desesperación. Te escribo en unos momentos en los que quienes se reclaman de ti, en tu versión católica, lo hacen como si no hubiera lugar alguno para la duda, para preguntarse siquiera dónde estás. Y te escribo en unos momentos en los que quienes han renegado de ti se sienten con fuerzas para decir cómo debieras ser y cuáles debieran ser tus enseñanzas.

A mí, nacido y educado en un ambiente en el que tu presencia era algo inmediato, hace tiempo que me pueden más las dudas que las certezas. De toda mi formación religiosa quizá no me queden más que dos o tres enseñanzas. Y cada una de ellas acrecienta mis dudas respecto a ti. La primera enseñanza es que el único camino hacia ti es a través del hombre Jesús, que no hay otro camino hacia ti. Y que ese hombre Jesús murió físicamente la muerte de cruz, y espiritualmente, que es la verdadera muerte, el abandono del Padre, tu abandono, tu falta de voluntad de confirmarle en su identidad de Mesías. 

La segunda cosa que me queda es que la fe, o lo que sea, la vinculación, el mantener cierta relación con esa aparición tuya en el hombre Jesús y en su muerte de cruz no es lo mismo que religión, no es lo mismo que creer en algún ser absoluto. Esta creencia en algún ser absoluto quizá no sea más que la respuesta a una necesidad profundamente humana, pero, por lo mismo, nacido de ella. 

En tercer lugar me queda la inquietante idea de que el núcleo del mensaje de Jesús, acorde con su muerte espiritual al no ser confirmado por ti en su identidad de Mesías, su exigencia de dar la vida por los demás, significa no aferrarse a la identidad de cada uno, llegar a comprender que la salvación solo es producto de la fe, del abandono del destino propio en manos de quien nos llama. 

Pero no sé si todo esto tiene algo que ver con la religión, con la representación de la religión en este mundo, con la Iglesia. Para esta, la duda no existe, tú eres pura presencia, la resurrección ha dejado de ser cuestión de fe para ser una seguridad sabida y ha borrado así el significado de la muerte de Jesús en la cruz. Y quienes luchan contra la Iglesia, quienes luchan contra la religión, quienes creen que libertad solo se puede decir como ateísmo, proclaman tu negación porque creen que solo así puede haber sitio para el ser humano. 

Y, sin embargo, es probable que tú sigas presente en este nuestro mundo maltrecho y lleno de sufrimientos, pero que tu modo de presencia sea la ausencia. Es probable que te hayas ausentado para que no nos quedemos, como los apóstoles, mirando al cielo, y volvamos nuestra mirada a la tierra, a los humanos que la habitan, que la destrozan y se destrozan mutuamente en ella. Pero para que volvamos la mirada hacia la tierra con responsabilidad propia, no buscando excusas en ti, en tus imágenes o en tus sustitutos. 

Pero también es probable que tu ausencia sea un modo de presencia, para que no nos creamos nosotros mismos dioses, para que no olvidemos que nuestra responsabilidad, al igual que nuestra libertad, es limitada, que ni podemos crear un nuevo mundo, una nueva creación, ni podemos salvar a las sociedades de todos los males. 

Quizá entonces podamos ir mejorando algo, poco a poco, sin cejar en el empeño, pero sin caer en la tentación de arrasar con todo para hacer todo nuevo. 

Donde quieras que estés, Dios, en cualquier caso, gracias por Jesús. 

Atentamente.

Las cosas del querer

Mari Patxi Ayerra Madre de familia y abuela

Querido Dios:

Esta mañana gris, en la que tantos estarán contentos porque ha llegado la lluvia que esperaban sus campos y su salud, mi cuerpo está tullido. Y desde mi tontez y fragilidad, desde el dolor de manos y vista torpe, me pongo una vez más a escribirte un ratillo. 

¡Es bonita esta amistad epistolar que mantenemos tú y yo hace tantos años! Y es más bonito todavía cómo te las arreglas para salirme al encuentro, esté yo corriendo por los caminos o en reposo, dando una charla o callada, viva y explosiva o apagadica como un brasero al terminar el día. Pero tú siempre vienes a traer salud a mi historia, tú me das una vuelta y reavivas mis rescoldos. Siempre me sacas de mí misma, de mis autocompasiones, de mis frivolidades o de mis egoísmos familiares y me vuelves hacia ti y los tuyos. 

Me gusta porque haces en mí lo del Salmo 139, mi preferido, y que el otro día se lo contaba a mi nieta para que se lo vaya aprendiendo, para que se le tatúe a fuego en el alma. Me haces sentir que me tienes abrazada por delante y por detrás, y que todos mis caminos y ritmos te son conocidos. Ande renqueando de la cama al sillón o corriendo por esos mundos haciendo una comida, animando un grupo o escribiendo un artículo, ahí estás tú, demostrándome que tu mano me sostiene. 

Hasta el ordenador tiene que sorprenderse de que no está aún la palabra en mi mente y ya tú, Señor, se la vas sugiriendo a mis dedos y brota entera en la pantalla. Todo esto es alucinante (sublime, diría el salmista), no lo puedo entender. Pero durante cincuenta y nueve años me has demostrado que es tan verdad como si yo fuera un muñeco de guiñol en el que tú entras y das vida.