Corazón roto - Linda Howard - E-Book
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Corazón roto E-Book

Linda Howard

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Beschreibung

Corazón roto Michelle Cabot acababa de heredar un rancho y un montón de deudas. Pero lo peor de todo era que la mayoría de esas deudas eran con el propietario del rancho vecino, John Rafferty. Nada podría haberlo sorprendido más que descubrir que aquella niña rica y mimada se había propuesto dirigir el rancho de su abuelo. John estaba realmente encantado con la nueva Michelle, y por eso decidió que tenía que conseguir que se convirtiera en su mujer. Lo que no sabía era que, debajo de su apariencia tranquila y estable, aquella mujer escondía un corazón roto y la firme determinación de no volver a pertenecer a nadie más que a sí misma. Pero Rafferty no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1987 Linda Howington

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón roto, nº. 102 - mayo 2017

Título original: Heartbreaker

Publicado originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Este título fue publicado originalmente en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9764-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Si te ha gustado este libro…

UNO

 

 

Michelle Cabot encontró el papel mientras ordenaba los efectos personales del escritorio de su padre. Desdobló la hoja con leve curiosidad, como había desdoblado tantas otras, pero sólo había leído un párrafo cuando enderezó lentamente la espalda y empezó a sentir un hormigueo en los dedos. Asombrada, comenzó otra vez, abriendo mucho los ojos, aturdida de espanto por lo que acababa de leer.

A cualquiera, menos a él. ¡Cielo santo, a cualquiera, menos a él!

Le debía cien mil dólares a John Rafferty.

Más intereses, claro. ¿A qué porcentaje? No pudo seguir leyendo para averiguarlo. Dejó caer el papel sobre la superficie desordenada del escritorio y se reclinó en la vieja silla de cuero de su padre y cerró los ojos. La conmoción le provocó una náusea, miedo y esa sensación de vértigo que produce la muerte de la esperanza. Su situación ya era bastante mala; aquella deuda insospechada la dejó destrozada.

¿Por qué había de ser precisamente John Rafferty? ¿Por qué no con un banco cualquiera? El resultado final sería el mismo, desde luego, pero al menos no se sentiría tan humillada. La idea de encontrarse con él cara a cara hacía que la parte más tierna de su ser se encogiera de temor. Si Rafferty llegaba a sospechar que esa ternura existía, estaba perdida.

Todavía le temblaban las manos cuando recogió el papel para leerlo de nuevo, con la intención de cerciorarse de los detalles del acuerdo financiero. John Rafferty le había hecho un préstamo personal de cien mil dólares a su padre, Langley Cabot, a una tasa de interés un dos por ciento más baja que la tasa del mercado… y el préstamo había vencido dos meses atrás. Michelle se sintió aún peor. Sabía que la deuda estaba pendiente, porque había revisado minuciosamente los libros de cuentas de su padre, con la esperanza de salvar algo del desastre financiero en el que estaba inmerso cuando murió. Había liquidado apresuradamente todos sus bienes para pagar las deudas más acuciantes, todos menos el rancho, que había sido siempre el sueño de su padre y que de alguna forma había llegado a convertirse en un refugio para ella. Diez años antes, cuando su padre vendió la casa familiar y la obligó a cambiar su ordenada y próspera vida en Connecticut por el calor y la humedad de un rancho ganadero en el interior de Florida, no le gustó aquella tierra, pero eso había sido una década atrás y las cosas habían cambiado. La gente cambiaba, el tiempo cambiaba… y el tiempo cambiaba a la gente. El rancho no representaba para ella ni el amor, ni un sueño; era sencillamente todo lo que le quedaba. En otro tiempo, la vida le había parecido muy complicada, pero resultaba extraño lo simples que eran las cosas cuando se trataba de sobrevivir.

Sin embargo, le resultaba difícil rendirse a lo inevitable. Sabía desde el principio que le sería casi imposible conservar el rancho y que volviera a rendir beneficios, pero estaba dispuesta al menos a intentarlo. No habría podido vivir con su mala conciencia si, eligiendo el camino más fácil, hubiera dado el rancho por perdido.

Pero después de todo tendría que venderlo, o al menos vender el ganado; no tenía otro modo de devolver aquellos cien mil dólares. Lo extraño era que Rafferty no le hubiera reclamado ya su devolución. Pero, si vendía el ganado, ¿de qué serviría el rancho? Para salir adelante dependía de la venta del ganado, y sin esos ingresos tendría que vender el rancho de todas formas.

Era tan duro pensar en abandonar el rancho… Casi había empezado a tener esperanzas de poder conservarlo. Le había dado miedo hacerse ilusiones y había intentado no hacerlo, pero aun así aquel leve destello de optimismo había empezado a crecer poco a poco. Pero finalmente había fracasado también en aquello, como en todo lo demás: como hija, como esposa y ahora también como ranchera. Incluso si Rafferty le concedía una prórroga sobre el préstamo, cosa que no esperaba que ocurriera, no tenía ninguna posibilidad de poder pagarlo cuando el plazo venciera de nuevo. Lo cierto era que no tenía ninguna opción; estaba sencillamente al borde de la ruina.

