¿Culpa o expiación? - Concepción Gimeno de Flaquer - E-Book

¿Culpa o expiación? E-Book

Concepción Gimeno de Flaquer

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¿Culpa o expiación? es una novela de la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. En consonancia con otras de sus obras de ficción, en ella, se presenta el adulterio de una mujer de la alta sociedad que, aburrida de su pareja y oprimida por las convenciones sociales, busca una relación fuera del matrimonio con el fin de satisfacer las necesidades del intelecto.-

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Seitenzahl: 258

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Concepción Gimeno de Flaquer

¿Culpa o expiación?

 

Saga

¿Culpa o expiación?

 

Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509267

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Brillante estaba el paseo del Prado: la aurora del primer día de Carnaval, había despertado sonriendo y el cielo de Madrid límpido y cerúleo ostentaba toda su hermosura.

El invierno tiene en Madrid días tan serenos, de una pureza atmosférica y una diafanidad, que hasta parece quieren lucir las nubes sus más lujosas galas y contener su helado soplo el Guadarrama, fingiéndoles á los madrileños, siquiera por algunas horas, anticipada primavera.

Numerosas eran las máscaras que para el domingo de Carnaval se habían dado cita en el Prado. Adivinábase que los disfrazados eran personas distinguidas, pues sus trajes representaban tipos históricos que el vulgo desconoce completamente. No se veían en aquella tarde ni al indispensable pierrot, ni al fastidioso arlequín, ni al popular manolo: aparecían, presentados con la mayor propiedad, los tipos de Richelieu, Gonzalo de Córdoba, Alvaro de Luna, un Byron, que no pudiendo imitar las inspiradas improvisaciones del elegante amador, contentábase con imitar su cojera; uno que otro Tenorio precoz y algun candoroso Lovelace que no había alcanzado todavía la inteligente audacia y graciosa desverguenza del que todos conocemos por el fiel retrato que nos ha legado la tradición.

El Rey, 1 muy aficionado á las bromas y á la gimnasia intelectual, no deja nunca de asistir al Prado en días de Carnaval, y en aquella tarde se había presentado con la princesa Isabel en un carruaje á la dumont. En el paseo carnavalesco se democratiza completamente Alfonso XII, tolerando con gusto que las máscaras trepen hasta su coche para darle alguna broma, que suele ser chispeante y fina, como de personas educadas porque la gente de humilde esfera, acostumbrada á la respetable distancia que le separa de las altas gerarquías, no se atreve á acercarse á los Reyes ni acorazada tras la careta. Entre las máscaras que asaltaban el coche del Monarca, se veía una facilidad de maneras, una soltura y naturalidad, que no la da el antifaz y que delata á personas de elevado rango. ¡ Cuántas veces se han aprovechado algunos personajes de la franca hospitalidad concedida por el Rey en su coche en las tardes de Carnaval, para hacerle revelaciones ó darle avisos importantes! Mas dejemos á un Enrique IV y á un Luis XV que lograron encaramarse en el coche regio y absorber la atencion de la ilustrada princesa Isabel, hablándole de historia y de poesía con gran deleite de Alfonso XII, satisfecho porque distraían á su muy amada hermana; y observemos lo que sucede en otros carruajes. Las bellas hijas del marqués de la Torrecilla, estaban atrayendo las miradas no sólo por ser hermosas sino por la máscara que había penetrado en su landó la cual vestía el traje de Miguel Angel con la característica gorguera del siglo XVI, llevando sujeta en el hombro por una correa, la paleta y los pinceles. Al dirigir la palabra á una bella, trazaba en un cuaderno con gran presteza el perfil de su interlocutora. Ninguna mujer elegante escapaba á su hábil pincel; mirarlas, era retratarlas.