No ganaría nada demorando lo inevitable. Temía hablar con Rafferty, de modo que, cuanto antes, mejor. El reloj de pared marcaba casi las nueve y media; Rafferty todavía estaría despierto. Buscó su número, marcó y la invadió la sensación habitual. Incluso antes de que sonara el primer tono, sus dedos se cerraron con tanta fuerza sobre el teléfono que los nudillos se le pusieron blancos, y el corazón empezó a latirle a tal velocidad que se sintió como si hubiera estado corriendo. Se le hizo un nudo en el estómago. ¡Oh, cielos! Ni siquiera podría hablar con coherencia si no conseguía calmarse.

Contestaron a la sexta llamada, y para entonces Michelle ya había reunido fuerzas para hablar con él. Cuando la asistenta dijo: «Residencia del señor Rafferty», la voz de Michelle sonó perfectamente sosegada, incluso cuando pidió hablar con él.

–Lo siento, no está en casa. ¿Quiere que le dé algún mensaje?

Michelle se sintió casi aliviada, aunque sabía que tendría que llamar otra vez.

–Por favor, dígale que llame a Michelle Cabot –dijo, y le dio a la asistenta su número. Luego preguntó–: ¿Volverá pronto?

La asistenta vaciló un instante antes de decir:

–No, creo que vendrá bastante tarde, pero le daré su mensaje a primera hora de la mañana.

–Gracias –murmuró Michelle, y colgó.

Debería haber supuesto que no estaría en casa. Rafferty era famoso, o quizá fuera mejor decir conocido, por su apetito sexual y sus aventuras. Si se había tranquilizado con los años, era sólo en apariencia. Según las habladurías que Michelle oía de cuando en cuando, su fogosidad seguía intacta. Una mirada de aquellos ojos negros e implacables todavía podía hacer que a una mujer se le acelerara el corazón, y John miraba a muchas mujeres, pero Michelle no era una de ellas. Entre ellos había surgido una profunda antipatía en su primer encuentro, diez años antes, y en el mejor de los casos su relación era una especie de tregua armada. Su padre había actuado a modo de mediador entre ellos, pero ahora estaba muerto, y Michelle esperaba lo peor. Rafferty no tenía término medio.

No había nada que pudiera hacer respecto al préstamo esa noche, y se le habían quitado las ganas de seguir revisando el resto de los papeles de su padre, así que decidió dejarlo. Se dio una ducha rápida, pese a que a sus músculos doloridos les habría venido bien una más larga, pero no quería gastar mucha luz y, dado que obtenía el agua de un pozo, mediante una bomba eléctrica, debía renunciar a los pequeños lujos en beneficio de otros más importantes, como comer.

Pero a pesar de lo cansada que estaba, cuando se acostó no pudo conciliar el sueño. La idea de hablar con Rafferty le obsesionaba, y de nuevo su corazón se aceleró. Intentó respirar hondo, lentamente, siempre le sucedía lo mismo, y era aún peor cuando tenía que verlo cara a cara. ¡Si al menos no fuera tan corpulento! Pero medía un metro noventa de estatura y pesaba cerca de cien kilos; se le daba bien amedrentar a la gente. Cada vez que lo tenía cerca, Michelle se sentía amenazada de forma irracional, y hasta pensar en él le producía inquietud. Ningún otro hombre la hacía reaccionar de aquella forma; nadie la ponía tan furiosa, tan a la defensiva… y tan excitada de una forma extraña e instintiva.

Había sido así desde el principio, desde el momento en que lo vio por vez primera hacía diez años. Entonces era una jovencita de dieciocho, mimada y altiva como sólo una adolescente que defendía su dignidad podía serlo. La reputación de Rafferty lo precedía, y Michelle estaba decidida a demostrarle que ella no era una de esas mujeres que lo perseguían sin descanso. ¡Como si él hubiera estado interesado en una adolescente!, pensó Michelle agriamente, dando vueltas en la cama. ¡Qué cría era entonces! Una cría estúpida, mimada y asustada.

Porque, en efecto, John Rafferty la asustó, a pesar de que no le hizo ningún caso. O, mejor dicho, fue su propia reacción lo que le asustó. Entonces él tenía veintiséis años, era un hombre muy distinto a los chicos a los que estaba acostumbrada, y un hombre que ya había convertido un insignificante rancho ganadero del interior de Florida en un próspero y pujante imperio con sólo su fuerza de voluntad y muchos años de arduo trabajo. Al verlo por primera vez, cerniéndose sobre su padre mientras ambos hablaban de ganado, se había llevado un susto de muerte. Aún recordaba que se quedó sin aliento como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

Estaban de pie junto al caballo de Rafferty, y éste tenía un brazo apoyado sobre la silla mientras descansaba la otra mano, descuidadamente, sobre la cadera. Era pura energía, todo él músculos y vitalidad, y dominaba al inmenso animal a su antojo. Michelle ya había oído hablar de él; los hombres lo llamaban «semental», en broma pero con cierta admiración, y las mujeres también, pero siempre en voz baja, alteradas y casi temerosas. A una mujer se le concedía el beneficio de la duda si salía con él una sola vez, pero si eran dos, se daba por sentado que se había acostado con él. En aquella época, a Michelle ni siquiera se le ocurrió pensar que su reputación era probablemente exagerada. Ahora que era mayor, seguía sin pensarlo. Había algo en el modo de mirar de Rafferty que hacía que una mujer creyera cuanto se decía de él.

Pero ni siquiera su fama la había preparado para encontrarse con el hombre en carne y hueso, pues este irradiaba fuerza y energía. La vida relucía más fuerte y brillante en ciertas personas, y John Rafferty era una de ellas. Era un fuego oscuro que se erguía sobre todo cuanto lo rodeaba con su altura y su poderosa constitución, y dominaba a la gente con su personalidad impetuosa e incluso ruda.

Michelle contuvo el aliento al verlo, con su pelo negro como el carbón que el sol hacía brillar, sus ojos negros achicados bajo las cejas oscuras y prominentes, y el negro y pulcro bigote que ensombrecía la línea firme de su labio superior. Estaba muy moreno, como siempre, debido a las largas horas que pasaba trabajando a la intemperie durante todo el año; mientras Michelle lo observaba, una gota de sudor se deslizó por su sien y por la curva de su pómulo alto y bronceado, antes de rodar por su mejilla y caer por su mandíbula cuadrada. Manchas de sudor oscurecían su camisa de faena azul debajo de los brazos y en el pecho y en la espalda.

Pero ni siquiera el sudor y el polvo eclipsaban su halo de poderosa e intensa masculinidad, sino que, por el contrario, parecían realzarlo. Al ver su mano apoyada sobre la cadera, Michelle reparó en sus caderas y en sus largas piernas, y en los vaqueros descoloridos y estrechos que resaltaban su cuerpo tan poderosamente que se quedó boquiabierta. El corazón dejó de latirle un instante, y luego emprendió un ritmo frenético que la hizo estremecerse por entero. Tenía dieciocho años, era demasiado joven para dominar sus emociones, demasiado joven para enfrentarse a aquel hombre, y su reacción la asustó. Por ello, cuando se acercó a su padre para que la presentara, se comportó con desdén.

Empezaron con mal pie y así habían seguido desde entonces. Ella era posiblemente la única mujer del mundo que no congeniaba con Rafferty, y no estaba segura, ni siquiera ahora, de querer que fuera de otro modo. Por algún motivo, se sentía más a gusto sabiendo que a él le desagradaba; al menos, así no utilizaría con ella su formidable encanto. En ese sentido, su hostilidad entrañaba cierta seguridad.

Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras yacía en la cama, pensando en él y en lo que solamente se atrevía a reconocer para sus adentros: que ella no era más inmune a los encantos de Rafferty que la legión de mujeres que ya habían sucumbido a ellos. Estaría segura únicamente mientras él no se diera cuenta de lo vulnerable que era a su potente masculinidad. Sin duda, disfrutaría aprovechándose del poder que ejercía sobre ella para hacerle pagar todos los comentarios sarcásticos que Michelle le había dedicado a lo largo de los años, y todas las demás cosas que no le gustaban de ella. Para protegerse, Michelle debía mantenerlo a raya a base de hostilidad; resultaba bastante irónico que ahora precisara de su simpatía para sobrevivir económicamente.

Casi se le había olvidado reír, como no fuera por las muecas que delante de la gente pasaban por risas pero que carecían de toda alegría, y también sonreír, salvo por la falsa máscara de jovialidad que refrenaba el dolor. Pero en la soledad de su habitación, a oscuras, sintió que una sonrisa cansina curvaba su boca. Si tenía que depender de la buena voluntad de Rafferty para sobrevivir, ya podía salir al prado, cavar un hoyo y cubrirse de tierra para ahorrarse tiempo y complicaciones.

A la mañana siguiente merodeó por la casa esperando a que la llamara tanto tiempo como pudo, pero tenía trabajo que hacer, y el ganado no podía esperar. Finalmente se dio por vencida y se fue al establo, con la mente puesta en los innumerables problemas que el rancho presentaba cada día. Había varios campos de heno que segar y empacar, pero se había visto obligada a vender el tractor y la empacadora; el único modo que tenía de segar el heno era ofrecerle a alguien parte de la cosecha para que se encargara de segarlo y empacarlo por ella. Metió la camioneta en el establo y subió al pajar para contar las pacas que le quedaban. Sus reservas estaban muy mermadas; tendría que hacer algo pronto.

No podía alzar las pesadas pacas, pero había ideado un sistema para manejarlas. Aparcaba la camioneta justo debajo del ventanuco del pajar y lo único que tenía que hacer era empujar las pacas por el borde del ventanuco y éstas caían en la parte de atrás de la camioneta. Empujar el heno no era fácil; el peso de las pacas variaba, pero algunas de ellas eran tan pesadas que apenas podía moverlas centímetro a centímetro.