El parodiador de Miguel Angel fué el acontecimiento de la tarde; la vanidad de las mujeres se exaltaba y todas le suplicaban con la mirada penetrara en sus carruajes, que parecían abiertos para que él los favoreciese con su presencia. Entre la doble hilera de coches que formaba extensa cadena, desde la Castellana hasta el Jardín Botánico, el hérce de la tarde había descubierto una carretela en la que reclinadas muellemente sobre blandos almohadones, aparecían dos mujeres vestidas con perfecta elegancia. La más joven, que representaba unos veinte años de edad, vestía un traje de felpa azul marino, que hacía resaltar el tono blanco mate de su cutis y sus dorados cabellos: la mayor, que podía tener diez ó quince años más, hallábase severamente ataviada con un vestido de terciopelo negro. El carruaje en que se paseaban no estaba blasonado, seguramente no eran gente de pergaminos; pero toda la nobleza las saludaba, lo cual quería decir que pertenecían á buena clase.

Un paseante de á pie dijo á otro viendo encaramarse al máscara de la paleta y los pinceles en dicho coche:

— Ahí va Miguel Angel á dar broma á la cubana.

— Muchas cosas puede decirle, añadió el que le acompañaba, recalcando la frase.

—Mira mamá á la cubana, exclamó una señorita cursi que estaba sentada en una de las sillas del Prado, contemplando los coches.

—Sí, ya la veo, tan bella como siempre.

—Todos exageráis su belleza: en Madrid cuando una mujer consigue estar á la moda, no necesita ser bella para parecerlo.

—La cubana no es una belleza de primer órden, pe ro mucho valdrá cuando tanto se ha extendido la fama de sus méritos; los hombres la encuentran dotada de una gracia irresistible, y añaden que es seductora su conversacion.

Mientras los abonados á las sillas del Prado hacían éstos y otros comentarios, Miguel Angel sostenía un animado diálogo con la cubana.

—No, —decía ésta— no tienes razón, yo no hago víctimas como tú crees, ni sé tejer las invisibles mallas que supones; en todos mis tejidos se ve la trama, porque mis telares no son de nueva invención, son los de siempre, los conocidos desde Eva. Si la mujer, que por naturaleza es más sensible que vosotros, no tuviera algún arma para defenderse, su suerte sería tristísima.

—El coquetismo es más bien arma ofensiva que defensiva, y si necesita armas vuestro sexo no debiera usar más que las defensivas.

—De cualquier género que sean nuestras armas, yo te aseguro, máscara, que son menos agresivas que las de vuestro arsenal.

—No, Margarita, cuando vosotras disparáis, jamás salimos ilesos; pero qué quieres, somos débiles ante vuestros encantos. Pasamos la vida preparando nuestra coraza, y nos sorprendéis sin que nos la hayamos puesto. Además, cuando hieren mujeres tan seductoras cual tú, el arma se convierte en la lanza de Aquiles, que según dicen, vertía el bálsamo al causar la herida.

— Eres una máscara muy galante y no debieras guardar tanto tiempo el incógnito, para prodigar amables frases. Insisto en que digas quién eres.

—No, no te obedezco; estás acostumbrada á tratar con débiles y no quiero ser incluido en esa pléyade de satélites que giran en torno tuyo, y de los cuales debes reirte desdeñosamente, al ver la facilidad con que se declaran súbditos de una soberana, que no tiene la costumbre de agradecer porque la han habituado á la idea de que para ella puede ser acto de justicia, la imposición de las más despóticas leyes.

—Máscara, tú debes manifestarte, presiento que no eres hombre vulgar y que jamás podría incluirte en el coro, de los que según tu opinión, aplauden hasta mis arbitrariedades.

—No, no quiero desenmascararme, te tengo mucho miedo, y con la careta me creo más dueño de mí mismo.

—Debes saber que á los que hago mis vasallos, es porque comprendo que han nacido para el servilismo y les doy el papel que les corresponde, y que indefectiblemente tendrían que representar. Entre las diferentes clases de servilismo el menos servil es el consagrado á la mujer.