Llevó la camioneta al otro lado del prado, donde pastaba el ganado; las reses alzaron las cabezas, observaron con sus grandes ojos marrones la camioneta, y el rebaño entero empezó a avanzar hacia ella. Michelle detuvo la camioneta y se montó en la parte de atrás. Tirar las pacas a pulso le resultaba imposible, así que cortó los cordeles que sujetaban las balas y las deshizo con el rastrillo que llevaba consigo; después arrojó el heno al suelo en grandes montones.

Volvió a subirse a la camioneta, avanzó un trecho por el prado y se detuvo para repetir la operación. Hizo aquello una y otra vez hasta que la parte de atrás de la camioneta estuvo vacía, y para cuando acabó le dolían tanto los hombros que tenía la impresión de que le ardían los músculos. Si el rebaño no hubiera menguado tanto, no habría podido manejarlo. Pero si tuviera más cabezas de ganado, se dijo, podría pagar a alguien para que la ayudara. Al recordar cuánta gente solía trabajar en el rancho, la cantidad de personas que hacían falta para sacarlo adelante, la invadió una oleada de desesperanza. La razón le decía que era imposible que lo hiciera todo ella sola.

¿Pero qué tenía que ver la razón con la cruda realidad? Debía hacerlo ella sola porque no tenía a nadie. A veces pensaba que eso era justamente lo que la vida se empeñaba en demostrarle: que sólo podía depender de sí misma, que no había nadie en quien pudiera confiar, nadie en quien pudiera apoyarse, nadie lo bastante fuerte para darle ánimos y ayudarla cuando necesitaba descansar. En ocasiones, experimentaba una insoportable sensación de soledad, sobre todo desde que su padre había muerto, pero al mismo tiempo encontraba cierto consuelo, un tanto perverso, sabiendo que no podía confiar en nadie más que en sí misma. No esperaba nada de los demás, de modo que nunca se sentía desilusionada cuando no daban la talla. Sencillamente, aceptaba los hechos tal y como eran, sin embellecerlos. Hacía lo que tenía que hacer y seguía adelante. Al menos, ahora era libre y ya no temía despertarse cada mañana.

Anduvo por el rancho, haciendo sus tareas, procurando no pensar en nada y dejando sencillamente que su cuerpo ejecutara los movimientos necesarios. Era más fácil así; podría lamerse las heridas cuando acabara su trabajo, pero el mejor modo de acabarlo era ignorar las protestas de sus músculos y el dolor de los arañazos y rasguños que se había hecho. Ninguna de sus antiguas amigas habría creído nunca que Michelle Cabot sería capaz de emplear sus delicadas manos para un trabajo físico tan duro. A veces, le divertía imaginar cuál sería su reacción, otro juego mental al que jugaba para entretenerse. Michelle Cabot siempre había sido risueña y dada a gastar bromas; habría estado perfecta con una copa de champán en la mano y diamantes en las orejas.

Ahora, sin embargo, debía alimentar el ganado, segar el heno, reparar el cercado, y eso era solamente la punta del iceberg. Tenía que refrescar al ganado, aunque todavía no sabía cómo iba a apañárselas. Tenía que marcarlo, castrarlo, alimentarlo… Cuando pensaba en todo lo que tenía que hacer se sentía desalentada, de modo que rara vez pensaba en ello. Afrontaba cada día según venía, haciendo lo que podía. Se trataba de sobrevivir, y se había convertido en una virtuosa de la supervivencia.

Esa noche, a las diez, al ver que Rafferty no la llamaba, se armó de valor y volvió a llamarlo. De nuevo fue la asistenta quien contestó; Michelle dejó escapar un suspiro, preguntándose si Rafferty pasaba alguna vez la noche en su casa.

–Soy Michelle Cabot. Quisiera hablar con el señor Rafferty, por favor. ¿Está en casa?

–Sí, está en el establo. Le pasaré su llamada.

De modo que tenía teléfono en el establo. Por un instante, mientras oía los ruidos del teléfono, Michelle pensó con envidia en el rancho de Rafferty, y aquello la distrajo del repentino galopar de su corazón y del ritmo entrecortado de su respiración.

–Aquí Rafferty –su voz profunda e impaciente sonó como un ladrido para el oído de Michelle, y ésta dio un respingo apretando con fuerza el teléfono y cerrando los ojos.

–Soy Michelle Cabot –procuró mantener un tono lo más distante posible al identificarse–. Me gustaría hablar contigo, si puedes.

–Ahora mismo no tengo tiempo. Tengo una yegua a punto de parir, así que di lo que tengas que decir cuanto antes.

–Me temo que tenemos que hablar largo y tendido. Así que preferiría que nos viéramos. ¿Te viene bien que vaya a tu casa mañana por la mañana?

Él soltó una breve carcajada áspera, y desprovista de humor.

–Esto es un rancho, cariño, no un club social. No tengo tiempo para verte mañana por la mañana.

–Entonces, ¿cuándo?

Rafferty masculló una maldición.

–Mira, ahora mismo no puedo atenderte. Me pasaré por tu casa mañana por la tarde, cuando vaya a la ciudad. Sobre las seis –cortó la comunicación antes de que Michelle pudiera decir nada, pero cuando ella colgó a su vez, pensó amargamente que era él quien tenía la sartén por el mango, de modo que poco importaba si a ella la hora le convenía o no. Al menos, ya lo había llamado, y le quedaban veinticuatro horas por delante para reunir el valor que necesitaba para enfrentarse a él. Al día siguiente, dejaría de trabajar a tiempo para ducharse y lavarse el pelo, se maquillaría y perfumaría, y se pondría sus pantalones de lino blanco y su camisa de seda blanca. Al verla, Rafferty pensaría que era lo que siempre había pensado que era: una inútil y una engreída.

 

 

A última hora de la tarde, el sol abrasador había hecho subir la temperatura hasta los cuarenta grados, y el ganado estaba nervioso. Rafferty estaba sudoroso, acalorado, polvoriento y malhumorado, igual que sus hombres. Habían pasado mucho tiempo reuniendo el ganado, para vacunarlo y marcarlo, y ahora el retumbar amenazador de los truenos anunciaba una tormenta de verano. Los hombres acabaron apresuradamente sus tareas, deseando terminar antes de que empezara a llover.

El polvo se alzaba en el aire al tiempo que los mugidos nerviosos aumentaban de volumen y el hedor a cuero quemado se intensificaba. Rafferty trabajaba mano a mano con los hombres, sin desdeñar el trabajo sucio. Aquél era su rancho, su vida. El trabajo a veces, era desagradable, pero él había conseguido que su rancho fuera rentable, mientras que otros habían fracasado, y lo había hecho a base de sudor y determinación. Su madre había preferido irse antes que soportar aquella vida; naturalmente, en aquella época el rancho era mucho más pequeño, no como el imperio que él había levantado. Su padre, y el rancho, no habían podido darle el estilo de vida que ella deseaba. Rafferty a veces sentía una amarga satisfacción al pensar que ahora su madre lamentaría haber abandonado tan cruelmente a su marido y a su hijo. No la odiaba; ni siquiera eso se merecía. Sencillamente, la despreciaba, y a cualquiera de las personas ricas, caprichosas, aburridas e inútiles a las que su madre contaba entre sus amigos.

Nev Luther soltó a la última ternera y, limpiándose el sudor de la cara con la manga de la camisa, miró el sol y los amenazadores nubarrones de la tormenta que se acercaba.

–Bueno, ya está –gruñó–. Será mejor que recojamos antes de que estalle la tormenta –miró a su jefe–. ¿No ibas a ir a ver a esa tal Cabot esta tarde?

Nev estaba en el establo cuando Rafferty habló con Michelle, de modo que había escuchado la conversación. Después de echar un vistazo a su reloj, Rafferty masculló una maldición. Se había olvidado de Michelle, y habría preferido que Nev no se lo hubiera recordado. Había pocas personas en el mundo que lo irritaran tanto como Michelle Cabot.

–Maldita sea, será mejor que me vaya –dijo de mala gana. Sabía qué quería Michelle. Le había sorprendido que lo llamara, en lugar de seguir ignorando la deuda. Seguramente, se lamentaría del poco dinero que le quedaba y le diría que no podía de ninguna manera reunir esa cantidad. Con sólo pensar en ella, le daban ganas de agarrarla y zarandearla con todas sus fuerzas. O mejor aún, de azotarla con el cinturón. Ella era exactamente lo que más le disgustaba: un parásito malcriado y egoísta que no había trabajado ni un día en toda su vida. Su padre se había arruinado pagándole sus caprichos, pero Langley Cabot siempre había sido un poco idiota en lo que a su amada y única hija concernía. Nada era lo bastante bueno para su pequeña Michelle, nada en absoluto.

Lástima que su querida Michelle fuera una niña mimada. Maldición, cuánto lo irritaba. Le había caído mal desde el primer momento que la vio, cuando se acercó tonteando a donde estaba hablando con su padre, alzando altaneramente la nariz como si percibiera un olor desagradable. Lo cual, después de todo, era posible. El sudor, producto del trabajo físico, era un olor desconocido para ella. Michelle lo miró como habría mirado a un gusano y, considerándolo insignificante, le dio la espalda y se puso a hacerle carantoñas a su padre para sacarle algo con aquellos encantadores mohines suyos.

–Oiga, jefe, si no quiere ir a ver a ese bombón, yo iré en su lugar con mucho gusto –se ofreció Nev, sonriendo.