—No te rechazo esa idea, por más que es susceptible de alguna modificación. Mas en vez de disentir, voy á darte un consejo antes de retirarme: no juegues tanto con el amor, porque es un tiranuelo que esconde su yugo para esclavizar mejor; y sobre todo, no derroches el sentimiento que inspiras, pues si los afectos débiles abundan hasta la saciedad y tus adoradores han viciado tu atmósfera moral, no dejándote distinguir los profundos, podría llegar un momento en que éstos se malograsen y algún día tuvieras que suspirar por ellos. En el círculo de tus apasionados hay un hombre formal que te ama verdaderamente, que te rinde su culto más con las acciones, que con las palabras.

—¿Quién es ese hombre?

—Quisiera lo adivinára tu corazón. Repasa la extensa lista de los que dicen que te aman, ¿no has visto entre ellos uno que siendo muy hombre tiembla al mirarte, no has descubierto que su acento no se parece al de los que mienten amores, porque su acento es el de la verdadera pasion? Ese hombre te ha dado mil pruebas de afecto al sufrir tus caprichos y desdenes, y ni aun sabes distinguirle entre la turba de los que te adulan, deseosos de estar á tu lado para satisfacer su vanidad. Ese hombre es serio y no te ha pintado su amor con hiperbólicas metáforas, porque el verdadero amor no hace períodos retóricos; ese hombre te ha demostrado su pasión sencilla, sobriamente y tú la desconoces, tal vez porque no se envuelve en falsos oropeles. Si la vanidad de inspirar muchos amores no te hubiera cegado, te darías cuenta de la profunda pasión que inspiras á uno de los que menos te adulan y de los que más te respetan. Recuerda mis palabras, mi situación se ha hecho difícil cerca de tí, en medio de tanto falsificador de amor como te rodea, y he resuelto pedirte definas claramente la suerte que me reservas, porque quiero caminar á buena luz saliendo de la penumbra á que me has condenado. Dentro de breves días me proporcionaré una entrevista contigo, porque tengo medios para proporcionármela, y entonces te exigiré una contestación terminante. Hago un llamamiento á tu clara inteligencia.

— Gracias por el elogio.

— ¡Ojalá! poseyeses tanto corazón, como inteligencia posees.

La máscara que vestía el traje de Miguel Angel saltó al suelo desde una rueda del coche, dejando á su interlocutora callada y pensativa. Por breves instantes permaneció Margarita sumida en graves reflexiones, mas pronto dió rienda suelta á su móvil imaginación empezando á lanzar sátiras graciosas contra los transeuntes.

—¿No has meditado acerca de lo que te ha dicho la máscara?—preguntó la dama que la acompañaba.

—No, Elena, yo no hago caso de lo que se charla en días de Carnaval.

—A veces se dicen grandes verdades, Margarita.

—¿Y por qué me he de preocupar? Déjame tomar la vida por el lado que debe tomarse. Tú lo sentimentalizas todo, mientras yo veo las cosas por su lado ridículo, por el lado bufo.

— Quizás exageramos las dos, pero hay más peligros en tu camino que en el mío. Yo estoy casada, amo á mi marido y soy feliz, mientras que temo muchas cosas para tí. El sol de los trópicos te formó con su fuego, tienes una imaginación ardiente, exaltada, no has despertado todavía al amor y me asusta la aridez de tu corazón.

—¿Es decir que tú querrías verme enamorada?

— Sí.

—Eso es abrigar malos deseos hacia mí. Tú no me quieres bien.

—Porque te quiero mucho lo anhelo: somos huérfanas, soy tu única hermana, tengo algunos años más que tú y debo velar por tu porvenir. El vacío moral en que vives me espanta: cuando despues de haber inspirado muchos afectos no se ha correspondido á ninguno, el corazón se pervierte.

— ¡Qué raras teorías!

—Sí te detienes á analizarlas, no te lo parecerán, Margarita.

—No, yo no quiero la esclavitud del corazón, yo anhelo que si llega á sonar para mí la hora de amar, suene lo más tarde posible. ¿Quieres verme ojerosa, lánguida, inquieta, febril, como dicen que pone el amor á las mujeres apasionadas, para divertirte despues oyéndome exclamar: ¡Ay amor, cómo me has puesto! Déjate de sentimentalismos y no me prohibas el goce de verme adorada por cuantos se me acercan. Un novio admitido, un novio oficial, ahuyentaría toda la córte de mis adoradores y yo no puedo vivir sin ellos. Quitarme mi córte, es convertirme en reina destronada. Sobre todo ¿por qué desearme los tormentos del amor? Recuerdo muy bien lo que dice Karr.

— ¿Qué es lo que dice? ¿Alguna ingeniosa falsedad?

— No: una cosa que debe pareceros muy cierta á los séres sensibles.

—Entonces no la calles por más tiempo.

—Prepárate al asombro, dice Alfonso Karr: No se arranca el amor del corazón, como se arranca de la boca una muela.

—Decididamente, hermana mía, eres incurable; te has propuesto cancanizar el sentimiento, te burlas de lo más sagrado.

— Observa que la idea no es mía.

— Sí, pero aprovechas todo lo más grotesco que encuentras para burlarte del amor.

—Hablemos de cosas ligeras.

—Habla de cuanto quieras, mas déjame decirte que la máscara me ha preocupado y me interesa saber quién es.

—Los sucesos descubrirán el enigma.

—¿Me conoces, Margarita? preguntó saltando al coche de ésta, un hombre que vestía el traje de Her nani.

—No, no te conozco, máscara.

—Pues yo te conozco mucho moralmente, y para que no lo dudes te diré que al asomarme á tu alma, me he espantado de tan negro abismo.

—Muchas gracias: habrá sido que has mirado mi alma al través de cristales ahumados, por eso la has visto negra, pues tú no debes de tener buena vista.

—Estás haciendo rebotar la piedra de ataque para que yo reciba la pedrada; pero das sobre corcho, nada que venga de tí me duele. Has despedazado el corazón de muchos y yo no puedo ser víctima tuya, más fácilmente sería sacrificador.

—Bonito papel eliges.

— Se necesita castigar á las coquetas. Convertirse en verdugo de ellas, es ejercer noble cargo.

—¿Qué, sabes tú lo que son las coquetas? Hablas de rutina, por boca de ganso.

—Las coquetas son lo que tú eres: el corazón de la coqueta es un fósil, le falta calor, sávia, lozanía, vida. La coqueta es un general cobarde, que arma su ejército de combatientes, les apresta á la batalla, les deja en las avanzadas y se fuga deshonrosamente. La coqueta crea una atmósfera de fuego y se envuelve entre las nieves de su egoísmo.

— Máscara, si en algo pretendes superar á los demás, puedes jactarte de ser la máscara más descortés que se ha presentado en el paseo, —dijo la hermana de Margarita con entereza.—

— ¡Oh! las mujeres queréis contar siempre con la impunidad, obligándonos por medio de la galantería.

—La cual no debe pesarte mucho, porque has prescindido de ella. Eres el primer español descortés que he conocido.

— Quien no os adula, no es galante.

—La careta es el termómetro de la educacion de quien la usa. Ya estás juzgado. ¿Qué nombre merece el que ofende á dos señoras, cuando van solas?

—No te disgustes, Elena, yo desprecio la ruin venganza ejercida tras el baluarte de la careta. La careta es como el seudónimo, ningún caballero emplea ni una ni otro para herir.

—Ninguna señorita engaña con promesas que no ha de cumplir.

—Una soltera es libre para romper relaciones que lazos eternos no podrían desanudar, y si no te he cumplido alguna promesa, es porque he tenido el acierto de presentir que no lo merecias. Quítate la careta y te diré algo más fuerte que lo que tú me has dicho, á favor de ella.

—Ya buscaré ocasión mejor y me lo dirás.

—Máscara, procura que en dicha ocasión se halle algún hombre presente, repuso Elena esforzándose en reprimir su cólera.

—Me amenazas, no, no andaré á estocadas por una coqueta; eso sería muy candoroso.