–No me des ideas –dijo Rafferty malhumorado, volviendo a mirar su reloj. Podía ir a casa y lavarse un poco, pero entonces llegaría tarde. En ese momento, no estaba muy lejos del rancho de los Cabot y no le apetecía conducir de vuelta a casa, ducharse, y luego hacer el mismo camino de vuelta para no ofender la delicada nariz de Michelle. Tendría que aguantarlo tal y como estaba, sucio y sudoroso. Al fin y al cabo, era ella la que iba a pedirle un favor. Con el humor que tenía, bien podía pedirle la devolución de la deuda, aunque sabía perfectamente que no podía pagarla. Se preguntó, divertido, si se ofrecería a pagarle de otro modo. Le estaría bien empleado que él aceptara; seguramente, Michelle se estremecería de repugnancia con sólo pensar en entregarle su hermoso cuerpo. Al fin y al cabo, él era un tipo duro, estaba sucio y trabajaba para ganarse la vida.

Mientras se acercaba a su camioneta y se sentaba tras el volante, no podía quitarse aquella imagen de la cabeza: la imagen de Michelle Cabot tendida debajo de él, de su esbelto cuerpo desnudo, de su pelo rubio claro extendido sobre la almohada mientras él entraba y salía de ella. Se excitó al pensar en aquella imagen provocativa, y maldijo para sus adentros. Maldita fuera ella, y maldito él también. Se había pasado años mirándola, fantaseando con ella, deseándola y al mismo tiempo queriendo enseñarle de la forma que fuera a no ser una esnob, una engreída y una egoísta.

Otras personas no la veían así; Michelle podía ser encantadora cuando quería, y prefería dedicar su encanto a los vecinos del pueblo, tal vez con el único propósito de divertirse con su credulidad. Los rancheros y granjeros de la zona eran gente afable, que compensaba sus interminables jornadas de trabajo con reuniones informales, fiestas y barbacoas casi todos los fines de semana, y Michelle los tenía a todos comiendo de su mano. Ellos no veían el lado de su personalidad que se empeñaba en mostrarle a él; siempre estaba riendo y bailando…, pero nunca con él. Era capaz de bailar con todos los hombres del pueblo, menos con él. Sí, él la miraba y, como era un hombre sano con un instinto sexual sano, no podía remediar responder físicamente a su cuerpo voluptuoso y a su sonrisa resplandeciente, aunque le molestara hacerlo. No quería desearla, pero con sólo mirarla se excitaba.

Otros hombres también la miraban con ojos hambrientos, incluyendo a Mike Webster. Rafferty no podía perdonarla por lo que le había hecho a Mike, cuyo matrimonio ya se tambaleaba antes de que Michelle apareciera en escena con sus coqueteos y su risa chispeante. Mike se enamoró de ella inmediatamente, y su matrimonio naufragó sin remedio. Entonces Michelle voló en busca de una nueva presa, y Mike se quedó sin nada, salvo con una vida arruinada. El joven ranchero perdió cuanto tenía, se vio forzado a vender su rancho por culpa del acuerdo de divorcio. Era solamente uno más de los hombres a los que Michelle había arruinado con su egoísmo, como arruinó a su padre. Hasta cuando Langley se encontraba hasta el cuello de deudas, siguió dándole dinero para que Michelle mantuviera su tren de vida. Su padre estaba en la ruina, pero ella seguía comprándose ropa y joyas, y seguía yendo a esquiar a Saint Moritz en vacaciones. Hacía falta un hombre rico para mantener a Michelle Cabot, y fuerte también.

La idea de ser él quien le diera todas aquellas cosas, y, por tanto, el único que tuviera ciertos derechos sobre ella, asaltaba su mente con perturbadora insistencia. Por muy enfadado, irritado o disgustado que se sintiera con ella, no podía evitar desearla. Había algo en ella que le daba ganas de extender los brazos y poseerla. Michelle tenía la apariencia, la voz y el olor de lo exquisito; Rafferty deseaba saber si también sabía exquisitamente, y si su piel era tan sedosa como parecía. Deseaba hundir las manos en su pelo dorado, probar su boca suave y grande, trazar con los dedos los contornos perfectos de sus pómulos cincelados e inhalar la fragancia turbadora de su piel. Percibió su olor el día que la vio por primera vez, el perfume de su pelo y de su piel, y la dulzura de su carne. Ella era exquisita, sí, demasiado exquisita para Mike Webster, y para el pobre hombre con el que se había casado y al que luego había abandonado, y ciertamente también para su padre. Rafferty deseaba perderse en aquella exquisitez. Era un impulso primitivo y puramente masculino, la respuesta de un hombre hacia una mujer provocativa. Tal vez Michelle fuera una mojigata, pero sus coqueteos atraían a los hombres como la flor más dulce a las abejas.

En ese momento, Michelle estaba sola, pero Rafferty sabía que no pasaría mucho tiempo sin que se buscara un hombre. ¿Por qué no iba a ser él ese hombre? Estaba cansado de desearla y de verla arrugar la nariz cada vez que lo veía. A él no podría manejarlo con un dedo, como estaba acostumbrada a hacer, pero ése era el precio que tendría que pagar por sus caprichos. Rafferty achicó los ojos, intentando ver a través de la lluvia que empezaba a estrellarse contra el parabrisas, y pensó en la satisfacción que le daría que Michelle dependiera de él económicamente. Era una satisfacción primitiva y áspera. La utilizaría para saciar sus deseos, pero no le permitiría acercarse lo suficiente a él como para nublarle la mente y el juicio.