— Máscara, si no sales del coche, llamo á un polizonte que te obligue á ello, nadie tiene derecho á estar en él sin nuestro consentimiento.

—Es verdad, debí contar con que podíais despedirme. En otra parte me tendréis que escuchar.

La máscara dió un salto y se lanzó al suelo.

—Antonio, á casa: dijo Elena, dirigiéndose al cochero con malhumorado tono.

__________

II

El carruaje que conducía á Elena y Margarita tuvo que dar algún rodeo para llevarlas á su casa, porque las calles principales estaban invadidas por oleadas de gente que iba y venía en todas direcciones. Paróse por fin ante una casa de la calle del Pez, y ambas subieron al primer piso, cuya puerta se abrió en breve, por el fuerte campanillazo que dió la nerviosa mano de Elena. No se rompió el silencio guardado durante el trayecto que atravesaron para llegar á su casa, y separáronse las dos hermanas, entrando cada una en su gabinete. Margarita estaba confundida al ver que Elena había recibido un disgusto por su causa y que no la molestaba con reconvenciones.

Cayó sobre el canapé, desatóse las bridas de la capota, dejóla con indiferencia sobre el sillón inmediato; hundió el brazo derecho en un almohadón y apoyó la cabeza sobre él, como si el peso de las ideas le abrumase hasta el punto de no poder sostenerla sobre los hombros. Margarita estaba interesante en esta melancólica actitud: en su rostro brillaba una expresión ideal. Parecía el ángel de la meditación: no era hermosa como una estátua de Praxiteles; no tenía esa clásica hermosura que á fuer de correcta es fría, Margarita no era perfectamente bella cual una heróina de novela: su belleza consistía únicamente en la gracia y en la expresión encantos más duraderos que la hermosura. La figura de Margarita tenía una delicadeza de formas tan suave, que semejábase á los espirituales tipos que nos legaron algunos pintores italianos del Renacimiento: sus ojos, de un azul oscuro, adornados de arqueadas cejas y largas pestañas, menos rubias que sus cabellos, tenían húmedas y brillantes pupilas; en sus labios, rojos como la flor del granado, jugueteaba constantemente una hechicera sonrisa que enloquecía á sus adoradores. Coqueta por instinto y no por arte, Margarita era una mujer peligrosa: la naturaleza había puesto en su mirada y en su sonrisa toda la travesura que las coquetas de profesión necesitan estudiar. Su ingénita coquetería se revelaba hasta en su andar, en su andar de criolla. Margarita no andaba, deslizábase como las hojas impelidas por el céfiro. Pero lo más fascinador en ella era su trato, lo que más impresiona, lo que deja un recuerdo más hondo que la hermosura. Al tomar ella la palabra, la inteligente expresión de su móvil semblante estaba tan de acuerdo con la idea que quería expresar, que era la idea misma tomando forma. Nadie había contemplado un rostro al cual asomase tanto el alma. Agregad á esto una voz acariciadora, con variadas inflexiones que evitaban la dulce monotonía del acento cubano, y podréis explicaros la mágica influencia ejercida sobre cuantos llegaban á conocerla. Margarita no se vestía sólo para el público, se vestía para sí misma, y vestirse para sí misma, es el más alto grado de la elegancia. Tan elegante como su atavío y sus maneras era su espíritu, muy cultivado por las buenas lecturas. Las cubanas leen mucho generalmente; más la afición que ya tenía á la lectura al salir de la Habana, se desarrolló en Madrid. Asistía á todos los estrenos de las obras dramáticas, porque era apasionada de los grandes dramones, como le sucede á toda mujer nerviosa dotada de imaginación ardiente. Los dramas de Echegaray le encantaban: para verlos no podía desprenderse del frasquito de sales; pero ella quería emociones fortísimas, aun á costa de su salud: Echegaray era su poeta favorito, no sólo por el alto vuelo de sus versos, sino por las inspiradas situaciones con que sorprende al público. Admiraba en Echegaray al efectista sin rival.