Él nunca había tenido que pagar por una mujer, pero si tenía que hacerlo para conseguir a Michelle Cabot, lo haría. Nunca había deseado a una mujer como la deseaba a ella, de modo que tal vez así pudiera tomarse la revancha.

La tormenta estalló de pronto, y una cortina de lluvia se deslizó por el parabrisas hasta oscurecer su visión, a pesar de los limpiaparabrisas. Ráfagas de viento sacudían la camioneta, obligándolo a sujetar con fuerza el volante para no salirse de la carretera. La visibilidad era tan mala que casi dejó atrás el desvío hacia el rancho de los Cabot, aunque conocía aquellas carreteras como la palma de su mano.

Cuando llegó frente a la casa de los Cabot, estaba de un humor de perros, y su exasperación se agudizó al echar un vistazo a su alrededor. A pesar de la lluvia veía con toda claridad que aquel lugar era un desastre. La explanada estaba llena de malas hierbas, el establo y el granero tenían un aire de abandono, y los pastos que en otro tiempo estaban llenos de reses Brahman de primera calidad ahora estaban vacíos. El pequeño reino de Michelle se había disuelto a su alrededor.

Aunque había acercado la camioneta a la casa, llovía tanto que cuando llegó al porche estaba empapado. Se sacudió el sombrero de paja contra la pierna para quitarle el exceso de agua, pero no volvió a ponérselo. Alzó la mano para llamar, pero la puerta se abrió antes. Michelle apareció ante él, mirándolo con aquella familiar expresión de desdén de sus ojos verdes y fríos. Titubeó sólo un instante, como si no quisiera dejarlo pasar para que no le manchara la alfombra; pero luego abrió la mosquitera y dijo:

–Pasa.

Rafferty pensó que debía de ponerla furiosa tener que mostrarse amable con él porque le debía cien mil dólares. Pasó a su lado y notó que se apartaba para que no la rozara. «Tú espera y verás», pensó él ásperamente. Pronto haría algo más que rozarse con ella, y se aseguraría de que a ella le gustara. Quizá Michelle arrugara la nariz ahora, pero las cosas cambiarían cuando estuviera desnuda debajo de él, con las piernas enlazadas alrededor de su cintura mientras se retorcía de placer. Rafferty no sólo quería utilizar su cuerpo; quería que ella lo deseara, que se sintiera tan ansiosa y obsesionada como él. Era una cuestión de justicia poética, después de todos los hombres a los que ella había utilizado. Casi deseaba que dijera algo hiriente, para tener una excusa para ponerle las manos encima. Deseaba tocarla, fuera cual fuera el motivo; deseaba sentir el calor y la suavidad de su cuerpo; deseaba que ella respondiera de la misma forma.

Pero Michelle no le dedicó un saludo mordaz, como solía hacer, sino que por el contrario, dijo «vamos al despacho de mi padre», y lo condujo por el pasillo dejando tras ella la turbadora estela de su perfume. Parecía intocable, con sus pantalones anchos y vaporosos de color blanco y su camisa blanca de seda, que flotaba encantadoramente sobre sus pechos, y sin embargo, Rafferty deseaba tocarla de todos modos. Llevaba el pelo rubio pálido recogido sobre la nuca, con un prendedor ancho y dorado.

Su fastidiosa perfección contrastaba vivamente con la apariencia ruda de Rafferty, y éste se preguntó qué haría si la tocaba, si la estrechaba contra su cuerpo y manchaba su camisa de seda de sudor y polvo. Estaba sucio y sudado y olía a vacas y caballos, y además estaba empapado por la lluvia; no, era imposible que ella aceptara sus caricias.

–Por favor, siéntate –dijo ella, indicándole uno de los sillones de cuero del despacho–. Supongo que sabrás por qué te he llamado.

Él le lanzó una mirada sardónica.

–Supongo que sí.

–Encontré el contrato del préstamo anteanoche, cuando estaba ordenando el escritorio de mi padre. No quiero que pienses que intento ganar tiempo para no pagarte, pero ahora mismo no tengo el dinero…

–No me hagas perder el tiempo –la interrumpió él en tono de advertencia.

Ella lo miró con asombro. Rafferty no había tomado asiento; estaba de pie, muy cerca, elevándose sobre ella, y la mirada de sus ojos negros la hizo estremecerse.

–¿Cómo?

–Esto es coser y cantar; no me hagas perder el tiempo con tonterías. Sé qué vas a ofrecerme, y estoy dispuesto a aceptarlo. Hace mucho tiempo que te deseo, cariño; pero no cometas el error de creer que con unos cuantos revolcones quedaremos en paz, porque no es así. Pienso recuperar hasta el último céntimo de mi dinero.

DOS

 

 

Michelle se quedó paralizada de asombro, y el color abandonó su cara hasta que su tez quedó tan pálida como el marfil. Se sentía desorientada; por un instante no entendió las palabras de Rafferty, que quedaron suspendidas en su mente como las piezas inconexas de un rompecabezas. Él se cernía sobre ella, su estatura y su corpulencia la hacían sentirse insignificante, como siempre, y el calor y el olor de su cuerpo saturaba sus sentidos, aturdiéndola. ¡Estaba tan cerca…! Pero entonces las palabras se ordenaron en su cabeza y su significado la dejó perpleja. El temor y la furia reemplazaron el asombro. Sin pensarlo, se apartó de él y exclamó:

–¡Debes de estar de broma!

Aquello fue un error. Michelle se dio cuenta enseguida. Aquél no era momento para insultarlo, dado que precisaba su ayuda si quería conservar el rancho. Sin embargo, el orgullo y la costumbre la empujaban a burlarse de él. Sintió que el estómago se le hacía un nudo, pero alzó la barbilla lanzándole una mirada altiva, y aguardó la reacción que sin duda despertaría en él aquel temerario desafío mascullado entre dientes. Era una insensatez desafiar a Rafferty, y ella lo había hecho de la manera más burda posible.

Él apretó los dientes y, sin decir nada, la miró con los ojos entornados y llenos de rabia. Michelle podía sentir el férreo control que ejercía sobre sí mismo para no moverse.

–¿Tengo aspecto de estar de broma? –preguntó él en un tono suave y amenazador–. Siempre has tenido algún pobre diablo que te mantenía; ¿por qué no me iba a tocar el turno a mí? A mí no puedes manejarme a tu antojo, como haces con otros, pero, en mi opinión, en este momento, no puedes permitirte ser muy selectiva.

–¿Qué sabrás tú de ser selectivo? –se puso aún más pálida, y se retiró de él unos cuantos pasos más; casi podía sentir el impacto del cuerpo de Rafferty sobre su piel, y eso que él ni siquiera se había movido. Él había estado con tantas mujeres que Michelle ni siquiera quería pensar en ello, porque hacerlo le producía un profundo malestar. ¿Habrían sentido esas mujeres aquella sensación de indefensión, aquella fuerza arrolladora que producía su ardor y su sexualidad? Michelle no podía controlar sus instintos y sus reacciones; siempre se había sentido débil respecto a él, y eso era lo que leasustaba, lo que la había hecho apartarse de él todos aquellos años. Sencillamente, no podía soportar la idea de que la utilizara con la misma despreocupación con que un semental se servía de una yegua; para ella, significaría demasiado, y para él demasiado poco.

–No te apartes de mí –dijo él, y su voz se hizo aún más suave, más profunda, acariciando los sentidos de Michelle como terciopelo negro. Sin duda, aquélla era la voz que utilizaba por las noches, pensó ella aturdida, imaginándoselo cubriendo a una mujer con su cuerpo poderoso y atlético mientras le murmuraba al oído palabras obscenas. John no sería un amante sutil; sería fuerte y elemental, y colmaría los sentidos de cualquier mujer. Ahuyentó frenéticamente aquella imagen de su cabeza y la giró para no verlo.

Él se puso furioso al ver que se daba la vuelta como si no pudiera soportar su presencia; Michelle no podía haber dejado más claro que no soportaba la idea de acostarse con él. De tres largas zancadas, John rodeó el escritorio y la agarró por los brazos, apretándola con fuerza contra él. A pesar de su furia, se dio cuenta de que aquélla era la primera vez que la tocaba, que sentía la tersura de su cuerpo y la fragilidad de sus huesos. Sintió ganas de acariciarla lentamente. Su ansia se hizo más aguda, y su rabia se debilitó en parte.

–No arrugues la nariz como si fueras la Reina de las Nieves –le ordenó ásperamente–. Tu pequeño reino se ha ido al infierno, cariño, por si no lo has notado. Esos amigos tuyos tan elegantes no querrán saber nada de ti ahora que estás arruinada. Seguro que no se han ofrecido a ayudarte, ¿no es cierto?

Michelle le dio un empujón en el pecho, pero fue como intentar mover un muro.

–¡No les he pedido que me ayuden! –gritó, enfurecida–. No le he pedido ayuda a nadie, y menos a ti.

–¿Y por qué no a mí? –John la zarandeó ligeramente, mirándola con rabia–. Yo tengo dinero para mantenerte, cariño.

–¡Yo no estoy en venta! –ella intentó retirarse, pero fue en vano; aunque él no la sujetaba con la suficiente fuerza como para hacerle daño, Michelle se encontraba inerme frente a su fortaleza.

–Y a mí no me interesa comprarte –murmuró él bajando la cabeza–. Sólo quiero alquilarte por un tiempo.

Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para apartar la cara de su boca y empujarlo por los hombros. Sabía que no tenía la fuerza suficiente para apartarlo; cuando él la soltó y retrocedió unos centímetros ella comprendió amargamente que lo hacía porque quería, no porque ella lo obligara. La estaba observando, esperando a que tomara una decisión.