Una hora había transcurrido desde que Margarita cayó en su divan triste y fatigada, cuando sonó suavemente la campanilla de la puerta de la escalera. Entonces volviendo de su estupor, empezó á notar que oscurecía y se dirigió al comedor, donde estaba ya encendida la lámpara y tendido el mantel. Al mismo tiempo que ella entraba, la otra puerta del comedor se abría para dar paso á un jóven vestido con sencillez, pero sin descuido.

—Hola, Rafael, ¿cómo es que vienes más temprano que otros días?

—Vengo á comer con vosotras, para que me digáis si os habéis divertido en el Prado. Supongo que os habrán dado ingeniosas bromas.

—Ya he oído que hoy nos acompañas á la mesa querido primo, dijo Elena acercándose á la chimenea.

—Sí, y me quedo toda la velada con vosotras, si no viene el doctor Zalona.

—¿Qué tienes contra el Doctor?

—Nada, pero me fastidia encontrarle siempre en esta casa, no tengo confianza para hablar ante él con libertad.

—Recuerda que en diferentes ocasiones ha mejorado la salud de Margarita.

—Lo mismo hubiera hecho otro médico. Los padecimientos de Margarita son leves: está enferma porque quiere, abusa de las diversiones y no se cuida.

— El doctor Zalona nos visita hace algunos años y conoce la contextura de mi hermana.

—¿Qué te sucede prima? Qué silencio tan profundo, no lo has cortado ni para defender á tu doctor. ¿Qué te pasa? No tienes el buen humor de siempre.

Margarita se obstinó en su silencio.

— Yo te lo referiré, Rafael, dijo su hermana. Entretanto acerquémonos á la mesa y que nos sirvan la comida. Elena oprimió el botón de un timbre y un criado se presentó.

Como en Madrid no todos comen á la francesa, llegó un íntimo amigo de la casa cuando acababan de tomar la sopa y se cambió el giro de la conversación.

— Cuéntenos vd. Martínez, lo qué se habla en los círculos sociales, dijo Rafael; vd. lo sabe todo, para reporter no tendría precio.

El Sr. Martínez era un solteron que contaba sesenta eneros, pero que no se le conocían. Semejábase á uno de esos pájaros raros que se conservan en los museos ornitológicos años y años, sin que hayan perdido ninguna de sus plumas. Estaba disecado per su egoísmo y el egoísmo es gran disecador. Margarita que era muy mordaz, solía decir que Don Facundo Martínez se conservaba como las pasas de Málaga, prensadas en una cajita cubierta con un cromo. Lo del cromo era una alusión á la pintura que usaba el restaurado Don Facundo.

—Ya sabe vd., Salavarría, que en Madrid no puede ocupar una sola cosa la atención, se habla de todo simultáneamente, dijo el atildado sexagenario, dirigiéndose á Rafael.

—Pues bien, díganos lo más importante de ese todo, y así se distraerá Margarita que tiene spleen.

—Qué rareza sufrir spleen en día de Carnaval. ¿Pues qué no ha sabido disiparlo el doctor Zalona?

—No le hemos visto, repuso Elena.

— ¿Cómo que no? Si ha estado dando broma á ustedes.

—No podemos calcular quién es: se nos han acercado distintas máscaras.

—¿No le han conocido ustedes?

—No.

—Era el que vestía el traje de Miguel Angel.

— ¡Es verdad! Qué torpes hemos estado, Margarita. Ahora recuerdo que el doctor maneja el pincel con gran habilidad, por eso bosquejaba el perfil de algunas bellas.

—¿Qué os ha dicho? preguntó Rafael.

—Frases galantes.

—Sobre todo á Margarita, ¿eh?

—Es natural: los dos son solteros.

—Con que refiera usted novedades, Martínez. Permítanos penetrar en su repleto bazar de noticias.

—Todos se ocupan de la niña recien nacida que se encontró abandonada entre el lodo, en una calle del barrio de Salamanca.

— Sí, la suerte de esa niña consiste en haber sido hallada en un barrio aristocrático.

— ¡Siempre tan pesimista Salavarría!

—Lo que digo es cierto: si la llegan á encontrar en la calle de Toledo, nadie hace caso de ella.

—¡Qué idea tiene vd. de la humanidad!

— No creo equivocarme.

—La suerte de esa niña está asegurada; las damas del elegante barrio han reunido una gran suma para atender á su educación y formarle una dote.

—Sí, la niña está á la moda. En este país influye la moda en todo: por moda se reza, se murmura: se peca y se hacen obras de misericordia. “La Epoca” poetizó á esa niña, casi todos los periódicos han reproducido el suelto de “La Epoca,” y ahora todos quieren protegerla; pero esa protección no indica caridad espontánea, también han creado una sociedad protectora de animales en el país clásico de los toros. ¡Protección zoológica, protección humana! Protección á los niños ó á los animales, para esta frívola sociedad es la misma cosa.

—Pero primo, dijo Margarita, siempre tienes enarbolado el látigo de Juvenal. Eres un misántropo incurable, aborreces la sociedad.

—Cuando la sociedad sea más séria la respetaré.

—Trabajo te mando si has de esperar á que se corrija, añadió Elena.

—Dejémonos de filosofías y siga vd. dando noticias, Martínez.

—Se habla mucho del perro filarmónico.

—¿Qué perro es ese?

—Vd. está fuera del mundo, Salavarría. Todos conocen el perro que asiste al Teatro Real, escucha la ópera y cuando ha acabado se marcha á Fornos, donde le dan de cenar los calaveras elegantes: algunos artistas podrían codiciar la popularidad que está alcanzando el perro Paco.

—Nada sabía.

—Sí, Rafael, dijo Elena, todos refieren maravillas del perro filarmónico.

—Será guasa.

—No, señor,—añadió con ímpetu Martínez irritado, porque desconfiaban de la noticia que acababa de dar.— La prueba de que tiene el instinto de la música, es que no se mete en el Teatro Español á oir verso, sino en el Teatro Real á escuchar melodías. Se dice que un editor quiere publicar sus Memorias.

—Comprendo que hayan tomado en serio el caso: nuestra sociedad habla en el mismo tono de los proyectos políticos de Cánovas y Sagasta; de la llegada de un funámbulo, del mérito de Gayarre, de las bufonadas de Arderius, del maravilloso violín de Sarasate, del hombre‒locomotora, el famoso andarín aragonés, de un hábil torero, de un orador notable y de las payasadas de un clown.

—Salavarría siempre fustigando á la sociedad, esclamó con gravedad Don Facundo.

El solteron miró el reloj que estaba sobre la chimenea, levantándose al mismo tiempo.

—Espere vd. un momento y tomará el café con nosotros, le dijo Elena.

—No, no puedo esperar, tengo que resolver un asunto importante á esta hora.

—¿Cuándo vuelve Montalvan?

—Después que su ministro haya admirado todas las bellezas de Granada: los subordinados no se pertenecen.

—Cuando le escriban, muchos recados.

—Gracias.

—Buenas noches.

—Adios.

Rafael, Elena y Margarita cambiaron una sonrisa, mientras desaparecía Don Facundo bajo la pesada portière que el criado levantó.

Don Facundo era uno de esos hombres que se suponen necesarios en todas partes, y viven dichosos creyendo que la sociedad les da gran importancia, cuando en realidad no hace ningún caso de ellos.

Terminada la comida, sentóse Elena en uno de los sillones de los lados de la chimenea, y Margarita y Rafael en un sofá que estaba en frente, á conveniente distancia, para que la llama y el chisporroteo producido por los leños, no les molestara.

—Ahora ya estamos solos, primas, referid lo acaecido en el Prado, pues sospecho que algo tenéis que decirme de las máscaras.

Margarita calló y Elena tomó la palabra, contándole á su primo, á grandes rasgos, cuanto había sucedido.

— ¡Miserable! exclamó Rafael—levantándose del asiento y empezando á pasear con pasos agitados y desiguales por el comedor.—Sí, es un miserable el que ofende á una señora aunque para ello tenga razón sobrada.

—Según eso ¿crees que yo merezco la dureza con que la máscara me ha tratado?

— Sí, Margarita: amo la verdad yo no sé adularte. La máscara ha sido un villano, un infame que querría tener delante para triturarle; pero tu carácter ligero da pábulo á esa y otras escenas, que se repetirán si no te corriges.

—¿Por qué razón me han de llamar coqueta? ¿Acaso merezco tal dictado? ¿Yo que ni siquiera tengo un novio!

—Hay muchas clases de coquetismo: la coqueta que acepta muchos novios corre el peligro de ser castigada por ellos, cuando éstos descubren la burla de que han sido objeto. La coqueta que se compromete teniendo amores con varios, es una coqueta vulgar; pero hay coquetas que en el círculo de sus adoradores no prodigan señaladas deferencias á uno y juegan con todos, seduciéndolos con sus artificios. Coquetas que nada prometen con la palabra, y que saben envolver en una mirada un mundo de promesas halagadoras; coquetas que no definen claramente las situaciones, que no aceptan con franqueza el amor, pero que lo aceptan tácitamente; coquetas inteligentes llenas de ardides aprendidos en el frívolo trato de la vida de salón, y con los cuales desesperan á los hombres serios que incurren en la debilidad de amarlas. La coqueta que tiene muchos novios arrostra el peligro; la coqueta que no acepta ninguno y que conserva su corte de adoradores, es más pérfida porque se burla de todos impunemente, sin arriesgar nada.

—Si se llama coquetismo tener muchos amigos, toda mujer de mérito es coqueta.

—No, Margarita, permíteme que te lo diga ya que sólo nos oye Elena, que tanto te quiere. Cree en mi lealtad; lo mucho que yo te amo me autoriza á decirte verdades que nadie tiene el derecho de decir, nadie, y desgraciado el que lo intentara; tú conviertes la amistad en un amor sin tempestades. Años hace que te amo, y no he podido arrancarte todavía una promesa formal; tampoco me alejas de tu lado y estoy atenido ¿á qué? á consolarme con la idea de que si no me aceptas, en cambio no has aceptado á otro. ¡Triste consuelo para un hombre que te ama con la vehemencia que yo! ¿Verdad Elena, que tengo razón al quejarme?

—Sí, Rafael, distintas veces he dicho á Margarita que formalice sus relaciones contigo.

—¿Crees que puedo continuar así, sin saber qué será de mí, sin tener la expansión de hacer planes para lo futuro, porque como tú eres mi único objetivo en lo presente y en lo porvenir, sin tí nada quiero? Y si algún día tienes el capricho de amar á otro, ¿qué haré yo? ¡no puedo pensarlo! ¿De amar he dicho? imposible: tú no puedes amar á nadie más que á mí; si todo el fuego de mi corazón no ha derretido la nieve del tuyo, es absurdo pensar que nadie pueda derretirla.

—Ya sabes, Rafael, que te prefiero, pero no me he decidido todavía á casarme, porque me falta esa vocación.

— Sólo te pido me des tu palabra de no casarte con otro.

—¿Quién se atreve á hablar de lo futuro?

—Entonces eres la misma de siempre, tu coquetismo no tiene fin: unos días me distingues y otros tengo que sufrir el dolor de ser pospuesto, y todo por culpa mia, porque me falta decisión para dejar de verte. Mas suprimiendo mi personalidad, debo decirte, prima, que tus ligerezas son muy censurables, que pueden crear situaciones muy graves. Si tu cuñado ó yo vamos en el coche esta tarde, hay un lance ruidoso y en ese lance habiera quedado envuelto tu nombre, saliendo notablemente perjudicada tu reputación. Además, si prodigas tanto tus miradas y tus sonrisas, no tendrán valor y dejarás de causar el respeto que una mujer de tus meritos debe inspirar.



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